EL PUNTERO de don honorato, el bolso de doña purita y otras historias para andar por clase (segunda parte)
Enrique Martínez-Salanova Sánchez
El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otras historias para andar por clase (segunda parte)
Enrique Martínez-Salanova Sánchez Ilustraciones de Pablo Martínez-Salanova Peralta
Ediciones Aularia Edición on line
2021
El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otras historias para andar por clase (segunda parte) Enrique Martínez-Salanova Sánchez Ilustraciones Pablo Martínez-Salanova Peralta
Aularia Ediciones 2021
Edición on-line Ediciones Aularia
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El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otras historias para andar por clase. (segunda parte) 2021
© Textos Enrique Martínez-Salanova Sánchez © Ilustraciones Pablo Martínez-Salanova Peralta
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Relatos para andar por clase. Segunda parte
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Prólogo
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os primeros apuntes de estos «relatos para andar por clase» nacieron en las páginas de periódicos y en la revista «Aularia» y, por el ánimo y la insistencia de algunos amigos se convirtieron en libro, «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita, y otros relatos para andar por clase», del que se hicieron tres ediciones. Decidí más tarde exponerlo en la red de redes, para el uso de quienes quisieran reflexionar con humor sobre su propia existencia. Este libro es la continuación de todo aquello, la recopilación de nuevos cuentos, algunos publicados en las redes y, sobre todo, en la sección «Relatos», de la Revista Aularia online. La escuela iba cambiando, los protagonistas tuvieron distintos intereses y dificultades y se abrió desde otras perspectivas el arco de posiblidades educativas, ya con la experiencia en las aulas de otros recursos y, sobre todo, de avanzadas tecnologías, algunas de ellas digitales, intangibles, líquidas, universales. Mucho he escrito en mi vida profesional, libros y artículos casi todos ellos técnicos, la mayor parte producto de investigaciones y de la experiencia en la tarea de enseñar y aprender al mismo tiempo. Aún así, siempre me he dado momentos y tiempos para escribir desde el humor y la crítica amable, respetuosa, la que busca la reflexión y el cambio, como siempre intentó la educación. Escribir desde el humor y la crítica es importante, se pueden decir cosas y expresar argumentos de mucha enjundia desde su lado a veces ridículo, una forma de hacer pensar, de provocar la risa de lo propio y lo ajeno, de ver las propias contradicciones y buscar en lo posible los cambios más adecuados. Y es agradable hacerlo, además, utilizando expreriencias propias o cercanas, algunas autobiográficas. Cuando hacemos humor reflexivo sobre nosotros mismos, hacemos futuro, nos adelantamos a los tiempos, creamos porvenir, pues pensamos críticamente en el presente de cara a la posterioridad, nos obligamos a eliminar del rostro cualquier rictus desagradable y nos convertimos en personas más amables y comprensivas. En este segundo volumen de «Relatos para andar por clase», nuestros protagonistas se presentan como lo que eran, con muy pocas diferencias, como si ape-
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nas hubiera pasado el tiempo, salvo que los alumnos comienzan a tener nombres de otras latitudes y lugares, y que se integran algunas diferentes actividades y recursos entre los que se puede reconocer a los ordenadores, los móviles y otras nuevas tecnologías. Sin embargo, aunque poco a poco las tecnologías se hacen imprescindibles, nuestros protagonistas se adaptan a ellas con muchas glorias y algunos problemas, con miedos y reticencias, recelos, éxitos y fracasos. Ya tuvieron en su momento, años atrás, que arriesgarse y lanzarse con valor al mundo de las pantallas, la comunicación y algunos nuevos recursos que no eran fáciles de conseguir ni de sencillo manejo. Ahora es doña Purita la primera que destaca, y empuja a su compañero don Honorato, al que pronto convierte en aliado y adicto en el uso didáctico y divertido de las redes y la informática. Y en el juego educativo entra también la inspección, las nuevas autoridades del colegio, la comunidad educativa, alguna mamá combativa y preocupada que siempre está ahí. Y cuando se abren a las redes, los alumnos de todo el mundo, que se integran perfectamente en aquella pandilla inicial, con la que conviven y mantienen sus deseos infantiles. No es otra escuela, es la misma escuela humana y divertida cuando se la recuerda al paso de los años, a la que se han sumado problemas y avances tecnológicos que han cambiado formas y planteamientos didácticos pero no la sustancia de la institución educativa. Quiero decir, que no somos ni mejores ni peores, que el puntero ha sido, y todavía es, un recurso didáctico generalizado, ya sea en su formato primigenio, vara de madera pulida o desbastada, de metal desplegable telescópico, o en sus nuevas formas digitales o láser y que, aunque vamos mejorando en su uso, queda todavía mucho por hacer, tela que cortar…. ¿Ha cambiado de la misma forma la comunicación en las aulas?. Estos relatos van dedicados a todos los que han pasado por la institución educativa, en todas o en cualquiera de sus miles de variantes, aunque su paso por las aulas haya sido de un solo minuto, para ir a recoger a un niño, o para asistir día tras día durante años a clases en las que el conocimiento, las formas, las estructuras, incluso los edificios, se iban asimilando a personalidades y formas de ser y conformaron la sustancia de la sociedad. Es un desafío para todos el hacer una educación más reflexiva, más humana, más festiva, más crítica, mas seria, más divertida, más responsable, más justa, más respetuosa, más alegre, más eficaz.
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Índice
Prólogo Los acantopterigios, la zarza ardiente y la conciencia digital de don Honorato Brad Pitt, Homero, y las ilusiones cinematográficas de doña Purita La salsa de kétchup, malos y buenos y la aventura cinematográfica de doña Purita
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O la excitante, arriesgada y reconfortante experiencia de hacer una película en un día irrepetible de excursión campestre
La «quistión» de la aceituna La representación en una escuela de una obra del Siglo de Oro, las redes sociales y la sociedad general de autores ponen en ascuas a medio mundo
Igual de burro se es cuando se es un «vurro» o cómo las redes sociales ayudan a ganar amigos a pesar de las faltas de ortografía y las incongruencias del lenguaje
Prohibido prohibir
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o de cómo se puede hacer de la necesidad virtud Filmar con los móviles, una actividad lúdica que conjuga grandes sobresaltos con la promesa de la visita a una granja escuela
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Jumentos, gorrinos, audiovisuales, sonidos selváticos, fotos y un día inolvidable
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Un videojuego real en la granja-escuela
Niños y niñas reales, museos virtuales
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De cómo doña Purita, saltándose algunas normas, lleva a sus alumnos a hacer una inmersión de arte en el Museo del Prado
Troyas no hay más que una De cómo don Honorato y doña Purita, en una arriesgada operación de convivencia, logran una filmación escolar que anduvo entre la lírica, la comedia y la épica, cuando se pudo llegar a la tragedia
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Animar el cine, animar la escuela
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De cómo los maestros más antiguos, motivados por un maestro joven y dinámico, se arriesgan a animar su trabajo educador mediante la filmación de cuatro cortometrajes en el que hacen moverse cartabones y otros objetos de variopinta procedencia y extracción
Luces y sombras de una aventura escolar
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Alumnos y maestros realizan un viaje de estudios no exento de incidencias a las profundidades de la tierra y de su prehistoria
La vida es como es o como te la cuentan o de cómo los maestros descubren que lo escrito, escrito está, aunque no sea muy creíble
Los Whasap los carga el diablo
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o de cómo los avances tecnológicos pueden complementarse con poesía, tiza y pizarra
Cuanto más deberes, menos derechos
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o de cómo en los claustros de profesores, además de procurar el bienestar de los alumnos, se cuecen habas a calderadas
Educación en las nubes
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o de cómo doña Purita y don Honorato se convirtieron en maestros en las redes
El cesto de Sócrates Gaseoso, o líquido, el aprendizaje en los mundos virtuales no es necesario que sea peligroso
De ocho a tres
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De tirios, troyanos y la autoridad competente
Canciones desde las ventanas o de cómo doña Purita, confinada, extiende la ilusión por el mundo
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Los acantopterigios, la zarza ardiente y la conciencia digital de don Honorato
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o primero que pensó don Honorato, maestro de los de antes con ganas de ser de los de ahora, al encontrar un lunes a primera hora una serie de cajas sin desembalar en el aula, que le ocuparon espacios y tiempos, fue que algo, misterioso e intangible, invadía sus competencias. Recordemos que don Honorato, puntual y quisquilloso con su orden y con el de los demás, era un tanto contrario, no a las innovaciones en general ¡que va!, sino a aquellas que se hacían sin avisar, como de tapadillo, que le encontraran en cueros, desprevenido. Lo que sucedió tras encontrar la clase atiborrada de cajas no es lo que más desazón le produjo; lo que le tuvo al borde de la apoplejía fue que nadie supiera darle ningún tipo de explicación de aquello. Anduvo por pasillos y dependencias, en inútil
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búsqueda del conserje, como siempre sin éxito; llegó a la secretaría y le dieron la callada por respuesta, «ahora viene el director, don Carlosmari, espere», le dijeron. Mientras trascurría el tiempo, Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá, Manolín, y los demás, saltaban sobre las cajas, con las que habían construido trincheras para jugar a la guerra; hacían cábalas sobre el contenido de los bultos y se plantearon, incluso, si tal vez hubieran llegado los reyes anticipadamente. Algún irresponsable, con rotulador, dibujó en el cartón impoluto, sobre la etiqueta de «frágil» el consabido letrero de ¡tenemos don Honorato para rato!, que tan de furia ponía al profe. Órdenes de dirección
Cuando llegó don Carlosmari y llamó a don Honorato, peor; pues éste ya había logrado cierto orden en las filas y disertaba ante sus atentos alumnos sobre los acantopterigios, esos peces teleósteos cuya mandíbula superior es móvil, y poseen, como de todos es sabido, branquias en peine. Don Carlosmari explicó a don Honorato que las cajas eran las de los esperados ordenadores, noticia dada con anterioridad en infinidad de ocasiones, tablón de anuncios incluido, publicada en todos los periódicos y proclamada por radio y televisión; ya que los políticos gritaron en sus mítines sobre el particular y la oposición había criticado la medida hasta la saciedad; culpó don Carlosmari al probo profesor de no enterarse de nada, de que era necesario estar al día, ojo avizor. Explicó el director al asombrado don Honorato, que las aulas caminaban indefectiblemente hacia la modernidad y que, o disponían de ordenadores o quedaban anclados en el pasado sin modo posible de dar clase. Y le exhortó a que se pusiera en forma ¡ya!, pues doña Josefina, la inspectora, pasaría en breve por el centro a supervisar el cumplimiento de las nuevas normas de innovación pedagógica. Los miedos a lo desconocido
Don Honorato gimió para sus adentros, pues algo le decía que aquello era superior a sus fuerzas. Tenía terror a aquellos monstruos de pantallas de colores, velocidad vertiginosa y se había jurado interiormente miles de veces, que nunca entraría en ese demoníaco mundo. No dijo nada para sus afueras, aunque maldijo a los ordenadores de marras, que se los colocaran en la clase sin avisar y que, además, le impusieron la
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obligación de utilizarlos, como si no fuera suficientemente duro enseñar a los alumnos lo de los acantopterigios con las branquias en peine «con peineta y abanico», le oyó comentar por lo bajo a Maripili. Doña Purita le sugirió con retintín, al ver a don Honorato tan alicaído, que pusiera sobre cada ordenador un florero con un mantelito hecho a ganchillo, que adornaría el aula y quedaría mono. Cada uno es como es
Nadie sabía que don Honorato era «erre que erre», tenía su orgullo, modelado en tiempos difíciles. Nadie lo ganó nunca a trabajar y, aunque no era joven, le sobraban impulsos y capacidades suficientes para hacer lo que se propusiera, ¡me van a enseñar «estos jóvenes» sobre cómo llevar una clase! «Estos jóvenes» eran la inspectora, doña Josefina, y el director, don Carlosmari, antiguo alumno de don Honorato, de ilusionada juventud, que veía a su antiguo mentor como un pleistocénico sin remedio. A la inspectora, doña Josefina, le gustaba que la llamaran Pepa, aunque se comportaba normalmente como doña Josefa, pues para comenzar el trato daba toda la confianza del mundo «¡trátame de tú, hombre, que soy mucho más joven!» pero que por un quítame allá esa pajas, te volatilizaba en un plis plas con un expediente de aquí te espero. Unos profesores, que la descubrieron en un cibercafé, chateando, en horas de visitar centros, comenzaron a llamarle la chata, apodo que se difundió con la rapidez del fuego por toda la provincia y que llegó con prontitud a oídos de la interfecta que, lejos de ver la propia paja en su ojo, se dedicó a ver vigas en los ojos de todos los demás, por lo que sus inspecciones solían ser un infierno. A escondidas, mejor
Pero volvamos a los ordenadores y a don Honorato. Don Honorato, clandestinamente, se compró un ordenador y un libro para aprender el manejo en el aislamiento de su domicilio, pues le daba vergüenza que lo vieran ¡esos jóvenes! en cursos de capacitación informática: Se leyó primero el folleto de instrucciones, como hacía cuando compraba, ya fuera una cafetera express, jarabe para la tos o un paraguas. Así supo que el ordenador se encendía de la misma forma que la luz o el microondas, con un simple interruptor, que no era tan complica-
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do y que, con cierto esfuerzo y dedicación, todo hay que decirlo, al escribir en el teclado, salían las letras en la pantalla, como en las máquinas de escribir. Y se animó a lidiar en soledad contra aquella nueva adversidad, ¡no le iba a ganar a él una máquina!, cuando era un experto en arreglar aparatos caseros y se las arreglaba bien con los relojes, la electricidad y, en ocasiones, los grifos. Ignoraba don Honorato que los intríngulis de un ordenador, los sistemas binarios, los circuitos integrados y otras variedades de la técnica, superaban en mucho lo que un habilidoso manitas podía hacer con un destornillador y una lupa. La lucha contra los elementos tecnológicos
Varias semanas después, noches sin pegar ojo en acerba lucha contra el artefacto, en las que la mayoría de las veces ganaba este último, infinidad de textos leídos, consultas hechas a compañeros, con los nervios de punta, se compró un libro más completo en el que aprendió, por ejemplo, casi llevaba el tomo por el final, a dibujar una línea vertical en la pantalla, una raya a la que, a pesar de leer y releer mil veces el texto y probar de todas las formas inimaginables, no pudo mover de sitio, ni aumentar ni disminuir su tamaño, ni colorear, ni nada de nada. Fue en plena batalla campal contra la tecnología, a punto de desertar del intento innovador, cuando le comunicaron desde la dirección, don Carlosmari, de muy buenas maneras, eso sí, que debía enseñar a sus alumnos a utilizar Internet, «una forma de acceder globalmente a la erudición y la cultura», le dijo. Tras instalar los ordenadores en el aula le colocaron una pizarra digital, le impusieron la norma de no utilizar nunca jamás el papel, le exigieron hacer sus proyectos, memorias, burocracia, etc. en un programa hecho ex profeso, y le conminaron a ejercer su docencia utilizando, no ya la última destreza tecnológica al uso, sino todas aquellas que estuvieran por venir del Japón en los siglos venideros. Por último, le comunicó el director que, sin remedio, la inspectora caería en las próximas semanas, sin avisar, a ver los adelantos que habían hecho los profesores; no le importaban tanto los alumnos, en materia de ordenadores. También le explicó que no era nada personal y que se olvidara de la pizarra, una soberana antigualla, y del papel. Día D, hora H
Y llegó el día en que los ordenadores debieron ser utilizados en el aula.
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La clase entera, expectante, ilusionada, sobre todo por ver a don Honorato en acción, gran novedad ver al profe pasar de la pizarra a la pantalla, ¡a ver qué hace!, Manolín, Mijail, Maripili, Rosarito, Abdulá, Ricardito, Gustavín, Mariloli, Fátima, Pepillo, Gutiérrez, Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y los demás, presentían una jornada plagada de aventuras en la que, entre otras cosas, demostrarían que ellos eran unos expertos pues no en balde, desde su nacimiento, se jugaron la vida en las pantallas, contra marcianos y monstruos de todo tipo, dirigieron con maestría ejércitos en el campo de batalla e hicieron aterrizar aviones en los aeropuertos más complicados del planeta. Don Honorato llegó con dignidad, al igual que Juana de Arco a la hoguera, indicó a sus alumnos que debían estar como en un santuario, les exhortó a la seriedad y al silencio, aunque interiormente temía que aquello se convirtiera en un jolgorio, precursor de alguna inevitable hecatombe. Lo peor, o lo mejor, es que no pasó nada. La clase entera encendió sus ordenadores sin hacer comentarios; ni siquiera Rosarito hizo acotación alguna y, en el silencio más riguroso, entraron en Internet y se dispuso cada uno a hacer su santa voluntad. No se oía una mosca, infructuosos los esfuerzos de don Honorato para que le hicieran caso, que atendieran sus explicaciones, la clase entera, sin un murmullo, entró en la red de redes, se comunicó con el espacio exterior, chatearon con amigos de todos los lugares del orbe, recibieron y enviaron mensajes, oyeron música, se divirtieron con extraños vídeos, jugaron con oponentes de las antípodas… Aquel día, a don Honorato, nadie le hizo el menor caso, ni pudo continuar su explicación sobre los acantopterigios; maravillado, pensó que tal vez las nuevas técnicas servían por lo menos para que los alumnos estuvieran callados. La conciencia
Sin embargo, aquella quietud comenzó a ser su principal problema. La conciencia avisó a don Honorato en la oscuridad de la noche, de que algo tenía que hacer, que él era el maestro, que su autoridad quedaba en entredicho, en competencia con la de la pantalla del ordenador. Tras hacer quince profundas inspiraciones y media hora de yoga al amanecer, deci-
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dió tomar las riendas de los acontecimientos. Aquella mañana, de Juana de Arco pasó a ser la reina de las amazonas: hoy se me escucha sin encender los ordenadores, les dijo. En la pizarra, en la de siempre, escribió con buena caligrafía el trabajo que debían hacer, para el que debían buscar información en Internet: Los acantopterigios, conceptos, clasificación y morfología, de lo que ya debían saber algo debido a las ilustradas explicaciones de días anteriores. Cuando tres días más tarde, llegó el trabajo realizado, veintiséis trabajos iguales, clónicos, la misma cantidad de páginas, numeradas de la uno a la diecisiete, con idénticas fotografías, tipo de letra, colores y formas, a don Honorato se le vino el mundo encima, y se acordó del santo patrono de los pedagogos. Superaba con creces el trabajo lo que se les había pedido sobre los acantopterigios, pues se adentraba en sus costumbres, hábitat, morfología, taxonomía, alimentación, formas de apareamiento y procreación, propiedades médicas y alimenticias; una exhaustiva enumeración de las asociaciones de todo el Planeta en defensa de la pesca indiscriminada de los citados peces y la legislación internacional al respecto, bibliografía comparada y notas y referencias de las principales autoridades mundiales en la materia. Maripili, en un alarde de originalidad creativa, había añadido en la primera línea un: para don Honorato, con afecto, por acercarnos al progreso en tiempos de oscurantismo reaccionario. Conversaciones nocturnas
Aquella noche, don Honorato tuvo una nueva conversación con su conciencia. Vamos a ver, decía don Honorato, en mis tiempos jóvenes, un profesor nos encargaba un trabajo, por ejemplo algo de sumo interés, como «El cultivo de arroz en el sudeste asiático y sus repercusiones económicas», íbamos a la biblioteca, a la enciclopedia ESPASA, y copiábamos a mano en más de 20 hojas con letra pequeña, todo lo que decía sobre el arroz en Birmania, en Indonesia, en el archipiélago Malayo, en las islas Filipinas, en Vietnam… Ahora, con dos teclazos, hacen todos lo mismo, no trabajan, todos igual, pero ¿dónde está el esfuerzo inherente al conocimiento? ¿Y la reflexión ineludible para aprender algo provechoso?
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Diálogo nocturno entre un don Honorato, insomne, y su propia conciencia
Conciencia (recriminando): Sí, pero copiabais igualmente ¿no? Don Honorato (excusándose). Sí, pero con mucho esfuerzo, sudando la gota gorda, horas de copiar y con buena caligrafía, país por país... Conciencia (reflexiva): Piensa, Honorato, ¿crees que tus profesores leían todo lo que escribíais, aunque fuera con buena letra? Calcula, erais cuarenta y seis en clase, a 20 hojas por trabajo, letra pequeña para ahorrar papel, con las dificultades que esto entraña. A mí me salen, aunque no tengo la calculadora a mano, 920 hojas, ¿tú qué crees? Don Honorato (en baja la confianza hacia sus antiguos profesores): Pues, no sé, no sé… Conciencia (con tono de ¡te he cazado!): ¡Ahí te quería ver, Honorato! Además, copiabas y copiabas, horas y horas dale que te pego, ¿para qué? ¿Te enterabas de algo? ¿Te preguntaban luego por tu trabajo? ¿Aprendiste algo del arroz en el sudeste asiático? Lo de copiar tanto, sin ton ni son, ¿te ha servido de algo en tu vida? ¿Eres capaz de hacer una paella siquiera? Don Honorato se hizo el dormido y dejó a la conciencia con sus amonestaciones en la boca. La rebelión
Al día siguiente, el profesor tuvo una genial inspiración. Por una parte estaba su conciencia que, como siempre, tenía razón, por otra, encontraba inadmisible que sus alumnos, sin apenas esfuerzo, sin reflexión alguna, hicieran trabajos en los que no hubieran puesto de su parte ni tanto así. Y les ordenó hacer a cada uno un trabajo diferente. Se levantó a las cinco de la madrugada, hizo una lista de tareas y asignó a cada uno una sección de lo que debía buscar en el ordenador. Ah, y debían hacer comentarios personales. El resultado no se hizo esperar. A los diez minutos tenía ante su mesa al comité defensor del alumno, Abdulá (que portaba pañuelo blanco) y Rosarito, con rostro de afilado alfanje, para parlamentar. Los parlamentos duraron días, fueron poco a poco acercando posi-
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ciones, cada vez más cercanas a las peticiones de Rosarito y Abdulá, pues mientras don Honorato intentó en vano retomar su autoridad de antaño, los alumnos insistían en trabajar en equipo, como con otros profesores, repartido como buenos hermanos, los de matemáticas se harían en el ordenador de Kumico, los de doña Purita, en el de Manolín, los de don Prudencio en el de Mijail… La alianza y el sacrificio
La alianza, como la de Dios con Moisés y el pueblo elegido, llegó una mañana en forma de zarza ardiente, de inspectora encendida y pinchuda, que habló a don Honorato en términos tajantes, concisos, directos, amenazadores, que conminaron al probo maestro a sacar a su pueblo infantil de la esclavitud de las antiguas enseñanzas y buscar nuevos caminos, por los que se dejara caminar libremente a los alumnos… En resumen, que dejara de explicar tanta sandez de acantopterigios y que iniciara el camino del aprendizaje digital. Y dio a don Honorato las tablas de la ley, un fascículo ilustrado con veinte mandamientos (el doble que el bíblico tradicional), en donde se le explicaba con implacable lenguaje traducido del japonés, los rudimentos de la cultura informática. Inició ahí mismo el maestro una vida plena de rosas y espinas, entreveradas con desazón, alegría, momentos de depresión y de euforia total, ratos de embriaguez e iluminación, de oscuridad y fulgor, en los que olvidaba sus años y quedaba noches en blanco, henchido de satisfacciones inherentes a todo ser creativo… Pero eso lo dejaremos para otro momento, cuando contemos algo más de sus nuevas peripecias tecnológicas, de su salida del desierto y de las esperanzas y habilidades que los mismos alumnos le proporcionaron. De momento, don Honorato dejó de oír a su conciencia, pues era menos complicado cumplir la ley que escuchar su incansable run-run toda la noche.
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Brad Pitt, Homero, y las ilusiones cinematográficas de doña Purita
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amos a ir al cine!, dijo un día doña Purita en clase, de sopetón, como cuando decía ¡Rosarito, a callar! Doña Purita asistía a cursos de formación por necesidades relacionadas con la adquisición de méritos, puntos, trienios, fama internacional, relaciones públicas y entretenimiento personal. Eso, y que era lectora empedernida, a tenía al día y sabía que el cine era un instrumento imprescindible de cultura. El séptimo arte, si se utilizaba con sensatez, creaba unas posibilidades didácticas inmejorables, estaba recomendado por la superioridad y avalado su uso en clase por sesudas y eruditas investigaciones mundialmente famosas. Su propio colegio, lo incluía todos los años, sin falta, en el proyecto de centro, desde que años atrás, la misma doña Purita, que lo practicaba con éxito, lo
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incluyó entre sus actividades. Ese año, el proyecto lo firmó como siempre el director, don Carlosmari, y fue enviado para su aprobación a la inspección, que a su vez lo remitió a las más elevadas jerarquías educativas de la región. De todos era sabido que el citado proyecto era copiado año tras otro del realizado el año anterior, del que se cambiaban fechas, calendario escolar y algún otro elemento de escaso interés y que don Carlosmari no estaba enterado del asunto. Inspección daba el visto bueno sin mirar mucho y algún administrativo enviaba de vuelta el vistobueno a su lugar de procedencia, en el cual nadie lo miraba hasta el próximo año, en el que había que redactar uno nuevo. Renovación
Aquel año, doña Purita decidió, en un pronto irrefrenable, volver a su alocada juventud. Se tiñó el pelo, releyó a Simone de Beauvoir y, como antaño, dirigió sus ilusiones hacia la didáctica activa, la literatura romántica, jugar al tenis y pasear a la luz de la luna. El primer acto de regresión a la juventud fue sacar a sus alumnos de los muros del colegio, que rompieran esquemas, que disfrutaran del aire puro, que jugaran en el campo y que fueran al cine. Lo había comentado antes con don Honorato, imprescindible ayuda para que llegara a buen puerto tamaña aventura, pues veintiséis irresponsables, mas los veinticuatro de don Honorato, eran excesivos para que aquello resultara bien. Llevar alumnos al cine, es una peripecia que, quien la ha probado alguna vez, sabe que es para reflexionar con detenimiento. Sobre el particular hay opiniones para todos los gustos. Tal vez es mejor poner un video en clase, o en el salón de actos, con el curso solamente o con varias clases, o con todo el colegio, aunque el riesgo de indisciplina es directamente proporcional al número de alumnos reunidos, con las variables de riesgo añadidas de oscurecimiento de sala, irresponsabilidad de otros profesores ¡que te los dejan!, síndrome de anonimato en los comentarios, etc. Sin embargo, eruditos hay, influyentes en las altas esferas, que recomiendan ir al cine en la sala de cine, para acostumbrar a ir al cine, porque el cine como mejor se ve es en el cine, ya que como en el cine en ninguna parte, que si los cines son cultura, que si patatín, que si patatán, que el cine en clase desmerece, que no es igual porque no es lo mismo, además, el cine en celuloide es el no va más, adónde íbamos a parar con el digital, tan espurio, moderno y eso, digital, que devalúa la magia que desde sus inicios tenía el cine en una sala a oscu-
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ras, con alumnos inmersos en la refulgente pantalla. El director
El primer problema no surgió con la elección de la película. Debido a la cantidad innumerable de pasos, requisitos, burocracias y diligencias que es necesario sortear y superar, el procedimiento es necesario iniciarlo meses antes, cuando en las carteleras hay lo que hay, útil o no. Aún así, doña Purita hizo su intento planificador que, como es normal, debió cambiar infinitas veces. La normativa era clara: primero, pedir autorización al «dire». A doña Purita le pareció que esto era coser y cantar, ya que el «dire», don Carlosmari, era joven, había sido alumno suyo y tenía ideas modernas sobre las actividades escolares. Seguro que le parece «de perlas», se dijo la maestra. Pues no fue tan fácil, no. Don Carlosmari le puso toda suerte de dificultades, que «para qué», que se lo diera escrito en un proyecto, que por qué no les ponía alguna película en youtube en el ordenador, y se evitaba engorrosas y peligrosas salidas del colegio, y le dio un discursazo sobre los tiempos modernos, el aggiornamento, que el cine era de dos siglos atrás, y que ahora se utilizaban técnicas de nuevos tiempos, que el cine era tan cine en video como en una gran sala oscura. Doña Purita apeló al principio de autoridad de los sabios, argumentó con datos, citó fuentes de autores poderosos del momento, le recordó a don Carlosmari, sin chantajes, claro, «mira carlosmari, que cuento a todo el mundo sobre aquella vez que te measte en clase». Don Carlosmari cedió a regañadientes, siempre que diera los consabidos permisos la inspección. La inspectora
La inspección era más dura de roer. Doña Josefina no fue nunca alumna de doña Purita, estudió en colegio de pago, engreída y sabionda fruto de años de notas espectaculares, de estudios en el extranjero y de su habilidad para hacer incursiones en Internet, recordemos que era llamada «la chata» por lo del chateo y, al parecer, era insobornable, hacía gala de su condición de pelirroja para presumir de espíritu libre y tenaz, y no toleraba contradicciones a sus dictámenes. Cuando recibió la solicitud de don Carlosmari para que los alumnos de doña Purita, acompañados de los de don Honorato acudieran a una sesión cinematográfica, su primera intención fue la de abandonar el proyecto a su suerte, es decir, dejarlo sobra la mesa para que otros papeles, miles de papeles durante miles de años cayeran sobre la solicitud y la olvidaran el paso de los siglos.
