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DINERO

m Revista de PoĂŠtica Financiera e Intercambio Espiritual m



Suicidio de un Ama de Casa

Sucesos como éste tuvieron lugar con frecuencia en la década de los 50 en EEUU y fueron reiteradamente silenciados por el FBI, la CIA y el Pato Donald en persona

WALT DISNEY Y LOS TERRORISTAS SUICIDAS Santiago Alba Rico

H

ay básicamente dos formas de reírse y dos fuentes distintas de comicidad. A la segunda la llamamos gag. El gag forma parte de la tradición humorística y teatral, especialmente circense, y define algo así como una unidad cerrada de hilaridad pura: tiene que ver con el gusto muy infantil y muy primitivo por la sorpresa desintegradora, por el desorden irrumpiente, con el placer muy instintivo de que las cosas se salgan de su sitio, caigan o se desplomen inesperadamente, descarrilen fuera de su curso natural liberando una cadena causal las fichas de dominó derribadas en fila a contrapelo de la estabilidad convencional. Más o menos simple o más o menos elaborado (la silla rota que desbarata la solemnidad del payaso listo o la traca de torpezas de Peter Sellers en El guateque), el gag agota en sí mismo, y en su repetición ilimitada, toda su potencia expresiva. Nos toca y abrimos la boca;

nos golpea y sonamos, como un tambor o una campanilla; y si no nos cansa nunca es precisamente porque lo hace todo él, sin necesidad de que nosotros pongamos otra cosa que nuestro cuerpo. Si el arte es la posibilidad según Kant de pensar al margen del concepto, el gag es la obligación de reírse sin mediación racional o narrativa: una especie de universal de las vísceras ante el que rendimos una y otra vez, con ruido de sonajero, todo lo que hemos aprendido y todo lo que hemos experimentado. No hay nada malo, sino al contrario, en responder con cuerpo de niño a un desorden indoloro (en desencajarse de vez en cuando del orden severo de la historia y la naturaleza), pero esta obligación de reírse sin razón, al margen del mundo, se ha convertido hoy en la ley misma que organiza nuestra percepción y eso hasta el punto de que lo que no comparece bajo la forma de gag ni nos compromete ni nos conmueve. Sólo los


estímulos que inducen en nuestro cuerpo una respuesta mecánica, sólo los que nos arrancan con una carcajada o una emoción atómica del mundo común nos interpelan y nos excitan. Es lo que llamamos equivocadamente el triunfo de la imagen para describir una experiencia caleidoscópica construida a base de golosinas visuales cuyos residuos diurnos (el dolor, la miseria, la muerte) no nos incumben. para los amantes del cine de entretenimiento

ACLARACIÓN CINÉFILA en realidad, era un bostezo

El gag más reciente, el gag paradigmático al que tratan en vano de imitar todos los autores y todos los géneros lo he dicho otras veces es el de las Torres Gemelas de Nueva York: cayeron de un modo al mismo tiempo tan increíble y tan familiar que sus 2.500 muertos apenas mancillaron el espectáculo. Puede que algunos, en Palestina o en Pakistán, contemplaran la escena como la inversión vindicativa del relato imperialista y se alegraran del golpe con rabia de revancha, pero los demás reaccionamos, en Madrid e incluso en Washington, de un modo menos elaborado, por debajo de toda ideología y antes de toda reflexión: sencillamente disfrutamos muchísimo. Técnicamente fue un gag tan bueno que un placer superior sólo podrá ya proporcionárnoslo una explosión nuclear. Tan bueno fue, nos impuso un gozo tan elemental, tan puro, tan infantil, que implorábamos sin descanso, como hacen los niños con el tío que se saca un bombón de las orejas: hazlo otra vez , que ocurra otra vez . Y como reconstruir las torres, infliltrarse en EEUU, aprobar

