Cuentos de hadas - 2ª edición

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CUENTOS DE HADAS para todas las edades

ATALANTA

Pocos autores dejan tras de sí una estela de admiración en otros escritores. Lewis Carroll, John Ruskin, Mark Twain, J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis profesaron a George MacDonald su más alta consideración. Amigo de Dickens, Ten nyson, Wilkie Collins, Thackeray y Walt Withman, quizá su relación más pro longada y fructífera fue la que mantuvo con Lewis Carroll, quien, gracias a su consejo y a la entusiasta lectura de sus hijos, se decidió a publicar Alicia en el país de las maravillas.

Poeta vidente, como entiende la tradición escocesa y céltica, creía en un mundo más allá de lo percibido por los sentidos, en donde todos los seres de la naturaleza –animales, flores y árboles…–tienen alma. Sus lectores son todas aquellas personas que aún no han perdido la inocencia: «No escribo para los niños, sino para todos aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta o setenta y cinco años».

Este libro, que empieza con un espléndido ensayo sobre «La imaginación fantástica», recoge sus mejores cuentos de hadas.

«Una verdadera obra de arte ha de significar muchas cosas. Cuanto más verdadera sea, más significados contendrá.»
George MacDonald
ARS BREVIS ATALANTA 71
G E O R G E S M A C D O N A L D C U E N T O S D E H A D A S A T A L A N T A 2 0 2 2 P R Ó L O G O J A V I E R M A R T Í N L A L A N D A T R A D U C C I Ó N A N A B E C C I Ú

En cubierta: Frances Griffiths y Elsie Wright, Fr a n c e s y l as h a das , 1917 En contracubierta: retrato de George MacDonald, ca . 1870. Foto: William Jeffrey

Imágenes interior de Arthur Hughes para la edición original de George Macdonald

Dirección y diseño: Jacobo Siruela

S e g u n da e d i c i ó n

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Todos los derechos reservados

Título original: Fairy Tales

© D e l a t r a d u c c i ó n : A n a B e c c i ú © D e l p r ó l o g o : J a v i e r M a r t í n L a l a n d a

© E D I C I O N E S ATA L A N TA , S . L . Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España

Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34 a t a l a n t a w e b c o m

ISBN: 978-84-939635-4-5

Depósito Legal: GI-1568-2012

ÍNDICE Prólogo 9 La imaginación fantástica 23 La princesa liviana 31 El corazón del gigante 78 Cruce de propuestas 101 La llave de oro 124 La pequeña luz del día 154 El sueño de diamante 173 El sueño de Nanny 182 El día y la noche en el país de las hadas 195

Cuentos de hadas

LA IMAGINACIÓN FANTÁSTICA

Al carecer de una palabra equivalente a la alemana Märchen , en inglés debemos recurrir a la palabra fairytale [cuento de hadas], aunque sea para referirnos a un cuento que nada tenga que ver con las hadas. Si fuera imprescindible una justificación o excusa para ello muy bien podríamos aducir la antigua acepción de la palabra fairy , al menos tal como Spenser la empleaba.

Si me preguntaran qué es un cuento de hadas, contestaría: «Lean Ondina* :eso es un cuento de hadas. Luego lean ése y aquel otro también, y entonces comprenderán qué es». Si insistieran en pedirme una descripción o la definición del fairytale , mi respuesta sería que supondría el mismo esfuerzo que describir el abstracto rostro humano o enumerar todo aquello que debe constituir a un ser humano. Un cuento de hadas es sencillamente un cuento de hadas, así como un rostro es un rostro; y, de todos los cuentos de hadas que conozco, Ondina es el más hermoso.

Sin embargo, muchos de los que no intentarían definir qué es una persona sí osarían decir algo respecto a lo que una persona debe ser. No me atreveré yo aquí a tanto con respecto al cuento

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1. Ondina , (1811), relato de Friedrich Heinrich Karl, barón de La Motte Fouqué.

de hadas, puesto que la gran cantidad de cuentos de este tipo que he escrito en el pasado apenas podría servir como ejemplo o reflejar mi criterio, que hoy es más maduro. Tan sólo mencionaré algunos aspectos que podrían ser útiles para leer con la adecuada predisposición los cuentos de hadas que a mí me gusta escribir, o me apetecería leer.

