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ARTHUR FIRSTENBERG EL ARCOÍRIS INVISIBLE U N A H I S TO R I A D E L A E L E CT R I C I DA D Y LA VIDA
TRADUCCIÓN FERNANDO BORRAJO AMELIA PÉREZ DE VILLAR
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En cubierta: fotografía de Albert von Schrenck-Notzing del Instituto de Psicología de Múnich, 1913 En guardas: onda fractal, Freepik.com Dirección y diseño: Jacobo Siruela
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Todos los derechos reservados Título original: The Invisible Rainbow: A History of Electricity and Life © 2017, 2020 by Arthur Firstenberg © De la traducción del prólogo y de los capítulos 1-12: Fernando Borrajo © De la traducción de los capítulos 13-17: Amelia Pérez de Villar © EDICIONES ATALANTA, S. L. Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-122130-7-2 Depósito Legal: GI 831-2021
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Índice
Prólogo 13 Primera parte Los inicios Capítulo 1 Apresada en una botella 19 Capítulo 2 Hacer que los sordos oigan y los cojos caminen 29 Capítulo 3 Sensibilidad eléctrica 46 Capítulo 4 El camino que nadie tomó 64 Capítulo 5 La enfermedad eléctrica crónica 69 Capítulo 6 El comportamiento de las plantas 93
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Capítulo 7 Enfermedad eléctrica aguda 103 Capítulo 8 El misterio de la isla de Wight 124 Capítulo 9 La envoltura eléctrica de la Tierra 146 Capítulo 10 Las porfirinas y la base de la vida 169 Segunda parte El presente Capítulo 11 Corazón irritable 203 Capítulo 12 La transformación de la diabetes 250 Capítulo 13 El cáncer y la privación de la vida 287 Capítulo 14 La vida en suspenso 326
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Capítulo 15 ¿Se puede oír la electricidad? 342 Capítulo 16 Abejas, aves, árboles y seres humanos 405 Capítulo 17 En el país de los ciegos 462
Notas 497 Índice onomástico 577
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En memoria de Pelda Levey, amiga, mentora y compañera de viaje
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El arcoíris invisible
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Prólogo
Antiguamente, el arcoíris que vemos en el cielo después de una tormenta mostraba todos los colores existentes. La Tierra estaba diseñada de esa manera. La capa de aire que hay sobre nosotros absorbe la radiación ultravioleta más alta, así como todos los rayos X y gamma procedentes del espacio. Además de esas radiaciones, estaban ausentes la mayoría de las ondas largas que usamos hoy en día para la comunicación por radio. O, mejor dicho, estaban presentes en cantidades infinitesimales. Llegaban a nosotros desde el Sol y las estrellas, pero con una energía un billón de veces más débil que la luz también procedente del cielo. Las ondas de radio cósmicas eran tan débiles que resultaban invisibles, por eso la vida no ha desarrollado órganos que permitan verlas. Las ondas más largas, esto es, las pulsaciones de baja frecuencia que emiten los rayos, son asimismo invisibles. El aire se llena por un momento de ondas cuando el rayo centellea, pero esas vibraciones desaparecen casi de inmediato; su eco, que reverbera en todo el mundo, es diez mil millones de ve13
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ces más débil que la luz solar. Tampoco hemos desarrollado órganos para verlo. Pero nuestro cuerpo sabe que esos colores están ahí. La energía de nuestras células –que susurra en el espectro radioeléctrico–, aunque infinitesimal, es necesaria para la vida. Cada pensamiento, cada uno de nuestros movimientos nos rodean con pulsaciones de baja frecuencia, con susurros que fueron detectados por primera vez en 1875 y que también son necesarios para la vida. La electricidad que usamos hoy en día, la sustancia que enviamos a través de cables y que