un curso de vuelo y secuestrar un avión hubiese exigido un esfuerzo (y enseguida un pensamiento), nos limitábamos a ver la repetición por televisión. Aún podemos verla una y otra vez, como el traspié del payaso listo, y sentir la misma alegría inocente y primitiva y desear sin maldad que ocurra de nuevo, aunque sólo sea en nuestro vídeo. ¿Somos más humanos que en Pakistán? Alegrarse sin razón y sin relato, ¿nos hace más justos o más morales? Después del 11-S vino el gag de Afganistán y el de la destrucción de Bagdad y el de las torturas de Abu Gharaib, mezclados sin solución de continuidad con otros gags menos logrados: un accidente aéreo, unas Olimpiadas, el cabezazo de Zidane, la boda del príncipe, el terremoto del Perú, el mundial de Japón. Todos los gags nos alegraron por igual o al menos de la misma manera, sin residuos ni remordimientos. Habría que haber rebajado un poco su calidad para que la realidad hubiese inundado las pantallas; tendrían que haber costado menos en dinero y en muertos para degradarnos hasta el pensamiento o la compasión. Así es el gag: no nos importa que el payaso se caiga, con tal de que se caiga aparatosamente; no nos importa que el torturado se retuerza, con tal de que se retuerza verdaderamente; no nos importa que las torres se desplomen, con tal de que se desplomen desde muy arriba; no nos importa el número de cadáveres con tal de que sea incontable. O como he escrito en otras ocasiones: no nos importará el apocalipsis, con tal de que podamos verlo por televisión. Se ha hablado mucho del terror como instrumento de la política, pero no se ha hablado de la tranquilidad que nos inspira su presentación, de la doméstica trivialidad que nos transmite el formato bajo el que comparece (el terror) ante nuestras miradas. No se ha hablado de la falsa tranquilidad como instrumento de la política. El terror nos calma cada vez que aparece en televisión; el terror nos garantiza la supervivencia cada vez que en un periódico, al lado de la noticia del aumento del PIB o del fichaje de Ronaldinho, leemos este apetecible titular: La Tierra, en peligro de extinción . Todo son buenas noticias a condición de que nos arranquen del mundo común. ¿16.5000 especies animales amenazadas de muerte? Es un buen gag. ¿El fin del petróleo? Qué emocionante. ¿El encarcelamiento de la Pantoja? Eso quizás nos concierna ya un poco más...


Es esta falsa tranquilidad la que denuncian y desnudan las viñetas que viene construyendo desde hace años Miguel Brieva. Hay una que me gusta especialmente porque constituye el esquema mismo de una corrupción radical que otros hemos tratado de explicar de un modo menos eficaz mediante esos largos rodeos que llamamos libros. En ella se ve a dos jóvenes muy alegres con sendos paquetes de explosivos atados a la cintura, a punto de accionar un detonador. No son palestinos desesperados ni salafitas fanáticos al asalto del paraíso; no han pensado mal y han llegado a conclusiones equivocadas; no quieren cambiar el mundo, ni siquiera para peor. Se trata en realidad de un spot publicitario, el eidos de todos los spots publicitarios, el paradigma oculto al que pueden reducirse todos los anuncios y todos los impulsos al consumo. Y ahora... mátese , se lee en la parte superior. Nuevo , Adelgace más de 75 kilos en 3 segundos , y en su propia casa , ¡mátese ahora y pague en 12 meses! . El joven sonríe tentador tratando de vencer las últimas resistencias puritanas de la chica: ¡Ey! ¿Nos matamos? ¡Lo anuncian por televisión! . Y ella, con esa audacia un poco mimética de las clases medias cuando cometen un exceso cantar en el karaoke o jugar a las prendas secunda femeninamente con entusiasmo: ¡Veeengaaaa! . Miguel Brieva dibuja y escribe una y otra vez contra el gag de los terroristas suicidas. Ése es casi su único tema, como el de Blake es la alegría sobrenatural, el de Proust la memoria y el de Goya la locura humana. Un terrorista suicida es un sujeto que incurre en la antinomia lógica de matarse matando. Están por todas partes. Están también dentro de nosotros. Matarse matando es lo que hacen, sí, algunos desesperados fanáticos, algunos desesperados, algunos fanáticos, en lugares donde se vive mal por nuestra culpa. Pero matarse matando es lo que hacemos también nosotros, sin ninguna desesperación ni fanatismo, en lugares donde se vive ciertamente mejor sin ningún mérito nuestro, y en los que el convencimiento mismo de nuestra superioridad, motor de un consumo es decir, una destrucción desenfrenada , instrumento de una producción es decir, una destrucción delirante e irracional, derrite muy deprisa los polos, seca los ríos, despeina los bosques, envenena el aire, vacía los pueblos y desnuda a los niños. ¿Cómo se convence a

