El arpa y la cámara - Owen Barfield

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OWEN BARFIELD EL ARPA Y LA CÁMARA

TRADUCCIÓN M A R Í A TA B U Y O A G U S T Í N LÓ P E Z

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En cubierta: detalle de la cubierta de «The Radium Dance» de Jean Schwartz, 1904 En guardas: Owen Barfield Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo ex­cepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Repro­gráficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Todos los derechos reservados. Título original: The Rediscovery of Meaning, and Other Essays © 2013 Owen Barfield Literary Estate © De la traducción: María Tabuyo y Agustín López © EDICIONES ATALANTA, S. L. Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-949054-3-8 Depósito Legal: GI 1873-2018

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Índice

El redescubrimiento del sentido 11 El arpa y la cámara 29 Sueño, mito y doble visión filosófica 51 Materia, imaginación y espíritu 67 Ciencia y cualidad 85 El significado de la palabra «literal» 103

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El redescubrimiento del sentido

Entre todos los signos amenazantes que nos rodean a mediados del siglo xx, tal vez lo que genera mayor desasosiego en las personas reflexivas sea la creciente y difundida sensación de una ausencia de sentido. Es esto lo que subyace en la mayor parte de las restantes amenazas. ¿Cómo se explica que cuanto más capaz es el hombre de manipular el mundo en su beneficio, menos sentido puede percibir en él? Esta paradoja se ha señalado a menudo y se ha atribuido en ocasiones a una perversión fundamental, una especie de «obstinación básica», de la naturaleza humana. Pero en realidad surge de un período de la historia claramente identificable y relativamente reciente. La mayoría de la gente es muy consciente de que, con el advenimiento de la Revolución científica hace más o menos trescientos años,* la mente del hombre empezó a relacio* La fecha estimada para el comienzo de la Revolución científica varía sensiblemente de unos autores a otros. En todo caso, hay que tener en cuenta que The Rediscovery of Meaning, la selección de escritos de Barfield en la que figuran los textos contenidos en este volumen, data de 1977, aunque la redacción de algunos de ellos es bastante anterior. (N. de los T.)

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narse con el mundo que le rodeaba de una manera enteramente nueva. Por primera vez surgió el hábito de observar de manera meticulosa los hechos de la naturaleza y de interpretarlos sistemáticamente en términos de causas físicas y efectos; y este hábito se ha ido incrementando desde entonces, con resultados incalculables y en gran parte benéficos, que se reflejan en la acumulación de conocimiento práctico, es decir, de conocimiento que hace posible la manipulación de la naturaleza. Lo que se comprende con menor claridad es la naturaleza y el significado precisos de cierto paso adicional que se dio en el siglo xix. Fue entonces cuando esta práctica habitual en la búsqueda del conocimiento se formuló como un dogma con el nombre de filosofía «positiva» o positivismo. Positivismo es el nombre filosófico para la creencia más generalmente conocida ahora como «materialismo». Es la doctrina –expuesta originalmente por Auguste Comte– de que el método antes mencionado para interpretar los hechos de la naturaleza no es sólo útil, sino el único posible. Obviamente, la proposición de que sólo es posible un único método de investigación científica no puede basarse (salvo para los creyentes devotos) en la propia investigación científica realizada mediante ese método. La proposición es, por consiguiente, una creencia dogmática, aunque ha sido tan completamente absorbida por la corriente de pensamiento de la humanidad occidental que ha llegado a ser considerada, no un dogma, sino un hecho científicamente establecido. Ahora bien, habitualmente hay poca relación entre las causas físicas de una cosa y su significado. Una causa física importante de lo que estoy escribiendo en este momento es la presión muscular de mis dedos, pero saber eso no ayuda a nadie a comprender su significado. Por tanto, al investigar los fenómenos de la naturaleza, el énfasis exclusivo en 12

