"CUANDO DUERME GUARDAMAR"

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Por deferencia del autor, ofrecemos a los lectores esta muestra gratuita, en la que se recogen 4 relatos de los 36 que conforman el libro.

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Juan Calder贸n Matador

CUANDO DUERME GUARDAMAR

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Cuando duerme Guardamar y el insomnio me clava sus cuchillos, me pierdo por las calles con un nuevo argumento naciĂŠndome en las manos, y al derramarse el alba entre los pinos, los personajes huyen del cuaderno para contar su historia a los baĂąistas con la complicidad del sol y el agua.

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LA PINTADA

La pareja francesa llevaba el miedo cosido en su ADN; les circulaba cuerpo arriba y abajo por los mismos cauces que la sangre, pero yo no lo supe hasta unos años después. Parece que fue ayer cuando llegaron al chalet pintado de color salmón, justo al lado del mío, con la arena de la playa lamiendo el verde seto del jardín. Desde el mismo momento en que les ví supe que seríamos amigos. Quise que conociesen desde el principio la amabilidad de los guardamarencos, y no dude en llamar a su puerta, con un canasto repleto de las primeras naranjas de la temporada como obsequio de bienvenida. Catherine y Pierre me hicieron pasar, deshechos en disculpas por el desorden que reinaba en la casa, con cajas sin abrir por doquier, pero en pocos minutos ya se habían recuperado de la sorpresa de mi llegada y me invitaron a un aromático café au laít, como ellos dijeron, acompañado de exquisito brioche. En sus ojos podía leerse la palabra agradecimiento por mi acogida. Fue importante para ellos saber que no estaban totalmente solos en el lugar que habían elegido para vivir tras la jubilación. Pierre es un enamorado de España desde su juventud, cuando fue a Madrid a estudiar filología hispánica. Por entonces apenas conocía unas pocas palabras de nuestro idioma pero no tardó en dominarlo como el suyo propio. Tras finalizar la carrera regresó a Paris, donde ejerció como profesor de español. Hablar con él era como hacerlo con un paisano cualquiera, tan solo un, casi imperceptible, arrastre gutural al pronunciar las erres descubría su nacionalidad francesa. Catherine tenía un acento mucho más marcado, que la convertía en una deliciosa parisina llena de charme, con la que siempre era un placer dialogar. Su elegancia innata, sus refinados modales, seguían intactos, sin que el paso de los años le hubiese restado un ápice.

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Nadie como ellos supo sacarle tanto partido a Guardamar y era habitual encontrarlos participando en las actividades culturales del pueblo, gozando de sus impresionantes playas, que recorrían a diario desde más allá de las casitas de Babilonia hasta rebasar los límites de La Mata, o perderse en La Pinada, camino del Puerto Deportivo y el faro. Después de ver por primera vez las fiestas de Moros y Cristianos, quedaron tan impresionados por la solemnidad, el vestuario y la música, que no dudaron en formar parte de los festejos a partir de entonces, desfilando en el bando moro, porque ellos siempre estaban a favor de los perdedores, pero eso yo aún no lo sabía tampoco. Sin duda alguna, aquí habían encontrado su Paraíso particular y eran inmensamente felices. Sus amigos en el pueblo se fueron multiplicando a lo largo de los años, pero eso jamás hizo que a mí me dejasen de lado, todo lo contrario. Nuestra amistad se había hecho tan estrecha que casi pasamos a considerarnos parte de la familia. ¿Cómo podía imaginar yo entonces que sus vidas escondían algo tan atroz? Jamás hablaron de ello, ni hubo ningún comportamiento que me hiciera sospechar algo así, hasta aquel aciago día. Fue el verano de 2012 el que les reabrió la herida, tan profunda y añosa, que nunca había llegado a cicatrizar totalmente. Aquella tarde había salido a pasear con ellos por la playa. Íbamos en dirección al faro y al llegar donde finaliza el Paseo Marítimo, Pierre se paró en seco, con la vista clavada en la pintada que aparecía en el muro, junto a la escalera de acceso a la arena. El horror fue una careta que se apropió del territorio de sus rostros, sin que yo pudiese entender qué sucedía. —Vaya, incluso aquí han pintado esvásticas. En los alrededores del Parque Reina Sofía también las vi anoche, cuando estuve cenando en El Papas —les dije, sin pensar que aquella cruz les hubiese convulsionado de tal forma. Mis palabras parecieron sacarles de una ensoñación y devolverles a la realidad.

