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vamos al mar. Nomás se llega Semana Santa, el cierre de año escolar, la Navidad o incluso en uno que otro puente, mi papá sin perder el tiempo le instala el cámper a la camioneta, sube el costal del equipo de buceo (aletas, snorkels, visores), la hielera Coleman, nuestra asquerosa tienda de campaña que huele a sobaco y pies, un cartón de cerveza, una caja llena de comida enlatada, y nos lanzamos a las playas de Tepic, a Puerto Vallarta o Manzanillo. Me gusta cuando vamos en diciembre, que el agua está tibia y el viento fresco. Lo que me fastidia es que viajemos como los beduinos del desierto en lugar de quedarnos en un hotel limpio y cómodo, de ésos que te ponen una pulsera fosforescente y te dejan comer lo que quieras, hacen juegos en la alberca y te regalan cocteles con sombrillita, claro, sin alcohol; como hacen n mi familia siempre que hay vacaciones
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las familias normales que descansan tiradas en la playa, rentan motos acuáticas, dan un paseo en paracaídas o en la banana. Las muchachas se ponen trajes de baño de boutique, sombrero, lentes oscuros y se asolean junto a la alberca escuchando en su walkman un casete de Magneto, mientras esperan a que un galán llegue y les aplique aceite de coco en la espalda. Nosotros, en cambio, nos la pasamos peleando por la única hamaca, tenemos que pescar nuestro propio alimento e instalar la estufita con el tanque de gas para cocinarlo; tomamos leche de caja y naranjada tibia, queso untable con galletas y cosas que se puedan conservar en la hielera portátil. Por lo general nos quedamos en algún trailer park medio abandonado, con la hierba crecida hasta las rodillas, infestado de bichos, con baños en los que uno no se puede ni agachar de aguilita sin miedo a que salga una serpiente por el retrete. Por la mañana, muy temprano, salimos a bucear atados a una enorme cámara de llanta, en lugar de pasar las horas en la alberca, flotando sobre una cama inflable. Cuando llegamos al pueblo a comprar provisiones parecemos náufragos asoleados, harapientos y mugrosos. A pesar de todo esto, la verdad es que la pasamos bastante bien. Por las noches mi papá pone en la grabadora su eterno casete de Leonardo Favio, “cada piba que pase con un libro en la mano, me traerá tu nombre como en aquel verano…”. A veces lleva la guitarra y se pone a cantar, hacemos una fogata, me dejan tomar una que otra cerveza y cuando el clima y los mosquitos lo permiten, dormimos bajo las estrellas. Desde que era muy pequeña ha sido así. Un par de veces hemos ido a la montaña, a Pátzcuaro o a Zacatecas, pero mi papá rezonga del frío, de que la gente en esos lugares es hosca y la comida mala, y a la siguiente ocasión volvemos a alguna de nuestras playas del Pacífico; a Cuastecomates, a Guayabitos, a Chacala o Punta Pérula, de donde regresamos con el cámper hecho un revoltijo de arena, zapatos y ropa mojada, más cansados que cuando salimos, pero con la cabeza llena de peces, profundidades y puestas de sol.