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causas y efectos físicos implica una correspondiente falta de atención a su sentido. Y fue precisamente este énfasis exclusivo lo que se convirtió en moda hace unos trescientos años. Lo que sucedió más tarde, en el siglo xix, fue que el hábito de la desatención, que se había vuelto inveterado, resultó finalmente suplantado por el supuesto (a veces explícito, pero más a menudo implícito) de que la atención científica al sentido de los fenómenos, como algo distinto de sus causas, era imposible, incluso aunque pudiera haber algo (lo que se consideraba improbable) a lo que prestar atención. El sentido de un proceso es el ser interior que el proceso expresa. La negación de ese ser interior en los procesos de la naturaleza conduce inevitablemente a su negación en el propio ser humano. Pues si los objetos físicos y las causas y efectos físicos son todo lo que podemos conocer, se sigue que el hombre mismo sólo puede ser conocido en la medida en que es un objeto físico entre otros objetos físicos. Por tanto, es algo implícito al positivismo que el hombre nunca pueda conocer realmente nada sobre su sí-mismo específicamente humano –su propio ser interior–, como tampoco podría conocer nunca realmente el significado del mundo de la naturaleza que le rodea. Hasta ahora, incluso aquellos que rechazan el materialismo como filosofía última se han mostrado de acuerdo en aceptar las limitaciones que el positivismo trata de imponer a la esfera del conocimiento. Es cierto, dicen, que los valores espirituales que constituyen el sentido verdadero de la vida se pueden percibir vagamente y son, de hecho, lo que está detrás de los símbolos de la religión y los fenómenos misteriosos del arte. Pero no podemos tener la esperanza de saber nada de ellos. Hay –y esto se sugiere a menudo con cierta unción– dos tipos de verdad: la científica, que puede ser demostrada experimentalmente y que se limita al mundo fí13

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sico, y, por otra parte, las «verdades» de la intuición mística y la revelación, que pueden ser sentidas y sugeridas, pero nunca conocidas ni expuestas de forma científica. Y si éstas parecen ser incompatibles con las verdades de la ciencia..., bien, tal vez eso sea lo mejor. «El corazón tiene razones que la razón no alcanza.» De esta manera, se puede decir que durante varios años se estableció un equilibrio precario entre un mundo mecánico y sin sentido de acontecimientos físicos descritos por la ciencia y cierto tipo de significación espiritual ulterior que se podía suponer que el mundo ocultaba y con el que tenía poca relación, si es que tenía alguna. Las filosofías idealistas del siglo xix contribuyeron a mantener este equilibrio racionalizándolo lo mejor que pudieron. Era un estado de cosas que no podía perdurar, y su inestabilidad latente ha quedado expuesta por un paso adicional dado por la doctrina del positivismo en nuestra época. El antiguo positivismo proclamaba que el hombre nunca podría conocer nada salvo el mecanismo del mundo físico accesible a sus sentidos. La variante del siglo xx –diversamente conocida como «positivismo lógico», «análisis lingüístico», «filosofía de la ciencia», etcétera– va más allá y asevera incluso que nada se puede decir sobre ninguna otra cosa. El lenguaje es significativo sólo en la medida en que comunica, o al menos pretende comunicar, información sobre acontecimientos físicos que la observación y la experimentación pueden luego confirmar o refutar. Se quita el suelo bajo los pies de cualquier interpretación idealista del universo mediante un nuevo dogma: no se trata de que esa interpretación sea falsa, sino de que ni siquiera puede ser planteada. El lenguaje en el que se formula no es realmente un lenguaje (aunque pueda obedecer reglas gramaticales) porque no tiene ningún sentido. No sólo eso, sino que tam14