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Pero no, doña Josefina, ejerció de inspectora y se fue para la escuela a ver qué pasaba: consideraba que doña Purita y don Honorato eran el «homo antecesor», extinguidos o a extinguir, a los que había que soportar mientras duraran, murmuraba, «y aún así, todavía hacen solicitudes para actividades antediluvianas». Y allí llegó, vistosa y ágil, y citó a doña Purita al despacho de don Carlosmari, «inmediatamente», dijo, «que no vengo a perder el tiempo». El director, al ver el panorama tuvo la intención de ponerse de parte de la inspectora pero una mirada de doña Purita «que cuento lo del pis…», le decidió por mirar al techo e intervenir lo estrictamente necesario. La inspectora decidió. Vale, pues sí, al cine, pero allá películas, bajo la responsabilidad de ustedes, que ya son mayores, (antiguallas, pensó), y me tienen informada de cómo va todo. Les concedo, pensó, a pesar de mis ansias renovadoras, lo que piden, ustedes mismos sufrirán las consecuencias. El permiso
Pasaron los días y por fin llegó el permiso escrito. Y doña Purita y don Honorato se pusieron manos a la obra. Lo primero era elegir película y día para volver a concretar la solicitud. De todas las proyectadas en salas comerciales en ese momento, algunas fueron descartadas inmediatamente, por no aptas para menores, no encontrar finalidades educativas o por manías personales. Don Honorato prefería una película de aventuras, ya que esos días no se proyectaba nada sobre científicos, astrónomos o investigadores, y la de aventuras por lo menos era de unos que salvaban la tierra de una catástrofe, para lo que la ciencia tenía mucho que ver. Doña Purita exigía que estuviera basada en una obra literaria, romántica a ser posible, o del siglo de oro, o de Grecia o Roma, para que los alumnos mamaran los rudimentos de la lengua, la cultura y la civilización occidental. Los padres, y las madres
Cuando ya casi se habían puesto de acuerdo se acordaron de los padres. La que se podía armar si no dieran cabida a los padres, madres más bien, que eran las únicas que iban a las reuniones, en una decisión tan importante. Y citaron una reunión de padres, en la que las madres (y un solo padre), opinaron. Una madre dijo que su religión no permitía el cine, otra que no tenía dinero, otra que debieran ir al cine todas las semanas, otra que el cine le parecía una pérdida de tiempo, que más aritmética y menos es-
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pectáculo, que él no había ido nunca al cine ni leído un libro y, sin embargo, había triunfado en la vida (el padre), algunas madres dijeron que bien, que fueran al cine, pero que cuidado con los niños… Pensaba doña Purita en lo que antes pasaba, cuando era una maestra joven, cualquier cosa que ocurriera, se le pedía al director y ¡hala!, todos de paseo, sin tanta cosa, ni permisos, ni padres que opinan, y niños y niñas iban a luchar a terronazos en el descampado, ahora ni descampado había, y si alguno venía con un ojo morado, agua fría y árnica, y a casa, los padres lo veían tan normal, gajes del oficio de ser niño. Acuerdos y negociaciones
Tras un acuerdo complicado entre las partes, en el que intervinieron varias madres, un padre, los maestros, el conserje y al que aportó alguna insidiosa aportación don Carlosmari, llegó por fin el día de ir al cine. Una película sobre la guerra de Troya, plena de aventuras, que contentaba a don Honorato aunque no fuera de aritmética ni de astronomía, por una parte, y con griegos clásicos y troyanos perdedores, también clásicos, como era el deseo de doña Purita. Llegar al cine ya fue una aventura digna de mención. La mayoría fue en bandada, imposible fue colocarlos en dos filas, «¡como a parvulitos!», que gritó Maripili, «¡ni hablar!», guiados por los maestros, que arreaban como vaqueros a una manada de búfalos en películas del farwest, Alguno, como Manolín fue con su madre, que no se fió del traslado de la tropa y prefirió ser ella la que, de la mano y a trompicones, lloros y jipíos de Manolín, que deseaba ir con el resto del ganado, lo llevara hasta la sala cinematográfica. Ya en el cine
Dentro de la sala, doña Purita amenazó, rogó a los dioses del Olimpo que ayudaran a los maestros como habían echado una mano a Agamenón y a Brad Pitt. No tuvo en cuenta la maestra que los dioses ayudaron también a los troyanos, a Helena y a Héctor, y que los interfectos de la manada, aqueos guiados por sus propios dioses de la infancia, corrieron a sus anchas por el cine, subieron y bajaron, saltaron sobre las butacas, se organizaron el asedio de Troya a su gusto. Cuando se apagaron las luces, iluminada la pantalla, todo se serenó, Maripili, Rosarito, Agustín, Eduard Wellington, Pepillo, Kumiko y Bogdánov, quedaron pegados a la magia de las imágenes. El resto, se sentó cada uno donde quiso a su modo y manera, todo hay que decirlo,
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pero quietos, mientras los griegos y troyanos se enzarzaron en batallas sangrientas, los espectadores aullaban cuando alguno de sus protagonistas vencía a otro. Pronto, la mayor parte de la clase tomó parte en la batalla, y se hicieron dos bandos, griegos y troyanos entablaron batalla en el patio de butacas, e imitaron a los de la pantalla, Los maestros se movieron entre las filas, ahora tocó a ellos recorrer a las huestes, y serenaron los ánimos tras amenazar con el inframundo de Hades, lograron por fin cierta serenidad en las butacas, mientras todos, absortos, veían morir con valentía a sus héroes, amar y odiar, usar triquiñuelas de batalla, vibrantes de emoción cuando los mentirosos griegos se colaron de rodón en Troya dentro de un caballo de madera. Doña Purita quedó contenta, pues a partir de ahí las clases de literatura griega se convertirían en algo ameno y participativo, ella podría recordar personajes mitológicos y batallas de la antigüedad, y así entrar en Homero, sus obras y sus gestas… Había que olvidar que los griegos y troyanos de la película eran poco creíbles, en vestimenta y aperos, que todos sucedía en dieciséis días, en vez de los casi 10 años de la guerra de Troya de Homero, que el caballo era un tanto surrealista, que los dioses, al contrario que en la obra original brillaban por su ausencia y que desde que muere Brad Pitt, que en esta película se llamaba Aquiles, todo deja de tener interés. Y todo acabó de mejor forma a como había comenzado. La vuelta al cole se hizo de forma ordenada y, doña Purita dio de nuevo gracias a los dioses del Olimpo y a su preferida, santa Rita de Cascia, patrona de los imposibles, por haberla ayudado. Sin embargo, alguna deidad enemiga estaba en su contra. No podía ser todo tan perfecto. Agridulce final
Al llegar al cole, Rosarito les esperaba de la mano de doña Josefina, la inspectora, en la puerta del colegio. Tal vez Rosarito se despistó cuando fue a comprar palomitas para llevarse a su hamster, o se quedó prendada ante algún escaparate, o…, el caso es que quedó despegada del grupo. Alguien que la vio cuando lloraba a moco tendido, avisó a las autoridades, y un amable policía la acompañó a la inspección. Doña Josefina, con aires triunfales, la tomó de la mano y la llevó victoriosa al colegio. ¿Queríais película? Pues aquí hay un título que se os atragantará: Missing.
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La salsa de kétchup, malos y buenos y la aventura cinematográfica de doña Purita O la excitante, arriesgada y reconfortante experiencia de hacer una película en un día irrepetible de excursión campestre
Y
un día salieron e hicieron una película. Aquel alborozado día para unos, fatídico para otros, según quién la historia cuente, quedó en el recuerdo de toda la clase y en el de sus familias, en la memoria de los sufridos maestros, en los anales de la escuela, y en el informe elevado por el director, Doncarlosmari, a las autoridades educativas provinciales que, empolvado se encuentra probablemente archivado en algún inhóspito almacén.
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Los hechos fueron muy comentados en los mentideros locales, en los mercados, casinos, peluquerías y tiendas de ultramarinos. Las generaciones venideras y quienes consulten las hemerotecas, pueden cotejar este relato con lo publicado en la prensa provincial en el dominical correspondiente a la semana en que sucedieron los, según para quién, funestos, divertidos, aciagos, vaticinados, lamentables o imborrables hechos. Algún erudito, sea experto en didáctica o en dirección cinematográfica puede pensar que don Honorato, doña Purita, la clase entera, es decir, Rosarito, Gustavín, Abdulá, Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá «el otro», Manolín, Maripili, Ricardito, Mariloli, Fátima, Akira, Pepillo y los demás hicieron lo que debían, cumplieron con los consejos más modernos de la pedagogía y, sobre todo, que fueron inmensamente felices en un soleado día lleno de actividades fuera de la escuela, en contacto con la naturaleza y en la práctica de habilidades que les permitieron adentrarse en el apasionante mundo del cine y sus entresijos. Sin embargo, como en todo, y más en asuntos escolares, las cosas comenzaron mucho antes. En una escuela, cualquier actividad que se precie, se inicia con un detallado proyecto que debe ser iniciativa de alguien, ya sea sugerido u obligado por la autoridad (Ministerio, Inspección, director) o por las circunstancias (navidad, carnaval, día de la madre y otros…), o producto de la creatividad de algún maestro o maestra irresponsable, que cree fervientemente en la didáctica pero que no sabe, cuando aborda una actividad de este tipo, dónde se mete ni los peligros que entraña cualquier contingencia realizada con niños, por los niños o para los niños (se entiende que igualmente con, por y para niñas, claro). Tras el proyecto antes mencionado, «un mínimo de seis folios en Word, interlineado normal, tipo de letra Times New Roman, 12», entregado por conducto reglamentario a dirección, es necesario esperar el tiempo consabido, no menos de un mes, en el que todo debe pasar la tramitación ordinaria, hasta llegar a inspección, firma y sella, etc., y volver a la escuela con el visto bueno, o no, según a la inspección le dé o no por ahí. Tras ello, superados permisos, consejos de dirección y del claustro completo, las exhortaciones amistosas de don Prudencio, un maestro a punto de jubilarse «estoy de de vuelta de todo», oídas las pesimistas recomenda-
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ciones de Paquita, la conserje, que sabe más que la mayoría de asuntos escolares, y la consabida reunión con los padres, las madres más bien, se inicia el procedimiento en la clase. La inspección En esta ocasión, extraño pero cierto, ninguna madre, ni siquiera la de Manolín, se prestó para la aventura. La inspectora, Doña Josefina, tenía otras cosas en qué pensar y no solamente les dio el permiso con celeridad, sin refunfuñar, sino que les deseó suerte y «que Dios les acompañe», les dijo, eso sí, con cierto retintín. El director, Doncarlosmari se ofreció sorpresivamente a ayudarles en el empeño y puso a su disposición los disfraces de la escuela, las pinturas de maquillaje que sobraron del último carnaval y la cámara de filmación que, como oro en paño, sin desembalar, guardaba con siete llaves en su despacho. Animados por estos fructuosos prolegómenos, doña Purita y don Honorato, madre y padre de la idea, respectivamente, se dispusieron a ponerla en práctica. ¡Qué gran ingenuidad la de estos maestros al no sospechar que cuando algo va demasiado bien, se puede torcer repentinamente y comenzar a ir algo peor, y que cuando los acontecimientos comienzan a ir peor, tienden a deslizarse hacia el abismo como los juguetones ríos de montaña y acabar en caída libre en algún insospechado abismo!. Pero no elucubremos todavía, veamos la botella medio llena, seamos positivos y no nos adelantemos a los hechos. Primeros problemas Los problemas, en principio, fueron de orden técnico. Don Honorato poseía cierta experiencia teatral y cinematográfica, ya había organizado teatro en la escuela y su participación como extra en «55 días en Pekín» fue memorable, disfrazado de chino entre otros dos mil quinientos meritorios más. Le quedaron imborrables recuerdos, horas y horas de repetir la misma escena, sin más condumio que un bocadillo de mortadela para las veinticuatro horas del día, los sufrimientos de unas jornadas al sol, el frío o la lluvia y los cinco duros que la Samuel Bronston Productions daba como salario al final de cada jornada. Doña Purita, por su parte, en sus años mozos, además de infinidad de kilómetros de crochet, habilidad en la que la instruyó su santa madre doña Benedicta, tenía en su haber numerosos pinitos literarios, poemas de ju-
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ventud en los que plasmó fogosamente su ardorosa y platónica pasión por Gustavo Adolfo Bécquer (Nota 1) y sus inspiraciones románticas. Ya de maestra, dedicó infinitos esfuerzos y sinsabores a llevar la poesía, el teatro, la caligrafía y el punto de cruz a las aulas, en las que sus alumnos recitaron a los clásicos griegos, a los escritores del Siglo de Oro y a los románticos más románticos; en ocasiones, una vez al año, dirigió representaciones de dramas y autos sacramentales, tanto de escritores muy conocidos como de su propia inspiración y autoría, silenciada la mayor parte de las veces por modestia. En todos los casos, la maestra dedicaba su más ferviente vocación a que todo saliera mejor que mejor, fabricaba los decorados, diseñaba, cortaba y cosía los vestuarios de los actores, a los que ella elegía, aconsejaba, ensayaba, daba algunos coscorrones y besaba sonoramente tras la función, en el mismo escenario, ante un auditorio de padres, madres y abuelas, entregados en el aplauso interminable a sus hijas, hijos, nietas y nietos. El mayor éxito literario de doña Purita fue, sin embargo, cuando ganó el primer premio en aquellos «Juegos florales» (Nota 2) que organizó el ayuntamiento, más bien el alcalde, de su pueblo, para el día de la fiesta patronal. Se explayó a gusto la joven maestra en endecasílabos sobre los condes de Pisuerga y sus virtudes cristianas, el indómito castillo que coronaba los riscos como reducto de defensa contra el infiel, y las imperecederas virtudes de los pobladores de aquella «ancestral, incomparable, señorial, histórica y fiel comarca». Fue felicitada en un acto público en el que su familia lloró de emoción y las autoridades municipales le concedieron un diploma acreditativo y dos sonoros y emocionados besos de doña Filomena, consorte por muchos años del alcalde, oídos con nitidez incluso por los de la última fila. Hacer una película Pero volvamos a nuestro asunto. La clase entera recibió con alborozo la noticia de hacer una película; se disparó la imaginación hacia monstruos, extraterrestres, princesas, brujas y aventureros, a pesar de que los maestros pretendían algo serio, educativo, didáctico, en consonancia con los valores solidarios, la ayuda al prójimo y el entendimiento entre personas y culturas, como recomendaban los entendidos. Doña
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Purita, prefería basar el film en alguna obra literaria, en una Fortunata y una Jacinta para niños, o en Corazón, de Edmundo de Amicis, en el que Marco encontrara a su madre mientras recorría el mundo y conocía a personas dispares que le ayudaban generosamente «sin pedir nada a cambio». Don Honorato proponía alguna aventura científica, bajar al centro de la Tierra, buscar mariposas en el Orinoco, recorrer galaxias o incursionar entre dinosaurios o pirámides de Egipto, una película en la que los protagonistas fueran antropólogos, como Indiana Jones pero más en serio, que vivieran entre tribus salvajes, se le iba el pensamiento hacia alguno de sus alumnos, que daban un cierto perfil indómito, por ejemplo Gutiérrez, o Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y otros varios. Durante unos días los maestros prepararon a la clase para la aventura de filmar una película; les explicaron algunas características técnicas, lo que era un guión y algunas formas de encuadrar, el significado de un argumento y la necesidad de plasmar en imágenes los propios sentimientos. Les enseñaron, embalada, la cámara que habrían de utilizar para la filmación pues Doncarlosmari no permitió su uso hasta el día de autos. A una pregunta genérica de doña Purita de si se había entendido todo aquello del guión, Maripili preguntó inmediatamente «¿y se puede llevar bocadillo a la excursión?». Los maestros pensaron que lo mejor era salir, y que fuera lo que Dios quisiera, que a tocar el violín se aprende tocando el violín y que mucha teoría tal vez fuera contraproducente. El día D El día previsto, salieron del colegio, pertrechados como para ir al desierto del Gobi, cantimploras, sombreros, mochila con alimentos, las madres proveyeron a sus vástagos como si fueran a estar una semana fuera. Los maestros cargaron con los disfraces que tan generosamente aportó Doncarlosmari (plumas, gorros, pinturetes, maquillajes, un frasco de kétchup para la sangre), y los fueron repartiendo entre los expedicionarios. La cámara, que entregó Doncarlosmari con recelo, no sin antes avisar que si se perdía o estropeaba se acordaran del Apocalipsis y de los cuatro jinetes, la llevaba doña Purita a buen recaudo.
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Don Honorato convenció a doña Purita de que hicieran el guión sobre la marcha, así las huestes se animarían más si ellos mismos daban las ideas, sin renunciar don Honorato a los antropólogos y entomólogos ni doña Purita a sus personajes románticos mientras los de la clase, que fuera de ella demostraron iniciativa y creatividad, daban toda suerte de opiniones, la mayoría sobre guerras y batallas, conquistas de castillos, monstruos prehistóricos y extragalácticos y sobre todo, la mayoría era partidaria de que en todas las escenas hubiera sangre, mucha sangre. Y llegaron al lugar previsto de antemano, un descampado inmenso en el que era difícil perderse, en el que se podría tener un relativo control sobre los alumnos, en el que no había farolas que romper ni timbres a los que llamar y en el que, en principio, no debía haber problemas mayores. Las ideas surgieron a raudales, lo primero que interesaba saber era quiénes personificarían a los buenos y quiénes a los malos, pues para las mentes infantiles, los adultos hemos creado esa visión del mundo, y los buenos son buenos, buenísimos, casi tontos o triunfadores, y los malos malísimos y no pueden triunfar, cuando en la vida real suele ser al revés, que los malos triunfan en sus maldades sin ir a la cárcel. Pero no divaguemos y vayamos a los hechos. El reparto Era obvio para los maestros que los buenos debieran ser los que mejores notas tenían; para Rosarito, sin embargo, el bueno tenía que ser Mijail Bodganov, el más alto, el más rubio y el más guapo. Agustín replicaba que los rusos nunca eran los buenos, como en las películas del 007, a lo que Rosarito le explicaba que eso era antes, cuando había un telón de acero, ahora somos todos iguales, y Mijail, además de ser igual era el más guapo, o sea, el bueno. Akira, por ejemplo, por imperativo de la totalidad del grupo, tendría que hacer kárate, dar patadas y volteretas. Akira se defendía, pues no tenía ni noción de kárate ni de volteretas, argumentaba que no era japonés, ni sus padres tampoco y que él mismo nació en Cercedilla, descendiente de tailandeses, que llegaron desde Francia, huidos de Indochina, para hacer de chinos en la antes nombrada «55 días en Pekín», las artes marciales no eran lo suyo y pre-
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fería el futbol. No convenció a nadie y Akira daría patadas, entrenado por Abdulá y Gutiérrez, que sí eran duchos en kárate y se pirraban por hacer llaves, manejar catanas y veían todas las películas de samuráis que ponían en la tele. Malos y buenos fueron adjudicados por riguroso sorteo. Los malos a la izquierda y los buenos a la derecha, gritó doña Purita, «como el día del juicio final», apuntó el descreído don Honorato con sarcasmo. El reparto de disfraces fue problemático pero se solucionó salomónicamente. Las pelucas, para los malos, que van todos disimulados para que no se note su maldad, «los buenos que se disfracen como quieran», ordenó doña Purita, y ahí fue buena, pues aunque se había dispuesto que la acción se desarrollara en la actualidad o en los años de la ley seca, para que hubiera tiros y utilizar el kétchup, hubo quien se disfrazó de romano, de arcángel celestial, de árbol, de oveja, no olvidemos que los disfraces estaban en el almacén del colegio, y había tanto de carnaval como vestuarios navideños. Los malos iban de zombies, de esqueleto, de fantasma, de diablos, de indios, los buenos iban de indios, de diablos, de esqueleto, de fantasma… El rodaje Es decir, que a pesar de las recomendaciones de los maestros y del precario guión, cada uno de la clase hizo lo que le vino en gana. Las localizaciones también fueron variadas pues, dadas las circunstancias y las variopintas ideas de los actores, la historia se desarrollaría en medio mundo; en las dunas del Sáhara, para aprovechar los montones de arena de una construcción cercana; las selvas impenetrables del Amazonas las interpretarían los matojos, retamas, cañas y juncales de los alrededores, mientras que para las elevadas cumbres del Himalaya, sin nieve pero Himalaya sin duda, vendría al pelo cualquier zanja, elevación del terreno, ribazo u hondonada que se pusiera a tiro. Un antiguo aljibe, la acequia abandonada y el olvidado bebedero podrían servir de defensas de un amurallado castillo milenario en el que se desarrollaría el núcleo del relato. Y comenzó el esperado rodaje. Niños y niñas se repartieron las armas, lo más importante para hacer una película escolar, aunque algu-
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nos gángster (Pepillo y Bogdánov) llevaban arcos y flechas y el arcángel Maripili y el romano Manolín fusiles ametralladores, la virgen María Rosarito un colt 45, y Akira, el indochino de Cercedilla iba de japonés, ensayadas las patadas, dispuesto a actuar sin más armas, que su mismo cuerpo, letal de por sí, como afirmaba Gutiérrez. Filmaban por turno doña Purita, don Honorato, Rosarito y el otro Abdulá, ya que su padre también fue egipcio en una película de romanos, en Marruecos, y se consideraba un experto. En el maremágnum de la filmación se olvidaron de la literatura y del guión, los actores se les fueron de las manos al director y al equipo de rodaje, ya que disparaban todos a un tiempo, hacían su santa voluntad y cada vez que oían disparos, que eran constantes, se morían todos al mismo tiempo, sin que nadie gritara «acción se rueda», tras poner cara de dolor y llevarse las manos al pecho. Kumico y Rodríguez caían en voltereta, como tantas veces vieron en el cine. Cadáveres Cada vez que caía un cadáver, Fátima, que se había hecho dueña del frasco de kétchup, embadurnaba al caído con entusiasmo. Abdulá no sabía hacia dónde dirigir la cámara, don Honorato se desgañitó al pedir orden y gritar que se murieran cuando dijera el director, que si la cámara no filmaba no se vería nada. Con el entusiasmo, nadie le hizo caso, y don Honorato, en un arrebato de ira, cortó el rodaje. Puso a toda la clase a su alrededor y les dijo a voces que en toda película del tipo que fuere era necesario un director, y los demás, a obedecer, que el director era él, desde ese momento, y que las escenas se filmaban una detrás de otra, no todas a un tiempo, pues solamente había una cámara. Les ordenó así mismo que los actores actuaran a la orden de «acción, se rueda», y que los que se fueran muriendo se colocaran inmediatamente tras la cámara para no salir varias veces, como si fueran muertos vivientes. Todo comenzó de nuevo. Hubo que repetir decenas de veces algunas escenas y Rosarito, que se moría muy bien, ajena a las instrucciones recibidas, caía redonda cada vez que oía un tiro, la estuvieran filmando o no, por lo que debió de morirse (o tirarse en plancha) varias
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veces. Cuando hubo que filmarla de verdad, estaba harta, «¡que me he muerto un montón de veces!, que me estoy cansando, y ya no me muero más». Y Agustín, a una orden de «acción, se rueda», en un momento dado desapareció de escena, a todo correr pues le perseguían los malvados traficantes de armas, el arcángel Manolín con una metralleta de plástico y la virgen María, Rosarito, con su colt 45. Los demás siguieron filmando, Fátima, que le tomó el gusto a ensangrentar, embadurnaba de kétchup a todo el mundo, ya fueran o no heridos. Y así pasó la tarde, vuelta a filmar, cada vez más disparos y cada vez más salsa de tomate y más muertos. Desenlace Los nefastos hechos sobre los que elucubrábamos como posibles al comienzo de este relato, se desencadenaron en un segundo. Cuando se oyeron los gritos de Agustín ya era tarde. Agustín, para escapar de sus perseguidores Manolín y Rosarito, no distinguió la verdad de la ficción, no esperó al «acción, se rueda», entendió probablemente que los perseguidores se vengarían en aquel río revuelto de una lejana ocasión en que se chivó a doña Purita sobre la autora de la desaparición del pintalabios y, por huir, se subió al único árbol que había en un kilómetro a la redonda. Allí estaba, llorando, sin atreverse a bajar, a suficiente altura como para que nadie se animara a ir a por él. Los bomberos, el coche patrulla de la policía y la inspectora, doña Josefina, aparecieron todos a un tiempo al final de la tarde; bajaron con una escalera a Agustín, que temblaba de miedo, mientras lloraba a moco tendido y llamaba a berridos a su madre. Don Honorato no dejó de filmar, todo quedaría para la posteridad, pensaba. Los periodistas y reporteros gráficos aparecieron enseguida, casi al mismo tiempo que Doncarlosmari y algunas madres, alertadas por el ruido de las sirenas y el rumor popular. Todo quedó impreso en letras de molde, en la prensa local y en los informes que la inspectora elevó a las autoridades. Tampoco lo olvidaron nunca los maestros, que hubieran deseado que aquella experiencia escolar pasara a ser una referencia en las vidas de sus alumnos, un recuerdo imperecedero de trabajo en común, de solidaridad y valores seculares, de expresión literaria, de in-
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cursión científica, de sano esparcimiento y de muestra irrefutable de la necesidad de aprender divirtiéndose. Los que aquel día eran alumnos, es decir, Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá, Manolín, Maripili, Ricardito, Gustavín, Mariloli, Akira, Fátima, Pepillo, Gutiérrez, Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y los demás, lo cuentan todavía como uno de los días más felices e irrepetibles de sus vidas.
Notas 1. Quienes han seguido las andanzas de doña Purita durante años, saben perfectamente de su pasión por Gustavo Adolfo, del que podía recitar sin pestañear todos sus poemas. Para mayor información se puede leer el texto: MARTÍNEZ-SALANOVA SÁNCHEZ, E. (1998): «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998, o entrar en Internet en /puntero/00_puntero_inicio.htm 2. Los Juegos Florales o Floralia (del latín: Ludi Floreales) eran de origen religioso y fueron instaurados en la antigua Roma. Se celebraban del 28 de abril al 3 de mayo. Eran dedicados a la diosa Flora, anualmente, desde el año 173 antes de Jesucristo. En el pueblo de doña Purita se celebraban cuando al ayuntamiento, que es lo mismo que decir al alcalde, le venía en gana, siempre con un sentido religioso, eso sí: día del corpus, mes de mayo, día de la independencia de los franceses, etc.
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La «quistión» de la aceituna La representación en una escuela de una obra del Siglo de Oro, las redes sociales y la sociedad general de autores ponen en ascuas a medio mundo
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oña Josefina, la inspectora, salió en tromba hacia el colegio de siempre. No pasaba mes, a veces dos veces por semana, incluso en algún fin de semana, que los sobresaltos que llegaban desde esa escuela no la sacaran de sus ocios, normalmente chateos en Internet con imposibles y novelescos novios. «Hay colegios que no causan ningún problema, con otros no ganas para sustos», refunfuñaba mientras esperaba el autobús.
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Y en esta ocasión, para la inspectora, los sobresaltos superaron todo lo anterior y lo posiblemente imaginable. ¿Quién les manda representar una obra de Lope de Rueda, filmarla, y colgarla en YouTube? ¿Y quién habrá sido el canalla que lo ha denunciado a la Sociedad General de Autores? La citación judicial reclamaba la comparecencia de la inspectora en un plazo de quince días con un texto escasamente literario «se requiere comparecer de inmediato a la susodicha y dar las pertinentes explicaciones sobre representación de obra teatral registrada por tal y tal (no recordaba en ese momento los nombres de los autores), sin haber solicitado previamente dicha representación a dicha institución ni satisfecho las oportunas cuotas establecidas, con el agravante de haberse realizado en locales externos a la institución escolar de autos…» Quemaban a la inspectora las palabras del requerimiento en el que la denominaban susodicha, repetían hasta la saciedad términos, dicha, otra vez dicha… en un un papel sin sentido… me pregunto, sobre Lope de Rueda, ¿no había fallecido hacía varios siglos? ¿Qué vienen a reclamar ahora derechos? A pesar de la desmemoria de doña Josefina, la citación del Juzgado era clara. En el colegio se había representado una función teatral, un paso de Lope de Rueda, el de «Las aceitunas», por más señas, sin permiso de su autor. No lo creerá quien lea este relato pero, aunque Lope de Rueda finalizó su existencia en Córdoba en 1565, hace por lo tanto más de los 70 años, que marca la ley, la Sociedad General de Autores, en el legajo que acompañaba a la denuncia afirma que tal entremés, o paso, había sido adaptado por Eutimio de la Fuente García, Isabelina Rodríguez Fuertes y Anacleto Billete Hormaechea en 1978, con derechos sobre la misma, «ellos y sus descendientes, blablablá, blablablá,…, por lo que dada la ilegal representación se habían dejado de percibir unas tasas que…. blablablá, blablablá…» Pero vayamos a los hechos desde el principio para que nadie se pierda, se enrede o se maree. Comienza la aventura La aventura comenzó meses atrás, cuando doña Purita, prendada del Siglo de Oro, de sus escritores, aventureros y, sobre todo, de los lances
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amorosos que con frecuencia se veían en calles y alcobas, deseó hacer partícipes a sus alumnos de algunas de las delicias de aquellos pasados tiempos. Doña Purita, cuando paseaba por las callejas del centro de Sevilla, los pasadizos de Toledo o el Madrid de los Austrias, imaginaba toparse a cada rato con espadachines que dirimían a sablazos enredos y amoríos ocultos. Al grano. Doña Purita quiso representar la obra teatral de uno de los pioneros que, con sus «pasos», farsas de tono popular y con personajes muy definidos, más tarde llamados «entremeses», dieron lugar a la edad más rica de las letras hispánicas. Y ahí llegamos a Lope de Rueda que, aparte de otros oficios, pues pasó su juventud martilleando metales para hacer planchas, hizo de todo en el teatro, actor y director y, sobre todo, dramaturgo. Y puso manos a la obra, nunca mejor dicho, la función teatral que creaba polvo en una de sus estanterías, polvo que limpió antes de releerla y le pareció «de perillas» para sus fines: que los alumnos aprendieran literatura, que se divirtieran, que perdieran el miedo a salir en público y, por qué no, darse ella el gustazo. Como primera medida, contó con don Honorato que, como siempre, tras mil pegas aceptó con condiciones, «vale, Purita, pero yo dirijo todo lo que tenga que ver con iluminaciones y electricidad, juegos y trucos escénicos, efectos especiales, proyecciones, para lo que tengo grandes ideas…» Los alumnos se entusiasmaron con lo de «hacer teatro». Les daba igual, despreciaron olímpicamente los intereses formativos de doña Purita, el compromiso social de la obra, la representación de las diferencias sociales entre mujeres y hombres que se daba en aquel tiempo: las mujeres en casa y los hombres a cortar leña. Toruvio, el padre de Mencigüela, la protagonista, por poner un ejemplo, entra en casa exigiendo que le den de cenar, lo que muestra la sumisión de las mujeres de la casa y, sobre todo, la de la hija hacia sus padres… El interés de los alumnos fue creciendo a medida que la maestra se explicaba, como contestó Maripili, cuando doña Purita preguntó si tenían alguna duda: «Pero vamos a ver, seño, ¿cuándo nos ponemos los disfraces?»
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Comenzó la asignación de papeles y los ensayos. Repartir papeles en una escuela siempre fue complicado pues, los más no querían papel alguno, los menos, más de los necesarios, querían los papeles protagonistas. Desde antiguo, en las escuelas, los profesores dieron los principales papeles a los primeros de la clase, a los que mejor memoria (y notas), tenían. Doña Purita, sin embargo, era una mujer preparada, y ya había recibido formación suficiente como para saber que la memoria no era la capacidad más importante en el aprendizaje, y se decidió en esta ocasión por analizar los personajes y darlos a quienes tenían una personalidad más conforme a la que pretendió su autor, don Lope de Rueda. Los personajes Y así fueron repartidos. El personaje de Toruvio, el padre, un hombre simple, tozudo, un tanto violento, se le dio en primer lugar a Shen-Yuin, el chino, que había llegado de China apenas diez meses antes, y aunque se aprendió de memoria en poco tiempo el papel, se le trababa en exceso la poesía del Siglo de Oro. Hubo que reemplazarlo por Mijaíl Bogdánov que, aunque de padres rusos, desde niño hablaba el idioma de Lope de Rueda, con deje, sí, y un tanto barriobajero, pero castellano al fin. El papel de Águeda de Toruégano, la madre, fue adjudicado a Mariloli. Mencigüela, la hija, descarada para su tiempo, no lo podía hacer más que Rosarito, que no tenía pelos en la lengua. El vecino, Aloja, lo haría Manolín, que daba el perfil y la talla. Como la obra no tiene más personajes en origen, doña Purita se inventó algunos para dar gusto a los pretendientes a actores; así entraron Pepillo, que tocaba la flauta, Rosarito, que entraba como una vecina a pedir sal, sin venir a cuento, y Shen-Yuin al que, desilusionado por su descarte, se le permitió pasar en un momento dado por el escenario, dando saltos orientales. Había también apuntador, Abdulá, tramoyistas, iluminadores y encargados de sonido, bajo la dirección de don Honorato. El dire, Doncarlosmari, concedió todos los permisos aunque, como siempre, con dificultades. Primero dijo que sí, pero que no, volvió a decir que no, y cuando doña Purita le recordó que, como alumno suyo que había sido, tenía muchas cosas que contar de él, volvió a decir que sí. Además, su afición a filmar todo lo que se le ponía por delante, le trajo la idea de hacer un buen reportaje de la representación.