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Para mí, ir a la playa era la cosa más normal del mundo. Por eso, cuando Alejandra y Bety me dijeron que no conocían el mar, que únicamente lo había visto en fotos, películas y paisajes de sala, quedé estupefacta. O sea que nunca habían comido pescado zarandeado en una palapa mientras enterraban los pies descalzos en la arena ni se habían dejado hipnotizar por el vaivén espumoso de las olas. Me pareció algo tan imperdonable, que me tomé a pecho la tarea, casi podría decir “la misión”, de hacer que conocieran ese otro mundo al que yo pertenecía. Para ambas era imposible que sus familias les dieran permiso de viajar en alguna de nuestras expediciones; la mamá de Alejandra era un hueso duro de roer, no permitía que su hija saliera ni a la esquina, siendo que ella se la pasaba dizque de viaje de negocios. La familia de Bety era sumamente pobre y no estaban para darse esos lujos. ¿Ni aunque nosotros paguemos todo?, le preguntaba yo. Ella insistía en que no. Había trazado el plan perfecto para escaparnos al mar, aunque fuera unas cuantas horas, y estar de regreso al día siguiente, sólo teníamos que encontrar una coartada para justificar la noche que pasaríamos lejos. Era arriesgado, pero tal vez podríamos decir que nos llevarían de campamento en la escuela y hasta imprimir una carta a nombre de la dirección, con un garabato de firma para que nos creyeran. Otra opción era decir que haríamos pijamada en casa de una de nosotras y rezar para que nos dieran permiso. Todo lo demás sería relativamente fácil de resolver. Nos habíamos hecho la pinta de clases dos o tres veces el año anterior, en segundo, cuando empezamos a juntarnos. Y no es que hiciéramos grandes locuras, la verdad es que nos escapábamos de clase por el puro gusto de estar en un lugar distinto a donde se suponía que debíamos estar, sólo por llevar la contra y liberarnos un rato del control de los otros, los maestros, los padres. Nadie podía saber dónde estábamos, nadie podía saber que no estábamos haciendo nada. Alejandra vivía
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a unas cuadras de la escuela, su mamá salía desde temprano y dejaba el refrigerador atiborrado de comida chatarra: salchichas pequeñitas, barras individuales de pepperoni, dedos de queso empanizados, waffles bañados de salsa de chocolate, helado napolitano de litro que podíamos comer a cucharadas directo del bote. Jamás en toda mi vida había comido tanto y cosas tan deliciosas como en casa de Alejandra. Ni en sueños hubiera podido convencer a mi mamá de que comprara embutidos, y menos en esas cantidades. Nos pasábamos la mañana felices, echadas en la cama oyendo música. Yo llevaba mi casete de Bon Jovi o alguno de los que había grabado del radio: “What’s Up”, “No Rain”, “Return to Innocence”; a Alejandra le gustaba Boney M, escuchamos cientos de veces “Rasputín” y “Ma Baker”; Bety ponía la de “Eternal Flame” o alguna de Madonna. Nunca antes había estado así, sin hacer nada, nomás dejando pasar el tiempo, mirando el techo y las paredes pintados de un verde muy oscuro que a mí me parecía elegantísimo, porque a Alejandra le habían dado permiso de que pintara su recámara del color que ella quisiera. Codiciaba la libertad que tenía mi amiga para ciertas cosas, por ejemplo, para usar faldas cortas, teñirse el cabello y depilarse las piernas. No le regulaban el tiempo que pasaba frente a la tele o en el teléfono, podía masticar chicle y elegir su ropa. De las tres, Alejandra era la única que tenía novio; se llamaba Javier y estudiaba en el Colegio Militar de Aviación, vivía en la casa al final de la misma calle y era mucho mayor, creo que debía tener como 25. De las tres, sólo Alejandra había tenido sexo y según ella nos instruía diciendo toda clase de obscenidades que nos hacían reír a carcajadas. No obstante, sobre su vida íntima no le gustaba entrar en detalles. En una de esas escapadas a casa de Alejandra, el día que vi por primera vez Guardianes de la bahía en uno de los canales que captaba la antena parabólica (yo estaba impactada por ver a David Hasselhoff en calzón rojo, lejos de su Auto Increíble),
