SOCOTRA JORDI ESTEVA
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JORDI ESTEVA
SOCOTRA
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En cubierta: Hacia los altos de Scand Dirección y diseño: Jacobo Siruela
Preimpresión: Museoteca
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© Jordi Esteva, 2016 © Ediciones Atalanta, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-945231-4-4 Depósito Legal: GI 964-2016
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A Cheij Mohamed Salem y a todos los habitantes de las montaĂąas de Socotra, y a los yins que las pueblan.
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En los confines de la Arabia bendecida, donde el océano baña sus costas, se encuentra la isla sagrada de Panchaia. Allí no está permitido enterrar a los muertos, que deben sepultarse en una isla vecina. En Panchaia no se dan otros frutos, pero sí incienso, en suficiente cantidad para colmar los honores a los dioses de todo el mundo habitado. Su rey posee las mejores tierras y a los habitantes se les conoce como panchaianos. Recolectan las resinas de incienso y mirra y las venden a los mercaderes árabes, que a su vez las revenden a otros con destino a Fenicia, Coelesiria y Egipto. Desde esos lugares, el incienso se distribuye por todo el mundo conocido. La isla está habitada por los panchaianos, hombres que brotaron del mismísimo suelo, y por forasteros como los indios, los escitas, los cretenses y los oceanitas. En la isla hay una ciudad notable llamada Panara, que goza de una felicidad inusual. Sus ciudadanos, los llamados suplicantes de Zeus Trifilio, son los únicos habitantes de la isla que no están sujetos a ningún rey y se rigen según sus propias leyes.
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Diodoro Sículo, I a. C.
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Hace un tiempo, tras escribir Los árabes del mar, decidí viajar a la isla de Socotra en el océano Índico. La región no me era desconocida. Durante algunos años seguí las huellas de los marinos árabes que surcaban el Índico en sus veleros hasta las islas de Zanzíbar, Lamu o Socotra en la costa del África Oriental. Algunos antiguos sultanatos, como Quiloa o Lamu, se hallaban ocultos en el laberinto de los manglares que les habían mantenido a salvo de las incursiones de tribus belicosas; otros, como Zanzíbar o la propia Socotra, estaban lo suficientemente alejados del continente para evitar los ataques. Durante siglos, los navegantes árabes acudían cada año con el monzón de invierno en busca de esclavos, pieles de animales salvajes, maderas preciosas, conchas de tortuga, ámbar gris y oro. Aquel comercio generó grandes beneficios y el esplendor de los sultanatos del África oriental llegó a ser tal que Ibn Batuta, en su relato de viaje o Rihla, se hizo eco de su prosperidad al igual que, siglos después, lo haría John Milton en su Paraíso perdido. Entrado este siglo, apenas quedaban vestigios de aquel esplendor: unos pocos palacios derruidos, las casonas de la ciudad de Zanzíbar o las callejuelas árabes de Mombasa y Lamu. En algunos sultanatos, como Gede o Quiloa, apenas se mantenían en pie unas pocas piedras. La maleza se fue adueñando de las ruinas y desde lo alto de los muros los ficus dejaban caer sus raíces ocultando labrados dinteles y arabescos. Los baobabs que crecían en los patios de las mezquitas tamizaban la luz del trópico, creando con la brisa un centelleo irreal. A pesar de que aquellos sultanatos ya habían conocido sus mejores días aún quedaba la memoria. Los antiguos mercaderes y marinos conservaban vivos los relatos de aventuras y naufragios. Salí en su búsqueda. A menudo, Socotra surgía en las conversaciones de los marinos árabes. Hablaban de la isla como un lugar temido y misterioso envuelto siempre en brumas. Pero no la visité durante aquel largo viaje. Quizá porque no encajaba del todo en ese mundo de los árabes del mar que
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yo perseguía. Desde hacía siglos el antiguo sultanato había dejado de interesar comercialmente a los árabes del mar ya que, además de ser de difícil acceso, los precios de las resinas aromáticas, como el incienso y la mirra, que tanto abundan en la isla, se habían desplomado. Perdida en el Índico, entre el Cuerno de África y la península arábiga, Socotra se ve barrida por constantes vientos que dificultaban la navegación de los veleros de antaño durante largos meses. El aislamiento ha preservado una flora y fauna singulares, con especies que parecen propias de otras eras. Abundan los árboles del incienso y de la mirra, ofrendados a los dioses con prodigalidad en los rituales antiguos e indispensables en los procesos de momificación de los faraones. En Jerusalén eran necesarios inmensos almacenes para guardar la aromática y valiosa resina. En Grecia se ofrecía en honor a Zeus. En