L E V TO L S TÓ I LO S C O S AC O S
ATA L A N TA
Hugo von Hofmannsthal observó una vez que no podía leer una página de Los cosacos, de Tolstói, sin recordar a Homero. En ambos casos, si dejamos aparte su común trasfondo épico, el tema es el del héroe que deja el mundo civilizado para enfrentarse a los peligros y la purificación moral de un viaje por tierras lejanas. En 1851, cuando Tolstói tiene veintidós años, emprende un viaje al Cáucaso para unirse como cadete a la línea defensiva rusa en la guerra contra los turcos. El tiempo que pasa allí lo marcará para toda la vida y servirá de inspiración para sus primeras novelas. Como sucede en la mayoría de sus obras tempranas, el protagonista, Olenin, es una proyección de la personalidad de su autor: un joven que ha dilapidado parte de su patrimonio y abraza la carrera militar para escapar de su vida disoluta en Moscú. Le impulsan vagos sueños de felicidad. Y ésta parece ir a su encuentro, tanto por la profunda impresión de plenitud que le produce el contacto con el Cáucaso, con los vastos y grandiosos espacios de su naturaleza y la vida sencilla de sus habitantes, que, alejados de todo artificio, personifican la fuerza eterna de la verdad natural, como por el amor que profesa a la bellísima cosaca Mariana. Mitad estudio etnográfico, mitad cuento moral, esta novela posee una importancia artística e ideológica excepcional en la obra de Tolstói. La clara belleza de los paisajes sobre los cuales resaltan las inolvidables figuras de los cosacos –el viejo Yéroshka, Lúkashka y la bella y serena Mariana–, la intensa penetración psicológica del hombre elemental y la forma directa de transmitir la épica de una vida que se afirma a sí misma hacen de esta breve novela de juventud una pequeña obra maestra. TRADUCCIÓN : FERNANDO OTERO
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LEV TOLSTÓI LOS COSACOS TRADUCCIÓN FERNANDO OTERO
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En cubierta: Óleo de Serhiy Vasylkivskiy, 1890 En contracubierta: Óleo de Ilja Jefimowitsch Repin, 1891 Dirección y diseño: Jacobo Siruela
Tercera edición
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Todos los derechos reservados Título original: Казаки
© De la traducción: Fernando Otero © EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 atalantaweb.com ISBN: 978-84-936510-4-6 Depósito Legal: B-44.323-2010
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I
El silencio reinaba en Moscú. Sólo muy de vez en cuando se oía el chirrido de unas ruedas en las calles invernales. No había ya ninguna luz en las ventanas, y las farolas estaban apagadas. Desde las iglesias llegaba el sonido de las campanas que, flotando sobre la ciudad dormida, anunciaba el alba. Las calles estaban desiertas. En ocasiones, un coche nocturno pasaba amasando con sus estrechos patines la mezcla de arena y nieve y se detenía al doblar la esquina, y el conductor se quedaba dormido esperando a un viajero. Alguna anciana cruzaba camino de la iglesia, donde unos cuantos cirios, dispuestos asimétricamente, ardían con una luz roja que se reflejaba en los marcos dorados de los iconos. La gente trabajadora empezaba a levantarse después de una larga noche de invierno y acudía a sus tareas. Pero para los señores la velada aún no había terminado. En una de las ventanas del restaurante Chevalier, tras los postigos cerrados, ardía una luz clandestina. Una carroza, un trineo y un coche aguardaban, muy 9
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juntos, a la entrada. A su lado había también una troika de posta. Un portero, arrebujado en una manta y encogido, parecía ocultarse en un rincón. «¿De qué estarán hablando, que no acaban nunca?», pensaba un lacayo soñoliento, sentado en la antesala. «¡Siempre me toca a mí!» Desde la habitación contigua, bien iluminada, le llegaban las voces de los tres jóvenes que estaban allí cenando. Se encontraban alrededor de una mesa con restos de comida y bebida. Uno de ellos, bajito, atildado, delgado y feo, miraba con ojos bondadosos y cansados al amigo al que estaban despidiendo. El segundo, un tipo alto, estaba tumbado en un sofá, junto a una mesa llena de botellas vacías, y