Algunos pensadores se verían en serios aprietos si únicamente se les permitiera servirse de las formas que existen en la naturaleza, o si no pudieran inventar más que aquello que se ajusta a las leyes del mundo de los sentidos. Pero no por eso debemos suponer que estos pensadores desean huir de la región de la ley. Nada que no esté sujeto a la ley puede justificar la menor razón de su existencia ni, en el mejor de los casos, puede tener más que una mera apariencia de vida.

El mundo natural tiene sus propias leyes, y las personas no deben interferir en ellas cuando las presentan y aún menos cuando las utilizan. Pero estas mismas leyes pueden inspirar leyes de otro tipo y, si lo desea, el hombre es capaz de inventarse un pequeño mundo propio, con sus propias leyes, pues posee en su interior la capacidad de deleitarse evocando formas nuevas, algo que, quizá sea lo que más pueda aproximarle a la creación. Cuando estas formas son encarnaciones nuevas de antiguas verdades, las denominamos productos de la imaginación. Cuando son meras invenciones, no importa cuán hermosas, yo las llamo obras de la fantasía. En ambos casos, la ley ha intervenido activamente.

Una vez inventado su mundo, la siguiente ley suprema que entra en acción es aquella que estipula que debe haber armonía entre las leyes que han dado lugar a la existencia de ese nuevo mundo y, durante el proceso de creación, su inventor deberá atenerse a dichas leyes. En el momento en que se olvide de una de ellas, provocará que la historia, por sus propios postulados, se torne increíble. Para poder vivir un instante en un mundo imaginado, debemos velar por la obediencia a las leyes que rigen su existencia. De quebrantarlas, se nos expulsa de él. Sin la ley, nuestra imaginación, cuyo ejercicio es esencial para someter momentáneamente la imaginación de otra persona, deja de actuar. Supongamos que las amables criaturas de alguna inocente región

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del País de las Hadas hablaran cockney o gascón. Por encantador que fuera su comienzo, ¿no descendería el cuento instantáneamente al nivel del burlesque , la menos estimable de las formas literarias?

Las invenciones de un hombre pueden ser estúpidas o inteligentes, pero si no se atiene a sus leyes o si provoca que una ley entre en conflicto con otra, se contradice entonces a sí mismo como inventor y deja de ser un artista. O bien no toca correctamente sus instrumentos o bien no los ha afinado en las tonalidades correspondientes. La mente humana es el producto de la ley viviente: piensa con la ley, habita entre la ley, extrae de la ley lo necesario para su desarrollo; en suma: sólo gracias a la ley puede obtener resultados. Podrán ocurrírsele a una persona ideas incongruentes, disonantes, pero si trata de aplicarlas, a la larga su trabajo se volverá tedioso, dejará de interesarle y acabará por abandonarlo. La ley es la única tierra en la que puede florecer la belleza. La belleza es la única vestidura para la verdad. Y tú puedes, si así lo deseas, llamar imaginación al sastre que corta las prendas apropiadas para ella, y fantasía a su ayudante, encargado de coser las partes o, a lo sumo, de bordar los agujeros de los botones. Cuando el hacedor obedece las leyes, trabaja de la misma manera que su creador, y, cuando las desobedece, es un tonto que apila un montón de piedras y dice que ha construido una iglesia.

En el mundo moral sucede de manera distinta: en él, un hombre puede vestirse con nuevas formas, y emplear libremente su imaginación para ello, pero no debe inventar nada. No le está permitido, por ningún motivo, subvertir sus leyes. No debe entrometerse en las relaciones de las almas vivientes. Las leyes del espíritu humano deben conservarse y prevalecer tanto en este mundo como en cualquier otro que el hombre sea capaz de inventar. No sería ningún delito imaginarse un mundo en el cual todo se repeliese en lugar de atraerse, pero estaría mal escribir un cuento que representara a un hombre supuestamente bueno que siempre cometiera malas acciones, o a un hombre supuestamente malo que hiciera cosas buenas: la idea en sí misma no se rige por ninguna ley. Un hombre puede inventar en el terreno de las cosas físicas; sin embargo, en el terreno de las cosas morales,

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debe obedecer y trasladar sus leyes a su mundo inventado.

–Usted escribe como si un cuento de hadas fuera algo importante. ¿Es preciso que tenga un significado?

