Revista Cinéfila // Perfil - Martin Scorsesse: El pecador divino

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A CUADRO

› MARTIN SCORSESE, LA LEYENDA VIVIENTE

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El pecador divino POR: JUAN ARREDONDO

Al estudiar la violencia en una sociedad como la estadounidense, donde 80 personas “se beben el aire de la muerte” por medio de un disparo todos los días, a veces pareciera que el americano carga con una furia misional, una contracara que le exige redimir y ser redimido de una culpa sólo expiable por mediación de los “sacramentos del celuloide”. Por gracia divina, para ello tenemos a Martin Scorsese, un verdadero pastor del sentido religioso que quiere equilibrar la escisión destructiva de las armas con la belleza del imaginario yanqui en pantalla. A lo largo de su filmografía, cada balazo tiene su razón de ser: erige el patrón devoto de una “tensión” que se manifiesta en la violencia de los hechos cotidianos como una forma de comunicación amistosa y primaria. Casi sagrada. Y es que el cine de Scorsese nunca se encuentra una sociología purificada de la violencia y menos una “poetización” de la misma, sino que sus gritos, bofetones y puñetazos se traducen en el paraíso que sus protagonistas, deidades en total ebullición, veneran con tanto ahínco en “la calle”, ese altar recurrente para los despropósitos. Escenario de ese ímpetu acongojado, de esa angustia vivaz y de esa soledad efusiva, es en este espacio abierto donde los personajes de Scorsese manifiestan, paradójicamente, su encierro esencial. Y es ahí donde nacen y mueren los sueños, como un hilo secreto e inexplorado de una obra donde imágenes y secuencias de “furiosas pupilas abiertas” nos permiten el adagio de vivir 180 minutos en el infierno. Para el director neoyorquino, la violencia y el crimen, aún en tono humorístico, conforman una redención espectacular. Devastadora como Taxi Driver (1976), elegíaca como en El Último Vals (1978), exonerante como Toro Salvaje (1980), esperanzada como El Color del Dinero (1986), ineludible como Buenos Muchachos (1990), pragmática como Casino (1995), esplendorosa como Pandillas de Nueva

York (2002)… la brutalidad es, en Scorsese, una santa liberación. Para el espectador sensible y/o de pocas agallas, Scorsese asciende con una violencia que, sin embargo, rara vez es explicita. De hecho, está lejos de los “Rambos infinitos”, pero el uso maestro del séptimo arte hace que violencia no solo se muestre, sino que “se sienta”, convirtiéndola en una revelación que actúa por bienaventuranza, impresionando como lo que es: un hervor malicioso que se eleva más allá de un estimulo. Y ese ejercicio, téngalo por seguro, lo amenaza a usted con lavarle de culpas.


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