EL PUNTERO de don honorato, el bolso de doña purita y otras historias para andar por clase (Primera parte)
Enrique Martínez-Salanova Sánchez
El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otras historias para andar por clase (primera parte)
Enrique Martínez-Salanova Sánchez Ilustraciones de Pablo Martínez-Salanova Peralta
Ediciones Aularia Edición on line
2021
El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otras historias para andar por clase (primera parte) Enrique Martínez-Salanova Sánchez Ilustraciones Pablo Martínez-Salanova Peralta
Aularia Ediciones 2021
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El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otras historias para andar por clase. (primera parte) 2021 La primera edición de estos relatos la hizo Facep, Almería, 252 págs. 1997. ISBN. 84-8264026-7 La segunda edición la hizo el Grupo Comunicar. Huelva. 1998. 84-920218-7-X © Textos Enrique Martínez-Salanova Sánchez © Ilustraciones Pablo Martínez-Salanova Peralta
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Relatos para andar por clase. Primera parte
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Prólogo para esta edición on-line
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e escrito mucho en mi vida profesional, libros y artículos todos ellos técnicos. Cuando he podido he introducido en las páginas el humor, la creatividad y la diversión, porque creo firmemente en el humor como medio de comunicación, como terapia contra el estrés y como iniciador de ilusiones… La risa evita muchas úlceras. «Bienaventurados los que saben reírse de sí mismos porque lo pasarán de miedo toda su vida». La fuente principal de estos relatos es el humor sin cortapisas que proviene de la misma realidad. Es necesario reírse, sanamente por cierto, de sí mismo y de los demás, para tener ocasión de disfrutar mejorando cada uno sus propias contradicciones y rutinas. Estos relatos los escribí para que os divirtáis, con vosotros y de vosotros, recordando historias y personajes pasados o, tal vez por venir. Y ahí es donde probablemente esté su intención primitiva. Nacieron en las páginas de periódicos y en la revista «Aularia» y, por la insistencia de algunos amigos se convirtió en libro, del que se hicieron dos ediciones. Decidí más tarde exponerlo en esta red de redes, para el uso de quienes quieras reflexionar con humor sobre su propia existencia. Cuando hacemos humor reflexivo sobre nosotros mismos, hacemos futuro, nos adelantamos a los tiempos, creamos porvenir, ya que pensamos críticamente en el presente de cara a la posterioridad, nos obligamos a eliminar del rostro cualquier rictus desagradable y nos convertimos en personas más amables y comprensivas. Por otra parte, como dice Chaplin en las primeras palabras de su película El chico, «para conseguir una sonrisa, y tal vez una lágrima…» También decimos, nos vamos a morir de risa, lloro de risa, porque la risa y el llanto, como sentimientos están unidos a la reflexión y a la comunicación. Estos relatos son de una escuela que llega desde los primeros momentos, del pupitre hasta la universidad y va para todos aquellos que alguna vez hayan estado sentados ante una pizarra, globo terráqueo a la derecha según se mira, y aroma a lapicero y a tinta de tintero, con exámenes al tresbolillo y castigos contra la pared. Una escuela humana y divertida cuando se la recuerda al paso de los años. Estos relatos intentan ser, como decía de ellos un amigo en un periódico, el reflejo de una escuela que nunca existió, porque era imposible, de puro real, que existiera. Es por lo tanto fruto de situaciones actuales y anacrónicas, al mismo tiempo tan reales o falsas como la vida misma. Nunca existió (o sí) doña Purita, la maestra protagonista, aunque todavía pululen por el orbe miles de doñas puritas, con su cariño por la enseñanza, su afición desmedida por los contenidos, su maternal y entrañable mal genio, y sobre todo su bolso, que es como el corazón en el que todo cabe, porque encierra un mundo de cosas, todas necesarias y al mismo tiempo totalmente superfluas. Doña Purita era aquella a la que toda renovación le parecía morir un poco, y aun así se renovaba cuando podía. Tampoco conoció nadie a Don Honorato, ante todo maestro, enamorado de la astronomía y que por andar siempre por las estrellas, o en las nubes, qué más da, se le escapaban de control los irresponsables de siempre, haciéndole caer, pese a su buena voluntad, en maravillosas experiencias y al mismo tiempo en los mayores desastres. A don Honorato le copiaban en los exámenes, fue arrastrado por el suelo, le hicieron caer en ridículo ante el inspector… pero en realidad, sus alumnos, aunque no lo parecía a primera vista, y a veces ni a segunda, le querían con locura y día a día respetaban su dignidad atendiendo en clase. Fueron ellos los que han escrito estros relatos para que la humanidad conociera su doliente esfuerzo y su dedicación a la enseñanza.
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Y qué vamos a contar de la pandilla, de la clase en general, masa al mismo tiempo amiga y enemiga de los maestros, individualizada en Rosarito, y en Gutiérrez, y en Maripili, y en Ricardito, y en Manolín, y en Gustavito y en un montón más de simpáticos insensatos que de la misma manera que por todos los medios destrozan los planes de la maestra, piden su vuelta cuando ella se va. La clase en su conjunto, como un coro, es el compendio de todos los alumnos que en este mundo han sido. Lo que a ellos les sucede en las aulas de estos relatos son hechos, anécdotas o situaciones que han podido, de hecho han sucedido en cualquier lugar de esta galaxia, o de este mundo, o de este continente, o de este país o de esta provincia. Seamos galácticos y no provincianos para apreciar y entender que los fenómenos educativos son universales y que en todas partes cuecen habas, incluso en Washington, en el Kazajistán, donde las cuecen a calderadas y en Siberia, donde antes descongelan el hielo, pero donde las cuecen igualmente. Quiero decir, que no somos ni mejores ni peores, que el puntero ha sido, y todavía es, un recurso didáctico generalizado, ya sea en su formato primigenio, vara de madera pulida u desbastada, en de metal desplegable telescópico, o en sus nuevas formas digitales o láser y, que aunque vamos mejorando en su uso, queda todavía mucho por hacer, tela que cortar…. Debo decir, desvelando un secreto, que don Honorato fue en realidad un profesor mío, llamado don Honorato, pero que se parece muy poco al don Honorato de la historia. Al bolso de doña Purita lo conocí en una escuela, pero su dueña no se llamaba doña Purita ni se parecía en nada a la de los relatos. Tanto los maestros, como el dire, como el grupo de la clase son un compendio de personas que no han existido, pero que se parecen mucho a nosotros, y a nuestros vecinos del tercero derecha. Anacronismos, conductas y situaciones que ocurren desde hace un millón de años a esta parte, siguen ocurriendo en estos momentos, y gracias a Dios, porque somos una especie humana en constante evolución. A pesar de los pesares las cosas deben seguir cambiando, y al mismo tiempo se siguen repitiendo. Siempre me he preguntado si la escuela, la institución educativa en general, ha cambiado tanto, desde el puntero, es decir, desde las cuevas de Altamira hasta el presente. Al principio se usaba el dedo de señalar, más tarde el puntero, que terminaba en punta y que servía también para señalar, ya sea islas canarias en el mapa, músculos y huesos en una lámina, y ya en la realidad, fuera de mapas y de láminas, las costillas, el lomo u otros lugares de la anatomía cuando el interfecto o interfecta llamábase Sofía, Ricardito, Maripili, Gutierrez o Manolín. El puntero va cambiando al compás de las nuevas tecnologías, telescópico, o láser (¡cuidado con los ojos!), o digital. ¿Ha cambiado de la misma forma la comunicación en las aulas?. Estos relatos van dedicados a todos los que han pasado por la institución educativa, en todas o en cualquiera de sus miles de variantes, aunque su paso por las aulas haya sido de un solo minuto, para ir a recoger a un niño… Es un desafío para todos el hacer una educación más reflexiva, más humana, más festiva, más crítica, mas seria, más divertida, más responsable, más justa, más respetuosa, más alegre, más eficaz.
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Relatos para andar por clase. Primera parte
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De hace un millón de años a esta parte Prólogo filosófico que no es absolutamente imprescindible leer (aunque sí conveniente)
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uienes tengan el valor de enfrentarse a estas páginas han sido, para bien o para mal, para su suerte o para su desgracia, clientes forzosos de la institución escolar en todas o en alguna de sus variantes. Nadie se escapa a ello. Por esta razón, cualquiera puede tener la tentación malsana de confundir personajes ficticios con reales; o lo que es más grave, identificar situaciones y anécdotas producto de la calenturienta imaginación del autor con hechos sucedidos a ellos mismos, a parientes o a conocidos. Para evitar malas interpretaciones les diré una cosa: Todo lo que se dice de aquí en adelante, hasta el final, es absolutamente falso (Nota 1). Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Ni la escuela, instituto o institución educativa, universidad incluida, que reflejan estas memorias ha existido, ni existe ni existirá. Tampoco son reales Don Honorato, ni Doña Purita, ni Mariloli, ni Ricardito, ni Manolín, ni Maripili, ni el Dire, ni Rosarito, ni Don Crisanto, ni el puntero de Don Honorato, ni el mapamundi que estaba en la pared según se mira a la derecha, ni ninguno de los compañeros de la clase. Usted, querido lector, se puede tomar estos recuerdos como guste. Como una diversión o como una novela histórica; como un relato de viajes por el Aconcagua o como recreación de memorias de épocas pasadas hace infinidad de años. Si algo de lo que aquí se relata le suena o le recuerda a algo, deséchelo como un sueño, como algo del inconsciente que aflora y que, como decía Freud (Froid para los amigos), reprimido es. Si desea tomarse estas páginas en broma, bien está. Si así es, mi consejo es que las comente con su familia, con sus amigos y con sus vecinos. Si le es posible, háblele de ello a Manolín, o a Gutiérrez, que tal vez sea su vecino del tercero o del quinto derecha. En este caso, piense que cualquier tiempo pasado fue mejor. En cualquier caso, no se traumatice hasta el punto de renegar del presente o de temer al futuro. En el caso hipotético de que se lo tome excesivamente en serio, es mejor que deje las cosas como están. Si es posible, no lo remueva en demasía porque puede darse cuenta de que desgraciadamente tal vez todo lo que aquí se cuenta siga sucediendo hoy mismo. Para su salud mental le recomiendo que piense que las comparaciones son odiosas (¡qué bien viene un refrán a tiempo!), y por favor, no empiece a dudar de la idoneidad del profesor de sus hijos, o de que todo lo que se escribe en estas memorias va con mala uva. En el caso de que usted pertenezca a uno de los muchos gremios dedicados a la enseñanza, tómeselo con calma, aplíquese el cuento si lo desea, pero por favor, no se mosquee con el que suscribe porque el que se pica ajos come (otro refrán a tiempo). Cuando recuerdo y escribo sobre estos temas (Nota 2) lo hago porque pienso que las experiencias recibidas en los primeros años, no solamente marcaron de por vida nuestra personalidad, comportamiento y hábitos de todo tipo, sino porque además han sido
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y serán, como primeros recuerdos, duraderos y llenos de afecto y de amistad para con aquellos que los sufrieron o gozaron con nosotros. Quién no se acuerda todavía de algún Gustavito o Manolín, o de alguna Rosarito o Maripili, aunque no los haya visto nunca más. O de Don Honorato, que tanto bien nos hizo, a pesar de su puntero. Tal vez los únicos recuerdos objetivos que nos quedan de aquellos años sean un boletín de notas o un cuaderno de caligrafía de páginas amarillentas. En algunos casos conservamos ciertas fotografías (Nota 3) color sepia, como las de antes, cuando no se podía decir lo de ¡patata!, porque había que aguantar sin moverse y en las que entraban muchísimos niños, cuantos más mejor, por ahorrar foto. Desde aquello parece como si hubieran transcurrido un millón de años (Nota 4). Menos mal que pasaremos a la posteridad gracias al nitrato de plata. Notas (1) Aquí topamos con el sofisma. Si todo lo que se dice es falso, el lector debe hacer uso del consabido silogismo: a. Todo lo que se dice de aquí en adelante es falso b. Si me dicen que es falso, quiere decir que lo que me digan que es falso, es verdadero. c. Luego todo lo que me dicen es verdadero. Menudo problema: si me lo tomo como verdadero, quiere decir que lo que me han dicho que es falso no es falso, sino que es verdad, luego es verdad que es falso, y falso que es verdad, luego todo es verdad lo que me dicen que es mentira. (Consejo del copista: Para aclararse es preferible que cada cual se lo tome como pueda, y todos tan contentos). (2)- Cuando comencé a escribir sobre enseñanza y educación fue hace muchos años, en los que redactaba cosas tan entretenidas y sesudas como, por ejemplo, Evaluación y Control en el Aula, Diseño de Enseñanza Aprendizaje, Metodología Didáctica, etc. Un buen día decidí sacar a la luz los recuerdos de las aulas de verdad, y aunque no he dejado los temas teóricos y científicos, desde entonces me he reconciliado con la escuela, el instituto y la universidad, pues el diálogo que se mantiene con los personajes y memorias de antaño, al dificultar la objetividad, hace surgir los afectos perdidos y obliga a investigar en lo profundo de las personas y de sus historias. (N. del A.) (3)- Nuestros abuelos las hubieran llamado Daguerrotipos. (N. del T.) [4]- Algunos de estos recuerdos fueron publicados por primera vez en el Suplemento de Educación de La Voz de Almería, en forma de columna que llevaba el título genérico de Hace un millón de años. Otros fueron publicados en la Revista AULARIA, de Educación. Todos han sido actualizados y reformados. Muchos de ellos son inéditos. El título de la columna Hace un millón de años, se lo puse, no solamente porque parece que ya ha pasado un tiempo excesivo, sino porque además las cosas no han cambiado tanto desde aquella época, de hace un millón de años a esta parte, ni para nosotros ni para la institución educativa. La verdad pura y simple es que seguimos siendo como niños: una especie de homo sapiens en estado evolutivo precario. (N. del A.)
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Relatos para andar por clase. Primera parte
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Las historias reales de un imaginativo puro Prólogo de Juan José Ceba Poeta y maestro
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ueron los días felices de la Revista «Aularia», impulso educativo que, desde la ciudad de Almería, extendió por España una visión nueva, creativa e ilusionada de la enseñanza. Otra manera de ver las cosas, de estar y ser para la educación y compartir el mundo la tradición y la modernidad en el siempre alegre y asombroso «país de las aulas». Era su director o Alcaide mayor de Villa y Corte, Enrique Martínez-Salanova Sánchez, nuestro querido y admirado amigo, escritor de sorprendente naturalidad y viveza. Aquellas reuniones del Consejo de Redacción de la Revista eran harto sabrosas y divertidas, un río de cuatro afluentes al que llegaban el rigor, la información incesante, el entusiasmo, el equilibrio, un espíritu de libertad -como he conocido pocos- y el tejer y destejer de los imaginativos del grupo, que alcanzábamos las cimas deliciosas del esperpento, y del delirio creativo, si bien siempre, había quien se encargaba de bajarnos a tierra y cortarnos las alas. Con las plumas de aquellas alas escribimos y dibujamos mucho de lo que allí se publicó. Fue «Aularia» una revista acogida con cariño y avidez por cientos de lectores. Fue también un fantástico aglutinante y dinamizador de sensibilidades andaluzas. Planteábamos los problemas más serios y acuciantes con un sentido completamente muevo, sugestivo y original en la historia de las publicaciones educativas. Reivindicábamos, entre otras muchas cosas, la risa general básica, la buena salud mental del profesorado, capaz de reírse de si mismo y de las situaciones disparatadas que a diario se producen en el aula. Con esa cuna tan propicia fueron naciendo los personajes de este libro, la rueda de personajes vivos y encantadores que, inmersos en una desbordante corriente de despropósitos y anacronismos, nos deleitaban con asombrosas peripecias. El núcleo de las historias, tan sabiamente aderezadas eran anécdotas geniales, hechos vividos y situaciones que rebasaban todos los límites de lo imaginable, ocurridas en las clases. Y contadas con una gracia llena de sutilezas y registros fascinantes. Enrique disfrutaba escribiendo y contando sus relatos. (Esto lo agradecerán especialmente los lectores que van a entrar en el rapto dichoso de esta obra). Enrique es un excelente narrador, con una capacidad enorme de observación y penetración de la realidad, con una me-
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moria prodigiosa para rescatar escenas grotescas y esperpénticas sucedidas en los Centros Educativos a lo largo del tiempo, más o menos «hace un millón de años», título con el que fueron apareciendo los diferentes capítulos de «El puntero de D. Honorato, el bolso de Doña Purita y otros relatos para andar por clase», por entregas primero en «La Voz de Almería» y casi al mismo tiempo en la Revista «Aularia» de educación. Lo más feliz que puedo decir sobre este maravilloso, lozano, jugoso y divertido conjunto de: relatos -para expresarlo con el término que acuñamos en «Aularia»- es que estamos ante el libro más glasbolórdico que he leído en mi vida. Libro para tenerlo en la mesita de noche, para espantar insomnios, para limpiar el alma de los malos vientos, para mirarse en el espejo del trabajo cotidiano en la Escuela y aprender -para siempre- a reírnos de nosotros mismos; obra para mejorar la salud mental del profesorado, para borrar rutinas y depresiones; para reflexionar en inmersión sobre el trabajo sin sentido, los aprendizajes desprovistos de significación, la selección arbitraria de contenidos y actividades, la imposición -tosca o sutil- como sistema. Por las aulas del estos maestros singulares, Don Honorato y Doña Purita, se suceden técnicas y métodos insólitos, evaluaciones como mordazas, las grandes contradicciones y anacronismos que llenaban y, aún siguen llenando, los Centros Educativos, expresado todo con ese. humor crítico y hondo, que va de la acidez amable a la ternura. El deseo de cambio y de transformación, la creatividad como práctica diaria y, un ansia irrefrenable de libertad en el aula, son la fuente nutricia de estos relatos. La entrega de Enrique Martínez-Salanova Sánchez a la Pedagogía es absoluta desde hace cientos de cursos, jornadas debates, escuelas de verano, revistas, proyectos entusiastas... Llevó de la mano a la prensa hasta las aulas andaluzas, eso si, tocado de un gorro de papel-diario de imaginativo puro, armado de tijeras y de larga experiencia e ilusión renovada. Vienen sus relatos ilustrados por los espléndidos dibujos de su hijo Pablo, quien recrea magistralmente y con un humor prodigioso las hazañas contadas por su padre, también un dibujante excepcional. Son ilustraciones de gran calidad técnica, agilidad, imaginación portentosa, dotes de observación y un movimiento extraordinario. Tómense estas historias en dosis moderadas después del desayuno, para ir a la Escuela felices y radiantes.
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Índice
Prólogo
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Don Honorato tenía un puntero
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El bolso de doña Purita
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La Hidalga del Valle
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Todos los días lentejas
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Pispajo
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El siglo XV
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Doña Purtita ataca de nuevo
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El baúl de los disfraces
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De flor en flor
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Guerra y paz
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Guisando, que es gerundio
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El cielo está muy alto
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Renovarse es morir un poco
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El aula sin muros
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La tibia y el peroné
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¡Allons, allons!
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A cada uno un canario
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Enrique Martínez-Salanova Sánchez
El circo
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Gustavo Adolfo
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El Halley trae cola
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Murieron con las botas puestas
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Insectos con perdón
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La proyección
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El Parnaso
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Los sitios de Zaragoza
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Carbón
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Ojo por ojo
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La sartén por el mango
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La ley del silencio
133
Los cuentos de doña Purita
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La tortuga de Zenón
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Las cinco en punto de la tarde
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Rinconete y Cortadillo
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Don Honorato tenía un puntero on Honorato tenía un puntero (Nota 1). Puntero de aquellos de antes, de madera dura, brillante por el uso y los años. Puntero de usos múltiples como se verá más adelante; construido por manos artesanas para indicar en el mapa el lugar exacto donde se encuentra Mesopotamia o los afluentes del Ganges por la derecha o por la izquierda, según se mire.