No se puede evitar que lo tenga. Si tiene proporciones y armonía, tendrá vitalidad, y la vitalidad es la verdad. Es posible que, en un cuento de hadas, la belleza resulte más clara que la verdad, pero sin la verdad no habría belleza y el cuento de hadas no proporcionaría goce alguno. Sin embargo, quien se sienta conmovido por la historia la interpretará según su propio carácter y formación: para una persona tendrá una lectura y para otra persona una lectura distinta.

–En tal caso, ¿cómo puedo yo tener la seguridad de que no estoy leyendo el significado que yo le doy, sino el que usted le da?

¿Y por qué debería tenerla? Lo mejor sería que lo leyese buscando el significado que tiene para usted. Ésa sería una operación intelectual más elevada que la simple lectura del significado que yo le di. Su interpretación podría ser superior a la mía.

–Supongamos que mi hijo me pregunta qué significa el cuento de hadas, ¿qué debo contestarle?

Si usted no sabe qué significa, ¿qué hay más sencillo que decírselo? En cambio, si usted encuentra un significado, debe comunicárselo. Una genuina obra de arte ha de significar muchas cosas. Cuanto más verdadero sea su arte, más significados tendrá. Por ejemplo, si uno de mis dibujos dista tanto de ser una obra de arte que, a modo aclaratorio, debe especificar por escrito esto es un caballo, ¿qué importancia tiene que ni usted ni su hijo sepan qué significa? Es menos importante transmitir un significado que despertar un significado. Si ni siquiera despierta su interés, déjelo estar; tal vez haya ahí algún significado, pero no para usted. Insisto, si usted no puede reconocer un caballo cuando lo ve, el nombre escrito al pie no le servirá de mucho. En cualquier caso, no es tarea del pintor enseñar zoología.

Pero es probable que sus hijos no le molesten con respecto al significado. Ellos descubren aquello que son capaces de descubrir; más, sería pedirles demasiado. Por mi parte, yo no escribo para los niños, sino para todos aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta o setenta y cinco años.

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Un cuento de hadas no es una alegoría. Puede que contenga una alegoría, pero no lo es en absoluto. Sólo un verdadero artista es capaz de crear, de cualquier forma y en el estricto sentido del término, una alegoría que no hastíe al espíritu. Una alegoría debe alcanzar la cima de la perfección o encenagarse en el charco de la melancolía.

Un cuento de hadas, como una mariposa o una abeja, vuela de aquí para allá y liba de cada una de las saludables flores que encuentra, sin dañar ninguna. El verdadero cuento de hadas es, a mi modo de ver, muy parecido a la sonata. Todos sabemos que una sonata tiene un significado y, cuando se posee la facultad de hablar con la vaguedad apropiada y de escoger metáforas lo bastante imprecisas, una mente puede acercarse a otra mente en la interpretación de una sonata, resultando este acercamiento en una más o menos satisfecha conciencia de simpatía. Pero si dos o tres personas se sentaran a escribir aquello que para cada una de ellas significa dicha sonata, ¿podrían entre todos aproximarse a una idea precisa? No mucho, y, en todo caso, siempre lo harían más de lo necesario. Descubriríamos que la sonata ha suscitado en cada una de esas personas sentimientos afines, si no idénticos, pero probablemente ni un solo pensamiento común. ¿Ha fracaso entonces la sonata? ¿Tenía una finalidad evocadora, o debía enseñar algo concreto, cualquier cosa que pudiera ser conceptualmente identificable?

–Pero las palabras no son música; ¡las palabras deben servir al menos para aportar un significado preciso!

Muy rara vez, de hecho, aportan el significado exacto que sus usuarios les otorgan. En cualquier caso, se las puede utilizar para transmitir determinados significados, lo cual no quiere decir que no deban aportar algo más. Las palabras son elementos vivos que pueden ser empleados de varias maneras y con fines diversos. Pueden expresar un hecho científico o arrojar una sombra del sueño de un niño en el corazón de su madre. Son elementos que hay que relacionar y unir como pedacitos de un mapa recortado o disponer como las notas de un pentagrama. ¿Acaso la música que hay en ellas no sirve para nada? Apenas contribuye a la concreción de un significado, pero ¿merece por ello ser ignorada? Las palabras tienen longitud, anchura y con-