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se me ocurrió decir que la próxima vez que fuéramos al mar iba a fingir que me estaba ahogando para que me rescatara un salvavidas. Beatriz desvió la mirada y Alejandra hizo un gesto con el hombro como de que no le importaba lo que había dicho. Qué flojera ir a la playa, dijo. Y yo, consternada, pregunté: ¿lo dices en serio? Fue entonces cuando me enteré de que no conocían el mar y yo les prometí solemnemente llevarlas y ser su guía. En ese momento nació el plan que después repasaría mil veces en mi cabeza. Fantaseábamos durante los recesos, afinábamos los detalles y hablábamos del viaje como si de verdad le fuéramos a dar cumplimiento, aunque en secreto sabíamos que era imposible. Nunca me imaginé que lo haríamos. Al menos, no de ese modo. l l l El viernes llegué a la entrada de la escuela al diez para las siete, como de costumbre. Mi mamá se había levantado y había abierto la puerta de mi cuarto para despertarme, aunque yo ya estaba más que despierta y con todo listo. Desayuné, me lavé los dientes mientras se calentaba el motor del coche, todo igual, excepto que el peso de mi mochila era distinto. Si mi mamá por error la hubiera tomado, se habría dado cuenta. En lugar de los libros y cuadernos que había escondido en el fondo del cajón de mi escritorio, llevaba un cambio de ropa, unas chanclas, una toalla y bronceador. Por supuesto, no me había olvidado de llevar mi camisón, ni de pedirle prestado a Claudia su esmalte de uñas azul metálico. Segundos antes de bajar del coche, mi mamá repitió toda la retahíla de recomendaciones que me daba cuando pasaba la noche con mis primas o en casa de alguna amiga: por favor, cuídate mucho, no comas cochinadas ni se duerman muy noche porque mañana tenemos servicio, me llamas al rato para saber
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que estás bien, no se vayan a salir, ni se vayan lejos. Lejos. Si supiera. Le dije sí-mamá, le di un beso en la mejilla, bajé del coche. Me siguió con la mirada hasta que crucé la reja, donde el prefecto Anuar permanecía apostado como duende. El prefecto me ubicaba bien. Le dije buenos días y por primera vez en meses no tuvo que detenerme o hacer el gesto de súbase las calcetas. Caminé directo hasta el patio de mecanografía, que a esas horas estaba desierto. Alejandra y Bety ya me estaban esperando del lado de afuera. Les pasé mi mochila entre los barrotes y volví a la entrada. El prefecto Anuar me dejó salir sin problema, era bastante común que antes del timbre nos permitiera ir a la tienda, a la papelería o a la cabina a hablar por teléfono a nuestra casa porque se nos había olvidado el cuaderno con la tarea. Pasé de largo la tienda, la papelería y la caseta. Miré discretamente sobre mi hombro antes de atravesar la avenida entre la multitud, y fui a sentarme en la barda del canal, donde debía esperar a que llegaran ellas. Estaba muy nerviosa, sentía un temblor extraño que me impulsaba a seguir y al mismo tiempo me advertía del peligro, de las consecuencias, del límite que estaba atravesando. Llegaron ellas y caminamos para tomar el autobús que nos llevaría a la terminal. En el camino, Alejandra se puso la sudadera de su hermano que le cubría el uniforme casi por completo. Metió las manos y se sacó la blusa. Yo también me cambié la blusa de la escuela por mi camiseta de Rainbow Brite, llevaba debajo un top y un short de licra, por si alcanzábamos a meternos al agua. Había pensado pedirle mi traje de baño a mi mamá con el pretexto de que en la casa de Bety tenían jacuzzi, pero era una mentira muy riesgosa. Fácilmente podrían enterarse de que en casa de Bety apenas tenían dónde bañarse a jicarazos. Cuando uno miente tiene que estar al tanto de todos los detalles y alejarse lo menos posible de la realidad. Por eso no llevaba traje de baño. Ellas tampoco. De cualquier manera no hubiéramos tenido tiempo de cambiarnos. Bety era la más penosa de las tres y se esperó hasta