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Paquita, la conserje, siempre a disposición, y mucho más, se convirtió en el alma del suceso, pues animó a los maestros, contó a quien quisiera escucharla que «hacía años que no se representaba nada en la escuela, con lo bien que le viene a los alumnos hacer teatro, y atraen a sus familias, una vez vino el alcalde…». Bajo la dirección de don Honorato y doña Purita, preparó su propio taller para confeccionar el vestuario y parte del decorado. El pequeño habitáculo anexo a la entrada, se llenó de cartones, telas, bolsas: chalecos, pelucas, capas, faldas y corpiños. Las pruebas comenzaron de inmediato, los patrones, basados en reproducciones teatrales de la época, se convirtieron en vestuario, probado a los protagonistas entre bramidos y pescozones. El día de la representación Y llegó el día de la representación. Abuelas, madres y padres que, al contrario que en las pelis norteamericanas, el padre prefiere hacer de espía en Arabia Saudita que ir a las fiestas del cole de sus hijos, llenaban el salón de actos de una institución cercana a la escuela. Estaban todos los padres, y madres, sin faltar, y tías y los hermanitos pequeños, además de vecinos y acompañantes. Todo sucedió según lo previsto, salvo que Shen-Yuin, en uno de sus saltos cayó sobre Mariloli que, en una hamaca prestada por la abuela de Gutiérrez, discutía con Manolín el precio de unas aceitunas de las que aún no había sido plantado el árbol. Es de reseñar igualmente que a Abdulá, que hacía de apuntador, se le cayó el libreto y detuvo la función un rato, y de otras eventualidades que no son dignas de reseñar pero con las que el auditorio infantil se divirtió con ganas, para eso era un «entremés,» y los familiares lloraron de emoción, suspiraron con alivio y aplaudieron a rabiarA don Honorato se le ocurrió la feliz idea de proyectar tras los decorados imágenes del siglo de Oro, textos, edificios, figuras e imágenes, que aumentaron la calidad de la representación y. como no, la emoción correspondiente en los espectadores, entregados por completo al espectáculo. YouTube Todos felices, por tanto, y el mismo Doncarlosmari, radiante, lo filmó todo, sin dejar frase ni resquicio. Hizo un resumen, lo montó profesionalmen-
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te y lo colgó en YouTube. En la película no faltaba nada esencial, obra, autores del libreto, colegio en el que se hizo la representación, actores y colaboradores, día, mes, hora y año. Los problemas surgieron un mes después cuando la nieta, Carmencita, de uno de los autores —adaptadores— del libreto, Anacleto Billete Hormaechea, atenta sin cesar en las redes a la entrada del nombre de su abuelo, detectó el hecho, lo rastreó y dio con el colegio, los nombres de los autores, dirección, incluso teléfono de cada uno de los que perpetraron aquella ilegalidad. El abuelo Anacleto, celoso en extremo con los derechos de autor, ferviente defensor de la legalidad a ultranza, dio cuenta a la sociedad de autores del hecho. Y la sociedad de autores, intervino con celeridad y eficacia. De poco valía que la autoría de Eutimio de la Fuente García, Isabelina Rodriguez Fuertes y Anacleto Billete Hormaechea sobre el paso de Lope de Rueda fuera mínima, prácticamente irrelevante, pues se limitaron a cambiar en varias ocasiones el término muger, por mujer, agora por ahora, mochacha por muchacha, y cosas por el estilo. Lo importante es que, sin encomendarse a Lope de Rueda ni a nadie, lo registraron a su nombre, el de los tres, como si Lope de Rueda fuera un simple advenedizo. Para la Sociedad General de Autores, lo importante era que la autoría era de quienes habían realizado los arreglos, registrado el hecho y pagado sus cuotas como asociados. Un ejemplo que ilustra la escasa importancia de la adaptación y que soliviantó a doña Purita es, cuando Mencigüela dice: «¡Jesús, padre! y habeisnos de quebrar las puertas», los eruditos Eutimio de la Fuente García, Isabelina Rodriguez Fuertes y Anacleto Billete Hormaechea, no sin horas de discusión, en un alarde de conocimiento del idioma, lo cambiaron por «Por Dios que vas a romper la puerta, padre». Se podrían poner más ejemplos aunque supongo que basta ese botón de muestra para ilustrar la importancia de la adaptación. La inspectora Cuando la inspectora, doña Josefina, llegó a la escuela, se comportó como un motor de combustión interna. Bufó, rebufó, castañeteó los dientes, resopló, bramó, y en el despacho de Docarlosmari, se caló. Testigos fueron el director y Paquita «la conserje». Tras unos segundos en estado ca-
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tatónico, la inspectora bufó y rebufó de nuevo y, cuando se esperaba que se calase definitivamente, recompuso su figura y dijo: Un paso de Lope de Rueda en el siglo XXI, ¡a quién se le ocurre! ¡Rodarán cabezas! Las tasas de la Sociedad de Autores El que la Sociedad de Autores denuncie a una escuela por representar una obra clásica, es de complicada explicación y de aún más difícil entendimiento para gente normal. Aún así, es mucho más difícil tranquilizar a una inspectora angustiada e histérica a la que se le ha citado oficialmente y que debe abonar unas tasas, a todas luces injustas, por algo que se escribió en el siglo XVI. Doncarlosmari, doña Purita y don Honorato, apoyados por Paquita, la conserje, y maestros y maestras que entraban y salían en escena, que opinaban, aconsejaban y traían infusiones y ansiolíticos, intentaban explicar a la inspectora que el asunto no era tan grave, que para qué preocuparse de que una sociedad trasnochada, anquilosada, inmersa en lo mercantil, que niega la cultura, que da prioridad al dinero sobre el conocimiento de los clásicos… «Sí, contestaba la inspectora, ¿y mi reputación, y mi honra? Y, ¿quién abona los 95 euros (¡noventaycinco!) de las tasas que nos impone la Sociedad de Autores?». Doña Purita, conocedora de la obra original de Lope de Rueda y de la adaptación realizada por los denunciantes, manifestaba que los citados no habían cambiado casi nada, que así era fácil registrar obras ajenas como propias, «robabas a un autor del siglo de oro sus textos, les cambias cuatro cosas y ¡hala!, por la cara te conviertes en un autor clásico, y cobras por ello, sin comerlo ni beberlo y sin tener que nacer en el siglo XVI», gimoteaba doña Purita…¿y para eso eran necesarios tres autores, firmantes? ¿para hacer semejante desatino?. Doña Josefina, a pesar de su irritación, tras el litro de tila que fue conminada a tomar, estaba dispuesta a entender casi todo: que se hubiera representado una obra de Lope de Rueda, aunque para sus adentros pensaba que era jugar con fuego; que hubiera doña Purita escogido una adaptación registrada por los supuestos escritores Eutimio de la Fuente García, Isabelina Rodríguez Fuertes y Anacleto Billete Hormaechea, en vez de la obra original, que hubiera evitado los avatares a los que se veía sometida. Lo que no podía soportar la inspectora, lo que enervaba sus entresijos y la colocaba en situación de exacerbado paroxismo era que la filmación de los hechos se hubiera colgado en YouTube, de donde pasó a Facebook y al resto de las redes sociales, multiplicándose a velocidad vertiginosa por los cinco continentes y la Sociedad de Autores.
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No hubo forma de parar desde las altas esferas el expediente incoado desde la sociedad de autores que llegó como denuncia al juzgado. Al contrario, la Sociedad de Autores, más chula que un ocho, se enrocó en sus posiciones a medida que aumentaban las adhesiones y quejas en las redes sociales y se le hacían insinuaciones desde las autoridades locales y provinciales. Fue de Doncarlosmari, el autor de la difusión, de quien partió la idea que puso en marcha una estrategia que, si salía bien, podría acabar con el conflicto. Al día siguiente, todos los de la clase, la mayoría de los maestros, y todas las amistades, familias y allegados, entraron en las redes sociales, contaron su historia, y las redes sociales las multiplicaron y difundieron por el planeta, y enviaron cartas, quejas y solicitudes y le pidieron explicaciones a la sociedad de autores, a los adaptadores y al mundo en general. Y se creó un batiburrillo de mensajes, un tinglado de opiniones y comentarios, un entramado mundial de chascarrillos, burlas y habladurías hacia la sociedad de autores que ésta dio marcha atrás, no sin advertir públicamente que la representación era una ilegalidad, sobre todo si se hacía en local diferente a un centro educativo y que, de repetirse, los infractores, por muy inspectores que fueran, debían atenerse a las consecuencias. El texto entrecomillado en la prensa local, del que se hicieron eco varios diarios nacionales y alguno internacional, no dejaba lugar a dudas de que la frías mazmorras o el fuego eterno pudieran acoger en el futuro a quienes, sin solicitar permiso ni abonar tasas, volvieran a repetir la torpeza de llevar a las tablas una obra registrada en la sociedad de autores. La inspectora, doña Josefina, pudo dormir tranquila esa noche, a la espera del próximo sobresalto, no sin advertir a Doncarlosmari que era la última vez que sucedía tal cosa. Doña Purita, sensata, decidió que la próxima vez ella misma adaptaría los textos «para ese viaje no se necesitan alforjas», se dijo, y evitamos problemas. Y los protagonistas vivieron con sus recuerdos, en los que predominaba una familia que vendía las aceitunas que no habían sido plantadas y una sociedad de autores que vive también de la venta de las aceitunas que otros han sembrado, cuidado, recolectado y aliñado.
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Igual de burro se es cuando se es un «vurro» o de cómo las redes sociales ayudan a ganar amigos a pesar de las faltas de ortografía y las incongruencias del lenguaje
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ue una semana llena de sobresaltos para doña Purita. Manolín contestó en un examen que el Principio de Arquímedes era una A muy grande; Rosarito, a la misma pregunta, escribió: «el qadrdo dla ipotnusa es = a su+ de qudrdo dls kttos». Esa sola, enigmática y oscura frase plagada de símbolos cabalísticos desconcertó a la maestra, que siempre tuvo a Rosarito por una excelente alumna aunque, eso sí, un tanto atolondrada. Agustín en otro examen escribió sin ruborizarse: «ernan cortes sirbio en la expedicion de conqista de qba dirijida x el gbdor diego d velazqez». Otro día en la pizarra, alguien escribió: «Cmo stas, kiers ir x parq oy? O vms
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uns pelis? Bsos :P» y «KK; qlo, p2, pis» del consabido «Mano negra no se rinde» de siempre, que esta vez, bajo la mano, pintó unas tibias cruzadas. Doña Purita, mujer de temple, dulce a veces, de malas pulgas otras, era siempre de avanzado pensamiento y la vida le había dotado de unas espaldas que podían aguantar carros y carretas. Formada, con ganas de innovar sus métodos; sabía que el lenguaje de los móviles, de los ordenadores, pantallas y otros instrumentos de comunicación, ha transformado los discursos sociales; aceptaba que la creación de nuevos géneros suponía grandes cambios en el lenguaje, en las estrategias de intercambio de información, y en la producción, comprensión y lectura de textos. Doña Purita lo entendía, lo acataba y lo permitía pero no lo soportaba, le ponía de los nervios escribir con abreviaturas, siglas, errores ortográficos y omisiones. Cuando enviaba mensajes con el móvil, que lo hacía, le llevaba un tiempo infinito, con vueltas atrás y correcciones, escribir dos líneas con cierta coherencia, para enviar a su sobrina Matilde era para ella el equivalente a crear un soneto dedicado al Arcipreste de Hita. Por ejemplo, un mensaje de la maestra a su sobrina podía ser así: «Querida Matilde: me alegro de que, como me cuentas en tu anterior mensaje estés bien, y yo, en respuesta al tuyo, me encuentro también estupendamente...». Todo con puntos, comas, dos puntos, puntos suspensivos, exclamaciones (delante y detrás), interrogaciones (delante y detrás)... No era muy hábil con los dedos, todo hay que decirlo, lo que le dificultaba sobremanera la tarea y, lo que más la desanimaba es que, cuando lograba enviar el mensaje de tres líneas, tras una hora de esforzada literatura, recibía en segundos la contestación de Matilde, unas diez líneas correctamente escritas, aunque sin tanto esmero en algunos signos. Se horrorizaba doña Purita por la carencia de puntos, comas, signos de admiración, punto y coma o puntos suspensivos... Ella, purista gramatical, defensora a ultranza de la ortografía y el bien escribir se exacerbaba en sus principios literarios más puros ¿Cómo se puede escribir una esdrújula sin tilde?, clamaba al cielo: zángano, brócoli, matemática, acústica, antiácido, helicóptero, éxtasis, teléfono, póstumo, patético, acérrimo... ¿Y las sobresdrújulas?: Por definición, las sobreesdrújulas llevan tilde (o acento) antes de la antepenúltima sílaba. Esto sería, en la cuarta sílaba si se cuenta desde la parte final de la palabras: sintonizándoselo, tónicamente, sentándosele, enseñándoselos, cómetelo, píntasela, reséñaselo, telefoneándoselos, términos que son de uso normal, como todo el mundo sabe, sobre todo entre niños y eruditos con
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unas copas de más. Maripili, por ejemplo, era muy normal que le enviara un mensaje a Abdulah en sobresdrújulas: «La información que me has emitido transmítesela con celeridad a Manolín o introdúcetela por donde te quepa.» Y se preguntaba la maestra: ¿Es bueno que los géneros tradicionales como el correo postal, la conversación en directo, el diálogo o el debate, hayan sido sustituidos en gran medida, por géneros electrónicos, sin personalidad, individualistas, y sobre todo con tanta tecla, tanta dificultad y que me ponen tan nerviosa? Y ella misma, tradicionalista avanzada con deseos de mejorar tecnológicamente, se respondía: ¡Sí!. Mientras doña Purita elucubraba sobre sintaxis, ortografía y otras literaturas, Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá, Manolín, Ricardito, Gustavín, Mariloli, Akira, Fátima, Pepillo, Gutiérrez, Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y los demás, se dedicaban a chatear, se lanzaban mensajes sin orden y concierto en el correo electrónico, SMS, WhatsApp, wasap o guasap, a ver si la academia se decidía pronto. Había quienes, como Mariloli, tenían sus blog. La susodicha Mariloli se había convertido en una bloguera crítica y despiadada contra todos y contra todo, incluidos don Honorato, doña Purita, Doncarlosmari, el director, la política nacional y el Fondo Monetario Internacional. ¿Y la ortografía? ¿a dónde vamos a parar? En sus elucubraciones matinales, doña Purita se lamentaba de que paulatinamente se reducía el lenguaje, que cada día eran menos los términos utilizados, que si seguíamos así acabaríamos hablando en troglodita, ¡ug!, ¡ag!, ¡gru!... ¿Y las siglas?. Doña Purita sabía que se las llamaba «grafías fonetizantes», reducciones gráficas escritas fonéticamente por ahorro de espacio. Y ponía ejemplos cuando se enervaba contándoselo a don Honorato: Mira, Honorato, escriben «ke» en vez de «que», «star» en vez de «estar», ¿a dónde vamos a llegar?, no debemos tolerar «toy» por «estoy», «pa» en lugar de «para». «Fíjate!, Honorato,» gritaba exaltada doña Purita, «es terrible que te escriban en un examen de ciencias trnitrtluno, en vez de trinitotulueno», y don Honorato le contestó que ya las ciencias químicas lo habían hecho años ha, y que con poner TNT era suficiente, (como en los SMS) y con todos los elementos y grupos químicos pasaba lo mismo. «Mira Purita, que tú eres de letras, que los de ciencias hace años que, por ser prácticos, utilizamos símbolos, acrónimos, siglas y todo aquello que redunde en no escribir tanto y llegar al meollo de las cosas lo antes posible. Por poner un ejemplo, Purita,» le decía, «para los elementos del
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grupo propilo y no escribirlo entero, ponemos n-Pr, Bu ponemos para el grupo butilo, Pn para el grupo pentilo y, agárrate, Purita, Cy para el grupo ciclohexilo... y no sigamos, que todo está ya inventado." Para doña Purita la ciencia era la ciencia, rara gente y con sus cosas, que se permitían lenguajes algebraicos, siglas y símbolos abstractos, π (pi), era trescatorcedieciséis, pero la literatura era literatura, expresión estética, arte, y no podían tolerarse cosas como por ejemplo «tkm», en vez de «te quiero mucho», «dsp», en vez de «después» o «qacs» en vez de «¿qué haces»? Doña Purita, sin embargo, hacía excepciones. Le gustaban los emoticonos, le alegraban el día y le llevaban al éxtasis existencial. Eso de poner sonrisas, gestos, contracciones simbólicas del mensaje, escritas con sencillez y creatividad, sustituidas a veces por un gracioso dibujito... eso sí le parecía a la maestra poético, imaginativo y lleno de candor. Eran visualmente parecidos a los símbolos egipcios, etruscos y cuneiformes. De vez en cuando los utilizaba para escribir a su sobrina Matilde, y «seguro que Gustavo Adolfo Bécquer, amor platónico de juventud, los hubiera utilizado en sus poemas si su nacimiento aconteciera en el siglo de la tecnología y no en el de las luces...» El día en el que Abdulah, un lince en cosas de ordenadores, se puso en contacto mediante tuiter con una chica colombiana, fue el desbarajuste en la clase. Todo el mundo quiso ponerse en contacto en la red con una chica colombiana. El mismo Abdulah le dijo a Maripili que porqué no buscaba un chico, aunque fuera iraquí, o japonés, o de Cercedilla, daba igual, no importaba que no fuera una chica colombiana, lo importante era conectarse, comunicar con gente de otros lugares. La búsqueda de amigos creó en la clase entera una obsesión, un desequilibrio, una búsqueda incontrolada de amigos por las redes sociales, cualquier amigo, de cualquier país y en cualquier red, valía... y luego quien tuviera más amigos, más países y más redes.... una locura para el entender de doña Purita Todo el mundo se puso a la faena. Rosarito dijo que había ligado con un inglés, Manolín, tímido por naturaleza, echó sus redes por aquí y por allá, sin resultados por el momento. Una escuela completa de Tegucigalpa, contestó que sería «lo más» hacer algo juntos; un grupo folclórico italiano les pidió que les grabaran canciones, y las colgaran en Youtube. Para doña Purita, como todo lo que salía de lo normal, se le fue el sueño, noches sin dormir y en qué pensar. Y cuando la maestra no dormía y pensaba, se abría la caja de los truenos y se convertía en una tromba, no necesariamente para mal. Y pidió ayuda a don Honorato. Pero esto es otra historia.
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Prohibido prohibir o de cómo se puede hacer de la necesidad virtud Filmar con los móviles, una actividad lúdica que conjuga grandes sobresaltos con la promesa de la visita a una granja escuela
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on Carlosmari, el director, decidió un día que se prohibían los teléfonos móviles en toda la escuela, que «nada de llamar a la familia, a los novios y novias, ni mandar mensajes». Se acabó eso de estar «todo el día con el cachivache en la mano, sin atender a los maestros», un ruidoso centro educativo que de ser un modelo de silencio se había convertido en un entreverado de timbrazos, sonidos de las más diversas procedencias, tonos y cantinelas incontrolaEdición on-line
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bles. La prohibición regía tanto para alumnos como para los maestros, ampliado al personal de limpieza y servicios, conserjes, visitantes, incluso para quienes, temporalmente, pasaran por la escuela con el fin de realizar alguna reparación, poner un enchufe o pintar una puerta. Sobre las prohibiciones De todos es sabido que las prohibiciones tan tajantes nunca fueron buenas, y menos en asuntos escolares, donde cada quien se las ingenia para hacer de su capa un sayo, despistar al adversario o sacar partido de la adversidad. Doncarlosmari olvidaba que la escuela es una institución ancestral, que sobrevive a pesar de adversas vicisitudes, ataques, represiones, recortes presupuestarios, terremotos, inundaciones y todo tipo de fenómeno meteorológico o totalitario. Los teléfonos móviles continuaron su imparable uso en la clandestinidad, a escondidas en rincones y servicios higiénicos, en el trastero y bajo pupitres y abrigos. Hubo infinitas formas de hacerlo pues, cuando algo se prohíbe, más deseos dan de saltar las normas, de evitar las proscripciones y de hacer caso omiso a las reglas. No le valió ni a Dios en el paraíso que, al prohibir comer manzanas inventó los regímenes de adelgazamiento, la tarta de manzana, la necesidad de departir con ofidios y la moda de alta hoja de parra. Festival cinematográfico Fue precisamente en aquellos días, en los que la obsesión contra el uso y disfrute de los móviles estaba en su apogeo, cuando don Honorato se enteró de que había un festival cinematográfico infantil, de temas científicos, para que los niños filmaran con cualquier tipo de aparato inalámbrico, móvil, celular, tablet o Smartphone. El concurso cinematográfico prometía como galardón máximo la visita de toda la clase que consiguiera la mejor puntuación a una granja avícola en la que, además de aves (obvio), había ocas, cerdos, conejos, un avestruz (igualmente ave) y suficiente campo como para desahogar cualquier tipo de brío infantil. Entusiasmado Don Honorato, se le ocurrió la gran y feliz idea de hacer entre sus alumnos y los que quisieran sumarse, un concurso de películas que tuvieran que ver con la protección de la naturaleza, la defensa del medio ambiente, el amor a los animales y a las plantas y la sana afición por el deporte al aire libre.
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Y en el mismo instante en que surgió la idea y se difundió, nació el conflicto. La guerra de secesión norteamericana, lucha fratricida que todos conocemos, se podía quedar corta con lo que sucedió aquel mes en una escuela, de suyo tan pacífica, en donde únicamente había revuelo cuando la inspectora anunciaba visita o se presentaba de improviso, y en caso de grandes nevadas o invasión de hormigas. Pero vamos al grano. Don Honorato se alió con doña Purita, con don Prudencio, que ya andaba casi para jubilarse, y con Reme, maestra a la que todo el mundo llamaba Reme, a secas, entusiasta, dinámica, un sol de maestra. También se subieron al carro de las filmaciones clandestinas Paquita la conserje y Arsenio, del personal de limpieza, ambos en misión de apoyo, distracción y camuflaje. Sin ellos hubiera sido imposible llevar a buen término la aventura. El qué El gran problema, aparte de tener que iniciar las tareas a escondidas de Doncarlosmari, fue elegir tema. «El qué», como dicen los expertos. ¿Qué filmamos? ¿Hacia dónde dirigimos nuestros objetivos y nuestras cámaras? Al comité rector, formado por doña Purita, don Honorato, Reme y don Prudencio, les costó llegar a un acuerdo. A don Prudencio, forofo de la jardinería y la botánica y profesor de Ciencia naturales, le apetecía que se hiciera un documental sobre el desarrollo de las plantas, tan fácil como poner una legumbre en un vaso y seguir, paso a paso, el crecimiento. Doña Purita no estaba muy de acuerdo pues conocía a sus inquietos alumnos, y sabía que lo que les gustaba era llegar y besar el santo, aquí te pillo aquí te mato, ver y filmar, sin esperar tantos días para observar los resultados. Ella prefería, hija de su tiempo y ferviente enamorada de las puestas de sol, filmar atardeceres, paisajes... Don Honorato, sabida su afición a la astronomía, hubiera decidido filmar la luna o las estrellas, imposible por las horas escolares y la clandestinidad en la que había que llevar el caso, o algún experimento de laboratorio... La decisión la tomaron al ver que nadie daba su brazo a torcer. Que cada grupo filmara lo que quisiera, siempre que tuviera que ver con la vida natural, aunque fuera la vida de alguno de los miles de gatos que deambulaban por allí, o algunas situaciones y fenómenos más lejanos, como los peligros de la extinción de las anémonas submarinas o el misterioso nomadismo del cangrejo peregrino australiano…
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El cómo ¿Y el cómo? Don Honorato era partidario de que toda idea, siempre que fuera clara, era buena para comenzar; con la ayuda de Doña Purita que añadiría sus saberes literarios. Tras la idea, vendría la realización del guión, que podría hacerse en grupo, para que los irresponsables, individualistas, excesivamente sueltos alumnos aprendieran ciertas pautas de comportamiento social. Hecho el guión, se buscarían las localizaciones, lo que daría una oportunidad a los susodichos irresponsables, individualistas, excesivamente sueltos alumnos de tomar contacto con la naturaleza, el exterior, la luminosidad ambiental y la pureza de los espacios abiertos. La filmación sería, para el maestro, el resultado de todo lo anterior, un fluir de imágenes surgidas del sano contacto con el entorno. Como la lechera del cuento, don Honorato soñaba con un soberbio montaje, presentaciones en la escuela, alfombras rojas, una difusión sin precedentes en las redes y por fin, el ansiado premio, más por gloria que por el mismo galardón. El cuándo Los mayores problemas surgieron al buscar el ¿cuándo?. Doncarlosmari no salía casi nunca de la escuela, y todo estaba ya preparado para aprovechar una de sus escasas ausencias. Pactar con él, imposible: : «He dicho que está prohibido, y está prohibido». La operación de distracción para alejar a Doncarlosmari del colegio fue complicada. Alguien dejó una nota anónima sobre su escritorio en la que se le conminaba perentoriamente a acudir a inspección por asuntos graves. Tal fue su susto que el director salió de estampida, no sospechó de una nota en la que las letras estaban recortadas de titulares de periódico, como en las películas de secuestros. Fuera ya Doncarlosmari de la escuela, comenzó el operativo, día D, hora H. En diferentes grupos salieron de la escuela en direcciones contrarias, por allí por los alrededores; un grupo se dedicó a filmar basuras, con la idea de que dieran con la clave de la limpieza, el orden, el reciclaje... aunque Manolín pensó, y así filmó, que una basura eran también las pintadas de las calles, los chicles pegados en la aceras, los escupitajos, las hojas... y volvió con un surtido completo de obras de arte,
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El resultado El resultado final fue extraño y variopinto: hormigas, mariposas, el ojo de Maripili, planos cenitales de los pies de Rosarito en marcha, trote, galope, tropezón con piedra y caída libre, sonido de lloros, más bien berridos, doña Purita que atiende a la caída fuera de plano, móvil filmando desde el suelo... Al final, entre tal cantidad de productos realizados fue complicado elegir los que podían competir. Se eligió finalmente, tras duras deliberaciones del jurado, una producción realizada por Mariloli y Abdulá, que persiguieron durante horas un escarabajo pelotero, desde que desgajó una porción de excremento, hizo una bola, y la transportó con mucho esfuerzo, a empujones, una considerable distancia, hasta que la enterró en el suelo. Ya dijo doña Purita que aquella película era un homenaje a los antiguos egipcios, para los que el tal escarabajo pelotero servía de amuleto de la suerte pues representaba la inmortalidad del alma a través de los ciclos de reencarnaciones, la representación de RA, el sol naciente, y «qué mejor para representar la conservación de la naturaleza». Ella misma tenía un escarabajo de piedra recubierta de color azul, que llevaba con orgullo desde que un antiguo novio se lo trajo de Egipto. El director Cuando llegó Doncarlosmari de Inspección, airado, furibundo, amenazador, intentó buscar culpables. Nadie sabía nada. Paquita la conserje y Arsenio que, cuando llegó el director andaba quitando hojas caídas en el patrio, juraron no haber visto nada ni nadie ajeno en toda la mañana, aunque Paquita dejó caer que una vez, en su pueblo, alguien vio a seres extraños llegados del bosque que dejaban notas parecidas en las viviendas. Un bufido de Doncarlosmari la dejó seca. El premio Y para sorpresa del director, en primer lugar, y de los confabulados más tarde, cierta mañana llegó un agente de la autoridad municipal al colegio con la notificación oficial de que el Sr. Alcalde, y el resto de la Corporación: «tengo a bien conceder, y concedo, con la oposición de la oposición, un premio visita a la Granja Escuela Aves palmípedas S.A., a dicha Escuela Pública, etc, etc, por su meritoria participación en el certamen escolar etc, etc... realizado con teléfonos móviles, etc, etc... por lo que etc, etc... se personen a la brevedad en etc, etc, para recabar las pertinentes ins-
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trucciones etc, etc. que les serán muy satisfactorias. Dios guarde a usted muchos años, etc, etc». La sucursal del banco que corría con los gastos, valoró positivamente, sobre otros cientos de vídeos, el film de doce minutos que se presentó al certamen, e hizo destacar en anotación marginal la labor esforzada del escarabajo pelotero que, de un excremento (sic), un insecto, coleóptero por más señas, Scarabaeus laticollis para ser más exactos, creaba nuevas formas de vida y supervivencia depositando una bola de secreciones (sic), en un agujero, conveniente símil que al director de la sucursal, don Aquilino Cifuentes, pareció muy apropiado para promover el ahorro. Doncarlosmari olvidó que, a pesar de sí mismo, se había logrado aquel premio y recibió con satisfacción el diploma y los aplausos, con cara de ser el promotor, principal realizador e inventor de la idea, además de un par de besos de la concejala de parques y jardines, promotora del evento que financiaba el Banco. En la granja, cuya visita era el objeto principal del premio, se podría filmar, esta vez con permiso de don Carlosmari, con toda suerte de móvil, cámara e instrumento, digital, virtual o analógico, lo que allí pudiera acontecer. Pero esto puede ser motivo de otro relato.