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—Perdónanos, tenemos que marcharnos —afirmaron; y apretaron tanto el paso que apenas podía seguirlos. Aquella misma noche me hicieron partícipe de su historia, demasiado larga y dolorosa para poder resumirla en unas líneas. La contaron a borbotones, casi como queriendo justificar su reacción ante aquella pintada de calado nazi, haciéndome partícipe de un secreto del que nunca habían querido hablar por el dolor inmenso que les producía. —Somos judíos —aclaró Pierre, con lágrimas en los ojos—, por eso no hemos podido soportar esa horrible visión en el muro. No sabes lo que significan los nazis para nuestra familia. Nuestros padres y otros muchos seres queridos fueron victimas del holocausto. No pudieron sobrevivir en Auschwitz y nosotros estamos aquí por puro milagro. No tendríamos días suficientes para contarte las atrocidades que tuvimos que sufrir hasta ser liberados. No éramos más que uno niños. —Vinimos aquí por ser éste un pueblo tranquilo, donde todo nos resultó fácil hasta ahora, donde hemos podido solapar durante mucho tiempo el recuerdo de aquellos años de la infancia, pero lo que ha sucedido ha dado al traste con todo. Ahora nos resultaría imposible vivir tranquilos —añadió Catherine. —Pero esas pintadas son un hecho aislado, algo que no ha realizado nadie del pueblo, estoy seguro. No os asustéis. Aquí jamás antes había pasado algo así, los guardamarencos somos personas de bien, podéis estar tranquilos —traté de suavizar la situación con mis palabras. —No, no es un hecho puntual. En los últimos tiempos hemos visto repetidas veces en televisión y en la prensa cómo crecen los skinheads, no sólo en Alemania, Austria, Francia, Grecia y otros países europeos sino también en España. La ideología nazi vuelve a coger fuerza, incluso están ocupando escaños en los parlamentos —aseguró Pierre. —No podemos quedarnos aquí con esa amenaza constante sobre nosotros. Hemos de buscar un lugar más seguro. Pero nos vamos con el corazón destrozado, sabiendo todo lo bueno que dejamos atrás. Jamás

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olvidaremos aquellas primeras naranjas que nos regalaste, sobre todo por la amistad y el cariño que nos entregaste con ellas. Siempre estarás en nuestro corazón, siempre lo estarás, querido amigo —repetía Catherine mientras me estrechaba en un abrazo de despedida. Una semana más tarde, tras dejarme encargado de la venta de su casa, los vi partir con esa vocación de éxodo que rige la vida de tantos judíos por el mundo, roto por el dolor y sin poder comprender cómo habían aparecido aquellas pintadas en Guardamar del Segura, que me habían robado a mis dos grandes amigos.

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JUEGOS DE MONAGUILLOS

Aquella primavera nos cogió con los quince años a punto de caer. Llegó como un tornado que hizo girar todos y cada uno de nuestros sentidos. Ardíamos como ascua. Nuestros ojos respondían continuamente a la llamada del imán de las muchachas, que con el calorcito habían acortado aún más el largo de sus minifaldas. Pero había dos que eran especiales para nosotros y ocupaban el centro de nuestros pensamientos, Purita y Josefina, las hijas del tendero. Manolo, el Coloraíllo, y yo, Jesús, el de la Tomasa, éramos los monaguillos más populares en la Parroquia de Santa Timotea de los Imposibles. Gozábamos de la simpatía de las parroquianas, que en más de una ocasión nos daban propinilla por hacerles encargos especiales para don Celedonio, el párroco, quien siempre nos demostró afecto, como si fuésemos sus nietos. Pero todo aquello terminó la tarde en que inventamos el juego del chiminichi. Íbamos camino de la parroquia, con tiempo sobrado para preparar el rezo del rosario y la celebración de la misa, cuando se cruzaron en nuestro camino Purita y Josefina. Nosotros, con un pavo gordo posado sobre nuestras cabezas, las miramos con cara de atontados. Ellas, al vernos babear de aquella forma, no pudieron evitar la risa y, sobre todo, el sonrojo. No me pregunten cómo, pero al final acabamos los cuatro en un anexo de la sacristía donde se guardaban las cosas deterioradas o fuera de uso. Al principio no sabíamos qué hacer, aunque Manolo y yo sí teníamos claro lo que deseábamos. Intentamos echar unos bailes mientras tarareábamos el pasodoble El gato montés, entre risas tontas que no tenían ni ton ni son. Como vimos que las chicas no se arrimaban todo lo que nosotros esperábamos, y hacían una presión horrible con las palmas de sus manos contra nuestro pecho, decidimos animarlas con una copita del vino destinado para la celebración de la misa. Manolo, el Coloraíllo, fue a por la garrafa, de la que todos fuimos bebiendo a