un hombre de que se mate matando? En Pakistán, en Afganistán, en Palestina, en Iraq, se les empuja mucho, se les da una bomba y se les promete el paraíso a cambio de su gesto. Pero ¿cómo cómo se convence a las clases medias occidentales de que acometan el atentado suicida más grande de la historia? Se les persuade de que el gesto es el paraíso mismo. Para una empresa de persuasión tan descomunal hacen falta medios también descomunales: es lo que llamamos capitalismo. Hacer estallar una bomba exigiría más conciencia (aunque fuese negativa) y más valentía por nuestra parte: en su lugar, se nos dan lavadoras, hamburguesas, pantallas de plasma, coches, ordenadores, teléfonos móviles, billetes de avión, refrescos, lencería fina y chocolates belgas. Es ese gag material, placentero, cotidiano (derribo ininterrumpido de mil Torres Gemelas) llamado mercancía , que nos arranca del mundo común y que no exige de nosotros sino que pongamos infantilmente el cuerpo. Es el gag de los 300.000 niños esclavos

que recogen cacao en Costa de Marfil; es el gag de los 4 millones de congoleños muertos extrayendo de las minas nuestro coltán; es el gag de los millones de campesinos que ayunan para alimentar nuestras vacas.


Un estadounidense bate el récord al engullir 66 perritos calientes en 12 minutos , nos cuenta, no un chiste de Brieva, no, sino un periódico español que describe el entusiasmo de los 50.000 espectadores que aplaudieron y ovacionaron a Joey Chestnut, el joven terrorista suicida de California capaz de derrotar al seis veces campeón mundial, Takeru Kobayashi, que no pudo devorar más de 63 hot-dogs.

Pero el gag de la mercancía no basta. Hace falta también una operación de propaganda sin precedentes históricos, eso que perversamente denominamos publicidad para describir y celebrar la invasión del espacio público por parte de los intereses privados. No es extraño que Miguel Brieva utilice una y otra vez la publicidad para iluminar este dominio terrorista del gag. No es extraño que la publicidad eso es lo que ven certeramente sus viñetas concentre ahora toda la audacia estética, antipuritanismo moral y rupturismo revolucionario que hace cien años movilizó el arte de vanguardia para escandalizar al burgués y que hoy se inscribe en el corazón mismo de la mentalidad burguesa: es necesaria, sí, mucha audacia para persuadirnos de destruir alegremente el universo. El spot de Miguel Brieva citado más arriba, esquema categorial del género, no hace sino traducir la famosa síntesis capitalista excogitada por la casa Nike ( Just do it , sólo hazlo ), eslogan donde convergen naturalmente Bin Laden y Joey Chestnut, Mohamet Atta y el Carrefour. Vemos al monstruo de Nueva York dirigiendo el avión de pasajeros contra la torre de Mahattan y a Dios detrás, tonante en su nubecilla, ordenándole: Just do it , sólo hazlo . Vemos a James Carney o a Jacob Cohen, pilotos de un B-52 estadounidense y de un F-16 israelí respectivamente,