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que llegamos al baño de la terminal para quitarse el uniforme. Llevaba un short de mezclilla y una blusa estampada, como de señora. Fue muy raro vernos por primera vez sin la falda plisada de cuadros pata de gallo, sin la camiseta de cuello polo color mostaza. Éramos otras, más auténticas y libres. De acuerdo con el plan, Alejandra sería quien comprara los boletos. De las tres, era la que parecía mayor. Casi aparentaba los dieciocho. Todo en ella era monumental y hermoso. Sus piernas anchas apenas cabían en las calcetas, sus grandes chichis redondas levantaban muy en alto el escudo de la escuela, su boca era grande y muy roja, la cabeza grande, los ojos grandes y grandes también sus pesados caireles teñidos de color caoba. Hasta su voz era gruesa, extensa su sonrisa y sus dientes anchos, muy separados, gruesos los dedos de sus manos, extenso su nombre. Un gordo lunar junto a la boca le ponía punto final a toda esa vastedad. Con todo, no quisieron venderle los boletos. ¡Se te alcanza a ver la orilla de la falda, mensa! La regañé, y en respuesta me mostró los tres boletos. Los había comprado con ayuda de un señor bonachón, al que convenció no sé con qué cuento. Subimos al autobús por separado para no llamar la atención. El plan original había cambiado y el propósito del viaje también. Yo hubiera querido que fuéramos a Manzanillo porque era lo que quedaba más cerca, pero nuestro destino era el puerto de San Blas. Alejandra llevaba en el canguro de la sudadera un papelito con una dirección y un nombre. Se lo había dado su novio. Nos encontraríamos con él ahí, en punto de las dos de la tarde. Ella estaba algo nerviosa, indecisa. No sabía lo que le iban a decir ni lo que iba a suceder. Nada. Lo único que sabíamos era que debíamos encontrarnos con Javier en ese lugar. De las tres, Beatriz era la más reacia al viaje. Su familia era muy católica y le causaba conflicto estar ahí, aunque sabía que debíamos acompañar a Alejandra, no podíamos dejarla sola. Yo en lo único que pensaba era en el mar, en caminar sobre la
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arena y comer mariscos en una palapa. En la terminal de Tepic le compré tres burritos a una señora de las que venden sus productos en cubetas, junto a la carretera. Ellas no quisieron comerse el suyo, iban muy calladas, viendo por la ventana. Dejé que se sentaran del lado de la ventanilla, Alejandra adelante y Beatriz atrás. Yo iba en el asiento del pasillo, junto a Bety. Quería sorprenderlas cuando se alcanzara a ver la línea azul entre las montañas. Traté de animarlas, de anticiparles lo que sentirían cuando llegáramos y vieran el mar en vivo y en directo, les decía que ya se sentía el calor, que el aire ya olía distinto, que vieran el paisaje cómo iba cambiando, la vegetación pasaba de bosque a trópico, que vieran las palmeras, los puestos de pan de plátano, las flores de obelisco en el corral de las casas donde los perros ladraban libres al igual que las gallinas y los gatos y hasta los niños. En ese lugar todo el mundo era libre, o al menos así me lo parecía a mí. Creo que el camión tomó el libramiento, porque no pudimos ver el mar desde la carretera, y en el último tramo las tres nos quedamos dormidas. Llegamos. Somnolientas, acaloradas y confundidas, seguimos al primer chofer que se acercó a decirnos ¿quiere taxi? Nos cobró carísimo por el recorrido de quince minutos que hicimos para llegar a la dirección que Alejandra llevaba en el papelito. Íbamos apuradas, con la espalda despegada del asiento y la mirada puesta en la ruta porque se nos había hecho tarde, eran las dos con quince cuando llegamos a la estación. Esperábamos ver a Javier, impaciente, afuera de la casa donde se detuvo el taxista, pero no había nadie, la calle era de terracería, las casas en su mayoría eran construcciones de ladrillo desnudo rodeadas por un corral lleno de matas, palmeras y almendros. Bajamos del coche. El sol pegaba de lleno sobre una fachada pintada de verde, carcomida por la sal. Un viejo letrero de lámina, oxidado como la quilla de un barco, decía entre chorretes rojos: “Ginecología y obstetricia, dr. Rubén Eladio Jiménez García, UdeG”, y a un lado tenía pintado un útero que más parecía la cabeza de un ovni con orejotas.