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Jumentos, gorrinos, audiovisuales, sonidos selváticos, fotos y un día inolvidable Un videojuego real en la granja-escuela
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llegó el día de la excursión a la Granja Escuela. El municipio concedió a toda la escuela el premio de ver vacas, cabras, patos y pollos, como explicó doña Purita a sus alumnos, para que así «pudieran palpar desde una edad temprana la vida natural, y conocieran de esa forma, en vivo y en directo, un pollo, por ejemplo, vivo, en vez de conocerlo solamente cadáver, desplumado, congelado y precocinado». El galardón municipal fue otorgado a la escuela por sus habilidades cinematográficas en pro de la defensa del medio ambiente, y se premió una película que, a criterio del Consistorio, cumplía con los requisitos propuestos de tomar contacto con la naturaleza, valorar su cuidado y dar pistas para su conservación. Ir a la Granja Escuela «El redil del tío Roberto» S.L:, sin embargo, no fue tarea fácil. Hubo de superarse el interminable tiempo de incertidumbres y burocracias, reticencias de madres y padres, permisos de la inspección, seguro de accidentes y negativas de algunos maestros a arriesgarse en aquella aventura. Algunos progenitores mantenían la idea de que sus hijos eran seres débiles, carentes de toda defensa y no confiaban en que los maestros cuidaran debidamente a retoños ajenos. Siempre había alguna madre que se añadía a las coEdición on-line
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mitivas, con el fin de vigilar si todo se realizaba con corrección y fundamentalmente para que su propio vástago no se desmandase. Una madre, como tal, poseía, de por sí, el derecho adquirido por siglos de autoridad y costumbre, incluso la obligación, a veces, de dar a su niño algún «chirlo», tirón de orejas o directamente un grito o un bofetón, cosa que no hubiera en absoluto tolerado que lo hiciera un maestro. Doncarlosmari, el director, era siempre el más indeciso, cualidad inherente a su cargo de responsabilidad, decía y se desdecía, recordaba experiencias anteriores que con frecuencia concluyeron en consecuencias para él bastante incómodas. Por ello, en la quietud de su despacho se debatía en la incertidumbre, cambiaba de opinión en fracción de segundos, como si deshojara una margarita virtual: « … no se va, se va», todo son problemas, qué lío organizar una excursión con tales irresponsables, don Honorato, doña Purita, que ya debieran estar jubilados, dinosaurios de otras épocas que se resistían a abandonar la maldita costumbre de meterse en complicaciones propias de gente más joven. Lo malo es que a los antediluvianos se sumaron los más jóvenes, la conserje, otros profes y hasta el guarda de seguridad, que apoyaron desde el comienzo la aventura. La gerencia de la Granja-Escuela, herederos de Roberto González, «tío Roberto», quería huir como fuera de la idea de visitas tradicionales; es decir, que la visita fuera lo menos parecido a la de un museo, dentro de lo posible. Sin embargo, el mundo está lleno de contradicciones, y la Granja-Escuela era lo más parecido a un museo que se pudiera encontrar, se mire por donde se mire, y como tal trataba didácticamente la situación. Una educadora de la granja, Maribel, psicóloga, contratada temporal a tiempo parcial, durante el horario escolar, hubo de hacer un acelerado curso de ordeñe de vacunos y un tratamiento de auto hipnosis para perder su cerval miedo a las gallinas. Ella era la que recibía a los niños, los organizaba como un rebaño, por algo estaban en una granja, los tenía en orden y, si hacía falta. les daba cuatro voces para conducirlos por el camino recto. A los maestros se les dio un folleto explicativo del recorrido, inspirado en el del Museo de arte romano de Mérida, salvo que en vez de columnas romanas, mosaicos, bustos y fíbulas, lo visitable eran vacas, gallinas, cerdos, avestruces, otros animales de corral y, como se verá más adelante, algunas atracciones modernas, realizadas con los más recientes adelantos y con adecuadas ilustraciones sobre la razón de aplicar lo último en nuevas tecnologías. En el fascículo se explicaba con detalles didácticos cómo la Granja Escuela «El redil del tío Roberto», pretendía parecerse lo más posible a un videojuego,
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en el que se aunaba lo audiovisual, los sobresaltos y la sorpresa, con la aventura vertiginosa. Para comenzar, aunque había vacas, ovejas y cerdos, que no podían faltar en una granja, se había reunido un sinfín de animales exóticos, de los que no se encuentran normalmente en una granja al uso: tres cerdos vietnamitas, dos avestruces, una jaula con periquitos, otra de loros y un terrario con una culebra. En una esquina, un cocodrilo disecado motorizado abría y cerraba sus fauces llenas de colmillos amenazadores a la par que una especie de aullido infrahumano pretendía imitar el conocidísimo y particular grito de los saurios en películas de seres antediluvianos y en algunos parques temáticos. A pesar de las pretensiones de la gerencia de «El redil del tío Roberto», la visita parecía más bien el tren del terror de las ferias, pensaba don Honorato, pues todo eran sustos repentinos, sobresaltos y ruidos imprevistos. Comenzaba la visita en una sala oscura de tenebrosas cortinas, en la que reunieron a todos; los niños, expectantes, incluso temerosos, oyeron en la oscuridad un guirigay de sonidos de animales, gruñidos, rebuznos, mugidos, berreos y balidos, de los que surgió un audiovisual: pollitos naciendo del huevo al compás y ritmo del Aleluya de Haendel, la música más apropiada sin duda para el nacimiento de pollos de un huevo. Flores que se abrían, abejas en pleno proceso de polinización, caballos salvajes en las verdes praderas de Canadá, salmones en su sufrido salto vital hacia el desove... Cuando los niños estuvieron suficientemente impresionados, confundidos, asustados y aburridos, se abrieron las cortinas y un golpe feroz de luz inundó el ambiente. Un cambio radical de música, trompetas, clarines y tambores, algo así como si Cleopatra entrara triunfante en Roma, dio paso al siguiente paso del espectáculo. Una vaca de insubstancial mirada esperaba a los niños al mismo tiempo que rumiaba impasible. «¡A ordeñarla, niños!», dijo Maribel emocionada, y la propia Maribel ordeñó a la vaca mientras animaba a los pequeños a ayudarle en la tarea. La mamá de Manolín dijo que su hijo no tocaba a una vaca, «a saber cuántas manos la habrían manoseado antes.» Y tras el ordeñe de la vaca, aquello no paró un segundo: los niños soportaron un video en tres dimensiones sobre cómo funcionaba una granja en el Antiguo Egipcio y otra en las culturas Mayas; de allí pasaron a un espacio en el que mientras se sucedían miles de fotografías de animales de toda especie y clase, se aturdió a los visitantes con sonidos a todo volumen de gorjeos de aves, relinchos de caballos, barritar de elefantes y aullidos de monos. «Ahora aparece Tarzán», comentó Rosarito a grito pelado para hacerse oír por toda la concurrencia.
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Después, y de golpe, se hizo la paz. En el exterior, un sufrido burro esperaba impávido su entrada en escena. Sin comprender (el burro), que su especie se encuentra en peligro de extinción, Maribel le hacía dar un recorrido circular, medido, cada uno con tres niños encima; treinta y seis niños se atrevieron, por lo que el jumento dio doce vuelta al circuito. No subió Manolín, a causa de su madre. «quién se habrá sentado antes en ese burro», dijo. Al finalizar la jornada, el borrico quedó bastante más extinto que cuando la escuela llegó a la granja. Los jinetes, encantados de la vida, no olvidarían nunca el ecuestre momento. Aquel día se caracterizó por la gran cantidad de vivencias, emociones y anécdotas que guardar en la memoria. El público infantil se murió de risa con el picotazo de avestruz que se llevó Maribel, la instructora, cuando quiso explicarles a los niños que los avestruces tenían mal genio pero que en el fondo eran de fiar si se les trataba con cariño y consideración. Sin embargo, lo que siempre recordaron Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá, Maripili, Ricardito, Gustavín, Mariloli, Akira, Fátima, Pepillo, Gutiérrez, Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y los demás, fue tocar realmente a un cerdo. Maribel les explicó que era necesario palpar a los animales, tener experiencias táctiles y olfativas, y no solamente visuales, de las que había excesiva proliferación y se podían ver en Youtube. En fila, todos, salvo la inevitable excepción de Manolín, manosearon y olfatearon al gorrino, ya acostumbrado, aceptada estoicamente su suerte por la sesión diaria de tocamientos. Eso sí, en posición de foto, ya que dos fotógrafos, un ujier enviado por el consistorio ad hoc para el acto, y Maribel en nombre de la Granja Escuela se encargaron de plasmar los hechos para la posteridad y para negocios o actividades políticas posteriores, e inmortalizaron cada pose. ¿Quién tiene una foto tocando un cerdo…? Casi nadie, contados con los dedos de la mano… Sin embargo hay quien presume de haberse fotografiado, y lo exponen en marco de plata, con un famoso o famosa, sea presidente de gobierno, futbolista, cantante de flamenco o el mismo papa. Doncarlosmari prometió, además, en un alarde de generosidad no acostumbrado, un premio para la mejor fotografía realizada con el móvil. Se hicieron cientos de fotos, la mayoría de ellas al avestruz, a los cerdos vietnamitas, y a Maribel, que gustó a la mayoría de los chicos. Abdulah propuso hacer un selfing, con lo que don Honorato y doña Purita estuvieron enseguida de acuerdo; alguien les dio un móvil, todos se juntaron como una piña, le enseñaron a don Honorato en qué lugar era necesario presionar y….. ¡flashhhh!, para la posteridad. Maripili ya lo comentó a la vuelta. «Quiero volver otro día a la selva».
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Niños y niñas reales, museos virtuales De cómo doña Purita, saltándose algunas normas, lleva a sus alumnos a hacer una inmersión de arte en el Museo del Prado
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oña Purita siempre tuvo una especial inclinación, dedicación y empeño en enseñar a sus alumnos, amigas, vecinos, conocidos, y a quien quisiera oírla, lo que la Humanidad desde sus comienzos había dedicado al arte. «La Cultura», con mayúsculas, le habían enseñado en su escuela de magisterio, son todos los productos que va generando la Especie Humana, desde que se Edición on-line
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efectuó el primer proceso de hominización, cuando un mono bajó de los árboles, se puso en pié y salió a procurarse otros alimentos en las extensas praderas de África. Un producto cultural es, según Bronislaw Malinowski, desde una cazuela de barro, a un hacha de sílex, de una pintura rupestre a la escultura del David de Miguelángel o a los escritos de Parménides de Elea, de una canica a las irritantes contestaciones de Maripili en clase. Doña Purita, desde muy joven, se dedicó ella misma con interés al estudio de la cultura en todas sus facetas y variedades, que abarcaban tanto sus expresiones y técnicas como su historia y avatares a lo largo y ancho de los siglos. Buscó con dedicación materiales y documentos, fotografías y textos, en los que sus alumnos, durante años, pudieron apreciar las maravillas que forjaba la Especie Humana; incluso gente que en otros quehaceres se mostraba con brutalidad y violencia, dejaban para la posteridad, verdaderas filigranas en todos los materiales imaginables. Momentos en los que predominaba la guerra, la corrupción y el veneno para eliminar adversarios, dieron lugar a asombrosas obras de arte, pues en muchas ocasiones los más sanguinarios dejaban para la descendencia bellos e imborrables recuerdos para que la admiración por el arte eclipsara sus crímenes. Doña Purita quiso dar a sus alumnos la posibilidad tecnológica que ella no tuvo, iniciarles en la historia de la humanidad, a través de los habitantes del planeta, ya fueran toscos artesanos o artistas de prestigio que habían producido para el deleite de sus mecenas y de las venideras generaciones. Sus maestras y maestros le transmitieron muchos de aquellos conocimientos, con libros y a través del arcaico proyector de opacos, el antediluviano de los proyectores, que achurrascaba libros y reproducciones; más tarde utilizaron un vetusto proyector de transparencias de cristal, con el que tomaron contacto con las siete maravillas del mundo, lo mejor del arte, códices miniados, Altamira, Egipto, el románico y el Renacimiento, que entusiasmaron a la joven maestra con Grecia y el discóbolo. Sus profesores le enseñaron todo aquello mediante diapositivas o imágenes y hacían las clase y los exámenes eficaces y muy divertidos. Hacía años que doña Purita utilizó un proyector de diapositivas, ya obsoleto también, que lo alternaba con un retroproyector, más añejo aún, y ya al final, lo que le facilitó mucho las cosas, gracias a los inventos tecnológicos de última hora, un proyector digital de última generación. Habían pasado
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aquellos tiempos en los que doña Purita debía oscurecer la clase para poder ver las diapositivas, cuando sus alumnos, en operación comando, aprovecharon para cambiar las notas y otros desastres. (Nota 1) Lo más significativo, lo que hoy se narra, es que un día se fueron todos al Museo del Prado. Previamente habían visto diapositivas y analizado algunas obras de arte, iban preparados con cuadernos, útiles de escritura y lo que era muy importante, sus teléfonos móviles que, como se verá más adelante, fueron de gran importancia para el desarrollo de la historia. Es necesario señalar que los teléfonos móviles estaban prohibidos en la Escuela, por orden perentoria de la Inspección, y que el hecho que nos ocupa, trasgredía, a sabiendas de los maestros y sus cómplices, las más exigentes normas de la inspectora, Doña Josefina que, aunque aficionada a las nuevas tecnologías y adicta al móvil, prohibía su uso en las escuelas. Don Honorato iniciaba la marcha, los niños y niñas de la mano, de dos en dos, con cuidado al pasar las calles, Doña Purita y Olegario, un joven profesor que controlaba las nuevas tecnologías, cerraban la comitiva, junto a los infaltables, la mamá de Manolín, pegada a su vástago, Paquita, la conserje, Matilde, sobrina de doña Purita, que siempre echaba una mano y Arsenio, del personal de limpieza, experto en que no se desmandaran las huestes. Don Olegario, el profesor joven, había explicado ya a los niños, Maripili, Mijail, Rosarito, Abduláh, Manolín, Maripili, Ricardito, Gustavín, Mariloli, Akira, Fátima, Pepillo, Gutiérrez, Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y a los demás, que algunos museos cuentan con un sistema propio de búsqueda de información sobre los cuadros, apps propias, y que el Museo del Prado, lo tenía (Nota 2). También explicó a los maestros, a doña Purita y a los niños que el término app es una abreviatura de la palabra en inglés application y que es como un programa, un juego, pero que sirve para buscar información sobre cuadros, pintores, música y vídeos. Hicieron prácticas en clase con la app del Museo, lo que supuso una gran diversión y algunos castigos, visitas a dirección y varias reconvenciones pues don Olegario era un buen profesor, pero muy suyo, y cualquier risita, mofa o chascarrillo sobre las nuevas tecnología se lo tomaba como afrenta personal. La entrada al Museo no estuvo exenta de peligros, despistes, escapadas, vigilancias de los maestros y algún coscorrón solapado, así como al bies, que se llevó Pepillo, por tirar de las trenzas a Rosarito, sacar la len-
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gua a Abdulah, poner la zancadilla a Gutiérrez e intentar dar un mordisco al bocadillo de Agustín. Por exigencias del Museo, llegaron con antelación suficiente, como grupo que eran; la espera supuso para los maestros un plus de inseguridad, cuidado y sobresaltos. Doña Purita se consolaba a sí misma con sus propias convicciones, ya que, se decía para sí, «lo importante es salir de clase, que se aprende más que en las aulas», y que correr algunos riesgos era inherente a la aventura de renovar la enseñanza. Llegar al cuadro «Las Meninas», la obra elegida por doña Purita fue otra aventura.... infinidad de tentaciones para una caterva de seres juguetones e indisciplinados, recorrer pasillos amplísimos llenos de figuras, guerreros, señoras con poca ropa, angelitos sin ropa, santos, pájaros, ciervos, paisajes, cultura centenaria que incitaba a la contemplación, «en pelotas», dijo Maripili, que se llevó una mirada asesina de doña Purita. Don Honorato, don Olegario, la mamá de Manolín, Paquita, la conserje, la sobrina de doña Purita y Arsenio, siempre atento, impedían el desmadre y que los más irresponsables patinaran por aquellos inmensos pasillos y atropellaran a visitantes y turistas. Ante el cuadro de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, «Las Meninas», se hizo el silencio. Los de la clase no vieron a Velázquez, ni a los reyes reflejados en el espejo, ni se preocuparon dónde había el pintor colocado el punto de fuga, ni se fijaron en los contraluces, sombras y penumbras, ni en la composición cromática, ni la soberbia ubicación de los personajes: solamente vieron un perro. Un perro, un can, en realidad un mastín, sobre el que el enano Nicolaso Pertusato, que juega con él, posa unu pie sobre su lomo, o le da una patada, y el mastín permanece como si tal cosa. Doña Purita deshizo los efluvios amorosos de sus alumnos hacia los animales con unas cuantas palmadas de atención, tan sonoras que hicieron que carraspeara como reconvención uno de los vigilantes. Las Meninas», o como explicó doña Purita, «La familia de Felipe IV», fue pintada al óleo sobre lienzo, una de las obras pictóricas más analizadas y comentadas en el mundo del arte, terminada de pintar por Velázquez en 1656. Ante la distracción de la clase, gestos, excesivos «guauguaus», gruñidos y más ladridos en relación al mastín, la maestra cambió de estrategia, argucia didáctica que podía desviar el curso de los acontecimientos.
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Don Olegario, puso inmediatamente a trabajar al grupo, «¡sacar los móviles!». La mención de los móviles fue santo remedio. El joven maestro dio unas cuantas indicaciones, buscar en el móvil el resto de los datos, en qué se pintó y con qué, qué año, porqué, quiénes están representados en el cuadro, identificar a cada uno, sus hechos, su papel en la corte, y unas cuantas preguntas más. Toda la clase se puso en acción. Maripili escribió en su bloc que «la profundidad del ambiente de la pintura está acentuada por la alternancia de las jambas de las ventanas y los marcos de los cuadros colgados en la pared derecha», a lo que Rosarito le añadió que «además la falta de definición aumenta hacia el fondo, siendo la ejecución más somera hasta dejar las figuras en penumbra», se quedó tan ancha, y cuando don Olegario les preguntó «¿qué significa eso?», dijeron ambas a un tiempo: «¡ah, no sé!, lo pone el móvil.» Los niños pasaron olímpicamente de la información sobre los reyes, Velázquez y otros personajes, salvo de la infanta Margarita, centro de la pintura, de la que hubo numerosos comentarios irónicos sobre su extraño peinado. Cuando don Olegario les volvió a insistir en que vieran lo que había en el móvil, Internet les sugirió otras preguntas, que inmediatamente dejaron sin respuesta a don Honorato, doña Purita y don Olegario: ¿Porqué se llama guardainfante (Nota 3) lo que lleva la princesa sobre la falda?» y «la princesa, ¿tenía novio?» (Nota 4). Algunos, como Abdulah, tenían otras dudas, «¿Qué es una enana acondroplásica? (Nota 5), en alusión a la figura de Mari Bárbola, que está a la derecha, o por Nicolasito Pertusato, el que está poniendo el pie en el mastín, un enano de origen noble que llegó a ser ayuda de cámara del rey. «¿Y el perro? ¿por qué no cuenta la historia del perro?» Transcurrido el tiempo que el Museo otorga a un grupo escolar con guías digitales, doña Purita respiró relajada y Don Olegario les dijo que guardaran los apuntes de cada uno, que ya lo hablarían en la escuela, el lugar idóneo para despejar dudas. Cuando Mariloli le contó a su abuelo que, entre otras pinturas del Museo del Prado, había visto la obra de Velázquez, «Las Meninas», un cuadro, le dijo «en el que el pintor puso su mayor empeño para crear una composición a la vez compleja y creíble», el abuelo no lo podía creer. Además Mariloli le habló de Pedro Pablo Rubens, de don Francisco de Goya y Lucientes, de Doménikos Theotokópoulos, al que todo el mundo co-
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nocía como «el Greco», porque era griego, y así de otros pintores más. Y es que la escuela será una institución atrasada, arcaica, obsoleta y rancia, pero cuando algunos maestros quieren hacer cosas, las hacen, con ternura e imaginación. En el aula de doña Purita, las paredes estaban forradas de cuadros de los principales pintores que los alumnos vieron en el Museo, y de vez en cuando los remiraban y hablaban sobre ellos. Y con un cañón proyector, y muchas imágenes de pintores, escultores, estilos artísticos y productos culturales de todas las épocas, doña Purita hacía maravillas que quedaban para la posteridad en los corazones y en las mentes de sus alumnos. Notas Nota 1. El bolso de doña Purita. Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998. /puntero/02_dona_purita_bolso.htm Nota 2. La Guía del Prado para iPad incluye una selección de varias centenas de las obras principales de su colección y las presenta de forma cronológica, clasificándolas según las escuelas internacionales más conocidas: española, italiana, flamenca, holandesa, francesa, alemana y británica. Además, se han añadido capítulos referentes a obras sobre papel, escultura y artes decorativas. Nota 3. Se llama guardainfante a una especie de falda redonda muy hueca hecha de alambres con cintas utilizado en la cintura por las mujeres españolas de los siglos XVI y XVII. Se denominaba así porque permitía ocultar los embarazos. Nota 4. La infanta Margarita de Austria tenía unos cinco años cuando la pintó Velázquez, y desde muy niña estaba comprometida en matrimonio con su tío materno, Leopoldo I de Habsburgo. Los retratos, unos cuantos, realizados por el pintor servían, una vez enviados, para informar al novio sobre el aspecto de su prometida. Nota 5. La acondroplasia es una causa común de enanismo, se relaciona en el 75 % de los casos con mutaciones genéticas (asociadas a la edad parental avanzada) y en el 25% restante con desórdenes autosómicos dominantes.
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Troyas no hay más que una De cómo don Honorato y doña Purita, en una arriesgada operación de convivencia, logran una filmación escolar que anduvo entre la lírica, la comedia y la épica, cuando se pudo llegar a la tragedia
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unca pudo imaginar don Honorato que un concurso de audiovisuales escolar, con aires de educomunicación, realizado con fines exclusivamente educativos, adquiriera proporciones épicas y generara uno de los mayores conflictos que se conocen desde que la escuela es escuela. Es de suma importancia que niños y niñas convivan en igualdad en las aulas. A don Honorato lo habían convencido sobre el particular en el último curso «para maestros» que realizó con el fin de ponerse al día y, por qué no decirlo, para lo-
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grar ciertos méritos de cara a cobrar un poco más cuando cumpliera el nuevo sexenio profesional. Ya don Honorato aplicaba desde años atrás algunas de las ideas sugeridas para una mejor convivencia, a instancias de doña Purita, luchadora incansable por derechos propios y ajenos. Don Honorato, es necesario tenerlo en cuenta, debió efectuar un recorrido personal e ideológico que le llevó décadas, o sexenios, pues en poco tiempo pasó de ser maestro solamente de niños, con aquellas batallas del conocimiento ancestrales en las que competían romanos contra cartagineses, arapajoes contra mohicanos…. Y de pronto, y sin mediar preparación ni aviso alguno, por decreto, niñas y niños se unieron en las aulas. La primera desazón didáctica de don Honorato, aparte de controlar los inmediatos jolgorios que se crearon, fue poner en lid a niñas contra niños, amazonas contra etruscos, que le resultó un fracaso total y un cúmulo de problemas. Las amazonas, aunque fueron varias las batallas, dominaron siempre con creces a los etruscos. Las protestas de algunos niños, severas recriminaciones de la asociación de padres y madres, o de madres y padres como exigía la madre de Manolín, una reconvención de Doncarlosmari, el director, y los consejos de doña Purita, lograron que don Honorato, no sin reticencias ni miedos, decidiera un día realizar una batalla del conocimiento. En la contienda, en la que participaron niñas y niños, revueltos, divididos en dos cohortes que, tras asambleas, votaciones y discusiones, en la porfía se impuso Maripili que decidió poner nombres de animales de la selva, adelantándose tal vez a la dura refriega que se avecinaba, la lucha por la supervivencia de las especies. Leones y leonas contra tigres y tigresas. «No todo es competir, que lo importante es participar, y en la formación de la infancia es mejor la cooperación que la lucha», decía doña Purita, y lo repetía tantas veces y con tanta insistencia, que toda la clase finalizaba la frase y coreaba la sentencia, a veces con excesivo griterío. Doña Purita propuso a don Honorato dejar la ancestral pugna de los dos bandos, por algo mucho menos competitivo, más igualitario y con mayores posibilidades de participación de todos. La idea primordial fue realizar un intento de colaboración entre varios grupos, muy de moda en las nuevas insistencias teóricas de la didáctica pero que entrañaba, como se verá, varias y dramáticas dificultades. El resultado fue un concurso. En teoría, don Honorato lo tenía muy claro, se lo decía su sentido común, lo había leído en textos especializados, y lo explicaron con soltura y erudición
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en un curso de formación y reciclaje. Sin embargo, la realidad era otro cantar, y años de experiencia le impelían a sentir que las cosas no eran tan sencillas, temía lo peor, los conflictos entre niñas y niños le ponían nervioso. Aún así aceptó las sugerencias de doña Purita, se puso manos a la obra e inició lo que más tarde se convertiría en una contienda de proporciones épicas. Y comenzaron a trabajar en grupos. Cuatro grupos, esta vez con nombres de héroes del celuloide, «Brad Pitt» (idea de Rosarito), «Pato Donald» (idea de Manolín), «Messi», que no era del celuloide, pero no hubo manera de hacer cambiar de idea a Ricardito, y «Anjelina Jolie», idea de Mariloli. Los grupos se formaron no sin problemas, lloros y alguna zancadilla. Una vez organizados los equipos, aún hubo sus más y sus menos. Lo más grave fue el rapto de Maripili por el grupo de Rosarito, eran amigas, y además a Abdulá, de su grupo, le gustaba la secuestrada. Maripili, en el primer sorteo, era del grupo de Mariloli y Agustín, es decir, del «Anjelina Jolie group», como quisieron llamarse. «Aquí se va a armar la de Troya», una reconvención de doña Purita con mención expresa, gesto adusto y dedo índice en posición de amenaza, decidió en cuestión de segundos el argumento de todos los guiones cinematográficos. Una recreación realista, histórica, fiel a Homero, divertida, lúdica y creativa de la Guerra de Troya. Los cuatro grupos lo decidieron, y Maripili decidió con presteza que ella interpretaba a Helena de Esparta ya que, tras abandonar a su grupo inicial y ser raptada por Abdulá, que se convertía inmediatamente en Paris, hijo del rey de Troya, fue uno de los gérmenes de todo el conflicto. Y ahí comenzó la actividad, la Guerra de Troya y el conflicto escolar que reseñan las crónicas. Todos los protagonistas de acuerdo, aun con sus más y sus menos, se pusieron manos a la obra. Y como no podía ser menos, toda la escuela tomó partido y de una forma o de otra colaboró, se implicó o sufrió con aquella conflagración. Intervinieron varios profesores, además de los verdaderos iniciadores, doña Purita y don Honorato, don Prudencio, aunque ya estaba para jubilarse, don Olegario, experto en nuevas tecnologías, que daba el toque joven, experto y erudito al Olimpo; allí estuvo al pie del cañón también la infaltable, la madre de Manolín, colaboradora necesaria en cuanto se hiciera en la escuela, e ineludiblemente pegada a su vástago. Acompañaron al Olimpo, con intervenciones a favor de unos u otros, Paquita, la con-
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serje, Matilde, sobrina de doña Purita, Arsenio, del personal de limpieza, y Jacinto, de seguridad. Y varios días antes se organizaron los grupos y todos leyeron un resumen de la guerra de Troya, y tomaron posiciones, repartieron papeles, no sin luchas internas, deserciones y escaqueos, al igual que en la misma contienda que relató Homero; algunas mamás hicieron disfraces, se buscaron pelucas y barbas, armas de juguete de todas las épocas de la historia, incluidas flechas, escudos, cascos y la ametralladora que llevó Ricardito por si colaba. Por resumir un poco, y no hacer de esto una Ilíada completa, los combatientes se agruparon de la siguiente manera. El grupo «Pato Donald», se constituyó como ciudad de Troya, y sus componentes se hicieron guerreros troyanos. Se hicieron fuertes en el aula, bajo las órdenes de Manolín, Príamo, que recibió a Maripili, la raptada Helena de Esparta, y que era ayudado por Abdulá/Paris, el raptor, «el deiforme» según Homero, pues era muy guapo. Mariloli se adjudicó el papel de Artemisa, desde que se enteró que los antiguos griegos la llamaban Diosa de los animales, y ella tenía un gato y un hámster. Eduard Wellington, se adjudicó el papel de Héctor, el principal héroe troyano, «el de tremolante penacho», hijo del Príamo, rey de Troya. Hermes lo quiso hacer Pepillo, Héleno, el vidente que cóntó a Odiseo los secretos de Troya, se le adjudicó a Gutierrez y Akira, un experto en filmaciones, se encargó de llevar a la posteridad en vídeo la gesta que estaba a punto de producirse. La misma doña Purita, en su papel de Afrodita, se puso a disposición de los troyanos, junto a la mamá de Manolín que asumió el rol de Apolo y que no podía faltar junto a su retoño. Hizo para su hijo un casco digno de un rey y para los demás un bizcocho de chocolate. El casco también parecía una tarta de chocolate. Los aqueos, es decir los «Messi», fueron mandados por Ricardito, en su papel de Agamenón de Micenas «señor de anchos dominios». Junto a él estuvieron con fidelidad su gran guerrero Gustavín, que hacía de Ayax, junto a Arturo, «Arturito o Arturete el torete», que ejerció de Menelao de Esparta, el que fue traicionado por Helena. Con ellos estaba también Maricarmen, o Clitemnestra, mientras Mijaíl (el otro Mijaíl), filmaba a las aguerridas huestes aqueas y sus valerosas hazañas. La sobrina de doña Purita, Matilde, que nunca faltaba, asumió el papel de la diosa Hera, ayudada por Arsenio, del personal de limpieza, que actuaba de Hermes, el correveidile del Olimpo. El grupo «Brad Pitt», se hizo cargo de las huestes de Aquiles. Por supues-
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to que Rosarito se convirtió en el mismísimo Aquiles, «el de los pies ligeros», «¿y qué?», dijo Rosarito, si el mismo Aquiles, contaban los libros, para escaquearse de la guerra de Troya se disfrazó de mujer?» (Nota 1). Su amigo Mijail Bodganov fue Patroclo, el gran amigo de Aquiles. Fátima, a la que le fascinaba el cine y la fotografía se encargó de las filmaciones del grupo. Paquita, la conserje, se convirtió inmediatamente, a efectos prácticos, en Atenea, la diosa que ayudaba a los guerreros a preparar sus disfraces y les proveía de bocadillos y chucherías y visto el casco que la madre de Manolín le hizo a Manolín, Paquita le hizo otro, más grande, con más perifollos y dorados a Rosarito/Aquiles, para que descollara sobre los guerreros de todos los bandos. Don Prudencio, el profesor mayor que ya estaba casi para jubilarse fue propuesto por don Honorato como asesor literario en el grupo y evitar así los desmanes propios de la imaginación de Rosarito. Y por fin estaban los adeptos a Odiseo, Ulises para los amigos, el grupo «Anjelina Jolie». Ulises, «fecundo en ardides», fue Agustín, Mariloli se adjudicó por su cuenta el papel de Diómedes, para estar cerca del jefe y, desde el Olimpo, los ayudaba don Olegario, el joven profesor experto en aparatos tecnológicos, que asumió el papel del dios Hefesto «el manitas», y era ayudado por Jacinto, personal de Seguridad, como Poseidón, el dios de las aguas. Todo lo filmaba Akira. Y dio comienzo la guerra, o la filmación de cuatro videos a la par, casi lo mismo, con cuatro diferentes ejércitos enfrentados entre ellos, todos contra todos en realidad, en los que el desarrollo de los acontecimientos fue mucho más confuso aún que lo que pasó en el poema de Homero, aunque en un contexto diferente. Intervinieron todos los protagonistas de estas historias, ayudados, frenados, orientados por unos confusos y asustados dioses del Olimpo, que dudaban de si aquello no acabaría como Troya, si no se habían metido en un pozo sin fondo. Y representaron y filmaron, buscaron posiciones estratégicas en diversos lugares de la escuela, los aqueos propiamente dichos, en el patio del colegio, en la pista de baloncesto, los de Aquiles, que hicieron la guerra por su cuenta, se fueron a la puerta de entrada, para estar más cerca de la salida por si cambiaban de opinión sobre su intervención en la contienda; los troyanos fueron cercados en el aula, y los de Ulises, que siempre iban y venían a su antojo, deambulaban por todo el recinto. Mijaíl filmaba a los aqueos, Akira, que aprendió a filmar desde pequeñito, filmaba a
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los troyanos, Fátima filmaba a los de Aquiles y Kumiko a los de Ulises. El primer día de filmación, aparte del caos bélico, los mismos guerreros solucionaron a su modo el primer dilema que se planteó don Honorato: ¿cómo filmar cada grupo una guerra en la que los actores se entremezclaban entre sí?. Cada equipo filmó lo que quiso, se disfrazaron como les apeteció, interpretaron a Homero a su antojo, se divirtieron como monos, los cámaras filmaban sin ton ni son, mezclándose entre ellos. Los aqueos, con Ricardito/Agamenón a la cabeza, entraron en el aula de Troya, los troyanos, capitaneados por Héctor/Eduard Wellington, expulsaron a los aqueos y llegaron hasta su territorio, la pista de baloncesto, y a poco estuvieron de destruir sus tiendas si no hubiera sido por Gustavín/Ayax y porque llegó Mijail Bodganov/Patroclo, el gran amigo de Aquiles, pero que en esos momentos se alió con los aqueos, y ahí se creó mayor confusión aún pues cuando Maricarmen/Clitemnestra quiso echar a Patroclo de aquella batalla por ser de otra facción, debieron intervenir los dioses, esta vez doña Purita/Afrodita para decir que Homero lo escribió así y que no se podía enmendar la plana a un escritor de su talla. Y Aquiles y sus huestes entraron en el aula a combatir troyanos, que se defendieron, con Héctor/Eduard Wellington a la cabeza, y bajaban y subían, entraban y salían, se morían unos antes de tiempo y volvían a filmar la escena, los cámaras, ayudados por el Olimpo entero, Zeus/Honorato, pues no olvidaban los dioses y diosas del Olimpo que aquello, además de una filmación festiva, era un hecho educativo, y que las tecnologías había que utilizarlas con ese fin, a pesar de sus riesgos. Mientras los dioses del Olimpo intentaban mediar entre los contendientes al mismo tiempo que ayudaban a unos o a otros, se filmaba una escena tras otra, en los mismos lugares y sin ton ni son, y así transcurrió aquella jornada memorable, en que Patroclo/Bodganov se puso el casco de Aquiles/Rosarito, aquel casco que había hecho Paquita, y los aqueos expulsaron a los troyanos de sus territorios, y Patroclo/Bodganov, al que confundieron los troyanos con Aquiles/Rosarito, debió luchar contra Héctor/Eduard Wellington, que le ganó en una batalla llena de incidentes, y falleció Patroclo/Bodganov entre agonías y miradas en blanco, al estilo de Hollywod, y Fátima, Kumiko, Mijail y Akira, filmaron todos a la vez como desaforados a un Bodganov lleno de sangre/salsa de tomate, y Héctor/Eduard Wellington se quedó con el casco de Aquiles y se lo colocó entre aplausos de los suyos, y Aquiles/Rosarito desafió a Héctor/Eduard
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Wellington y lo venció, y todos gritaron aplaudiendo a Rosarito. Y más tarde una flecha dio a Aquiles/Rosarito en su talón, y Rosarito cayó al suelo, y representó tan bien su papel, entre gemidos, estertores, estiramientos de piernas, le cambió el color hasta el verde, que los dioses del Olimpo, lívidos, se acercaron todos y la intentaron reanimar mientras don Honorato decía, «corten, corten...», y la fallecida Rosarito se levantó sonriente e hizo una inclinación teatral de agradecimiento, recuperó inmediatamente el color y levantó las manos como los púgiles cuando dejan KO al adversario... y Rosarito se llevó los aplausos, es decir que la fallecida fue la heroína mientras el vencedor, Eduard Wellington/Héctor era abucheado hasta por los suyos. Y pasó el tiempo, y pasaron los días, las filmaciones fueron un día a la semana, en cuatro semanas, y ya los contendientes y los dioses, estaban hartos de guerra, de disfraces, de peleas y de agobios.... fue entonces cuando Odiseo/Agustín, «fecundo en ardides», habló por primera vez del caballo de Troya: «¿y el caballo de Troya?», dijo. Todos sabemos que una Guerra de Troya sin caballo es como un jardín sin flores, por lo que fue suficiente para que Zeus/don Honorato diera por finalizada la guerra, «sin caballo», dijo. Don Olegario, el profe nuevo sugirió que lo del caballo lo podrían hacer con un montaje, «chroma key», o algo así, que con buscar un caballo de Troya en Internet, él ayudaría a montarlo e introducirlo virtualmente en la historia. Don Honorato, ante algunos conatos de protesta, «queremos un caballo grande, de madera», que dijo Mariloli, dijo que, «con un caballo virtual, vale, que así se hizo en El Señor de los anillos», y cerro toda posible discusión y se ahorró horas, días de sufrimientos y pesadumbres. Y don Olegario se puso manos a la obra, organizó las filmaciones... un caos que supo solucionar con pericia, secuencias filmadas varias veces, faltas de racor, niños griegos o troyanos, que debieran estar muertos y ahí estaban, vivos y coleando, dioses del Olimpo que se entrometían en exceso.... Puso especial enfasis en lo del caballo, que quedó muy bien, tras una batalla campal. La obra de Homero, la filmación de un mes, quedó reducida a diez minutos en su montaje. Tras toda guerra de Troya que se precie viene una odisea, La Odisea, la que pasaron los maestros tras el certamen, los montajes imposibles de don Olegario, dar explicaciones a inspección, entrevistas en la radio y en la tele, memorias, informes, explicaciones a la asociación de padres... pero como en toda Odisea, puede haber finales felices, el recuerdo que se llevaron los
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irresponsables, que lo colgaron en las redes, que fueron felicitados por familiares y amigos, y, sí, la clase quedó imposible, así son siempre los resultados de una guerra, algunos pupitres rotos, la pizarra con letreros alusivos a los maestros, los pinturetes de doña Purita desaparecidos en los rostros troyanos que se pintaron como arapajoes, pero quedó en el recuerdo para siempre, y nunca se sabe cómo surgen ni para qué los recuerdos de la infancia en la edad adulta. Y además, que nos quiten «lo bailao». Notas Un adivino auguró que nunca podría ser conquistada la ciudad de Troya sin que Aquiles participara en la batalla. Su madre Tetis, sabiendo que Aquiles moriría si iba a Troya, lo disfrazó de mujer en la corte del rey Licomedes en Esciro. Odiseo descubrió a Aquiles entre las mujeres y consiguió así que participara en la expedición. Su madre, Tetis, con la esperanza de protegerle, cuando era un niño lo bañó en la laguna Estigia, haciéndolo invulnerable excepto en el talón, por donde lo sujetó. Era lo que hoy se llama una madre superprotectora, cosa que no hace bien a los niños, y menos cuando nacen en tiempos de guerra de Troya.