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bién se excluye radicalmente el fundamento de cualquier tipo de vida interior. Los juicios morales, por ejemplo, no tienen ninguna referencia objetiva basada en hechos reales. Si decimos: «La crueldad es mala», todo lo que realmente queremos decir es que no nos gusta. Las palabras que pretenden referirse a algo más allá del alcance de los sentidos no se refieren en realidad a nada. Nuestra convicción de que lo hacen es meramente un error que cometemos sobre las posibles maneras de utilizar el lenguaje. Cuando combinamos esas palabras en frases, imaginamos que estamos diciendo algo, pero de hecho sólo estamos produciendo ruidos que expresan nuestros sentimientos, igual que lo hacen la risa, las lágrimas y los gruñidos. Esto, se afirma, siempre ha sido así, y toda la mitología y la religión, junto con la práctica totalidad de la filosofía antes de la aparición del positivismo, son simplemente ejemplos de esos errores lingüísticos. El resultado de todo ello lo expresó perfectamente en cierta ocasión C. S. Lewis al señalar que, en general, si el nuevo positivismo tiene razón, la historia de la mente humana desde el principio de los tiempos ha consistido en «casi nadie cometiendo errores lingüísticos sobre casi nada». Aun así, la filosofía «analítica» moderna es interesante e importante precisamente porque impone a la cuestión su conclusión lógica y saca a la luz la confusión que, en realidad, ha implicado siempre la aceptación del positivismo. Como una especie de escalpelo, el análisis lingüístico expone con claridad esa conexión que empezamos afirmando entre el ascenso del positivismo y la sensación general de una ausencia de sentido en Occidente. Al final, la elección es clara. O debemos conceder que el 99 por ciento de todo lo que decimos y pensamos (o imaginamos que pensamos) es palabrería sin sentido, o debemos –por grande que sea el desgarro– abandonar el positivismo. 15

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«Desgarro» no es una palabra demasiado fuerte; pues el positivismo está sutilmente enredado con nuestro pensamiento en todos los puntos en casi todos los temas. Una desgarradura muy similar requirió la mente occidental al final de la Edad Media. Quienes no hayan estudiado el pensamiento medieval difícilmente creerán lo terca y arraigada que llegó a ser la suposición de que era imposible salir del horizonte planteado por Aristóteles. La originalidad, los descubrimientos y experimentos nuevos eran todos muy bien recibidos... con tal de que permaneciesen dentro del marco de las concepciones aristotélicas: por ejemplo, que la Tierra está fija en el centro del universo, que los cuerpos celestes son ingrávidos, que el calor, o el fuego, es uno de los elementos. Estas ideas se daban absolutamente por supuestas y todo lo que pareciera arrojar la menor duda sobre su validez producía –sobre todo en los adalides reconocidos del pensamiento contemporáneo– una reacción violenta ante lo que condenaban como tonterías o, incluso, blasfemias. El estudio de la transición del pensamiento medieval al pensamiento moderno es el estudio del gran y doloroso desgarro con el que este dogma fue finalmente abandonado. Si ahora sustituimos el aristotelismo por el positivismo, podremos tener alguna idea de lo que nos espera cuando empecemos a proyectar dudas sobre él. Pues es un error suponer que actualmente disfrutamos de una mayor apertura de mente; simplemente estamos más abiertos a cosas diferentes. No obstante, haremos el experimento y empezaremos por el punto extremo al que ha llegado el positivismo, como hemos visto, en su avance nihilista; es decir, empezaremos por el principal vehículo que poseemos para la comprensión y expresión del sentido; en otras palabras, por el lenguaje. ¿Qué sucedió para que una proporción muy elevada de las palabras de cualquier lengua moderna se refieran (o pa16

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rezcan referirse) a asuntos y acontecimientos que no forman parte del mundo accesible a nuestros sentidos? Para el estudioso de la historia, el lenguaje parece consistir, a primera vista, en lo que ha sido acertadamente designado como «un tejido de metáforas descoloridas». Desde la época de Max Müller, el filósofo del siglo xix, éste ha sido el tema común de innumerables libros sobre las palabras. Como explicaba Ernest Weekley hace muchos años: Cada expresión que empleamos, dejando aparte las que están relacionadas con las acciones y objetos más rudimentarios, es una metáfora, aunque el significado original esté enturbiado por el uso constante.

