H E I N R I C H VO N K L E I S T E L T E R R E M OTO D E C H I L E
ATA L A N TA
Nadie ha escrito ni ha muerto por decisión propia, con más voluptuosidad y mayor rebeldía que Heinrich von Kleist. Toda la escenificación de su muerte es su última obra de arte: la consumación de todos los dramas literarios y teatrales que había escrito hasta entonces. Por eso, este libro comienza con un sugerente texto de Michel Tournier sobre su suicidio. Después, siguen tres de sus mejores relatos: «El terremoto de Chile», «La marquesa de O» y «La mendiga de Locarno». El primero versa sobre la fuerza destructora del Destino y su absurdo gobierno del mundo. El segundo narra las peripecias de una mujer que ha quedado encinta y no sabe cómo. El tercero es un cuento de fantasmas. En cada una de estas tres piezas brilla esa prosa que tanto gustaba a Kafka, caracterizada por un brillante dominio de los recursos dramáticos. El narrador de «Sobre el teatro de marionetas» describe cómo un joven pone el pie sobre un taburete en la misma posición que la escultura romana de «El niño de la espina». Al decírselo, el joven mira al espejo para observar el parecido e intenta repetir la pose, pero ya no lo consigue. La gracia, la inocencia, han desaparecido: una vez perdida la naturalidad ya no se vuelve a encontrar. Por eso, si se saben manejar las marionetas con verdadero arte se puede producir un espectáculo mejor que el de cualquier bailarín, porque la naturaleza inconsciente llega a manifestarse en cada uno de sus movimientos. La conciencia destruye la belleza… Cierra el volumen un excelente conjunto de textos breves desconocidos en nuestra lengua que Kleist titula «Anécdotas».
ARS BREVIS
ATA L A N TA
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HEINRICH VON KLEIST EL TERREMOTO DE CHILE
LA MUERTE DE UN POETA MICHEL TOURNIER
TRADUCCIÓN JOSÉ LUIS RIBAS MIGUEL SÁENZ JUAN JOSÉ DEL SOLAR
ATA L A N TA 2008
En cubierta y contracubierta: John Martin, La destrucción de Sodoma y Gomorra, 1852
Dirección y diseño: Jacobo Siruela.
Todos los derechos reservados. Título original: Das erdbeben in Chili © Del texto de Michel Tournier: Editions Mercure de France
y Fondo de Cultura Económica © De la traducción y cronología: Jose Luis Ribas, Miguel Sáenz,
y Juan José del Solar © EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-935763-6-3 Depósito Legal: B-25387-2008
ÍNDICE
Kleist o la muerte de un poeta 9 El terremoto de Chile 43 La marquesa de O… 65 La mendiga de Locarno 117 Sobre el teatro de marionetas 123 Anécdotas 135 Cronología 165
Kleist o la muerte de un poeta Michel Tournier
Sumario EL AFICIONADO a las peregrinaciones literarias que visita Berlín Occidental puede tomar el ferrocarril suburbano S-Bahn hasta la estación Wannsee, la penúltima de la línea. A su derecha remonta el Gran Wannsee, deja atrás el puente y llega a la orilla del Pequeño Wannsee. Si busca un poco al pie de los árboles, encontrará pronto la tumba de Kleist. Nada indica que Henriette Vogel esté sepultada a su lado. Claro que también está allí, pero el escándalo que estremeció a Europa entera a fines de 1811 quizá justifique el anonimato de su inhumación. Porque, ¡sin duda!, fueron un asesinato y un suicidio los que conmovieron, el 22 de noviembre de ese año, a los habitantes de la hostería Stimming, aletargados por el invierno prematuro. Toda esa extraordinaria historia está asentada en los sumarios de la policía, las declaraciones que constan en actas, las cartas embargadas, las gacetillas de los periódicos. Todo comentario parece superfluo. 11
