SUMISIÓN

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Desde mi nombramiento como profesor, mis horarios lectivos reducidos me permitieron concentrar el conjunto de las tareas universitarias el miércoles. Empezaba, de las ocho a las diez, dando una clase de literatura del siglo xix a los alumnos de segundo, y al mismo tiempo, en un aula vecina, Steve daba una clase análoga a los de primero. De las once a la una, daba el máster 2 sobre los decadentes y los simbolistas. Luego, de las tres a las seis, animaba un seminario en el que respondía a las preguntas de los doctorandos. Me gustaba tomar el metro poco después de las siete de la mañana, dándome la fugaz ilusión de pertenecer a la «Francia que madruga», la de los obreros y artesanos, pero debía de ser prácticamente el único en ese caso, puesto que daba clase a las ocho ante una sala casi desierta, aparte de un compacto grupo de chinas, de una glacial seriedad, que hablaban poco entre ellas y nunca a otras personas. En cuanto llegaban, encendían sus smartphones para grabar mi clase íntegramente, y ello no era óbice para que tomaran apuntes en unos grandes cuadernos de 21 × 29,7 25

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con espiral. Nunca me interrumpían, no hacían pregunta alguna, y las dos horas pasaban sin que me diera la sensación de haber empezado de verdad. Al salir de clase me encontraba con Steve, que había tenido una asistencia comparable, con la diferencia de que en su caso en lugar de a las chinas tenía a un grupo de muchachas magrebíes con velo pero igualmente serias e igualmente impenetrables. Siempre me invitaba a ir a tomar algo, generalmente un té a la menta en la gran mezquita de París, que estaba situada a pocas calles de la facultad. No me gustaba el té a la menta, ni la gran mezquita, y tampoco me caía bien Steve, pero, aun así, le acompañaba. Creo que me agradecía que aceptara puesto que no era muy respetado por sus colegas en general, y de hecho cabía preguntarse cómo había llegado a profesor a pesar de no haber publicado nada, en ninguna revista importante, ni siquiera de segunda categoría, y de ser autor sólo de una vaga tesis sobre Rimbaud, un tema chollo por excelencia, pues, como me explicó Marie-Françoise Tanneur, otra de mis colegas, reconocida especialista en Balzac, se han escrito miles de tesis sobre Rimbaud, en todas las universidades de Francia, de los países francófonos e incluso más allá, Rimbaud es quizá el tema de tesis más machacado en el mundo entero, tal vez con la excepción de Flaubert, así que basta buscar dos o tres tesis antiguas, defendidas en universidades de provincias, e intercalarlas vagamente, ya que nadie cuenta con los medios ni las ganas de bucear en los cientos de miles de páginas en las que estudiantes carentes de personalidad sueltan incansablemente el rollo sobre el vidente. La carrera universitaria más que honorable de Steve se debía únicamente, siempre según MarieFrançoise, a que le comía el chichi a la Delouze. Era posi26

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ble, por sorprendente que pareciera. Con sus hombros cuadrados, su cabello gris a cepillo y sus estudios universitarios implacablemente gender studies, Chantal Delouze, rectora de la Universidad de París III-Sorbona, me parecía una lesbiana de tomo y lomo, pero podía equivocarme, o tal vez sintiera rencor hacia los hombres y lo exteriorizara con fantasías de dominación; quizá el hecho de obligar al bueno de Steve, con su cara bonita e inofensiva, su media melena ensortijada y fina, a arrodillarse entre sus muslos macizos, le procuraba éxtasis de otro tipo. Fuera verdad o no, esa mañana, en el patio del salón de té de la gran mezquita de París, no podía evitar pensar en ello viéndole chupar su asqueroso narguile aromatizado a la manzana. Su conversación versaba, como de costumbre, sobre los nombramientos y las evoluciones de las carreras en el seno de la jerarquía universitaria, no creo que nunca haya tratado motu proprio otro tema. Su motivo de preocupación esa mañana era el nombramiento como profesor de un tipo de veinticinco años, autor de una tesis sobre Léon Bloy, que según él estaba «relacionado con el movimiento identitario». Encendí un cigarrillo para ganar tiempo, preguntándome qué coño podía importarle. Por un momento incluso me pasó por la cabeza que se despertaba en él el hombre de izquierdas, y luego cambié de opinión: el hombre de izquierdas estaba tan profundamente dormido en Steve que ningún acontecimiento menor como un cambio político de las instancias dirigentes de la universidad francesa podría despertarlo. Tal vez fuera una señal, prosiguió, puesto que Amar Rezki, conocido por sus trabajos sobre los autores antisemitas de principios del siglo xx, acababa de ser nombrado profesor. Ade27