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torno. ¿No tienen nada que ver con la profundidad? ¿Su único cometido es describir, nunca impresionar? ¿Han de usarse únicamente para algo concreto? Puede que las lágrimas de un niño no obedezcan del todo a un motivo concreto. Entonces ¿no dispone su madre de ningún antídoto para tan vaga desdicha? Algo carente de un contorno definido puede poseer colores muy vivos. Un cuento de hadas, una sonata, una tormenta avecinándose o una noche interminable nos atrapan y nos arrastran. ¿Nuestra reacción inmediata será oponerles resistencia y preguntar de dónde procede el poder que ejercen sobre nosotros, y adónde nos llevan? La ley que rige una sonata se encuentra en la mente del compositor; esa ley hace que un hombre se sienta de un modo y otro hombre de otro. Para uno, una sonata es un mundo de aromas y de belleza; para el otro, un mundo apacible y dulce. Para aquél, un rendez-vous en un día encapotado es una danza salvaje que le inspira terror; para éste, un desfile majestuoso de anfitriones celestiales, con la verdad en su centro indicándoles el camino, pero con la voz contenida. Las fuerzas más grandes residen en la región de lo inaprensible.

Más aún: lo mejor que cada uno puede hacer por el prójimo, una vez sacudida su conciencia, no es proporcionarle asuntos sobre los que pensar, sino despertar aquello que anida en su interior; es decir: conseguir que piense por sí mismo. Lo mejor que la naturaleza hace por nosotros es propiciar en nuestro interior aquellos estados de ánimo que suscitan pensamientos elevados. ¿Acaso el respeto a la naturaleza despierta en nosotros un solo pensamiento? ¿Acaso nos sugiere alguna vez algo en concreto? ¿Puede hacer que dos hombres que se encuentran en el mismo lugar y al mismo tiempo piensen lo mismo? Y puesto que no es concreta, ¿diremos que la naturaleza es un fracaso? ¿No importa que despierte en nosotros aquello que es más profundo que la comprensión: la capacidad fundamental de pensar? ¿Acaso no pone en funcionamiento la sensibilidad y, por ende, el pensamiento? ¿Sería mejor que hiciera todo esto de una única manera en lugar de hacerlo de múltiples maneras? La naturaleza genera estados de ánimo y reflexiones: así debe ocurrir con una sonata, y también con un cuento de hadas. –¡Pero, entonces, una persona puede imaginarse lo que le

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plazca, incluso aquello que usted nunca ha querido realmente decir!

No lo que le plazca, sino aquello que sea capaz de imaginar. Si no se trata de una persona honesta, extraerá el mal de la bondad; entonces no tiene por qué importarnos cómo aborda una obra de arte. En cambio, si es una persona honesta, imaginará cosas verdaderas; en tal caso, ¿qué importancia tiene lo que yo he querido o no he querido decir? Esas cosas están ahí, por más que yo pretenda no haberlas puesto. Una diferencia entre la obra de Dios y la del hombre es que, mientras la obra de Dios no puede significar más de lo que Él ha querido decir, la del hombre, en cambio, debe significar mucho más de lo que ha querido decir. Porque en todas las cosas hechas por Dios hay capas su perpuestas de significación ascendente; y expresa asimismo el pensamiento en formas cada vez más elevadas de dicho pensamiento. Las obras de Dios, sus pensamientos encarnados, son lo único que el hombre puede usar, modificándolos y adaptándolos a sus propios fines para expresar sus pensamientos. Y son tantos los pensamientos vinculados a éste o aquel otro pensamiento, tantas las relaciones implicadas en cada figura, tantos los hechos a los que alude cada símbolo, que no puede evitar que sus palabras y figuras se combinen en la mente de otra persona de una manera que él mismo no había podido prever. Un hombre puede muy bien descubrir por sí mismo la verdad en lo que escribió, porque ha estado manejando elementos procedentes de pensamientos más allá de los suyos propios.

–Pero seguramente usted explicaría su idea si alguien se lo pidiera.

Insisto, si no sé dibujar un caballo, no voy a escribir «esto es un caballo» al pie de algo que yo, estúpidamente, pretendo que represente un caballo. Dar una pista, por nimia que sea, para entender una obra de la imaginación sería algo totalmente absurdo. El cuento no está ahí para esconder, sino para mostrar. Si no muestra nada ante tu ventana, no le abras la puerta; déjalo afuera, en la noche fría. Pedirme que dé una explicación es como decir: «¡Rosas! ¡Hervidlas o no nos las comeremos!». Mis cuentos no son rosas y yo no voy a hervirlos.

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Mientras crea que mi perro puede ladrar, yo no me pondré a ladrar en su lugar.

