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¿A DÓNDE VAMOS DESPUÉS DE LA MUERTE? John Blanchard Traducido por Eduardo Jibaja
EDITORIAL MUNDO HISPANO
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EDITORIAL MUNDO HISPANO 7000 Alabama Street, El Paso, Texas 79904, EE. UU. de A. www.editorialmh.org
Nuestra pasión: Comunicar el mensaje de Jesucristo y facilitar la formación de discípulos por medios impresos y electrónicos. ¿A dónde vamos después de la muerte? © Copyright 2010, Editorial Mundo Hispano, 7000 Alabama Street, El Paso, Texas, Estados Unidos de América. Traducido y publicado con permiso. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción o transmisión total o parcial, por cualquier medio, sin el permiso escrito de los publicadores.
Publicado originalmente en inglés © copyright 2008 by Evangelical Press como Where Do We Go from Here? Las citas bíblicas han sido tomadas de la Santa Biblia: Versión Reina-Valera Actualizada, 2006 Editores: Hermes Soto, Rubén Zorzoli
Diseño de páginas: Carlos Santiesteban
Diseño de la cubierta: Carlos Santiesteban Primera edición: 2010 Clasificación Decimal Dewey: 291.23 Temas: 1. Muerte 2. Seguridad en Cristo ISBN: 978-0-311-47040-2 EMH Art. No. 47040 2.5 M 3 10
Impreso en Colombia Printed in Colombia
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¿A dónde vamos después de la muerte?
La hemorragia se había esparcido gradualmente por todo el cerebro. Puesto que su corazón era sano y fuerte, afectó los centros de respiración poco a poco y causó asfixia. Durante las últimas doce horas la falta de oxígeno fue aguda. Su rostro se alteró y se puso oscuro. Sus labios se volvieron negros y los rasgos eran cada vez más irreconocibles. Las últimas horas no fueron sino una estrangulación lenta. La agonía de la muerte era horrible. Él literalmente murió asfixiado mientras lo estábamos mirando. Cuando parecía ser el último minuto, de repente abrió sus ojos y echó una mirada a todos los que estaban en la habitación. Fue una mirada terrible, desquiciada o quizás furiosa y llena de temor a la muerte, y los rostros desconocidos de los doctores se inclinaron hacia él. La mirada recorrió a todas las personas en un segundo. Luego sucedió algo incomprensible y asombroso, que hasta el día de hoy no puedo olvidar ni entender. Él repentinamente levantó su mano izquierda como si estuviese pronunciando una maldición sobre todos nosotros. El gesto era incomprensible y lleno de amenaza y nadie podía decir hacia quién o qué podría estar dirigida. Seguidamente, después de un esfuerzo final, el espíritu se libró desgarradoramente de la carne1.
Estas palabras conmovedoras vienen del libro Twenty Letters to a Friend (Veinte cartas a un amigo), la autobiografía de Svetlana Alliluyeva, la menor de todos los hijos y la única hija del hombre cuyos últimos momentos en la tierra ella estaba describiendo tan gráficamente. Su nombre de nacimiento era Iosiv
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Vissarionovich Dzhugashvili, pero él se hacía llamar José Stalin (Hombre de acero) y era el dictador indiscutible de unos 285.000.000 de personas que vivían en la Unión Soviética. Durante unos 24 años su palabra era ley y tenía el poder de la vida y la muerte, eliminando a millones de personas que se opusieron a sus convicciones políticas o religiosas. Decenas de miles de sacerdotes, monjes y monjas fueron perseguidos y asesinados, y más de 100.000 fueron fusilados durante las purgas de 1937-1938. En la cúspide de su carrera era posiblemente el hombre más poderoso de la tierra; sin embargo, al final su cuerpo quedó reducido a ruinas, y el 5 de marzo de 1953 se vio forzado a ceder a un enemigo más poderoso que no podía ser condenado: la muerte. Lo que hace que nuestro párrafo introductorio sea tan cautivante no es el escritor o el tema, sino el evento que describe, el momento en el que muere una persona. Es un evento expuesto de manera irresistiblemente persuasiva porque cada persona en nuestro planeta está dirigiéndose hacia su cita con ella a una velocidad de 24 horas al día. Hay un creciente interés en temas asociados con la muerte, como el espiritismo, la vida en el más allá, la comunicación psíquica con los muertos, las proyecciones astrales y varias prácticas ocultas, aunque millones de personas que son atraídas a estas cosas no llegan a entender el asunto de la muerte misma. No obstante, la muerte es ineludible, y lo que llamamos vivir podría llamarse igualmente morir. Se
