Viaje a la semilla - Alejo Carpentier

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A L E J O CA R P E N T I E R VIAJE A LA SEMILLA C O N C I E R TO B A R R O C O

ATA L A N TA


Este volumen se compone de un cuento y una «nouvelle». El cuento es uno de los más bellos y sorprendentes de toda la historia de la literatura. Según su autor, fue escrito de un tirón, en el curso de una noche en la cual descubrió también su particular estilo de narrar. Con cuarenta años había escrito un solo libro y buscaba un lenguaje capaz de expresar el mundo exuberante y alucinado del Caribe, cuya historia y paisaje son totalmente ajenos a cualquier proporción clásica. Para Carpentier, a diferencia del surrealismo europeo, que hallaba lo extraordinario y lo insólito de una manera artificial y provocada, en América lo fantástico se encuentra en la realidad misma, en lo que él denominó «lo real maravilloso». Y la manera de expresarlo fue el barroco: un lenguaje consciente de sí mismo, pleno de metáforas y riqueza léxica. Publicado en 1944 en una edición de 100 ejemplares, «Viaje a la semilla» nos lleva a la Cuba colonial del siglo XIX. Con un sutil manejo del tiempo, que el lector irá advirtiendo poco a poco, asistimos a la muerte de Don Marcial, Marqués de Capellanías, a los diferentes avatares de su vida y a su nacimiento. Paralelamente, conocemos los cambios que un insólito flujo temporal opera en su casa, en sus muebles y objetos. El argumento de «Concierto barroco» (1974) está basado en un hecho




ARS

BREVIS

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ALEJO CARPENTIER VIAJE A LA SEMILLA CONCIERTO BARROCO LOS PASOS RECOBRADOS DE ALEJO CARPENTIER JUAN MALPARTIDA

ATA L A N TA 2008


En primera de cubierta: Gaudemont, Pierrot, c. 1750 En cuarta de cubierta: Gaudemont, Adam et Eve, c. 1750 Dirección y diseño: Jacobo Siruela.

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Ă?NDICE

Viaje a la semilla 9 Concierto barroco 39 Los pasos recobrados de Alejo Carpentier 117



Los pasos recobrados de Alejo Carpentier



El escritor cubano Alejo Carpentier nació el 26 de diciembre de 1904 en Lausanne (Suiza), donde se conocieron sus padres, Georges Julián Carpentier, francés, y Catherine Blagoobrasoff, de origen ruso, conocida como Lina Valmont. Su padre era arquitecto y su madre estudió medicina o idiomas, según las distintas informaciones de Carpentier, que, como se sabe, dio siempre datos algo contradictorios sobre su vida, afirmando, por ejemplo, que había nacido en La Habana. Al igual que Carlos Fuentes nació en Panamá y Cortázar en Bélgica, Carpentier nació en Suiza, pero de ninguno de ellos puede decirse que no fueran escritores de lengua española y fuertemente identificados con México, Argentina y Cuba respectivamente. Al mismo tiempo, no serían los escritores que son sin las profundas influencias de la cultura francesa y anglosajona. Los nacionalismos y teluris119


mos son poco interesantes en literatura. Dicho esto, sigamos con los datos. Aunque se sabe poco de su infancia, parece probable que la familia se hallara en Cuba a poco de nacer Carpentier. Su padre, por razones diversas, quiso buscar otro mundo y pensó que en la joven república independiente cubana (que lo era desde 1902) necesitarían de técnicos como él. Nuestro autor pasó la infancia en el campo, aunque en una casa altamente ilustrada en la que se habla en francés, se estudia música (su padre tocaba el violonchelo y su madre el piano) y se lee. Carpentier recordó siempre la amplia biblioteca familiar en la que pasó muchas horas entre Salgari y Stevenson. Cuando tenía ocho años la familia hace un viaje, cuya duración se ignora, a Rusia y a Francia. Después de volver a Cuba (¿cuándo?) comenzó los estudios de arquitectura siguiendo la carrera paterna, pero al parecer no estaba dotado para el dibujo ni para las matemáticas y los dejó cuando había realizado un par de cursos. También hay otros datos a tener en cuenta: su padre, por esa fecha (1921), abandona a su madre y a su hijo y se marcha a Panamá y posteriormente a Colombia, donde se pierden sus huellas para siempre, dejando a la familia en una inestable situación económica. El joven Carpentier, cuya formación y curiosidad intelectual eran muy amplias, comienza a trabajar como corrector en una imprenta y luego como redactor de la revista Carteles. Aunque no formó parte del Partido Comunista ni fue un activista radical, tuvo una actitud crítica contra la dictadura de Gerardo Machado: participó en la oposición de 120