volando sobre Faluya o sobre Beirut, con la barriga de hierro repleta de bombas de racimo, y detrás una Biblia impresa en billetes de dólar que les dicta: Just do it , sólo hazlo . Vemos a un alegre consumidor madrileño en Toys r'us a punto de arrancarle la playstation, al mismo tiempo que la ropa y una pierna, a un negrito cuya casa ha sido destruida por una bomba y detrás a Papá Noel, al volante de un Mercedes, que le conmina: Just do it , sólo hazlo . Y vemos a la humanidad aún vacilante, con un pie en el abismo, tentada de dar un paso hacia adelante, y detrás a la casa Nike y a Monsanto y a Roche y a Bayer y a Nestlé y a Coca-Cola y a Siemens y a Sony y a Repsol y a Chevron y a Renault y a Ford y a los gobiernos que las empresas han elegido señalando con el dedo el vacío: Justo do it , sólo hazlo . Para que una verdad de este tipo no resulte ni demagógica ni solemne, para que no se convierta a su vez en un gag hay que ser un genio y basta un vistazo a sus viñetas para darse cuenta de que Miguel Brieva lo es. Un genio es alguien capaz no sólo de crear ciertas criaturas -frases o figuras- sino de crear, al mismo tiempo, la única atmósfera en la que pueden desenvolverse. Esa atmósfera es tan potente, tan precisa, tan orgánicamente sostenible que acaba por invadir y contaminar la nuestra, de tal manera que, a fuerza de imponer su extrañeza, acaba por impugnar nuestra familiaridad. Lo inquietante del universo de Brieva es que es el nuestro (como lo es el de los grabados luciferinos de Goya o el de las cabales metamorfosis de Kafka): es lo que Freud llamaba lo siniestro para describir un alejamiento repentino de la normalidad doméstica pero también un reconocimiento una identificación súbita de la irracionalidad integrada. Lo reprimido asalta de pronto nuestro horizonte visual corriendo o desplazando mínimamente la superficie consciente; basta un leve empellón al lenguaje en la misma dirección en la que habitualmente se expresa y basta amortiguar suavemente el color, tensar un poco las líneas de los rostros, aumentar artificialmente la alegría, vestir los cuerpos de otra manera cosas que sólo puede hacer un gran artista , para que todo lo que nos parece lleno aparezca horrendamente vacío. Basta seguir hasta el final el espíritu de Disney para que él mismo se voltee en el reverso de Disney, repentinamente amenazador, agresivo, un poco viscoso,


un poco metafísico, inesperada cópula entre el capitalismo y el fascismo. Nadie ha sabido entender como Brieva el terror salvaje que abriga Disneylandia, el desorden metafísico de Mickey Mouse. El más allá del mercado está precisamente acá, en lo más próximo, al lado de la cuna, en el sofá del salón, en el peluche hitleriano, en el Bambi matón, en todas esas criaturas encantadoras y saltarinas que nos hielan la sangre con su felicidad irresistible, con su marcial alegría obligatoria. Miguel Brieva no es sólo un gran viñetista político (como lo son Quino o El Roto) sino un gran artista político, un gran iluminador de civilizaciones cuya obra este Dinero o su anterior Enciclopedia pueden compararse quizás, por su refinamiento gráfico y por sus efectos, al inmenso Grandville y a su Otro Mundo (1844), ese inquietante visionario capaz de imaginar exactamente el capitalismo industrial, mientras sus contemporáneos se limitaban a vivirlo vagamente, como Brieva es capaz de imaginar con precisión el capitalismo financiero y consumista mientras nosotros nos limitamos a experimentarlo borrosamente. Como la realidad no es verdadera digamos con Alfonso Sastre , para que la verdad llegue a ser real hay que imaginarla intensamente y con todo detalle.