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morro. El vino entraba de maravilla, tan suavecito, tan afrutado... y bebimos, y bebimos... Entonces se me ocurrió el juego del chiminichi. —¿Queréis jugar al chiminichi? —Pregunté, poniendo mucha intención en la palabreja, a lo que Purita respondió, muerta de risa, con otra pregunta. —¿Qué es eso del "chimiquinosecuantos"? —Eso, eso, ¿qué es el "nosecuantos" ese? —Añadió Josefina, a punto de hacerse pis entre tantas carcajadas. El Coloraíllo y yo teníamos claro que lo que queríamos era ir al grano, y nos dábamos codazos mientras les explicábamos en qué consistía el juego, una mera disculpa para llegar a donde queríamos llegar. —Por ejemplo: una de vosotras pregunta a uno de nosotros ¿Quién soy yo? y el otro tiene que decirle que es un santo o santa cualquiera de los que hay en este sitio, luego hay que decir alguna cosa por la que sea famoso ese santo. Quien no acierte tendrá que hacer algo que le pida el ganador. —Uf, qué lío, yo no me entero de cómo se juega —aclaró Purita. —Es muy fácil, vamos a probar. Venga, Purita, pregúntame quién eres. —Vale ¿Quién soy? —Eres, eres, eres... ¡la virgen María! —dije, mirando un cuadro, cubierto de polvo, en el que aparecía el nacimiento de Jesús en Belén—. Y ahora tienes que preguntarme alguna cosa sobre la Virgen María, si lo adivino he ganado yo, y si no lo adivino has ganado tú y podrás pedirme que haga lo que tú quieras. —Vale. Ummm ¿Cómo se llamaba la prima de la Virgen María que estaba embarazada? Vaya, con aquella pregunta no contaba yo. No supe responderle y perdí. Aquello le daba derecho a Purita a pedirme lo que quisiera, ¡y miren lo que se le ocurrió! —¡He ganado, he ganado! Quiero que le gastes una broma a don Celedonio. ¿Qué podríamos hacerle, Josefina? —Anda, anda, a ver si vamos a meternos en un lío con el párroco — respondió su hermana. Y después de pensar entre todos cuál podría ser la broma, al Coloraíllo se le ocurrió la bomba.

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—Ya sé lo que puedes hacer. ¿Por qué no le cambiamos el nombre a los misterios del rosario, y le ponemos algo gracioso? Como don Celedonio tiene tan mal la vista y se los tenemos que escribir nosotros con letra bien grande todos los días, seguro que no se da ni cuenta, además siempre lo dice todo de carrerilla. —Y dicho y hecho; tras mucho cavilar decidimos hacer algunos cambios en el rezo del rosario. Fui a buscar una cuartilla, en la que escribimos lo que habíamos acordado poner, bueno, la verdad es que las ocurrencias fueron del Coloraíllo, y la depositamos en el atril, desde donde don Celedonio rezaba el rosario cada día con las parroquianas. Y continuamos con el juego, sin dejar de empinar la garrafa de vino. —¿Quién soy yo? —Le pregunté a Purita. —Eres, eres... San Pedro. —Hay una cosa muy importante que tiene San Pedro, ¿qué es? —¡La corona! —Frío, frío —¿La barba? —Tampoco. Mucho más importante que esas cosas. ¿Qué es? —Pues no lo sé —admitió Purita. —Las llaves del Cielo. Has perdido y tienes que pagar. —¿Y qué tengo que hacer? —Pues, como soy San Pedro y tengo la llave, voy a abrirte el cielo de par en par. Y hasta aquí puedo contarles, porque ha llegado el momento de conocer cómo se desarrolló el juego del Coloraíllo y Josefina. —¿Quién soy yo? —Preguntó mi amigo. —Eres, eres, eres... ¡Santo Tomás! —Vale. ¿Y qué le pasaba a Santo Tomás? — No tengo ni idea. ¿Qué le pasaba? —Pues que no creía en las cosas hasta que no metía el dedo en la llaga. ¿Tú tienes alguna llaga? —Yo estoy muy sanita y no tengo de esas cosas.