izquierdas como miembro del Grupo Minorista, y como consecuencia de sus movilizaciones políticas fue detenido en 1928 y sufrió cuarenta y dos días de cárcel, en los que al parecer escribió o pergeñó su primera novela, Écue-Yamba-Ó, de temática afrocubana, que fue publicada en Madrid en 1933. Tras su puesta en libertad, no tardó en salir de Cuba aprovechando la visita de una delegación francesa a un congreso de periodistas en La Habana, en la que se encontraba el poeta surrealista Robert Desnos, de quien fue gran amigo hasta la muerte de éste en un campo de concentración nazi en 1945. Sobre su exilio hay distintas versiones: huida de la represión de Machado, sin duda, pero tam bién una posible deportación a Europa por parte del gobierno, porque al fin y al cabo no era cubano sino suizo. Antes de esto, en 1926, Carpentier viajó a México, donde conoció a los muralistas mexicanos, sobre los que escribió, especialmente de Rivera, con gran admiración y amistad. Fue un viaje que lo marcó, y, como señala Gastón Baquero, en él se inicia su verdadero descubrimiento de América. En 1928 Carpentier se halla en París, con el surrealismo aún en plena actividad convulsiva. Grupo polémico, regido por una cohesión contradictoria, sufría por entonces los consabidos anatemas y polémicas: en este caso, las profundas diferencias de Breton con Desnos, que alejaron a éste del grupo en 1930. Carpentier, que, si bien participó con alguna publicación, no consta que formara parte del grupo surrealista (él mismo confiesa que vio una sola vez a 121


Breton), tomó partido por su amigo. No obstante, su interés por el surrealismo fue profundo y, como veremos luego, controvertido. El joven que se establece en París no es aún novelista sino periodista; esto lo alejaba de la posibilidad de formar parte del grupo de Breton. Se había formado como músico, disciplina en la que llegó a componer algo, hasta que, comprendiendo sus limitaciones, la abandona como crea ción. Además había realizado in ves ti gaciones sobre música popular, arte afrocubano, y, dato importante, se desempeñaba con igual soltura en español y francés; esto le posibilitó acceder a las publicaciones francesas y a trabajar en la radio: en los estudios Poste Parisien, Radio Luxemburgo, Phoniric (de los que fue director artístico), en compañía del mismo Desnos, Antonin Artaud, Marcel Herranz, Jean Louis Barrault, etc. También fue encargado de la revista Imán, de la que era consejero literario su amigo el poeta Léon-Paul Fargue. Vive un París germinador, espacio propicio de todas las inquietudes artísticas occidentales, entre las cuales el elemento rompedor de las vanguardias conlleva reivindicaciones inéditas e inauditas de aspectos antropológicos y culturales asiáticos y africanos, insertos en un ahora que se propone como el único que alcanzará el futuro. A nada de esto fue insensible el joven Carpentier, que coincide también con la dinamizadora presencia de escritores estadounidenses y latinoamericanos: Hemingway, Henry Miller, Dos Passos, Miguel Ángel Asturias, César Vallejo y otros. Desde París, Carpentier envió numerosas colaboraciones a las revistas 122


cubanas Carteles y Social (hasta que fueron clausuradas por Machado) en las que hablaba de literatura, cine, música y del arte europeo más nuevo. Antes de viajar en 1937 a Madrid formando parte de la delegación cubana en el II Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura, visita en varias ocasiones España (1933, 1934) y entra en contacto con algunos escritores de la generación del 27: García Lorca, José Bergamín, Rafael Alberti (a quien había conocido antes en París). El viaje a la España en guerra, junto con escritores y artistas latinoamericanos (Marinello, Neruda, Carlos Pellicer, José Mancisidor, Nicolás Guillén, Octavio Paz) le produjo una fuerte impresión emocional, cuyo testimonio se encuentra en la serie de crónicas «España bajo las bombas»; aquellos acontecimientos perduraron en su memoria, y de hecho constituyen el comienzo de su última novela: La consagración de la primavera. La dictadura de Machado acabó en 1933, pero Carpentier no volvió a Cuba hasta julio de 1939, cuando la Segunda Guerra Mundial era inminente. Llega con su segunda mujer, Eva Fréjaville, de la que se separó enseguida. Pronto conoció a quien fue su tercera y definitiva esposa, Lilia Esteban. Carpentier se había casado en primeras nupcias con una señora suiza que falleció de tuberculosis. Sus adquiridos conocimientos técnicos vinculados con la radio y la publicidad le sirvieron para desempeñarse en este medio en Cuba. En 1943 realiza otro de sus viajes decisivos para su mundo imaginario: a Haití, en compañía de su esposa y del actor francés Louis Jou123