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Animar el cine, animar la escuela De cómo los maestros más antiguos, motivados por un maestro joven y dinámico, se arriesgan a animar su trabajo educador mediante la filmación de cuatro cortometrajes en los que hacen moverse cartabones y otros objetos de variopinta procedencia y extracción
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os hechos que relatados a continuación, aunque parezcan reflejar oníricas fantasías del autor, situaciones creadas por su exuberante imaginación, deseos tal vez insatisfechos desde la infancia, responden a realidades globales, mundiales, universales, cósmicas, de personas con ilusiones de todos los lugares, que se desarrollan casi siempre con muy pocos recursos y siempre con inmenso entusiasmo, no exento en ocasiones de exuberante delirio. Todo comenzó cuando don Olegario, el joven profesor experto en nuevas tecnologías, TICs para cultos y ahorradores de lenguaje, del que alguna aventura he
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relatado, volvió eufórico y radiante de un curso en el que le enseñaron, no solamente la importancia que tenía llevar el cine a los colegios y trabajar con él, sino, y sobre todo, que había que hacer cine para aprender a hacerlo, que era necesario expresarse mediante las imágenes y divulgar así ideas y conocimientos. En los cursos de formación recibidos ya habían hecho cine, filmaron paisajes, se disfrazaron, pusieron voz y sonidos a su trabajo, se divirtieron mientras realizaban la película, el montaje y todo el proceso de producción y, finalmente, se vieron en la pantalla tanto sus hechos como sus defectos. Sin embargo, hubo dos escaleras que llevaron a don Olegario, una al Parnaso, que consistió en aprender a hacer cine animado, en el que se movían objetos, botones, recortes, y otro que lo condujo al clímax, que alteró profundamente al joven profesor y le llevó al paroxismo de su inquietud docente: mover figuritas de plastilina y hacer cine con ellas. Y llegado don Olegario al centro, no pudo reprimirse ni un segundo en comentarlo con quienes, a pesar de su edad, siempre estuvieron dispuestos a meterse en cualquier aventura que, aun a costa de su vida, supusiera una innovación, un cambio, una didáctica nueva con la que ayudar a enriquecer a sus alumnos. A don Honorato y doña Purita nunca les faltaron deseos, y muestra de ello había, de meterse en jardines, a veces con espinas, ya fuera por su propio temperamento enardecido, que les venía en parte por nacimiento y por convencimiento propio como por deseos de rebeldía generacional contra su director, Doncarlosmari, mucho más joven que ellos, y «más atrasado», como le gustaba decir a la maestra. Aprender haciendo Y doña Purita se transportó a los cielos con la propuesta, y convenció a don Honorato, y se dirigieron ambos hacia el Olimpo, sin mirar a derecha ni izquierda, con la mirada puesta en la idea de don Olegario. Para el joven profesor, lo más significativo que había asimilado fue que era necesario, no solamente aprender a distinguir qué y cómo es una película de animación y cuáles son los pasos a seguir para realizar un film a partir de objetos que se movieran, sino que lo verdaderamente importante era ayudar a los alumnos a ser conscientes del proceso creativo de una obra audiovisual. O sea, que había que hacer animación para aprender a hacer animación, que don Honorato lo refrendó con una sentencia venida desde sus abuelos: «A tocar el violín se aprende tocando el violín».
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Y decidieron ahí mismo que en clase harían, en grupos, una película de animación con objetos de suyo inanimados, de un máximo de cinco minutos. Ya les comentó don Olegario que cinco minutos en animación era una eternidad, pero doña Purita le dijo que a la eternidad no era necesario ponerle puertas ni límites, pues ya no sería una eternidad, y que cada grupo vería, si hacían uno, dos, tres, o cuatro minutos, y que «por probar no se pierde nada, que un minuto es una insignificancia que pasa en un pispás». Y para doña Purita, era dogma de fe lo que decía Sófocles, que «el éxito depende del esfuerzo», y que un minuto más o menos no importaba mucho. Poco sabía doña Purita en aquellos momentos lo que significa un minuto en cine de animación, unas 1440 imágenes, nada más en fotografías, y tras ello, un ingente trabajo de materiales, decorados, tiempo, y sobre todo de paciencia, difícil de exigir a seres en crecimiento, sus impetuodos alumnos, ya camino de la adolescencia. Comenzó la aventura, entre acontecimiento admirable y epopeya prodigiosa, desde el inicio, desde que los maestros experimentados se sumaron a don Olegario, ilusionado y animoso, y decidieron iniciar un proceso de filmaciones en el que intentaron no olvidar ningún paso de los que propuso el joven profesor y que respondían a las experiencias vividas en su aprendizaje y en tutoriales buscados durante horas en Internet. Era necesario, como comienzo, montar una sencilla productora, tras ello la dura tarea de dividir los grupos, la no menos quimérica gesta de que cada grupo realizara su guión, el dibujo de un story board y la complicada faena de decidir y preparar los materiales, hacer los decorados, fotografiar paso a paso, stop motion se denomina, montar con un programa especial y finalmente realizar el montaje, la sonorización, algún efecto especial, complementar los sonidos, voces y música, y, finalmente, la presentación ante el público y, como colofón, punto culminante, «fastigium» le llamó don Honorato un tanto nervioso, subirlo a las redes y promover su reconocimiento universal. Y lo podemos enviar a algún festival de cine, apostilló don Olegario. La productora por decreto El hecho de montar una productora se hizo por decreto. Lo solucionaron los maestros de un plumazo, dijeron a la clase que había que hacer una película, «¿Otra?, ¡Jo, que aburrimiento!», dijo Rosarito. Doña Purita siguió como si no hubiera oído el comentario y explicó que todo se haría
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en grupos, como siempre, que no querían escaqueos, como siempre, y que esta vez de mamás y papás opinando, nada. Les dijeron que para evitar problemas, los grupos serían iguales que la última vez, los que organizaron cuando rodaron la guerra de Troya y que, como mucho, podrían cambiar el nombre a cada equipo. A la intervención de Rosarito de que la actuación de los maestros era antidemocrática, doña Purita le contestó un «¡tú te callas y punto!», que acabó rápidamente con el intento de rebelión. Los estudios Montar los estudios ya fue más peliagudo, cada grupo debía construir un set de rodaje, sin interferencias de otros grupos, como les pasó cuando filmaron la guerra de Troya cuando, al contrario que en otras guerras, cada quien se peleaba o se aliaba con todos los demás y al final no se sabía quién luchó contra quien, e incluso tras ver el resultado final de la película, se tuvieron dudas sobre quién ganó realmente la guerra de Troya. Aquí, don Honorato lo dejó claro: «¡De guerras nada!» y añadió: «¡Cada mochuelo a su olivo!» Lo que se pretendía esta vez es hacer una película mediante el sistema de stop motion que, según don Olegario, era lo mejor, lo más práctico, que se divertirían mucho y que, además para profundizar en el cine y trabajar en equipo, lo más idóneo. La técnica. Stop motion Pero debemos explicar brevemente a los lectores qué es esto del stop motion, o paso de manivela, como le llamaron los pioneros. En forma genérica se puede definir como el mecanismo para dar movimiento a objetos inmóviles, o que no tienen movimiento propio. Los antiguos cineastas lo hacían de forma mecánica, parando de filmar, pasando la manivela de la cámara poco a poco, de ahí el nombre. Hoy las nuevas tecnologías permiten otros sistemas, se construye el movimiento foto a foto, moviendo los objetos con las propias manos, fotografía, zas, moviendo otro poquito, fotografía, zas, y así todo el tiempo... y se puede trabajar con innumerables materiales, plastilina, arena, recortes de papel, tizas sobre suelos y muros, dibujos en pizarra o en papel, figuras articuladas, marionetas, siluetas, e infinidad de objetos inanimados con el único límite que tiene la imaginación de los autores y el dominio de las respectivas técnicas.
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La productora, y en su nombre don Olegario, dio a los grupos cuatro opciones en cuanto a materiales a utilizar, y cada grupo debía, primero por elección, y si el sistema no daba resultado, por sorteo, elegir entre «botones y objetos de costura», «cartulinas recortadas de colores», «plastilina», u «objetos de la clase». A pesar de que Abdulah y Rosarito propusieron hacerlo con objetos encontrados en la calle, piedras, cristales, papeles, bolsas de plástico, con el fin de «enviar al mundo un mensaje ecológico», que dijo Abdulah, don Olegario, por temor a encontrar entre los objetos algo inesperado, de mal olor, detritus de can, o algo peor, un banco de la plaza se trajeron la última vez que les pidieron algo de la calle, fue inflexible: «Esto es lo que hay», conminó, «de objetos callejeros, nada». El guión Y así comenzó la siguiente fase del proceso. Elegir los objetos a mover y hacer el guión de la película. El grupo de Maripili eligió sin que nadie se opusiera, trabajar con los útiles de la clase, con un título original y llamativo, «Los amores de una escuadra y un cartabón», una especie de Romeo y Julieta pero con compás, gomas de borrar, lápices, rotuladores y por supuesto, la escuadra que era Julieta y el cartabón que era Romeo. El grupo, no sin ciertas reticencias a lo de los amores del quicuecento, de Manolín, que se tenía por jefe, hizo valer su liderazgo al bautizar al grupo con un nuevo nombre, «Los del Sexpir»; lo formaban Manolín, la propia Maripili, Eduard Wellington, Gutiérrez, Abdulah y Akira que, como siempre, al ser japonés y nacer como el niño del anuncio, con una cámara de fotos bajo el brazo, se encargó de la fotografía. Doña Purita se hizo cargo de que todo fuera bien y sin excesivos problemas. Aún así se tomó antes un par de tilas. Plastilina Trabajar con plastilina lo solicitaron a gritos los otros tres grupos, lo que exigió sorteo, cuya narración, aún sin entrar en muchos detalles, se llevaría un relato completo. Se lo adjudicó el grupo de Agustín, con un tema mitológico y original, entre el santoral católico y las hazañas de gesta: «una bella joven campesina raptada por un dragón y salvada por un caballero», bueno, lo de san Jorge, pero en plastilina de colores. Decidieron que lo más importante de todo, es que el decorado fuera un castillo. A Agustín lo acompañaban en el grupo Mariloli, Rafa, Igor, y el hermano melli-
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zo de Igor, Alexi, que hacía las fotos. Del grupo se hizo cargo don Olegario, junto a Jacinto, el guardia de seguridad. Al grupo de Ricardito, Gustavín, Arturo, Maricarmen y Mijaíl, los que ayudaba Matilde, la amable sobrina de doña Purita, y Arsenio del personal de limpieza, les tocó hacer la película con botones y objetos de costura. Matilde bordaba que es un primor, y les entusiasmó con la idea de que podrían hacer una animación en la que agujas, dedales, hilos y tela, bordaran en cañamazo, cañamazo Penélope, por más señas, lo que les llevó otra vez a la guerra de Troya, y bordar así, en punto grueso, una figura que iría creciendo a medida que la película fuera avanzando. Elegir la figura fue otra aventura, pues había criterios para todos los gustos y voces con intereses diferentes, «¡bordamos a Batman!», «No, yo quiero a Blancanieves y los siete enanitos». Demasiados enanitos parecieron a Matilde, que puso término perentorio a la discusión. Matilde, afable y de buenas maneras en su ser natural ese día hubo de ponerse firme: «¡Una mariposa y una flor!. Todo muy sencillo y con lana gruesa, para que no sucediera como con Penélope, que se eternizó la cosa». A partir de ahí fueron acallándose los murmullos, no sin oírse otra vez entre susurros lo de «¡aquí no hay democracia!», «¡iremos al sindicato!», y cosas parecidas aunque sin llegar la sangre a río. Cartulinas Del film en el que animarían cartulinas recortadas de colores se hizo cargo el grupo de Rosarito, Mijail Bodganov, Fátima, Paquita la conserje y don Prudencio, el profesor mayor, que se convirtió en asesor en la difícil tarea de filmar en movimiento, Se barajaron varios temas, hubo discusiones, pellizcos y tirones de pelo, pero esta vez Rosarito zanjó el tema: «Una salida de sol, nubes, lluvia, arco iris, puesta de sol, salen la luna y las estrellas... y ya está. De lo más romántico.». Cuatro esquinas Y cada grupo montó sus propio estudio, en cuatro esquinas diferentes del salón de actos, ayudados por los profesores y el personal voluntario de la escuela, y así confeccionaron los decorados y la parafernalia necesaria. El castillo de Agustín, un prodigio de arquitectura de playmóvil, entre ramas secas del patio y musgo, como en los belenes; Maripili y su grupo montaron un escenario con una pizarra de fondo, para que se
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movieran sobre ella los cartabones, gomas y sacapuntas; una gran caja de costura fue el plató del grupo de Ricardito y para las cartulinas de colores de Rosarito y su grupo, qué mejor que un jardín lleno de flores de plástico y de fondo, montañas para que salieran el sol, la luna y las estrellas. Plató Y la fabricación de los decorados, los artefactos, los complementos, dieron lugar a toda una suerte de acontecimientos, incidencias y aventuras que, aunque no pasen a los libros, sí quedaron en la memoria de todos los que participaron en aquella prodigiosa peripecia, que podrían contar en tertulias durante el resto de sus vidas y proponerse como ejemplo para hijos y nietos. Lo dicho, cada grupo preparó su cámara de fotos, su trípode, la iluminación suficiente y así, cada uno sobre una mesa que sirvió de plató, iniciaron la aventura de realizar una filmación histórica. Filmación Y unos hicieron sus muñecos de plastilina, los vistieron y pintaron, otros recortaron, o buscaron sus objetos que iban a moverse, y fotografiaron, y movieron los objetos y las figuras, y más fotografías, un disparo por cada movimiento, mueve un poquito, nuevo disparo, una sucesión de imágenes con ligeras variaciones para dar la sensación de movimiento, como explicaba don Olegario, despendolado viajero de grupo en grupo, unas 17 fotos darían para un segundo de filmación, y mueve figura de plastilina, o cartulina, o cartabón, un poquito, zas, y otro poquito, zas, con mucho cuidado y delicadeza, sin pelearse, no mover de más ni de menos, se necesita mucho tiempo y cuidado para tomar todas las imágenes necesarias y que el resultado fuera el mejor posible. Y pasaron días, que a doña Purita parecieron siglos, y pidió a don Olegario que los niños, niñas, y ella misma, fueran viendo los resultados de vez en cuando, cada hora, por ejemplo, así se animaban todos y se calmaban un tanto los nervios. Montaje Y las fotografías paso a paso se convirtieron, por obra de un programa informático, en movimiento, y nacieron así unas divertidas historias, a las que más tarde se añadieron sonidos, música, letreros, para llegar a un resultado final que colmó todas las expectativas, de pequeños y mayores, y se produjo un maravilloso resultado final, un proceso cinematográfico completo.
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La difusión por el mundo Y de allí salieron felices, y enseñaron la peli a sus familiares, y la enviaron a parientes, tíos, amigos y abuelos, y don Olegario la colgó en la red, y la envío a varios festivales de cine para niños y no tan niños, donde se ganaron varias menciones y algún premio, que animó a don Olegario a seguir con la maravillosa actividad de hacer cine de animación. Y todos fueron muy felices.
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Luces y sombras de una aventura escolar Alumnos y maestros realizan un viaje de estudios no exento de incidencias a las profundidades de la tierra y de su prehistoria
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las once de la mañana entraron en la gruta con el encendido ánimo de introducirse en el pasado, en aquel remoto tiempo en el que seres humanos vivían en cuevas y dejaban en sus paredes relatos imperecederos de períodos arcaicos. Los maestros lo explicaron durante varios días con detenimiento, la excursión se realizaría a una cueva de estalactitas y estalagmitas en la que, además, gente de la prehistoria dejó sus huellas, trazos, retratos de animales, señales ahumadas, marcas de su contabilidad y la riqueza de una cultura ancestral. Hubo quien, como Maripili y Abdulah, pensaban ver dinosaurios, cavernícolas de carne y hueso, osos cavernarios y vivir alguna aventura divertida. Como de costumbre, no fue fácil organizarlo todo. La dirección del centro, Doncar-
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losmari, siempre ponía trabas, un miedo cerval a que algo sucediera, y más aún al tener en cuenta a aquellos maestros de largo historial problemático que, con niños a su cargo, los problemas eran inherentes a su estado normal. A entender de doña Purita, el director ponía zancadillas innecesarias, negaba las didácticas de progreso y se anclaba en su propia seguridad. La inspección, Doña Josefina en persona, de carácter en ebullición constante, ordenó rellenar papeles, agenciarse seguros viales y médicos para salvaguardarse de cualquier riesgo, y exigió, incluso, el seguro internacional, por si aquello de pasar a la prehistoria no fuera después un problema sin solución. La mamá de Manolín, como siempre, preocupada por su vástago, en reuniones de madres, padres y tutores, sugirió si ver todo en youtube no era lo mismo educativamente hablando a la par que se evitarían peligros, accidentes, tropezones y algún coscorrón superfluo. La mamá de Manolín, muy suya por cierto, no tenía muy claro si su vástago, los demás de la clase no le importaban mucho, la verdad, podría sufrir el ataque de alguna estalagmita furiosa. Manolín además era dado a escapar de su madre a la menor ocasión. Salvada la burocracia y los cientos de sentires, opiniones y estratagemas de los padres y más aún de las madres, que eran quienes mayoritariamente asistían a las reuniones, los maestros pusieron manos a la obra en la preparación de aquel viaje científico a épocas pasadas. Durante varias jornadas los de la clase tuvieron ocasión de estudiar las características de la gruta que iban a visitar. Vieron vídeos, imprimieron y colgaron láminas en las paredes de las aulas e hicieron equipos de trabajo para hurgar en el pasado. Don Olegario, el joven profesor, aficionado, o adicto, o ambas cosas a la vez, a las nuevas tecnologías, ayudó en la búsqueda informática sobre la prehistoria, las cuevas con pinturas y en concreto la que iban a visitar (Nota 1), y el entorno geológico en el que se encontraba, explicó la diferencia entre estalactitas y estalagmitas, y disertó sobre la composición de las rocas, los efectos en el medio ambiente, los cambios geológicos producidos desde el mioceno inferior. Aprendieron que aquella cueva estuvo en el fondo del mar, y que numerosos cataclismos y movimientos de las placas de la tierra la habían elevado, no sin muchos accidentes y millones de años por medio, hasta su actual emplazamiento. Don Honorato, tras lanzar una mirada asesina a Gutiérrez por decir que en la película Parque Jurásico vieron a los dinosaurios, explicó que aquellos grandes reptiles no coexistieron con los humanos, que aquello era un mito y que de las películas hay que creerse lo justo.
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El viaje, un tanto largo, el primer tramo en autobús, el segundo en un tren, para llegar a las cercanías de aquella gruta (Nota 2) descubierta a principios del siglo XX y regentada por la familia de la que era propiedad. El dueño de las tierras la descubrió por casualidad y en el momento de la visita se conservaba en poder y mantenimiento de la familia, con la ayuda de algunas, pocas, subvenciones estatales y sobre todo, los ingresos que produce el turismo, con precios especiales a las escuelas y a los grupos. Lo primero que vieron los niños, para entrar en materia, fue un audiovisual sobre la cueva, su historia, las principales pinturas y algunas hipótesis sobre su interpretación. El vídeo también mostraba ciertos lugares que por razones de seguridad no se enseñaban al público, y menos al infantil, y hacía recomendaciones de no perder el contacto, ir en fila india, no chocar contra las estalactitas y, sobre todo, repetía, no perder el nunca el contacto con el grupo ni salirse de los lugares marcados, de ninguna manera, por ninguna causa ni concepto. Entraron en la gruta, en fila india, en un grupo de no más de quince, el guía, el primero, llevaba una lámpara de petróleo, petromax, ya les habían explicado que era mucho mejor que la luz eléctrica para apreciar aquellas bellezas de la forma más parecida a cómo las vieron los trogloditas. La utilización de teas, que era lo que usaban los primitivos autores de las pinturas, era impensable pues se hubiera llenado de hollín aquella maravilla del arte decorada hacía veinte mil años. El guía, nieto del descubridor de la gruta, un enamorado de la prehistoria y de su cueva, metió a los niños por recovecos imposibles, enseñó desde varios puntos de vista las estalactitas, mostró con la lámpara cómo se apreciaban los cambios, se trasparentaban de rojos y naranjas las calizas, y les enseñó el efecto que, entre las luces y las sombras daba movimiento a las figuras. Y los paralizaba de emoción con los sonidos, un impacto auditivo diferente, cómo al golpear suavemente con una llave a una u otra estalactita, el sonido era diferente, agudo o grave, según, y se distorsionaba y hacía eco, y llenaba de misterio aquella oscuridad sin límite. Contó leyendas y señaló parecidos de las formas con seres reales y de ficción, explicó cómo aquellos antecesores prehistóricos inventaron un cine muy peculiar pues dibujaban como podían a sus animales con muchas patas, simulando movimientos que se apreciaban mejor con rápidas iluminaciones, al mover la lámpara vertiginosamente ante el dibujo.