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—Eso es lo que tú dices, pero como soy Santo Tomás yo no me lo creeré hasta que el dedo me lo aclare. Y entre risas, preguntas y respuestas, bien regadas con vino, se pasó el tiempo y llegó la hora del rosario. Purita, Josefina, el Coloraíllo y yo no quisimos perdernos el efecto de la broma. Don Celedonio comenzó con el rezo. —Primer misterio: El hijo de la Verónica se va a la mili —Y siguió adelante sin que se produjese nada extraño. Él rezaba y las beatas contestaban sin dar muestras de sorpresa—. Segundo misterio: Los apóstoles juegan al chiminichi con las Santas Mujeres y ganan —la palabreja le costó un poco pronunciarla pero completó la frase sin levantar la vista del papel. Tampoco en esta ocasión parecieron extrañarse el resto de rezadoras. Aquello nos dejó un tanto frustrados, aunque no podíamos disimular las risas, hasta que don Celedonio dio por terminadas las oraciones y el Coloraíllo y yo tuvimos que volver a la sacristía y revestirlo para la celebración de la misa. Entonces fue cuando empezó el problema. Don Celedonio no se había dado cuenta absolutamente de nada al leer los cambios que habíamos hecho en el enunciado de los misterios, pero al comprobar que no quedaba ni una gota de vino para rellenar la vinajera de la misa, rugió como un león sediento y nos desterró del paraíso de la sacristía para siempre jamás, dando por finalizada nuestra carrera eclesiástica. Tuvieron que pasar algunos años para que pudiera introducir mi llave de San Pedro en la cerradura del Cielo de Purita, que aquellos eran otros tiempos y las cerraduras no se abrían así como así. Al Coloraíllo le pasó exactamente igual con su dedo incrédulo de Santo Tomás, y hubo de tener mucha paciencia para poder cerciorarse del lugar exacto donde tenía la llaga Josefina. Hoy, después de tanto tiempo y con una ristra de hijos y nietos alegrándonos la vida, los cuatro seguimos manteniendo la amistad y, con frecuencia, recordamos aquella tarde de vino y risas, como hoy lo hemos hecho en el autocar de un viaje del IMSERSO, camino de Benidorm, y el relato

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ha tenido tanto ĂŠxito que el autobĂşs entero se ha puesto a jugar al chiminichi y a empinar la bota que el ColoraĂ­llo lleva siempre en los viajes.

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LA NEGRA QUE ENCADENABA ORGASMOS POR NO LLORAR

El cuarteto de jazz enhebró la aguja de la noche con el hilo de su música y fue envolviendo el recinto en los compases de una melodía sensual. Cuando tuvo la certeza de que la atención del público estaba ya hilvanada en su actuación, las sombras alumbraron la presencia de la Negra. La semipenumbra hizo que la mujer pareciera desnuda mientras avanzaba, con solemnidad de diosa africana, hacia el micrófono. Solo cuando la luz mimó su anatomía, envolviéndola en tímidos destellos, se pudo comprobar que iba cubierta con el punto de seda de un mono color chocolate, pegado a ella como una segunda piel. Bajo la tela campeaban sus grandes y prietos senos. El rostro, sin ser bello, atraía las miradas, sobre todo cuando humedecía la carnosidad de sus labios. En aquel instante, la Negra ya sabía que el auditorio esperaba su voz como el drogadicto una dosis, y ella estaba dispuesta a complacerlo. Su tesitura abarcó desde la gravedad de un desgarro del corazón hasta el tono travieso e inocente de una niña jugando en clave de sol. Cada una de las pasiones de la vida, los sentimientos, con todos los matices del amor, hallaron acomodo en sus cuerdas vocales, haciendo que sus interpretaciones fueran mucho más que una actuación. Los dedos del contrabajista ejecutaron graves filigranas sobre las cuerdas del instrumento, y la Negra se sintió transportada a una noche en el puerto. Era el hotel de una ciudad sin nombre en su recuerdo, una más de las muchas que se rendían ante su torrente vocal. Volvió a sentirse, como entonces, convertida en el contrabajo por el que el músico deslizó sus manos, consiguiendo llevarla por las veredas del placer, aunque no era su rostro el que aparecía en su pensamiento ni era su tacto el que ella sentía. La voz asombró a los asistentes al salir desde las profundidades de su cuerpo, mucho más abajo del estómago, como un lamento de pantera herida.