Una imagen no vale más que mil palabras, pero un concepto sí. Un concepto vale de hecho más que mil imágenes. Los conceptos, al contrario de lo que pretendía Spinoza, se pueden mirar, tienen color y a veces hasta nos ladran. Nos dan también miedo. Dan siempre que pensar. Por eso el concepto es lo contrario

del gag. ¿Pero puede hacernos también reír? Esa es la primera fuente de risa en orden ontológico y racional a la que me refería al principio. Los conceptos imaginados de Miguel Brieva nos hacen reír exactamente al revés que la costalada del payaso listo o el derribo de las Torres Gemelas; no por algo que ocurre fuera y sin residuos, no por algo que les ocurre a otros y que al mismo tiempo los anula, sino por una

caída aparatosa en nuestro interior de la que ya no podemos recuperarnos. Está la risa mediante la cual renunciamos a conocer en la que sólo ponemos el cuerpo y está la risa extraña, un poco angustiosa, de conocernos, la que acompaña al hecho de caer de pronto dentro de nuestra mente y tener luego que activarla para levantarnos y levantar con ella todo lo que el gran gag del terrorista suicida está a punto de derribar: No lo hagas, piénsalo . Hay risas que se agotan en sí mismas y risas que te dejan tan mal sabor de boca que uno no puede dejar de enjuagársela enseguida con una acción (o con una omisión decente). El arte genial de Miguel Brieva es de los que te hacen reír sólo a la mitad del camino y de los que te obligan después a recorrer, quieras o no, la otra mitad. Con esas dos mitades debemos intentar alejar el abismo.



DINERO Revista de poĂŠtica financiera e intercambio espiritual



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¿Es que existe sobre la faz de la Tierra una materia que albergue olor mayor a humanidad que el dinero? Si hubiésemos de elegir un aroma representativo de nuestra especie, ¿no sería el más indicado ese que expelen billetes y monedas, mezcla de sudor, de escoria de bolso y bolsillo, de cerrado, de lejano eco a chapa y papel? El olor del dinero, puede aventurarse, es la síntesis de todos nuestros olores. De cada uno de los olores particulares. ¿Quién no maneja dinero a diario?: NADIE. El del dinero, por último, es el olor de la democracia, del progreso, de la posteridad. Hagamos el instructivo ejercicio de seguir un billete en su peculiar periplo de mano en mano. Seguimiento de un billete:







"Hube de exponerme, con enorme perjuicio para mi integridad física y espiritual, a interminables sesiones de visionado hasta llegar a apreciar, espoleado más certeramente por la sospecha que por mi ya casi devastada conciencia crítica, de qué modo lo sublime no se halla, como hasta entonces creía y llegaba a defender con vehemencia, sin nada que así me lo certificara, por otra parte, más que el sometimiento a la opinión extendida, ubicado en volúmenes impresos de elogiado lirismo, en sutiles representaciones al óleo de la vastedad del océano, en edificios en los que habitar, admirado y seducido, en imprecaciones dramáticas de rezumante ironía; pero allí no encontré más que una sublimidad arquetípica, amansada por nociones históricas y estéticas; lo sublime en verdad hube de desenmascararlo a lo largo de cientos y miles de horas escudriñando la pantalla; lo sublime resultaron ser aquellas imágenes centesimales insertadas entre otras de más fácil percepción, aquí llamadas subliminales. Nótese la raíz etimológica común (sublim-e/-inal) en la que, por extraño que parezca, nadie parecía haber reparado anteriormente. Este descubrimiento me llenó de regocijo y me reconcilió de nuevo con la humanología, una ciencia de siempre tan inexacta y traicionera. La conclusión de mis investigaciones es, pues, que más de tres mil años terrestres de historia de una de las culturas humanas han sido necesarios para llegar a esta manifestación de algidez sin parangón, a la suprema cota de la creación, a una simple imagen prácticamente invisible con el vocablo "COMPRE" como único motivo visual, deslizada en el curso de otras visiones de las que aqui son fervientes devotos. La palabra en cuestión, "C´[O]M`PR[É]", aún de significado abstruso, parece funcionar en dichas comunidades como una suerte de autoafirmación de la persona; algo como: "YO SOY" o "YO HAGO QUE SOY", o también "YO QUE TAMBIÉN PUEDO SER". Esta revelación nos da una idea de la profundidad evolutiva de esta raza galáctica, motivo por el cual me atrevería a acompañar este informe periódico de un ruego para que el Consejo del Conocimiento Cósmico frenase su política de un tiempo a esta parte de reducir el gasto para el estudio específico de estas criaturas y la humanología en general."