vet. Dicho viaje fue el origen de su novela El reino de este mundo, inspirada en los hechos ocurridos tanto en Haití como en Cuba entre 1771 y 1820: Henri Christopher y la creación de la inmensa fortaleza de la Ciudadela y el Palacio Sans Souci contra la posible invasión de Napoleón; la revuelta de Mackandal; la rebelión de Bouckman; la llegada de los colonos franceses a Santiago de Cuba: mundos irracionales y fantásticos mezclados con la racionalidad dieciochesca más estricta. Pero sobre todo, lo que refleja esta narración es una épica de la emancipación, además de incidir en la convivencia de dos mundos: el afro-indigenista y el europeo que se inaugura con la Ilustración. No deja de ser curioso que sólo un año después André Breton y Wilfredo Lam visitaran Haití, invitados por Pierre Mabille (que era el consejero de cultura de Francia). En 1945 Carpentier se marcha a Caracas, donde vivió hasta 1959, periodo marcado por los años del creciente desarrollo petrolero del país. De forma paralela a su amplia tarea literaria de esos años, trabaja en una importante empresa, Publicidad Ars. Fue en 1947 cuando realiza el tercer viaje decisivo en la conformación de su visión de las tensiones entre cultura y civilización y, en definitiva, de su visión de América: el ascenso en barco y a pie por la ruta del Orinoco, del que escribió una crónica y luego su hermosa novela Los pasos perdidos, apoyada, hasta cierto punto, en su propia experiencia. Durante su estancia en Venezuela, el país vive desde 1948 en una dictadura cuyo jefe de Estado fue, 124


entre 1952 y 1958, Marcos Pérez-Jiménez. Es en Caracas donde Carpentier escribe las obras que le consagrarán como novelista y, probablemente, el núcleo más valioso de su narrativa: El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces, que llevó a Cuba ya escrito pero que luego retocó ligeramente y publicó en 1962. Es interesante recordar que tanto El reino de este mundo como Los pasos perdidos fueron ediciones sufragadas por su autor. Durante su larga estancia venezolana escribió además una columna en El Nacional de Caracas, «Letra y solfa» (casi dos mil artículos), continuando su pasión por el periodismo, paralelo a su obra creativa a lo largo de toda su vida, y que representa sin duda una de las mayores aportaciones al periodismo cultural latinoamericano, como muestra el investigador Wilfredo Cancio.1 Carpentier siempre reivindicó el valor del periodismo, citando como ejemplares antecedentes los casos de Victor Hugo, Émile Zola o José Martí. Como musicólogo, en 1946 publica en México un libro notable en su investigación: La música en Cuba. Tras la caída del dictador Fulgencio Batista, Carpentier volvió a Cuba y se sumó con entusiasmo al nuevo régimen liderado por Fidel Castro, al que fue fiel hasta el final de sus días. Pero no perteneció al partido hasta 1974, cuando con motivo de los festejos por sus setenta años le regalaron hacerlo miem1. Wilfredo Cancio Isla: Arte del costumbrista. El periodismo de Alejo Carpentier (1922-1966), en prensa.

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bro del Partido Comunista. Desde su llegada ocupó diversos cargos vinculados con la cultura, y en 1963 fue nombrado director de la Editora Nacional, siendo destituido en 1966 y enviado a París como ministro consejero de la embajada de Cuba en la capital francesa. Nunca fue embajador, como se afirma en tantas notas biográficas, sino agregado cultural desde 1966 a 1980. En este largo y último periodo escribe, además de su incesante obra periodística, que abarca literatura, música, etnología, arquitectura e historia: La nouvelle Concierto barroco (México, 1974), El recurso del método (México, 1974), La consagración de la primavera (México, 1978) y El arpa y la sombra (Madrid, 1979). En Crónicas (La Habana, 1976) reunió numerosos artículos de su etapa caraqueña, al igual que en Letra y solfa (Caracas, 1975). El día en que murió, este metódico e incansable trabajador había terminado un artículo para el diario El País (Madrid) sobre Flaubert: en él confluyen el gran periodista y el gran fabulador, que podría haber afirmado que su identidad, finalmente, se sumía en su obra. En el mismo año de su muerte se publica en Cuba una amplia recopilación de sus artículos sobre música bajo el título Ese músico que llevo dentro. Carpentier fue un autor de una obra fuertemente épica, en el sentido de que escribió sobre lo general y destacable de un grupo, un pueblo o una época. Casi siempre se apoyó en la historia, enamorado de la crónica y de lo que hoy se suele denominar «archivo». Tuvo alma y memoria de historiador, y para 126


algunas de sus obras consultó archivos de catedrales, actas capitulares de iglesias y ayuntamientos, armarios de parroquias, bibliotecas privadas, gacetas, revistas coloniales, además de los libros habituales. No obstante, es autor de varias obras que no tienen una base histórica sino que responden a una experiencia personal o meramente imaginativa, entre ellas el «Viaje a la semilla» que aquí se edita, uno de los más bellos cuentos de nuestra lengua, y Los pasos perdidos, novela que, basándose en parte en su propia experiencia, se adentra no en la historia y en los archivos sino en la naturaleza, en lo originario: remontar el Orinoco fue retroceder desde el moderno tiempo de Nueva York a un tiempo sumergido. En su última obra, La consagración de la primavera, Carpentier inserta su biografía en la historia. Al igual que Écue-Yamba-Ó, aunque por razones estéticas e ideológicas de otro orden, además de en distinto grado, La consagración, obra de gran complejidad, supuso un notable fracaso. La novela comienza en 1937, en España, con el Batallón Abraham Lincoln de las Brigadas Internacionales, y termina con el triunfo de la revolución cubana, exactamente con los acontecimientos de la batalla de Playa Girón, habiendo pasado antes por su importante periodo del París vanguardista y otros momentos que enlazaron la figura de Carpentier, real o imaginariamente, con sucesos determinantes de la política y la cultura del siglo XX. Completando un poco este breve y esquemático retrato de Carpentier, hay que incidir en lo que afirmó uno de los mayores conocedores de su 127