Si el objetivo de un escritor es la convicción lógica, no debe escatimar esfuerzos lógicos; no con el objetivo de ser comprendido, sino para evitar ser malinterpretado. Si se propone conmover mediante alusiones y así despertar la imaginación, permitidle entonces que se abalance sobre el alma de su lector, como el viento se abalanza sobre un arpa eólica. Si hay música en mi lector, la despertaré encantado. Dejad que mis cuentos de hadas sean la luciérnaga que ora destella, ora se apaga, pero que siempre puede volver a brillar. Atrapada en una mano que no ama a las criaturas como ella, se convertirá en algo feo e insignificante, incapaz de brillar ni de volar.

Con respecto a la música, lo mejor es, supongo, no consagrar a ella toda la energía de nuestro intelecto, sino callar y dejar que actúe en esa parte de nosotros que existe por ella. Estropeamos infinidad de cosas preciosas por culpa de nuestra avidez intelectual. Aquel que sea un hombre y no un niño debe –no puede evitarlo–convertirse en un hombre pequeño, es decir, en un enano. No necesitará, sin embargo, consuelo alguno, porque de hecho, cuando piensa en sí mismo, está seguro de que es una criatura muy grande.

Si un acorde de mi «quebrada música» hace brillar los ojos de un niño, o hace que los de su madre se nublen un solo instante, mi trabajo no habrá sido en vano.

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[…]

A la caída del sol, mientras estaba sentada al pie de un árbol escuchando una discusión entre un topo y una ardilla, en la que el topo le decía a la ardilla que lo mejor que tenía era la cola y la ardilla llamaba al topo Puños-espada, en medio de la profunda oscuridad que reinaba a su alrededor, la niña se dio cuenta de que algo brillaba en su rostro. Miró a su alrededor y vio que la puerta de la cabaña estaba abierta y que la luz rojiza del fuego se derramaba como un río a través de la noche. Dejó que Topo y Ardilla resolvieran la cuestión como buenamente pudieran y corrió a toda prisa hacia la cabaña. Al entrar vio la olla en el fuego, hirviendo, y a la gran dama, dulce y encantadora, sentada al otro lado.

–Te he estado observando todo el día –le dijo–. Tendrás algo para comer más tarde, pero hemos de esperar a que nuestra cena regrese a casa.

Sentó a Tangle sobre sus rodillas y empezó a cantarle unas canciones tan bellas que la niña hubiera deseado que nunca se acabaran. Pero por fin llegó el pez reluciente nadando a toda velocidad y se acurrucó dentro de la olla. Lo seguía un joven a quien la ropa, muy ajustada, le quedaba chica. Su rostro irra-

LA LLAVE DE ORO
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diaba salud y en la mano sostenía una pequeña joya que destellaba a la luz de las llamas.

Las primeras palabras que la dama pronunció fueron:

–¿Qué tienes en la mano, Mossy?

Era el nombre que le habían puesto sus compañeros, porque solía sentarse a leer el día entero en su lugar favorito, que era una piedra cubierta de musgo, y ellos decían que también había empezado a crecer musgo sobre él.

Mossy abrió la mano. En el instante en que vio que se trataba de la llave de oro, la dama se levantó de la silla, besó a Mossy en la frente, lo hizo sentarse en su silla y se quedó parada delante de él, como una criada. Mossy no pudo soportarlo y se levantó inmediatamente. Pero la dama le rogó, con lágrimas en sus hermosos ojos, que tomara asiento y le permitiera servirlo.

–De ninguna manera, usted es una gran dama, bella y espléndida –dijo Mossy.

–Sí, lo soy. Pero trabajo todo el día…, y lo hago con placer. ¡Tú, en cambio, tendrás que dejarme muy pronto!

–Si me lo permite, señora, ¿cómo lo sabe? –preguntó Mossy.

–Porque tienes la llave de oro.

–Pero no sé para qué sirve. No puedo encontrar su cerradura. ¿Podría decirme usted qué debo hacer?

–Has de buscar tú solo la cerradura. Es tu trabajo. Yo no puedo ayudarte. Lo único que puedo decirte es que si la buscas, la encontrarás.

–¿Qué clase de caja abrirá? ¿Qué hay dentro de esa caja?

–No lo sé. Sueño con ella, pero no sé nada.

–¿Debo marcharme ahora mismo?

–Puedes quedarte aquí esta noche y cenar conmigo. Pero tienes que irte por la mañana muy temprano. Todo lo que puedo hacer por ti es darte ropa. Esta niña se llama Tangle, debes llevártela contigo.