transmitimos por el aire casi sin pensar, fue identificada hacia 1700 como una característica de la vida. Posteriormente, los científicos aprendieron a generarla y a utilizarla para mover objetos inanimados, sin percatarse, porque no los veían, de sus efectos en los organismos vivos. Estamos rodeados de electricidad, con todos sus colores, y su magnitud es comparable a la luz del sol, pero seguimos sin poder verla porque no estaba presente cuando nació la vida. Convivimos con una serie de devastadoras enfermedades cuyo origen desconocemos y cuya presencia damos por sentada y ya ni siquiera cuestionamos. Sin ellas gozaríamos de una vitalidad que hemos olvidado por completo. El «trastorno de ansiedad», que afecta a una sexta parte de las personas, no existía antes de la década de 1860, cuando los cables del telégrafo rodearon por primera vez el planeta. En la bibliografía médica no se menciona hasta 1866. La gripe, en su forma actual, se inventó en 1889, junto con la corriente alterna. Nos acompaña siempre, como un invitado habitual, tan habitual que hemos olvidado que no siempre fue así. La mayoría de los médicos que hicieron frente a esa epidemia en 1889 no habían visto nunca ni un solo caso. 14
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Con anterioridad a la década de 1860, la diabetes era tan rara que pocos médicos trataban más de uno o dos casos a lo largo de su vida profesional. Esta dolencia también ha cambiado de naturaleza: antes los diabéticos eran flacuchos; los obesos no contraían esta enfermedad. La cardiopatía era en aquella época la vigesimoquinta enfermedad más frecuente, por detrás del ahogamiento accidental. Sólo afectaba a los niños pequeños y a los ancianos. Los demás apenas padecían del corazón. El cáncer era también extremadamente raro. Ni siquiera el tabaco, en la época anterior a la electrificación, causaba cáncer de pulmón. Son las enfermedades de la civilización, que también hemos impuesto a nuestros vecinos los animales y vegetales, y con las que coexistimos porque nos negamos a reconocer lo que esa energía de la que nos servimos es en realidad. La corriente de 60 ciclos del cableado doméstico, las frecuencias ultrasónicas de los ordenadores, las ondas de radio de los televisores, las microondas de los teléfonos móviles... son sólo distorsiones del arcoíris invisible que recorre nuestras venas y nos da la vida. Pero lo hemos olvidado. Es hora de que lo recordemos.
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Primera parte Los inicios
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Capítulo 1 Apresada en una botella
El experimento de Leiden fue una locura inmensa, universal: en todas partes la gente te preguntaba si habías experimentado sus efectos. Corría el año 1746. El lugar: cualquier ciudad de Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda, Italia. Al cabo de unos años se sumó Estados Unidos. La electricidad había llegado como un niño prodigio que hace su debut, y todo el mundo occidental presenció su actuación. Sus parteros –Kleist, Cunaeus, Allamand y Musschenbroek– advirtieron que habían ayudado a dar a luz a un enfant terrible cuyas descargas podían dejarte sin respiración, pudrirte la sangre y hasta paralizarte. El público debería haber prestado atención y haber sido más prudente. Pero, como es lógico, los apasionantes relatos de aquellos científicos encandilaron a las multitudes. Pieter van Musschenbroek, profesor de física en la Universidad de Leiden, llevaba tiempo usando una máquina de fricción. Se trataba de un globo de vidrio que él hacía girar rápidamente sobre su eje mientras lo frotaba con las manos para producir el «fluido eléctrico», esto es, lo que hoy co19
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Grabado a buril tomado de Mémoires de l’Académie Royale des Sciences, 1746, lám. 1, pág. 23.