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podría decir correctamente que el mundo entero es un hospital y cada persona en él es un paciente terminal. La muerte no hace distinción de personas. Llega a los jóvenes y a los ancianos, a los ricos y a los pobres, a los buenos y a los malos, a los cultos y a los ignorantes. No conoce diferencias raciales y no se rige por los niveles de ingreso monetario. Desde reyes hasta plebeyos, todos al final deben inclinarse a ella. Las “superestrellas” y los “insignificantes” comparten el mismo destino. Alejandro Magno una vez encontró a su amigo filósofo Diógenes parado en un campo, mirando atentamente un montón de huesos. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, el anciano se volvió a Alejandro y le respondió: “Estoy buscando los huesos de tu padre Felipe, pero parece que no puedo diferenciarlos de los huesos de los esclavos”. Desde el más grande hasta el más pequeño, desde el más hermoso hasta el más feo, desde el más rico hasta el más pobre, la muerte es el ecualizador universal. La muerte tampoco hace distinción de tiempo o lugar. Ataca en cada minuto del día y la noche, reclamando sus víctimas en la tierra, en el mar, en el aire, en la cama del hospital, en la oficina, el supermercado y el sillón, en camino abierto, el estadio deportivo y en el departamento. Aun la ciencia de vanguardia no puede negarlo, los “medicamentos milagrosos”, el cuidado intensivo y la cirugía de trasplante de órganos deben todos al final de cuentas rendirse a sus demandas. Tanto para el escritor como para el lector de estas
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palabras, nuestra última cita en la vida es una que nosotros no hacemos pero que no podemos evitar. Podemos ejercitarnos con regularidad, ingerir solamente “comida sana”, tomar vitaminas y otros suplementos alimenticios diariamente, tener chequeos médicos regulares y seguir el mejor consejo posible para manejar al máximo detalle nuestro estilo de vida; sin embargo, lo más que podemos lograr es posponer lo inevitable, y usted está 24 horas más cerca de esa cita que ayer a esta misma hora. Para una infinidad de personas, el ineludible hecho de la muerte es tan desagradable que se han inventado un montón de términos para evitar el uso de la temida palabra que empieza con “M”. El Museo Australiano En Línea tiene un sitio web llamado “La muerte, el último tabú”. En la década de 1970, el antropólogo inglés Geoffrey Gorer declaró: “La verdad del asunto es que la muerte ha reemplazado al sexo como tema prohibido de conversación en la buena sociedad”, y esto es realmente cierto hoy en día. El sexo se menciona por doquier en más películas, programas televisivos y radiales, libros, revistas, anuncios publicitarios y conversaciones que nunca, mientras que cuidadosamente se hace a un lado la muerte. Nosotros decimos que alguien ha “pasado a mejor vida”, “descansa en paz”, o “ya no está con nosotros”. Numerosos sitios web en Internet reflejan una corriente de eufemismos, en los que se describe a la muerte como “el gran sueño”, “cruzar el río” y “el final del camino”, mientras
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que se llama estar “bajo tierra”, “sin vida” o incluso haberse “marchado” cuando se está muerto. Algunas personas trivializan el tema refiriéndose a esta gente como los que han “estirado la pata”, “dado el último suspiro”, “quedado tiesos”, “ido al otro mundo”,“quedado secos”, “mordido el polvo”, “soltado el pellejo”, o “quedado fríos”. En los Estados Unidos de América a los encargados de las funerarias se les llama con frecuencia “terapeutas del dolor”, a las funerarias “salones de descanso”, a los cementerios “parques memoriales” y a las lápidas “marcadores horizontales”. Algunos hospitales llegan al extremo de llamar a la muerte de un paciente “resultado negativo del cuidado del paciente”, lo cual dice la verdad mientras que a la vez se esconde la palabra que nadie quiere escuchar.