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En manos de Don Honorato, profesor de geografía, de Historia, de Ciencias naturales, de Arte, de Filosofía y de casi todo lo demás, el puntero era al mismo tiempo un instrumento didáctico que servía tanto para señalar en una lámina las características más importantes de los marsupiales o las flores de acanto determinantes de alguno de los órdenes griegos, como de instrumento disciplinario de primer orden que utilizado como jabalina, o como él decía, spículum, en latín antiguo, se convertía en un santiamén en arma arrojadiza que llegaba desde su tarima hasta cualquier lugar de la clase. A veces también soltaba o arrojaba la regla, la tiza, el cartabón, el borrador o lo que tenía a mano. Gracias a Dios nunca fue el tintero. En honor a la verdad, todo hay que decirlo, jamás le dio a nadie, por lo menos en nuestros tiempos, ya que su mano era firme y su pulso seguro. Si bien es cierto que los más diversos objetos pasaban silbando sobre nuestras cabezas, es de justicia reseñar que Don Honorato era muy hábil en el lanzamiento de cualquier artefacto por extraño que pareciera, y no menos hábiles nosotros en el agachar la cabeza con celeridad, por lo que el blanco era casi siempre la pared de enfrente. Solamente una vez falló parcialmente cuando el arma arrojadiza salió por la ventana y tuvo que bajar Manolín a buscar el paraguas al patio. Lo cierto y verdadero es que los punteros, además de lo dicho, servían para lo que están normalmente hechos los punteros: Para señalar. Hay que hacer constar sin embargo que Don Honorato tanto señalaba con el puntero la capital del Turquestán, como las costillas de los alumnos, es decir, nuestras costillas. En esto último se había convertido en un verdadero experto, sobre todo en clase de geografía de España. La acción se desarrollaba delante de un mapa de la Península Ibérica, islas incluidas. Don Honorato llamaba por su apellido, nunca
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Relatos para andar por clase. Primera parte
por el nombre de pila, a uno de los alumnos. El interfecto, tembloroso, desencajado y sin color, subía a la tarima como si ascendiera al patíbulo. Allí estaba Don Honorato, de verdugo, con dos punteros (Nota 2) y una venda. La venda era negra, densa y tupida, como las que ponen en los ojos a los ajusticiados o a los voluntarios en las sesiones de prestidigitación. Don Honorato la colocaba sobre los ojos de González, o de López; recordemos, siempre por el apellido. Personalmente revisaba el que ningún resquicio de luz entrara en los ojos de González, o de López. Si existía alguna ranura o luminosidad era comprobado con rapidez, ya que un amago de punterazo, ficticio pero eficaz hacía, en caso de intento de fraude, que González, o López, o Maripili, o incluso Pérez, el sabihondo de la clase, se arrugaran aunque fuera imperceptiblemente delatando su infracción. Don Honorato inmediatamente solucionaba el problema, colocando la venda de manera que fuera imposible el detectar ni el menor asomo de claridad. ¡Es que Don Honorato era muy serio para sus cosas!. En ese momento comenzaba la sesión. Había que localizar cada provincia española señalando su lugar correspondiente. López, ya vendado, recibía un puntero de Don Honorato, y era colocado en posición, casi siempre en mala posición. Don Honorato daba al ya de por sí desorientado López tres o cuatro vueltas sobre sí mismo para desorientarlo aún más todavía. López todo lo veía negro, más si cabe, cuando Don Honorato nombraba una provincia española, y por pequeña que fuera, López había de colocar en su lugar correcto el puntero, al que podríamos llamar puntero número uno. Si la operación no llegaba a efectuarse con toda exactitud, es decir si, pongamos por caso, el puntero número uno en
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vez de dar en Cáceres, daba en Badajoz, inmediatamente entraba en acción el puntero número dos, que era el que estaba en poder de Don Honorato, y que a diferencia del puntero número uno siempre daba en el blanco. Llámese blanco a lomo, pierna o costillas del ajusticiado. La verdad sea dicha: los resultados fueron óptimos; según parecer de Don Honorato, llegamos todos a tener una gran habilidad en colocar el puntero en el lugar exacto. No era fácil conseguirlo ya que se acertaba con mayor facilidad Badajoz que Vizcaya. Cuestión de tamaño. Al cabo de los meses casi nadie fallaba y los punterazos de señalar costillas actuaban menos. Solamente cuando les tocaba a las islas; en esas circunstancias se solía dar frecuentemente el caso de llegar al mismo tiempo la orden: «¡Formentera!», por ejemplo, que el punterazo de Don Honorato y el que toda la clase al unísono cantara a gritos: «¡Agua!» Notas (1) Para ser más exactos: los punteros eran dos. No solo por aquello de tener de quita y pon, que no deja de ser válida razón. Las causas reales de la duplicidad de punteros las comprenderá satisfactoria y ampliamente el lector si tiene suficiente paciencia para terminar de leer este relato. (N. del A.) (2) Si el lector ha seguido la historia hasta este momento, se dará cuenta del porqué de la aparición en escena de un segundo puntero, así como de la gran importancia que el mismo tiene en el relato. (Nota del tercer transcriptor)
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El bolso de doña Purita
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oña Purita y su bolso eran como el cigarrillo y el papel. No podían vivir el uno sin el otro y era difícil adivinar si era el bolso quien colgaba de Doña Purita o era Doña Purita quien colgaba del bolso. En el bolso había infinidad de cosas, como en casi todos los bolsos. Lo que más había eran lápices, muchos lápices: lápices de labios, lápices de cejas, lápices de uñas, lápices de escribir y sobre todo, el lápiz de poner ceros que estaba tan gastado que cuando Doña Purita lo cogía entre sus dedos, solamente se veía la punta. A veces, en momentos de desahogo, Doña Purita tomaba el lápiz entre sus dedos índice y pulgar y decía con voz amenazante mientras lo enseñaba como quien blande una espada: «con este lápiz hago temblar a todo un colegio».
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En el bolso, junto al pintalabios, estaba la polvera y otros artilugios con los que Doña Purita se retocaba un poco por aquí, otro poco por allá, hasta adecentar la nariz, las mejillas, el entrecejo y la sotabarba. Quedaba de esta forma «que ni pintada». «Para la guerra, igual que los apaches», como decía Gustavito, que sabía de guerra más que nadie porque su padre era sargento de la guardia civil. Los días de examen, Doña Purita se los tomaba como una verdadera batalla, y ya que no podía colocarse casco, coraza y escudo como la Atenea de Praxitéles, por lo menos se pintaba, y bien que se pintaba, con el fin de amedrentar al enemigo. Sigamos con su bolso: Lo que más llamaba la atención del bolso de Doña Purita era el cuaderno de las notas, que siempre llevaba con ella. En ocasiones, sobre todo cuando se acercaba el tiempo de entregarnos el boletín, invariablemente se nos pasaba por la cabeza la idea malsana de hacerlo desaparecer. Nunca encontrábamos la ocasión, ya que Doña Purita no soltaba el bolso ni cuando nos daba gimnasia. Había que verla, con su traje de chaqueta gris, su bolso colgado del hombro, imperturbable, «flexión, extensión, inspirar, expirar,...». Nuestra tenaz espera, y las constantes oraciones a Gestas, el Mal Ladrón, tuvieron su premio. Como la ocasión la pintan calva y más vale llegar a tiempo que rondar un año, llegó el día en que Doña Purita, debido a vaya usted a saber porqué, se desprendió temporalmente de su bolso. Los hechos se desarrollaron durante una sesión de diapositivas, tema los cefalópodos, de gran interés para la maestra, y sobre el que también nosotros, por no caer en desgracia, simulamos nuestra particular emoción con un «¡psé!» generalizado que llenó de satisfacción a Doña Purita. Doña Purita se entusiasmó con las diapositivas, los cefalópodos, la máquina proyectora y el ardor despertado en el auditorio, sobre todo en Maripili, que no hacía más que decir, «Oh, los cefalópodos, qué ilusión, qué ilusión, hace años que ansío estudiar los cefalópodos». Tanto entusiasmo provocó en la maestra un éxtasis tal que olvidó el control de su bolso y sin darse cuenta y contra su costumbre lo depositó junto al proyector, sobre la mesa. Fue en ese mismo momento en el que de común acuerdo y todos a una, el Estado Mayor Central de la clase, siempre ojo avizor, planificó sigilosamente, en estrategia de comando, la Operación Cambiazo. Se realizó en total oscuridad, ya que solamente se veían los reflejos de la pantalla. Mientras la voz de Doña Purita explicaba la morfología de los cefalópodos se
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Relatos para andar por clase. Primera parte
decidió que Agustín debía, por ser el más pequeño de estatura, llevar a cabo la parte verdaderamente arriesgada del operativo. Agustín salió reptando como sólo el sabía hacerlo, dispuesto a llegar al objetivo, abrir el bolso, sacar el cuaderno de notas y volver, reptando otra vez, al cuartel general que se había montado en la fila siete. Agustín temblaba, el estado mayor temblaba, toda la clase temblaba. A pesar de los temblores, Agustín se arrastraba como había visto hacer a los soldados en las películas. Cumplió su misión, y volvió con el cuaderno de Doña Purita en la boca, como llevan los cherooke el cuchillo. A la luz de la linterna de Maripili analizamos las calificaciones. «¡Casi todo ceros!», suspiró en un susurro Felipe pensando en su pobre madre, en la cara de su padre y en que le volaba el partido de fútbol del domingo. Entre los nervios, el miedo que nos comía, la oscuridad, el que pasaba el tiempo y no nos poníamos de acuerdo en cómo arreglar las notas, surgió la idea de quemar el cuaderno. Hubo discusiones por lo bajo. En primer lugar se decidió no quemarlo, «que Doña Purita tenía un olfato de miedo». Más tarde se decidió que sí, que se quemaría en el recreo, «bien lejos de Doña Purita». Segundos más tarde se volvió a decidir no quemarlo «que no, que es peor». Por fin, debido a las prisas, hubo de buscarse una rápida y a nuestro entender justa y salomónica decisión, y se encargó a Rosarito la difícil tarea de realizar a velocidad más que supersónica el cambio de notas en el boletín. Agustín, jugándose el tipo, reptando igual que a la ida, temblando más que a la ida y arrepintiéndose de haber aceptado la misión más peligrosa, «y todo por los dichosos cromos y tres canicas de acero», volvió a colocar el boletín en el lugar del que nunca debió salir. El final fue un respiro. Por fin el cuaderno estaba en su sitio, y las notas casi a nuestro gusto. Aquella noche todos dormimos más tranquilos que de costumbre. Nunca llegamos a entender demasiado bien como pudo enterarse Doña Purita que habíamos cambiado las notas, con lo bien que lo habíamos hecho, y a pesar de que Rosarito era una experta en el difícil arte de la falsificación. Lo cierto es que al día siguiente apareció por clase el dire, enfadadísimo, diciendo cosas como que «así habían comenzado su vida delictiva Luis Candelas y José María el Tempranillo», y que «cuándo se había visto en toda la historia del colegio, que se pusieran de nota no solo dieces, sino incluso treces y catorces, y hasta un diecisiete».
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Y es que en nuestras prisas, entre los nervios y la desazón, la oscuridad y el sentido delictivo de la intervención, Rosarito, solidaria y generosa que siempre era, aplicando la más estricta justicia, a pesar de ser experta en falsificar, no se dio cuenta de que colocó un uno delante de todas y cada una de las notas. De aquellas fechas data el que nunca más Doña Purita se desprendiera de su bolso, que jamás abandonó, y en el que además hasta el lápiz de labios y el cuaderno de notas los tuviera atados con una cadenita, por si volvía a actuar José María el Tempranillo y su banda. Sobre la maestra Doña Purita fue nuestra maestra desde que nacimos hasta que nos echaron de la institución educativa. Cuando teníamos cuatro años y entramos en la primera escuela, ella nos recibió en la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja, como diciendo que todo pasa, y que no hay mal que cien años dure. Ella misma nos despidió en quinto de económicas, pensando en cómo habíamos podido sobrevivir tantos años mientras nos aconsejaba sobre las dificultades de la vida moderna y la necesidad de ser honrados hasta en la contabilidad y con Hacienda. La tuvimos y nos tuvo. Nos enseñó de casi todo al mismo tiempo y nos hizo gozar y sufrir lo indecible. Fue guía y confusión, modelo de virtudes y compendio de defectos. La amamos y la odiamos. Con ella pasamos algunos de los mejores momentos de nuestra vida, mientras le copiábamos en los exámenes y le deseábamos los mayores males. (Nota filosófico-nostálgica del Autor).
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La Hidalga del Valle
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Doña Purita, profesora que era en su tiempo de literatura para niños y niñas y de labores y cocina para las niñas, se le ocurrió la feliz idea de que en la fiesta del colegio había que representar nada menos y nada más que «La Hidalga del Valle», auto sacramental en tres actos de Calderón de la Barca (Don Pedro). Se estuvo a punto aquel día de una sangrienta conflagración. Lo que nosotros queríamos representar era alguna obra cómica, o de nuestra cosecha, o por lo menos algo divertido. Sin embargo Doña Purita era muy suya para sus cosas y nos convenció enseguida de que lo que había que poner en escena era un auto sacramental. Los argumentos de Doña Purita eran de mayor peso que lo habitual, «porque los autores cómicos, como su nombre indica, eran muy poco serios», y las obras que nosotros intentábamos representar, bien sea porque indicaban superficialidad, como las de Arniches, Muñoz Seca, Leandro Fernández de Moratín o el mismísimo Jacinto Benavente, o porque eran para mayores, como El Tintero, de Carlos Muñíz, o el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, no debían ni podían ser representados por gente de nuestra edad.
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Y por si alguno tenía la más mínima duda de su razón, ella misma, con su mismísima mano, sin temblarle ni un ápice el pulso, y sin que le remordiera la conciencia «ni así», pondría un cero en literatura a los insurrectos, un insuficiente en conducta a los que opinaran de manera diferente, y además hablaría con los padres o tutores de aquellos sobre los que incurriera la sospecha de estar en contra del parecer de la maestra. El parecer de la maestra era la verdad absoluta, lo indiscutible, el dogma. Vistos los antecedentes, sin que nadie rechistara, y por supuesto dando las gracias a Doña Purita por su benevolencia, pusimos manos a la obra. «La obra», nunca mejor dicho. Se eligieron los papeles, o lo que es lo mismo, los eligió Doña Purita con criterios muy personales, que aunque en sí pudieran ser discutibles para nuestra mentalidad de ahora, en aquellos tiempos eran claros y normales. Los principales papeles y personajes se adjudicaron a los primeros de la clase, que siempre coincidían con los de mejor memoria. Excepción, que confirma la regla el caso de Rosarito, que hacía de Virgen María y que aunque era la segunda empezando por atrás, tenía unos ojos preciosos y en la obra no tenía que decir ni pío. Rosarito aparecía en el auto, el sacramental, una sola vez, llena de relámpagos, de flores y de luces, y su papel era juntar las manos en posición de súplica y poner los ojos en blanco cada vez que alguien le decía algo mientras hacía como que miraba al Dios Todopoderoso que debía encontrarse en las alturas. Al finalizar su actuación, los tramoyistas la hacían desaparecer de escena entre nubes de incienso y fondo musical de Ave María de Schubert. El apuntador lo hacía Agustín, que por ser pequeño era el que mejor cabía en el agujero de la concha. (Nota 1) Cuando todos habíamos aprendido de memoria nuestros respectivos papeles comenzaron los ensayos. A un pueblo de Barcelona en el que se representa todos los años la Pasión de Olesa (Nota 2), por mediación del padre de Ricardito, se encargaron los disfraces, cantidad de barbas y pelucas, túnicas para todas las tallas, sables y cimitarras, las alas de los ángeles y las espadas. El último día se realizó el ensayo general, que acabó bastante bien a pesar de que en una lucha a mandoble limpio que no estaba en la obra y que protagonizaron Manolín, que hacía de ángel, y Gabriel, el diablo, rompimos parte del escenario, dos bambalinas, la túnica azul celeste de Rosarito y una gran dosis de moral de Doña Purita. El día de la representación el salón de actos rebosaba de gente y expectativas. Había un verdadero llenazo de padres, madres, abuelas, maestros y pro-
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fesores, autoridades y hasta un representante de la prensa local apodado «Ojete en la jeta», por lo de la máquina siempre en el ojo, preparada para lo impredecible. Nuestro debut prometía pasar a la posteridad, ya que todo el mundo esperaba un verdadero milagro: el prodigio de observar cómo los elementos más irresponsables del colegio, todo hay que decirlo, ponían en escena nada menos que a Calderón de la Barca (Don Pedro). Se cuenta incluso, que algunos de los profesores cruzaron apuestas en las que en el fondo del asunto se encontraba el honor de Doña Purita y donde algunos arúspices de baja categoría auguraban una tragedia solo comparable con la de Edipo Rey. Y se abrió el telón, y todo fue maravilloso hasta que a finales del primer acto Pepillo, que hacía de Santo Job lleno de barba y de peluca, le tenía que decir a Maripili, que vestida de pieles y encadenada hasta las cejas, encarnaba a la Humana Naturaleza: - SANTO JOB: «No te había conocido hasta que te vi arrastrando esas cadenas y grillos, Humana Naturaleza». Y ahí fue Troya, porque Maripili, aherrojada como estaba, llena de pieles como estaba, y monísima ella como estaba, respondió al Santo Job, es decir a Pepillo, con una voz que llenó el Salón de Actos hasta la fila veintinueve: «¿Es que no me conoces, Pepillo? ¡soy Maripili!». Doña Purita, entre bastidores, gritó: «¡Sales, sales!», y algunos se equivocaron de verbo, y aunque sabían que no tenían que salir, por obedecer a la maestra, en vez de llevarle las sales, salieron. Y se encontraron en escena Abraham, y el diablo Lucifer y la Virgen María-Rosarito sin que les tocara, es decir sin que tuvieran que salir ni que Agustín el apuntador les llamara. Allí se armó la tremenda, porque los de adentro salían y los de afuera entraban, y el apuntador seguía apuntando como si tal cosa, que para eso estaba. Los espectadores, sobre todo los de otros cursos, gritaban que daba gusto, mientras Don Honorato, desde la fila tres, intentaba controlar el espectáculo. Todo fue en vano, pues a pesar de que Don Honorato con gestos de que «tranquilos, que aquí no pasa nada», indicaba con miradas asesinas, subliminalmente, que «ya nos veríamos las caras más tarde en clase de matemáticas», y a voces explicaba a nuestros padres, abuelas, autoridades y a él mismo, que éramos muy buenos aunque un poco revoltosos, y que todo se arreglaría con buena voluntad y paciencia. La representación continuó porque el público lo pidió a gritos, y porque como buenos profesionales que éramos nos vimos en la necesidad de hacer caso a Don
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Honorato, que además envió a un emisario de segundo a decirnos que si la obra no continuaba nos veríamos en Siberia cortados en pedacitos. Todo siguió como si nada hubiera ocurrido, salvo que a Agustín, el apuntador, con el embrollo, se le perdieron varias hojas del texto, y tanto el diablo como el Santo Job, Abraham, la Virgen María y la mayoría de los profetas, de los Tronos y de las Dominaciones, entraban y salían en escena como pedro por su casa, al compás del libreto de Agustín, al que de la misma forma y por los mismos motivos por los que había perdido los papeles, se le había traspapelado igualmente su papel en la obra y apuntaba como podía. Abraham, por poner un ejemplo, salió cojeando, porque la propia Doña Purita en su desmayo, se le privó sobre el pie derecho. Con este detalle y otros mil o dos mil más, el público en general se divirtió de lo lindo y se lo pasaron mejor que con una obra cómica. La que cambió fue Doña Purita que en los años que siguieron, aunque todo el mundo le pedía que dirigiera otro Auto Sacramental, nunca accedió a ello, nadie sabe porqué, con lo bien que todo el mundo se lo pasó. Notas (1) Como se verá más adelante, el papel de un apuntador, a pesar de lo que crea la gente y algunos de los actuales entendidos en artes escénicas, es de primordial importancia para el buen -o mal- desarrollo de una obra teatral escolar. (N. del A.) (2) El lector puede pensar que el cronista ha metido la pata, o no sabe de qué habla, o le quiere dar gato por liebre. Pues no: La pasión de Olesa, como todo el mundo sabe se representa en Olesa. Igual que la de Esparraguera se representa en Esparraguera y la de Olot en Olot. Pero eso el cronista, autor de estos recuerdos, no lo sabía entonces. En aquellos tiempos, la Pasión de Olesa se representaba en todos los pueblos de España por Semana Santa, igual fuera Olesa de Monserrat, que Villatrujillos de Abajo. (Nota hallada al margen en el manuscrito original, atribuida sin discusión por diversos autores al transcriptor undécimo primero).