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nocemos como electricidad estática. Del techo, mediante unas cuerdas de seda, colgaba un tubo de hierro que casi tocaba el globo. Era el «conductor principal», que normalmente se usaba para hacer saltar chispas electrostáticas de la esfera. Pero la electricidad, en aquellos primeros tiempos, se usaba poco porque siempre había que producirla sobre la marcha y no se podía almacenar. Hasta que Musschenbroek y sus colaboradores idearon un ingenioso experimento que cambiaría el mundo para siempre: acoplaron un cable al otro extremo del conductor principal y lo insertaron en una pequeña botella de cristal con un poco de agua. Querían comprobar si el fluido eléctrico se podía almacenar en un recipiente. Y el intento tuvo muchísimo más éxito del esperado. «Voy a hablarte de un nuevo pero aterrador experimento», le escribió Musschenbroek a un amigo de París, «que no te recomiendo que hagas nunca, pues ni siquiera yo, que lo he probado y he sobrevivido gracias a Dios, volvería a llevarlo a cabo ni por todo el reino de Francia.» Mientras sujetaba la botella con la mano derecha, con la izquierda intentó sacar chispas del tubo metálico. «De repente recibí tal sacudida en la mano derecha que me tembló todo el cuerpo como si me hubiera alcanzado un rayo. El vidrio, aunque delgado, no se rompió y la mano no se me descoyuntó, pero el brazo y el resto del cuerpo me quedaron más doloridos de lo que puedas llegar a imaginar. En una palabra, pensé que era el fin.»1 Su colaborador, el biólogo Jean-Nicolas-Sébastien Allamand, al hacer el experimento, sintió «un golpe tremendo». «Estaba hasta tal punto aturdido», dijo, «que me quedé un momento sin respiración.» Le dolía tanto el brazo derecho que temió sufrir una lesión permanente.2 21
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Pero a la gente sólo le llegó la mitad del mensaje. El hecho de que estos experimentos pudieran causar lesiones temporales o permanentes, incluso la muerte, se diluyó en medio del entusiasmo general. La gente no hacía caso de las advertencias, ridiculizándolas hasta olvidarlas por completo. Entonces, como ahora, no estaba bien visto decir que la electricidad era peligrosa. Tan sólo dos décadas después, Joseph Priestley, el científico inglés al que se atribuía el descubrimiento del oxígeno, escribió The History and Present State of Electricity [Historia y estado actual de la electricidad], obra en la que se mofaba del «pusilánime» profesor Musschenbroek y de las «exageraciones» de los primeros investigadores.3 Sus inventores no fueron los únicos que intentaron advertir a la opinión pública. Johann Heinrich Winckler (o Winkler), profesor de griego y latín en Leipzig, ensayó el experimento en cuanto oyó hablar de él. «Sufrí fuertes convulsiones», le escribió a un amigo de Londres. «Me alteró la circulación; el miedo a una fiebre ardiente me obligó a tomar antipiréticos. Tenía pesadez de cabeza, como si me hubieran colocado una piedra encima. Sangré dos veces por la nariz, a lo que no soy muy propenso. Mi mujer, que sólo recibió la descarga eléctrica en dos ocasiones, estaba tan débil que apenas podía caminar. Una semana después se sometió a la descarga una sola vez; al cabo de unos minutos empezó a sangrar por la nariz.» Winckler aprendió de sus experimentos que no hay que aplicar electricidad a los seres vivos. Por eso transformó su máquina en una gran señal de advertencia. «Leí en las gacetas de Berlín», escribió, «que habían aplicado esas descargas eléctricas a un pájaro, causándole grandes sufrimientos. No repetí el experimento porque me parece que está mal hacer daño a los seres vivos.» Decidió enrollar una cadena alrede22
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dor de la botella, comunicándola con un trozo de metal situado debajo del tubo. «Cuando se produce la electrización, las chispas que saltan del tubo situado sobre el metal son tan grandes e intensas que se pueden ver (incluso de día) y oír a una distancia de medio centenar de metros. Representan un haz de rayos, una nítida línea de fuego, y producen un sonido que asusta a quienes lo oyen.» Pero la opinión pública no reaccionó como Winckler suponía que iba a hacerlo. Tras leer relatos como el de Musschenbroek en las actas de la Real Academia de Ciencias de Francia, y el suyo propio en las Philosophical Transactions de la Real Sociedad de Londres, miles de hombres y mujeres de toda Europa hicieron cola impacientes para darse el placer de la electricidad. El abate Jean-Antoine Nollet, teólogo convertido en físico, introdujo en Francia la magia de la botella de Leiden. Nollet intentó satisfacer las insaciables exigencias de la ciudadanía electrizando a cientos de personas a la vez, haciendo que se tomaran de la mano y formaran una cadena humana dispuesta en un gran círculo cuyos extremos casi se tocaban. Nollet se colocaba en uno de los extremos mientras la persona que constituía el último eslabón sujetaba la botella. De repente el docto abate, tocando con la mano el alambre insertado en la vasija, cerraba el circuito y entonces toda la fila sentía la descarga al mismo tiempo. La electricidad se había convertido en un acontecimiento social: el mundo estaba poseído, como dijeron algunos observadores, por la «electromanía». El hecho de que Nollet hubiera electrocutado con el mismo equipo a varios peces y un gorrión no disuadió en modo alguno a las multitudes. En Versalles, en presencia del rey, electrizó a una compañía de doscientos cuarenta soldados de la Guardia Francesa con el mismo sistema. También 23
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Grabado a buril, ca. 1750, reproducido en Jürgen Teichmann, Vom Bernstein zum Elektron, Deutsches Museum, Múnich, 1982.