se dedicaba a jugar con la cuerda de su reloj. El tercero, que llevaba una zamarra nueva, no paraba de dar vueltas por la habitación y hacía un alto de vez en cuando para partir una almendra con los dedos, fuertes y gruesos pero muy bien cuidados. Sonreía sin parar y su expresión era radiante. Hablaba con pasión, gesticulando, pero era evidente que no encontraba las palabras adecuadas y las que le venían a la cabeza no le parecían suficientes para expresar todo lo que bullía en su interior. Sin embargo, eso no le hacía perder la sonrisa. –¡Ahora puedo decirlo todo! –dijo el que partía–. No trato de justificarme, pero me gustaría que, al menos tú, me comprendieras igual que yo me comprendo a mí mismo, sin mirar este asunto de una forma trivial. Dices que me he portado mal con ella –continuó, dirigiéndose al amigo que le miraba con ojos bondadosos. –Sí, te has portado mal –le respondió el bajo y feo, y en su mirada había aún más bondad y más cansancio que antes. –Ya sé por qué lo dices –prosiguió el viajero–. En tu opinión, ser amado constituye una felicidad tan 10
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grande como la de amar, y obtener una vez esa dicha es suficiente para toda la vida. –¡Pues claro que es suficiente, amigo mío! ¡Más que suficiente! –aseveró el bajo y feo, parpadeando. –Pero ¿por qué no puede ser uno mismo el que ame? –dijo pensativo el viajero, mirando a su amigo con una especie de compasión–. ¿Por qué no será uno capaz de amar? Sin embargo, cuando ese amor no llega… No, ser amado es una desgracia; una desgracia, pues te sientes culpable por no corresponder, por no poder corresponder. ¡Ay, Dios mío! –Hizo un gesto con la mano–. Si todo esto se hiciera de un modo razonable, y no de mala manera; no a nuestro estilo, sino como tendrían que hacerse estas cosas. Porque parece que yo hubiera robado ese sentimiento. Y tú también lo piensas; no lo niegues, seguro que lo piensas. Pero ten la seguridad de que, de todas las estupideces, de todas las bajezas que he cometido en mi vida, y han sido muchas, ésta es la única de la que no me arrepiento ni tengo por qué arrepentirme. Ni al principio ni al final de esta historia me he engañado a mí mismo ni la he engañado a ella. Me pareció que, por fin, me había enamorado, pero no tardé en ver que todo obedecía a un error inconsciente, que así no era posible amar, que no podía seguir adelante; sin embargo, ella insistió. ¿Acaso tengo yo la culpa de no haber sido capaz de amar? ¿Qué podía hacer? –Bueno, ¡eso es ya agua pasada! –dijo su amigo, encendiendo un cigarro para ahuyentar el sueño–. Una cosa está clara: tú no has amado aún y no sabes lo que es el amor. El de la zamarra quería volver a hablar, y se llevó las manos a la cabeza. Pero no era capaz de expresar lo que quería decir. –¡Así que no he amado! Sí, es verdad, no he amado. Pero ¡ardo en deseos de amar, y no creo que haya nada 11
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más fuerte que ese deseo! Por otra parte, ¿de verdad existirá esa clase de amor? Siempre hay algo que falla, que queda incompleto. Bah, ¿para qué hablar? Mi vida ha sido un continuo error. Pero ahora todo eso ha terminado, tienes razón. Y siento que empieza para mí una nueva vida. –En la que volverás a equivocarte –dijo el que estaba tumbado en el sofá, jugando con la cuerda del reloj; sin embargo, el que partía no le prestó atención. –Estoy triste y a la vez estoy contento de marcharme –continuó–. ¿Por qué estoy triste? No lo sé. Y el viajero empezó a hablar de sí mismo, sin reparar en que a nadie le interesaba ese tema tanto como a él. Las personas nunca son tan egoístas como en los momentos de exaltación. Creen, en esos instantes, que no hay nada en el mundo más sublime ni más interesante que ellas. –¡Dmitri Andreich, el cochero no está dispuesto a seguir esperando! –dijo un criado joven, recién entrado, vestido con un tabardo y envuelto en una bufanda–. Los caballos llevan ahí desde las doce, y ya son las cuatro. Dmitri Andreich miró a su criado Vaniusha. En la bufanda que le abrigaba, en sus botas de fieltro, en su cara adormilada, se escuchaba la voz de otra vida que le estaba llamando: una vida de sacrificios, de privaciones, de acción. –¡Es cierto! ¡Adiós a todos! –dijo tanteándose un corchete desabrochado. Desoyendo el consejo de que ablandara al cochero dándole más propina, se puso la gorra y se quedó de pie en medio del cuarto. Se besaron una vez, luego otra y, después de una pausa, una tercera vez. El joven de la zamarra se acercó a la mesa, apuró una copa, tomó de la mano al feo y bajito y se ruborizó. –Bueno, de todos modos lo diré… Tengo la obliga12