Fenicia, cada año se destinaba a Baal incienso por valor de diez mil talentos. Plinio el Viejo escribió que, durante los funerales de la esposa de Nerón, se quemó la cosecha de un año entero. En la isla se encuentra el áloe socotrino, tan apreciado por los griegos para curar las heridas de guerra que, Alejandro Magno según la leyenda, invadió la isla para procurárselo alentado por Aristóteles. En la isla abunda, además, el árbol de la sangre del dragón, en forma de seta gigante, de savia roja, que utilizaron tanto los gladiadores del Coliseo para embadurnar sus cuerpos, como los lutieres de Cremona para dar la pincelada decisiva a sus Stradivarius. Me asombraron las fabulaciones y la continua presencia de yins en los relatos sobre Socotra que escuchaba a los árabes del mar. Me gustaba pensar que todo ello era fruto de la larga tradición del sir, o secreto, propio de los navegantes árabes, que se reflejaba en la imprecisión al informar sobre sus lugares de aprovisionamiento. Me sorprendía el afán que mostraban en narrar toda suerte de leyendas sobre animales monstruosos y otros peligros, para desanimar así a los posibles competidores y defender de este modo el monopolio que tuvieron durante siglos del comercio de las especias y las resinas en el Índico. Se decía que unas serpientes aladas custodiaban los árboles de incienso o que existían islas magnéticas que desarmaban a los barcos atrayendo uno a uno el hierro de sus clavos. Aquellos marinos árabes recordaban la aparición repentina de la silueta de Socotra en la galerna; una visión que les aterrorizaba. Durante meses, los vientos les impedían aproximarse a la isla y no era posible encontrar un solo abrigo donde fondear sus barcos. Los mismos monzones que propiciaban la navegación en el Índico en las proximidades de Socotra lanzaban los veleros a la deriva y acababan aplastados contra los acantilados que se erguían
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desde las profundidades del océano. Aunque ninguno de los marinos había desembarcado en la isla, todos afirmaban con rotundidad que en Socotra sucedían hechos extraordinarios. Aseguraban que los socotríes eran maestros en el arte de lo oculto. La fama les venía de lejos. Desde la Antigüedad, corrían las leyendas más fantasiosas sobre la isla. Para Herodoto, el ave Fénix tenía en Socotra su morada y no faltaban quienes aseguraban que era la misteriosa isla del ave Roc descrita en el segundo viaje de Simbad. Según Marco Polo, los pobladores de Socotra eran «los magos y nigromantes más sabios que había en el mundo». Dominaban los vientos y podían cambiarlos a voluntad. Si un pirata había robado en la isla, lo retenían mediante conjuros. Por más que desplegara sus velas y enfilara el horizonte, los socotríes conseguían con sus sortilegios que un viento huracanado soplara en dirección contraria. Las historias de magos, aves fabulosas y piratas me cautivaron. Sentado en una estera, ante un café perfumado al cardamomo, en el puerto omaní de Sur o a bordo de un velero árabe en la península de Musandam, a la entrada del Golfo Pérsico, oía a los navegantes bajar la voz pronunciando, invocando casi, el nombre de la isla en tres sonoros tiempos: Sú-qú-trá. Y aquel nombre tantas veces repetido acabó por despertar el viejo sueño de viajar a la isla. Unos años después, se me presentó la oportunidad de viajar a Socotra. El azar me llevó junto a Abdulwahab Abdullah, nieto del último sultán de la isla y nieto, también, de su visir. Juntos iniciamos una expedición en una pequeña caravana de camellos hacia las cumbres de Socotra, ya que no existe ninguna pista que conduzca hacia el interior. Tan sólo los camellos socotríes, más pequeños que los de Arabia, pueden avanzar por los cauces de piedra y ascender las abruptas montañas. Me maravillaron los bosques de incienso, los árboles de la mirra, la multitud de dracos que parecían inmensos paraguas volteados por el viento. Aquél era un paisaje de un mundo arcaico, de agujas de piedra e inmensas rocas desmoronadas. En algunos lugares la tierra se abría en un profundo desgarro. A medida que proseguíamos, tenía la impresión de retroceder en el tiempo y de que tarde o temprano terminarían por surcar el cielo enormes pterodáctilos. En aquellos momentos, me entretenía fabulando con la idea, descabellada sin duda, de que en aquella isla remota habían sobrevivido los últimos saurios voladores hasta la época de los primeros navegantes egipcios, dando lugar a la leyenda de las aves monstruosas. Durante semanas viví en un mundo perdido. Dormíamos en cuevas y por la noche, alrededor de un fuego, se contaban historias de brujas que secaban pozos y agostaban las palmeras y de yins que adoptaban la imagen de bellas mujeres para atraer a los hombres y devorarlos. Los socotríes, que se expresaban en una lengua semítica