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Todos los días lentejas
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n cierta ocasión Doña Purita, por cuestiones de formación personal, en que asistió a un curso sobre cómo manejarnos mejor en el aula, faltó varios días a clase. Le sustituyó mientras tanto una maestra nueva, recién salida del horno, que era además muy mona, monísima. La nueva maestra era joven, dinámica y emprendedora por demás, como se verá a lo largo de la historia. Toda la clase se alegró muchísimo, y hasta Maripili, que por la mañana nada más verla, dijo que no le gustaba nada la nueva maestra por la razón de que no le gustaba nada la nueva maestra, por la tarde decidió por la misma razón que «ahora sí que me gusta». Y aunque más vale malo conocido que bueno por conocer, entendiendo por malo conocido a Doña Purita y por bueno por conocer a la recién
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llegada, todo el mundo aceptó a la nueva como mal menor, lo cual quiere decir bastante. Desde el primer momento en que llegó, la nueva recibió, eso sí, cariñosamente, el apodo de La Joven, no solamente porque Doña Purita, a pesar de que aunque no era mayor del todo ya peinaba algunas canas, sino porque la señorita Engracia, que así se llamaba la nueva maestra, respiraba juventud y ganas de trabajar por los cuatro costados, y además tenía unos ojos preciosos y una forma de decir que dividiéramos fracciones que embobaba. Todo cambió con ella de la noche a la mañana. Gutiérrez empezó a llamarse otra vez Paquito, como le puso el cura, y González, del que ya no sabíamos ni como se llamaba resultó llamarse Ricardo, como su abuelo don Ricardo. Con La Joven, nos lo pasamos muy bien. El primer día, por poner un ejemplo, hicimos una colección de mariposas, recortamos flores y frutos de una revista, compusimos poesías a las fases de la luna, buscamos en el diccionario la definición de estreptococo y la de australopiteco, y confeccionamos un herbario, que es algo así como los Jardines Colgantes de Babilonia pero hecho en clase, y en los que en vez de plantas y flores exóticas se ponen garbanzos, lentejas y judías como en los cocidos de nuestras madres. El primer día, por la mañana, hicimos también un trabajo sobre la rebelión de los cipayos y otro sobre los cultivos de arroz en Birmania.
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Por la tarde, a la hora de mayor calor, nos aprendimos dos canciones que interpretamos a son de tapadera de cazuela y ritmo afrocubano. Más tarde, saltamos un buen rato en cuclillas por toda la clase cantando lo de las gallinitas saltan y saltan y lo de los pollitos pían y pían. Un rato después, con la lengua afuera, logramos dibujar una historieta sobre cómo Don Favila era muerto por un oso, y un poco más tarde, ya casi en los estertores de la agonía, en grupos de a cuatro realizamos un mural sobre los marsupiales. De resultas del primer día, la clase entera llegó a la cama al borde del agotamiento total y más de uno soñó que los marsupiales se estaban comiendo las lentejas que colgaban de los jardines en Babilonia, mientras Don Favila, a ritmo afrocubano se comía un plato de arroz de Birmania. Al día siguiente, al entrar en el aula, La Joven ya estaba allí, tan sonriente, animosa y simpática como el día anterior, fresca y lozana como una rosa. Y empezamos otra vez. Dale que te pego. Lo primero que hicimos fue un mosaico de legumbres, «¡qué manía con las legumbres!», pegando judías, lentejas y arroz en un cartón. Más tarde tuvimos que hacer un trabajo infernal sobre los anuros y los urodelos, otro sobre el proceso de fabricación del requesón en Centroeuropa y por si fuera poco, un estudio con ayuda del diccionario sobre el esternocleidomastoideo y su importancia en el sistema locomotor. Pronto comenzaron los murmullos, los cuchicheos y las comparaciones. Que si «Doña Purita entraba a la clase diez minutos más tarde
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y nos dejaba en paz», que si «ésta no pone notas pero nos tiene todo el día con la lengua afuera», que si «prefiero los ceros de Doña Purita que las sonrisitas de esta», «que es una falsa», «parece una mosquita muerta, pero ya, ya...», etc., etc. Al día siguiente, como el panorama no cambiaba, no aguantamos más y pasamos a la acción directa. Mientras la mayoría de la clase hacía collares con garbanzos, unos pocos y por lo bajini decidieron que la señorita Engracia se convirtiera en persona non grata, «por razones de supervivencia de la especie humana, ya que no nos dejaba ni respirar». Al mismo tiempo se planificó la campaña Pro urgente vuelta de Doña Purita. Rosarito y Maripili, que eran las más beatas de la clase, iniciaron una novena a la Virgen de los Desamparados, solicitando con devoción el regreso de «nuestra inapreciable, insubstituible y querida Doña Purita», prometiendo al mismo tiempo «que no volveremos a hacerle más faenas ni a meterle tizas en el bolsito de los pinturetes» si era acogida su petición. Y como cada uno tiene sus métodos, el resto de la pandilla, es decir, Manolín, Pepillo y los demás, dibujamos una pancarta que colocamos en la puerta de la clase y que decía más o menos: «Doña Purita, el pueblo te necesita».
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Pispajo
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o que mejor aprendimos en tantos años de colegios, escuelas y la gran variedad de instituciones escolares por las que ineludiblemente pasamos todos los de nuestra generación fue lo de ir, caminar, avanzar, marchar y desfilar uno detrás de otro. En filas perfectas, precisas, exactas, que parecían trazadas con tiralíneas, regla y cartabón. En filas de a dos, de a tres, de a cuatro o de sus respectivos múltiplos. También nos colocábamos en filas de a uno, la clásica fila india, no se si la asiática o la de Far West. Lo importante era estar delante de otro y detrás siempre de alguien, sin más horizontes que espaldas y otras anatomías. El único que estaba siempre el primero era Agustín, por ser el más bajito de la clase. Las líneas eran siempre rectas. Los ángulos perfectos. «¡A formar!», decía don Honorato, y era cuando nos poníamos en fila, brazo derecho en ángulo recto para medir la distancia con el vecino de ade-
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lante y brazo izquierdo en horizontal para marcar la distancia entre las filas. «¡Numerarse!», decía doña Purita. Como en la mili. Así pasamos muchísimos años en fila, en hilera, en ángulo, en recta, colocados geométricamente, midiendo distancias, mirando al frente, sin chistar, sin que se notara el más leve movimiento en las disciplinadas cohortes. A toque de silbato, «el pito de don Honorato», que decía Rosarito, entrábamos en el aula. En formación de legión romana, marcando el paso, que a veces por el afán de incordiar a don Honorato, era a bota limpia, ruidoso, acompasado hasta doler los oídos, y don Honorato gritaba que «sin hacer ruido», y entonces se convertía en un arrastrar de pies insoportable, como de ruido de lija raspada y denterosa. Así llegábamos al aula, nosotros en estado de esperar lo que viniera, don Honorato al borde ya de la lipotimia. Con el ánimo preparado para comenzar con buenos auspicios una nueva jornada. A la entrada del aula se procedía a un nuevo ritual. Don Honorato sacaba su llave y abría la puerta. Mientras, todos esperábamos en formación absoluta hasta que se daba la orden de entrar. Primero Agustín, el más bajito, y tras él los demás por orden de estatura hasta llegar a los más grandes, los grandullones, que casi siempre eran los repetidores, los que más sabían de lo que fastidiaba con mayor impacto a don Honorato. Un día sucedió lo inevitable. Siglos de aguante, de filas trazadas a regla y cartabón hicieron explosión una calurosa tarde de otoño cuando nadie,
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y menos don Honorato, podía predecir la tormenta que se avecinaba. Imaginaros la escena: Todos formados en silencio en la puerta de la clase. Don Honorato que saca su llave, abre la puerta, y como cada día durante lustros, décadas, siglos, millones de años, dice: «¡Entren!». Y fue en ese momento cuando se oyó una voz, una voz clandestina, desconocida, meliflua y aflautada, que resonó en el silencio del pasillo diciendo: «El primero que entre, pispajo». Lo de pispajo era un resumen de los peores insultos conocidos, que no significaba nada en particular pero que lo quería decir todo en general (Nota 1). A partir de ese momento se desencadenaron los terribles sucesos que son base de este relato. Agustín, que no quería ser pispajo, no entró. A pesar de los requerimientos suaves primero, imperativos más tarde, amenazantes al final, de Don Honorato, nadie entró. Pasaron segundos que parecían terceros, por lo largos, lentos, pesados y eternos. Nadie se movió. Don Honorato bufó, transpiró, respiró, bizqueó, intentó serenarse mediante la meditación trascendental, dudó entre asesinarnos a todos o largarse voluntario a la legión extranjera, nos fulminó con la mirada, contó hasta cuarenta, y al fin pensó que para motín ya bastaba con el de la Bounthy, y con la cabeza muy alta se decidió a ser él el pispajo, el chivo expiatorio, no sin antes advertir que «se os caerá el pelo». Y cruzó el umbral como cuando María Antonieta subía al cadalso, con toda dignidad. Fue entonces, en fracciones de segundo, cuando ocurrió lo peor. La misma voz de antes, la misma voz clandestina, desconocida, meliflua y aflau-
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tada que antes había dicho, «el primero que entre, pispajo», ahora dijo: «Pispajo el último». Y así fue cuando la Anábasis, la Retirada de los Diez Mil de Jenofonte se quedó corta con los hechos igualmente históricos que sucedieron, pues la clase entera, es decir Agustín, Rosarito, Ricardito, Manolín, Gutiérrez, Maripili y los treinta y cinco restantes, los últimos los grandes, los grandullones, pasamos por encima de don Honorato como Hunos por Europa, logrando el resultado paradójico de que don Honorato fue doblemente pispajo. Pispajo por entrar el primero, y pispajo por entrar el último. Nota (1) En realidad. lo que la clase no sabía, es que el sabio y vetusto diccionario de la Lengua española, tiene recogido el vocablo pispajo, con varias acepciones. pispajo. 1. m. Trapajo, pedazo roto de una tela o vestido. 2. Cosa despreciable, de poco valor. 3. En sent. despectivo., se aplica a personas desmedradas o pequeñas, especialmente niños. (Nota del último transcriptor)
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El siglo XV
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l siglo XV, según todos los datos a mi alcance, es el siglo que comenzó en el año mil cuatrocientos y que además, para ser más exactos, va inmediatamente después del siglo catorce y antecediendo al siglo dieciséis. Tras esta erudita y documentada introducción podemos erróneamente pensar que todo está tan claro como la luz del día y que simplemente con establecer las fechas el siglo XV queda definitivamente enmarcado en la historia, tanto en la de antes como en la de después, porque todo tiene su comienzo y su fin, su base y fundamento en lo precedente y sus resultados en su consecuente.
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Pues no. No es exactamente así. Nada es tan claro ni tan exacto como a primera vista parece, y como se demuestra en este relato, la objetividad de las interpretaciones históricas hay que asirla con pinzas. Y me remito a otros hechos, tan históricos como el que más, porque fui testigo ocular de ellos. Muchos pueden pensar que existe un solo siglo XV, por ejemplo. Sin embargo en mi escuela, y posteriormente en el bachillerato, la cosa no se mostraba con tanta claridad, ya que en los libros de texto, que eran la verdad absoluta, y en los que nuestros profesores creían a pies juntillas, no había uno solo, sino multitud de siglos quinces, infinidad de siglos diez y seis, cantidad de siglos catorces, una variedad incalculable de siglos diecisietes y dieciochos, unos cuantos menos siglos diecinueves y casi ningún siglo veinte. Porque en esos tiempos se estudiaba un siglo XV de Historia de España, y al curso siguiente un siglo XV de Historia Universal, y en otro libro un siglo XV de Historia del Arte, y en el mamotreto de al lado un siglo XV de Historia de la Filosofía. Incluso es de señalar que en el siglo diecisiete, o en cualquier otro siglo, todavía había más complicaciones, ya que se añadía además la Historia de América, en Arte, Acontecimientos, Filosofía y Literatura. Todo por separado. Y en Arte no digamos, porque se estudiaba un siglo quince o dieciséis de pintura, otro de escultura, otro de arquitectura, otro de literatura y otro de música, para armar mayor lío.
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Y dentro de cada uno de ellos más siglos XV de pintura española, flamenca, italiana o francesa. Por todas estas razones, y algunas más de orden generacional, estábamos hechos un mar de dudas. Cuando nos preguntaban por el siglo XV, necesariamente debíamos devolver la pregunta, inquiriendo sobre cual de los siglos XV se trataba, si el de pintura, o el de música, o el de literatura afgana o el del cultivo de ikebana en el Japón. Siempre quedaba el recurso de contar la socorrida historia del Descubrimiento de América poniendo cara de póker mientras tanto; con ello podía ocurrir que quedáramos francamente bien o equivocarnos de medio a medio cuando Don Honorato lo que realmente pretendía era que le hiciéramos una detallada exposición de las obras de Hyerónimus van Aeken, El Bosco para los amigos. Y así pasaba lo que pasaba. Que con tanta historia partida en pedazos, en capítulos, en libros y en asignaturas se desembocaba a veces en hechos dramáticos a fuer de históricos. Como lo que le ocurrió a Gutiérrez, Paquito para los de la pandilla, cuando en un examen de los de antes, de esos de los de temblar, afirmó, ante una pregunta sobre el siglo dieciséis, que Carlos Primero de España era un hermano gemelo de Carlos Quinto de Alemania. Y es que Gutiérrez, tenía un gran problema, ya que además de ser el primero de la clase, leía una barbaridad. Y entre lo que leía, además de todos sus libros de historia, de geografía y de ciencias naturales se incluían también todos los li-
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bros de texto de su hermano mayor. Y eso fue su ruina. Don Honorato había explicado muy claro que Carlos Primero de España era hijo de Doña Juana la Loca y de Felipe el Hermoso. Por su parte Paco había leído en los libros de texto de su hermano mayor que Carlos Quinto de Alemania era hijo de Doña Juana la Loca y de Felipe el Hermoso. Es decir: los mismos progenitores. Y Gutiérrez, que como buen hijo de su época también se tomaba la historia por partes, y nunca había oído lo de que la historia es vida y que los hechos se repiten ni lo de que las cosas conforman un todo sistemático y estructurado, no se dio cuenta de que los árboles no le dejaron ver el bosque. Pero dejémonos de literatura y pasemos a los hechos. Los hechos: A Gutiérrez en el examen le pasó lo que le pasó. Pensó que los dos Carlos, por ser hijos del mismo padre y de la misma madre, eran hermanos mellizos. Consecuencia: que sumó dos y dos: en este caso uno y uno, y vio dos Carlos donde solamente había uno, al revés que don Honorato, que le puso un cero donde dijo que se merecía dos, uno por cada Carlos.
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Doña Purita ataca de nuevo
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espués de varios días de ausencia, al fin Doña Purita volvió a clase. Don Honorato nos había relatado con pelos y señales que asistía a un curso de perfeccionamiento: «Unas clases para maestros», nos dijo. «A ver si la suspenden a ella esta vez», comentó Manolín por lo bajini.
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Nada más llegar se notó enseguida que las cosas habían cambiado. Algo nuevo flotaba en el ambiente. Una especie de aire de renovación y cambio. Ya el primer día puso en práctica uno de los trucos que les habían enseñado en el curso para maestros. Fue en clase de Historia de España; el juego que nos enseñó Doña Purita prometía ser interesante y divertido. Ella contaba al oído algo a alguien. Ese alguien se lo contaba también al oído a otro alguien, y así sucesivamente, de Pepillo a Mariloli, y de Gonzalito a Gutiérrez pasando por Maripili, y tras recorrer a toda la clase debía llegar a Ricardito, que era el último de la fila. El primero, Agustín, fue el agraciado al que Doña Purita le contó lo que en un principio era tan misterioso. Agustín, en cuchicheo se lo contó a Manolín, este a Mariloli, y así, de uno a otro, fue pasando entre miradas, risas y risitas. Excesivas risas para el parecer de Doña Purita, que comenzó a temblar pues dudaba de si el método serviría realmente para dar más interés y por supuesto seriedad a la clase, tal y como le habían garantizado en el curso, o se lograría todo lo contrario, es decir, desprestigiar la ciencia pura, y por lo tanto a doña Purita. La maestra, en sus infundados miedos comenzaba a cuestionarse definitiva y radicalmente las ganas de introducir métodos didácticos modernos en el aula. El mensaje pasó por todos, los cuarenta y tres, hasta llegar a Ricardo, Ricardito, que era el último de la fila. Comenzaba en ese momento la segunda fase
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del juego, en la que se debía desvelar el misterio. Doña Purita hizo contar a Agustín lo que ella misma le había susurrado al oído, que era más o menos algo así como que: « Los reyes Católicos se llamaban Isabel y Fernando, y tuvieron una hija llamada Juana la Loca, que se casó con Felipe el Hermoso». La maestra fue preguntando a cada uno de nosotros, para ver cómo iba cambiando gradualmente la información y demostrar así lo que era la distorsión de una historia o mensaje según quién la contara, las ganas que tuviera de trasmitirla o el énfasis e imaginación que le pusiera a la cosa. Así descubrió Doña Purita a la altura de Rosarito, por el número diez y ocho más o menos, que la historia de Doña Juana ya estaba en que «Isabel y Fernando eran unos reyes Catoliquísimos, de comunión diaria, que se habían casado entre sí y que de resultas de la boda, que había sido muy sonada y a la que acudieron cantidad de príncipes de todo el mundo, y hasta el hada madrina, les había nacido una hija, que se le enloqueció de amor y se les casó con un príncipe guapísimo llamado Felipe, y que a la boda asistieron hasta los jeques árabes montados en caballos blancos». A estas alturas, a Doña Purita se le encogían los higadillos de terror mientras se santiguaba mentalmente a dos manos y se repetía, también mentalmente lo de «quién me mandaría a mí asistir a ese dichoso curso, con lo bien que estaba todo como estaba sin necesidad de meterme en líos con esta pandilla de irresponsables que ni te lo agradecen». Aún así, de perdidos al
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río, Doña Purita tomó la heroica decisión de aguantar hasta el final. El final era Ricardo, Ricardito, que al llegar la hora de la verdad, es decir al tener que repetir lo que supuestamente le había comunicado al oído Maripili, se negó con rotundidad a manifestar públicamente lo que se le había dicho. Mientras tanto, la angelical Maripili miraba al tendido como si nunca en su vida hubiera roto un plato, creando en Doña Purita la duda de si irse a su casa en aquel mismísimo momento a hacer crochet y abandonar para toda su vida la renovación pedagógica o como Mariana Pineda o la mismísima Juana de Arco, hacer frente a las adversas circunstancias y morir dignamente en el empeño siempre que fuera estrictamente necesario. Así fue como insistió a Ricardo, Ricardito, para que expusiera sin temor lo que le había contado Maripili. La clase entera dejó de respirar para no perderse ni sílaba ni coma, y se podía oír hasta el palpitar del corazón de la maestra cuando Ricardito, puesto en pie, entre hipos, sollozos y gemidos, y animado siempre por Doña Purita dijo con el último de sus resuellos: «es que me ha dicho Maripili que con estas gilipolleces estamos perdiendo el recreo».
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El baúl de los disfraces
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n el colegio se respiraban desde el mes de enero aires de primera comunión. En abril ya era el colmo. No se hablaba de otra cosa. Como quién más quién menos tenía hermano, primo o demás familia a punto de pasar por el trance, se hablaba del asunto a todas horas y por todas partes, y hasta la mamá de Pepillo, que no venía nunca por el colegio, porque «para qué», se había asomado para preguntar que si traía gladiolos o azucenas para el altar, pues el hermano pequeño de Pepillo, Gerardito, estaba de comunión ese año.