Y continuaba ilustrando el significado de las palabras utilizadas en esa misma frase: Así, en la frase anterior, expresión significa «lo que se arranca»; emplear es «entretejer», como hace un fabricante de cestos; relacionar es «entrelazar»; un objeto es «algo arrojado en nuestro camino», y rudimentario significa «en su estado bruto».

Sobre todo, descubrimos que es posible constatar con claridad que todas las palabras utilizadas para describir nuestro «interior», sea un pensamiento o un sentimiento, han llegado hasta nosotros desde un período anterior en el que también hacían referencia al mundo exterior. Cuanto más atrás nos remontemos en el tiempo, más metafórico descubriremos que se vuelve el lenguaje; algunos pioneros de la etimología incluso anticiparon el positivismo posterior que acabamos de describir al afirmar que mitología y religión eran simplemente el resultado del «error» en que se 17

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incurrió cuando, más tarde, las «metáforas» fueron entendidas de manera literal. Sin embargo, desde esa época se ha llevado a cabo una profunda reflexión sobre el problema del sentido y el simbolismo. Se ha comprendido en particular que el significado simbólico no es un atributo exclusivo de la religión y el arte, sino que es un elemento intrínseco al lenguaje mismo. ¿Qué sucedió para que el ser humano pudiera emplear, y empleara, las formas y los objetos del mundo exterior para expresar el mundo interior de su pensamiento? Que fue capaz de usarlos no como meros signos para atraer la atención hacia sus sentimientos y sus impulsos, sino como símbolos para sus conceptos. Una cosa funciona como símbolo cuando no sólo anuncia, sino que representa algo distinto de sí misma. Debemos la existencia del lenguaje al hecho de que las imágenes mentales en que la memoria convierte las formas del mundo exterior pueden funcionar no sólo como signos y recordatorios de sí mismas, sino también como símbolos para conceptos. Si no fuera así, nunca habrían dado origen a las palabras, que hacen posible el pensamiento abstracto. Si reflexionamos sobre este hecho sin los prejuicios de ningún supuesto positivista, debemos concluir que esta significación simbólica es inherente a las propias formas del mundo exterior. Las primeras metáforas no fueron artificiales, sino naturales. En otras palabras, los positivistas tienen razón en su conclusión de que si (ellos dirían «dado que») la naturaleza carece de sentido para la mente humana, la mayor parte del lenguaje también carece de él. Pero lo inverso es igualmente cierto: si el lenguaje «está lleno de sentido», también la naturaleza está llena de sentido. En realidad, como señaló Emerson hace tiempo: «No sólo las palabras son emblemáticas; las cosas mismas lo son». El hombre, recordaba a sus 18

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despreocupados contemporáneos, «está situado en el centro de los seres, y un rayo de relación va desde cada ser hasta él. Y ni el hombre puede ser comprendido sin esos objetos, ni esos objetos pueden serlo sin el hombre». Es precisamente en ese «rayo de relación», que el positivismo no admite y que, en consecuencia, ha acabado por ignorar, en donde reside el secreto del sentido. He llegado a la conclusión de que el mundo natural sólo puede ser comprendido en profundidad como una serie de imágenes que simbolizan conceptos; creo, además, que fue de la prolífica consciencia del hombre de esta significativa relación entre él mismo y la naturaleza de donde nació originalmente el lenguaje. ¿Cómo se explica, entonces, que los primeros hombres poseyeran esta consciencia mientras que nosotros la hemos perdido? Al responder a esta pregunta ya empezamos a sentir el gran desgarro; pues descubrimos que el abandono del positivismo implica una revisión drástica de toda nuestra concepción de la prehistoria. Consideremos la descripción convencional de la historia de la Tierra y el hombre. Se nos muestra, en primer lugar, una Tierra puramente física sin vida ni consciencia; luego, la llegada de animales y hombres como objetos físicos moviéndose por ella; finalmente, el desarrollo por parte del hombre, a partir de la nada, de una facultad de imaginación y pensamiento que le permite reflejar o copiar interiormente un mundo exterior que había existido sin interrupción durante millones de años antes que él. Vemos el mundo interior evolucionando en una etapa comparativamente tardía desde el exterior. Esta descripción sin duda deberá ser sustituida por otra más compleja y menos rudimentaria de los dos mundos, el interior y el exterior, naciendo de forma conjunta. Pues la relación recíproca entre los dos, que el lenguaje revela, no permitirá nunca que uno haya existido 19