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emparentada con la de la Reina de Saba, nada sabían de las fabulosas historias que los antiguos o las gentes de otros lugares les atribuían. Alrededor de un fuego, Cheij Mohamed me habló de unas grandes aves que dormían en pleno vuelo y anidaban en las cuevas de la montaña. Contaban que en algunos años, cuando arreciaba la sequía y morían los animales, los pastores se descolgaban con cuerdas por el acantilado para robar los huevos de aquellas aves, y que un día uno de ellos fue engullido por una serpiente monstruosa. A punto casi de alcanzar las cumbres, la vegetación empezó a cambiar. Se hizo más espesa, aparecieron los helechos y los árboles tupidos. A veces debíamos arrastrarnos entre la maleza. Desde lo alto, los arroyos se precipitaban en el vacío y su surco plateado serpenteaba hasta perderse en la llanura. Aquél era un mundo no profanado. Aquellas gentes, que en sus cuevas encendían el fuego con bastoncillos de madera y por las noches narraban historias fabulosas o establecían competiciones poéticas sobre las virtudes de sus animales, permanecían en contacto con el mundo antiguo. Al principio me resultó difícil fotografiar a los socotríes porque, como ocurría con tantos otros pueblos, veían las cámaras y temían que capturara su alma. Ante mí se sucedían escenas maravillosas que no me estaba permitido captar, personajes con un atractivo lenguaje corporal que se sentaban en el suelo sobre una estera y se apoyaban en una arpillera como en un grabado orientalista. Rostros duros surcados de arrugas, de rasgos angulosos como los de los árabes del sur. Recuerdo cuando Cheij Amer, a quien llamé «el hombre de fuego» o el «eferit», el diablillo, desenfundó su tosco puñal y me amenazó cuando intenté fotografiarle. Aunque me cuesta fotografiar sin consentimiento, no podía dejar escapar la fotografía. Naturalmente salió movida pero al día siguiente un poco antes de la salida del sol, ahí estaba de nuevo aquel hombre. Esta vez ordeñando una cabra con las montañas de Socotra al fondo. Me acerqué de nuevo y entonces tomó una de las ubres del animal y me disparó un chorretón de leche. Poco a poco fui ganando la confianza de aquellas rudas gentes y un buen día comencé a fotografiar, sin excesivos problemas, a los camelleros y a los pastores que acudían cada noche y contaban historias alrededor de un fuego. Llegó el momento en que advertí que ya no existía animadversión hacia mi cámara. Las fotos de este libro son reflejo de la Socotra que he vivido. Una Socotra de hombres, en la que apenas tuve acceso a las mujeres y comprendí que tomarles fotos sería visto como un acto de hostilidad. A partir del tercer viaje ya nadie se sentía incómodo. Identificaba los rasgos propios de algunas familias, lo que me hizo ganar su confianza pues les contaba que había conocido a sus
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primos o hermanos. Los pastores que habían mostrado reticencia ahora me abrían las puertas de sus casas, o, mejor dicho, de sus cuevas. Tenía la misma sensación de estar fuera del tiempo como tuve en los oasis de Egipto, donde conviví un tiempo con los habitantes fotografiando su vida diaria. Pero esta vez pretendía hacer algo distinto. Ya había fotografiado retazos de una Arcadia perdida en el desierto y no quería hacer nada parecido a lo que ya había hecho. En Socotra decidí fotografiar en condiciones difíciles de luz, sin trípode ni por supuesto flash o luz de apoyo. Me daba igual que la foto saliera borrosa o movida porque quería captar las sensaciones oníricas que estaba teniendo, como de haber conseguido penetrar en uno de esos libros de mi infancia que mi padre guardaba celosamente en su biblioteca. Sin embargo, no me resultaba exótico lo que vivía. De hecho parecía como si hubiera viajado al pasado, a la tierra de nuestros ancestros. A un Mediterráneo rocoso y primigenio. Para captar aquel mundo antiguo, que sorprendentemente se mantenía incólume a tan sólo dos horas de la futurista Dubai, fotografié con película analógica en blanco y negro con una única lente, la más cercana al campo de visión del ojo humano. No forzaba las situaciones, ni robaba imágenes. Retrataba a la gente con la que viajaba a pie hacia el interior de la isla, seguidos de los camellos que llevaban nuestras cosas. De regreso, Atalanta ediciones publicó mi libro Socotra, la isla de los genios, en el que recogía cuanto había vivido e investigado y una colección de fotografías que aparecieron en tamaño reducido. No quise darles mayor importancia porque no quería predisponer al lector. Quería que la fuerza del texto le fabricara sus propias imágenes en el cerebro. Pasados unos pocos años me invadió la nostalgia. Recordaba los espacios abiertos, la extraña vegetación, las montañas de granito que se elevaban como dedos suplicantes hacia el cielo. Echaba en falta el dormir bajo las estrellas junto a