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Aunque éramos ya un poco mayores, no podíamos dejar de recordar aquellos tiempos en que la pandilla completa hizo la primera comunión, y lo bien que doña Purita llena de esmero nos había preparado años atrás, para que no hiciéramos el ridículo en la Iglesia con el «Porlaseñaldelasantacruz», y el arrodillarnos todos a un tiempo, y en llevar la vela los niños con la mano derecha y las niñas con la izquierda, que era lo más importante de todo. Y quién no se acordaba de cuando a Manolín, que acompañaba en el altar a Mariloli, que le tocaba decir la poesía a la Virgen, se le quemó con la vela el papel que le habían puesto para que no se manchara los guantes. Con el consiguiente susto que se dieron Don Venancio, el cura, Atanasio, el sacristán, y los padres de Manolín, don Manuel y doña Genoveva, que llegaron soplando al altar, mucho antes que los bomberos, y apagaron a su hijo de un bofetón, «para que otra vez tengas más cuidado, so merluzo, que siempre nos tienes que subir los colores», que le dijo Doña Genoveva. O lo de aquél día en que doña Purita se salió de clase un rato para que reflexionáramos sobre la gran importancia que para nosotros, a nuestra edad tenía lo de hacer la primera comunión. La reflexión se convirtió en una amigable charla sobre los trajes de primera comunión y de qué se iba a vestir cada uno. Ricardito por ejemplo explicaba que su traje de capitán de coraceros tenía galones dorados y una pluma amarilla así de alta, pero que le hubiera gustado más ir de Robín de los Bosques, con arco y flechas, y todo de verde para camuflarse en la espesura.
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Agustín quería ir de Abderramán Tercero, lo que supuso que se soliviantara todo el mundo porque «a ver si te crees que estamos en Alcoy, en moros y cristianos». Agustín, vista la poca aceptación de Abderramán Tercero decidió allí mismo ir de Ricardo Corazón de León, que era cristiano. En caso de dificultad por lo de la coraza, hubiera ido a gusto de Flash Gordon, que aunque no militaba en las Huestes de la Cristiandad por lo menos era norteamericano y salvador del Universo. Fue entonces cuando intervinieron las niñas, diciendo que siempre éramos nosotros los que nos disfrazábamos con los trajes más divertidos, «y eso no tenía ninguna gracia». Mariloli dijo que «yo, de Juana de Arco, que lleva armadura y además es una santa, como Santa Teresita, pero en aventurero y emocionante». La inspiración vino por cuenta de Rosarito que se quería vestir de Madame de Pompadour, y si no, de Victoria de Samotracia, que debía ser muy santa porque tenía alitas, «como los mismos ángeles». La cosa empezó a complicarse porque Maripili replicó a Rosarito que de estatua antigua ya pensaba ir ella y que quería hacer la primera comunión vestida de Venus de Milo, sin alitas. En ese punto de la conversación es cuando decidió entrar doña Purita, que con la oreja pegada a la cerradura de la clase estaba siguiendo una conversación que ya pasaba de la raya. Doña Purita señaló que le había parecido un verdadero descaro el tratamiento que se le daba al tema, pues la Venus de Milo no tenía ni siquiera manos para taparse un poco, y que la Comunión se hacía con las manos juntas, así que «¡de Venus de Milo, nada!».
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Aprovechó entonces para decirnos que si no sabíamos que el día de la primera comunión era el más importante de nuestra existencia y que «no hay que enfadar al niño Jesús hablando en la clase». Doña Purita informó a todos a renglón seguido sobre el hecho de que las costumbres no se podían cambiar de la noche a la mañana, y que la historia se hace poco a poco, y en cuestiones religiosas más poco a poco todavía. Todos nos enteramos ese día, gracias a las dotes pedagógicas y la infinita paciencia de Doña Purita de que la Primera Comunión, se hace desde tiempos inmemoriales con los trajes reglamentarios: «de marinerito para los niños», sin importar la graduación, y aquí es donde Paquito se llevó la mirada asesina por preguntar «que si me puedo disfrazar de Popeye, doña Purita». Y las niñas «de largo, de blanco, con bolsito y corona de flores, como todos los años, y nada de estatuas griegas, ¡Hasta ahí podíamos llegar!».
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De flor en flor
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ntiguamente lo confundíamos todo. No distinguíamos muy bien un decibelio de un estreptococo. Éramos capaces de escribir en un examen que los vertebrados de sangre fría eran los que no tenían columna vertebral, o que los reyes católicos eran Melchor, Gaspar y Baltasar.
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En fin, que estábamos hechos un lío. Sobre todo en Ciencias Naturales, cuando Doña Purita nos explicaba los de los estambres y los pistilos, y lo del ovario, el estilo y el estigma, o cuando las abejitas que se iban posando de flor en flor, de paso removían el polen y se lo llevaban a otra flor y, «bueno, pues igual que con el fruto que nace de ahí, pues igual nos pasaba a nosotros cuando nos traía la cigüeña», nos explicaba Doña Purita. Y se quedaba tan campante. Y nosotros también, porque como lo que ponía el libro nos lo aprendíamos de memoria y lo que decía Doña Purita nos traía sin cuidado, el resultado era que sabíamos con toda perfección y dominábamos al máximo lo de que los espermatozoides tenían colita y lo de que los óvulos se implantaban y todo lo demás. Nos considerábamos verdaderos eruditos sobre los fenómenos de la procreación de las flores y de los animales, entre ellos los racionales. Sin embargo nuestros conocimientos teóricos no nos sacaban de algunas de las dudas más importantes y seguíamos sin entender del todo infinidad cosas. Por ejemplo lo del parto: El parto no nos lo explicaban ni medio bien, y lo de los nueve meses era un misterio, y más misterio aún cómo pasaba lo que pasaba. Por esta razón surgió en la clase un movimiento de cuchicheos, de rumores bajo cuerda, de risas, de dimes y diretes, de consultas a diccionarios, y de miradas alevosas a Doña Purita. También nacieron multitud de comentarios, «que si tal y que si cual, que si no se casaba era por fea y antipática y todo eso», que provocaron que la maestra, sintiéndose aludida,
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tocada en su moral y sobre todo en su fibra profesional, decidiera agarrar al toro por los cuernos y preparar la contraofensiva. La contraofensiva fue que se compró libros y láminas, se trajo unas diapositivas de educación sexual de lo más católicas que había, editadas por San Pablo Films, toleradas para menores de los de entonces, y que tenían hasta el Nihil Obstat, el Imprimátur, la Indulgencia Plenaria y la Bendición Apostólica de Su Santidad Inocencio Octavo. Doña Purita nos reunió a todos, nos habló como solamente ella sabía hacerlo, llegándonos al corazón, amable y cariñosa como siempre. Con su actitud logró el silencio más riguroso y la atención más despierta, sin que nadie se perdiera ni una sílaba, ya que además de su maravillosa actitud antes mencionada se preocupó de avisar, «por si acaso y sin ánimo de amenazar», que no quería oír comentarios, y que si alguien se reía o se daba codazos con el vecino, «se vería con el director, y allá él». Motivados de esta forma por Doña Purita, comenzó la clase de educación sexual. Vimos las diapositivas, las flores y los pajaritos en amor y compañía y cómo se querían las criaturitas de Dios. Vimos las semillitas en el aire, abejitas inocuas en los cielos, entre las flores y en los campos, y a una pareja de jóvenes ante el altar, muy sonrientes y pletóricos de felicidad interior, y por fin, a la joven en la cama de la clínica con un precioso bebé en sus brazos, mientras su joven y bello esposo tomándole de la mano la miraba dulcemente a los ojos con cara de arrobo de inmaculada de Murillo. Doña Purita explicó más tarde, a raíz de la diapositiva de la madre joven que estaba en la clínica, que la cigüeña no existía, que los niños no vienen de París y que ya éramos mayores para entenderlo y que si no fuera
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por el amor de nuestros padres, hubiera sido imposible que nosotros naciéramos. Y así, y ya que se había metido en el embrollo, llegó a contarnos, con todo el misterio, entre colores que le subían y bajaban, cómo era lo del embarazo, y sobre todo, aunque más difícil, lo del parto. La cosa hubiera quedado de miedo, sobre todo para Doña Purita. Cuando terminó su explicación, la maestra interpretó erróneamente el completo silencio reinante en la sala como una aceptación y absoluto entendimiento de lo explicado; creyó que ya había pasado el mal rato. Por ello resopló ampliamente, convencida de que se había quitado un gran peso de encima. Todo se complicó más tarde, casi inmediatamente, cuando intervino Rosarito, que acabada la disertación de la maestra preguntó, tras levantar la mano y que le fuera concedido el permiso de intervención: «Doña Purita, ya tenemos claro por dónde salen los niños. Ahora queremos que nos explique usted también por donde entran».
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Guerra y paz
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uando se acercaba la Navidad, el colegio se convertía en un hervidero de actividades relacionadas con las fiestas: concursos de belenes y de villancicos, certámenes de poesía navideña, dibujo y pintura con motivos navideños, competiciones de crismas de Navidad, y sobre todo, lo que más nos entusiasmaba, el maratón de zambomba, castañuelas y panderetas que si hubiera vivido Herodes lo hubiera solucionado, como era su costumbre, por real decreto y a base de sangre de infantes.
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Durante el mes de diciembre, el lema que se respiraba por todo el colegio era el de «Todos contra todos». Algo así como lo de la ley del más fuerte, la de la selva o lo de la supervivencia de las especies de Darwin. Las normas para participar en el concurso final dejaban claro que primero había que triunfar en cada clase, quedando entre los tres primeros. Esto traía como consecuencia que Rosarito tuviera que competir contra Pepillo, cuando eran tan amigos, por el primer puesto en tarjetas de Navidad y que Mariloli y Gutiérrez se tuvieran que pelear para ganar el concurso de letras para Villancicos. Cada clase, por otra parte, realizaba un belén y preparaba un villancico, con el fin de extender la batalla a todo el colegio y que las fiestas de Navidad se prepararan en el clima más adecuado de paz, hermandad, libertad, igualdad y fraternidad. Cuando ya la batalla interna de cada curso se había desarrollado, es decir, cuando se sabía quienes eran los ganadores de cada clase, todo el mundo, dentro de su aula, olvidaba sus anteriores rencillas y en actitud corporativa se preparaba para la batalla final. Nos hacíamos fanáticos defensores de quién o quiénes defendían el día del concurso final los colores de nuestro grupo. La clase entera se disponía entonces con uñas y dientes, llena de camaradería navideña y de espíritu cristiano para que sus paladines ganaran, sin importar los medios, el trofeo que más tarde simbolizaría durante el año la unidad y la paz. Aquel año llegó el día de la fiesta dentro de un ambiente de sangriento torneo medieval. El salón de actos, adornado con banderolas, gallardetes,
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guirnaldas y colgajos, parecía el patio de armas de un castillo de película, mientras los altavoces voceaban villancicos a todo trapo y las abuelas y los padres de todos los participantes llegaban con la esperanza de apoyar con su presencia la victoria de hijos y nietos. El acto se desarrolló sin mayores incidentes, salvo las treinta o cuarenta veces que don Honorato hizo guardar silencio a los que interrumpían cantando lo de «ra, ra, ra, los de tercero ganarán», sin dejar oír ni una pizca de los maravillosos villancicos cantados por el resto. Todo fue muy bien, reitero, hasta que ocurrieron los ominosos, abominables y azarosos hechos de los que nos ocuparemos a continuación y que como siempre, son los únicos que pasaron a la posteridad acumulándose a los anales de la historia del colegio. Voy a intentar relatarlo. El jurado lo componían: el dire, por ser el Director, doña Purita por ser la profesora de Literatura, y el papá de Julito, un niño de cuarto curso, que por tener un cine era el que más sabia de espectáculos. El jurado concedió el premio de villancicos a Noche de Paz, cantado por el coro de cuarto curso. El problema no hubiera existido a no ser porque en el grupo ganador estaba Julito, que como hemos dicho antes era hijo de un miembro del jurado. Y se lo pueden ustedes imaginar. La historia interpretará los hechos y dará la razón a quien la tenga, pero aquel día quedará en la memoria de todos como quedó lo de la Noche Triste para los conquistadores españoles de Méjico. El salón de actos entero se venía abajo con los gritos de «abajo el jurado», «¡vendidos!»,
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«Julito enchufado», y cosas peores, mientras otros muchos, subidos en las butacas, cantaban perdiendo el resuello lo de «¡Pero mira como beben los peces en el río...!» a ritmo y volumen de tribu africana preparándose para la guerra. El dire, pegado al micrófono intentaba hacerse oír por las turbas con lo de «Hay que saber perder», o lo de «lo importante es participar», «paz, paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». El guirigay continuó por mucho tiempo, mientras varias abuelas se desmayaban, los abuelos las defendían con sus bastones y los maestros actuaban como fuerza pública reprimiendo a los que tocaban las zambombas, castañuelas y panderetas mientras seguían cantando, berreando más bien, in crescendo, lo de «Beben y beben y vuelven a beber...». Y los altavoces, los pobres, intentaban sin resultado hacer oír su pacífico y navideño «Noche de Paz».
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Guisando, que es gerundio
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demás del recreo, que para muchos de nosotros era la única razón de existir del colegio y de asistir al mismo, lo que más nos divertía y dónde mejor nos lo pasábamos era en las clases de Historia de España. Don Honorato se esmeraba diariamente en hacerlas agradables. Era de admirar lo que aquel santo varón, tantas veces vilipendiado, hacía para que entendiéramos que los españoles éramos el pueblo privilegiado de la tierra, y que nuestros héroes patrios eran mucho más héroes que todos los héroes y semihéroes de todos los demás países y pueblos de la tierra juntos. Don Honorato nos contaba historias antiquísimas, de los tiempos en los que ni siquiera él había nacido, y otras no tan antiguas pero no por ello menos heroicas. Debido a las historias de Don Honorato, o a su forma de contarlas, a todos nos daban muchas más ganas de ser españoles. Incluso a Francoise, al que llamábamos Fransuá porque era de Tulús de la France, el pobre, le hubiera gustado ser por lo menos descendiente de algún celtíbero aunque fuese solamente por parte de padre. Edición on-line
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Los mayores enemigos históricos de Don Honorato eran los que se inventaron, redactaron, publicaron y extendieron la nefasta Leyenda Negra, cuentos mal intencionados y calumniosos «creados por los envidiosos adversarios de nuestro país y de nuestra raza para desprestigiarnos ante Europa, América y el Japón». La Leyenda Negra intentaba demostrar que nuestro país «no había realizado gesta gloriosa alguna en el mundo, y que solamente un puñado de vagabundos aventureros, por razón de su hambre y su afán de riqueza, había destruido personas, países y culturas, con la excusa de la cruz y por medio de la espada». Los portugueses, por ejemplo, intentan demostrar que Viriato era lusitano, o sea de un pueblo de Portugal, lo que nos sentaba fatal, porque todos sabíamos, y Don Honorato lo demostraba con su entusiasmo, que Viriato fue el español que más veces instigó y derrotó a los invasores romanos. O lo de Cristóbal Colón , mucho más grave por cierto, del cual casi todo el mundo afirmaba que era genovés, y que se llamaba Cristóforo Colombo para más inri, pero del que Don Honorato afirmaba que «hasta ahí podíamos llegar», pues Colón era sin ninguna duda hijo de un hidalgo español originario de un pueblecito cercano a Ciudad Real (Nota 1). A Don Juan de Austria, lo trataba fatal la Leyenda Negra, y aunque no había nacido ni en España, ni siquiera en Austria, sino que vio sus primeras luces en Ratisbona, se ganó a pulso el ser español, y de los de verdad, pues no solamente era hijo de Carlos I de España y Quinto de Alemania sino que además se hartó de ganar batallas a todos los extranjeros que se le ponían por delante, ya fueran flamencos, turcos, moriscos o franceses. Y ahí era donde les dolía a los que escribieron la Leyenda Negra. Y solo hubiera faltado, como decía Rosarito, que hubieran dicho también «que Agustina de Aragón no era española sino sueca o neozelandesa o algo así de fuera de España. Todos estábamos muy orgullosos por lo bien que le sienta su cañón, que en las jotas rima no solamente con Aragón, sino también con invasión, con jamón y con Napoleón». Rosarito no sabía en esos tiempos que Agustina, que en verdad se apellidaba Saragossa y Doménech no era ni siquiera de Zaragoza, ya que había nacido en Barcelona en 1790, muriendo santa y patrióticamente en Ceuta en 1858. Por lo menos, aunque catalana, no era extranjera, aunque muchos lo hubieran querido.
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Don Honorato, poco a poco, nos iba haciendo gustar la historia. El ejemplo más claro se dio cuando llegamos a lo de Isabel la Católica, cuya santa vida nos contó con pelos y señales: de cómo se había enfadado muchísimo con su hermanastro Enrique el cuarto, conflicto que dio lugar a una guerra civil en Castilla; de como la misma Isabel, tan católica, tuvo que sacrificarse para casarse con el rey Fernando de Aragón, que a pesar de ser también tan católico se lo tuvieron que consultar a su hermano Enrique; y aún así lo que les costó casarse, que más parecía un serial radiofónico; de como su hermano Enrique debía ser un rey muy raro pero como era el que mandaba hasta Isabel le obedecía; de cómo, y así de paso, entre su hermano Alfonso, los nobles, y ella misma se quitaban de en medio a Juana la Beltraneja, hija de Enrique el Cuarto pero de la que las malas lenguas decían que su padre no era su padre sino un tal Beltrán y que por lo tanto no era princesa. La tal Juana a todos nos caía muy mal, sin saber porqué, tal vez por el nombre, o porque daba sensación de ser fea y de poco fiar, o porque la historia cuenta lo bueno de unos y lo malo de otros. Ni se sabe porqué, el caso es que nos caía mal la Beltraneja. Todo esto Don Honorato lo tenía clarísimo e intentaba que nosotros también lo entendiéramos, pues era fundamental para comprender la unidad nacional y toda la historia de España. Y al grupo entero de la clase le daba una pena inmensa Don Honorato por lo mucho que se esforzaba y los copiosos sudores que se llevaba por explicar lo de los Enriques y la Beltraneja, «¡qué nombre le pusieron a la pobre!», que al final se metió a un convento. También nos daba lástima cuando quería que consiguiéramos una clara idea de lo de Isabel y Fernando, y todo el lío que se organizó en Castilla. Menos mal que se llegó a un acuerdo entre todos, explicaba Don Honorato, firmado en el mismo lugar en el que están los toros, en Guisando. El convenio al que llegaron se llamó desde aquel fausto día La Concordia de los Toros de Guisando, o vulgarmente, el pacto de Guisando. Y de ahí, por lo visto, y al decir de Don Honorato y de los historiadores de aquel tiempo, todo quedó claro en Castilla entre Enrique el Cuarto e Isabel la Católica, su hermanastra a decir verdad. Don Honorato pensó que todo había quedado igual de claro para nosotros porque le poníamos cara de que estábamos de acuerdo, y además porque cuando preguntó que si todo estaba claro le dijimos que estaba no
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ya claro, sino clarísimo, y que le habíamos entendido perfectamente. Y es que nos daba pena el esfuerzo que había hecho, y hasta le aplaudimos y todo cuando acabó la explicación. Por eso al día siguiente Don Honorato se quedó de piedra, como los toros, cuando al preguntar a Manolín nada más empezar la clase de Historia: «Señor Fernández, ¿qué sabe usted de Guisando?», Manolín le contestó rápidamente, sin dudar, corto y con precisión, sin inmutarse en lo más mínimo: «Guisando es el gerundio del verbo guisar, Don Honorato». Nota (1) Probablemente no le faltaba razón a Don Honorato al afirmar taxativamente la procedencia hispánica de Cristóbal Colón. Es necesario tener en cuenta el estudio de Fray Saturnino Galíndez de Hermosilla y Delgado, tataranieto por parte de madre del Almirante, y su décimo séptimo biógrafo, en su obra: Los deslices amorosos de mi tatarabuelo Cristóbal, cuya primera edición data de 1.724 y que se reeditó hace algunos años financiada con fondos del Quinto Centenario. En dicha obra, el insigne descendiente hace referencia a una partida de bautismo encontrada en Jutrillas del Monte a nombre de un tal Juan Colano, nacido en 1654. Es fácil apreciar que de Juan a Cristóbal, no va nada, y menos en aquellos tiempos en que los encargados de registro apenas sabían leer y escribir, como afirma el mismo Fray Saturnino. El apellido Colano, bien pudo, por razones desconocidas, convertirse en Colono, o Colón, por lo del huevo. Lo de la fecha de nacimiento, casi tres siglos después, no deja de ser una minucia que no vale la pena reseñar dada la importancia del acontecimiento y las repercusiones históricas, políticas y económicas que pudiera traer consigo una revisión. (N. del T.).