De Heinrich von Kleist a su prima Marie von Kleist Berlín, 10 de noviembre de 1811 Tus cartas, querida Marie, me parten el corazón, y pienso que si eso aún estuviese en mi poder, abandonaría mi decisión de matarme. Pero te juro que se me ha vuelto del todo imposible seguir viviendo. Mi alma está tan herida, ¿me creerás?, que no puedo asomarme a la ventana sin que me lastime la luz del día. Algunos dirán que estoy agotado por un exceso de trabajo, enfermo, pero tú sabes apreciar las cosas desde un punto de vista diferente al suyo. Desde muy joven he vivido en amistad con la belleza y con la nobleza, por ello la menor aspereza, eso que apenas hiere al hijo del vecino, a mí me afecta de forma profunda y duradera. Así, te juro que preferiría soportar diez veces la muerte antes que revivir aquella comida familiar con mis dos hermanas. Siempre he sentido cariño por ellas en virtud de su natural amable y del afecto que me dispensaban. Aunque no suelo hablar de ello, uno de mis deseos más íntimos y fervientes ha sido en todo momento complacerlas y honrarlas con mis acciones y mis obras. Cierto, reconozco que en los últimos tiempos nuestras relaciones no eran fáciles, pero no voy a echarles en cara que se mantuvieran prudentemente aparte, ni que mostraran tan poco interés en compartir mis pesares. Sin embargo, no admito que se considere nulo y sin efecto el mérito, aunque modesto, que reclamo con pleno derecho para mi persona. Me parece intolerable que me consideren un miembro enteramente inútil de la sociedad, indigno del menor aprecio. Dicha actitud no sólo me priva de antemano de las alegrías que eventualmente pudiera disfrutar en 12
adelante, también contamina mi pasado a la vista de mis propios ojos. Pero no son sólo problemas de orden privado los que me impiden vivir. La alianza de nuestro rey con los franceses me repugna de una manera que no puedo expresar. Hasta los rostros de las personas con quienes me cruzo en la calle me parecen siniestros; a partir de ahora van a provocarme un rechazo físico que sería indecente nombrar. Sé muy bien que no he contado con mayor fuerza que ellos para oponerme al curso de las cosas, pero también que existe en mi corazón una voluntad que falta en quienes me hicieran esa objeción espiritual. Yo te pregunto: ¿qué queda por hacer cuando un rey acaba de celebrar una alianza semejante? No estamos muy lejos, me temo, del tiempo en que nos colgarán del extremo de una soga, condenados por lealtad, fidelidad, desinterés y coraje.
De Heinrich von Kleist a su prima Marie von Kleist Berlín, 19 de noviembre de 1811 Mi querida Marie: En medio del canto triunfal que entona mi alma al aproximarse el postrer instante, pienso en ti como nunca, sintiendo la necesidad de sincerarme lo más posible contigo, Marie, el único ser cuyos sentimientos y juicios me interesan, pues he expulsado de mi corazón todo lo demás, todo lo que existe sobre la faz de la tierra, en montón y al por menor. Es verdad, te he engañado, o más exactamente, me engañé a mí mismo. Es verdad también que mil veces te juré que si alguna vez lo hacía, lo pagaría con mi vida. Y he aquí precisa13
mente que pronto voy a morir; ésta es una carta de despedida. Cuando estabas en Berlín te abandoné por otra mujer, aunque, si esto te sirve de consuelo, sabe que esta nueva amiga no está dispuesta a vivir sino a morir conmigo, pues convéncete de que si ella viviera a mi lado, yo le sería tan poco fiel como lo he sido contigo. No puedo decirte más acerca de esa joven mujer, mis relaciones con ella me lo impiden. Entérate, nada más que al solo roce de su alma, la mía maduró de repente, y desde entonces está preparada para morir, pues su corazón me ha permitido apreciar la magnitud extrema de la nobleza humana; muero, porque nada en la tierra me queda ya por aprender o por alcanzar. ¡Adiós! Eres el único ser de la tierra que me gustaría reencontrar en el más allá. ¿Mi hermana Ulrike? Sí, no, sí, no. Eso depende de sus propios sentimientos. Ella, por lo visto, no ha comprendido todavía que el grado máximo de la felicidad terrenal, eso que debe ser el cielo, si existe, es el sacrificio total de uno mismo por la persona amada. ¡Adiós! Considera también que he encontrado a una amiga cuya alma se cierne en las alturas como un águila joven. Ella ha comprendido que