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más, insistió, la conferencia de rectores se había sumado recientemente al boicot de los intercambios con profesores israelíes, iniciado en un primer momento por un grupo de universidades inglesas. Aprovechando que se concentraba en el narguile, que tiraba mal, consulté discretamente mi reloj y constaté que sólo eran las diez y media, así que difícilmente podía argüir la inminencia de mi segunda clase para despedirme, y se me ocurrió una idea para relanzar la conversación sin grandes riesgos: desde hacía unas semanas volvía a hablarse de un proyecto de por lo menos cuatro o cinco años atrás que contemplaba la implantación de una réplica de la Sorbona en Dubái (¿o era en Bahréin?, ¿o en Qatar?, los confundía). Un proyecto similar se hallaba en estudio con Oxford y la antigüedad de nuestras dos universidades debía de haber seducido a alguna petromonarquía. En esa perspectiva, que ciertamente prometía reales oportunidades financieras para un joven profesor, ¿contemplaba significarse dando muestras de posturas antisionistas? ¿Y pensaba que yo podía tener interés en adoptar la misma actitud? Dirigí a Steve una mirada brutalmente inquisitiva, y como ese muchacho no poseía una gran inteligencia y era fácil desestabilizarlo, mi mirada causó un efecto inmediato. «Como especialista en Bloy», farfulló, «seguramente sabrás cosas acerca de esa corriente identitaria, antisemita...» Suspiré, agotado: Bloy no era antisemita, y yo no era para nada un especialista en Bloy. Por supuesto hablé de él con motivo de mi investigación sobre Huysmans y comparé la utilización de la lengua por parte de los dos en mi única obra publicada, Vértigos de los neologismos, sin duda la cumbre de mis esfuerzos intelectuales terrenales, que 28

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obtuvo además críticas excelentes en Poétique y en Romantisme, y a la que probablemente debía mi nombramiento como profesor. De hecho, gran parte de las palabras extrañas que se encuentran en Huysmans no son neologismos sino palabras raras tomadas del vocabulario específico de ciertas corporaciones artesanales o de algunos dialectos regionales. Huysmans, ésa era mi tesis, fue hasta el fin un naturalista, preocupado por incorporar el habla real del pueblo a su obra, quizá incluso en cierto sentido siguió siendo el socialista que en su juventud participó en las veladas de Médan en casa de Zola, su creciente desprecio hacia la izquierda nunca borró su aversión inicial hacia el capitalismo, el dinero y todo lo que pudiera parecerse a los valores burgueses, era en resumidas cuentas un caso único de naturalista cristiano, mientras que Bloy, siempre ávido del éxito comercial o mundano, con sus incesantes neologismos sólo buscaba singularizarse, establecerse como una luz espiritual perseguida, inaccesible al mundo, eligió un posicionamiento místico-elitista en la sociedad literaria de su época y no cesó luego de sorprenderse de su fracaso y de la legítima indiferencia que sus imprecaciones suscitaban. Era, escribió Huysmans, «un hombre desgraciado, de un orgullo verdaderamente diabólico y con un odio inconmensurable». Desde el principio, Bloy me pareció en efecto el prototipo del «católico malo», cuya fe y entusiasmo sólo se exaltan verdaderamente cuando puede considerar que sus interlocutores están condenados. Sin embargo, en la época en que redactaba mi tesis, mantuve contacto con diversos círculos católicos realistas de izquierdas que divinizaban a Bloy y a Bernanos, y me tentaban con alguna carta manuscrita hasta que me di cuenta de que no tenían nada 29

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que ofrecerme, ningún documento que no pudiera encontrar fácilmente por mí mismo en los archivos normalmente accesibles al público universitario. «Estás sobre la pista de algo... Relee a Drumont», le dije, sin embargo, a Steve, más que nada para complacerle, y me dirigió una mirada obediente e ingenua de niño oportunista. Delante de la puerta del aula –‌ese día había previsto hablar de Jean Lorrain– tres tipos de unos veinte años, dos árabes y un negro, bloqueaban la entrada, no iban armados y parecían bastante tranquilos, su actitud no era amenazadora, pero obligaban a pasar entre ellos para acceder al aula y me vi obligado a intervenir. Me detuve frente a ellos: a buen seguro debían de tener por consigna evitar las provocaciones y tratar con respeto a los docentes de la facultad, en fin, eso esperaba. –Soy profesor de esta universidad y ahora tengo que dar una clase –‌dije en un tono firme dirigiéndome a todo el grupo. Fue el negro quien me respondió, con una gran sonrisa. –No hay problema, señor, sólo hemos venido a visitar a nuestras hermanas... –‌dijo señalando el aula con un gesto tranquilizador. Como hermanas sólo había dos chicas de origen magrebí, sentadas una al lado de la otra, arriba y a la izquierda del aula, vestidas con un burka negro, con los ojos protegidos por una rejilla, y que a mi parecer tenían una actitud absolutamente irreprochable. –Pues ya está, ya las habéis visto... –‌concluí jovialmente–. Ya podéis marcharos –‌insistí. –No hay problema, señor –‌respondió con una sonrisa aún más amplia, luego se volvió sobre sus talones, seguido 30

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por los demás, que no habían pronunciado ni una palabra. Tres pasos más adelante, se volvió hacia mí–. La paz sea con usted, señor... –‌dijo inclinándose ligeramente. «Ha salido bien...», me dije al cerrar la puerta de la clase, «esta vez ha salido bien.» No sé qué esperaba exactamente, circulaban rumores de agresiones a profesores en Mulhouse, en Estrasburgo, en Aix-Marsella y en SaintDenis, pero nunca había conocido a un colega agredido y en el fondo no me lo acababa de creer, y según Steve los movimientos de jóvenes salafistas y las autoridades universitarias habían llegado a un acuerdo y veía una prueba de ello en que los golfos y los traficantes habían desaparecido por completo, desde hacía ya dos años, de los alrededores de la facultad. ¿El acuerdo comportaba una cláusula que prohibía el acceso de las organizaciones judías a la facultad? Eso también era sólo un rumor, difícilmente verificable, pero el hecho era que desde el último inicio de curso la Unión de Estudiantes Judíos de Francia ya no estaba representada en ningún campus de la región parisina, mientras que las juventudes de la Hermandad Musulmana habían multiplicado sus delegaciones por todas partes.

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