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La guitarra tomó protagonismo con un punteo rápido que envolvió a la cantante en su electricidad. Ésta tuvo la certeza de que el guitarrista estaba tocando exclusivamente para ella, confirmándole que seguía recordando los más íntimos momentos de aquella noche gélida, compartida en un refugio de montaña. La guitarra y la voz de la Negra dialogaron con la misma pasión de entonces. El público entendió cada nota, cada palabra de aquel diálogo, y arrastrados por el dolor de aquellos dos seres, condenados a no poder ofrecerse más que el instinto animal del sexo, atronó con un aplauso que fue preludio de un solo de batería. La Negra balanceó su cuerpo con los ojos clavados en el percusionista. Éste se volvió loco al tenerla frente a frente y los palillos llenaron el local de redobles, golpes de bombo y tintineo de platos, que ella sintió en sus profundidades como aquella otra noche de fin de año, cuando, después de muchas lágrimas, confidencias y copas, compartieron un camastro de pensión. Luego las escobillas acariciaron cada uno de los componentes de la batería, como esa marea mansa que inundó las nalgas de la pareja aquella vez en Barcelona. Tampoco entonces tuvo la Negra al hombre deseado sobre ella, aunque la hiciera gozar hasta el alarido, como aquel que salió de su garganta al incorporarse nuevamente a la melodía. Se resistía a mirar al clarinetista, sabedora de que la arrojaría por el desfiladero de su amor imposible, hasta que no pudo ignorarlo un segundo más y se sintió arrastrada por el virtuosismo del intérprete. Aquel era el hombre al que amaba desde hacía años, el único que no podía corresponderle. Era su rostro el que ella veía en las facciones de los demás hombres, su boca la que la llenaba de besos, sus manos las que la recorrían, su sexo el que la abrasaba; aquel hombre lo era todo para ella, sin embargo siempre fue anguila escurridiza entre sus dedos, fruta prohibida. Él se mostró transparente desde el principio, jamás se embozó tras la capa del engaño y, de forma elegante, la hizo sabedora de la inmensidad que los separaba. Fueron muchas las veces que, por gratitud,

intentó darle aquello que la Negra tanto

deseaba, pero su corazón estaba ya prendido al que latía en otro pecho, y fue

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imposible. Al verla nuevamente entregada en cuerpo y alma a las escalas, veloces como gacelas, que producía su instrumento, le dedicó una interpretación memorable, por agradarla, por verla feliz durante unos minutos. La Negra lo sintió sobre su piel, poseyéndola de la única forma que él podía hacerlo, rodando sobre ella en forma de melodía, sabiendo que el hombre quería quererla aunque no pudiese. Cuando lo vio evolucionar por el escenario, bailando para ella al ritmo de un calipso, enloqueció y, totalmente húmeda, envenenada de pies a cabeza por la bicha del deseo, se unió a la danza y fueron solo uno. Lo que allí sucedió fue pura magia, un encantamiento que se desvaneció cuando, tras quedar en penumbra el escenario, vio cómo el clarinetista, como todas las noches, se alejaba por el callejón enlazando la cintura del técnico de sonido.