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en algún momento sin el otro. Esto apunta de nuevo a un origen común. Se verá entonces que la distinción entre interior y exterior, que nos parece tan básica, fue producida por el propio hombre en el ejercicio de la facultad de simbolizar que le proporcionó su lenguaje. Ernst Cassirer, al tratar del lenguaje en su Filosofía de las formas simbólicas, mostraba que la historia de la consciencia humana no fue un progreso desde una situación inicial de oscuridad vacía hacia una consciencia cada vez más amplia de un mundo exterior preexistente, sino la liberación gradual de un foco pequeño, pero creciente y cada vez más claro y autodeterminado, de experiencia humana interior desde un estado de ensueño de identidad virtual con la vida del cuerpo y su entorno. La autoconsciencia surgió de la mera consciencia. No fue sino en el curso de este proceso cuando apareció el mundo de la naturaleza «objetiva» que ahora observamos a nuestro alrededor. El hombre no empezó su trayectoria como ser autoconsciente bajo la forma de una unidad sin inteligencia o sin pensamiento, que se enfrentaba a un mundo objetivo separado e ininteligible muy parecido al nuestro, sobre el que luego procedería a inventar toda clase de mitos. No era un espectador que aprendiese a realizar copias mentales cada vez menos desesperantemente inexactas. Tuvo que luchar por su subjetividad a partir del mundo de su experiencia polarizando ese mundo, gradualmente, en una dualidad. Y ésta es la dualidad de lo objetivo-subjetivo, o exterior-interior, que ahora parece tan fundamental porque la hemos heredado junto con el lenguaje. El hombre no empezó como espectador; el desarrollo del lenguaje le permitió llegar a serlo. Apartémonos un momento de este planteamiento y examinemos el otro, la idea convencional de que la historia del pensamiento humano es la historia de un espectador que 20

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aprende a realizar cada vez mejor la copia mental de un mundo exterior independiente. Toda la ciencia positiva se basa en las matemáticas y la física; y, en su origen, la física moderna se propuso investigar la naturaleza como algo que existía de forma independiente de la mente humana. Pero éste fue un postulado que se tuvo que ir abandonando progresivamente con el paso del tiempo. En una etapa bastante temprana, se estableció una distinción entre las cualidades «primarias», como la extensión y la masa, que se suponían inherentes a la materia independientemente del observador, y las cualidades «secundarias», como el color, que dependían del observador. En términos generales, se puede decir que finalmente la física se vio obligada a concluir que todas las cualidades son «secundarias» en ese sentido, de manera que todo el mundo de la naturaleza tal como realmente lo experimentamos depende para su configuración de la mente y los sentidos del ser humano. La naturaleza es lo que es porque nosotros somos lo que somos. Por consiguiente, nuestro supuesto común de que el principal esfuerzo del pensamiento humano ha consistido en crear una réplica mental del mundo exterior preexistente es incompatible incluso con el acceso científico a las cosas a partir del cual surgió. Ese supuesto está, en realidad, determinado por la ciencia; pero por una ciencia de anteayer. El hombre antiguo no observaba la naturaleza de la manera distante en que lo hacemos nosotros. Participaba mental y físicamente en su proceso interior y exterior. La evolución del hombre no sólo significó la firme expansión de la consciencia (el hombre que consigue conocer cada vez más acerca de cada vez más); hubo un proceso paralelo de contracción –que fue también un proceso de despertar–, una gradual focalización o puntualización desde un tipo de conocimiento anterior, que se podría llamar también partici21