Es algo que se confirma en cada nuevo yacimiento arqueológico del mundo. Los restos aluden a la falta de motivación, al estrés y al relente de la tarde, como principales causas de su resistencia. "Aquí dentro aún tenemos mucho que ganar y allí fuera mucho que perder...", explicó a los periodistas su portavoz, la momia de Zatapocl (en la imagen de arriba).


Para el campo de la antropología ha sido impagable la información obtenida con el estudio de aquellos pueblos y culturas que más han resistido a la colonización occidental, ya fuera por una intencionada voluntad de aislamiento, ya por ubicarse en localizaciones de difícil acceso. La invasión silenciosa e inexorable de otros hábitos y necesidades de importación ha terminado por desmembrar culturalmente todos los reductos humanos de estas características. En estas líneas que siguen se dará cuenta de lo que sucedió al último pueblo intacto por nuestra cultura, y por tanto en goloso estado de inalterable pureza antropológica: el pueblo ICO, y de cómo éste fue a su vez desvirtuado por la respetuosa acción del hombre blanco. La existencia de este pueblo fue dada a conocer por el entomólogo galés F. Geshwick en 1949, al regreso de una expedición de estudio de la fauna insectívora amazónica. El encuentro con los aborígenes, según lo narra el propio Geshwick en su cuaderno de viaje, fue amistoso y suscitó enormemente su curiosidad al respecto de la forma de vida de este pueblo aislado , aún no siendo éste su campo de especialización; "...esta tribu es única; única en rasgos, en constitución y comportamiento. Siendo algunos de sus rasgos comunes a los de los KALIS o incluso los GHÜÉ, mantienen peculiaridades sorprendentes que marcan un abismo con estas otras poblaciones...(...). Son de tez oscura, entre marrón y violácea, de cuerpo pequeño y enjuto, de ojos rasgados y cara ancha. Parecen extraordinariamente amistosos; les gusta jugar y ríen a menudo, frotando sus espaldas como expresión de afecto...". La comunidad científica recibió la noticia asombrada y con prontitud organizó cuatro expediciones antropológicas con el fin de esclarecer la existencia, puesta en entredicho por los más escépticos, de un pueblo en estado virgen con el siglo ya tan avanzado, y realizar un estudio exhaustivo de su funcionamiento colectivo. Se establecieron campamentos a varios kilómetros del poblado y se dieron los primeros contactos, esporádicos en un principio y más frecuentes conforme lo iba permitiendo la confianza de los indígenas. La antropología parecía haber dado, en un mundo que ya creía malogrado por el trasvase cultural, con la "piedra rosetta" del comportamiento humano. La convivencia con la hasta entonces desconocida raza resultaba una fuente de conocimientos y sugerencias indiscutible para