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El cielo está muy alto
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Don Honorato le fascinaba la astronomía. Era su pasión verdadera y su frustrada vocación. Los ratos libres los dedicaba a todo lo que tenía que ver con planetas, el espacio, los telescopios y las constelaciones. Por las noches se pasaba horas y horas rastreando el firmamento a la busca y captura de cometas perdidos. Investigaba sobre los anillos de Saturno, contaba los cráteres de la luna, se sumergía en galaxias que no veía o seguía el rastro de algún satélite artificial. A nadie entre los de la clase le hubiera importado ni poco ni mucho la gran afición de Don Honorato por las ciencias del espacio si no hubiera sido porque sus aficiones las pagábamos con creces. La gran cantidad de ceros que coleccionamos entre todos a lo largo de los años debido a la astronomía de Don Honorato puede considerarse tan infinita como el número de las estrellas o la extensión del Universo.
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La astronomía era punto de partida, excusa y motivo de casi todos los temas, asignaturas y lecciones. Cuando daba Literatura o Lengua todo se convertía en composiciones a la luna, y Agustín, el muy cursi, siempre ponía lo de «la luna en el mar riela...», o cosas parecidas. Cuando entrábamos en las Ciencias Naturales o en Física no perdonaba nada que tuviera que ver con el espacio: medíamos la distancia entre los planetas, estudiábamos el espectro solar, pesábamos cuerpos celestes o buscábamos en el mapa del cielo las dos Osas, las tres Marías, el cuadrilátero de Pegaso o Aldebarán. En fin, que nos traía por la calle de la amargura. Y para mayor escarnio, cuando nos daba algún coscorrón, que era a menudo, nos hacía ver las estrellas. Cierto día Don Honorato explicaba su lección sobre el sol, el sistema solar y la tierra. Estaba traspuesto de emoción como siempre que hablaba de distancias siderales, «inconmensurables» las llamaba él. En una ocasión afirmó tajantemente que el sol se encontraba nada menos que a ciento cuarenta y nueve millones de kilómetros de la tierra, millón arriba, millón abajo. Lo expresó con tal énfasis que la clase entera se sintió con la ineludible obligación de proclamar con un «¡Ohhhhh!» no solamente la emoción que sentíamos en nuestro corazón por la gran cantidad de kilómetros existentes entre la Tierra y el Sol, sino el manifiesto interés que nos producía el depender del astro rey, el estar inmersos en el sistema solar, y el agradecimiento al creador por haber realizado un engranaje tan perfecto y a la vez tan misterioso entre los cuerpos espaciales.
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Tan desusada manifestación de entusiasmo, debió parecer a Don Honorato excesivamente emotiva y estruendosa como para ser espontánea, ya que murmullos de emoción de tal calibre solamente se producían cuando la selección española de fútbol encajaba algún gol a los ingleses. Don Honorato se olió el cachondeo, se temió lo peor, e intentó reconducir la clase, procurando salvar su autoridad sin tener que emplear medidas de dureza excesiva. Lo hizo muy bien. Detuvo su magistral disertación y habló con tono paternal, el más familiar que logró reproducir a pesar de que su procesión se le paseaba por dentro. Con el timbre de voz que utilizaba siempre que se auguraba tormenta, preguntó: «¡Qué!, ¿les parecen a ustedes muchos kilómetros?» En aquellos casos y ante preguntas tan generales casi nadie hacía uso de la palabra, para no caer en evidencia ni contradicción, y la mayoría procuraba esconder el bulto detrás del vecino, o haciendo como que miraba con interés el libro, o dirigiendo los ojos a puntos indefinidos del techo, o a donde fuera. Sin embargo aquel día, tal vez porque el tema lo requería, o porque así estaba escrito en las estrellas, o simplemente porque se lo pidió el cuerpo, Rosarito intervino: contestó con toda rapidez, sin inhibiciones, y con su volumen de voz característico: «¡Jo!, Don Honorato, ciento cuarenta y nueve millones de kilómetros, ¡como para andarlos en bicicleta!». Don Honorato sintió en ese momento en su interior un impacto moral de características extrañas: como si un gusanillo le corroyera la cavidad abdominal. Intuyó en ese mismo instante que su autoridad quedaba en
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solfa. No solamente por la intervención de Rosarito y la experiencia de tantos años en las aulas, sino porque la estruendosa carcajada que se produjo fue complementada con pateos y alaridos estilo Tarzán de los monos. Por si fuera poco, el chiste no se le había ocurrido a él. Don Honorato decidió aguantar el tipo por el momento, y sonriendo de medio lado, simuló que el chascarrillo le había producido una gracia inmensa. Hizo, sólo Dios sabe lo que le costó, oídos sordos a la monumental carcajada producida, y paciente, con la madurez que le daban sus muchos años decidió esperar mejor ocasión para recuperar con dignidad su, según él, deteriorado prestigio. Algo así piensan los árabes cuando se sientan delante de la casa a esperar que pase el cadáver de su enemigo. La ocasión llegó al día siguiente, cuando Rosarito fue requerida para contestar a la pregunta de «¿cuántos kilómetros hay de distancia entre la tierra y el sol?», que Rosarito contestó sin vacilar. Ahí dio comienzo el desliz. Desastroso y fatídico día aquel en el que alguna musa maligna de la venganza inspiró negativamente a Don Honorato con el fin de que viera pasar el cadáver antes mencionado. En ese momento encontró la ocasión esperada de hacer el chiste que el día anterior no le fue posible, contestando a Rosarito: «¿Qué?, como para recorrerlos en bicicleta, ¿verdad, Rosarito?. Rosarito, rápida como siempre, contestó imperturbable: «¡Y además cuesta arriba, Don Honorato!».
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Renovarse es morir un poco o las enjundiosas reflexiones de doña Purita
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oda su vida, Doña Purita pensó que era mejor renovarse que morir. Aunque ya peinara algunas canas aún se sentía joven y emprendedora, y se apuntaba a cuanto curso, reunión, lección magistral, inauguración, jornada de trabajo, congreso, simpósium, taller, escuela de verano o actividad de perfeccionamiento se le cruzase por el tablón de anuncios de la escuela.
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Fue así como a lo largo de su vida, había hecho acopio de una colección bastante considerable de papeles, títulos, certificados y diplomas, que además de llenar dos paredes completas de su domicilio, acreditaban, y esto es lo importante, que durante muchísimas horas de su vida había estado de cuerpo presente en multitud de actividades formativas y de perfeccionamiento. No es que ella considerara que los títulos y diplomas fuesen lo más importante y un único motivo para realizar tan gran cantidad de actividades formativas, «que Dios me libre ni tan siquiera de pensarlo» sino que lo hacía en aras de su propia renovación y por lo tanto en beneficio de sus alumnos. Si además, de propina, le daban un certificado «pues tanto mejor, que a nadie le amarga un dulce y un papel nunca viene mal», reflexionaba Doña Purita. A Doña Purita su afición a renovarse le traía propias y personales dificultades que le hacían considerarse bastante desafortunada: incomprendida por los padres de los alumnos que no entendían porqué los maestros estudiaban durante el curso y no en vacaciones, «que ya está bien, que tienen más vacaciones que nadie»; incomprendida por el director del colegio y por sus propios compañeros de trabajo, «parece mentira, porque hay que ver que nos tenemos que quedar cada dos por tres con su curso, con lo bestias que son». Y es que a los maestros que se dedican a renovarse, según Doña Purita, no les dan ninguna facilidad. En primer lugar porque los cursos de perfeccionamiento se realizan casi siempre en escuelas, con lo incómodas que son, «y no como los empleados de la Banca, que cuando asisten a cursos lo hacen en Hoteles de cuatro o cinco estrellas», y «los maestros sólo tenemos en común con los de los bancos el que nos hacen sentarnos en bancos durísimos de las escuelas, en los mismos que se sientan los niños y eso ya lo tuvimos que pasar en su momento y a otra edad». Otra dificultad gordísima que le encontraba Doña Purita a las actividades de perfeccionamiento era lo de los dineros: la absoluta carencia de dietas y otras ventajas económicas, «y no como los de los Bancos, a los que les pagan las dietas, todos los lujos, y encima les dan dinero para sus gastos de bolsillo».
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Para Doña Purita, la Administración tenía la culpa de casi todo ya que «no cotiza ni valora el esfuerzo que los maestros hacen por perfeccionarse», «y las ganas que tenemos se le quitan a una, con tantas dificultades como te ponen, que hasta a los empleados de la Banca les benefician con pluses sus horas de perfeccionamiento», y los intentos constantes para que todas las actividades formativas del profesorado tuvieran efecto en horas no lectivas, «no como los empleados de los Bancos, que todo lo hacen en horas de trabajo». Sin embargo todo tiene su lado bueno: lo mejor del perfeccionamiento del profesorado eran los momentos inefables en que Doña Purita, sentada en el duro banco de alguna antigua escuela, volvía a ser niña, rememoraba su infancia, se reunía con compañeros de trabajo y soñaba con sus travesuras escolares, ya lejanas. Eran los ratos inolvidables en que Doña Purita se encontraba en el éxtasis que existe entre la ensoñación y el sopor (dicen las malas lenguas que en cierta ocasión el profesor debió parar una erudita y sabia disertación debido a sus ronquidos). Esto sucedía mientras que la lejanísima voz del sabio profesor, ya citado en el paréntesis, se esforzaba en hablar y hablar sobre lo maravillosa que era la renovación pedagógica. Otras veces, en estos cursillos se discutía en grupo lo maravillosa que era la renovación pedagógica, creando en nuestra maestra inexcusables deseos de perfeccionamiento, de aplicación inmediata de todo lo aprendido en el curso, y la imperiosa necesidad de contar a sus compañeros, a la vuelta a la escuela, la experiencia deslumbrante de la innovación pedagógica. Lo peor del perfeccionamiento del profesorado, era la vuelta al aula, a la clase, al duro y diario bregar, al tajo, a la brecha. Allí todo lo que Doña Purita había escuchado, debatido y asimilado con claridad meridiana, se volvía confuso, se cuestionaba, se ponía en solfa, porque Manolín, Rosarito, Agustín, Gutiérrez, Maripili y los demás se hacían impermeables al perfeccionamiento, preferían seguir como estaban, porque «más vale malo conocido que bueno por conocer». Había que ver a toda esa pandilla de inmaduros cuando convertían la dinámica de grupos, que tan buenos resultados daba en otros sitios, en un soberbio guirigay que levantaba de sus mausoleos a los antepasados, todos maestros, de Doña Purita, y de su silla al director del colegio, que se veía obligado a intervenir y poner orden.
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O cuando Doña Purita pretendía implantar lo de las libertades y la participación en el aula y aquellos irresponsables convertían el aula, de suyo tan silenciosa, en algo que más parecía la Asamblea Francesa en los peores tiempos de la Revolución. O cuando Doña Purita intentaba que los de la clase hicieran investigación en el aula y los susodichos irresponsables e inmaduros, es decir, Maripili y Gutiérrez, Rosarito y Manolín, y los demás, llevaban a la práctica eso de que lo de trabajar no iba con ellos y «que trabajara Doña Purita que para eso le pagaban», y que les dijera que cuándo tenían los exámenes para prepararlos con tiempo y que todas la novedades que querían implantar ahora los maestros eran solamente par fastidiar a los alumnos con actividades, proyectos, investigación o evaluaciones continuas. No como antes, cuando los exámenes se hacían cada tres meses, se avisaban con tiempo, y todo el mundo tenía ocasión más que suficiente de preparar su ánimo y sus chuletas. Era en aquellos momentos cuando Doña Purita pensaba otra vez en lo de «renovarse o morir», y cuando se hacía el lío y no sabía si morir o renovarse, o si renovarse o si morir, o si renovarse le llevaría a la tumba con sus antepasados, maestros todos ellos, que nunca se plantearon lo de que si renovarse o morir y que sin embargo, aun así, aunque algunos sí se renovaron igualmente se murieron.
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El aula sin muros (1)
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na de las cosas más importantes que tenía nuestro colegio eran las paredes. No solamente porque servían para sujetar el tejado, que nos defendía de los calores del verano y de las inclemencias del invierno, sino porque además las paredes tuvieron una importancia decisiva en nuestra infancia, adolescencia y juventud por razones múltiples y variadas.
(1) No se confunda el lector. El título de este capítulo no es un plagio. Simplemente, y con toda humildad, el autor desea hacer un homenaje a uno de los grandes maestros de la Comunicación del siglo XX, Mcluhan. Un juego de palabras, un alarde de filosofar en broma, y un intento de contar historias sucedidas realmente. (N. del A.).
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Aunque alguien pueda dudar de ello, de las paredes, que servían para colgar el crucifijo, el mapa de Australia, el sombrero de don Honorato y el calendario con las fiestas y el santoral, dependía además íntegramente nuestra instrucción, nuestro futuro y toda la formación que recibíamos. Porque las paredes impedían durante varias horas al día que tuviéramos contacto con el mundo exterior y ayudaban a nuestra educación teniéndonos seguros y recogidos desde que llegábamos al colegio hasta la hora del timbre de salida. Además de todo lo dicho, las paredes de la clase eran un recurso didáctico de primera categoría que todos los profesores utilizaban continuamente y con profusión, «tú, Pepillo, de cara a la pared», con el fin de que nos interesáramos por la lección del día, o por la explicación de doña Purita, o para evitar que Maripili y Agustín siguieran jugando a los barquitos en vez de hacer multiplicaciones. Las paredes de la clase servían entonces como instrumento de catarsis o de muro de las lamentaciones. Si contáramos por días, horas, minutos y segundos el tiempo total, que entre colegios e institutos nos hemos pasado mirando a la pared, contando las líneas de la madera, imaginando figuras con las manchas de humedad, o agrandando los agujeros del yeso, los títulos que nos dieron debieran haber certificado nuestra aptitud como expertos en paredes, bachilleres en tapias de ladrillo, y graduados o diplomados en tabiques y mamparas.
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Lo cierto es que de matemáticas, de ciencias, de religión o de historia no aprendimos mucho, aunque nos supiéramos de memoria todas las líneas, agujeros, rayajos, desconchaduras, raspones y «abajo don Honorato» que había en las paredes del colegio. El colocarnos «de cara a la pared» era algo imprescindible a la hora de conocer la ciencia pura, ya que nos daba oportunidades únicas para la contemplación y la filosofía, nos permitía la reflexión íntima, nos adiestraba en la observación de materiales, formas, texturas y colores diversos y de paso agilizaba nuestra creatividad y fantasía, haciéndonos salir mentalmente de clase sin necesidad de mirar por la ventana. Como valor añadido hacia la institución educativa es necesario señalar que, aparte de todas las ventajas didácticas, el tenernos de cara a la pared, pensando en lo bien que se pasaba en el exterior, era mucho más barato que llevarnos de excursión al campo o a la playa. El estudio de las paredes era para nosotros el de una asignatura más, con la diferencia de que nadie nos examinaba de ella, y con la ventaja de que compendiaba en pocos metros cuadrados, toda la sabiduría que nos daba la escuela (Nota 2). Sin embargo había una experiencia, por la que nuestros maestros y profesores nos hacían pasar con frecuencia, que a mi juicio superaba con creces la de las paredes. Era cuando doña Purita decía por ejemplo: «tú, Pepillo, al pasillo». El
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pasillo era maravilloso, ya que daba a la vida escolar una nueva dimensión, la de salir del aula, con lo que ello implicaba de aventura, de misterio, de placer prohibido y de libertad (aunque fuera vigilada). Mientras el castigado andaba a sus anchas por el pasillo todo el mundo penaba en la clase de geometría, aguantando el chaparrón y las sabias explicaciones de la maestra sobre áreas y volúmenes. Sin embargo, lo más importante del pasillo es que a la libertad antes referida, que podría en algunas cabezas mal pensadas tomarse por libertinaje, se añadía otra libertad sana y didáctica por demás; a los que estábamos en el pasillo se nos daba la oportunidad de que disfrutáramos de otra maravillosa e inigualable experiencia. Podíamos seguir las clases de geometría e incluso las de literatura caucasiana a través de un punto de vista diferente, en vivo y en directo, con un interés singular: por el ojo de la cerradura. Notas (2) «Con lo caro que está el metro cuadrado edificable y la carencia tradicional de lugares abiertos de esparcimiento, esto último puede ser considerado por las autoridades gubernativas como dato a tener en cuenta, para ahorrar en educación y poder dedicar los bienes del estado a cosas más productivas. Ejemplos: Buscar petróleo o uranio, investigar sobre algún híbrido de fruta tropical que permita su cultivo en los Monegros, etc. etc.» (Nota del editor: El anterior comentario, manuscrito en su origen, fue probablemente introducido por algún lector cabreado. Hemos preferido no eliminarlo en la presente edición, para que el lector aprecie los sentimientos que a lo largo del tiempo han despertado los recuerdos que se expresan. En todo caso, el editor no se hace responsable de las opiniones vertidas ni de otras que pueden ir surgiendo en estas páginas).
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La tibia y el peroné
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l laboratorio de física y química tenía para nosotros una atracción muy especial. Que se supiera, nunca había entrado nadie en él desde tiempo inmemorial. Sabíamos de su existencia por un letrero de metal en la puerta y por los rumores que corrían sobre sus fabulosos misterios.
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Se decía que dentro, aparte de polvo y telarañas, había un esqueleto de un muerto de verdad, con sus tibias, sus peronés, sus costillas, sus ungüis, sus nasales, sus maxilares superiores, su maxilar inferior, sus palatinos y el temporal...y sus etcéteras, etcéteras. Ricardito decía saber de muy buena tinta que el esqueleto era de uno de los albañiles que hicieron el colegio, y que lo dejaron allí para que no contara terribles secretos del laboratorio. Ricardito había leído mucho a Salgari. También se contaba, aunque nunca se pudo demostrar, y sonaba a infundio malintencionado que allí se vio un día a Doña Purita, haciéndose manitas con el profesor de gimnasia. En resumen, el laboratorio era un lugar oculto y misterioso en el que todos habíamos soñado entrar alguna vez, algo aparentemente imposible. Como todo lo desconocido, el laboratorio tentaba nuestra curiosidad y daba pábulo a la más increíble imaginación, que hacía que nos inventáramos historias que tenían que ver con aparecidos, redomas y retortas de alquimistas medievales, con la piedra filosofal y con Doña Purita y el profesor de gimnasia. Cuando Don Honorato nos dijo en cierta ocasión que al día siguiente íbamos a ir al laboratorio a ver unas diapositivas sobre códices miniados del Monasterio de Guadalupe nos costó creerlo. Lo disfrutamos igual que si estuviésemos en vísperas de fiesta y nos dispusimos de la misma manera como si entrar al laboratorio fuera ir de safari al Alto Volta. Hicimos toda suerte de preparativos y planes al mismo tiempo que esa noche nuestras familias entraron en función: la madre de González preparó una tortilla de patatas, la de Manolín un pollo empanado que se salía del bocadillo; a Rosarito, que quería guardar la línea, le pusieron dos bocadillos de chorizo, tres de queso, uno de lomo embuchado y tres em-
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panadillas de atún por si se quedaba con hambre, «que estáis creciendo», le dijo su madre. Y todos, ni qué decir, llenos de emoción: Maripili soñó toda la noche con el esqueleto del capitán Morgan, que tenía una muela de oro que brillaba, con su tibia y su peroné cruzadas debajo de la barbilla y una espada llena de joyas que le atravesaba el cráneo como había visto en la película La Isla del Tesoro. A la mañana siguiente llegamos al colegio con casi una hora de antelación por causa de los nervios. Pepillo, Gutiérrez y Juanito Rodríguez aparecieron con mochilas, viseras de playa y un cordaje de escalada completo como para subir al Everest. Don Honorato se mosqueó bastante cuando nos vio tan preparados para la excursión, pero no dijo nada porque para él también era un día fuera de lo normal, y estaba tan radiante y feliz como nosotros. Llegó el momento. Nos acercamos a la puerta del laboratorio, donde se hizo un silencio sepulcral. Don Honorato abrió la puerta y fuimos entrando poco a poco, sobrecogidos, conteniendo la respiración, como quien entra a las Cuevas de Altamira o a la cámara mortuoria de Amenofis IV. Nuestras expectativas comenzaron a verse cumplidas con creces cuando vimos la gran cantidad de instrumentos, tarros, alambiques, maquinaria antigua, animales disecados y aparatos que hubieran hecho las delicias de cualquier alquimista del medievo. Todo aquello nos puso en situación de aventura inmediata. Don Honorato, que por lo visto no estaba de fiesta del todo, ordenó que nos sentáramos en una especie de graderío de circo en pequeño y mandó apagar las luces. Códices, manuscritos, miniados y textos del siglo XVII pasaron por la
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pantalla, y Don Honorato, monotemático, erre que erre, diapositiva tras diapositiva, explicaba sin compasión cada rasgo, detalle, letra o matiz. Hubo patadas de protesta, rechiflas, silbidos y cuchufletas, amparadas por la oscuridad absoluta del recinto. A más de cuatro se les ocurrió la tenebrosa idea de fabricar, con los potingues expuestos en los anaqueles del laboratorio, una pócima letal que pusiera fuera de combate a Don Honorato de por vida. Nuestras aventuras acabaron sin pena ni gloria por aquel día. Los sueños de toda una noche, la diversión atisbada por unas horas, el riesgo de lo desconocido, el placer de lo prohibido y las emociones preparadas, quedaron por los suelos. Nadie pudo nunca imaginar que un laboratorio con tantas posibilidades de incontables aventuras fuera desaprovechado de tal manera por Don Honorato. Redomas, esqueletos, pócimas y ungüentos, brebajes y encantamientos, y hasta un gato disecado con el que se pensaba dar un buen susto a Doña Purita, se fueron al traste por unos códices miniados del siglo XVII que a nadie le importaban mas que a los benditos monjes que los hicieron y a Don Honorato que al fin y al cabo así debía ganarse su sustento y el cielo, al mismo tiempo que se le acrecentaba su vocación educativa enseñándolos. Cuando años después alguien nos preguntaba cómo era lo que había en el laboratorio de física y química, nosotros le contábamos que dentro había un esqueleto con su tibia y su peroné y que se contaba que una vez habían visto allí a Doña Purita haciendo manitas con el profesor de gimnasia.
