El copartícipe secreto - Joseph Conrad

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JOSEPH CONRAD EL COPARTÍCIPE SECRETO

ATA L A N TA


Joseph Conrad escribió una serie de obras maestras que introdujeron en la novela de aventuras una profundidad psicológica y estilística que lo han convertido en uno de los escritores más notables de todos los tiempos. Considerada como una de sus mejores piezas literarias de madurez, El copartícipe secreto, publicada por primera vez en España, fue escrita en 1911 durante uno de los períodos más fecundos y agotadores de su vida. Enfermo como estaba de paludismo, y a la vez inmerso en la ejecución de varios libros, Conrad, no obstante, terminó este relato con excepcional rapidez, según escribió a su amigo Galsworthy. El capitán-narrador de este relato revive como propia, la desesperada experiencia de un intruso salido del mar que se ve obligado a recoger una noche en su barco; nadie más que él sabe que está a bordo; circunstancia que produce una sorda tensión en los protagonistas, que irá en aumento a medida que se desarrolla la historia. Como sugiere Jules Cashford –autora del ensayo que cierra este libro– El copartícipe secreto es un microcosmos sobre el que gravitan los principales temas conradianos: el valor y la rectitud moral frente a la adversidad, las pruebas a las que se ve sometida la conciencia humana en ciertas ocasiones, el indescifrable misterio que guía el destino de cada cual, y, como telón de fondo, la continua presencia del mar en el que tranquilamente navegamos «flotando sobre un abismo»…




ARS BREVIS

ATA L A N TA

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JOSEPH CONRAD EL COPARTÍCIPE SECRETO

JOSEPH CONRAD: HOMO DUPLEX JULES CASHFORD

TRADUCCIÓN FRANCISCO TORRES OLIVER

ATA L A N TA 2012


En cubierta: Garthshaid, 1892. Museo Peabody de Salem En contracubierta: Conrad en 1904 Foto de Beresford

Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Tercera edición Todos los derechos reservados. Título original: The Secret Sharer © De la traducción: Francisco Torres Oliver © EDICIONES ATALANTA, S. L.

Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-934625-1-2 Depósito Legal: GI. 1822-2012


ÍNDICE

El copartícipe secreto 11 Joseph Conrad: homo duplex 79



El copartĂ­cipe secreto



A mi derecha había hileras de estacas de pescar, semejantes a un misterioso sistema de vallas de bambú semisumergidas, que dividían incomprensiblemente el territorio de los peces tropicales y que, por su aspecto desvencijado, parecían abandonadas definitivamente por alguna tribu nómada de pescadores ahora desplazada al otro extremo del océano; pues no había signo alguno de vida humana hasta donde alcanzaba la vista. A la izquierda, un grupo de islotes pelados que sugerían ruinas de murallas, de torres y fortines, hundían sus cimientos en un mar azul que parecía sólido, tan quieto y estable se hallaba bajo mis pies; incluso la estela de luz del sol poniente brillaba tersa, sin ese animado centelleo que delata una ondulación imperceptible. Y al volver la cabeza para echar una última mirada al remolcador que acababa de dejarnos fondeados fuera de la 11


barra, vi la línea recta de la playa pegada borde con borde al mar inmóvil, en una unión perfecta y sin marcas que formaba un plano único mitad marrón, mitad azul, bajo la cúpula inmensa del cielo. De una insignificancia acorde con los islotes, dos pequeños grupos de árboles, uno a cada lado de la única interrupción de esa unión impecable, señalaban la desembocadura del río Meinam, que acabábamos de dejar como paso previo a nuestro viaje de regreso; y muy al interior, una masa más alta y ancha, la arboleda que rodeaba la gran pagoda de Paknam, era el único elemento en el que los ojos podían descansar de la vana empresa de explorar la monótona extensión del horizonte. Aquí y allá, dispersos destellos de plata señalaban los meandros del gran río; y en el más cercano, al otro lado de la barra, el remolcador, humeando tierra adentro, desapareció de mi vista, casco, chimenea y mástiles, como si la tierra impasible se lo hubiese tragado sin esfuerzo, sin un temblor. Mis ojos siguieron la nube tenue de su humo, ahora aquí, ahora allá, por encima de la llanura, siguiendo las sinuosidades del río, cada vez más desvaída y lejana, hasta que finalmente se perdió tras el cerro en forma de mitra de la gran pagoda. Y entonces me quedé solo con mi barco, anclado en el extremo del golfo de Siam. El barco flotaba en el punto de partida de un largo viaje, inmóvil en medio de una quietud inmensa, con las sombras de los mástiles enormemente alargadas hacia el este debido al sol del ocaso. En ese momento me encontraba solo en la cubierta; no se oía 12