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No había manera de asegurarnos de que en realidad fuera la calle Hidalgo, porque la esquina era el poste de un corral y no había placa, pero en la puerta estaba el número 32, que coincidía con el papelito que llevaba Alejandra. ¿Y si Javier llegó puntual y no quiso esperarnos? Tal vez se retrasó igual que nosotras y todavía no llega. Tal vez nos está esperando adentro, hace mucho calor, nos estamos achicharrando, cómo no te asas con esa sudadera, hay que tocar. Abrió un viejo corpulento vestido de camisa limpia y bien fajada. Se pintaba las canas con Just for Men, pero ya se le notaban las raíces. Alejandra le preguntó por Javier. El hombre dijo pasen. Una vez dentro, descolgó una bata del perchero y se la puso. Las tres nos quedamos de pie a mitad de una deprimente salita con sillas de tubular cromado. ¿Tú eres Alejandra?, le preguntó. Ella dijo que sí. Javier habló por teléfono, parece que se le complicaron las cosas, dijo que llegará en un rato más. ¿Tienes el dinero? Alejandra dijo que sí y sacó del canguro de la sudadera un sobre blanco, bien abultado. Bety y yo nos miramos porque no sabíamos nada del dinero y nos dio desconfianza. El doctor tomó el sobre, lo guardó en el bolsillo de la bata y dijo pasa. Esperen aquí, muchachas, ahorita solamente vamos a aplicar el medicamento, no nos tardamos nada. Había tres sillas recargadas contra el muro y un jarrón grande color mamey en el rincón, de los que se usan para poner colas de zorro o flores de tela o naturaleza muerta, sólo que ese estaba vacío. Bety y yo nos sentamos y esperamos en silencio, mientras el doctor cerró tras de sí la puerta del consultorio. Diez o quince minutos después Alejandra salió, seguida del doctor que nos repitió las instrucciones: debíamos esperar dos horas, durante las cuales Alejandra no debía comer ni beber absolutamente nada. El doctor me entregó a mí una tarjeta que decía “Clínica del Sagrado Corazón” y dijo que fuéramos allá a las cinco en punto, no antes. Debíamos llegar a la recepción, decir que Alejandra se había sentido mal y que él era su médico.
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La gente de la clínica le mandaría mensaje a su víper. ¿Si Javier llega, usted puede decirle que vaya a la clínica?, preguntó Alejandra. Su voz sonaba frágil, como si le doliera algo. Descuida, yo le doy la dirección y le digo que las vea allá a las cinco en punto. El doctor abrió la puerta y nos despidió. Empezamos a caminar con rumbo a lo que supusimos era el centro de San Blas. Yo me estaba muriendo de hambre, pero Alejandra no podía comer y Bety seguía en huelga. Por solidarizarme con ellas no insistí en buscar un restaurante, pero debíamos esperar dos largas horas, así que les propuse que fuéramos a la playa. Pasamos por calles más urbanizadas, con hoteles y tiendas, hasta llegar a la plaza con la iglesia, el quiosco, los portales, donde por fin pude ubicarme y recordar la ruta hacia el mar. Seguimos por una calle sin banquetas y el asfalto dio lugar a un camino de arena apisonada que pronto se volvió más una vereda entre corrales y palmeras. Yo iba silbando voy por la vereda tropical, cuando de pronto Bety se paró en seco y se quedó mirando con los ojos muy abiertos hacia la bocacalle. ¡Es el mar!, dijo y se quedó pasmada. Alejandra levantó la mirada también hacia la línea azul detrás de los arbustos, sus ojos brillaron un instante. Aw, hubiera querido que Javier estuviera aquí para verlo. Le pregunté que cómo se sentía y dijo que bien, que sólo tenía un poco de cólico, pero nada grave. Apresuramos el paso sin despegar la vista del fondo azul turbio que se fundía en el horizonte con el cielo. Pisaron la arena como quien pisa por primera vez el suelo lunar. Estaba hirviendo y ellas no llevaban chanclas, así que no pudieron quitarse los zapatos ahí mismo, pero el espectáculo chapoteante de las olas nos hizo estallar de felicidad y corrimos hacia allá gritando y saltando como locas. Llegamos al suelo húmedo, donde al fin pudimos quitarnos los zapatos. Aventamos la ropa y las mochilas debajo de una palapa. Metimos los pies en el agua. Alejandra me ahorcó con el brazo y me hizo cerillo en la cabeza. Me retorcí para zafarme, mientras Bety nos aventaba