El factor temor Evitar el tema muestra que el temor a la muerte es casi tan universal como el hecho de la muerte. Woody Allen, el productor estadounidense de películas, dijo famosamente: “No temo morir. Solamente no quiero estar allí cuando suceda”, pero esta era su manera estrafalaria de retorcer la verdad. El pensador francés del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau, se acercó más al blanco cuando declaró: “Aquel que pretende enfrentar la muerte sin temor es un mentiroso”, y la Biblia no exagera cuando habla de alguien “conducido ante el rey de los espantos” (Job 18:14). Esto explica que la gente se muestre indispuesta a hablar de la muerte, y su preocupación
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por quitarla de su mente. La muerte les molesta y los atormenta, los frustra y asusta. La Biblia llega al punto de decir que “por el temor de la muerte” algunos estaban “condenados a esclavitud” (Heb. 2:15). Una de las razones más obvias del miedo a la muerte es el temor al dolor. El sacerdote y poeta inglés G. Studdert Kennedy dijo una vez que una persona a la que no le molesta el problema del dolor está sufriendo de endurecimiento del corazón o ablandamiento del cerebro. Toda una gran cantidad de achaques como dolor de muelas, migrañas, artritis, ciática y pleuresía pueden causar dolor, el cual a veces puede ser severo, aunque la mayoría de las causas del dolor no son terminales y muchas reaccionan favorablemente al tratamiento. Sin embargo, nadie en su sano juicio puede esperar con alegría el pronóstico de meses, o incluso años, de dolor, sabiendo que las cosas constantemente empeorarán y llevarán a la vida a un final agonizante. También existe el temor a la pérdida personal. Al final de uno de sus años más productivos en la gira europea, le preguntaron al golfista profesional inglés Simon Dyson: “¿Hay algo que lo asuste?”. Dyson respondió: “La muerte. Ahora estoy en una posición en la que puedo hacer lo que quiero… Morir no sería bueno para mí en estos momentos”2. La posibilidad de perder todas sus posesiones es algo que mucha gente teme. Otro es el temor a lo desconocido. Cualquiera que sea nuestra posición social, todos vivimos en un mundo que nos es conocido, cada día está lleno de panora-
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mas y sonidos que nos dan un sentido de pertenencia. Estamos rodeados de posesiones que hemos escogido, tenemos un círculo cómodo de amigos, y nuestra mente está repleta de esperanzas, ambiciones, planes y sueños personales. La muerte remueve todo eso y nos impulsa a un territorio desconocido en el que todo es un vacío oscuro y espantoso, sin letreros ni puntos de referencia. No es de sorprenderse que para un sinnúmero de gente esta sea una posibilidad aterradora. También existe el temor a encontrarse con Dios. Para millones de personas que piensan muy poco en él (excepto, quizás, cuando se asiste a un funeral) de vez en cuando surge el fastidioso y perturbador instinto de que un día tendrán que encontrarse con su Creador. El piloto de carreras inglés Stirling Moss ganó 16 Grandes Premios de Fórmula Uno y se le ha llamado “el piloto más grande que jamás ha ganado el Campeonato Mundial”. Se le conocía por su gran valor y atrevimiento en la pista de carreras. Sin embargo, cuando estuvo en la cúspide de su fama le dijo a un reportero: “Temo a la muerte. Sé que significa encontrarse con nuestro Creador, y uno no debería temer eso. Pero yo sí”. Junto con esto está el temor al juicio final. En un programa radial de la BBC le preguntaron a la reconocida humanista Marghanita Laski cuáles eran los problemas más importantes que una persona tenía que enfrentar. Ella respondió: “Estamos solos, somos culpables y vamos a morir”. Vincular la culpa con la muerte indica la influencia de la conciencia y el hecho de que más
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gente de la que lo admitiría inmediatamente tiene un temor espantoso a descubrir que estar frente a frente con Dios no va a ser un tiempo de fiesta. En cambio será un momento en el que su vida será examinada por Aquel que es totalmente santo y que ha dicho que en el reino de los cielos “jamás entrará cosa impura” (Apoc. 21:27). En las palabras del teólogo contemporáneo inglés J. I. Packer: “No hay hombre que esté totalmente sin presentimientos del juicio”3. La Biblia da varios ejemplos vívidos del temor del hombre al juicio de Dios, tanto en esta vida como en la venidera. Cuando el profeta Samuel le dijo a Saúl, el primer rey de Israel, que debido a su pecado Dios lo entregaría a él y a su nación en manos de sus feroces enemigos los filisteos, él “cayó en tierra, tan largo como era, y tuvo gran temor…” (1 Sam. 28:20). Cuando el apóstol Pablo habló con Félix, el gobernador pagano de Judea, acerca “de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero”, el gobernante “se llenó de miedo” (Hech. 24:25). En uno de los pasajes más dramáticos de la Biblia se nos presenta un indicio del momento en el que multitudes de impíos se encuentran con su Creador: “Los reyes de la tierra, los grandes, los comandantes, los ricos, los poderosos, todo esclavo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas, y decían a las montañas y a las peñas: ‘Caed sobre nosotros y escondednos del rostro del que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero. Porque ha llegado el gran día de su ira,
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y ¡quién podrá permanecer de pie!’” (Apoc. 6:15-17). ¿Nos debe sorprender esto? Sin duda no puede haber nada más aterrador que saber que cuando llega la muerte (como podría suceder en cualquier momento y sin previo aviso), nos trae frente a frente ante un Dios justo y santo en nuestra condición moral y espiritual actual y sin más oportunidad de corregir las cosas. La muerte es la realidad final para todo ser humano, y el único trato sensato es afrontarla con sinceridad, examinarla cuidadosamente y prepararse sabiamente. Este librito se escribió para ayudarlo a hacer estas tres cosas, guiado no por especulación humana sino por la luz clara de la Biblia, “la palabra de Dios que vive y permanece” (1 Ped. 1:23).