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ción de ser sincero contigo, porque te aprecio… Tú la quieres, ¿verdad? Es lo que siempre he pensado… ¿No es así? –Sí –respondió su amigo, sonriendo con más dulzura aún. –Y puede que… –Disculpen, me han mandado apagar las luces –dijo el lacayo soñoliento, que había escuchado el final de la conversación y se preguntaba por qué los señores siempre están hablando de lo mismo–. ¿A quién debo entregar la cuenta? ¿A usted, señor? –añadió volviéndose hacia el más alto, sabiendo de antemano a quién debía dirigirse. –Sí, a mí –respondió el alto–. ¿Cuánto es? –Veintiséis rublos. El joven vaciló unos segundos, pero no dijo nada y se guardó la cuenta en el bolsillo. Los otros dos siguieron con su conversación. –¡Adiós, eres un amigo sin igual! –dijo el bajo y feo de la mirada dulce. Los ojos de los dos amigos se llenaron de lágrimas. Se encaminaron todos hacia el zaguán. –Ah, por cierto –el que partía, ruborizándose, se dirigió al más alto–, ocúpate tú de la cuenta del Chevalier, y luego ya me escribes. –Muy bien, no te preocupes –dijo el alto poniéndose los guantes–. ¡Cómo te envidio! –añadió, de forma totalmente inesperada, cuando ya estaban en el zaguán. El viajero se montó en el trineo, se arrebujó con la zamarra y dijo: «¡Pues vente conmigo!», e incluso se movió en el trineo para hacer sitio al que acababa de asegurar que le envidiaba. Al hablar le tembló la voz. El alto le dijo: «Adiós, Mitia; que Dios te conceda…». Pero lo único que deseaba era que el otro partiera cuanto antes, así que no pudo completar su frase. 13
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Hubo unos instantes de silencio. Alguien volvió a decir: «¡Adiós!». Otra voz gritó: «¡En marcha!». Y arrancaron. –¡Nos vamos, Yelizar! –gritó uno de los amigos. Los cocheros reaccionaron, empezaron a chasquear la lengua y a tirar de las riendas. La carroza, helada, rechinó al moverse sobre la nieve. –¡Qué gran tipo es ese Olenin! –dijo uno de los amigos–. Pero ¿a qué vienen esas ganas de marcharse al Cáucaso? ¡Y encima de cadete! Yo no lo haría por nada del mundo. ¿Vas a comer mañana en el club? –Sí. Se separaron. El viajero tenía calor; la zamarra le abrigaba demasiado. Se acomodó en el fondo del trineo y se desabrochó, mientras los caballos de la troika, con el pelo erizado, se arrastraban por las calles oscuras, entre casas que nunca habían visto. Olenin tenía la impresión de que sólo quienes dejaban la ciudad recorrían aquellas calles. Todo era allí oscuro, callado y triste, pero en su alma bullían los recuerdos, las pasiones, los pesares y las lágrimas placenteras que intentaban asomar a sus ojos… II «¡Cuánto los quiero! ¡Son estupendos! ¡Claro que sí!», se decía a sí mismo, y le entraban ganas de llorar. Pero ¿a qué venían esas ganas de llorar? Y ¿quiénes eran esos amigos tan estupendos? ¿A quién quería él de esa manera? No estaba muy seguro. De vez en cuando se fijaba en una casa y le extrañaba que hubiera sido construida de una forma tan rara; en otros momentos lo que le extrañaba era que Vaniusha y el cochero, unas personas tan ajenas a él, estuvieran ahí a 14