los científicos; aspectos cruciales del estudio antropológico se ponían a prueba en este "ecosistema incontaminado" o "laboratorio humano-natural", según fue descrito en algunas revistas especializadas. Sin saber exactamente cómo ni por qué (o sabiéndolo tal vez demasiado bien), aquel pequeño poblado de chozas, enclave desconocido y geográficamente aislado, pasó a ser, en apenas dos años, el foco mundial del estudio de campo de esta disciplina científica. Cada temporada, decenas de antropólogos visitaban la zona; algunos permanecían tres o cuatro semanas; otros prolongaban su estancia durante varios años, según fuese la ambición de su estudio. Jóvenes recién licenciados peregrinaban hasta alli en busca de material con el que elaborar una tesis jugosa, sonada y a la mòde. Los antropólogos más veteranos viajaban a la región con el deseo de constatar toda una vida de hipótesis en el aire. De todo ello devino, como por otra parte se hacía previsible, que en 1985 el número de antropólogos en el lugar fuera dos veces superior al de indios autóctonos, y el porcentaje por metro cuadrado el mayor del mundo, por encima del Departamento de Antropología de la Universidad de Cambridge. Ni falta hace decir que, llegados a tal extremo, la pretendida pureza e inocencia del pueblo ICO comenzaba a ponerse en entredicho y la validez científica de los nuevos estudios se hacía más y más quebradiza. No obstante, un nuevo campo de estudio parecía abrirse en este hábitat cuando su ocaso más se anunciaba. De la diaria fricción entre los dos colectivos, el de los ICOS y el formado por todos los antropólogos, se fue logrando una convivencia estable de la que, tras los primeros matrimonios mixtos, vinieron sucesivas generaciones de mestizos, de entre los cuales un buen porcentaje se había formado a sí mismo como antropólogo en tanto que los restantes se sometían como objeto de estudio de sus hermanos y hermanas. El fenómeno resultaba en si tan inusitado que provocó nuevamente el renovado interés de otros antropólogos, que a su vez acudieron al citado enclave llamados por el espíritu del conocimiento y dedicaron su estudio a la generación primera de antropólogos, y de estos recién llegados, no pocos decidieron permanecer allí y formar una familia, y así durante varias décadas, hasta que las sucesivas hornadas de investigadores hicieron desaparecer por completo todo vestigio de la existencia previa del pueblo ICO.





En un ambiente cálido y lujoso, los aficionados de tan pintoresca disciplina pudieron, por el breve aunque intenso intervalo de tres días, asistir a cenas escenografiadas, dar la mano a unas muy fidedignas réplicas robóticas de Marx, Lenin o Stalin, intercambiar objetos, insignias y demás afiches de coleccionista, o adquirir los gorros y camisetas oficiales del certamen. Durante la ceremonia de clausura, un acto evocadoramente emotivo, se cantaron antiguos himnos obreros en el karaoke gigante del campo de golf.