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Miedo a volar (1)
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n día llegó el nuevo. Venia de la mano del director, el cual le aseguró que le iba a ir muy bien con nosotros. El nuevo era bajito, llevaba traje de chaqueta y corbata a rayas. Y gafas. Se llamaba Jorge Puig pero había que llamarle Yordi Puch. A la pandilla, eso de que el apodo viniera ya impuesto desde afuera no le gustó nada y aunque empezamos a llamarle El Puch, se le hizo cruz y raya desde el principio. Siempre pasaba lo mismo cuando llegaba alguien por primera vez. (1) Este capítulo tampoco tiene nada que ver con el libro del mismo título de Erika Yung. Por lo tanto el lector de malsanas intenciones que hubiera pensado en plagio o en cosas parecidas, mejor es que piense en perder el miedo a volar. La protagonista de la novela de Erika, volaba de una manera, los protagonistas de esta historia, de otra. Lo importante es volar. Gracias, Érika, por prestarme tu título. (N. del A.)
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Siempre hay excepciones. El año anterior, cuando llegó Iñaki Sasarramundi Bengoechea, ya desde el primer día empezó a ser de la pandilla, o la pandilla de él, no estaba muy claro, pues aseguró de entrada que «si no sois mis amigos y me dejáis las canicas os inflo a leches, pues». Con El Puch fue distinto. El Puch era muy callado y aguantaba todas las bromas, y ni se enfadaba ni nada, y jugaba él sólo en el patio, sin meterse con nadie. Un día estábamos con Doña Purita en clase «de trabajos forzados» (manualidades lo llamaba ella), y nos ordenó hacer una pajarita de papel. Nos salía fatal. Todos sudábamos con el esfuerzo. Todos, menos El Puch, que no se descomponía ni por esas y que en el mismo tiempo en que los demás, resoplando a pulmón, hacíamos una pajarita arrugada, él hizo su pajarita, y otra más. Sin inmutarse, sin que se torciera su corbata a rayas. Y para colmo, la pajarita de más que había hecho, volaba. Sí, cuando se le tiraba de la cola, movía las alas. A Rosarito le sentó tan mal lo de la pajarita que volaba que decidió no dirigir la palabra a Yordi nunca más, «Por cursi», dijo. Para colmo Doña Purita felicitó a El Puch y le puso un diez en pajaritas de papel, y él como si nada. Ni se hizo el creído, ni nos miró a los demás por encima del hombro. Sin embargo a partir de aquel hecho se desencadenaron una serie de situaciones que debo referir. En los días siguientes se observaron movimientos extraños en clase. Una mañana, Agustín le dio a El Puch la mitad de su bocadillo de salchichón, y aquella misma tarde el mismísimo
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Agustín apareció, presumiendo, con una pajarita de papel que volaba. «La he hecho yo solito», le dijo Agustín a Ricardito. «Traidor», le dijo Ricardito a Agustín. Al día siguiente, se pudo observar que El Puch, jugaba con unas canicas que habían sido de Ricardito, «Traidor», le dijo Maripili a Ricardito cuando le vio por la tarde jugando con una pajarita de papel que volaba. A la semana siguiente toda la clase sabía hacer la pajarita de papel que volaba, al mismo tiempo que las canicas, los cromos de Gengis Kan conquistador de Mongolia, los sacapuntas y la mitad de los bocadillos de toda la clase, pasaban a las manos de El Puch. Días más tarde Yordi Puch fue admitido solemnemente en la pandilla como miembro de honor primero y de pleno derecho después, y más tarde en el equipo de fútbol, en el que acabó metiendo más goles que Agustín y Pepillo juntos. Mientras tanto cada día éramos más diestros en hacer pajaritas de papel de las que volaban. Lo malo, o por lo menos lo malo para Don Honorato, es que las pajaritas se hacían en la clase de matemáticas, en la de geografía, en la de religión y hasta en la de gimnasia, sin atender a otras cosas. Don Honorato tuvo que tomar cartas en el asunto, sobre todo cuando los de tercero, y los de quinto, y luego los pequeñajos aprendieron a hacer pajaritas de papel de las que volaban, y se hacían en todos los cursos en las clases de matemáticas, y en la de geografía y en la de religión, y hasta en la de gimnasia.
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Cuando las cosas pasaron a mayores, el director nos llamó al salón de actos y pronunció un discurso, en el que nos expuso lo maravillosa que era la disciplina. También nos soltó aquello de «lo que se preocupan los maestros por vosotros», y lo de que «vuestros padres no se merecen esto» y «que son tan buenos». También nos espetó lo de siempre: «que este es un centro educativo que siempre se ha caracterizado por su seriedad, su orden y disciplina, una disciplina que ahora no vamos a acabar de un plumazo (¿lo diría por las alas de las pajaritas?) con la merecida fama que durante tantos lustros se ha ganado a pulso esta institución educativa», y por fin, como colofón dijo que «¡ya estaba bien de pajaritas!», que le teníamos «hasta el gorro» y que «a buen entendedor con pocas palabras basta» (la disertación había durado más de tres cuartos de hora). Aquella tarde, Maripili y Rosarito aseguraron haber visto con sus propios ojos, por el ojo de la cerradura de la sala de profesores, a Don Honorato y al dire, jugando con una pajarita de papel de las que mueven las alas. Nadie les creyó.
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¡Allons, allons!
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l viaje de fin de curso lo hicimos aquel año a Lourdes. Si se nos hubiera consultado previamente y hubiéramos tenido la más mínima posibilidad de decidir lugares de destino, rutas a seguir o diversiones y actividades a desarrollar se hubiera organizado de muy distinta manera. Probablemente el periplo hubiera pasado por lo menos por Saint Tropez, que tiene nombre de santo, pero con más aliciente porque Saint Tropez es una playa de la Costa Azul famosísima, como decía Rosarito, por ser lugar de veraneo de príncipes azules y artistas verdes. Además está, de la misma manera que Lourdes, en Francia. (1) ¡Vamos, vamos! (N. del T). Obsérvese el ingenioso juego de palabras que el autor realiza con el fin de dar un mayor énfasis al relato. No solamente el título hace referencia al Himno Patrio francés, para dar a entender la importancia de una cultura como la del país vecino, sino que además, en un alarde de reflexión idiomática y literaria, quiere resaltar el sentido de marcha, de camino a recorrer, de viaje de estudios, de respuesta religiosa y de capacidad de liderazgo de Doña Purita.
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Sin embargo, Doña Purita tenía sus propias ideas sobre el particular. Porque aparte de ser la única profesora que nos daba francés era la que, por supuesto, decidía sobre viajes, sobre las más diversas actividades, y sobre todo, y era lo más importante, sobre nuestras notas y por lo tanto sobre la tranquilidad de nuestras conciencias y la buena o mala cara de nuestros padres. Por estas evidentes y razonables razones, valga la redundancia, todos los años el viaje de fin de curso se hacía a Lourdes y de paso que aprendíamos más francés, Doña Purita le ponía unas cuantas docenas de velas a la Virgen y le traía a su santa madre unas garrafitas de agua milagrosa por si fuera el caso de que le aliviara aunque sea un poco la artritis. Maripili no podía aceptar el que todos los años se hiciera a Francia el viaje, pues estaba indignadísima con los franceses desde lo de Roncesvalles, en que «si no les hinchamos a pedradas se nos cuelan en el país como de costumbre», «porque el sol de nuestra nación les llama la atención y continuamente están intentando meterse en España haciendo turismo barato», y si no hubiera sido -reflexiones de Rosarito- porque se organizaron tres o cuatro guerras a cuenta de ellos para que se fueran, aún estarían aquí, «y si no que se lo pregunten a Palafox, al Empecinado o a Daoíz y Velarde». Y desde lo de los Cien Mil Hijos de San Luis, «que ya eran hijos, ya», ni siquiera nos dejan sitio en las playas, continuaba Maripili. A pesar de todo, durante el curso Doña Purita enseñaba francés al mismo tiempo que nos preparaba para el viaje, instruyéndonos sabiamente en cómo hablar con los franceses «para no hacer el ridículo en Francia» y por si alguien nos preguntaba algo en la rue. Por eso aprendimos cosas tan importantes como «je ne suis pas employé chez Peugeot (Nota 2)» o lo de «j'ai un disque de Montand», o lo de «Comment s'appelle l'amie de Paul?», por si nos preguntaban algo así cuando fuéramos de tiendas o cuando estuviéramos rezando en la gruta de la Virgen.
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El viaje a Lourdes fue un exitazo. Fuimos en un autocar de los grandes y lo pasamos de fábula. Cantamos durante todo el trayecto. Los cantos, ya se sabe, a iniciativa de la maestra, además del «Ave, ave, ave María», unas cuatrocientas veces (por ensayar), lo del «Ay señor conductor meta marcha, meta marcha,...» que interpretamos por lo menos otras ciento y pico de veces porque al chofer, un señor muy amable, por lo visto pareció gustarle, probablemente no lo había oído nunca. Para ensayar el idioma francés cantamos también, siempre dirigidos por Doña Purita, lo de «Alouette», el pájaro ese francés que pierde plumas, pico, boca, y todas las cosas hasta que ya Doña Purita, cuando comenzaba a perder cosas que no debíamos pronunciar, a pesar de la insistencia de algunos en continuar cuando se estaba en lo mejor, decía que «basta, que ya está bien de cantar en francés». Al llegar a la frontera empezamos a ver a los franceses de Francia, que hay casi tantos como en España, que ya es decir. Vimos pan francés, queso francés (llamado Fromaje por Manolín), fuagrás francés, tortillas francesas y otras muchas cosas características de Francia. En Lourdes lo que más hicimos fue beber agua de la buena, de la que sana milagrosamente a todo tipo de enfermos. Bebimos en cantidades suficientes como para no tener ni tan siquiera una gripe en toda nuestra vida. Doña Purita nos decía continuamente lo de «bebed, bebed a ver si así os salen los demonios del cuerpo». Más tarde vino lo del agua del cielo, pues empezó a llover y así fue como nos tragamos toda el agua de Lourdes, la de dentro y la de fuera. La de la fuente, la de las garrafitas y la de las nubes. Vimos también cómo todas las tiendas, los negocios, los supermercados, los comercios profanos y religiosos, y hasta los bares, restaurantes y cafeterías de Lourdes se dedican al negocio del agua, vendiendo en ga-
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rrafas el agua milagrosa, y paraguas y chubasqueros para los que van a Lourdes a curarse, a mojarse por dentro y por fuera, y a aprender francés como nosotros. Lo más divertido fue lo de Pepillo, que intentó establecer relaciones amistosas con una francesita, y como se había llevado el libro de texto por si acaso, se refrescó la lección tercera y se dirigió a la primera niña que vio y le dijo la frase que encontró más a mano en el libro, por si colaba: «ils vont a Versailles chez un ami pharmacien». La francesa, aparte de no ser francesa, sino catalana de Tarrasa, le dijo que no le importaba nada, y que si queríamos ver a nuestro amigo farmacéutico en Versalles, «allá vosotros y que os parta un rayo». También fue digno de mención lo de Mariloli y Manolín que preguntaron a un viandante por un buzón de correos para echar la postal que le enviaban a sus familias respectivas. Y no supieron explicar porqué les pasó lo que les pasó, pues o no dieron con la frase, o la pronunciaron mal, o el francés al que le preguntaron no sabía francés, o tal vez no era ni siquiera francés y se hizo el sueco. El caso es que les dirigieron, muy amablemente por cierto, a los servicios de señoras y de caballeros respectivamente. Notas (2) Como en este caso la traducción es lo de menos, si hubiera lectora o lector interesado en descubrir lo que se dice en lo párrafos escritos en el idioma de nuestros vecinos, puede recurrir al diccionario, al Assimil-1 o a algún amigo francés de buena voluntad que se preste a traducir semejantes estupideces. (N. del T.)
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a cada uno un canario (1)
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uando Don Ramón, el boticario, encontró a su hija pequeña, Mariloli, subida en el tomo noveno de la Larousse Ilustrada, le dio un patatús surtido. No solamente hubo que llevarlo al dormitorio matrimonial, depositarlo suavemente en su lecho, introducirle entre pecho y espalda una infusión de tila y darle con la pomada de la madre Pilar masajes en los femorales, sino que además fue necesario convencerlo durante una semana de que la niña, Mariloli, lo había hecho con toda su buena intención. (1) No confundir con el título de la novela A cada uno un denario, de Bruce Marshall. No tiene nada que ver, salvo que en este caso a cada cual hay que darle lo que buenamente se merezca. El juego de palabras es intencionado, como verá el lector a lo largo de la narración de este hecho sucedido realmente. (Nota aclaratoria del Autor)
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El que a Don Ramón le diera el ataque no es nada extraño. Mariloli, aún con toda su buena intención, antes citada, no solamente había pisoteado uno de los exponentes máximos de la cultura occidental puesta en libro, sino que además, y lo que era más grave, el tomo noveno de la Larousse Ilustrada, ya nombrada, estaba colocado en equilibrio sumamente inestable sobre los ocho tomos restantes. Y por si fuera poco, la enciclopedia inestable Larousse se encontraba asentada sobre la mesa de la cocina. Mesa, por otra parte, que había que cuidar, por ser recién comprada y de estilo escandinavo, al igual que el resto del mobiliario. Debo explicarme un poco, para que se entienda la actuación de Mariloli, por rara que a primera vista parezca: Mariloli, lo que intentaba en su afán, por arriesgado que fuera, era alcanzar la jaula del canario flauta que Don Ramón en uno de sus viajes se había traído de las Baleares. Cierto es que emulando actuaciones circenses peligrosas, pero siempre con sana intención como se verá más tarde. Tampoco tenía culpa Mariloli, todo hay que decirlo, de que a Froilán, el gato, le apeteciese constantemente un sabroso bocado de canario flauta, que para los felinos debe ser un plato como para chuparse las uñas. Las perversas costumbres cinegéticas de Froilán, habían obligado a Don Ramón a colgar la jaula del canario en el lugar más inaccesible de la casa. Mariloli dio toda suerte de explicaciones a su padre, pero ya se sabe cómo son los padres, que no atienden a ningún tipo de razón. Y es que Don Ramón, por muchos argumentos que le daba Mariloli, no se convencía de que el canario balear, aunque flauta fuera, traído desde tan lejos y con tanto esfuerzo, tuviera que ir a parar a las manos de Doña Purita como regalo de Navidad.
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Hasta este momento no he tenido ocasión de contar que en aquellos tiempos, en las fiestas importantes, por Navidad, en los onomásticos de los maestros, y hasta en los aniversarios de boda, de bautizo e incluso en las defunciones, se regalaba a los maestros toda clase de obsequios: pollos, gorrinos, dos lechugas, agua de colonia, tres kilos de nueces, en fin lo que se terciara según las tradiciones y usanzas del lugar. Y los maestros se acostumbraron a los regalos y los esperaban convencidos de que tenían derecho a ello. Llegó un tiempo en que las dádivas, no se sabe si por la recesión o porque los mentores no se lo ganaban tanto, empezaron a escasear. En el sentir de los profesores estaba el que habían degenerado las ventajosas costumbres ancestrales. Lo cierto es que se limitaron en demasía el número de los obsequios. Hasta tal punto llegó la situación que Doña Severina, una maestra que sustituyó durante algún tiempo a Doña Purita cuando lo de la gripe asiática que se le complicó con unas «molestísimas anginas y mucha tos», se enfadó muchísimo con lo de la merma de regalos. Doña Severina llegó a comentar, al ver que en su cumpleaños los regalos no llegaban que «vaya colegio este, que cómo cambiaban los tiempos y que en todas las escuelas en las que había estado anteriormente, sin tener que recordarlo previamente y de motu propio de los progenitores, me traían polvorones y zanahorias confitadas, bizcochos caseros, tortas de anís...». A doña Severina se le hacía la boca agua pensando en las delicias de antaño, aunque ese año tanto ella como Doña Purita se quedaron sin tortas de anís. Y Doña Purita se llevó la peor parte ya que además de quedarse sin canario que le cantase en las tardes de otoño, se llevó un dis-
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gustazo de tamaño natural debido a que Don Ramón, el boticario y padre de Mariloli, le miró durante varios meses con cara de pocos amigos y no le regaló más las pastillas de eucalipto para la tos, con las que le obsequiaba siempre que entraba a la farmacia. Sin embargo a Don Honorato lo de quedarse sin regalos no le ocurrió nunca. Disponía de un truco casi infalible. Cuando se acercaban las fiestas navideñas o cualquier onomástico importante, iban apareciendo sobre su mesa, a su debido tiempo, cierto número de paquetes envueltos en llamativos colores, con papás noeles, renos, campanitas y acebo en caso de fiestas navideñas, y de otros colores el resto del año. Los paquetes en la mesa del maestro se consideraban como la señal de que diéramos la lata a nuestros padres. Era el signo o llamada de atención de que había llegado el tiempo de los regalos y de que algunos niños estaban ya entregándolos. Y claro, para no ser menos que los demás, íbamos llenando la mesa de Don Honorato de paquetes y paquetitos, cada cual en la medida de sus posibilidades, más regalos y más colores. Don Honorato, sin decir nada, hacía una marca en el boletín de calificaciones de aquellos que entregaban el merecido óbolo u obsequio. Esto lo hacíamos todos. Todos los novatos, claro está, porque los repetidores, que sabían de una historia que se repetía año tras año, se callaban los muy ladinos como muertos, por temor a las iras de Don Honorato, ya que el maestro, cuando llegaban las fiestas y los aniversarios, y otras fechas señaladas, envolvía tres o cuatro ladrillos y algunas volumi-
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El circo
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or fin llegó el día de las primeras comuniones. Era uno de los más esperados del año y, como casi siempre, resultó de un calor insoportable, para que lo sudáramos bien y así lo recordáramos de por vida, igual que los zapatos nuevos que había que sobrellevar hasta la noche y a la tía Vicenta que no dejaba de decir «pero qué reguapo estás con el traje nuevo» mientras te comía a besos.