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Cuando enseñaba una figura dibujaba por gente de la antigüedad, fuera raya, mancha, silueta de mano o de animal, el guía se trasfiguraba, e interpretaba su papel, colocaba la luz en el lugar oportuno, tal y como lo vieron los trogloditas, comparaba con otras figuras, de aquella o de otras cuevas famosas. Hizo un alto ante la figura de la yegua preñada, que lo tenía transfigurado y trastornó a los niños con la explicación, pues pocas habían sido encontradas entre los innumerables trazos rupestres encontrados en el mundo, una en Lascaux, en Francia, y otra en la Cueva del Moro, en Tarifa, que él supiera. Y vieron hasta lo que no vieron. Mientras explicaba el guía lo que era una estalactita y volver por enésima vez a recordar que tuvieran cuidado con no darse en el cabeza contra ellas, Manolín, a pesar de llevar a su madre al lado, por mirar hacia algo que le pareció un ser de otro mundo, se dio un fuerte coscorrón con una de ellas, y su madre, con el susto, otro similar golpe en la frente. Ambos se frotaron sus respectivos chichones durante toda la visita, mientras el guía explicaba nuevos dibujos y representaciones en los muros, una foca, peces, rayas y rayajos, caballos y osos. La imaginación infantil hacía ver, además, seres antediluvianos, dragones, diplodocus, que recreaban las luces y las sombras con sus propias figuras y oscuridades, que agigantadas por la iluminación del petromax les daban aires para fantasear, gastar bromas, y provocaban a algunos de ellos risas nerviosas, por el miedo. Ahí estaban doña Purita y don Honorato, para zanjar cualquier conato de rebelión, vigilar las huestes y poner en orden y en fila a los que por una razón u otra se salieran de ella. La mamá de Manolín, desde el chichón, solamente cuidaba al propio Manolín y a su frente. A pesar de la vigilancia y los cuidados, nadie se dio cuenta cómo y dónde se perdieron Rosarito y Pepillo que, como todos, iban en cordel, en fila india, por un lugar ya preparado para que nadie se fuera a derecha o izquierda, a prueba de exploradores improvisados y de turistas irresponsables, en un grupo de solamente quince, tres profesores vigilando el reato, el guía, con un petromax delante y don Olegario el último con otro petromax, cerraba fila. Aún así desaparecieron en las sombras. Se les echó de menos en el recuento, a la salida, faltaban dos, y en el momento de identificar a los desaparecidos, Rosarito y Pepillo, «los de siempre», dijo doña Purita. Un susto de muerte, que trajo a colación otro muchos sustos de muerte que doña Purita sufría cada año, dada su vocación docente, en la que abundaba lo experimental, la cercanía con lo cotidiano, no exenta de riesgos, y la vivencia de los problemas en directo. Nunca se acostumbró a ello y siempre lle-
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vaba en su bolsito, aquel bolsito protagonista de otras aventuras ya contadas, un frasquito de sales, por si acaso, aunque últimamente, para salir con rapidez de los desmayos, le habían aconsejado el regaliz, fuera de palo o en pastillas, más fino el de pastillas, pensaba la maestra. Mientras tanto, los desaparecidos, felices, asombrados de tanta belleza, en contacto con el peligro, en las sombras más escondidas de la gruta soñaban aventuras ajenas al riesgo. Utilizaron la linterna que Pepillo llevaba siempre en su mochila y se dedicaron a explorar por su cuenta. La ocasión la pintan calva y un agujero mal cubierto, que encubría la salida a un nuevo pasadizo, les llevó a gatas a salir de la fila, a los espacios infinitos de una prehistoria libre de ataduras de la civilización, fuera de la ruta prevista oficial y de cualquier tipo de control o fiscalización. Pasaron por recovecos y oquedades colmadas de misterio y ensueño, entre las luces y las sombres atisbaron más pinturas, vislumbraron unas escaleras metálicas que descendían aún más hacia las profundidades, tentación demasiado grandiosa para aquellos intrépidos espeleólogos que vieron cómo la magnificencia de miles de figuras de carbonato cálcico, de estalactitas que descendían como los tubos de un órgano, colores infinitos y sombras sorprendentes entreverados con más pinturas en las paredes, peces, toros, cabras, rayas de rojo y negro, que les llevó a inefables interpretaciones y les hicieron perder el sentido del espacio, del tiempo y de la responsabilidad. El esqueleto que vieron ahí tirado (Nota 3), en el suelo, en un lugar de la gruta acabó con su imaginación y el afán de aventura, y de golpe y porrazo les alcanzó el miedo, más bien el pánico desatado y nervioso, que les hizo perder sus deseos de exploración y aventura, y volvieron sobre sus pasos, ¿qué pasos?, ni una huella sobre el suelo húmedo y rocoso, viscoso por momentos, no se les ocurrió al bajar hacer ninguna señal que permitiera su vuelta, más escaleras metálicas les indicaban descensos aún más profundos, y subidas hacia no sé dónde que no se atrevieron a intentar. —Bajar no, decía Rosarito entre jipíos, —mientras Pepillo lloraba desconsoladamente cuando intentó hacerse el fuerte. Y gritaron, y los gritos se convirtieron en un eco descomunal que recorría el espacio oscuro y vacío de pared a pared, de estalagmita a estalactita y se convertía en un ruido infernal, que devolvía de forma inexorable sus gritos y lamentos. En el exterior, desde que se descubrieron las ausencias, gritos, lloros de muchos, desasosegados los maestros, tranquilo el guía, que volvió a entrar en aquella gruta que conocía como la palma de la mano, en la que
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llegó al único lugar posible de escapada, el hueco escasamente cubierto días atrás, realizado para unas transformaciones en las profundidades, que evitaba entradas de turistas pero no contó con la imaginación y la fantasía infantil. Y llegó sin dudar, supuso qué habían hecho, y subió y bajó, y gritó, y vio en un momento el destello de la linterna de Pepillo, allí estaban los desaparecidos, entre lloros y moqueos, con tiritonas de miedo y frío, abrazados al guía y salvador con desesperación y congoja. La salida a la luz fue un espectáculo, cuarenta niños, niñas, en lloro o alarido in crescendo, en brazos del guía, a quien recibieron con aullidos y aplausos, a los que se sumaron los maestros y decenas de turistas que esperaban el ingreso a la gruta. El propio guía, aún con experiencia ya en otros rescates no pudo dominar su emoción. Las reconvenciones quedaron para otro día. Doña Purita, a sabiendas de que no podría cumplir su promesa, durante su vuelta en tren, adormilada por el traqueteo, juró no volver a salir con niños a una excursión ya fuera a cueva, montaña o prado lleno de flores , pues su experiencia era larga y complicada: o se caían al río, les picaba una avispa, encontraban lagartijas o les daban urticaria las flores. Notas 1. La lámpara Petromax, o lámpara de petróleo, es la lámpara de alta potencia más conocida de todo el mundo. Max Graetz, alemán, la inventó a principios del siglo XX. La razón de utilizarla en algunas cuevas es la de dar más verismo a la visita, pues la electricidad idealiza, camufla, engaña, colorea falsamente. Y con teas, como pintaban los antiguos, sería contraproducente para las pinturas y las estalactitas, debido a la suciedad que provoca del hollín. 2. Para este relato me he inspirado en un viaje que hice allá por 1960 a la cueva de la Pileta, en Benaoján, provincia de Málaga, en plena Serranía de Ronda, España. Es un yacimiento prehistórico con arte parietal del Paleolítico y restos neolíticos, descubierto en 1905 por José Bullón Lobato, y explorado y estudiado por Willoughby Verner, Henri Breuil y Hugo Obermaier. La cueva reúne numerosas pinturas y grabados de estilo francocantábrico con representaciones de cérvidos, caballos, peces, cabras, toros, una foca, un bisonte, signos abstractos y figuras indeterminadas. Se trata de un importante conjunto que aporta interesantes datos sobre la expansión del arte paleolítico fuera de sus áreas clásicas de desarrollo (norte de España y SO de Francia). 3. Los esqueletos descubiertos en la cueva de La Pileta, en una sima de al menos doce metros de profundidad son probablemente de gente muy joven, tal vez cayeron accidentalmente al fondo y anduvieron perdidos sin posibilidad de retorno, o fueron víctimas de algún sacrificio humano. Las huellas de alguna de sus manos están en una de las paredes.
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La vida es como es o como te la cuentan o de cómo los maestros descubren que lo escrito, escrito está, aunque no sea muy creíble
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ara el lunes, una redacción sobre lo sucedido en el fin de semana, dijo, proclamó con autoridad doña Purita, mientras lo escribía en la pizarra en letra redondilla para que a nadie se le olvidara, lo copiaran en sus cuadernos y el lunes nadie se llamara a engaño ni tuviera excusas para no entregarlo. «Y que nadie se olvide», subrayó.
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El «¡que nadie se olvide!», expresión imperativa añadida al énfasis autoritario que imprimía doña Purita, pasaba de ser arte gramatical a convertirse en el comienzo ineludible de las tribulaciones de fin de semana de un sinfín de familias completas. En el mismo momento en el que la maestra pronunciaba las palabras mágicas, se ponía en marcha una maquinaria cuyos engranajes iniciaban el drama por el que posteriormente discurriría el enmarañado nudo de una multitud de fatalidades individuales y familiares. Indefectiblemente se producían sucesos funestos durante lo que debieran haber sido días de convivencia y asueto doméstico, que finalizarían en ocasiones en desenlaces, fueran esperados o inesperados, que trocaban la vida escolar y familiar en un cúmulo de acontecimientos, aventuras, lances, episodios y contingencias muy difíciles de prever y menos de adivinar sus resultados. Las relaciones entre la familia y los deberes escolares tipifican una compleja serie de relaciones, una extensa taxonomía de procederes, comportamientos, caracterizaciones casi imposibles de clasificar de forma exhaustiva y que los investigadores de la sociología de las relaciones humanas debieran analizar e investigar en profundidad. La tipología que he realizado, a todas luces incompleta, reproduce en parte lo que sucede cuando un niño llega a su casa para el fin de semana con un cúmulo de tareas a realizar: los padres quejicas, los ayudadores, los sobreprotectores, los «esto conmigo no va», los renegones, los que «esto es más cosa tuya que mía», según sea hacia el varón o la mujer, los de «estas cosas tendrían que hacerse en la escuela», y finalmente, en los últimos tiempos, se ha generado una nueva tipología digital, la de la familia guasap, padres o madres, generalmente más las madres, del whatsapp, wasap, o por utilizar un mayor tecnicismo, guasap a secas, en redes que se cruzan, se traban, se pelean, se descruzan, se alían, se destraban, se ayudan, se ponen zancadillas, toda una serie de tribus que los expertos en relaciones etnológicas y en grupos humanos contemporáneos debieran también estudiar con ahínco. Pero otro día hablaremos de esto. La otra parte del drama, la de verdad, la ineludible, es la de quienes realmente sufren los resultados, que deben el lunes entregar la tarea, padecen los tiras y aflojas de las partes en conflicto, se esfuerzan, se amilanan, se agobian, o aquellos que, dándolo ya todo por perdido, se olvidan de la tarea, juegan toda la tarde, y salga el sol por Antequera. Otros, irreflexivos, o en exceso reflexivos, como Agustín, Maripili, Pepillo, Bogdánov, y Alonso el manchuria (el que era de La Mancha), se pusieron de acuerdo en contar cual-
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quier cosa, pues qué derecho tenía doña Purita para inmiscuirse en lo que hacían los fines de semana. Y ahí, por ejemplo, estaba Manolín, el de su mamá, progenitora a quien todos mis lectores conocen pues siempre está presente en todo lo que organiza el cole para salvaguardar la integridad de su vástago. La mamá de Manolín, a pesar de que en entre maestros, maestras y compañeritos de su vástago era una leona, de las tareas escolares, se desentendía cuando llegaba a casa y sin ni siquiera ponerse las zapatillas, decía: «Manolo, tu hijo tiene una redacción, ¡a trabajar!». Y Manolo, padre de Manolín, aunque estuviera viendo el mejor partido de futbol de su vida, se levantaba como un corderito del sillón y se ponía a la tarea. Su primer reto era descubrir cuál era la labor a realizar, todo un desafío de máximo riesgo pues Manolín era muy suyo y no soltaba prenda con facilidad. Por medio de preguntas, halagos, encuestas, sin necesidad aún de procedimientos más expeditivos, Manolo, don Manuel, sondeaba a su vástago para que le contara con pelos y señales lo que les había pedido la maestra, difícil empeño pues los niños, o no se enteran muy bien, o te cuentan la mitad de lo que se enteran, o directamente no se enteran de nada. En este caso, Manolín algo dijo, y con esos mimbres, Manolo padre, don Manuel como profesor de química en el Instituto, algo tenía que decir. Y Manolín, sin imaginación ninguna, pero con buena letra, escribió al dictado de su padre Manolo, sobre las emociones que da un día de caza de la liebre y perro rastreador, no con galgo, cenar poco para dormir bien, levantarse al amanecer, quedar con el resto de la partida, andar leguas mientras amanece, observar las huellas en los caminos, y ver donde hacen sus necesidades las liebres, al mismo tiempo que cuidar que los avispados roedores, lepus europeus, no vieran ni olfatearan al perro, que las espanta, y así, con mucha paciencia, esperar los primeros rayos del sol, pues las liebres son muy frioleras y ponen sus lomos a disposición del astro rey, que las calienta y anima para la jornada, y ahí dar el susto a la liebre que de sus primeros saltos, disparatados y erráticos, pasaba a una cadencia más adecuada para disparar. Aún así, a pesar de conocer toda la teoría, don Manuel solía volver sin liebre a casa. La redacción de Manolín fue un completo tratado de caza mayor y menor en el que no se evitaban datos ni erudiciones de gran experto, comparaciones con la caza del oso en Groenlandia y un interesante inciso sobre cómo algunas tribus indígenas amazónicas ejercían sus actividades cinegéticas con cerbatana, sin necesidad de atuendo completo, cananas, armamento, cuellos polares, botas, pasamontañas, mochilas o bolsos. Más bien, dictó don Manuel, «iban en cueros».
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Digno de referir, acentuar, y narrar con todos los énfasis necesarios es el caso de Rosarito, que llegó a su casa esa noche con la redacción en la cabeza y, antes de acostarse, ya había escrito cuatro hojas en el ordenador: tres hojas para contar cómo desde el lunes muy temprano ya pensaba en el fin de semana, «los maravillosos momentos que con sus papás, hermanitos, amigas dispondría para su asueto y diversión (sic)», las excelentes comidas que prepararía su madre, en la que no faltarían deliciosos manjares (sic), apetitosas y jugosas frutas (sic), sabrosos y exquisitos postres (sic), para deleite (sic) de toda la familia y de la tía Merceditas, «que siempre les acompañaba», contaba en un aparte la historia de la susodicha tía, soltera, la pobre (sic) y, tras relatar en doce folios de pe a pa, minuto a minuto lo que había hecho, vivido, imaginado y sentido en el fin de semana, con paseos, comidas, juegos incluidos, ya corregido y releído el texto, cambió el tipo de letra, subrayó, lo adornó de colores varios, y resumió todas las especificaciones, incluido número de líneas y palabras. Al final lo imprimió con pulcritud, firmó y rubricó sin olvidar la posdata de agradecimiento a la maestra por haber permitido recordar los inefables momentos pasados durante aquellos días. Gustavin fue más escueto. O no se esforzó mucho, o sus aptitudes literarias no le daban para más, o nadie le echó una mano, pero el resultado fue una línea y media con letra muy grande para que pareciera más. «Me levanté desayuné fuimos a jugar comimos fuimos a jugar por la tarde hice la redacción cenamos y nos acostamos». No era un prodigio de escritura, no tenía comas ni se ajustaba a la realidad. Le faltó contar que le llevó una hora trasladar al papel todo un día de fiesta rico en hechos y matices, no contó lo del cocorotazo que le dio su abuela por tirarle del pelo a su hermana, ni que por la tarde estuvieron cazando mariposas, ni que por la mañana su padre lo hizo participar en un maratón, ni que su madre había hecho un postre como para chuparse los dedos. Pero así era Gustavín. Abdulah y Fátima contaron lo del Ramadán, cada uno a su estilo, desde visiones muy diferentes, en función de cómo reaccionaban sus respectivas familias, Abdulah lo llevaba muy bien, pues sus padres desde pequeño le ayudaron poco a poco a hacerlo, con alegría, Fátima pasaba hambre y no lo soportaba. A Abdulah sus padres le adiestraron para el ayuno lo introdujeron paulatinamente en la práctica, y hasta lo hacía con felicidad. Sus padres lo premiaban y elogiaban el esfuerzo. A Fátima la obligaron a coscorrones, gritos y amenazas. Para fastidiarla aún más le ponían dulces en su campo de visión y le reñían por mirarlos, Para Fátima, al contrario que para Abdulah, el Ra-
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madán era un infierno. Todas sus vicisitudes, las alabanzas de unos y los coscorrones de los otros, ambos las contaron sin reparos. A Chinami «un millón de olas», de ancestros japoneses, le pareció de perlas la idea de la redacción para convertirse en samurai, una mujer samurai que se enfrentaba a aventuras inciertas, pavorosos enemigos y hazañas heroicas (en el fondo contó la historia de Mulán, de Disney, película que había visto la semana anterior). No se preocupó por la verdadera historia de su país de origen, pues la mezcló sin prejuicios con la de China y la de otras civilizaciones y lugares lejanos. Los reyes y aventureros de cualquier cultura o gesta, se unieron a personajes del período Heian, allá por los años mil, y se movieron tanto por la muralla china como por el volcán Fuyiyama y los Alpes austriacos, en un galimatías en el que no faltaban patadas y equilibrios que había visto en el cine, saltos de vértigo que describió con colorido oriental, aventuras en las que se mezclaban luchas a catana con cabalgadas por los desiertos. Relató con prolijidad de detalles, un sangriento harakiri que hizo dudar a doña Purita al corregirlo si aquello era sembrar valores de paz. Kumiko, escribió sobre la vida de sus padres en el restaurante chino, de sol a sol, entre humaredas y llamaradas, trabajar y trabajar, día y noche, trabajar, las tres delicias quedaban para el arroz, el resto era una especie de esclavitud, entre aromas a especias y fritangas. Contó cómo el wok, esa sartén china tan familiar para ella, de forma cóncava y de chapa muy fina, era fundamental en la comida china, ideal para calentarse muy rápidamente y a gran temperatura. Y relató con detalle los trucos de la elaboración de las verduras, cortar todo muy delgado y que se haga muy rápido, como en una plancha pero a grandes llamaradas. A doña Purita le dio un patatús al leer, y otro de mayor calibre al releer los trabajos de sus alumnos, se aterró con los entremezclados de imposibles históricos, se horrorizó con el haraquiri del samurái, y quedó muda de asombro con los diferentes estilos literarios e imaginativos, dados los arduos caminos literarios que llevaron a sus alumnos de la exuberancia a la parquedad, de la fidelidad a las recetas de cocina china al anacronismo japonés, de las faltas de ortografía de sus alumnos a la perfecta letra de los padres en el trabajo de sus hijos. Y no durmió tranquila. Aquello debiera cambiar, «no nos podemos quedar así», se decía, reflexionaba sobre la necesidad de gestionar didácticamente la situación para combinar el noble arte de la escritura tradicional, incluso la caligrafía china, con la usual literatura y la tipografía informática, la ayuda paterna o la responsabilidad individual.
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Una noche de insomnio, insufribles jaquecas y unos atisbos de creatividad inconsciente llevaron a la maestra a poner a prueba a sus alumnos en la clase, en la misma clase, sin mamás de Manolín y ningún tipo de artilugio digital de comunicación, de sorpresa, para que los trabajos de redacción no quedaran al albur de pesadillas familiares. En aras de la objetividad y para no vivir en solitario la tragedia, encajó el problema a don Honorato que, no sin reticencias, infinidad de excusas y algún chantaje amigable, aceptó. Y don Honorato reunió a la clase, y escribió en la pizarra el tema de la redacción «Lo que he hecho en el fin de semana». Dio verbalmente instrucciones precisas de no copiarse, de ejercer la imaginación y tener en cuenta los recuerdos vividos, y con su mente puesta en la concisión de Gustavín, exigió que la composición escrita, debiera estar hecha con buena letra, ocupar más de quince líneas y tener en cuenta los signos de puntuación, sobre todo las comas. Doña Purita fue quien corrigió posteriormente los escritos. Nunca más habló de ellos en público ni puso ninguna nota. Se saben algunos de los detalles de lo que había en ellos por confidencias de la maestra a una fiel amiga que lo desparramó por donde pudo. Gustavín, por ejemplo, escribió quince veces «Don Honorato nos ha mandado una redacción y la hemos hecho», sin comas, Chinami, en vez de trasmutarse en Samurai, contó prácticamente lo mismo pero convertida en la Princesa Mérida, de Brave, de Disney, ya que había visto recientemente la película en la tele, Manolín siguió con la caza, pero esta vez de dragones, para lo que utilizó las mismas técnicas de rastreo que don Manuel para la caza de la liebre, Fátima habló del hambre que pasaba en el Ramadán y Abdulah, contó las excelencias del mismo. Kumiko explicó la receta del arroz tres delicias, que en realidad eran cuatro, Maripili explicó cómo habían ido al cine y contó una películas a todas luces inventada, en realidad un resumen de una serie de televisión que le había contado una vecina. Todos escribieron lo mismo o muy semejante en forma y fondo que lo que habían redactados ellos o sus padres el domingo, esta vez cada uno con su propia letra.
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Los Whasap los carga el diablo o de cómo los avances tecnológicos pueden complementarse con poesía, tiza y pizarra
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n un relato anterior hice referencia a cómo las madres, y algún padre, de la clase, formaron un Grupo de Wasap, algo que hacen, sin excepción, todas las madres y padres de hoy. Es una especie de obsesión de utilidades variopintas y para múltiples eventualidades, acuerdos, hermanamientos, apoyo a los vástagos, colaboración, o no, en las tareas de los maestros e innumerables comunicaciones internas que sería excesivo enumerar. Lo que no conté, aunque hice un somero adelanto, es que los Wasap, con frecuencia, se van de las manos pues los carga el diablo, el mismísimo Belcebú, que los puede convertir, y de hecho los trueca con frecuencia en una suerte de arma mortífera contra los maestros, que con razón o sin ella padres y madres los mudan en enemigos a quienes hay que combatir; en ocasiones, las más,
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algún mensaje se vuelve en contra de los propios emisores y receptores del mensaje, allegados y colaterales, un boomerang que retorna debido a leyes físicas al lugar de donde salió y da al emisor en lo más íntimo, si entendemos por íntimo tanto un ojo como la propia moral, lo que vulgarmente se denomina «que les sale el tiro por la culata». En el relato que nos ocupa, las madres y padres, más madres que padres en realidad y, para ser sincero, ningún padre de la clase de la que eran profesores doña Purita y don Honorato, montaron un Grupo de Wasap. Tras algunos dimes y diretes y gran ilusión por parte de la mamá de Manolín, todo comenzó a salir de madre nada más comenzar. Cuando no habían pasado ni quince días de su creación, se dieron los primeros roces por qué se yo; no pasó ni un mes cuando los maestros ya fueron tratados de irresponsables, de mandar demasiadas tareas para hacer en casa, de que no se preparaban la clase, de que se enfadaban por nada; en mes y medio una madre se soliviantó con el resto por un asunto que mejor no contar, que tenía que ver con su marido y otra madre del Wasap; a los dos meses, las cosas habían llegado a tal extremo de dureza, descalificaciones, denuestos, insultos de grueso calibre y acusaciones, que algunas madres intentaron poner orden sin resultado alguno; a los cuatro meses el grupo era ya una especie de batalla del todos contra todos, más bien del todas contra todas. Nadie dejó el grupo pues por el bien de los hijos, los padres podemos llegar a los mayores sacrificios. Un día, y no es más que un pequeño ejemplo, cuatro madres se presentaron a doña Purita para leerle la cartilla en nombre de todas, afirmaban con rotundidad. Que si los niños aprendían poco, que si aprendían demasiado de literatura y ortografía y casi nada de matemáticas, que llevaban demasiada tarea a casa, que hay que exigirles más, que lo de castigar a unos y no castigar a otros no era de recibo, que esto no puede seguir así, para finalizar con un mitin y amenazas larvadas sobre el original asunto de que las madres unidas jamás serán vencidas. Doña Purita, de talante desigual, ese día pudo controlar sus nervios a duras penas, tras tragar saliva, contar tres veces hasta veinte y encomendarse a san Juan Crisóstomo, patrón de predicadores y taumaturgos, les dijo con suavidad que fueran con tranquilidad y que si le pudieran dar las quejas por escrito, y firmadas por quienes estuvieran de acuerdo, ella las tendría en cuenta. Doña Purita era sabia, y tenía cierta experiencia en aquello de «que vengo en nombre de todos», que no siempre suele ser cierto,
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dio dos sonoros besos a cada una de las madres mensajeras y las despidió con exagerada amabilidad mientras daba vueltas a su cabeza sobre cómo solucionar el entuerto. Aquella noche la maestra intentó entrar en el grupo de Wasap a las claras y mirando de frente, con la cabeza muy alta. Su solicitud de alta provocó que se armara un batiburrillo mayúsculo, grito en el cielo, acusaciones de intrusismo, cara dura, solterona «que a ver qué sabe de hijos», «a quién se le ocurre», «ésta qué se cree»; otras madres lo vieron normal, alguna lo apoyó directamente, que si el derecho a defensa y tal y cual. Ganó la mayoría y Doña Purita no fue aceptada. Nunca se había dado el caso, «y no era cuestión de cambiar la Historia», dijo la mamá de Rosarito, que nadie del gremio docente se introdujera en un grupo de amistad de progenitores, contingencia que le quitaría al grupo su razón de ser, su identidad y, sobre todo, impediría que las madres, y algún padre, se despachara a gusto contra las actuaciones de quien intentara «influir en las mentes infantiles con ideas de otros tiempos o demasiado avanzadas» y que de educación «quienes sabemos somos las madres, que para eso los hemos parido». La negativa creó en la maestra cierto grado de soledad, de ser indefenso, de persona expuesta a los avatares de los padres, lo de ser «persona non grata» no era su modo, y doña Purita pasó al contraataque. Pensó en cómo entrar mediante alguna innovación tecnológica, le llegaron ideas mefistofélicas, imaginó introducirles en los móviles un virus, un troyano invasor que les fundiera los interiores de sus máquinas de guerra. Rechazó la idea por malévola, carente de imaginación y contraria a toda una vida de dedicación a hacer que las generaciones del futuro tuvieran buenos sentimientos. Su experiencia de tantos años en conflagraciones y guerrillas escolares le impuso utilizar una de sus mejores estrategias, la creatividad. Doña Purita era persona de gran inventiva y tenaz temperamento, su habilidad didáctica se basó siempre en ponerse en el lugar de otros, analizar situaciones, buscar alternativas de solución, y elegir la mejor de las opciones. En este caso tras darle muchas vueltas, clarificó sus objetivos, hizo gráficos de disyuntivas posibles, diagramas de flujo, cuadros comparativos, para lo que dedicó noches de insomnio, varios lápices de grafito del número dos e incontables gomas de borrar sobre papel cuadriculado, y pergeñó una estructura de planificación que puso en práctica de inmediato. Y como la idea del troyano quedó bailando en su cabeza, dio con la tecnología adecuada y que tan bien conocía. La
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pizarra. Parecía inocua cuando fue durante siglos instrumento de adoctrinamiento y manipulación. Ahora serviría para sus fines. Lo primero, principal e insoslayable que doña Purita debía solucionar con celeridad era cómo entrar en Troya, introducirse de soslayo en las líneas enemigas. Habló con una vecina que a su vez tenía amistad con un primo de la madre de uno de sus alumnos, no voy a desvelar el nombre para no crearle problemas, la cual se avino a comunicarle minuto a minuto lo que se cocinaba en el grupo de Wasap. Una vez hecha con la información, lo demás fue una tarea de artesanía cotidiana. La confidente le enviaba al móvil la información del Wasap de ese día y doña Purita, de inmediato, utilizaba la pizarra para devolver el golpe. Me explico: la maestra, con lenguaje didáctico y adaptado para menores, incorporaba el mensaje diario enviado a las madres que los alumnos debían escribir en el cuaderno, llevarlo para que sus padres lo firmaran y devolverlo rubricado al día siguiente. Casi tan inmediato como las redes telemáticas pero más sutil y con inteligencia, «mejor que meterse de tapadillo en un caballo de madera», se ufanó doña Purita. El primer día que Ade-lita, la mamá de Gustavín, escribió un nuevo mensaje con clara referencia a Doña Purita, la maestra estaba preparada técnica y psicológicamente, incluso se felicitó de que el mensaje se escribiera en un tono insultante, desagradable y poco afortunado. Le llegó en un mensaje que le envió la infiltrada. Ade-Lita, además, cuestionaba sus formas de explicar la literatura de Gustavo Adolfo: «Más cuentas y menos literatura, ¡PURA!», con el énfasis en un pareado provocativo y de dudoso gusto. Doña Purita, enamorada platónicamente en su juventud de Gustavo Adolfo y de su literatura, acusó el golpe, no pudo soportar tal desatino, le molestó especialmente el ripio, y escribió en la pizarra la frase que incitó a que todos los de la clase copiaran en el cuaderno: «Los padres y las madres deben darse cuenta de que las cuentas y la literatura van de la mano y que trae cuenta hacer caso también a la PURA literatura y las letras. Gustavo Adolfo». Aquella noche en varias familias se vivieron sorpresas. «¡Ade-Lita, los niños tienen un nuevo maestro, se llama Gustavo Adolfo!», gritó el papá de Gustavín desde el salón. Ade-Lita, mosqueada, escribió un nuevo mensaje es su Wasap, sin pensarlo mucho, llevada por el momento: «Gustavo Adolfo debe ser algún amante de la maestra. Nuestra lucha es dura ¡PURA!». Ese día, Doña Purita se divirtió al darse cuenta de que las madres no se habían percatado de había un troyano en el chat. Sin embargo, por la tarde, tres madres desertaron del grupo, por si las moscas. O por si las notas.
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Por la tarde, sin rendirse, la maestra elevó un grado la temperatura de la batalla. En la pizarra escribió: «Amar la poesía es amar a los poetas, a los científicos, a los estudiosos y un billete hacia el futuro. Firmado. ¡PURA VERDAD!». El mensaje pasó de la pizarra a los cuadernos de los de la clase y fue entregado a padres y madres esa misma noche para que lo firmaran y fuera devuelto al día siguiente a la maestra. Ade-Lita dio un respingo, algo despertó en su mente, se percató de que la maestra estaba al tanto de los escritos, sospechó que algún troyano se hubiera introducido de rondón en el Wasap y escribió en el chat: «Hay una Judas entre nosotras. Quien avisa no es traidora». Esa misma noche, cuatro madres más se dieron de baja en el grupo. Doña Purita dejó al día siguiente un nuevo mensaje en la pizarra: «Antonio Machado escribió: En el análisis psicológico de las grandes traiciones encontraréis siempre la mentecatez de Judas Iscariote. Firmado. ¡PURA POESÍA!» Cinco madres más se dieron de baja tras leer el mensaje esa noche. El último embate de doña Purita obligó a Ade-Lita a cambiar de táctica. Llamó por teléfono a las madres que aún quedaban en el grupo, y las citó en una cafetería «sin micrófonos ocultos ¡si fuera posible!», conminó. Todas le dijeron que sí, aunque acudieron solamente cuatro. Entre el telefonazo y la hora de la cita desertaron siete más. Las cuatro confabuladas, «Caballo de Troya» estaba entre ellas, decidieron buscar de inmediato otro plan de ataque, complicada aventura que no pudieron finalizar esa tarde por falta de acuerdo. Las propuestas que hizo la delatora troyana, con el fin de reventar la aventura, se rechazaron de inmediato por inadmisibles, disparatadas, delirantes y extraviadas. Las propuestas de AdeLita, cuya derrota ya estaba a la vista, que se había tomado el asunto como algo propio, iba en ello su credibilidad, su autoridad y su liderazgo de por vida, fueron refutadas por imposibles. Al día siguiente, en la pizarra que pasó a los cuadernos, Doña Purita escribió el último mensaje, con el que remató la faena: «Invito a las cinco madres que se reúnen», el número de juramentadas que iba quedando, «a hacerlo en la escuela, para que no gasten en chocolate con churros», en alusión al chocolate con churros que Ade-Lita se había comido en la cafetería. Esa misma noche, cuatro madres más se dieron de baja, incluida la que hacía su papel troyano y quedó solamente Ade-Lita en el Grupo de Wasap.
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Aunque doña Purita nunca se caracterizó por actuar con frenesí o violencia, el primer día del triunfo quedó exultante, saber que sus inteligentes argucias dieron resultado le subió la moral y la propia estima. Sin embargo, los días siguientes a la victoria, pírrica por cierto, un regusto amargo quedó en el alma de la maestra pues la venganza es acre, más aún cuando se hace en caliente y quienes sirvieron de instrumento son tus alumnos. Cierto es que deshizo el maleficio, rompió el hechizo y pudo seguir con su tarea diaria, la preparación de sus clases, la emoción de ilustrar a una serie de irresponsables juguetones sobre aquellos que manifestaron al mundo la belleza y el sentimiento estético mediante la palabra. Doña Purita enjugó sus penas y limó sus regodeos con lo que mejor se le daba y, en sus ensoñaciones, entre poemas, lágrimas, añoranzas, alegrías y tristezas y una copita de pacharán, escribió en su Diario, en la mesa de camilla de su recoleto cuarto de estar, entre comillas y palpitaciones, pizarras y ecos del Wasap, aquellos versos de Gustavo Adolfo: «Entre el discorde estruendo de la orgía acarició mi oído, como nota de música lejana, el eco de un suspiro».
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Cuanto más deberes, menos derechos o de cómo en los claustros de profesores, además de procurar el bienestar de los alumnos, se cuecen habas a calderadas
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on Honorato se levantó un lunes con la idea de que cuanto más deberes para hacer en casa, peor; o lo que es lo mismo, pensaba, cuanto más se trabaje en clase, mejor, o dicho de otra forma, es en el colegio donde niños y jóvenes deben formarse sobre lo que está en los programas y donde deben desarrollar la mayoría de las actividades que les permiten aprender. El maestro recordaba como una pesadilla su última semana, le había ido mal, rematadamente mal, tuvo la tentación una y mil veces de tirar la toalla. Don Honorato, insomne, para evitar problemas se tomó cuatro tilas, hizo de tripas corazón y obedeció órdenes de dirección, concretamente de Doncarlosmari, y encargó a sus alumnos un trabajo sobre ecología.