–Lo haré con mucho gusto –dijo Mossy.

–¡No, no! –exclamó Tangle–. ¡No quiero dejarte, abuela, por favor!

–Debes irte con él, Tangle. A mí también me entristece perderte, pero es lo mejor para ti. Ya ves, los peces también se meten en la olla y luego salen para internarse en la oscuridad. Por

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cierto, si te encuentras con el Viejo del Mar, pregúntale, por favor, si tiene más peces para mí. Mi tanque se está quedando vacío.

Y diciendo esto, sacó el pescado de la olla y la tapó como había hecho antes. Se sentaron y lo comieron, y entonces la criatura alada salió del agua, voló en círculos por el techo y fue a posarse en el regazo de la dama. Ella le habló, la llevó hasta la puerta y la lanzó a la noche oscura. Oyeron el batir de sus alas perdiéndose a lo lejos.

Después la dama acompañó a Mossy a otra habitación, idéntica a la de Tangle. A la mañana siguiente, el muchacho encontró, bien ordenado a su lado, un juego completo de ropa. Estaba muy guapo con esas prendas. Pero quien se viste con ropa de la abuela no se fija en cómo le queda, sino que siempre piensa en la belleza de los demás.

Tangle no estaba dispuesta a marcharse.

–¿Por qué tengo que dejarte? A este chico no lo conozco de nada –le dijo a la dama.

–No me permiten tener a mis niños conmigo durante mucho tiempo. No tienes por qué irte con él, si no lo deseas. Pero un día habrás de irte, y yo preferiría que te marcharas con él, porque tiene la llave de oro. No hay motivo alguno para que una chica tenga miedo de irse con el joven que posee la llave de oro. Y tú, Mossy, la cuidarás bien, ¿verdad?

–Claro que sí –contestó Mossy.

Entonces Tangle le echó una mirada y pensó que sí le gustaría irse con él.

–Y –añadió la dama– si os perdéis el uno al otro, en el… el…, nunca me acuerdo del nombre de ese país…, no os asustéis y seguid avanzando.

Besó a Tangle en los labios y a Mossy en la frente, los acompañó hasta la puerta y con la mano señaló hacia el este. Mossy y Tangle se tomaron de la mano y se alejaron hacia la espesura del bosque. Mossy sostenía la llave de oro en la mano derecha.

Así anduvieron, sin rumbo fijo, un largo trecho, entretenidos a más no poder con la charla de los animales. Muy pronto aprendieron su idioma lo suficiente como para preguntarles cada vez que necesitaban algo. Las ardillas eran siempre muy amables y

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les ofrecían las nueces que guardaban en su despensa. Las abejas, sin embargo, eran egoístas y zafias; alegaban que Tangle y Mossy no eran súbditos de su reina y que la caridad bien entendida empieza por la gente de casa, aunque ellas, por supuesto, no hospedaban ni un solo zángano en su hospicio. Hasta los topos, habitualmente tan esquivos, iban de vez en cuando en busca de alguna trufa para dársela; entretanto hablaban como si sus bocas, así como sus ojos y sus oídos, estuvieran llenas de algodón, o de su propia piel aterciopelada. Cuando salieron del bosque Tangle y Mossy ya eran buenos amigos y se querían mucho, y la niña no lamentaba en absoluto que su abuela la hubiera enviado con él. Allí los árboles eran más pequeños y estaban más alejados unos de otros. El camino era ahora cuesta arriba, cada vez más empinado. Dejaron finalmente atrás los árboles y ascendieron por un angosto sendero bordeado de peñascos. De repente se toparon con un rudimentario portal, por el que entraron en una galería muy estrecha recortada en la roca. En su interior todo se fue haciendo cada vez más oscuro, hasta que se volvió completamente negro como boca de lobo, y tuvieron que avanzar a tientas. Por fin regresó la luz y, cuando salieron, se encontraron ante un camino angosto excavado en la ladera de un precipicio enorme, que bajaba serpenteando por la roca hasta una amplia llanura circular rodeada de montañas. Las que veían frente a ellos estaban muy lejos y eran de una altura colosal, rematadas por picos azules esmaltados de hielo. Reinaba un profundo silencio. Ni siquiera el sonido del agua llegaba a sus oídos. Desde donde estaban, no podían saber si el valle que veían a sus pies era una pradera o un inmenso lago de aguas mansas. Nunca habían visto un lugar semejante. El camino era abrupto y peligroso, pero aun así descendieron por el angosto sendero y llegaron sanos y salvos. Comprobaron entonces que el valle estaba compuesto de arenisca, muy suave y levemente coloreada, bien nivelada, aunque había algunas partes onduladas. No les extrañó que no hubieran podido distinguir cómo era, porque aquella superficie estaba atestada de sombras. Era un mar de sombras. Principalmente sombras de hojas, de las formas más bonitas que puedan imaginarse, ondeando aquí y allá, flotando temblorosas al soplo de una brisa que ellos no sentían ni oían.