ningún ruido. Y a nuestro alrededor no se movía nada, no vivía nada: no había ni una canoa en el agua, ni un pájaro en el aire, ni una nube en el cielo. En esta intensa pausa a las puertas de una larga travesía, parecía que estábamos calibrando nuestra capacidad para una ardua y larga empresa: la misión asignada a nuestras dos existencias se llevaría a cabo lejos de la mirada de los hombres, con el mar y el cielo como únicos espectadores y jueces. Debió de haber algún resplandor en el aire que estorbó la visión, porque un instante antes de que el sol nos dejase, mis ojos errantes vislumbraron, por detrás de la cresta más alta del principal islote del grupo, algo que rompió la solemnidad de esta completa quietud. La marea de oscuridad avanzaba rápidamente; y de pronto, como ocurre en los trópicos, sobre la tierra sombría surgió un enjambre de estrellas mientras me demoraba, con la mano levemente posada en la regala de mi barco, como en el hombro de un amigo de confianza; pero con toda aquella multitud de cuerpos celestes mirando a la vez, el consuelo de una muda comunión con él se esfumó definitivamente. Y a continuación surgieron otros ruidos molestos: voces, pasos a proa; el camarero, espíritu afanoso atendiendo a sus obligaciones, revoloteaba por la cubierta principal; una campanilla tintineó bajo la cubierta de popa… Encontré a mis dos oficiales esperándome junto a la mesa de la cena, en la cámara iluminada. Nos sentamos enseguida, y le dije al primer oficial mientras le servía: 13


–¿Saben que hay un barco fondeado entre las islas? He visto los topes asomando por encima de la loma cuando se ponía el sol. Alzó bruscamente su cara simple, terriblemente recargada por unas patillas espesas, y profirió sus habituales exclamaciones: –¡Válgame Dios, señor! ¡No me diga! El segundo oficial era un joven de mejillas redondas, callado y a mi parecer demasiado serio para su edad; pero al cruzarse nuestras miradas me pareció advertir un ligero temblor en sus labios. Bajé los ojos inmediatamente. Mi papel a bordo de mi barco no era alentar mofas. También hay que decir que sabía muy poco de mis oficiales. Debido a ciertos sucesos sin especial relevancia, salvo para mí, me habían dado el mando hacía tan sólo un par de semanas. Tampoco sabía mucho de los hombres de proa. Todos llevaban juntos dieciocho meses más o menos, y mi condición era la de ser el único extraño a bordo. Menciono esto porque tiene que ver con lo que sigue. Pero lo que más sentía era sobre todo ser un extraño para el barco; y si hay que decir toda la verdad, en cierto modo era también un extraño para mí mismo. Siendo el más joven a bordo (exceptuando al segundo oficial), y sin experiencia aún en un puesto de máxima responsabilidad, estaba dispuesto a dar por supuesta la competencia de los demás. Simplemente, tenían que saber desempeñar sus tareas; pero me preguntaba hasta qué punto yo estaría a la altura de esa noción ideal de la propia personalidad que cada cual se atribuye secretamente a sí mismo. 14


Entretanto, el primer oficial, con una casi visible colaboración de sus ojos redondos y sus tremendas patillas, intentaba elaborar una teoría sobre el barco fondeado. El principal rasgo de su carácter era tomar todas las cosas en seria consideración. Era de natural cuidadoso. Como solía decir, «le gustaba explicarse» prácticamente todo lo que se le ponía delante; hasta un miserable escorpión que había encontrado en su camarote la semana anterior. Le habían preocupado de forma desmesurada el cómo y el porqué de dicho escorpión: cómo había llegado a bordo y cómo se le había ocurrido escoger su camarote en vez de la despensa (que era un lugar oscuro, más acorde con las inclinaciones de un escorpión), y cómo demonios había ido a ahogarse en el tintero de su escritorio. El barco fondeado entre las islas tenía una explicación mucho más sencilla; y justo cuando estábamos a punto de levantarnos de la mesa hizo su declaración: era, no tenía ninguna duda, un barco recién llegado de casa. Probablemente tenía demasiado calado para cruzar la barra, salvo en lo más alto de las mareas primaverales. De manera que había entrado en ese puerto natural para esperar unos días en vez de quedarse en una rada abierta. –Así es –confirmó el segundo oficial de repente, con su voz ligeramente rasposa–. Tiene más de veinte pies de calado. Es el Sephora, de Liverpool, con un cargamento de carbón. Ciento veintitrés días desde Cardiff. Le miramos con sorpresa. 15