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Un proyecto para Doncarlosmari Comencemos desde el principio, cuando se gestaron los hechos que dieron lugar a los sinsabores y desvelos de don Honorato. El joven y entusiasta director, Doncarlosmari, aceptó con ilusión un proyecto organizado por el ayuntamiento, muy concretamente por la concejala de medio ambiente, que ideó con el fin de limpiar la ciudad, hacerla más vistosa para el turismo y, de paso, lograr un puñado de votos más en las próximas elecciones. La regidora pensó que la educación cívica debiera comenzar desde la escuela, y emitió un bando para proclamar a los cuatro vientos un concurso en el que se premiaría el mejor trabajo infantil dedicado a la defensa del entorno y a dejar los barrios como los chorros del oro. Doncarlosmari entró al trapo, le entusiasmó el proyecto, se le pasó por el magín en un flash su imagen como futuro edil municipal vitoreado por las multitudes, y lo llevó a Claustro. La propuesta al Claustro Allí lo propuso Doncarlosmari ante los profesores, una representación de las madres y del personal administrativo y auxiliar, un alumno llevado a la fuerza y el conserje de la escuela que estaba para lo que saltara: El director se sintió Pedro de Amiens, el Ermitaño, aquel monje que en el siglo XI animó a las masas europeas a ir a combatir a los infieles para liberar Jerusalén. Faltó a Doncarlosmari subirse a la mesa para declamar su mitin, repitió que era una invitación, de aceptación voluntaria, no impuesta, democrática, como planteaba siempre las cosas, y les llamó a la responsabilidad, a poner en alto la insignia de aquella escuela y a trabajar solidariamente, con generosidad y esfuerzo en la aventura que a todas luces llenaría de honores la escuela en la que todos ellos, no lo dudaba, estaban felices por el deber cumplido, como decían los antiguos. Quienes conocían a Doncarlosmari intuían que aquella sonrisa de medio lado, y dar pocas explicaciones con cara de que si no se hace por las buenas se hace por las malas, traería complicaciones futuras. El término «voluntariamente», para el director, poseía un significado oculto con característica de metamensaje sibilino, algo así como hazlo si te parece o si no, atente a las consecuencias. Don Honorato pensaba que, como cualquier aprendizaje que se relacionara con el comportamiento y con los valores, el orden, el respeto a la
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naturaleza, y todo lo que eran actuaciones ciudadanas, debiera adquirirse con fundamentaciones serias, de buenas, sin castigos ni amenazas, para no crear anticuerpos hacia el conocimiento y la ciencia pura. Las tareas en casa, en solfa Lo de las tareas en casa venía de antiguo, una cuestión reiterativa, recalcitrante y aburrida hasta la saciedad. El fondo del asunto es la conveniencia, o no, de hacer trabajar a los niños en su casa, o lo que es lo mismo, hacer trabajar a los padres lo que los maestros no pueden, o no saben, o no quieren, trabajar en el colegio. Doncarlosmari lo tenía muy claro, soltero y sin compromiso que se supiera, aunque malas lenguas comentaron que lo vieron en el cine haciendo manitas con la inspectora de educación, no tenía el problema en casa, precisamente donde lo tenía era en la escuela. Al director lo apoyaba una facción del colegio, proclives a que los padres debieran hacerse cargo de las tareas que se encomendaran a los niños para hacer en su casa, pues para eso los habían tenido, que parece mentira traer hijos al mundo y después dejar las tareas para la escuela. Sin embargo, no todos pensaban igual, e incluso entre quienes pensaban igual, había diferentes procedimientos de actuación, diferencias mínimas, en ocasiones de concepto o de estrategia, y en otras porque sí, parecían quebraduras insondables. El debate «Se abre el debate», declamó Doncarlosmari teatralmente , mientras recapacitaba sobre los sistemas liberales y democráticos, «dejo hablar para que se peleen entre ellos y así yo al final impongo una solución de consenso, la mía, para no llegar a las manos». La discusión fue un resumen calcado de las principales ideas que las redes, la televisión y los medios de comunicación transmiten a sus seguidores y adeptos. Pelea total e indiscriminada, agresiones verbales y descalificaciones disimuladas y sin disimular. El joven director dejó las cosas muy claras, estaba informado convenientemente de que lo de las tareas en casa era discutible, muy discutible, pero también había leído que, aunque hay países que las rechazan de plano, algunos expertos afirman que es muy positivo que progenitores y familiares se impliquen con la obligación de sus infantes, una manera muy eficaz para que adquieran disciplina y capacidad de trabajo (y de paso fas-
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tidio un poco a los padres, pensaba el director). Doña Purita le rebatió con apasionamiento que también algunos expertos decían que más de 30 minutos al día de tareas fuera del aula son inadmisibles, que los niños necesitan descansar y jugar, que la familia debe actuar como tal, y no convertirse en la continuación de la escuela, a lo que don Prudencio, maestro experimentado, añadió que las tareas en casa producen desequilibrios familiares, un gran stress y no conducen a nada. Doncarlosmari argumentó que para gustos y opiniones todo son colores, que hay quien dice que las tareas en casa son imprescindibles, que una de las obligaciones del sistema educativo es implicar a los padres en lo que ocurre en la escuela, que hay mucho advenedizo quejica entre madres y padres, y que si tal y cual. Don Prudencio le contestó que sí, pero que muchos deberes crean anticuerpos, y es excesivo, que lo bueno y breve dos veces bueno, que a ciertas edades es mejor tener más tiempo para ser niños y disfrutar la vida. Discusión interminable Pasaron las horas, demasiadas, (Nota 1) y el claustro no avanzaba, la discusión se alargó, se hizo violenta. Doncarlosmari esperaba que los problemas, los suyos, se le solucionaran por aclamación, sin recurrir a la autoridad, pero no fue así, e insistió en la obsesión de muchos padres por las actividades extraescolares, que reniegan de los deberes pero les acosan a danza, inglés, gimnasia rítmica, fútbol, piano y trombón de varas. La mayoría, harta de perder el tiempo, quiso que terminara aquella discusión sin fin, que desde una simple división de opiniones pasó a ser confrontación épica, como en cada reunión, con las fuerzas equiparadas, en dos bloques, en trincheras bien definidas, sin el más mínimo acercamiento de posiciones. Don Honorato, doña Purita y don Prudencio, los maestros de mayor experiencia, a un lado, en una cohorte, explicaron sus experiencias negativas, contaron sus batallitas, explicaron con pelos y señales los inconvenientes de las tareas en casa; Paquita, la conserje, los apoyaba pues sus experiencias personales como madre la hacían dudar de las tareas impuestas, que se copiaban a veces literalmente de Internet, así, tal y cómo, textos sin cambiar una tilde, tipos de letra sin venir a cuento, sin molestarse a buscar otro, y quedaba un producto acabado con las mismas imágenes, márgenes, faltas de ortografía, colores, estilos y problemas sin solucio-
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nar que el texto propuesto en las redes. Los partidarios de mandar tareas al domicilio familiar, contestaban, argumentaban, que era una forma idónea de implicar a los padres, de hacerlos sufrir, en suma, a lo que la mamá de Manolín, siempre al lado de la dirección, asentía que sí, que sí, que lo que dijera Doncarlosmari. Cerrojazo Doncarlosmari, presionado por las circunstancias, dio el cerrojazo de golpe. Él era el Director. Se haría el trabajo para el ayuntamiento, no era para tanto, la escuela quedaría bien, y tal vez recibieran un premio, el ayuntamiento financiaba todos los años una visita al consistorio para que todo el mundo apreciara el denodado trabajo de los concejales por el medio ambiente. Y el tema, facilito: los cultivos transgénicos en América del Sur en la época del desarrollismo. Facilito y, sobre todo, de gran utilidad para el futuro de los estudiantes. El director, Doncarlosmari, autor de la idea y promotor del proyecto, se había decantado por lo que él decía era de rabiosa actualidad, a pesar de que doña Purita había propuesto que se dedicara mayor tiempo a que los alumnos llevaran a sus casas mensajes como lo de reciclar basuras, respirar aire puro, y esas cosas, o no fumar en la casa, que también implicaba a la familia. Y la tarea llegó a los hogares en blocks, cuadernos y apuntes, y se abrió de nuevo la caja de Pandora. Pandora, acompañada de varias madres, acudió soliviantada, llena de truenos y relámpagos, al colegio, a reclamar, a quejarse, a armar un poco de ruido por el dichoso transgénico, cómo se puede pedir un trabajo de la noche a la mañana, busca en Internet, sobre los cultivos transgénicos en América del Sur, 160.000 resultados en Google, los nervios a flor de piel, y hay que lavar, y planchar, era no ya excesivo, sino un atraco a manos armada. Algunos de lengua suelta contaron que Doncarlosmari salió del colegio por la puerta de atrás, disfrazado de empleado del ayuntamiento. Inestabilidad Doña Purita y don Honorato se lamentaron durante semanas en silencio tras el resultado de la redacción sobre transgénicos. El difícil e inestable equilibrio entre el aula y su entorno familiar, la complicada armonía de los integrantes de la Comunidad educativa estaba en entredicho, la su-
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til, a veces precaria, concordia entre los alumnos de diferentes orígenes podía irse al traste debido a influencias ecológicas transgénicas. Ambos maestros clamaron al cielo para que les enviaran mejores tiempos. Lejos estaban de imaginar que lo peor no había comenzado, que Maripili y sus secuaces estaban a punto de desencadenar una cruzada contra las tareas escolares que, si el lector es paciente y sigue estas desventuras, se encontrará que en el próximo volumen, Pandora y sus fuerzas ígneas se desencadenarían sobre la faz de la comunidad educativa. Nota 1 Puede parecer una exageración, pero el autor de este relato padeció en varias ocasiones de su experimentada vida claustros que comenzaban a las cinco y media de la tarde y llegaban a la madrugada. Eran otros tiempos, sí, en los que los Consejos escolares y los Claustros fueron cuidados y potenciados tanto por las administraciones públicas como por los padres y los profesionales de la educación.
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Educación en las nubes o de cómo doña Purita y don Honorato se convirtieron en maestros en las redes
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uento aquí cómo la vida de los maestros no finaliza con una fiesta de despedida en la escuela, por grande, entrañable, afectiva o solemne que sea. Al contrario, el agasajo por la jubilación de Doña Purita y de don Honorato fue el comienzo de una nueva etapa, cibernética, no menos real y con una proyección espacial, a todo el orbe, a la Humanidad entera, galáctica, inconmensurable. El homenaje fue por supuesto una magnífica ocasión de recordar los avatares y logros, una vida entera, completa, dedicada a educar, a formar, a instruir a decenas de generaciones de gentes bulliciosas e irresponsables, a las que encauzaron con paciencia por el camino del optimismo y de la responsabilidad. Fue un encuentro bullicioso y feliz lleno de adornos, banderitas, discursos, concurso de relatos y poemas, dibujos murales, pintadas de tiza en los patios y una frustrada ascensión en globo aerostático, que ideó el profesor de sociales, pero que no fue del agrado de madres y padres y descartado por peligroso. Lejos estaban los maestros de cualquier tipo de recuerdo que empañara el acto, de años de esfuerzos y algunos sinsabores, y en su memoria solamente quedaban evocaciones alegres, momentos en los que los alumnos fueron los únicos protagonistas de su trabajo.
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Tanto don Honorato como doña Purita recordaban sus éxitos, que tenían tanto que ver con los de sus alumnos. Pasaban por su magín, como en un film inacabable, cientos de rostros, de niños primero, de adultos después, que hicieron su vida, su profesión, con aquella base escolar que ellos les proporcionaron. Para los niños, por otra parte, una fiesta siempre fue una fiesta, se celebrara lo que se celebrara, y olvidaban las razones de la conmemoración de inmediato. Los niños siempre piensan en presente, el aquí y ahora, tienen pocos recuerdos, su vida corta les lleva a lo inmediato, fundamentalmente al juego y a los bonitos momentos, con escasas comparaciones con el pasado y mucha alegría del presente, los recuerdos malos pasan enseguida si otros los sustituyen, ya vendrá el mañana a recordar algunas miserias. Precisamente ahí se basa la salud de los niños, en olvidar con facilidad los malos momentos, eliminados con presteza de sus cerebros a nada que otra vivencia entra en sus vidas, que sustituye lo negativo, eliminado de su cerebro para guardar informaciones importantes, al mismo tiempo que lo desagradable, lo feo, lo áspero o lo complicado, queda bloqueado como recuerdo para el futuro. Para los otros maestros era otra cosa. Algunos añoraban entre emociones y tristezas el cambio de estatus de sus compañeros de tantos años mientras el director, Doncarlosmari, no disimulaba su alivio, pues para él las despedidas sirven igualmente para decir adiós a algunos problemas, y consideraba en su interior más profundo que ya era hora de desprenderse con honores de dos carcamales sabelotodo expertos en contar batallitas, cuestionar sus métodos y quitarle la paciencia cuando le hacían ver a cada rato algunas incongruencias en las novedades que su mente inquieta y renovadora intentaba implantar. Era ya momento, consideraba, de mejorar las cosas y de que le dejaran dirigir la escuela sin constantes, y arcaicas, intervenciones y desafortunadas, y antediluvianas, críticas. Hacía más de diez años que Doña Purita cavilaba con tristeza sobre su jubilación, quiso hacerlo con dignidad y se preparó para ello. Maestra en las redes telemáticas desde que entraron en su vida, decidió convertirse en educadora, maestra, instructora y mentora en red, y se puso manos a la obra, abrió su web, se introdujo en cuantos mecanismos de difusión conocía, y comenzó a propagar sus reflexiones, alguno de sus poemas y reivindicaciones sociales y su idea sobre cómo era importante el papel de la mujer en el globo; todo ello lo alternaba con fotografías de sus trabajo de crochet y de patchwork, de estudio de las hormigas, mirmecología se denomina, y de sus aficiones en el campo de la cetrería, adiestramiento de halcones, en el que era una experta. La difusión de su trabajo e ideas en las redes para todo el mundo, sin distinción de personas, ideas o afiliaciones, comple-
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mentaban su vida y aquietaban su espíritu en momentos de desasosiego. La maestra contagió a don Honorato en su afición, y le animó a seguir su ejemplo, a entrar en las redes, a jubilarse telemáticamente con dignidad. «Cuando se es educador», le decía, «se es para toda la vida, y la vida no se acaba un día, de pronto, que hay que dar mucha guerra aún» y le argumentaba que si la tecnología proporciona nuevas posibilidades, hay que utilizarlas. «Yo te pongo al día, Honorato, en esos vericuetos virtuales». En la tierra o en la nube, en lo real o lo virtual, Don Honorato era reacio a esas realidades intangibles que enervaban su espíritu pragmático y metódico, no entendía cómo lo palpable, lo evidente, lo indiscutible, podía ser también real en una nube, en espacios desconocidos e impalpables; por ello era renuente al cosmos cibernético, a aquellos cambios a los que le encaminaba doña Purita. La maestra le hablaba de la importancia de entrar en la telemática y de cómo era un medio magistral para que el maestro pudiera mostrar al mundo su ingenio y sus trabajos en astronomía, botánica, mineralogía y espectroscopia. El estudio de los espectros de la radiación electromagnética era una de sus raras habilidades, de cuando andaba por observatorios astronómicos, cuando analizaba la luz visible y su espectro, conocimientos adquiridos que tanto beneficiaron sus capacidades docentes durante toda su vida, en la que era capaz de detectar movimientos y efectos subyacentes en la masa infantil. Cuando don Honorato, a regañadientes, aceptó el reto, dio un paso hacia un nuevo mundo, incorpóreo e inacabable. Su vida cambió, el ciberespacio y los misterios de esos mundos ignotos, paralelos, desconocidos para él, dominaron su vida. Se introdujo en la sistematización telemática y en el inmenso, proceloso, inacabable mundo de las redes. Tras los primeros intentos, su mente curiosa lo entusiasmó y se matriculó en un curso para principiantes que le quitó el miedo, un segundo curso que canalizó sus intereses, y otro más, al que le guió doña Purita, que lo lanzó, libre por fin, al ciberespacio infinito, sin temores ni contemplaciones. Y en el cosmos, Purita y Honorato se volvieron a encontrar en una inmensa aula infinita, con miles de alumnos y alumnas de todos los países y todas las lenguas, con Rosaritos y Maripilis, y Manolines a montones, a los que se añadieron nuevos alumnos de todos los países del mundo, de raras costumbres y de apellidos extraños. Los poemas de doña Purita llegaron a los confines del mundo. Las fotografías planetarias de don Honorato alentaron a gentes de todo el planetas a mirar más al cielo, a fotografiarlo y a difundirlo. Entre los dos animaron a muchas personas a escribir poemas y hacer fotografías de objetos, situaciones y mundos inverosímiles, que se difundieron por el infinito y multiplicaron los contactos, los alumnos, las fotografías, las opiniones y las ideas.
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Y comenzaron también los desasosiegos. Se iniciaron con algunas consultas de poca monta que los maestros recibían de sus contactos más cercanos, antiguos alumnos, familia y amistades entrañables de su entorno. De pronto, casi sin sentirlo, se desbordaron los escritos, felicitaciones y consultas. Decenas de correos electrónicos se acumularon en sus ordenadores, entre la satisfacción y el desconcierto, hubo quienes se comunicaban para saludar y agradecer, hubo quienes, simplemente, consultaron sobre asuntos relativamente sencillos, quienes les pusieron en un aprieto o quienes directamente pidieron la luna, el camino más corto para llegar al Aconcagua, cuántos ocelos tiene el ojo de una mosca, o las diferencias entre fisión y fusión nuclear, o que le diera ejemplos de tetrástrofo monorrimo, les pedían opiniones políticas o asesoramiento judicial. Doña Purita recibió con profusión consultas inverosímiles que abarcaban desde el punto de cruz hasta la mejor forma de abrillantar las uñas de los halcones, o una petición de recomendación para un trabajo en el Ministro de Cultura de Suráfrica. Un día, don Honorato recibió un correo de Malasia, que amablemente le solicitaba información sobre el Acanthaspis petax, que obligó al maestro a investigar sobre el llamado insecto asesino, de la familia de los hemípteros, descrito por primera vez por el entomólogo sueco Carl Stål en 1865. Aprovechó don Honorato la larga explicación que envió a Mohd Kamaruzzaman, en el que le agradecía su interés y de paso le daba unas informaciones supletorias sobre los celentéreos que había publicado en la web. Los maestros, se obligaron a estudiar, dedicaron horas de estudio y búsqueda, y contestaban a todo el mundo con presteza y educación, aunque soslayando con delicadeza aquellos asuntos absurdos o a los que les era imposible dar respuesta. Doña Purita y don Honorato se hicieron así universales, pues en su cosmos se integraron gentes que apoyaron lo que hacían, en el que publicaban y difundían ideas y aprendían juntos, en búsqueda de nuevas ideas, conceptos, experiencias y tecnologías, llegaron a un elevado grado de especialización cada uno en las materias en la que eran expertos. En espacios de colaboración y encuentro, con otras personas educadoras en red, interesadas en la construcción de una ciudadanía global, seria o divertida, comprometida, sufriente a veces, conscientes de la necesidad de verdad y justicia, participativa y alegre, en la que cada cual aporta y habla lo que más sabe, organizaron o participaron en acciones y proyectos en los que se construye la escuela global. Y quien los quiera contactar, siempre podrá encontrarlos en las nubes.
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El cesto de Sócrates Gaseoso, o líquido, el aprendizaje en los mundos virtuales no es necesario que sea peligroso
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o gustó a don Honorato que sus antiguos colegas de la escuela dijeran de él que andaba en las nubes, en la estratosfera, que aún cuando siempre fue un incordio, desde su jubilación aún más, vivía en las redes y por lo tanto en las nubes, y le aconsejaron con retintín que por el bienestar suyo, de la Humanidad, y sobre todo de ellos mismos, se dedicara a pasear al sol y que hiciera como otros jubilados, mirar al tren o las obras de la carretera, y dejar en paz a quienes seguían trabajando en pro de la educación de la infancia. Fue a causa de que el maestro comentara en las redes algunos aspectos cuestionables de una educación escolar que a él le pareció obsoleta y periclitada (sic) cuando, en un rapto de sinceridad malsana, se explayó a gusto en los universos digitales. Jubilado sí, fuera de las aulas, sí, pero no en los
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cielos. Y se acordó de aquel antiguo grabado que representa el momento en el que Sócrates fue colocado por Aristófanes en un cesto, sobre la tierra, colgado, en el aire, en su obra satírica «Las nubes». Aristófanes acusaba a Sócrates de sofista o, lo que era lo mismo, de que enseñaba a sostener ideas contrarias a las justas, y que utilizaba bellaquerías en sus escritos. Decía del anciano filósofo que andaba fuera del mundo. Don Honorato no pudo soportarlo y entró a la palestra telemática. Pero vamos por partes. Doncarlosmari, el director de la escuela en la que el maestro y doña Purita dejaron vida y salud durante décadas, escribió un Twuit, un tuit, para entendernos, de 294 caracteres en el que afirmaba que: «Hubo maestros en esta escuela que, ya afuera, en su nube, en plena irresponsabilidad, critican a sus colegas, se creen superiores a los demás y elucubran con las ideas más sanas, así corrompen a la juventud, como vulgares y trasnochados sofistas, ellos que no son nadie, que mejor es que callen». Don Honorato vio enseguida que el joven director aducía los mismos argumentos contra él que Aristófanes utilizó contra Sócrates, de los que quedó constancia fehaciente en «El Banquete», de Platón. El maestro entendió, o quiso entender, que Doncarlosmari utilizó contra él los mismos calificativos que el comediógrafo griego asignó al sabio griego y que, al subirlo al cesto, mirando al cielo, en niveles superiores, sin contacto terreno, se rió del sabio, lo desprestigió con bromas pesadas, y se refirió a él como «mendigo parlanchín de mirada espectral, que nunca se lava, y va habitualmente descalzo y vestido con un lúgubre manto» ya era el colmo. A pesar de que nada de eso decía el texto de 294 caracteres, y don Honorato tenía muy en cuenta su higiene personal y era pulcro y limpio, se dio por aludido cuando el director entró a realizar juicios sobre su limpieza y esmero. Y claro, don Honorato se subió, no al cesto ni a la nube, sino a la parra, y se lió. Un calentón lo tiene cualquiera pero que le llamaran sofista le llegó al alma y fue el comienzo de una conflagración en el universo telemático de magnitudes siderales. Eso fue cuando en un tuit de respuesta se le escapó lo de obsceno y escatológico comediógrafo de tres al cuarto. para referirse al joven director y, aunque más tarde se dijo y desdijo, y explicó que eran epítetos normales en la antigüedad clásica, y más referidos a los comediógrafos, se abrieron de par en par las puertas del averno. Casi todo el mundo entró al trapo, de arriba abajo, de izquierda a derecha, en oblicuo, de aquí para allá y de allá para acá, infinidad de mensajes que abar-
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caron a parte de la comunidad educativa, y en la que no solamente intervino don Honorato y parte de la población, sino que también se coló en el debate una concejala y la mamá de Manolín, que nunca faltaba en estas beligerancias. La concejala de festejos, Sofía, cuando vio una referencia indiscutible a su actuación municipal, con insinuación directa a los «sofistas», o «sofiestas», contra ella y sus seguidores partidarios, captó el mensaje, de cuando aquella vez que negó una ayuda para las fiestas del colegio. Aunque le dijeron sus colaboradores que lo de sofistas nada tenía que ver con ella, la concejala siguió adelante, en sus trece, erre que erre. Recordaba aquellos escarnios escolares, cuando le gritaban «De Sofía nadie se fía», «Sofiesta se va de fiesta», y se dijo que quien ríe último ríe mejor y se guardó sus enojos para cuando le vinieran a solicitar nuevamente alguna ayuda. Lo cierto es que se trasladaron sin ton ni son por el firmamento virtual unas cuantas cosas que no debieron decirse, pero que se dijeron, y quedaron ahí. Qué peligrosas son las redes cuando irreflexivamente se lanzan denuestos, improperios, calificaciones o insultos con las que uno pasa de la intimidad de la mesa de camilla al universo total, de lo que se piensa a lo que se hace saber, de lo intrínseco a lo que llega a los mundos exteriores, al cosmos. Fue entonces cuando doña Purita entró al trapo. Muy descontenta por cómo se trataban el asunto, y no solamente por las incorrecciones gramaticales y algunos errores ortográficos con los que los tertulianos iban de dimes y diretes. No le gustó tampoco la gran cantidad de inexactitudes, argumentos innecesarios, descalificaciones y, sobre todo, que tocaran a Honorato, su compañero de fatigas y ahora colega en las redes. Publicó en su blog: «Si entran en Aristófanes y en la antigüedad clásica, lo menos que pueden hacer quienes juzgan desde su ignorancia, incompetencia e inexperiencia, es irse al Pensadero, o Pensatorio, según la traducción que se hiciera. Y se detenía la maestra en explicar que el Pensadero, lugar de pensar, era el lugar de estudios que ideó Aristófanes como crítica a la Academia de Sócrates. Ahí debiera ir a reflexionar Doncarlosmari, donde merecía un puesto, él que hablaba tanto de «El rincón de pensar», no pensaba. Doña Purita explayó su disertación a la filosofía griega al completo, al devenir de Heráclito, el líquido universo virtual, el agua que fluye en los ríos, que se solidifica en la nieve, o se hace densa en la tenue corporeidad de las nubes… ¡oh!, la filosofía griega. Y corregía doña Purita en su blog, se lanzaba de frentón contra la argumentación de Doncarlosmari sobre «Las nubes», de Aristófanes, y le explicó de cómo Estrepsíades, harto de que su hijo Fidípides se negara a ir a pensar a la aca-
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demia, entró él mismo, y aprendió de quien especulaba, elucubraba, decidía. Y directamente, conminó a Doncarlosmari a que hiciera eso, que se internara en una institución y aprendiera algo sobre los argumentos justos e injustos, que le ayudara a evitar opiniones antiguas y adquiriera opiniones nuevas, como en las nubes, tal y como proponía Aristófanes. Contestó Doncarlosmari molesto, en su blog, lo difundió en el tuiter, y con todo su potencial analógico y didáctico, en el tablón de corcho de la escuela, amplificado por los sistemas tradicionales de exponerlo durante el desayuno de los maestros, la junta directiva, el Consejo Directivo y en el boletín del cole, en papel y por email, a los cuatro vientos. El joven director achacaba a los maestros jubilados una divinización del mundo virtual, exaltados por la plebe, y por citar otra vez a Aristófanes, entró en lo clásico, hablaba de tantos sitios de corrupción de jóvenes, como el propio Platón escribe al inicio del Eutifrón, la acusación consiste en corromper a los jóvenes a través de sus nuevas ideas perniciosas, que era eso lo de enseñar en los espacios virtuales, ¡ah!, y los teléfonos móviles, que la enseñanza no acaba en la escuela, y que cada uno se forma a sí mismo de por vida. Se refería Doncarlosmari a una acusación que hizo de forma velada don Honorato, que utilizaba exactamente los mismos términos que utilizaba Aristófanes contra Sócrates y aquellos que promovían que, desde el no saber nada, se podía promover una vida rica en conocer cuantas más cosas mejor. Tanto hablar de nubes, doña Purita rememoró a Campoamor, que escribió en el poema «Colón», canto XII, «¡Y las nubes, conforme adelantaban, pasaban, y pasaban, y pasaban!...» «¿Y es más cierto lo real? No, no; en resumen, es sombra y nada más la humana gloria; nubes que van y vienen es la historia». Doña Purita se exaltaba en la idílica de su mundo virtual que, como las nubes de Campoamor, nos ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia, ¿qué es sino un juego de nubes? Diríase que las nubes son «ideas que el viento ha condensado»; ellas se nos representan como un «traslado del insondable porvenir». «Igualito que en las redes», finalizaba su elucubración doña Purita. Total, que Aristófanes /Doncarlosmari, que desvalorizaba a Don Honorato /Sócrates, colgándolo en un cesto mientras observa el cielo, y dice que nada sabe para así conseguir que quien cree saber algo dé razón de su sabiduría, para hacer partícipes de sus conocimientos a los demás. Y ascendió doña Purita, en su defensa de lo inmaterial, de lo cibernético, de la nube existencial del universo telemático, hasta la literatura medieval, que
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convirtió en tópico el aludir a lo fluyente, fungible, licuable, o líquido como se le llama en el argot digital, como símbolo del rápido correr de los años, del pasar de la existencia humana. Como decía en aquellas coplas que Jorge, Jorge Manrique, entonaba a la vida, «a los ríos que van a dar en la mar que es el morir». Claro, comentó Doncarlosmari en su blog, refiriéndose a lo doña Purita y a don Honorato, jubilados que se quieren hacer pasar por modernos, ¿líquidos, licuados, o liquidados? Lo de «líquidos» lo comentaba no sin cierto sarcasmo por lo que decía el sociólogo Zygmunt Bauman, autor del concepto «modernidad líquida» para definir el estado fluido y volátil de la actual sociedad, que no posee valores demasiado sólidos y está plagada de fluctuaciones e incoherencias por la vertiginosa rapidez de los cambios, que han ha debilitado los relaciones entre las personas. Don Honorato que, por avatares de la vida y de la edad pasó de la dureza a la flexibilidad, no comprendía cómo se podía ir hacia atrás en los avances didácticos. Con los esfuerzos que le había costado su propio cambio, de llevar a Manolín, a Maripili, a Rosarito, en filas, como dios manda como decían antes, a conseguir hablar con ellos, a incitarlos a aprender de todo un poco, a ayudarles a buscar en la naturaleza y en las personas, a sentir curiosidad por la ciencia y la historia, los fenómenos naturales y los cuerpos astronómicos, a intentar que aprendieran. Aquello de lo líquido le sonó a insulto, a chino mandarín, investigó en las redes, y más aún se soliviantó. Volvió a entender que lo tachaban de «postmoderno» que, unido a lo del cesto en las nubes, se vio ahora de estrella del pop, en la inopia, disfrazado de raro y desafecto a las ideas tradicionales. Doña Purita hizo causa común con su colega de tantos lustros y juntos plantearon sus estrategias para dar la cibernética batalla final. Era fundamental establecer una base logística, un puesto de mando, un cuartel general. Doña Purita propuso como tal la Biblioteca Municipal, en la que no faltaba ni documentación ni artilugios tecnológicos, incluidos los acústicos. Como se explica en cualquier manual al uso, el puesto de mando avanzado debe establecerse en un lugar cercano a la emergencia para ofrecer mejor control y coordinación de los efectivos y actuaciones, y el edificio de la Biblioteca se ajustaba perfectamente ya que se encontraba justamente en frente del colegio en el que Doncarlosmari, al decir de don Honorato, perpetraba sus desmanes. Y allí se vieron con sus aliados. Allí llegó el incombustible Manolin, ya Manuel y pronto don Manuel, la extrovertida Maripili, María Pilar, la ingeniosa
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Rosarito, Rosario Pérez Belmonte, y otros de la pandilla, en donde no podían faltar ni Abdulah ni Akira, ni el joven profesor Olegario, para dar el toque informático a la contienda. A Doña Purita se le ocurrió que el campo de batalla podría ser poético, unos juegos florales, al estilo de los ludi Floreales, que en la antigua Roma se celebraban para honrar a la diosa Flora. Don Honorato hubiera preferido algo más palpable, real, tangible, contundente, aunque le pareciera peligroso utilizar la ciencia, la química o los fenómenos naturales y atmosféricos, los rayos y las tormentas y, a sugerencias de los aliados, dio su brazo a torcer. A pesar de que en la Roma de la antigüedad el festival tenía connotaciones licenciosas y sensuales, y era de carácter plebeyo, no les importó, y pusieron manos a la obra. Los de afuera, desde la Biblioteca, sitiaron la escuela, la ciudadela, el núcleo duro en el que se asentaba Doncarlosmari y sus seguidores, refugiados en la fortaleza de dejar casi todo como estaba y con la idea de que, si había que cambiar algo, que fuera exterior, vistoso, pintar fachadas, limpiar el polvo, maquillaje en el que eran expertos. Era un táctica antigua y muy sencilla, pero de probada eficacia durante siglos: cuando algo no funciona, se le cambia de nombre y alguna cosilla de poca monta, de cara a la galería, mientras todo sigue igual. Algo así como el dicho popular, «el mismo perro con distinto collar». Los sitiadores se repartieron los papeles. La coordinación de los recursos, directamente lo llevaría don Honorato; el asesoramiento técnico sobre riesgos específicos, Rosarito, Rosario, que estudiaba farmacia; el establecimiento de sistemas de comunicaciones, don Olegario, y Akira la informática; los sistemas de análisis se encomendaron a Abdulah; la coordinación de medios logísticos y zonificación, Manolin y Maripili, y el control cronológico de intervenciones y eventos, se lo adjudicó doña Purita. Doncarlosmari y sus adeptos iniciaron su tarea de investigación en las redes con la finalidad de encontrar algún punto débil en sus adversarios, que eran muchos, a su entender. Y así, ambos bandos afilaron lápices, empuñaron ordenadores, se guarecieron en sus respectivos reductos y se reconcentraron en el diseño de estrategias de ataque y defensa. Todo llegará, pero nuestros lectores lo podrán seguir en el próximo volumen, en el que es posible que se solucionen, o no, algunos de los problemas ya esbozados.
