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Memorias en los tapices verdes y las habitaciones rosadas
Connie Garrido
En el Centro Histórico de Querétaro hay una intersección de calles —la que hacen Madero y Ocampo— que me recuerda de dónde vengo. Cada que camino por ahí, mi memoria comienza a llenarse de imágenes; unas muy nítidas y otras no tanto. Unas duelen aún, otras están en una transición de sentimientos y el resto podrían ser luminosas. La intersección está delimitada por la catedral San Felipe Neri, la Casa del Diezmo, el Archivo Histórico del Estado y una casona con columnas sustraídas donde hay comercios.
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Mi madre vivía en Madero; mi padre, en Ocampo. La casa de ella había sido un mesón desde el siglo XVIII y hasta finales del XIX.
Mi madre vivía en Madero; mi padre, en Ocampo. La casa de ella había sido un mesón desde el siglo XVIII y hasta finales del XIX, en el cual los viajeros se detenían a descansar, pues por ahí pasaba el Camino Real. En 1941, mi bisabuela Eva compró la propiedad y comenzó a tejerse la historia de mi familia materna. Es una casa completamente verde: azulejos, puertas, muebles, tapices, paredes, enredaderas; pero algunas habitaciones ocultas —las que están hasta el fondo del patio trasero— son más bien rosadas. En esa casa, las mujeres de mi familia hacían comunidad, ya que los hombres se habían ido. Mi mamá y sus hermanos eran niños silenciosos, pues las reglas de las abuelas eran rígidas; tenían que ser fuertes para sobrevivir. Mi madre a veces salía a pasear por la calle Madero, para encontrarse a escondidas con sus amigas o simplemente para comprar un refresco y sacudirse el pesar de su casa. La casa de mi padre, en Ocampo, era muy distinta, porque allí vivían cerca de veinticinco personas. Mi bisabuela Josefina quedó viuda muy joven y, para sobrevivir con sus dos hijos, rentaba algunos de los cuartos de la casa a otras familias. Había mucho ruido, una maraña de olores se levantaba en los pasillos, pues en ese lugar había por lo menos cuatro cocinas, y los múltiples lavaderos escupían espuma y burbujas de colores. Mi padre, sus hermanos, sus primos y sus vecinos jugaban en la huerta que se levantaba al fondo, donde un arroyuelo atravesaba y donde la bisabuela criaba gallinas, conejos y cerdos para alimentar no solo a la familia, sino a todos los inquilinos. Mis abuelos tenían una miscelánea llamada Candy en uno de los cuartos que daban a la calle y trabajaban allí desde el amanecer hasta muy noche.
De niña viví en la casa de Ocampo, la cual era una fábrica de jabones antes de que mi bisabuela llegara. Recuerdo el miedo que me daba el reloj de la catedral cuando cantaba con tristeza a las doce de la noche y a las seis de la mañana. La adicción que me generaban los frijoles que hacía mi tía abuela. La alegría que me provocaban los cuarenta gatos de mi abuelo.
La colección secreta de literatura erótica que mi abuela guardaba bajo el sillón. Las pijamadas ruidosas e interminables con mis hermanas y primas en el ático. Mi primer trabajo ayudando a mis abuelos con la miscelánea. La casa de al lado, que hoy es un hotel boutique, donde vivía mi amigo metalero con su abuelita y donde ocurrieron las primeras fiestas a las que acudí.
A Madero nunca iba de niña; creo que a mi mamá le dolía estar ahí. Pero en mi época universitaria todos mis amigos vivían en esa calle. Desde lejos veía la casa y me parecía muy ajena. Tiempo después, cuando algunas cosas cambiaron, volvimos a frecuentar ese sitio verde. Al hacer una remodelación, salieron interminables fotografías en sepia, en blanco y negro, con mujeres de rostros idénticos al mío, a los de mis hermanas y al de mi madre, decenas de poemas bucólicos y amorosos escritos por mi bisabuelo Guillermo y cartas secretas cuya caligrafía está a punto de borrarse por completo. Pero también salieron heridas ancestrales que aún no hemos terminado de sanar. ***
Hace unos días fui a sentarme a las escaleras de la catedral. Vi a mis padres, jóvenes estudiantes de derecho, cuando empezaban a conocerse.
Hace unos días fui a sentarme a las escaleras de la catedral. Vi a mis padres, jóvenes estudiantes de derecho, cuando empezaban a conocerse. Vi a mi abuelo trabajando en los sombríos Almacenes Nacionales de México —hoy Palacio Conín. Nos vi, a mis hermanas y a mí, de niñas haciendo travesuras mientras la misa ocurría y a nuestra abuela pellizcándonos. Vi a mis bisabuelos y abuelos asomándose por la torre del templo de Carmelitas, donde ahora sus cenizas descansan. Y vi a mi padre, justo en los últimos días de su vida, caminando hacia su oficina en el antiguo palacio municipal.
Vi a mi abuelo trabajando en los sombríos Almacenes Nacionales de México.
Una amiga muy querida me dijo que son las historias familiares las que le dan vida a los edificios, y tiene razón. Estos lugares tienen una especie de memoria interna que permite reconocernos, descubrirnos, recordarnos, confrontarnos. Todos deberíamos volver, de vez en cuando, a los edificios o calles donde hemos sentido. «Sin emoción, no hay memoria», dice Siri Hustvedt, y sin memoria no hay registro de la existencia.