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No había bosques en las laderas de las montañas, no se veía un solo árbol, y sin embargo, hasta donde llegaba la vista, el valle estaba cubierto de sombras de hojas, ramas y tallos de toda clase de árboles. Pronto divisaron sombras de flores mezcladas con las de las hojas y, de vez en cuando, la sombra de un pájaro con el pico abierto y la garganta hinchada como si estuviera cantando. A veces aparecían las extrañas formas de unas elegantes criaturas que correteaban de arriba abajo por la sombra de troncos y ramas para luego desaparecer entre el follaje que agitaba el viento. Vadearon aquel hermoso lago con el agua hasta las rodillas. Porque las sombras no sólo yacían sobre la superficie del fondo, sino que se amontonaban encima como si fueran sustanciales a la oscuridad, como si hubieran sido proyectadas en el aire sobre mil planos diferentes. Tangle y Mossy levantaban a menudo la cabeza y miraban hacia arriba a fin de descubrir de dónde provenían aquellas sombras, pero no veían encima de ellos más que una neblina brillante, más alta que las cimas de las montañas, las cuales se recortaban nítidamente en medio de aquella bruma. No se veían bosques, ni hojas, ni pájaros.

Al cabo de un rato llegaron a espacios más abiertos, donde las sombras eran más tenues; vieron incluso tramos donde éstas se cruzaban velozmente en su camino abriéndoles un claro por dónde pasar. A veces aparecía una forma maravillosa, mezcla de ave y ser humano, que pasaba flotando con sus alones desplegados. Vieron un delicioso grupo de sombras de niños haciendo cabriolas, seguidos por una encantadora forma femenina, y ésta a su vez por la gran zancada de una forma titánica; todos ellos desaparecieron en el torbellino circundante del follaje sombrío. Otras veces surgía un perfil de inefable belleza y majestuosidad, pero desaparecía al instante. En ocasiones las sombras se asemejaban a amantes tomados del brazo; en otras, a un padre con su hijo, o a dos hermanos discutiendo afectuosamente, o a varias hermanas entrelazadas en posturas elegantes y complicadas. A veces eran caballos salvajes, galopando en libertad o montados por la noble sombra de algún gobernante. Pero ninguno de los dos tenía palabras para describir las cosas que más les gustaban.

Tras haber recorrido la mitad de la llanura, los chicos se sen-

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taron a descansar en pleno cúmulo de sombras. Llevaban un rato sentados cuando levantaron la vista al mismo tiempo y cada uno vio que había lágrimas en los ojos del otro: ambos añoraban el país de donde caían las sombras.

–Tenemos que encontrar el país de donde vienen las sombras –dijo Mossy.

–Sí, querido Mossy –contestó Tangle–. ¿Y si tu llave dorada fuera la llave para entrar allí?

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«Nunca he ocultado el hecho de contemplar [a George MacDonald] como mi maestro… la cualidad que me encanta de sus obras imaginativas resultó ser la cualidad del universo real, la divina, mágica, terrorífica y extática realidad en la que vivimos todos.»

«Uno de los escritores más relevantes del siglo diecinueve.»

El escocés George MacDonald (18241905) está considerado junto a su amigo Lewis Carroll el escritor más importante de cuentos para niños de la época victoriana. Escribió decenas de novelas (como Phantastes o Lilith) y numerosos poemas, pero su obra mayor se encuentra en sus fairy tales Influido por Novalis, sus cuentos combinan un antiguo trasfondo místico salpicado de juegos modernos, paradojas y absurdos, cercanos a Carroll. Aunque sus temas son los tradicionales de la fantasía, sus historias desprenden un espíritu profundamente experimental y subversivo.

TRADUCCIÓN : ANABECCIÚ

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