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agua con las manos, y por estar de espaldas al mar una ola la tomó por sorpresa y le llegó hasta los muslos. Alejandra y yo corrimos para escapar de la lengua de agua, mientras nos pateábamos mutuamente marejadas de espuma. Pronto otra ola llegó y nos salpicó, y cuando menos pensamos ya estábamos completamente empapadas, con medio cuerpo sumergido. De pronto, una ola más grande se hinchó ante nosotros. Alejandra corrió hacia la playa. Yo me quedé quieta, viendo cómo la fuerza del agua succionaba a Bety, que con cara de susto gritaba ¡no sé nadar! Me lancé para alcanzarla y la ola nos devoró a ambas. Sujeté a mi amiga, que luchaba por sacar la cabeza del agua, tosiendo, con la cara cubierta de cabellos empapados, y cuando por fin pudimos poner los pies sobre el suelo vimos que el agua nos llegaba a las rodillas. Nos reímos como idiotas. Fuimos hasta donde nos esperaba Alejandra, sentada en la arena. Entonces vimos el hilo de sangre que escurría entre sus piernas, mezclado con el agua; la mirada vacía, fija en un azul muy distante. Bety y yo la abrazamos y la ayudamos a levantarse. Nos metimos de nuevo a la orilla para que se enjuagara el short, que por suerte era color café, y fuimos a quitarnos la sal en el jacalito de la palapa-restaurante más próxima. Todavía no daban ni las cuatro. Me senté en una de las mesas y pedí un Sprite mientras esperaba a que ellas terminaran de cambiarse. Alejandra comenzaba a ponerse muy pálida. La convencí de que se tomara la mitad de mi refresco. No pasa nada, nadie se va a enterar, será peor si te desmayas. Empezamos a caminar a paso lento rumbo a la clínica que, según nos dijeron, quedaba lejísimos, por la carretera a Tepic. Bety me miraba con cara de susto y Alejandra nomás caminaba como ausente. Cuando por casualidad pasamos junto a la Sexta Zona Naval, Ale se puso necia con que quería entrar y preguntar por Javier. El custodio de la entrada la dejó pasar sólo a ella y tuvimos que esperarla bajo la sombra de un almendro. Al volver nos dijo que la habían comunicado con la Base Aérea de Guadalajara, donde le dijeron que
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Javier Solano Vázquez había pedido su traslado a Michoacán. Alejandra no lloró. Se puso firme, clavó la mirada en el camino y seguimos andando. A las pocas cuadras se detuvo junto a nosotros un muchacho en un Safari amarillo destartalado, con música a todo volumen. Le bajó a su escándalo para preguntar a dónde las llevo, nenas. Me acerqué y le dije con tono muy serio que nuestra amiga se sentía muy mal, que si por favor podía llevarnos a la clínica del Sagrado Corazón. Él dijo está bien, y subimos, ellas en el asiento de atrás, yo en el asiento del copiloto, sin sonreír ni hacer plática, exagerando mi cara de preocupación. El muchacho aceleró y volvió a subir el volumen a la música de Maná como si nosotras también anduviéramos echando relajo. “Porque me va me va me vale… me vale todo.” El resto de la tarde se nos fue en esperar. Esperar a que nos atendiera la recepcionista, esperar a que quisiera llamar al doctor, a que pasaran a Alejandra, quien ya para entonces estaba transparente y contraída sobre sí por el dolor. Era como si toda su vastedad se fuera reduciendo progresivamente, hasta que por fin la pasaron al quirófano, a las siete. Bety estaba preocupada. También yo. Sentía unas ganas enormes de llamar a mi casa y decir estoy bien, nos la estamos pasando súper en la pijamada, Bety preparó palomitas en su microondas nuevo y vamos a ver una película que rentamos, se llama