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En la puerta de la iglesia aguantaba la escuela entera bajo un sol de justicia, esperando que comenzara la ceremonia y pensando que porqué tenían que estar allí con lo maravillosamente bien que se estaba jugando en otra parte. También solían estar presentes la pareja de la Guardia Civil en traje de gala y una Cohorte Romana, que solamente salía en fiestas tan señaladas como Semana Santa o el día de la Virgen y que sudaban como todo el mundo la gota gorda a pie firme pero dándole solemnidad y seriedad al acto. El desfile comenzaba en la puerta de la escuela. Allí se organizaba poco a poco el cortejo, como en todas las procesiones, en que los primeros siempre van delante, como decía Don Venancio, el cura, cuando quería hacerse el gracioso. Primero venía la cruz. A la cruz la vestían con un faldón parecido al que lleva la Virgen de los Remedios, con unos volantes como el traje de las folclóricas. Después, y entre niñas vestidas de blanco que habían hecho su primera comunión en años anteriores, llegaban los estandartes, de los cuales colgaban cintas que llevaban, en premio, los que mejor se habían portado aquel año. Detrás de la Cohorte Romana, se colocaron los monaguillos, que en aquella ocasión fueron Agustín y Ricardito, porque Don Honorato decidió que más valía tenerlos con las manos ocupadas en el incensario que incordiando al resto del personal. Vestían de sotana roja y sobrepelliz de
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encaje. Ya lo afirmó la abuela de Ricardito «parecen ángeles mismamente». 89 Relatos para andar por clase. Primera parte Tras los acólitos, estaban situadas las niñas que iban a hacer la primera comunión. Todas de novia, todas de blanco, todas de tul ilusión. Con la diadema, con el bolsito, (o faltriquera que hubiera dicho Cervantes, don Miguel), y con el rosario de nácar, el librito de nácar y con la mirada de nácar, perdida «como la de Santa Teresita del Niño de Jesús», que decía doña Purita, y «como Dios manda». Don Honorato dirigía a los niños, que marchaban como se debe en esos casos, «¡tú!, mira al frente», «¡que se note que sois hombres!», «marchad con devoción y marcialidad». Primero venían los Almirantes, con sus espadines, Gustavito, el hijo del sargento que iba como don Juan de Austria el día que derrotó a los turcos en Lepanto, y Gerardito, que vestía de Comendador Mayor de la Orden de Calatrava, con sus cruces rojas en la capa. Tras ellos, los marineritos de tropa, que era la mayoría, y al final los tres niños pobres vestidos de civil, aunque con un lazo dorado en el brazo izquierdo, producto de alguna caridad. Así como suena. En la ceremonia no sucedieron demasiadas cosas dignas de notar, salvo las normales en estos casos, como lo del humo de los cirios que hacía toser a Rosarito mientras la madre de Pepillo le decía todo el tiempo «Chist, chist». Lo que sí causó un gran impacto, hasta el punto que se comentó durante lustros, fue lo de Ricardito, que se tomó tan en serio lo del incensario y le aplicó tal brío que al parecer, sin querer, le dio en la parte baja posterior al sacristán. Parecían fuegos artificiales de tantas chispas como echaban tanto el incensario como el mismo sacristán.
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También dio que hablar lo de don Venancio, el cura, que se enfadó una barbaridad cuando entre la calderilla de la colecta encontró los botones del traje nuevo de Manolín, el cual los había depositado con la buena y sana intención de gastarle una broma simpática a Agustín, que era el que pasaba el cepillo. Tampoco le gustó nada lo de los botones a la madre de Manolín, el cual se llevó a su vez, a su vuelta a casa, además de una seria reprimenda, unos formidables azotes en el lugar en el que la habían salido chispas al sacristán. Sin embargo, lo que nunca olvidaremos fue lo de Gonzalito, el hermano pequeño de Maripili, que no se sabe si porque aquello le pareció muy aburrido, o porque nunca había estado en ceremonia parecida, o porque de tanto ver desfiles, uniformes, trajes extraños, tanta luminaria y música y de oír hablar por altavoces a voz en grito, o simplemente porque se le antojó, el caso es que preguntó lo suficientemente fuerte como para despertar las iras de don Venancio: «¡Mamá!, ¿y cuándo salen los leones?».
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Gustavo adolfo
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e todos era bien sabido que doña Purita, desde su más tierna infancia estuvo fervientemente enamorada de Gustavo Adolfo. De Gustavo Adolfo Bécquer, se entiende. Amores platónicos, castos, no correspondidos, ya que Gustavo Adolfo nunca escribió cartas a doña Purita, ni siquiera desde su celda, ni le dedicó rima alguna, de tantas que hizo, a pesar de que a ella le hubiera gustado participar, aunque hubiera sido como meritoria, en alguna de ellas.
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Nunca perdonó Doña Purita a Gustavo Adolfo el haber muerto tan joven y tan a destiempo, casi un siglo antes. El caso es que aquél año en que doña Purita nos dio literatura, literatura castellana, esperábamos a Bécquer, a Gustavo Adolfo Bécquer, con la misma emoción que si se tratara de un antepasado de todos nosotros en general y de cada uno en particular, o por lo menos como si fuera el mismísimo novio de doña Purita. Meses antes de que llegara a tratarse en clase, ya Doña Purita anunciaba la llegada del maravilloso poeta, «lástima que muriera en la flor de la juventud», o «lo que hubiéramos podido hacer él y yo por la humanidad». Tan larga se nos hizo la espera que alguna de las lenguas más afiladas de la clase llegó a preguntarse en alta, en muy alta voz, si acaso el tal Gustavo Adolfo no vendría en RENFE. (1) Llegó el día señalado, o mejor dicho la tarde anterior al día señalado para el arribo de Gustavo Adolfo, cuando doña Purita dijo como de costumbre: «Para mañana, la página siguiente». Aquella noche toda la clase, es decir, Maripili, Agustín y Rosarito y todos los demás sin excepción, estudiamos y aprendimos hasta la última coma de la página en cuestión, porque siendo Gustavo Adolfo del máximo interés para doña Purita había que tenerlo muy en cuenta en función de la nota. Muy temprano llegamos al colegio con la lección aprendida de pe a pa. Doña Purita, imprevisible como siempre, empezó la clase como si nada importante sucediera, y preguntó la lección en primer lugar a Rosarito, que segura de sí misma contó íntegra la vida y muerte de Gustavo Adol-
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fo Bécquer, sin olvidar que en realidad se apellidaba Domínguez, «como millones de españoles que ni eran poetas ni nada». Rosarito se explayó a gusto haciendo especial énfasis en su efímera existencia, y en que «su pronta muerte segó en plena juventud la vida de uno de los más insignes y luminosos poetas de las letras castellanas...». La lección de Rosarito parecía de tal forma un discurso fúnebre en ceremonia de córpore insepulto con aplicaciones de nota necrológica que toda la clase, incluidas doña Purita y la oradora, estalló en sollozos. Rosarito, sin poder reprimir la emoción, tuvo que enjugar una lágrima que le caía por la mejilla. Aunque el pañuelo estaba preparado al efecto y la puesta en escena totalmente ensayada, el impacto emocional para doña Purita fue tan inmenso que se sintió en la ineludible necesidad de seguir preguntando la lección a Rosarito, con el fin de sufrir más y mejor durante un tiempo el éxtasis producido por los recuerdos de su amado. Doña Purita expresó a la plañidera Rosarito el deseo de que le glosara, comentara o refiriera alguna sensación o sentimiento especial que le hubiera producido la obra del poeta fallecido. Rosarito continuó imperturbable: «La poesía más importante de Bécquer son sus rimas. A saber: Del salón en el ángulo oscuro volverán las oscuras golondrinas como enjambre de abejas irritadas fatigadas por el baile como la brisa que la sangre orea porque son niña tus ojos». Y Rosarito, como colofón aprendido de memorieta y bien ensayado por cierto, terminó: «Yo soy ardiente, yo soy morena».
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Como explicación inexcusable hay que señalar que Rosarito, que había estudiado el libro tal y como lo ponía la lección, sin puntos ni comas y en el mismo orden y de la misma manera, no distinguió en absoluto que las rimas de Gustavo Adolfo son muchas y diversas. Tampoco se enteró de que el arpa estaba en el ángulo oscuro del salón y no volando como abeja irritada y que las golondrinas no estaban fatigadas por el baile sino que fueron a colgar los nidos al balcón de doña Purita. Por otra parte ella misma (Rosarito, se entiende), no era ardiente ni morena sino rubia y de ojos azules. Y es que, comprendamos la situación: todo eso no lo ponía el libro. Tampoco ponía el libro, ni nunca pudo pensarlo ni predecirlo Gustavo Adolfo, y menos expresarlo en alguna de sus leyendas que aquel día, a la par aciago y venturoso, dadas sus grandes emociones y sus particulares sufrimientos se produjo la decimotercera lipotimia de Doña Purita en ese curso. Nosotros, la clase en general, dormimos aquella noche muy tranquilos. Nota (1) Red Nacional de Ferrocarriles Españoles. El autor hace referencia a que en aquellos años, los trenes solían llegar con retraso de horas, de días o incluso de meses o de años. Ahora, ¡Gracias a Dios! ya no sucede eso. (N. del T.).
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El Halley trae cola (Este relato está basado en las anotaciones del diario (1) de Don Honorato de un día 15 de Septiembre, jueves.)
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os primeros días de cada curso siempre han sido traumatizantes para los protagonistas del drama. Tanto los profesores como los alumnos han vivido invariablemente esas fechas, sobre todo la del primer día, con la angustia propia de quien comienza una nueva etapa, un nuevo ciclo, un nuevo proceso. Algunos en-
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tendidos en psicología y otras ciencias, manifiestan que entre el miedo a lo desconocido (angustia), y las ganas de conocer algo original (deseo), se crea una situación nueva que puede desembocar, ya sea en un estado positivo de creatividad y cambio, o en una total, nefasta y fatalista realidad de «qué se le va a hacer», o «de algo tiene que morir uno». Los más optimistas son los que dicen que no hay mal que cien años dure. Los pesimistas dicen que no hay cuerpo que lo aguante. Pero dejémonos de filosofar psicologías y vayamos al centro de nuestra historia. Como cada cual es cada cual, Doña Purita por ejemplo, se presentaba todos los años el primer día de clase, en plan prima donna, con sus mejores galas y haciendo alarde ostentoso de su bondad natural, «...que yo soy un pan de Dios, que por las buenas, todo, que si os comportáis bien yo soy una verdadera malva, pero a las malas, si alguien se desmanda, veréis que me puedo convertir en un basilisco...». Don Honorato, sin embargo, se asignaba un papel de Justicia Suprema, y venía en situación de juez justo e insobornable. «Os trataré a todos por igual», decía, «y a quien se distraiga, no haga caso, o descuide sus obligaciones, le aplicaré inexorablemente la ley». La ley era un puntero así de grande, con el que Don Honorato señalaba a toda la clase el recto camino a seguir durante el año. Don Honorato, el primer día de curso se encontraba en una confluencia de sentimientos contrapuestos. Le alegraba por una parte el toparse con el cotidiano trabajo del aula, que le compensaba ampliamente, como decía en su diario,: «...el dejar un estío repleto de satisfacciones veraniegas, de merecido solaz, de reposo en contacto con la naturaleza; allí donde las noches convierten su negrura en millones de luces, en astros inaccesibles a los mortales, en abismos insondables que claman desde lo más profundo con la fuerza de lo desconocido e inescrutable...». Recordemos aquí que la mayor afición de Don Honorato siempre fue la astronomía. Rastreaba astros, cometas, galaxias, constelaciones y planetas, y a falta de seguirnos a nosotros, siempre era bueno acechar a alguien aunque fueran estrellas fugaces. Así recordaba durante el verano los desventurados momentos pasados con nosotros durante el curso, mientras contemplaba extasiado el cielo cuajado de estrellas.
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«Cuando empiecen las clases», decía su diario, «tendrán que aprender todas las constelaciones, desde Orión a Tauro, sin dejar una sola. Y este año. María del Pilar Fernández no se me escapará sin apreciar ampliamente la belleza insólita, sutil y etérea de la luna a través del telescopio...». Y es que María del Pilar Fernández, Maripili para los de la clase, cuando Don Honorato, con toda su ilusión, nos enseñó la luna con el telescopio, ella , en vez de decir lo de «¡Que maravilla, Don Honorato!», como todos, que hubiera dejado al hombre feliz y contento, no se le ocurrió otra cosa que exclamar a voz en grito: «¡Si parece un plato de arroz con leche!». Lo inapropiado, estentóreo y poco adecuado de la exclamación fastidió bastante al maestro porque él no comprendió cómo se puede ser tan prosaico y poco sensible ante un asunto de tamaña importancia. Como decíamos más arriba, Don Honorato el primer día de clase se encontraba ente dos fuegos. Por un lado, el del inefable deseo de estar en su trabajo, en el aula, con su guardapolvo, la tiza en una mano y el puntero, el maldito puntero en la otra, respirando el clásico olor a tigre de bengala o de león caucásico que emanaba de un grupo de casi cuarenta fieras en disposición de ataque perpetuo. Por otra parte Don Honorato, que en el fondo era bastante retraído, sufría más que nadie la ansiedad de lo desconocido, «qué sucederá en este curso, qué me deparará la fortuna este año, qué delirios no pasarán por las cabezas de mis alumnos para hacerme la vida imposible, ay mísero de mí, ay infelice...», clamaba el diario de Don Honorato tal y como Segismundo el de La Vida es Sueño. «Y es que cada año los niños son peores, y ahora ya no son como antes, como cuando yo empecé a trabajar, que ahora saben mucho de la vida y poquísimo de ciencias naturales». A los alumnos no nos corría mejor suerte, y también sufríamos de angustias y desvelos. Quién más quién menos se preguntaba cómo se comportaría Don Honorato en el nuevo curso con su puntero, sin ánimo de señalar, que mejor lo hubiera usado solamente para indicar los ríos de Asia o los músculos del cuerpo humano puestos en una lámina, o las fases de la reproducción de los lamelibranquios en vez de señalar con él nuestras posaderas (las de fuera de la lámina). «Hoy, desgraciadamente y con gran dolor de mi corazón», decía el
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diario de Don Honorato, «me he visto en la ineludible obligación de utilizar el puntero en las espaldas inferiores de Francisco Gutiérrez Pérez (este era Paquito), con el fin de lograr que su interés por el estudio de las ciencias naturales se acreciente en el futuro y dado que su comportamiento en el aula no era todo lo deseable en un alumno de su edad y condición, y que tras múltiples y reiteradas reprimendas verbales no había cambiado de actitud...». Y aquí paso a contar el caso de las posaderas de Paquito: Don Honorato había explicado días atrás lo de los cometas. «Los cometas, astros asombrosos del infinito universo, no solamente poseen un núcleo que hace brillar la luz del sol, sino que además, los vientos solares hacen que su refulgencia se extienda como en una inmensa cola que a veces es visible desde la tierra. Existen cometas que se aproximan a los aledaños de la tierra con cierta periodicidad, como el cometa Halley que pasa cada setenta y cinco años, dejándose apreciar por los humanos en todo un espectáculo de luz, de misterioso encanto,..». Para qué contar todo lo que Don Honorato refirió en aquella jornada sobre los cometas. Pero como lo importante para nuestra historia es lo que sucedió para que sufrieran las posaderas de Paquito, paso inmediatamente a su relato. El momento que refiere Don Honorato en sus memorias, sucedió el día en que le tocó a Paquito dar la lección: «¿Y del cometa Halley ¡qué!, señor Gutiérrez?». Paquito pasó al frente, sobre la tarima. Allí quedó tenso, encogi-
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do, con la cabeza casi por los suelos, mirando de reojillo por si algún alma caritativa le señalaba con algún gesto, o le soplaba en susurros aunque fuera alguna ligera idea sobre los cometas. Y Don Honorato, impasible, mascando el silencio, puntero en mano, dándose con él rítmica y sistemáticamente en la pernera del pantalón, en el sartorio para ser más exactos, señal siempre inequívoca de que se avecinaba tormenta. Paquito tenía que decir algo. Algo tenía que ocurrírsele para evitar el chaparrón. Un gesto de Agustín parece que le dio la clave. ¿Qué gesto sería?, ¿Qué le haría decir aquello que más tarde fue causa de que le calentaran las posaderas?. ¿Es que acaso algo interpretó mal?. Entre el gesto de Agustín, que Paquito vio o no vio, y un susurro escuchado por la derecha que le dio otra pista, Paquito se decidió por fin, levantó la vista, miró fijamente a los ojos a Don Honorato, y le espetó sin miedo sus conocimientos sobre el cometa Halley. Como cuando Colón se enfrentó a los sabios del tiempo poniendo de pie su huevo. «Sí, Don Honorato, ya lo se, el Jáley es un desastrado que cada setenta y cinco años comete la osadía de enseñar la colita a todo el mundo». Notas (1) El auténtico diario de Don Honorato fue encontrado entre sus legajos, apuntes, cuadernos de notas y planisferios celestes. Ha sido una suerte contar con este documento tan personal y elocuente, ya
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que la figura del que fuera mentor de tantas generaciones ha sido objeto de excesivas mistificaciones, falsedades e interpretaciones erróneas en el pasado, lo que ha hecho que su figura se haya visto empañada por las brumas de un historial de incomprensiones. Un diario es algo así como una especie de muro de las lamentaciones para católicos, de confesonario para agnósticos, de diván de psiquiatra para pobres, de consuelo maternal para inadaptados freudianos y de escenario teatral para introvertidos. Don Honorato, como tantos hombres y mujeres de pro, no pudo dejar de plasmar en este diario sus depresiones e impresiones. Sus alumnos de aquel tiempo, con el fin de garantizar de forma objetiva la veracidad de los hechos que se cuentan a continuación, han animado al autor a utilizar en este y en otros capítulos el inapreciable documento, merecedor de pertenecer al Patrimonio de la Humanidad, con el fin de ilustrar, mediante las propias reflexiones de don Honorato los hechos absolutamente verídicos que se relatan. (N. del A.)
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Murieron con las botas puestas
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Pinocho cuando decía mentiras le crecía la nariz. Si a Caperucita se le antojaba irse por un camino distinto al que le marcaba su abnegada y buena madre, le salía al paso un malvado lobo que se comía a su abuela, o a ella, o a ambas, según el sadismo del que contaba el cuento. Esto sucedía aunque Caperucita lo hiciera con toda su buena intención, sin ánimo de desobedecer y con el único fin de hacer ecología por su cuenta o de recoger flores silvestres y hierbas aromáticas para la sopa de su abuela.
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Y es que en aquellos tiempos nos contaban cada cosa para que nos calláramos, o para que nos portáramos bien, o para que ganáramos el cielo, que normalmente no dormíamos del susto que siempre llevábamos a la hora de irnos a la cama. A más de uno le pasó, que después de contarle un cuento para que se durmiera, no pudo ni pegar ojo hasta las tantas del miedo que le dio el cuento que le contaron. Aún con la mejor intención del mundo, padres, tías y maestros abusaban de nuestra ingenuidad infantil y nos contaban, por ejemplo, que Santiago, el Patrón de España, hacía historia, igual que el general Custer en Murieron con las botas puestas, arrollando a paso de blanco caballo a todos los infieles que se le ponían por delante. Doña Purita nos relató en colores, agfacolor y cinemascope, mejor que Cecil B. de Mille, la historia de Moisés, que con una varita mágica levantaba las aguas del Mar Rojo para que pasaran los buenos, y la bajaba de pronto para quitarse de en medio a toda la caballería egipcia, que eran los malos. En aquellos tiempos todo era violencia, sobre todo en las historias de clase, sin olvidar lo de los Romanos que tiraban a los que no nacían bien hechos de la Roca Tarpeya, o lo de San Lorenzo al que asaron en una parrilla y a Miguel Servet en una hoguera. Lo que nosotros hubiéramos deseado saber en serio, sin rodeos, ambages ni circunloquios era la verdadera edad de Doña Purita, o si don Honorato había sido así de soltero desde siempre o si había dejado a alguna novia por irse al frente, sin tanta violencia ni patriotismo sangriento.