mi tristeza es un mal superior, algo profundamente arraigado, incurable, y ha decidido morir conmigo, aun cuando reúne cualidades para hacerme dichoso en este mundo. Me ha concedido la inmensa alegría de entregarse a mí con la sencillez de una violeta que se deja tomar del prado. Por mí deja a un padre que la adora, a un marido lo bastante generoso como para eclipsarse ante mi persona, y a una hija, una niña hermosa como el sol de la mañana. Debes saber, pues, que mi única ocupación gozosa es dar ahora con una tumba muy profunda para ser enterrado con ella. ¡Adiós por última vez! 14
De Heinrich von Kleist a Sophie Müller Berlín, 20 de noviembre de 1811 Sabe Dios, mi querida, queridísima amiga, los extraños sentimientos, de melancolía y felicidad a un tiempo, que me empujan a escribirle en este instante en que nuestras almas se alzan gozosamente sobre el mundo como dos ligeras aeronaves. Pues debe saber que no estamos dispuestos a enviar ninguna esquela de defunción a nuestros amigos. Hemos pensado en usted por mil dichosos motivos, hemos imaginado su gentileza y los estallidos de risa con que usted nos habría obsequiado de habernos visto a ambos en el aposento verde o en el rojo. En efecto, ¡el mundo funciona de una manera asombrosa! Henriette y yo, a quienes se nos considera melancólicos, tristes y fríos, nos amamos el uno al otro con toda el alma, ¡y la mejor prueba de eso es que ahora nos disponemos a morir juntos! Adiós, nuestra querida amiga, sea usted feliz en este mundo, si puede serlo. En cuanto a nosotros, ya no queremos estas alegrías; sólo soñamos con inmensidades luminosas y celestes entre cuyos fulgores nos solazaremos con grandes alas en la espalda. ¡Adiós! Un beso de parte mía, que hago ahora el papel de amanuense, para Müller. Que se acuerde de mí de vez en cuando y siga siendo el terrible soldado de Dios en reñido combate con la diabólica locura del mundo.
De Heinriette Vogel a Adam y Sophie Müller Berlín, 20 de noviembre de 1811 Goethe ha escrito: «Mas cómo sucedieron las co15
sas, eso os lo contaré en otro momento, hoy me encuentro muy apurado». ¡Adiós, amados míos! En vuestras alegrías y vuestras penas, acordaos de estos dos raros seres que conocisteis y que pronto habrán de emprender una larga exploración de descubrimiento.
De Heinriette Vogel a Louis Vogel 20 de noviembre de 1811 ¡Mi adorado Louis! Ya no puedo seguir viviendo. Un puño de acero me oprime el corazón. Llámalo enfermedad, flaqueza o como quieras; yo misma no sabría qué nombre darle a mi mal. Todo lo que puedo decir es que veo en mi muerte la mayor de las dichas. ¡Y no puedo llevaros conmigo, a todos vosotros a quienes tanto amo! Pero si vosotros podéis reuniros conmigo en la gran unión eterna, entonces sí, nada me quedaría ya que desear. Kleist, que quiere ser mi fiel compañero de viaje en la muerte, tal como lo fuera en la vida, se encargará de matarme. Después de hacerlo, él a su vez se dará la muerte. No llores, no estés triste, mi generoso Vogel, pues voy a morir de una muerte con la que han sido privilegiados muy pocos seres humanos. Enajenada por el más profundo amor, voy a cambiar la felicidad terrenal por la dicha eterna. Perdona, amado Vogel, la mentira que te he dicho acerca de mi viaje a Potsdam, pero no me hacía a la idea de que fuera por boca de un amigo como te enteraras de mi muerte. Piensa en la generosidad de mi amigo, que lo ha sacrificado todo por mí –aun su propia vida– y que 16
hasta hace un supremo sacrificio: aceptar darme la muerte con sus propias manos… Cuida que nuestros cuerpos no sean separados luego de morir. Bien sé, mi amado Louis, que no has de contrariar mi última voluntad y que guardarás respeto al amor puro y sagrado que me une con él. ¿Me has comprendido? ¿Verdad que sí? No vas a permitir que nos separen. Pagarás también todos los gastos de su entierro. Ya han sido tomadas las disposiciones pasa que te sean reembolsados rápidamente.