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su lado, botando y tambaleándose como él cada vez que los caballos de refuerzo sacudían los tirantes helados, y entonces volvía a decirse: «¡Son estupendos, los quiero!», y en una ocasión llegó a exclamar: «¡Es admirable! ¡Qué maravilla!». Y él mismo se sorprendió de haber dicho eso, y se preguntó: «¿No estaré borracho?». La verdad era que le había tocado beberse un par de botellas, pero no era el vino el único culpable de esas reacciones de Olenin. Se acordaba de todas las declaraciones de amistad de la despedida, unas declaraciones que le habían parecido especialmente sinceras porque sus amigos las habían pronunciado con cierta vergüenza, como si se les hubieran escapado. Se acordaba de los apretones de manos, de las miradas, de los silencios, del tono de sus voces al decir: «¡Adiós, Mitia!», cuando él ya se había montado en el trineo. Se acordaba de su propia sinceridad deliberada. Y todo eso le resultaba conmovedor. Antes de su partida, no sólo los amigos y parientes, no sólo la gente que le era indiferente, sino incluso aquellos que no le querían bien parecían haberse puesto de acuerdo en tratarle con más afecto, en perdonarle, como ocurre en vísperas de una confesión o a la hora de la muerte. «Tal vez no regrese del Cáucaso», pensaba. Y sentía que, además de querer a sus amigos, también quería a alguien más. Y se compadecía de sí mismo. Pero no era el amor a sus amigos lo que le enternecía de esa manera y exaltaba su alma hasta tal punto que ya no era capaz de reprimir las palabras absurdas que se dicen sin darse uno cuenta, ni era tampoco el amor a las mujeres lo que le ponía en ese estado (pues él nunca había amado aún). El amor propio, el fogoso y esperanzado amor juvenil a todo lo bueno que había en su alma (y en esos momentos le parecía que todo lo que había en él era bueno) era lo que le hacía llorar y balbucear palabras inconexas. 15
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Olenin era un joven que no había llegado a completar sus estudios, que nunca había servido (su nombre tan sólo había figurado en alguna oficina pública), que había dilapidado la mitad de su fortuna y que a los veinticuatro años no había escogido aún carrera alguna ni había hecho nada en la vida. Era el clásico «joven ocioso» de la sociedad moscovita. A los dieciocho años Olenin era ya tan libre como sólo podían serlo los rusos acaudalados que, pasando de la cuarentena, habían perdido tempranamente a sus padres. No tenía ataduras, ni físicas ni morales; podía hacer lo que quisiera, sin que le faltara de nada y sin límites de ninguna clase. Para él no había familia, ni patria, ni fe, ni necesidades. No creía en nada, no admitía nada. Pero, a pesar de no creer en nada, no sólo no era ningún joven lúgubre, apático y pedantesco, sino que tenía un temperamento pasional. Había decidido que el amor no iba con él, pero cada vez que se encontraba en presencia de una joven hermosa se quedaba paralizado sin remedio. Era consciente desde hacía tiempo de que el honor y la posición social carecen de todo significado, si bien no podía evitar sentirse complacido cuando el príncipe Serguéi se acercaba a él durante un baile y le dirigía unas palabras amables. No obstante, sólo se entregaba a sus inclinaciones en la medida en que no le comprometían. En cuanto notaba que, de ceder a sus impulsos, podía verse abocado al esfuerzo y al combate, al mezquino combate con la vida, se apresuraba instintivamente a renunciar a ese sentimiento o acción y a restaurar su libertad. De ese modo se había iniciado Olenin en la vida social, en el servicio civil, en el gobierno de su hacienda, en la música –a la que en cierto momento pensó dedicarse– e incluso en el amor a las mujeres, algo en lo que no creía. A menudo se preguntaba en qué dirección – ¿hacia el arte, hacia la ciencia, hacia el amor a las muje16
«Nunca se subrayará demasiado que la afinidad entre el poeta de la Ilíada y el novelista ruso es de temperamento y visión, sin que ello implique en lo más mínimo que Tolstói imitara a Homero, sino más bien que cuando Tolstói, entre los cuarenta y cuarenta y cinco años, releyó los poemas homéricos en su texto griego, debió de sentirse maravillosamente en su propio elemento.» George Steiner. Tolstói y Dostoievski
«Tolstói inunda de todo un mar de sensualidad cuando describe la belleza de las cosacas y la virilidad y el temple de los cosacos, también se puede prestar a una interpretación romántica o realista, pero nuestra sensación se ajusta más a la primera: la naturaleza lo preside todo, impone el ritmo de vida a sus habitantes, determina su carácter y sus relaciones.» Almudena Guzmán. ABC de las letras
Memoria mundi
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