–Me lo ha dicho el patrón del remolque cuando ha subido aquí a recoger sus cartas, señor –explicó el joven–. Espera llevarlo río arriba pasado mañana. Tras abrumarnos con tal cantidad de información se escabulló del camarote. El primer oficial comentó con pesar que «no podía explicarse los caprichos de este joven» y que le gustaría saber qué le impedía contárnoslo todo desde un principio. Le detuve cuando se levantaba. Durante los dos últimos días la tripulación había trabajado sin descanso, y la víspera había dormido poco. Lamentablemente me daba cuenta de que –siendo como era un extraño– estaba haciendo algo insólito al ordenarle que dejase dormir a todo el mundo sin establecer una guardia de puerto. Me brindé a quedarme personalmente en cubierta hasta la una más o menos. A esa hora haría que me relevase el segundo oficial. –Él despertará al cocinero y al camarero a las cuatro –concluí–, y después le llamarán a usted. Por supuesto, al más leve indicio de viento despertaremos a toda la tripulación y zarparemos inmediatamente. Disimuló su asombro. –Muy bien, señor. Una vez fuera del camarote, asomó la cabeza por la puerta del segundo oficial para informarle de mi inaudito capricho de hacer una guardia de puerto de cinco horas. Oí que el otro exclamaba con incredulidad: –¿Cómo? ¿Él en persona? A continuación, se oyeron unas palabras en voz 16


baja; se cerró una puerta, luego otra. Un momento después subí a cubierta. El hecho de sentirme un extraño, cosa que me tenía desvelado, me había impulsado a adoptar una medida tan fuera de lo común; como si, en esas horas solitarias de la noche, esperase trabar relación con un barco del que no conocía nada, tripulado por hombres de los que apenas sabía algo más. Amarrado en el muelle, sembrado de montones de artículos heterogéneos como cualquier barco en puerto, invadido por gente de tierra que nada tenía que ver con nuestros viajes, casi no lo había visto aún adecuadamente. Ahora, aparejado para zarpar, su cubierta principal me parecía muy hermosa bajo las estrellas. Muy hermosa, muy espaciosa para su tamaño, y muy seductora. Bajé de popa y me puse a pasear por el combés, imaginando cómo sería el inminente viaje por el archipiélago malayo, y después por el océano Índico hacia el sur, hasta el Atlántico. Todas las etapas me eran bastante familiares, cada particularidad, cada alternativa a la que probablemente me iba a enfrentar en alta mar; ¡todo…!, salvo la nueva responsabilidad del mando. Pero me daba ánimos el pensamiento razonable de que el barco era como todos los barcos, y los hombres como todos los hombres, y que no era probable que el mar guardase ninguna sorpresa especial para hacerme fracasar. Llegado a esta consoladora conclusión, me dieron ganas de encender un cigarro y bajé a buscar uno. Abajo, reinaba la quietud. Los de popa dormían profundamente. Salí otra vez al alcázar, cómodamente 17


enfundado en mi pijama, en aquella noche de calor sofocante, descalzo, con el cigarro encendido entre los dientes; y al acercarme a proa, me encontré con el profundo silencio del castillo de proa. Sólo al cruzar ante la puerta oí la respiración larga, tranquila, confiada, de alguno de los que dormían dentro. Y de pronto me regocijé por la gran seguridad que me brindaba el mar comparada con las zozobras de tierra, así como por mi elección de esta vida libre de tentaciones, libre de problemas inquietantes y dotada de una elemental belleza moral gracias a la absoluta inmediatez de su atractivo y la singularidad de su propósito. La luz de posición, en el aparejo de proa, ardía con una llama clara, inmóvil, como simbólica, confiada y brillante en medio de las sombras misteriosas de la noche. Al pasar por la otra banda del buque, de vuelta a popa, observé que no habían recogido del costado, como era de rigor, la escala de cuerda, sin duda largada para que el patrón del remolque subiese a recoger las cartas. No me pareció bien, porque la exactitud en las pequeñas tareas es la esencia misma de la disciplina. Luego pensé que yo mismo había dispensado a los oficiales de su deber de manera taxativa, y que mi decisión había impedido que se estableciese formalmente la guardia de puerto y que todo se llevase a cabo del modo adecuado. Me pregunté si era prudente entrometerme en la arraigada rutina de las obligaciones siquiera por los motivos más amables. Quizá mi acción había hecho que pareciese un excéntrico. Sólo Dios sabía cómo iba a 18