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COMPLEJOS PROVINCIANOS

El día en que Agustín Risueño llegó a Charcolasvacas para tomar posesión de su plaza como secretario del Ayuntamiento, lo primero que encontraron sus ojos, a la entrada del pueblo, fue un pilón de piedra hasta el que llegaba cada noventa segundos una paupérrima gota de agua procedente de un caño comido por la herrumbre. El agua, estancada en el fondo, estaba infestada de sanguijuelas; así había sido desde tiempo inmemorial. Don Agustín, como dieron en llamarlo, no tardó en hacer honor a su apellido y se ganó la simpatía de los vecinos de Charcolasvacas, lo que sembró de suspicacias la mente insegura del señor alcalde, sin que el secretario tuviese la más remota idea de que había despertado aquellos resquemores. Don Agustín fue invitado de inmediato a unirse a los socios del casino, donde no podía faltar quien fuese alguien en aquella comunidad. En sus instalaciones, entre partidas de ajedrez y dominó, se escribía la historia cotidiana. Hasta entonces, quitando algún baile ocasional durante las fiestas , no se habían conocido otras actividades. El joven, siempre lleno de vitalidad, empezó a sentirse prisionero del tedio, por lo que dejaba con frecuencia sobre el tablero de juego un sinfín de propuestas para darle sentido a aquel magnífico edificio: que si organizar un club de fútbol juvenil, que si poner en marcha una tertulia literaria, un taller de pintura, un grupo de teatro, otro de bailes de salón, un cibercafé… Las madres con hijas en edad de merecer pusieron en él sus ojos, y comenzaron a lloverle las invitaciones a las mejores y peores casas del pueblo. Cualquier disculpa era buena: el cumpleaños de la nena, las bodas de oro de los abuelos, el bautizo de un primogénito, la visita del párroco para bendecir la entronización del Corazón de Jesús en el salón recién pintado...

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El señor alcalde, en la soledad de su despacho consistorial, se mordía los puños ante el imparable ascenso local de su subordinado. Desde el primer momento echó abajo todas y cada una de las propuestas de Agustín Risueño, con ese doble poder que atesoraba: la alcaldía y la presidencia del casino. Hábilmente fue dejando caer, acá y allá, maledicencias sobre el forastero, al que tachaba de pretencioso y de querer hacer cosas para las que había otras personas en el pueblo mucho mejor preparadas que él, aunque jamás hubiesen dado un paso al frente para ponerlas en marcha; y las opiniones, desgraciadamente, empezaron a dividirse. Divide y vencerás, se decía a sí mismo, haciendo suya la manida frase. El secretario estaba algo extrañado de que no se acometiera ninguna de las ideas que había propuesto, a pesar de que eran inmejorables las palabras y muchas las felicitaciones que le llegaban por su buena disposición hacia el pueblo. Un mal día, tras muchos otros de cavilaciones y recopilar información, le presentó al alcalde un proyecto de regadío, estudiado de forma concienzuda y pormenorizada, con el que aquel secarral que era la tierra del municipio se convertiría en un vergel. No sabía el secretario que con la propuesta ofrecida había hecho convulsionar toda la sangre que corría por las venas del alcalde, quien ya no tuvo dudas de que el advenedizo le arrebataría la alcaldía, aunque el pobre hombre nunca hubiese pensado en tal cosa. “¿Pero quién se ha creído éste que es?”, mascullaba, una y otra vez, ante quien quisiera oírlo. El secretario, acusado de un sin fin de falsedades, fue suspendido de su empleo y no tuvo más remedio que abandonar el pueblo, sin poder entender qué era lo que había hecho mal. Lo último que vio antes de alejarse fue, primero, la Cruz de los Caídos, bien asentada sobre los cimientos del inmovilismo, y estuvo seguro de que era una representación de su propia caída, ya escrita antes de su llegada, después, el pilón, con su gota perezosa, y se sintió aliviado al comprobar que todo aquello quedaba atrás.

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Dos lustros más tarde, el nuevo pueblo que lo acogió tras su marcha, más seco aún que Charcolasvacas, ya que ni siquiera tenía un pilón de aguas infestadas por las sanguijuelas, había puesto en marcha sus ideas progresistas y se había convertido en una

próspera población, donde los alcaldes se

renovaron según las urnas les fueron concediendo el bastón de mando. Charcolasvacas, cómodamente envuelto en el chal de sus complejos provincianos, siguió gobernado, per saecula saeculorum, por el mismo hombre de siempre. En el pilón no falto nunca una gota de agua cada noventa segundos. Agustín Risueño jamás tuvo la tentación de presentarse a unas elecciones; su vocación no era la de político.

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