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De ocho a tres De tirios, troyanos y la autoridad competente
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avilaba don Honorato en su soledad sobre cómo habían llegado a esa grave situación, gente en sí pacífica y civilizada, inmersos en una conflagración de límites insospechados, pues las guerras comienzan sin saber cómo y acaban como acaban, siempre mal, con resultados imprevistos e infinidad de daños colaterales. Y esta guerra estaba aún en sus comienzos. Recordaba batallas célebres que, por un quítame allí esas pajas, se originaron y acabaron en conflictos internacionales, que si seducir y raptar a la esposa del rey, invadir una zona del país, un insulto al monarca, unos límites geográficos que no eran del gusto de alguien o una reivindicación que se perdía en la noche de los tiempos. Pero no, se decía así mismo don Honorato, casi siempre las guerras tienen por causa, más que
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anécdotas novelescas, situaciones de hambre, o de explotación, de injusticia o de agravio. Los de afuera Como recordará el lector, en el capítulo anterior (Ver «El cesto de Sócrates»), sufrimos los prolegómenos de este trance, dejamos en el aire, en suspenso, en un álgido momento, una situación conflictiva, más bien de beligerancia declarada. Dos bandos irreconciliables, en las antípodas no tanto por edades, sino por maneras y experiencia. En un lado, en la Biblioteca Municipal, frente al colegio, los sitiadores, don Honorato y sus huestes, doña Purita y Rosarito, que en realidad eran quienes coordinaban la operación, las ideólogas del procedimiento, don Olegario, el joven profesor adicto a lo virtual, Akira, hacker, experta en estrategias informáticas, y Abdulah; Manolin y Maripili, experimentados sabuesos digitales y peritos en actividades de confusión y rastreo. Los de adentro En el Colegio, sitiados por las redes, con el cuartel general en la Sala de profesores y como Centro de mando el despacho del director, Doncarlosmari y el grueso de sus tropas, se encontraban quienes desencadenaron el conflicto a juicio de don Honorato, agraviado con las publicaciones en la red a las que tan aficionado era el director. Ahora, arrepentido pero contumaz, no se bajaba del burro y se atenía a las imprevisibles consecuencias. No había marcha atrás. De momento. Preparados para todo, con material informático como para organizar un viaje a Marte, los sitiadores hicieron acopio de papel, un sinfín de bocadillos y botellas de agua y cafetera que animaría lo que no se dudaba era una reclusión que no sabían cuál era su principio pero que no parecía tener fin. El sitio Sin embargo, don Honorato tenía sus dudas, discurría entre las dos vertientes de su pensamiento. Por una, el ardor clásico, humanista, emocional, descubierto tras años de vida en las aulas. Por otro, aquella en la que predominan los razonamientos científicos, fríos, calculados, decididos a cumplir sus objetivos, producto de su formación desde la infancia. Como clásico, don Honorato releía a Homero, y a otros grandes relatores de sitios, se documentaba en la antigua literatura bélica clásica, con el aseso-
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ramiento de la experta, doña Purita, que le contaba sobre la batalla de Abidos, aquella que dio la victoria a los atenienses, a pesar de la llegada de Alcibíades, el gran estratega, o la de Gaugamela, en la que Alejandro Magno derrotó a Dario, el persa, o el sitio de Halicarnaso, el la que también Alejandro se hizo con la victoria. Al mismo tiempo recordaba las reflexiones de Newton, que durante jornadas completas cavilaba sobre hechos físicos hasta dar su veredicto en forma de decisión indiscutible. Mientras tanto, los de adentro, los sitiados, entre las murallas y al calor de la sala de profesores de la escuela convertida en puesto de mando, a sabiendas de que la batalla sería informática, se introducían en las redes, creaban estrategias, diseñaban cortafuegos, analizaban campañas cibernéticas de ataque y defensa, y releían las recomendaciones bélicas de Sun Tzu, el Maestro Sun, el gran estratega militar y filósofo de la antigua China, más que nada para prever estrategias contrarias que para esbozar las propias. El Olimpo La conflagración y sus ruidos llegaron a las alturas, al Olimpo, a los jefes, a la Inspección, tan temida y odiada. Los dioses tomaron partido de inmediato. Doña Josefina, la inspectora, al ver desde su nube dónde andaban doña Purita y don Honorato, se puso inmediatamente al lado de los sitiados. Les tenía las ganas a doña Purita y a don Honorato desde el juicio de Paris, o sea, desde que supo que los profesores preferían a otro inspector, don Aparicio, al que llamaban Aparissss, o por hacerlo más breve, Paris, desde que anduvo de joven en la vendimia en Francia. Paris, don Aparicio, decidió apoyar a los sitiadores. Entre los de afuera se encontraba Rosarito, Rosario Pérez Belmonte, a la que recordarán nuestros lectores de niña entrometida, ahora joven responsable encargada de la informática en unos grandes almacenes que, junto a Abdulah y Akira, y bajo la batuta del joven profesor Olegario, intentaban aligerar el tiempo de la contienda con unos toques informáticos. En pocas palabras, diseñaban un troyano. El troyano Como todo el mundo sabe, un troyano, además de ser un ciudadano de Troya, se denomina actualmente a un virus informático, informático, repito, para no confundir con otros virus de los que quitan el sueño. Se le denomina así mismo caballo de Troya, y en realidad es un programa da-
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ñino que se presenta a quien lo utiliza como un programa aparentemente legítimo e inofensivo, pero que, al ejecutarlo, le brinda a un atacante acceso remoto al equipo infectado. A doña Purita le encantaba la idea clásica de los aqueos y Ulises para acabar de una vez por todas con las argucias de Doncarlosmari. A las 11 de la mañana, desayunada, y en horario de ocho a tres, doña Josefina, la inspectora, se presentó en el colegio. Oficialmente para dar pie a un enfriamiento de tensiones y llamar a la serenidad. Bajo cuerda, la inspectora daba apoyo a la facción oficialista. Solicitó un informe detallado de la situación y exigió que se le presentara a la brevedad posible en su despacho. Bajo cuerda dio ánimos a los sitiados y le trasmitió su apoyo. A grito pelado, desde la puerta por si había oídos atentos y ojos avizor, dijo que aquella situación debiera ya acabarse. Bajo cuerda dejó unos pastelitos de crema con la intención sana de hacer más llevaderas las circunstancias adversas de sus protegidos. Casi al mismo tiempo que la inspectora abandonaba el edificio de la escuela, por la puerta de la Biblioteca Municipal entraba Paris, el inspector, con el mandamiento de las altas esferas de solucionar el conflicto. Sin embargo, la realidad es que dio las claves a los sitiadores de uno de los ordenadores de Inspección, que sirvió a los hackers para iniciar el troyano y colarse en el enemigo. Mientras los jóvenes, tanto sitiadores como sitiados, analizaban los puntos débiles de los adversarios y pergeñaban un ataque virulento contra los núcleos de la informática sitiada, don Honorato, riguroso en su ciencia, se imbuía de ardor técnico, que no le aportaba nada, pero le daba serenidad, personal: Diseñaba y rediseñaba el cerco inspirado en los grandes sitios de la historia, hacía sus cábalas, se entusiasmaba en solitario provisto de compás y cartabón, estudiaba la geometría de la escuela, de la que había realizado unos planos previos, leía y releía a clásicos, a románticos y a algunos genios de la guerra, aprendía cada vez más, para nada de fundamento. Ya se lo advirtieron los jóvenes, él era de otros tiempos, de otras batallas, los asaltos a fortalezas ya no son lo que eran, caen murallas con la facilidad de Jericó; en la actualidad, le decían, las guerras, o eran cibernéticas, a distancia, o no eran. No lo convencieron y lo dejaron por imposible y pensaron que gracias a ellos y a sus dotes innovadoras descubrirían lo suficiente como para poner en un brete a Doncarlosmari y a sus
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huestes. Y pasaron olímpicamente por encima del viejo profesor. Doncarlosmari, de los de adentro, andaba en otra dimensión, lo suyo era lo suyo, desconfiaba de aquellos viejos maestros desde que los conoció, cuando marcaron y discutieron sus decisiones escolares como director, hicieron caso omiso de algunas directrices y lo pusieron contra las cuerdas en los consejos de dirección, ante padres, otros profesores y personal subalterno. Las propias ideas, las experiencias vividas, algunas filias y muchas fobias marcaban aquella guerra que nació sin saber cómo pero que, en esos momentos, como todas las conflagraciones en su punto álgido, manifestaba momentos de gran virulencia. El tiempo Poco sabían los de afuera que el tiempo y la incapacidad manifiesta de unos y otros les jugarían una mala pasada. Que las incidencias de cada situación, que la autoridad educativa, inclinaría tal vez a uno u otro lado la balanza de la victoria y el éxito, que el futuro se consolidaría al albur y el capricho de los dioses. Cada bando, no obstante, se convencía de su triunfo y confiaba en la ayuda externa, desde arriba, para pasar a la posteridad con dignidad. Y pasadas las doce, sin variar apenas las circunstancias, continuaban unos en la Biblioteca Municipal y otros en la Sala de profesores de la escuela. No había apenas cambios, salvo el del hambre y el de la inseguridad, que corroían su moral de victoria. Los de afuera, en el cuartel general y puesto de mando, continuban en sus en labores de espionaje y logística, sin resultados a pesar de los esfuerzos. Aunque creían dominar la situación al tener bajo su vigilancia el objetivo principal y la topografía adyacente, como debe ser en cualquier puesto de mando que se precie, escasos eran sus avances. A la una de la tarde, ninguno de los dos bandos tenía sensación de victoria, más bien al contrario, pues eran ridículos los adelantos. Los sitiadores a esas horas no habían conseguido saber más que datos irrelevantes, descubrieron lo de los pastelitos de crema, eso sí, incluso dónde habían sido comprados, información que exclusivamente logró darles más hambre pero que no sirvió para variar en absoluto el transcurso de los acontecimientos.
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La precariedad y escasez de información sobre los movimientos cibernéticos de los sitiados les llevó a pensar que todo era un engaño, que les tendían una trampa, poco podían imaginar que el troyano no logró gran cosa, que los de adentro tampoco tenían nada de nada, que ni idea de cómo continuar una batalla a todas luces inútil. Que el que los sitiadores supieran que Doncarlosmari había desayunado café y un bocadillo de atún, y que había entrado la inspectora, y que seguían ahí encerrados, no aportaba datos ni para bien ni para mal, y menos para forzar otra estrategia o continuar con la hasta el momento inexistente. Hacía más de una hora que doña Purita reflexionaba, abandonó sus elucubraciones poéticas y se dejó de pamplinas «al final, ná de ná» y, al momento «¿para qué todo esto?», se preguntaba, aquello duraba demasiado, «no debieron llegar tan lejos», pensaba. El coraje de la maestra, en general de ánimo subido, andaba ya por los suelos, no era ella de conflictos, o por lo menos no si no existía una causa noble, que mereciera la pena. Nerviosismo Los nervios andaban a flor de piel, nada avanzaba, los intentos de los de afuera para erosionar las defensas por métodos cibernéticos, habían fallado de plano, e ingeniaban otros, intentaban comerlos de los nervios, sacarlos de sus casillas; en los asedios antiguos se cercaba y se cortaba agua y avituallamiento, ahora no podía ser, un telefonazo y ahí estaba el repartidos de pizzas a la puerta de la escuela. Fallado el troyano no se les ocurría nada de momento, y pidieron de nuevo ayuda a los dioses, París el inspector, les dio largas, las cosas no estaban para bollos ya en el Olimpo y don Baudiano andaba nervioso y con los truenos a mano, como siempre. Los de adentro, tres cuartos de lo mismo, avituallados pero aburridos, no lograban romper el cerco. Habían infiltrado a Dimas, el conserje de la biblioteca era primo lejano de Doncarlosmari, y cada hora transmitía informaciones contradictorias, no daba muchas pistas, al contrario, trasmitía que los viejos andaban en su luna de estudio entre libros y sesudos debates, y los jóvenes a risas todo el tiempo. Hacía dos horas que la inspectora, doña Josefina, no se ponía al teléfono, ni se comunicaba por correo. Algo olía a chamusquina y pensaron por primera vez que, abandonados de los dioses, estaban abocados al fracaso.
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Las horas se sucedían impertérritas, sin cambios, como suelen hacer siempre las hora en momentos difíciles, que parece que nada va con ellas, a don Honorato le llegó la de su pastilla de mediodía, Doncarlosmari echaba de menos el aperitivo y, peor aún, si aquello se alargaba, perdería su partida de dominó en el casino. Rosarito se ofreció voluntaria para parlamentar. Voluntariosa pero precisamente la menos adecuada para hacerlo. Las cosas se dan como se dan y las fuerzas astrales y el sino de cada cual se unen en ocasiones para crear en los mortales relaciones y desavenencias. Rosarito llevaba las ideas muy claras, era necesario acabar con aquello y, para lograrlo los dos bando depondrían las armas y dejarían de atosigarse en las redes, ni el más mínimo twit, se entendía. Como último recurso estaba el torneo entre Doncarlosmari y don Honorato, a ser posible sin derramamiento de sangre. El desánimo Camino a la escuela, Rosarito se encontró con Maricarmen compañera de toda la vida, desde preescolar, que con un pañuelo blanco llegaba a parlamentar, a su vez, enviada por los sitiados. No se veían desde hace años y no pudieron reprimir un abrazo e infinidad de besos y abrazos. Y sin pensarlo dos veces abandonaron la batalla y se dispusieron a ponerse al día sobre sus vidas en el bar de enfrente, mientras se tomaban unos pinchos, especialidad de la casa. Al mismo tiempo que Maricarmen y Rosarito se desahogaban en el Bar Manolo, en la jefatura superior de Educación sonaron todas las alarmas; nerviosos, funcionarios se paseaban por los pasillos pues daban las dos y aquello no se solucionaba, su salida era a las tres pero el movimiento se comenzaba a las dos y cuarto y los nervios y el hambre les impedían trabajar desde mucho antes. Desde la una aquello fue un sinvivir, Don Baudiano, Jefe máximo de inspección llamó a los interfectos, inspectores, don Aparicio y doña Josefina, a los que quitó un gran peso de encima, no estaba el horno para bollos y quien manda manda. En la épica tradicional, es en la última estrofa en la que se debe apreciar con claridad el punto final de los acontecimientos. ya fuera en hexámetros, octavas reales o tetrástrofo monorrimo. En esta ocasión que nos ocupa fue la prosa fría y deshumanizada de un oficio que provenía de inspección lo que acabó con la épica.
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A las dos en punto de la tarde, un mensajero en bicicleta dejó en la escuela un comunicado con acuse recibo, y otro en la Biblioteca municipal. En mano. El mensajero esperó la firma. Oficio número tal y cual, referencia etc etc, «Se conmina a los interfectos tal y tal y cuál y cuál, a deponer su actitud conflictiva y esto y lo otro así mismo como abandonar las instalaciones de inmediato a tenor de posibles sanciones en caso de flagrante desobediencia». Los dioses, como casi siempre, salvaron una situación muy complicada que, de haber llegado más lejos hubiera cambiado el curso de algunas historias.
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Canciones desde las ventanas o de cómo doña Purita, confinada, extiende la ilusión por el mundo
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visto lo visto, doña Purita se confinó. Entre las cuatro paredes de su domicilio. No era la primera vez, en momentos terribles de su pasado se recluyó para que un temporal político pasara por delante de su casa. Sabía estar encerrada, y cuántas veces lo hizo por corregir ejercicios, ayudar, asesorar, animar o consolar a los cientos, miles, de alumnos que aprendieron con ella. Ahora lo hacía por obediencia y solidaridad. Era muy importante no ser causa ni vehículo de contagio, además de defenderse ella misma de cualquier situación de riesgo, que más vale prevenir que curar. Le costó a doña Purita la reclusión, sí, no hubo otro remedio. Era amante de las praderas y los cerros, de respirar la montaña, de caminar por senderos rurales, de vivir los aires de la sierra. Encerrarse entre cuatro paredes en soledad, le
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causó tristezas, dejar de observar, controlar, reñir y explicar a los irresponsables de sus alumnos la llenó de zozobra. Así eran las cosas, la Humanidad superó otras pestes que, aunque se saldaran con tragedias, cambios de gobierno, infinidad de muertos por las calles y en ocasiones desmanes y guerras, hicieron avanzar la ciencia y el conocimiento. Sin embargo, abandonar el contacto directo con los alumnos era otra cuestión, ausencias muy difíciles de superar. El primer día El primer día de encierro suspiró con un aydemidiosmío profundo, salido de sus entresijos, sentido, en el que resumió pesadumbres y sentimientos, observó con detenimiento el saloncito, preparado para estar a solas con los propios trabajos y pensamientos, se encomendó a sus ancestros, que ya vivieron sucesos similares y se dispuso a un estado de obediencia solidaria, reclusión generosa de la que pensaba salir en unos pocos días. Cuando finalizó la preparación de unas clases que de momento no sabía si eran posibles, se entretuvo leyendo versos, y rememoró situaciones en las que la poesía fue su bálsamo, cuando elucubró fantasías juveniles, hizo literaturas y poemas, en los mismos lugares en los que pasó la adolescencia, donde en su niñez escribió sobre el olor a vaca, las delicias de la canela en los postres maternos, la picadura de abejas y el caminar exacto de las hormigas, que se transformaron en su adolescencia en rimas sobre amores perdidos de pastores y caminantes, entremezclados con trasgos y ninfas de las campiñas. La primera noche Y llegó la primera noche, y abrió las ventanas y se sumó a los miles de aplausos con los que sus vecinos hicieron homenaje a quienes generosa y profesionalmente se dedicaban a ayudar, paliar, sanar a sus conciudadanos. Abrir las ventanas no fue solamente un soplo de aire puro, un contacto con el fresquito del atardecer, un respiro a sus angustias, fue mucho más, abrirse al mundo, encontrarse con su vecindario en las ventanas y balcones, envueltos en sonoros aplausos dedicados a quienes exponían sus vidas en el cuidado de los infectados por ese virus desconocido que asolaba la faz de la Tierra. El soplo del atardecer, acompañado de la música de fondo de los aplau-
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sos, que se acompañaba de canciones e instrumentos musicales, despejó el aire viciado de la casa, que desde niña le habían enseñado, lo mejor una buena corriente de aire para dispersar las miasmas, limpiar de ponzoña el ambiente, y volver a comenzar la tarea. Un buen barrido era indispensable para iniciar cualquier jornada de trabajo. Abrir las ventanas Abrir las ventanas supuso el saludo al vecindario, y notó que el cuerpo le pedía más, el saludo a sus vecinos abrió su espíritu, y constató que al mismo tiempo que se purificaba el aire, abría su mente, y deseaba desplegarse más, y entró en su ordenador y se explayó en momentos y redes, conectó con el mundo, con amistades y conocidos, algunos muy lejanos, otros de cercanías de siempre. Experta en redes, y un tanto mandona, llamó, organizó, dispuso, primero a don Honorato, su compañero de trabajo e infortunios, de avances y retrocesos, de evoluciones y vueltas atrás. Doña Purita siempre fue partidaria de tener puertas y ventanas abiertas, en su casa, en su clase, hacia el mundo, nunca cerrar una posibilidad de comunicación, de aprender, de buscar, jamás cerrar un diálogo, una discusión, dejar abiertos caminos, cauces, conversaciones, en una discusión mantener la calma y las vías de comunicación con alumnos y padres, con amistades y con vecinos, nunca perder los nervios. El confinamiento, se prometió, sería un nuevo aliciente para aprender mientras enseñaba. Las puertas abiertas Y sí que se dispuso a buscar formas de manifestarse, de hacerse notar, de trasmitir mensajes y contagiar, difundir, animar. Y recordó a Facundo Cabral, y su poema «Está la puerta abierta, la vida está esperando con su eterno presente, con lluvia o bajo el sol. » Y ahí encajó a don Honorato, al que implicó en sus ilusiones didácticas y contagió su experiencia en las redes, y lo hizo emerger de su confinamiento, y convenció de hacer uso de sus conocimientos y posibilidades y abrirlos al mundo, a nuevas ventanas y redes, y convencieron a otros compañeros, antiguos alumnos, familiares y amistades de toda la vida a reu-
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nirse con ellos. No cabía la soledad sin la gente, como cantaba Facundo «Está la puerta abierta, juntemos nuestros sueños para vencer al miedo que nos empobreció.» A don Honorato le encantó la idea de las puertas abiertas, las ventanas de par en par y abrirse a los mundos infinitos, desconocidos. El maestro fue siempre un enamorado de las grandes dimensiones planetarias, sabía de estrellas y asteroides, de universos sin fin y de leyes cósmicas, vivió su vida personal y docente en el mundo de las matemáticas y la ciencia empírica y la astronomía, y fue feliz al iniciar en las redes el camino de los contactos siderales, los cálculos astrofísicos y las diversiones y entretenimientos, juegos matemáticos que tanto le hicieron a él aprender y que tanto juego le habían dado en sus clases. Inventó nuevas actividades y diversiones, rebuscó en carpetas y cuadernos y rescató miles de ilusionantes pasatiempos para aprender, juegos, retos, que pensó durante décadas para sus alumnos. Y los trasmitió en las redes, los abrió al mundo y permitió que entraran en ellos, se entusiasmaran personas de todas las edades de lugares que nunca imaginó. Hizo jugar , calcular y buscar soluciones a infinidad de personas desconocidas con bolitas de papel, palillos, lapiceros, gomas de borrar, vasos y tazas, los recuadros de un mantel, las formas geométricas de la vivienda, el agua y las botellas de refresco, los tapones, y un sinfín de elementos con los que animó a realizar cálculos, a imaginar situaciones, a crear estrategias, que azuzaron, avivaron el pensamiento y la creatividad, orientaron a resolver problemas, y las trasmitieron por las redes. Así conocieron e inventaron sobre los ángulos, los círculos, se adentraron en la hipotenusa, los catetos y la regla de tres, y al hacer una vidriera con papeles de colores, celofán, cartulinas y pinturas, trabajaron las figuras planas, los triángulos, los paralelogramos y el círculo y sus tangentes y secantes. Y ligaron su geometría a los trabajos de los antiguos griegos y medievales, con lo que se introdujeron en la historia y la naturaleza. Don Honorato sugirió buscar fractales en Internet, y llegaron a descubrir las teorías del caos, y llenaron el mundo de vidrieras llenas de colores, que alegraron con figuras planas, geométricas, hipotenusas y catetos sus vi-
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viendas, en las que entraba la luz y recordaba lo que aprendieron. Maripili, Rosarito, Manolín y otros se animaron a hacer un calidoscopio, idea de un estudiante hindú que pronto se sumó desde Bombay y se ofreció a enseñar a hacer el artilugio, un instrumento óptico que genera formas geométricas. Algo mágico en lo que decenas de personas se unieron, hicieron sus prácticas, difundieron, se comunicaron entre ellos, se dieron ideas, mediante un sinfín de comentarios, comunicaciones, mensajes y conocimientos. Todos juntos Doña Purita animó al uso del móvil para filmar, filmarse, comunicar sentimientos y descubrimientos, para que se abrieran los corazones y las viviendas en las redes, y las extendieron, y la ola se amplió al mundo, y se enviaron a los confines, sin saber a dónde, y llegaron mensajes de todos los continentes. Se les desbordó el procedimiento, se generó un verdadero movimiento, desde el mundo entero llegaron actividades, preguntas, informaciones, filmaciones, fotografías, poemas, solicitudes de que se organizaran cursos, seminarios, talleres y conferencias, se originaron muchas preguntas, y ellos conectaron con otros maestros, otros profesores que fueron complementando su tarea. Y lo hicieron todos juntos, como cantaba Facundo Cabral «Iremos de uno en uno, después de pueblo en pueblo hasta rodear al mundo con la misma canción.» La poesía Doña Purita abrió las redes a la poesía, a la música, a la creatividad, y organizó un entramado en el que todas las artes eran bienvenidas, el dibujo, la danza, la realización de máscaras y azulejos, donde se utilizaban todas la técnicas, acuarelas, rotuladores, recortes, filmaciones, y todas las situaciones posibles, pensar metáforas, construir herbarios, fotografiar el agua, diseñar nubes o plasmar las emociones del paisaje. Y aprendieron lo que era un haiku, la composición de origen japonés, que consta de tres versos de 5, 7 y 5 sílabas respectivamente, sin rima. Y que con dos versos más se convierte en un tanka, y llegaron tankas y hai-
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kus a millones incluso de Australia y Nueva Zelanda, y se organizaron grupos en la red que los improvisaban y difundían, pues proceden de un sistema del renga, género de poesía colaborativa japonesa que se trabaja en conjunto, y que facilita la participación y la improvisación. Y lo hicieron entre varios, se le ocurrió a Rosarito, iniciar los tres versos del tanka y alguien en el otro lado del mundo terminaba los versos finales, y se llenaron de emociones y sentimientos, y se expresaron así flores y paisajes, que se acompañaban de fotos y videos. Emociones Y aprendieron y disfrutaron, crearon y se emocionaron con las fotos, pintura, dibujos, collage, esbozos de la Naturaleza, caligramas, poemas de todas las formas y recursos imaginables, incluso con poemas corporales, o basados en la exploración de los sonidos y el canto de los pájaros. E hicieron teatro, y cantaron, y bailaron al son de instrumentos inverosímiles, a los que se añadieron gentes de pueblos lejanos con sus ritmos y sones. Los poemas dieron la vuelta al mundo y volvieron a manos de sus iniciadores convertidos en dibujos, o en otros poemas, ya fueran haikus, sonetos o kaligramas, y se desarrolló la creatividad en tejidos de cuerda, canciones, composiciones florales, dibujos animados, hilos, tejidos y trenzados, mariposas de seda, colecciones de todo lo imaginable, pinturas de tiza en las calles, globos, farolitos, y se superó toda creatividad. Y hubo quien grabó poemas, recitados, y creó «Audio-poemas», montajes con fondos musicales que ampliaron las ideas, sugirieron otras realizaciones y dieron lugar a diversos productos de audio y vídeo, recreaciones de cuentos, relatos, biografías y poemas. Olvidados y ausentes Y se recordó a personas casi olvidadas, ya en las brumas de la historia, creadores de relatos y poemas, y a quienes hicieron avanzar la ciencia, y así salieron del baúl de los arrinconados mujeres y hombres que ya en sus tiempos revolucionaron el mundo de la cultura, que extendieron ideas y descubrimientos sin necesidad de redes telemáticas, que dieron su vida por un invento, que padecieron miseria o persecución por sus escritos, dibujos o ideas. Y las redes telemáticas los llevaron de un lugar a otro,
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y se buscaron en los estantes de bibliotecas sus escritos y en la red sus trabajos, y se rescataron efemérides y hechos perdidos, y fueron algunos descendientes de aquello famosos quienes dieron a la red más datos, y documentos, que a su vez se trasmitieron, se manifestaron, y animaron a otras búsquedas. Difusión Así llegaron a manos de los maestros, admirados, cartas, escritos, obras inéditas, material muy valioso para la ciencia y la literatura, al mismo tiempo que imágenes y fotografías de tiempos pasados, de gentes que aportaron al mundo cuando aún no existían las redes, que tenían en tiempos de pandemia la posibilidad de salir a flote, a la vista del mundo. Y los maestros sobre ese material asombroso invitaron a continuar la búsqueda, y a difundir los descubrimientos, y a crear nuevos inventos, diferentes dibujos, otras perspectivas, y las redes se llenaron de recetas de cocina, de fotografías sobre ilustraciones en aceras, y recuerdos de quienes hicieron poesía y literatura. Y doña Purita rememoraba a Charles Baudelaire, «Quien desde fuera mira a través de una ventana abierta, jamás ve tantas cosas como quien mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, tenebroso y deslumbrante que una ventana tenuemente iluminada por un candil. Lo que la luz del sol nos muestra siempre es menos interesante que cuanto acontece tras unos cristales. En esa oquedad radiante o sombría, la vida sueña, sufre, vive.» Y propusieron leer libros, ya fueran encontrados en escondidas estanterías o nuevas adquisiciones, y que las lecturas se manifestaran en las redes, «cuéntanos lo que lees para que todos lo leamos», dijeron, y miles de personas de todas las edades les hicieron caso, se dispusieron a buscar nuevos textos, poemas, novelas, biografías, y las contaron en sus blogs, en sus mensajes, en sus fotografías, en las sesiones de vídeo, en sus filmaciones, y animaron a familiares, a amistades cercanas, y también a gentes del otro confín del planeta. Y se convirtió en eslogan, «Cuéntanos lo que lees para que todos lo leamos», animó a miles de ciudadanos, que buscaron en rincones y librerías qué leer.
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Y así, abiertas puertas y ventanas, se mantuvieron en confinamiento, ilusionados, esperaban la última idea que llegara por las redes, una sugerencia de don Honorato o de doña Purita, de trabajos creativos, decenas de personas se convirtieron en miles, tal vez en millones, pues las olas cibernéticas no paran, no se conoce su influencia ni su término, rompen fronteras, difunden información y entusiasmo, no tienen límites entre las artes y las ciencias, el juego y la investigación, la diversión y la difusión, y amplían el campo de acción de pinturas, imágenes o poemas. Doña Purita y don Honorato eran conscientes de que un maestro no debe querer que sus alumnos repitan esquemas, que hagan lo mismo que se les muestra, sino que hagan suyo el aprendizaje para transformarlo, no se trata de repetirlo sino de adaptarlo a cada persona. Y hasta el fin de la pandemia, las ventanas se mantuvieron abiertas, las redes se convirtieron en cauce imprescindible de transmisión del conocimiento.
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Estos relatos fueron publicados inicialmente en la Revista Aularia on-line, entre enero de 2013 y diciembre de 2021
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EL PUNTERO de don honorato, el bolso de doña purita y otras historias para andar por clase (segunda parte)
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