obra, Roberto González Echevarría, al decir que nuestro autor se sentía mejor siendo extranjero en todos los lugares en que vivió.2 Fue extranjero durante su infancia, en una Cuba campesina, porque vivía en un hogar donde se hablaba francés y sus padres pertenecían a universos absolutamente europeos; un medio en el que se leía a los griegos y latinos, a los novelistas franceses e ingleses del XIX y se amaba eruditamente la música clásica. Además, se daba el caso de que Carpentier siempre pronunció acusadamente, por alguna causa fisiológica, como Julio Cortázar, la erre a la francesa. En su entorno cubano creían que era extranjero, e incluso cuando llegó a París algunos escritores latinoamericanos hablan de él como escritor francés, entre ellos Neruda en sus memorias, sin duda con algo de cinismo. Pero en Francia era un escritor cubano, por sus temas y porque él quería serlo. En Caracas era cubano, pero un cubano afrancesado. Llevó a Francia ciertos conocimientos de la literatura y, sobre todo, de la música del mundo del Caribe. E introdujo en sus novelas los hechos e ideas de la Ilustración y la Revolución francesa, así como del siglo XIX y primer tercio del XX. Esa singularidad, la de verse siempre como otro, no se tradujo en una literatura del yo, sus reflejos, fantasmagorías y revelaciones, pero sí en una exploración de la identi2. Roberto González Echevarría: Alejo Carpentier: El peregrino en su patria. Edición corregida y aumentada. Ed. Gredos, Madrid, 2004.

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dad americana, teniendo siempre como antagonista al imperio de los Estados Unidos y, de manera más compleja, a Europa, que en algunos momentos, iniciales, encarna más acertadamente Occidente. Wilfredo Cancio ha señalado el hecho significativo de que en la reunión de sus crónicas nunca aceptara rescatar los seis artículos que bajo el título «El ocaso de Europa» publicó en la revista Carteles en 1941, en los que arremete contra el Viejo Continente con «la ardiente impaciencia –afirma Cancio– de quien parece decidido a exorcizar, de una vez por todas, perturbaciones y angustias de identidad». Participando de una preocupación general en la época, desde Argentina a México, sobre la identidad de las naciones y el significado de América, así como cuál sea el sujeto (social, étnico) que encarna esa identidad, Carpentier piensa que el verdadero americano es el criollo y el mestizo, y defiende la riqueza de las mezcolanzas raciales y culturales. En cuanto a su propia biografía, sintió la necesidad de fabular ciertos momentos, dando versiones distintas o silenciando el perfil de sus actividades. Gastón Baquero no dudó en afirmar3 que se trata de un caso de mitomanía que, por otro lado, no tiene por qué afectar ni al valor ni al significado de su obra. Algunos críticos han leído El arpa y la sombra como una confesión sesgada: se trata de un texto en el que toma a Colón en sus últimos días como personaje. Si 3. Gastón Baquero: «Carpentier y dos cartas inéditas», en La fuente inagotable, Ed. Pre-Textos, Valencia, 1995.

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Colón el fabulador es un espejo psicológico, lo es necesariamente parcial. Colón se «salva» porque introdujo su inestabilidad en cuanto a la certeza dentro de un hecho que lo trasciende: el descubrimiento de América; al igual que Carpentier, al introducir su vida en los amplios frescos de sus fábulas trasciende, gracias a su fuerza literaria, la inestabilidad de las verdades de su vida. El detallado historiador y el pulcro recolector de vocablos que fue Carpentier suspende algunos aspectos de su vida, que conforman su identidad, en lo imaginario, y así, al presentarse como trascendente en la obra de arte, se postulan como la verdad. Carpentier no fue sólo uno, sino plural, complejo, ambiguo, contradictorio, y sólo viéndolo en su diversidad, no siempre reconciliable, tendremos una imagen cierta (aunque aproximada) del gran escritor cubano. La obra narrativa de Carpentier se inicia con Écue-Yamba-Ó, que se inserta dentro de la literatura indigenista y afrocubanista (también escribió algunos poemas con la misma temática) de la que más tarde se aparta. La idea de Nuestra América, en el sentido de José Martí, está presente muy pronto en él, como lo estaba en Marinello y otros intelectuales del movimiento «minorista». Lo que se plantea lentamente Carpentier, y que cuajará en el periodo venezolano, es que para expresar esa América que vislumbra debe hallarse un lenguaje que corresponda a esa realidad. Si Cortés en sus Cartas de relación confiesa a Carlos V que no halla palabras para designar 130