«explicarse» mi proceder aquel oficial de patillas extravagantes, y qué pensaría el barco entero de la campechanía de su nuevo capitán. Me sentí disgustado conmigo mismo. No fue, por cierto, el arrepentimiento, sino el hábito, lo que me impulsó a entrar la escala. Ahora bien, una escala de esa clase es ligera y se recoge con facilidad; sin embargo, el vigoroso tirón que le di, que debía haberla hecho caer sobre la cubierta volando, repercutió en mi cuerpo con una sacudida totalmente inesperada. ¿Qué diablos…? La inmovilidad de la escala me dejó tan confundido que me quedé absolutamente quieto, tratando de explicármelo como habría hecho aquel imbécil oficial mío. Finalmente, como es natural, asomé la cabeza por encima de la regala. El costado del barco creaba una zona de sombra opaca en el centelleo cristalino y oscuro del mar. Pero enseguida distinguí un bulto alargado y pálido que flotaba junto a la escala. Antes de que se me pudiese ocurrir alguna explicación, un débil destello de luz fosforescente, que pareció surgir súbitamente del cuerpo desnudo de un hombre, tembló en el agua dormida y la hizo rielar, silenciosa, como un relámpago de verano en el cielo nocturno. Con un respingo, a mis ojos se revelaron dos pies, unas piernas largas, una espalda ancha, lívida, sumergida hasta el cuello en una incandescencia verdosa y cadavérica. A ras de agua, una mano agarraba el primer travesaño de la escala. El individuo estaba entero, salvo la cabeza. ¡Un cadáver decapitado! El cigarro se me cayó de la 19


boca con un minúsculo «plop» y un breve chisporroteo perfectamente audible en la absoluta quietud de todo bajo el cielo. Creo que fue entonces cuando alzó la cara, un óvalo difuso y pálido en la sombra del costado del barco. Pero incluso entonces sólo pude adivinar, allí abajo, el contorno de su cabeza de cabello negro. Sin embargo, fue suficiente para que se me pasara la horrible, la escalofriante impresión que me había oprimido el pecho. El momento de las exclamaciones vanas había pasado también. Me limité a subirme a la percha de respeto e inclinarme por encima de la regala para mirar más de cerca aquel misterio que flotaba junto al barco. Aferrado a la escala como estaba, igual que un nadador descansando, el centelleo del agua jugaba en sus brazos y sus piernas a cada movimiento, y le conferían una cualidad lívida, plateada, como de pez. También estaba mudo como un pez. Tampoco hacía ningún movimiento para salir del agua. Era incomprensible que no tratase de subir a bordo, y extrañamente inquietante la sospecha de que quizá no quería hacerlo. Esta turbadora incertidumbre fue la que inspiró mis primeras palabras. –¿Qué le pasa? –pregunté en mi tono habitual, dirigiéndome a la cara vuelta hacia arriba exactamente debajo de la mía. –Un calambre –contestó sin levantar la voz. Luego, con cierta ansiedad:– No hace falta que llames a nadie. –No iba a hacerlo –dije. –¿Estás solo en cubierta? 20


De origen polaco, Joseph Conrad (1857–1924) pasó los primeros veinte años de su juventud navegando por el mundo, y los treinta años restantes escribiendo en su casa. A los diecisiete años, se enroló como marinero en Marsella, y prestó servicio en diversos barcos. Navegó por el golfo de Siam, el océano Índico y el archipiélago malayo; más tarde, una vez nombrado capitán de la marina mercante inglesa, comandó un vapor fluvial en el Congo Belga, origen de uno de sus más célebres relatos. En 1893, renunció a su carrera marítima para dedicarse íntegramente al ejercicio de las letras. El cúmulo de sus vivencias marinas serán el origen de su peculiar universo novelesco, si bien nunca quiso rebajar su arte a una mera crónica de peripecias, sino que supo transformar su experiencia marina en una honda y compleja metáfora de la existencia humana. Su primera novela, La locura de Almayer, fue publicada en 1895; a este libro siguieron, entre otros: El negro del «Nar cissus» [1897], Cuentos de inquietud [1898], El corazón de las tinieblas [1899], Lord Jim [1900], Tifón [1902], Nostromo [1904], El agente secreto [1907], Bajo miradas occidentales [1911], Victoria [1915], La línea de sombra [1917]; sin olvidar su hermoso ensayo, El espejo del mar [1906] y sus notas autobiográficas, Crónica personal [1909]. EPÍLOGO: JULES CASHFORD. TRADUCCIÓN: FRANCISCO TORRES OLIVER. PREMIO NACIONAL DE TRADUCCIÓN 2001.


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