De Heinrich von Kleist a Ulrike von Kleist En la hostería Stimming, 21 de noviembre de 1811 Colmado de favores y de dicha como me encuentro, no quiero morir sin antes haberme reconciliado con todos, sobre todo contigo, mi adorada hermana. Esas severas palabras que se me escaparon en mi carta a los Kleist, déjame retirarlas. Es verdad, tú has hecho para salvarme no sólo todo lo que estaba en manos de una hermana, sino todo lo humanamente posible. Pero el caso es que nada en este mundo podía salvarme. Así pues, ruego al cielo te conceda una muerte que se acerque siquiera a la mitad de la dicha y del sereno gozo que a mí me han sido concedidos. Ése es mi deseo más recóndito y ferviente. Tu Heinrich Escrito en la hostería Stimming, cerca de Potsdam, el día de mi muerte.
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De Heinriette Vogel a Madame Manitius 21 de noviembre de 1811 Mi querida Manitius: A través de estos pocos renglones, te confío lo más precioso de este mundo que te dejo con mi esposo. No te espantes, querida mía, al leer que voy a morir, ¡que voy a morir hoy mismo! No me queda ya mucho que vivir, pero sí lo bastante para suplicarte, en nombre de la amistad que nos une, que cuides de mi hija, de mi única hija. Vas a hacerlo, ¿verdad? ¿Te ocuparás de ella como si fueras su mamá? Si así lo haces, ¡qué tranquila voy a estar! Cuando nos veamos otra vez, en el más allá, te daré más explicaciones sobre mi muerte. Adiós, pues, mi querida Manitius. Vogel va a llevarte a la pequeña Pauline y te contará todo lo que pueda. El señor Von Kleist, que muere conmigo, te besa cariñosamente las manos y se encomienda, al igual que yo, al favor de tu esposo. ¡Adiós, adiós, para siempre adiós, adiós, adiós! Kleist: ¡Adiós, adiós, adiós!
De Heinrich von Kleist a su prima Marie von Kleist En la hostería Stimming, 21 de noviembre de 1811 Si supieras, querida Marie, con qué flores celestes y terrenas se engalanan recíprocamente el amor y la muerte en estos instantes postreros de mi vida, estoy seguro de que me verías morir sin indignarte. ¡Ah, te lo juro, estoy completamente dichoso! En la mañana y en la noche me arrodillo, como nunca antes pude hacerlo, y ruego a Dios. Ahora sí puedo darle gracias por esta 18
«Mi imaginación se encuentra tan activa frente al papel en blanco, las formas que produce son tan acabadas (...) que me resulta arduo y doloroso pensar de nuevo en la realidad.» Heinrich von Kleist Heinrich von Kleist (1777-1811) abandonó la carrera militar para dedicarse al estudio de la Filosofía y las Matemáticas. Su lectura de la «Crítica de la razón pura» de Kant fue una revelación para él. Al saber que nunca accedería a la verdad absoluta por medio de la razón teórica, abjuró de cualquier idealismo trascendente para centrarse en el sentimiento y las fuerzas libres del inconsciente como núcleo esencial de la vida humana. De su teatro, destacaremos «El cántaro roto» (1806), «Pentesilea» (1807), «Catalina de Heilbronn» (1808), «La batalla de Hermann» (1809) y «El príncipe de Homburg» (1810). A ese mismo periodo pertenecen sus obras en prosa, «Michael Kohlhaas» (1811) y sus vigorosos relatos, escritos en un estilo dramático y depurado que le ha valido la inmortalidad.
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