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pación. Era al mismo tiempo más universal y menos claro. Todavía conservamos algo de esta antigua relación con la naturaleza cuando dormimos y surge la sabiduría suprarracional que muchos psicoanalistas detectan en los sueños. Así pues, es más cierto decir que hemos llegado a saber cada vez más sobre cada vez menos. «El hombre es el enano de sí mismo», dijo Emerson. Es este hecho el que subyace en la tradición universal de la expulsión del Paraíso; y es esto lo que todavía reverbera en la consciencia colectiva ligada a la naturaleza que encontramos expresada en los mitos, en las formas más antiguas del lenguaje y en el pensamiento totémico y la participación ritual de las tribus primitivas. Es de unos orígenes como éstos, y no de una mirada de incomprensión vigilante y vacía, de donde hemos partido para evolucionar hasta la actual consciencia individual, detallista, espacialmente determinada. Es un proceso que continuó incluso en nuestra propia era. Sólo tenemos que remontarnos al período inmediatamente anterior a la Revolución científica, en Europa, cuando la imagen del mundo todavía vigente era la del hombre como microcosmos dentro del macrocosmos, para descubrir que el sentimiento de ruptura entre el ser interior del hombre y el mundo que le rodea era menos perceptible que en la actualidad. Por razones de espacio, aquí sólo podemos aludir someramente a uno o dos ejemplos; pero cualquiera que estudie el arte y el pensamiento medievales descubrirá que se daba por supuesto, pongamos por caso, que los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego (que no se concebían como meras sustancias físicas), estaban presentes no sólo en el mundo exterior, sino también en el temperamento humano como sus cuatro «humores» –melancólico, flemático, sanguíneo y colérico–, mientras se daba igualmente por supuesta la existencia de vínculos 22

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similares entre los planetas y los metales y las disposiciones del hombre. Naturalmente, el pensamiento positivista cree que todo eso eran especulaciones erróneas y que no tenían nada que ver con los hechos; pero, observando globalmente el curso de la historia, se percibe que en verdad eran restos rudimentarios del «origen común» de los mundos exterior e interior del hombre.

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Imaginatio vera «Salvar las apariencias, de Owen Barfield, es uno de los pocos libros que me enorgullece haber publicado.» T. S. Eliot «Estamos bien provistos de escritores interesantes, pero Owen Barfield no se encuentra en la categoría de los simplemente interesantes. Ambiciona liberarnos de la prisión que hemos construido para nosotros mismos con nuestros propios modos de conocimiento, nuestros falsos y estrechos hábitos de pensamiento y nuestro “sentido común”.» Saul Bellow Una vez, cuando su amigo C. S. Lewis se refirió a la filosofía como «una materia», Barfield respondió contrariado que «para Platón la filosofía no era “una materia”, era un camino». En efecto, la filosofía no era para él una mera ocupación académica sino una razón vital. Este volumen reúne una colección de ensayos sobre sus temas predilectos: el sinsentido del mundo moderno, el sueño, la imaginación, la poesía y la naturaleza de lo real. El filósofo, narrador, poeta y crítico inglés Owen Barfield (Londres, 1898-Forest Row, 1997) estudió en Oxford lengua y literatura inglesas. Fue miembro fundador del grupo de los Inklings, formado entre otros por J. R. R. Tolkien, Charles Williams y C. S. Lewis, para quien Barfield fue «el mejor y más sabio de mis maestros no oficiales». Pensador cristiano, defensor y estudioso de la antroposofía de Rudolf Steiner, su concepción de la antigua unidad semántica del lenguaje tuvo una influencia capital en Tolkien. A pesar de ser una figura lateral en el panorama filosófico europeo de su tiempo, su obra sigue inspirando a no pocos pensadores por su tratamiento de la evolución de la consciencia o su propuesta de un renovado y amplio concepto de la naturaleza.

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