aquellos pastores que aún estaban en contacto con un mundo primigenio. Pero sobre todo quería visitar a los personajes que ya conocía. Durante mis viajes había ido fraguando amistad con los jeques de las montañas y sus familias. Quería volver a escuchar, alrededor de un fuego, las historias de animales fabulosos y de yins. Tenía ganas de volver a fotografiar, pero esta vez me decidí a rodar al mismo tiempo una película. Naturalmente en blanco y negro, siguiendo la estética de las fotografías ya realizadas. Me acompañaron Abdulraooq Abdullah y su tío Ahmed Ben Afrar, hijo póstumo del último sultán de Socotra. Y viajé tres veces más a la isla. Feliz. Filmando y fotografiando. De regreso, mientras editaba la película y seleccionaba las fotografías que aparecen en este libro, me entró cierta inquietud pues, en los últimos años, la isla comenzaba a ser conocida entre
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los amantes de la naturaleza y algunos viajeros intrépidos. Tímidamente comenzó a llegar el turismo llamado de «aventura» cuyo número creciente empezaba a alterar el delicado equilibrio ecológico. Me preguntaba entonces si mis libros y la película no servirían también para acelerar el proceso de destrucción del patrimonio natural y cultural. Pero las dudas pronto se despejaban pues me repetía que, si bien contribuirían a fomentar la curiosidad por la isla, también servirían para preservar la memoria y la literatura oral que se estaba perdiendo, las historias de los ancianos que los jóvenes no querían oír. Las antiguas creencias en los genios y duendes, que los comunistas de Adén primero y los imanes de Sana después tildaron de primitivas o alejadas del islam, hicieron que los socotríes se avergonzaran de su fama de brujos o de estar en contacto con los espíritus. Y en éstas estaba, preguntándome por cuánto tiempo durarían las antiguas tradiciones, cuando Yemen, el país al que pertenece la isla desde 1977, entró en una devastadora guerra y los vuelos quedaron anulados. Acabada la selección de las fotografías y la edición de la película escribí a Vladimir Agafonov, un antropólogo ruso que había realizado investigaciones en Socotra durante el período de influencia soviética. Su respuesta entusiasta incluía un aspecto que yo había pasado por alto, del que no fui consciente mientras rodaba y del que me siento orgulloso. La filmación ha sido hecha enteramente en socotrí, un idioma sudarábigo del que también forma parte el geez, la lengua de la iglesia copta de Etiopía, o el antiguo sabeo hablado por Belquis, la mítica Reina de Saba. Pero aparte de este hecho, lo preocupante es que en los últimos tiempos el árabe ha ido contaminando poco a poco el lenguaje diario, de modo que el socotrí puro ya sólo se habla en lo alto de las montañas, entre los pastores del macizo del Hagar, precisamente mis amigos. El antropólogo ruso me escribió: «No se si eres consciente de ello, pero tu película, aunque estuviera desenfocada, seguiría siendo valiosa para los antropólogos y lingüistas del futuro, porque es el único documento que existe rodado íntegramente en socotrí y, dado el avance del árabe en la isla, y puesto que el socotrí no se escribe, será probablemente también el primer y último testimonio filmado en la antigua lengua. Para los mismos socotríes será un documento único». Ojalá que el libro que tienen en las manos lo sea también para ustedes.
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FotografĂas
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Los pescadores de Omán y Yemen acudían a las costas de Socotra por su abundante pescado y en ocasiones era tal la cantidad que extraían del mar que no daban abasto con los sacos. Un día, la mujer de un pescador que sentía gran deseo de estar junto a su marido, que estaba faenando en la isla, fue a ver a un cheij que trataba con los yins y le preguntó: «¿Cómo puedo reunirme con mi marido y viajar a Socotra, aunque sea sólo por una noche?». El cheij le enseñó unas palabras mágicas para convocar al ave gigantesca que la transportaría sobre su lomo a Socotra para devolverla sana y salva al amanecer. Sin embargo, le advirtió que se llevara consigo algo que sólo creciera en la isla, porque, en caso de quedar embarazada, sería una prueba que podría mostrar a los familiares del marido para que no creyeran que era una mujer adúltera. Así lo hizo y aquella mujer dio a luz a un niño precioso, y cuando volvió el pescador le juró no volverse a adentrar en el mar.
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De niño, cuando el sueño tardaba en acudir, hacía girar la bola del mundo y la detenía con un dedo. Una madrugada, la paré en un punto minúsculo del océano Índico, entre África y Arabia: la isla de Socotra. ¿Estaría habitada?, ¿qué animales albergaría?, ¿sería desértica o selvática?
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