Lidiando con la verdad La Biblia empieza a lidiar con el asunto declarando dos verdades innegables. La primera es la certeza de la muerte. En el Antiguo Testamento, tres de los hombres más destacados en sus páginas enfatizan esto. Job llamó a la muerte “la casa destinada para todos los vivientes” (Job 30:23); el rey David formuló la pregunta retórica: “¿Qué hombre vivirá y no verá la muerte?” (Sal. 89:48); el rey Salomón declaró rotundamente: “No hay hombre que tenga poder sobre el hálito de vida, como para retenerlo, ni hay poder sobre el día de la muerte” (Ecl. 8:8). En una memorable frase a principios de su libro, Salomón también dijo: “Todo tiene su tiempo, y todo
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lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (Ecl. 3:1). Luego mencionó 14 coplas, la primera de las cuales dice que hay “tiempo de nacer y tiempo de morir” (Ecl. 3:2). Esta frase tiene un significado más profundo de lo que vemos a simple vista, ya que la palabra “tiempo” se refiere no solo a la certeza de la muerte, sino a exactamente cuándo se realizará este evento. El escritor está diciendo que la fecha exacta de su muerte se estableció en el calendario de Dios con la misma certeza que la fecha de su nacimiento. Para todos los que ahora están viviendo en la tierra, hay un “tiempo de morir”, el tiempo de Dios. Segundo, la Biblia usa metáforas muy gráficas para advertirnos de la brevedad de la vida. Dice: “Sois un vapor que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece” (Stg. 4:14), que nuestros días en la tierra son “más veloces que la lanzadera del tejedor” (Job 7:6) y “más veloces que un corredor” (Job 9:25), y que son “como una sombra” (1 Crón. 29:15). En nuestros años juveniles estas imágenes podrían parecer “historias de terror” y en la edad madura nuestra vida está llena de tantas cosas que apenas les prestamos atención. Sin embargo, son sorprendentemente ciertas y deberíamos tenerlas en cuenta en cada etapa de la vida, recordando que, tal como lo dijo el teólogo del siglo XII Bernardo de Claraval: “La muerte a menudo está tan cerca a la espalda del joven como al rostro del anciano”4. Al haber viajado tan extensamente como lo he hecho en el transcurso de mi ministerio, frecuentemente
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me han preguntado: “¿De aquí a dónde vas?”. La pregunta con la que estamos lidiando en este librito es mucho más seria. No está inquiriendo dónde estamos planeando ir mañana, la próxima semana o el próximo año, sino adónde iremos cuando se acabe nuestro último día en la tierra. La gente ha encontrado toda clase de respuestas a esta pregunta, pero cualquiera que la ignore totalmente simplemente no está pensando con cordura.
¿Quién sabe? Una manera de abordar el tema es conformarse con el agnosticismo, el cual dice que lo que sucede después de la muerte es un misterio completo. Esta fue la línea de pensamiento que adoptó François Rabelais, un francés del siglo XVI. En cierto momento de su vida él fue monje, estudiante de derecho y astronomía, doctor y escritor famoso por su humor indecente; sin embargo, cuando alcanzó el final de una vida llena de incidentes, sus últimas palabras fueron: “Me voy en busca de un gran Quizás”. Un siglo después el filósofo inglés Thomas Hobbes se refirió a su muerte venidera como “mi último viaje, un gran salto a la oscuridad”5. Otros han expresado lo mismo de una manera más humorística. En el último capítulo de su libro Around the World in 81 Years (La vuelta al mundo en 81 años), el comediante británico Robert Morley escribió: “Si, como siempre lo he creído, la vida es una fiesta, debo irme muy pronto… Solo voy a recoger mi sudario y me voy. ¿Adónde exactamente? ¿Hay otra fiesta
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