lo visto, Carpentier afirma que sí puede hablar, y lo hará a través de un lenguaje barroco porque la realidad americana es para él, desde un principio y siempre, barroca. Los pasos perdidos, escrita cuando su autor tiene casi cincuenta años, es la gran novela que expresa los dos conceptos que articulan su obra hasta el cambio que se produce en El siglo de las luces. La naturaleza americana está vinculada al mundo del Génesis, es decir: es una naturaleza primera, originaria y fundadora («La Gran Sabana: mundo del Génesis» es el título que dio al reportaje de un viaje realizado en 1947 del que se deriva la novela). Esta naturaleza edénica, paralela al magma primero de los mitos, se expresa en el Popol Vuh, obra que cuenta la mitología de los indios quichés y que es citada en Los pasos perdidos, y no casualmente, junto a la Odisea. Cuando Carpentier habla de América piensa sobre todo, creo, en el mundo de las Antillas, México y Perú. Tanto la realidad proliferante de la naturaleza selvática como la histórica y social reclaman, según Carpentier, un lenguaje barroco capaz de dar cuenta de un mundo ajeno a las proporciones clásicas, cuya falta de centro la hace susceptible de generar significados desde cualquier punto. Al mismo tiempo, los mitos y ritos más antiguos que el protagonista descubre en su viaje no son «formas» aisladas sino que participan de lo universal. El proceso cultural es el contrario que en la admirada novela del también musicólogo Mário de Andrade, Macunaíma (1928), en la que un indígena se interna en una ciudad moderna para rescatar el amuleto que 131


le había sido robado. El argumento de Los pasos perdidos es el diario de las tribulaciones de un protagonista-narrador, de origen latinoamericano, que vive inserto en la cultura anglosajona, en Nueva York (como Alejo en la cultura europea de París). Músico y musicólogo, pasa por una crisis vinculada con los presupuestos del arte creativo. La misión de recoger instrumentos musicales para un museo organográfico le permite abandonar la insatisfactoria vida social y de pareja que lleva y, al tiempo, acentúa su crisis intelectual, que encarna la crisis del artista occidental de los años treinta. Los ecos culturales y simbólicos son muy diversos, pero baste con recordar que el autor trabaja en una obra musical sobre el poema de Percy Bysshe Shelley Prometheus unbound (Prometeo liberado). El viaje a la selva venezolana supone la restauración de ciertos valores perdidos o silenciados. La novela es la crónica de ese viaje en el que el protagonista asciende por el Orinoco mientras que desciende en el tiempo histórico, tanto el humano como el de la naturaleza misma. En este sentido tiene analogías con el «Viaje a la semilla», sólo que la complejidad de la novela es mayor: no se trata, como en el cuento, del retroceso de una persona y de la historia de una casa (que finalmente alcanza su grado de naturaleza, anterior a la manipulación instrumental de sus minerales y maderas), sino de una regresión antropológica. Lejos del darwinismo y del positivismo, esa vuelta supone un descubrimiento de la vivacidad originaria de las creencias, de las formas (la música, los mitos), del erotismo y la sexualidad. 132


Lo que D. H. Lawrence expresó en algunas de sus novelas vinculado al erotismo, Carpentier cree encontrarlo en su estado más puro en ese viaje que él mismo hizo y que, para lo que ahora nos importa, expresó memorablemente en su novela. La tensión entre civilización y naturaleza, entre lo originario y lo histórico, entre la mujer natural (Rosario) y la moderna (Ruth) es el conflicto, en parte, del mismo Carpentier, pero es también el que se habían planteado en Europa las vanguardias pictóricas primero y las literarias después: la exploración de lo primitivo, de los pueblos que hacían arte desconociendo que lo hacían, el universo de lo remoto cercano, etc. Es, además, una reacción contra el mundo tecnificado, cuyos útiles no suponen una vida más intensa. «Para un pueblo –afirma el protagonista de Los pasos perdidos– es más interesante conservar la memoria de la Canción de Roldán que tener agua caliente a domicilio». Descubre además, en las músicas que oye en la selva y en sus mitos, formas que en su sencillez contienen ya toda la belleza y complejidad posible del arte. No es otra cosa lo que dice en el reportaje citado: «Es que América alimenta y conserva los mitos con los prestigios de su virginidad, con las proporciones de su paisaje, con su perenne revelación de formas. Pero el encuentro del protagonista con esta realidad sumergida y prístina no se sostiene y necesita regresar a su mundo. Luego, empujado por la fuerza de lo vivido, siente la necesidad de volver a la selva, pero no encuentra el lugar ni la señal que había marcado en un árbol indicando el camino. 133