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a los monjes de un monasterio cartujo de París, los cuales, conectados por medio de alambres, formaban un círculo de más de un kilómetro y medio de perímetro. El experimento se hizo tan popular que la gente empezó a quejarse de tener que guardar cola o consultar antes a un médico para poder darse el placer de una descarga eléctrica. Surgió la necesidad de un aparato portátil que todos pudieran comprar a un precio razonable para disfrutarlo en su tiempo libre. Y así se inventó la «botella de Ingenhousz». Contenida en un elegante estuche, se trataba de una botellita de Leiden unida mediante una cinta de seda lacada a una piel de conejo con la que frotar la laca para cargar el recipiente.4 Se vendían bastones eléctricos a precios «para todos los bolsillos».5 En realidad eran botellas de Leiden astutamente disfrazadas de bastones, lo que te permitía cargarlas sin que nadie se diera cuenta y engañar a tus incautos amigos para que las tocaran. Luego estaba el «beso eléctrico», una forma de entretenimiento que precedió a la invención de la botella de Leiden y que después se volvió mucho más emocionante. El fisiólogo Albrecht von Haller, de la Universidad de Gotinga, no podía creer que esos juegos de salón «hubieran desbancado al baile». «¿En qué cabeza cabe que el dedo de una dama, o su miriñaque, despida rayos de verdad y que unos labios tan atractivos prendan fuego a una casa?», escribió. Ella era un «ángel», escribió el físico alemán Georg Matthias Bose, con «cuello de cisne» y «senos enrojecidos», que «te roba el corazón con la mirada» pero a quien te acercas por tu cuenta y riesgo. La llamó «Venus Electrificata» en un poema que se publicó en latín, francés y alemán, y que alcanzó gran fama en toda Europa:
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Si un mortal toca la mano de esa criatura divina, o su vestido apenas roza, las chispas le quemarán igual, por todo el cuerpo, y, por mucho que le duela, la buscará de nuevo.