Ghost. No, no es de miedo, es de amor. Sí, vamos a cenar comida de verdad, la mamá de Bety nos preparó pastel de carne y sopa de coditos. Pero no podía salir a buscar un teléfono público porque en cualquier momento nos llamarían para darnos noticias de Ale. Beatriz fue al baño y se tardó muchísimo. Cuando regresó tenía los ojos hinchados y la nariz roja. Yo estaba tan nerviosa que no podía ni llorar. Ahí, en la sala de espera, saqué el frasquito de esmalte y con pulso tembloroso me pinté de azul metálico las uñas de los pies y de las manos. La segunda capa todavía estaba fresca cuando nos llamaron. Alejandra se veía tan pálida que
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por un segundo pensé que iba a morirse. Apenas despertaba de la anestesia. Tenía el cabello encrespado y revuelto. Me puse a peinarla mientras Bety le limpiaba la cara con gasas húmedas. El regreso fue tormentoso y lento. Ale estaba dopada con analgésicos, Bety y yo no nos decíamos nada. Nunca volvimos a llevarnos igual. Tomamos el bus de las diez de la noche. Llamé a mi casa desde la terminal, pero tuve que hablar rápido y muy fuerte para que no oyeran el ruido de fondo, la gente, los avisos de las salidas. Arrugué una envoltura de papas junto a la bocina y dije que había interferencia, que se estaba cortando, que yo estaba muy bien, que llegaría temprano al día siguiente, no había necesidad de que fueran por mí, la mamá de Bety nos llevaría en su camioneta. Por suerte le había dado a mi mamá un número falso, por si se le ocurría llamar a casa de Bety. Llegamos a Guadalajara a las dos de la madrugada. Siempre había querido saber cómo se veían las calles del centro a esas horas, pero cuando llegamos ni siquiera nos atrevimos a asomarnos fuera de la terminal. Cuando íbamos llegando pude ver por la ventanilla el desolado paisaje de la Calzada Independencia y la zona que rodeaba la terminal vieja: basura, negocios cerrados, calles oscuras e indigentes que penaban como sombras de concreto entre los resquicios de la ciudad. Pasamos el resto de la noche en la terminal, entre basura y olor a orines. Esperamos a que dieran las siete para poder llegar a casa de Alejandra. A las seis salimos al estacionamiento porque nos llamó el vapor de una olla de tamales. Comimos con desesperación. Yo uno verde, uno rojo y uno de piña, con atole. Alejandra se comió cuatro con dos cafés, y Bety solamente dos de dulce. Después de comer, Ale casi volvió a ser la misma. Se le iluminó el rostro, volvió a sonreír y hasta creo que dijo algún chiste. Llevamos a Alejandra a su casa, la arropamos, le acercamos una taza de té, los medicamentos, la grabadora puesta a volumen bajito en Radio Amor. Cuando se quedó dormida Bety y yo salimos. A medio camino nos despedimos como si fuera un
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día cualquiera. Llegué a mi casa poco antes de las diez, muy a tiempo para bañarme y arreglarme para ir al templo. Mi mamá me preguntó si había desayunado y le dije que sí, que la mamá de Bety nos había comprado tamales. Me miró como regañándome, pero de chiste. Pues hasta acá hueles, dijo y después: pero qué elegantes uñas, por fin te ves un poquito femenina. Escondí las manos para que no notara que el esmalte estaba grumoso y salido de los bordes. Dije: no me gustó. Fui al cuarto de mi hermana, le devolví su frasquito de esmalte y le pedí que me regalara acetona y algodón. Nunca vas a aprender, chaparra. Si quieres mejor yo luego te las pinto. Papá estaba leyendo la Biblia en la sala, mientras mi mamá terminaba de lavar los trastes del desayuno. A lo lejos oía la voz de Claudia que hablaba por teléfono con su novio. Me senté en mi lugar de la mesa, hice una bola de algodón, la mojé con acetona, y mientras estaba ahí, entre ellos en el centro de mi casa, tratando de despintarme el azul de las uñas, supe que en realidad me encontraba mucho más lejos de lo que hubiera estado nunca.