La crecida de las aguas ha sumergido ese mundo borrando las huellas. No se puede volver: la naturaleza, en Los pasos perdidos, fiel a su ciega fuerza afirmativa, borra la memoria de los hombres y nos inserta en lo cíclico, algo que el Carpentier de El siglo de las luces rectifica ligeramente: todo camino es una recurrencia. Aquí se hace necesario retroceder a sus años parisinos y al surrealismo. Sin esta convulsión poética y espiritual, probablemente Carpentier no habría descubierto «lo real maravilloso», que luego influye, desde el mismo Carpentier, en Gabriel García Márquez, y, por otro lado, se trata de una influencia que, tras haberse expresado con genio, aunque de manera distinta, en ambos autores, ha provocado un vago y mareante desvarío en la novelística y el cuento latinoamericanos. «Realismo mágico» es una expresión que usó el crítico de arte Franz Roh, en una obra publicada en español en la Revista de Occidente en 1927, para referirse a la pintura expresionista. André Breton habló de lo maravilloso como extraordinario e insólito, no como belleza. O más exactamente: todo lo extraordinario, y sólo esto, es bello. Para Carpentier, los surrealistas, de manera general, hallaban lo maravilloso en lo fabricado: objetos, libros, pinturas. Se trató –afirmó desde los años cincuenta hasta el final de sus días, tras su fascinación por las revelaciones de dicho movimiento–, de un «misterio fabricado». A diferencia de estos productos insólitos obtenidos de manera provocada, en cierta medida artificial, en América lo fantástico es la realidad mis134


ma; sólo hay que hallar el lenguaje adecuado para mostrarlo. La noción que Carpentier tiene de la estética barroca está tomada fundamentalmente de Eugenio d’Ors: es decir, no se refiere a un periodo estético y formal histórico (que abarca también al pensamiento) que sucede al manierismo y reacciona contra el mundo renacentista y da paso, a su vez, al neoclasicismo. Es, por el contrario, como lo romántico, un estado de la sensibilidad humana. Además, el «barroquismo siempre está proyectado hacia adelante y suele presentarse precisamente en expansión en el momento culminante de una civilización o cuando va a nacer un orden nuevo en la sociedad» («Lo barroco y lo real maravilloso»). No nos interesa tanto saber aquí si esto es verdad como vislumbrar las ideas y el imaginario de Carpentier. Influido en su primera etapa por las ideas de la decadencia de Occidente de Spengler, Carpentier reivindica el mundo prístino y fabuloso de América, y el descubrimiento de lo real maravilloso desde la fe (que supone perdida en la Europa de la crisis vanguardista del periodo de preguerra). Estas ideas fueron lentamente cambiando, y ya en el periodo segundo, y definitivo en cierto modo, afirma la necesidad de tener presente la fuerza germinativa del arte y pensamiento europeos, aunque a veces piense –por ejemplo– en el modernismo como una lamentable influencia francesa y otras como el movimiento estético que América ofreció al mundo… Por un lado, el proyecto de Carpentier es realista: la novela tiene por fin rendir cuenta de una realidad dada con la mayor fidelidad posible. Ese realismo es 135


épico: los acontecimientos (en casi todas sus obras) son generales y competen a la historia de uno o varios pueblos, aunque no siempre se pueda decir que son ejemplares… Además, y frente a la misión moral y filosófica del realismo, la forma es barroca, lo que supone una lengua consciente de sí misma, creadora de metáforas proliferantes, enroscada en su casa de ecos y reflejos. Pero lo radical del barroco de nuestro autor quizás sea lo que expresa la conjunción realismo-barroco: un lenguaje de inusitada riqueza léxica y un sistema narrativo de frases espiradas y tentaculares. Frente a una realidad que, en cada uno de sus aspectos contiene otro, hay una palabra para cada cosa, y una superposición de frases que –en el tiempo necesariamente lineal de la escritura y de la lectura– se desplazan en una fundación constante de su centro. Además, Carpentier prescindió de los diálogos, salvo los mínimos que inserta dentro de la narración. Quizás lo hizo por una cuestión estratégica: creo que no se le daban bien los diálogos, pero además, ¿cómo iba a hacer hablar en barroco a sus personajes más diversos? El barroquismo de Carpentier (que no siempre lo es; piénsese, por ejemplo, en «El derecho de asilo») no es el de Lezama Lima, cuya escritura metafórica prescinde en tantas ocasiones del objeto para crecer sobre sí misma, una literatura de tipo órfica y que fue conceptuada por el mismo Lezama como «sobrenaturaleza»; tampoco es el barroco de Severo Sarduy, asistido por una ironía crítica, paródica en muchas ocasiones. Así pues, y sin salirnos de los escritores cubanos, nos encontra136


mos con tres maneras del barroco y tres realidades distintas que, sin duda, participan de una Realidad mayúscula e indeterminada. En otro sentido, no hay que olvidar que la reivindicación del barroco se había dado con las vanguardias, sin que esta lectura vivificante (de Eliot a Dámaso Alonso, pasando por algunos otros) significara la adopción de dicha estética. Carpentier, cuando hablaba del barroquismo, pero también de sus novelas dentro de una tradición que quiso reinventar el imaginario literario hispanoamericano, se refería a La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, en el que el protagonista, tras varias peripecias, se interna con una mujer en la selva amazónica; Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiralde, cuyo lenguaje es simple y regionalista; Doña Bárbara (1929) y Canaima (1935), de Rómulo Gallegos, y, sobre todo, Miguel Ángel Asturias con El Señor Presidente (1946). Como en Carpentier, en el primer Asturias se da una fuerte presencia del surrealismo, que se transforma en el famoso «realismo mágico». Carpentier quiso escribir la novela hispanoamericana. La geografía de sus obras (salvo en La consagración de la primavera, en la que España y Francia ocupan un espacio, así como en Concierto barroco y El arpa y la sombra, donde aparecen nuevamente espacios europeos) es Cuba (Écue-Yamba-Ó), Haití (El reino de este mundo), Venezuela (Los pasos perdidos) y diversos lugares del Caribe (El siglo de las luces). Aunque en realidad esto no es significativo, porque ocurre igualmente en Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y muchos otros. Lo que en 137