Tantas y tan entusiasmantes son

las

opciones de ocio que se le ofrecen al hombre moderno (al

más moderno hasta la fecha), que difícilmente es capaz de atenderlas todas y satisfacer en cada una de ellas su contenido potencial de diversión; tal es su compromiso con su propio esparcimiento... pero no es suficiente, pues aún multiplicándose por tres no es capazde hacer rentable el esfuerzo conjunto de sus demás congéneres por generar más y mejores condiciones para completar su tiempo libre. Pero el Hombre, y el hombre moderno a la cabeza, siempre ha sabido ver más allá de sus propias circunstancias y alcanzar soluciones para lo que pareciera insoluble, tal vez subviertiendo sus normas y venciendo prejuicios ancestrales en aras de una nueva conciencia de los límites de su misma humanidad. La revolución industrial trajo consigo el embrión de la era moderna, y en ella el hombre aprendió a delegar su trabajo en las máquinas y aspirar, con su tiempo reconquistado, a más altas cotas de desarrollo tecnológico y bienestar. Dos siglos más tarde, ese mismo Hombre (no hay otro; pudiera haberlos, agazapados detrás de éste; ¿quién sabe?) ha generado una masa tal de riqueza y excedentes que su principal preocupación ha pasado de ser la producción de bienes al consumo mismo de esa producción que en la actualidad sobrepasa con creces a la necesidad que la fomentó y que ya muy remotamente la justifica. Y en el crater de esta benigna e incontenible erupción, la lava eyectada y borboteante está cada vez más sometida al servicio de pretendidos placeres en los que solazarnos y perdernos, pero de los cuales muy pocos llegamos a apreciar, siendo tantas las horas que debemos emplear al día en producir más y más objetos de placer que quedarán a su vez estériles y almacenados, abaratados, destruidos, o lo que es peor, regalados. Entre tanto, las contadas horas de recreo parecen no tener otro objetivo que el de entregarse atropelladamente a estos placeres consumibles y tratar, en la medida de lo posible, de equilibrar la vencida balanza entre lo que ferozmente se produce y lo que a duras penas se llega a consumir. Éste es, sin lugar a dudas, un momento crítico. Tal vez ha llegado la hora de dar un cambio drástico y revolucionario a este estado de cosas desquiciado. Tres siglos atrás, el Hombre (el mismo de antes) supo iniciar con valor el ya citado proceso irrevocable por el cual fue circundándose de ingenios mecánicos que le ayudaron a satisfacer sus necesidades básicas (alimentos, vivienda, transporte, energía...). Estando hoy en día sobradamente cubiertas aquellas necesidades primarias (para el Hombre al que me refiero, sí lo están), ¿no es ya hora de aplicar, con el mismo rigor lógico que nuestros industriosos antepasados, algo de inteligencia en corresponder nuestras nuevas exigencias y solventar de una vez por todas la problemática de los bienes de placer que nadie puede consumir por estar empleado su tiempo en la elaboración de nuevos bienes de placer? La solución se hace cristalina a los ojos del sentido común; ¿no lo hicimos ya antes con tan buenos resultados?; hagámoslo de nuevo: DELEGUEMOS EN LAS MÁQUINAS; que sean ellas las que consuman el placer que nosotros mismos nos denegamos. Fabriquemos autómatas que simulen entretenerse ante los espectáculos que se les ofrezcan, que griten y jaleen en los magnos eventos deportivos, que acudan a las tiendas y adquieran bienes arbitrariamente, que exterioricen gozo y sorpresa con cada nueva diversión que ideemos para ellos, que comenten desairados, conmovidos o estupefactos las noticias del día, pues en ello, como nosotros, también simularán tener opinión, que viajen, que visiten museos, monumentos, salas de fiesta, que celebren la Nochevieja, las ceremonias religiosas, las efemérides nacionales, que se agolpen a las puertas de los locales nocturnos y que


tengan incluso la capacidad de ingerir bebidas alcohólicas y aparentar estados etílicos, que sepan cómo zarandear la antena del televisor para terminar de averiarlo por completo, que se hagan regalos los unos a los otros, ¡que hagan el amor!, sí, con intensidades regulables, que hagan de padres para nuestros hijos y de hijos para nuestros padres, que cumplan, en resumen, todas las imposiciones de nuestro ocio para que así nosotros, sin temor a una crisis que lo desbarate todo, podamos finalmente entregarnos al trabajo perpetuo, productivo y reparador, sin tener que andar atosigándonos con consumar los placeres que fabricamos sin cesar. Porque el placer único y admisible para el Hombre (ya saben a quién me refiero) es el TRABAJO y no es sino con esta estrategia que se consumará el ciclo para el cual fue puesto sobre la Tierra: para evolucionar en una refinada casta de esclavos satisfechos, sometidos por puro placer a la invención y fabricación en serie de humanoides mecánicos que, sin ser capaces de sentirlos, aparentarán los goces que los hombres, éstos sí capacitados para ello, no tienen a bien gozar, pues han encontrado en este rutinario bucle del trabajo la bendición de su existencia.

*

Y algunos pasos han sido ya tomados en este sentido, habiendo aparecido hace pocos años, en el voluptuoso espectro de la mercancías, algunas máquinas de sencillo mecanismo concebidas para que los miembros de nuestra especie más adventistas de esta nueva era sometan su ocio (el que aún les quede) a la atención de las fingidas necesidades humanas que estos cachivaches tienen por única virtud.







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