Hasta Benjamin Franklin se sintió obligado a dar instrucciones: «Que A y B se coloquen sobre un bloque de cera, o A sobre la cera y B en el suelo; que uno sujete la ampolla electrificada y el otro agarre el cable: saltará una pequeña chispa, pero cuando sus labios se aproximen sentirán un espasmo y una sacudida».6 Las señoras ricas organizaban esos pasatiempos en sus casas. Contrataban a artesanos para que fabricaran grandes y vistosas máquinas eléctricas que luego exhibían como si fueran pianos. Las personas menos pudientes adquirían modelos prefabricados, pues los había de diversos tamaños, estilos y precios. Dejando a un lado sus aspectos lúdicos, la electricidad –identificada en cierto modo con la fuerza vital– se utilizaba principalmente por sus propiedades curativas. Tanto las máquinas eléctricas como las botellas de Leiden llegaron a los hospitales y a las consultas de los médicos que deseaban estar al día. Muchos «electricistas» sin titulación médica abrieron un consultorio y empezaron a tratar a la gente. Durante las décadas de 1740 y 1750, la electricidad clínica se utilizó en París, Montpellier, Ginebra, Venecia, Turín, Bolonia, Leipzig, Londres, Dorchester, Edimburgo, Shrewsbury, Worcester, Newcastle, Upsala, Estocolmo, Riga, Viena, Bohemia y La Haya. Jean-Paul Marat, el famoso médico y revolucionario francés, que también practicó la «electromedicina», escribió un libro titulado Mémoire sur l’électricité médicale [Memoria sobre la electricidad médica]. 26
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Franklin usó la electricidad en Filadelfia y atendió a tantos pacientes que en el siglo xix los tratamientos con electricidad estática recibieron el nombre de «franklinización». John Wesley, el fundador de la Iglesia metodista, publicó en 1759 un opúsculo de 72 páginas titulado The Desideratum; or, Electricity Made Plain and Useful [Desiderátum, o la electricidad explicada con claridad y provecho]. Dijo que la electricidad era «la medicina más noble que conocemos» y que servía para tratar las afecciones del sistema nervioso, la piel, la sangre, el aparato respiratorio y los riñones. «Una persona de pie en el suelo no puede besar con facilidad a una persona electrizada que esté de pie sobre colofonia.»7 El propio Wesley electrizó a miles de personas en la sede del movimiento metodista y en otras partes de Londres. Las personas prominentes no eran las únicas que montaban negocios relacionados con la electricidad. Eran tantos los advenedizos que compraban y alquilaban equipos para uso clínico que el médico londinense James Graham escribió en 1779: «Temo por mis semejantes cuando veo en casi todas las calles de esta gran metrópoli a un barbero, un cirujano, un sacamuelas, un boticario o un mecánico convertidos en terapeutas eléctricos».8 Por su capacidad de provocar contracciones en el útero, la electricidad se convirtió en unos de los métodos utilizados tácitamente para practicar abortos. Francis Lowndes, por ejemplo, fue un experimentado electricista londinense que atendía gratis a mujeres pobres con amenorrea.9 Incluso los agricultores empezaron a aplicar la electricidad a los cultivos con el fin de aumentar la producción, como veremos en el capítulo 6.
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Liber naturae «Pocas personas son hoy capaces de comprender en su totalidad un tema científico y presentarlo a la vez de forma legible sin perder ningún detalle. Firstenberg lo ha hecho, y ocupándose de una de las cuestiones más apremiantes y descuidadas de nuestra época tecnológica.» Bradley Johnson, psiquiatra de Amen Clinics (San Francisco) La electricidad es una fuerza biológica de la vida; la parte invisible de la naturaleza. El aire está lleno de todo tipo de ondas de todos los colores que nuestro cuerpo siente aunque no las alcancemos a ver. Durante más de doscientos años hemos vivido bajo la generalizada creencia de que la electricidad era inocua para el ser humano y el planeta. El científico e investigador Arthur Firstenberg destruye esta convicción al contarnos paso a paso la historia de la electricidad como nunca se había hecho hasta ahora –desde el punto de vista medioambiental– y describiéndonos pormenorizadamente todos sus efectos biológicos. De manera amena y rigurosa, El arcoíris invisible narra la historia de la electricidad desde los albores del siglo xviii hasta nuestros días, haciéndonos conscientes de que muchas enfermedades cardíacas, la diabetes y el cáncer, así como multitud de problemas medioambientales, han sido causados en gran parte por la contaminación electromagnética asociada a nuestro progreso tecnológico: el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión, el ordenador, el móvil, la red 5G, etc. Arthur Firstenberg encabeza el movimiento global contra la contaminación electromagnética. Después de graduarse en matemáticas en la Universidad de Cornell, asistió de 1978 a 1982 a la Irvine School de Medicina de la Universidad de California, hasta que una lesión debida a una sobredosis de rayos X interrumpió su carrera médica. Durante los últimos treinta años ha sido investigador, asesor y conferenciante en Estados Unidos sobre los efectos de la radiación electromagnética en la salud.
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