Carpentier se da de manera significativa es una programática y denodada voluntad de fundar, y, en el orden biográfico –sin duda menos explícito–, de fundarse. Cualquier lector de Carpentier sabe que los siglos XVIII y XIX fueron siglos que le obsesionaron. Las ideas y hechos de la Revolución francesa y sus consecuencias están presentes en uno de sus libros mayores, El siglo de las luces. Se centra en el periodo comprendido entre 1789, la Revolución, y 1809, la lucha española por la independencia frente al poder de Napoleón. Tres espacios: Francia, Caribe y España. Aunque toma a una familia burguesa, descendiente de indianos, y a un personaje histórico, Victor Hugues, que quiso llevar la Revolución francesa al Caribe, dichos personajes están insertos en un movimiento socioeconómico e ideológico que tiene por eje los idearios emancipativos de la época inspirados en el ejemplo de los Estados Unidos y el hervidero de rebeldía de la Francia revolucionaria. La obsesión de Carpentier con la Ilustración y sus secuelas tiene que ver con su apasionado interés por la independencia de los países latinoamericanos y su refundación. Lo que el francés Víctor Hugues, comerciante, masón, librepensador y hombre de acción –como el Avinareta de la serie de novelas históricas (siglo XIX) de Pío Baroja– lleva a cabo en El siglo de las luces es dotar a esa familia burguesa, formada por Esteban y Sofía, de una conciencia histórica. Esos personajes encarnan el movimiento de la historia. A diferencia de Los pasos perdidos, aquí el tiempo no es circular, como de manera extrema se da en Cien años de sole138


dad, sino lineal, aunque sea una linealidad espirada, como en la filosofía de Vico. El cuento «Viaje a la semilla» está situado en la Cuba del siglo XIX. Carpentier confesó en su «Autobiografía» que lo escribió en una noche, y que supuso la revelación de su manera de narrar y de su estilo. Fue publicado en 1944, en una edición de 100 ejemplares a costa del autor, en la misma imprenta donde se editaba la revista Orígenes. Es proverbial la idea de que ciertas personas ante la inminencia de su muerte han visto pasar su vida en unos segundos. El tema del regreso, de la restauración, partiendo del exilio o de lo disperso –y en este caso desde el momento de la muerte– es recurrente en Carpentier. El cuento se inicia con el desmantelamiento de una casa presidida por una estatua de Ceres. No puede ser banal su presencia: Hija de la Noche y hermana de las Moiras, está vinculada al destino último de los seres humanos. Con este nombre era conocida en Roma la diosa Deméter, relacionada con los ciclos de regeneración. De pronto alguien, denominado «el negro viejo», voltea «su cayado, sobre un cementerio de baldosas», eje simbólico tal vez del poder de lo imaginario, y todo comienza a transcurrir, sólo que al revés. El fallecido, Don Marcial, Marqués de Capellanías, yace en su lecho de muerte. En las siguientes páginas asistimos a la historia de su vida, aunque desprovista de la secuencialidad causa-efecto. Hay un momento, en que la Ceres que ha presidido la muerte y el desmantelamiento de la casa, es 139


sustituida por una Venus italiana. Incluso se le atribuye a Don Marcial, bajo los efectos del alcohol, experimentar la sensación de que el tiempo invierte sus dígitos. No sin humor, se menciona el día en que llega a la minoría de edad, con júbilo porque había alcanzado el tiempo de la irresponsabilidad. Luego, el mundo de las ideas se despuebla y no tarda en percibir que los muebles han crecido, y Marcial accede a los secretos de la vida a otro nivel, desde una mayor cercanía al suelo. El regreso llega, con una perfección narrativa admirable, al acto del nacimiento, donde Marcial, sin nombre, es un ser «totalmente sensible y táctil» cuyo acceso a la vida coincide con la muerte de su madre. El tiempo, veloz, sigue hacia atrás: las ropas se destejen y vuelven a su origen en el cuerpo lanar, «las mesas, las personas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba». Las metamorfosis se suceden velozmente, restituyendo las cosas elaboradas a su condición primera de meras materias primas y naturales. El cuento finaliza y volvemos al principio: la estatua de Ceres ha sido vendida a un anticuario. Sin duda el ciclo ha de continuar, parece decirnos Carpentier. Morir es nacer, es volver. Pero el nacimiento también es muerte, y por lo tanto el tiempo es circular. Apenas si es necesario señalar la evidente influencia de este cuento de Carpentier en la obra de García Márquez, especialmente en Cien años de soledad. El origen de Concierto barroco (1974) está explicado por el mismo Carpentier, algo que hizo en otras 140


ocasiones con obras suyas en prólogos o epílogos. Siempre se supo que Vivaldi había compuesto y estrenado (Venecia, 1733) una ópera sobre Moctezuma, pero estaba perdida y sólo se conocía el libreto de Girolamo Giusti. Carpentier publicó su obra en 1974, pero en el 2002 se descubrió una copia original parcial de los actos I y III y completa del II. La obra había ido a parar a la Biblioteca de Berlín y, tras la Segunda Guerra Mundial, a Kiev. Finalmente, el músico y musicólogo Alessandro Ciccolini hizo la reconstrucción de la partitura. El 11 de junio de 2005 volvió a representarse, tras siglos de silencio, de traslados y pérdidas, en el Concert Hall de Doelen, en Rotterdam, en versión de Federico Maria Sardelli. Volviendo a nuestro músico y novelista, Carpentier se sintió atraído por esa posible música, cuyo libreto se había basado en la Historia de la conquista de México (1684), de Antonio Solís, y compuso un intrincado divertimento. Siguiendo las peripecias de un indiano, en compañía de su criado, en viaje por Europa a la búsqueda de instrumentos, desembocando en Venecia, la obra reúne en miniatura todos los recursos barrocos de la obra de Carpentier. A diferencia del resto de sus libros, en esta nouvelle hallamos momentos humorísticos, divertimentos, bromas. Finalmente, todo gira ante la inminencia del estreno de la ópera, en una Venecia dinamizada y enmascarada por el carnaval. La historia misma se disfraza y se permite el anacronismo de hacer coincidir a Vivalvi, Scarlatti y Händel con Louis Armstrong o Igor Stravinski. No es la primera vez que 141


Carpentier introduce elementos del futuro en el pasado, como se hace evidente en algunas referencias culturales del siglo XX en El siglo de las luces y El arpa y la sombra. Pero aquí está justificado plenamente por la clave carnavalesca del relato. Se trata de un recurso propiciado por la crítica literaria y artística del primer tercio del siglo XX: el pasado se ve modificado por el presente. Fiel siempre a sus obsesiones, Carpentier le hace decir a Vivaldi en diálogo con el indiano: «En América, todo es fábula: cuentos de Eldorados y Potosíes, ciudades fantasmas, esponjas que hablan, carberos de vellocino rojo. Amazonas con una teta de menos, y Orejones que se nutren de jesuitas». Una vez más, el encuentro entre los dos continentes es el tema de nuestro autor. Si América, según Edmundo O’Gorman, comenzó siendo un aspecto del imaginario renacentista europeo, desde el día siguiente al Descubrimiento no ha dejado de luchar por hallar su propia realidad, que no es ni la idílica Anáhuac imaginada por Alfonso Reyes ni la regionalista de Don Segundo Sombra o el Martín Fierro. Paz pensó en El laberinto de la soledad (1950) que México se encontraba a sí mismo al desembocar en la historia universal, saliendo de la circularidad identitaria del origen. De manera sintética, y a riesgo de desvirtuar su complejidad, creo que Carpentier pensó en un primer momento que el elemento fuerte estaba en lo indígena y telúrico; posteriormente, en lo real maravilloso de la naturaleza y la historia misma de América; finalmente, sin abandonar esta segunda postura, leyó los movimientos de la indepen142


dencia de América Latina unidos a los paradigmas ideológicos de la Ilustración y la Revolución francesa, que acaba encarnando en la revolución cubana de 1959. Pero, aunque estas ideas centrales dicen algo, nada o apenas nada aclaran sobre la belleza de muchos momentos de su obra, belleza paradójica sin duda, porque va más allá de lo que Carpentier ideológicamente pensaba, afirmando o negando. La música verbal que Alejo Carpentier llevaba dentro lo condujo más allá de su limitado mundo ideológico y nos dejó un testimonio duradero –especialmente en su segunda época–: son unos pasos, finalmente, recobrados. Juan Malpartida

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histórico: la composición y estreno en Venecia, en 1773, de una ópera de Vivaldi sobre Montezuma. Atraído por el juego de recursos barrocos que sugiere esta representación escénica, Carpentier nos introduce en un brillante divertimento que relata las peripecias de un indiano que, en compañía de su criado, llega a Europa para buscar instrumentos musicales. Su tema es el encuentro entre dos continentes. Pero aquí la historia también se transfigura e introduce elementos del futuro: Scarlatti y Händel conviven con Stravinsky y Louis Armstrong. Cierra el volumen un texto explicativo de Juan Malpartida sobre la vida y obra de Alejo Carpentier que subsana algunos errores que figuraban hasta ahora en las solapas de sus libros y en algunas enciclopedias e historias de literatura hispanoamericana.

E P Í LO G O : J U A N M A L PA R T I DA


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