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Y así, de cuento en cuento, o de historia en historia, que nunca se sabía muy bien, íbamos aprendiendo geografía, «el mar Muerto es tan muerto porque un fuego que bajó del cielo arrasó a los hombres malísimos y tan salado porque una señora muy curiosa se convirtió en estatua de sal, en castigo», e historia, «los de Sagunto y Numancia, se arrojaron a la hoguera para no dejarse conquistar por sus enemigos, las mujeres y los niños primero», como en el hundimiento del Titanic, o literatura, «¡guerra!, clamó ante el altar, el sacerdote con ira, ¡guerra!, repitió la lira...», o matemáticas, donde se entabló una batalla entre romanos y cartaginenses organizada por don Honorato, y en la que el que no sabía inmediatamente «lo del siete por ocho», que le preguntaba el del otro bando, podía darse por muerto, y le caía un cero de tamaño natural. Lo malo de todo es que las guerras solamente se trataban cuando se les ocurría a los maestros. Cuando se nos ocurrían a nosotros era otro cantar. Por ejemplo, el día que la clase entera quiso representar con todo realismo lo de las cruzadas que habíamos estudiado en la lección de historia, se armó un conflicto peor que la batalla de Lepanto. Iniciamos una representación teatral sobre la conquista de Jerusalén. La idea, que nos pareció tan fabulosa, dio unos resultados que no gustaron a nadie. Al final tuvo que intervenir el dire y casi todos los maestros, el conserje y los padres de Rosarito, «Jesús, que hijos tan violentos, antes no éramos así». Todo comenzó cuando Gutiérrez, que hacía de Ricardo Corazón de León, le pegó un puñetazo en el ojo a Rosarito que era Solimán el Magnífico, «y que si tú a una niña no le pegas, grandullón, y que si métete con
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los chicos», que dijo Maripili, y que si «con las niñas es mejor no jugar, que son unas quejicas», que dijo Agustín, y que si tal y que si cual. La verdad es que en la representación, que prometía ser muy entretenida, se armó bastante lío porque todos los Cruzados se cruzaron a palos con las huestes de Solimán, quedando en el campo de batalla, además de Rosarito, por lo menos cuatro contusos, dos de ellos con el ojo a la funerala. Los desastres materiales, aunque fue más el ruido que las nueces, también los tuvieron en cuenta: tres vidrios rotos, la pizarra en el suelo, las manchas de sangre -tinta china- roja por doquier...(Entendiendo por doquier la vestimenta de casi todos los moros y de algunos cristianos, el techo del aula y el abrigo de invierno recién estrenado de Doña Purita, que nadie sabe porqué estaba colgado en el perchero). Lo peor de todo fue la inmensa frustración de las huestes cristianas por no haber podido conquistar Jerusalén, que era la mesa de don Honorato.
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Insectos, con perdón
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o bien que aprendíamos las cosas con don Honorato. Ya en varias ocasiones me he referido a su capacidad pedagógica, y sobre todo a que aprendiéramos mediante la experiencia directa. Con frecuencia nos acercaba a la realidad, aún a costa de su integridad física, psíquica y moral, llevándonos a vivir realmente lo que él explicaba en clase.
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Un día nos acompañó al campo a buscar insectos, para que viéramos in situ, y observáramos como se merece lo que él nos había enseñado sobre patas de insectos, élitros, metamorfosis, orugas y mariposas. También nos dijo que nos sacaba al contacto con la naturaleza «para que fuéramos alguien el día de mañana» y «para que lo que él hablaba no nos entrara por un oído y nos saliera por otro». Es conveniente reseñar de todas formas que llevábamos más de una semana, recalcitrantemente inaguantables, pidiéndole que nos sacara al campo. Habíamos visto casi todo lo relativo a los animales tal y como lo iba dando el libro: los artiodáctilos y los solípedos, vulgo caballos, las aves en peligro de extinción y otras muchas, y los reptiles, incluidos los cocodrilos. El último día, anterior a los hechos que aquí se relatan, vimos lo de los insectos. Fue por causa de estos invertebrados por lo que pasó lo que pasó. Salimos por la mañana, en filas, camino del campo, sin nada especial que reseñar salvo que Pepillo y Maripili se perdieron, que don Honorato estuvo a punto de un ataque de apoplejía a resultas de ello y que cuando Pepillo y Maripili aparecieron, a la media hora, todo hay que decirlo, venían de la mano de un municipal, que le decía a don Honorato que «si usted es el maestro es usted el responsable. Hay que tener más cuidado, que los timbres de las casas no se tocan. Ya le enseñaría yo cuatro cosas sobre cómo tratarlos... que con estos especímenes hay que tener mano dura», como si don Honorato la tuviera blanda. Ya en el campo, don Honorato respiró más tranquilo el aire puro, porque entre las montañas no suele haber timbres que tocar, y porque nos
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vio tan dispuestos a recoger cualquier tipo, forma o clase de insecto, es decir, hormigas, saltamontes, libélulas, escarabajos o mariposas, que se le pasó el enfado, y lo del municipal y sus timbres que no se tocan. Pusimos manos a la obra, y al grito de «¡todos a buscar bichos!» de Agustín, coreado por el resto, nos dispersamos por barrancos, valles y colinas. La colección, conociendo nuestro propio entusiasmo por el tema y la creatividad que nos caracterizaba en esos casos, prometía ser muy variada. A la hora exacta, don Honorato tocó el silbato. «Don Honorato y su aparato», informó Rosarito, que siempre tenía algo que decir. Volvimos poco a poco. Enseñábamos nuestra caza. Fue difícil explicarse por qué don Honorato se enfadó tan rápido y con tal energía al ver las lagartijas y el sapo que traía Ricardito, las tres lombrices de Felipe, los huevos de perdiz de Mariloli, la gran cantidad de tornillos viejos y de piedras que aparecieron y las ocho hormigas asfixiadas que se traía Agustín en un puño, a las que don Honorato consideró, aunque difuntas, por lo menos, insectos. Como la vuelta se hacía urgente, Don Honorato dio la orden de regreso. Al pasar lista fue donde se descubrió, «otra vez, verán ahora lo que es bueno» la ausencia de Maripili y de Pepillo. Don Honorato sopló y resopló su silbato, «Don Honorato y su aparato», volvió a informar Rosarito. Todos gritamos hasta hartarnos. Por separado y a la vez, intercalando entre las llamadas a Maripili y a Pepillo algún que otro «Don Honorato y su aparato». Pasó el tiempo. Alguien dijo que porqué no llamaban otra vez al guardia. Don Honorato, que además de no estar para insensateces tenía esca-
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so sentido del humor, estuvo otra vez al borde de la apoplejía. Fue entonces cuando aparecieron los perdidos. Nunca se supieron las causas que dieron lugar a lo que pasó: tal vez fue porque Pepillo y Maripili quisieron demostrar con su esfuerzo y buena intención al respecto que deseaban hacer méritos para que se olvidara lo del municipal, los timbres y la escapada por las calles; tal vez fue porque, al igual que los demás, tampoco ellos se enteraron de que lo que Don Honorato pretendía era que se hiciera una colección de insectos; tal vez fue porque simplemente aquel día así les vino en gana a los protagonistas. Nadie lo sabrá nunca, pero ahí queda eso. El caso es que cuando aparecieron por detrás de una loma Maripili y Pepillo, traían un bicho para la colección. ¡Pero qué bicho, santa madre de Don Honorato!. Porque lo que Maripili y Pepillo traían, arrastraban más bien, arrastraban repito, ya que el bendito animal que no quería ni bien ni mal ser llevado a una colección de insectos, era un bicho con perdón, es decir, un tremendo, pesado y enfadadísimo marrano.
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La proyección (Basado en las anotaciones del diario de Don Honorato un día 18 de Marzo, lunes).
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as reflexiones de Don Honorato en su diario íntimo, confirman lo que un lunes nefasto, que quedó en la memoria de todos, sucedió en el aula. Luctuoso a la par que aciago, sobre todo para Don Honorato se entiende, ya que todo lo que normalmente era desagradable para Don Honorato significaba para nosotros más bien asueto y diversión.
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Don Honorato había anunciado durante toda la semana anterior que el lunes, a primera hora, nos pasaría una sesión de diapositivas, «de un gran interés didáctico y pedagógico, que aparte de la belleza de las imágenes, ustedes tendrán una visión amplia y definitiva sobre los ornitorrincos, su morfología, su vida, su alimentación, sus insólitos sistemas reproductores para un mamífero y las principales características que han hecho de ellos una rareza en el reino animal» Aunque lo del interés por los ornitorrincos nunca fuese excesivo entre nosotros, la idea de una sesión de diapositivas y por lo tanto el convencimiento de que Don Honorato en día de proyección no solía preguntar la lección, fue acogida por toda la clase con alaridos de emoción sin límites que hicieron pensar a Don Honorato que los ornitorrincos eran nuestra debilidad. Pero como quien mejor puede contar lo que ocurrió aquél fatídico, aciago y nefasto - repito - lunes es el mismo diario de Don Honorato, a él me remito: Decía el diario: «Les había prometido ya con anterioridad (a nosotros, se entiende) que iba a ponerles una diapositivas sobre los ornitorrincos, tema por demás interesante e instructivo y en el que había depositado todo mi entusiasmo
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de maestro. En el día en que esto escribo, he llegado al aula con el fin de realizar la proyección, y han comenzado inmediatamente la mayoría de mis males. A pesar de que se lo había advertido, recordado y hecho escribir al conserje en su libreta, el proyector no fue llevado al aula, lo cual me ha obligado a buscar yo mismo el aparato, no sin antes tener que rastrear las llaves de la sala de audiovisuales, ya que al perderse el conserje, que quién sabe nunca donde se mete, no aparecían por ninguna parte. Han sido ubicadas casi a la media hora, lo que ha provocado un gran retraso en el horario y que la clase entera haya hecho durante ese tiempo lo que se le ha antojado». Cuando Don Honorato volvió al aula con las llaves, venía que se lo llevaban los demonios, las parcas guadañudas y todos los dioses del averno. Más todavía cuando vio las frases alusivas a los ornitorrincos que había escritas en la pizarra. En la pizarra se veía, en caracteres gigantescos: «¡Ornitorrincos go home!», que Don Honorato se tomó como ofensa personal, y nos dijo que los ornitorrincos, a pesar de su cara de pato y de su pico, eran tan mamíferos, del orden de los monotremas por más señas, como cualquiera de nosotros, si no más. El paseo desde el aula hasta el salón de proyecciones fue épico. La clase entera había perdido durante los tres cuartos de hora de espera el poco
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interés, si es que alguno hubiera habido por los ornitorrincos y por la proyección, creciendo en proporción geométrica las ganas de recreo, de no hacer nada, de pasarlo bien y de armar follón. Por esta razón se desfiló triunfalmente hasta el lugar en que sucedió la tragedia. Ya hubiera querido Aida, en su marcha triunfal, entrar con semejante ritmo en el escenario. Cuando Don Honorato se dispuso a conectar el proyector, el nivel de conflicto de la clase había subido a límites casi insuperables. Cuando Don Honorato se dio cuenta de que el cable del enchufe no llegaba y necesitaba un alargador, el ambiente respiraba ya aires de batalla campal. Cuando Don Honorato se enredó con el cable que le trajeron, la batalla ya era naval, algo así como la de Lepanto, o casi peor, como el desastre de la Armada Invencible cuando lo de la tempestad. Y es que mientras a Don Honorato se le enredaban o se le cruzaban los cables, la clase entera, o jugaba a los barquitos, o bien saltaba sobre los pupitres, o bien se hacía señales de banderas por encima de las sillas al mismo tiempo que los mil diablos del genio maligno de Don Honorato se convertían por segundos en miles y en millones. Todo terminó de repente, cuando por fin la luz del proyector iluminó la pared del aula. Las huestes abencerrajes, prorrumpieron al unísono en un cerrado aplauso, coreado por vítores a Don Honorato y a los ornitorrincos y se armó una muy gorda mientras unos gritaban lo de «¡Don Honorato, Don Honorato!», y los otros contestaban lo de «¡cara pato, cara pato!», por los Ornitorrincos, no por Don Honorato. Mientras Don Honorato intentaba hacerse entender sin lograrlo, el timbre del pasillo sonaba esforzándose en ser escuchado para anunciar que la clase había terminado.
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El Parnaso
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n día, Doña Purita llegó al aula con la esplendorosa idea de hacer una revista. Lo había leído, para bien o para mal, en una publicación dedicada al perfeccionamiento del profesorado y le pareció de perlas que nosotros, tan necesitados de métodos modernos, la lleváramos a la práctica y así, por lo menos una vez en la vida, nos ilusionáramos por aprender algo. Según el artículo leído por Doña Purita, para realizar una revista en el aula con fines educativos, lo esencial era que los mismos alumnos, con toda la libertad posible, la hicieran ellos solos. Era, según la publicación, lo más importante de todo, ya que agilizaba la creatividad, obligaba a trabajar a los que como nosotros éramos vagos a natura y además se aprendía muchísimo a hacer revistas.
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Dicho y hecho. Para cumplir a rajatabla las pautas indicadas, Doña Purita empezó ella misma por decidir los trabajos para los que estábamos capacitados cada cual, según sus propias actitudes y gustos (los de Doña Purita). De esta guisa, a Gutiérrez le tocó reseñar la semana de fiestas, «a ver si por fin se entera de algo», y a Mariloli y Manolín hacer una entrevista al director, «a ver si se les pega una parte de su sabiduría»; Ricardito se encargaría de los anuncios, porque era un entrometido, y así todos los demás. Noticias, reportajes, chistes, dibujos, a cada cual lo suyo. Nunca habíamos visto a doña Purita tan radiante de felicidad. La revista la publicitó ella misma en la sala de profesores con todo el entusiasmo del que era capaz: «Estamos haciendo una revista que va a renovar los métodos pedagógicos en este colegio, y lo que es más importante, los alumnos se lo han tomado por primera vez en serio, y con una gran dosis de entusiasmo». Qué lejos estaba ese día Doña Purita de atisbar ni siquiera de lejos los aciagos días que le depararía su mala estrella por haberse metido en la ardua empresa de realizar una revista con gente como nosotros. Llegó el día en el que todos los esfuerzos, en forma de redacciones, noticias, anuncios, entretenimientos, dibujos y lo que a cada uno se le ocurriera, debían ser presentados ante la mesa de Doña Purita, que como redactora jefe se había constituido en único juez y árbitro para decidir lo que se publicaba o no se publicaba. En primer lugar se estableció el turno de aportaciones sobre el título o nombre que debería llevar la revista, que según la publicación pedagógica era conveniente que eligieran los mismos alumnos. Esto resultaba de vital importancia para poder continuar adelante en su elaboración. Participando cívica y responsablemente, cada uno fue exponiendo sus nombres preferidos. Ahí empezaron los problemas para Doña Purita, que estuvo al borde del ataque de histeria cuando oyó que para una revista de carácter literario de altura alguien osara proponer nombres como el de El menudillo de pollo, o el de Más da una piedra, o Los Tritones de Doña Purita, Las tres haches (La Hodisea, La Hilíada y la Heneida), El Puntero, El esterno-cleido-mastoideo, etc. que componían una interminable lista que hizo temer a Doña Purita por el buen nombre y la mejor fama de su todavía inédita revista.
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Y es que a los alumnos de entonces cuando nos dejaban pensar pensábamos por demás, según la maestra. La solución tuvo que darla la misma Doña Purita, que cortó por lo sano «... y como parece difícil ponerse de acuerdo, la revista se llamará El Parnaso, un nombre que además de muy original, le va de maravilla a una revista culta y literaria de la categoría y distinción que todos pretendemos». Aquella noche, en la tranquilidad de la mesa de camilla de su casa, Doña Purita comenzó la lectura de los trabajos realizados con toda ilusión por sus alumnos para ser publicados en la revista. La maestra se encontraba realmente satisfecha por el resultado de los acontecimientos de la mañana, y por lo bien que los alumnos habían encajado el nombre propuesto por ella, (salvo Maripili, ¡quién iba a ser!, que había apostillado mediante un pareado lo de «Oh, oh, El Parnaso, ¡que atraso!»). De pronto, y sin que mediara nada importante, sin saber porqué, sin datos objetivos que lo demostraran, más bien por tufo, por intuición femenina tal vez, o porque no se fiaba de nosotros ni un pelo, o porque siempre se temió lo peor, o vaya usted a saber porqué, de pronto, repito, Doña Purita tuvo el pálpito de que el haberse metido en la redacción de una revista podía acabar en un buen lío. Y es que la entrevista con el director, que habían hecho Mariloli y Manolín, estaba pasable, por qué no decirlo, pero hubo que meterle tijera porque no era posible que el director, el señor director hubiera afirmado que «aún quedan algunos maestros que no tratan bien a sus alumnos y rodarán cabezas por doquier debido a ello...»; o lo que se decía del profesor de gimnasia, al que en un artículo sobre actividades diversas realizado por Rosarito y otros se decía de él que era algo así como «tío bueno, macizo y cachetón...» a lo que Doña Purita creyó oportuno igualmente meter tijera; o lo de la «Oda al Puntero», de autor anónimo, bastante bien realizada literaria y métricamente por cierto, pero a la que Doña Purita no tuvo más remedio que censurar en su integridad porque ponía en tela de juicio los métodos didácticos de Don Honorato. Al finalizar la sesión de lectura, la revista había sufrido una merma de más o menos el setenta y ocho y medio por ciento de lo realizado por nosotros. Menos mal que Doña Purita se había adjudicado ella misma una buena parte de los textos para salvar la dignidad ante el resto de los maestros y dar una mayor seriedad, contenido y profundidad a la publicación.
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El Parnaso, Revista Literaria fue, por fin, publicada y se distribuyó por todo el ámbito escolar, quedando el colegio entero satisfecho con La Gaceta de Doña Pureta, como se la apodaba en camarillas clandestinas. Doña Purita no llegó a enterarse del apodo rimado de su publicación, y seguramente tampoco le hubiera importado demasiado pues era ella y nadie más la protagonista indiscutible del feliz acontecimiento, y a ella sola llegaban todas las felicitaciones. Y también los sinsabores a los que ya habíamos hecho alusión. Y es que al cabo de muy pocos días de la presentación, reparto y difusión de El Parnaso, Revista Literaria, una llamada directa de Don Sergio, el Inspector Jefe, a Doña Purita, cambió la alegría en sinsabor, la miel del triunfo en acíbar de sufrimiento y derrota: «...Sí Don Sergio, claro Don Sergio, no sabía, Don Sergio, Usted descuide, Don Sergio..., Perdón, Don Sergio, Intentaré remediarlo, Don Sergio». Doña Purita acabó la conversación telefónica entre ella y el Inspector Jefe con la palidez cadavérica que confiere el rigor mortis. No era para menos. Doña Purita no sabía, o no se acordó en su momento, o no se le pasó por las mientes, o sencillamente no le dio importancia a que Don Sergio, El Inspector Jefe, desde su juventud, por su afición a las artes literarias, a la lectura de rimas, odas, leyendas, epopeyas, églogas y poemas de toda suerte, era apodado por amigos y enemigos, con el simpático apodo de Don Parnasillo. Y a Don Sergio no le hacía ni pizca de gracia el mote, y siempre se lo tomaba como una ofensa personal.
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Los sitios de Zaragoza
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iempre nos pareció raro eso de que los profesores no llegaran nunca al final del libro. Era como si en el cuento de La Bella Durmiente del Bosque la princesa no se hubiera casado con el príncipe.
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Si el libro era de Matemáticas y Geometría, estudiábamos las matemáticas, pero no veíamos nada, o casi nada, de geometría, con lo que hacíamos muchas cuentas pero pocos volúmenes. Si el libro era de química, como no nos daba tampoco tiempo, dejábamos la química del carbono que siempre estaba al final nadie sabe por qué, sin ni siquiera tocarla. A pesar de que la química del carbono, como nos hemos enterado mucho más tarde es la del petróleo, la del Golfo Pérsico y por lo tanto la de los petrodólares. Tampoco llegábamos nunca a la trigonometría, que siempre la ponían detrás de la aritmética, a pesar de que con ella hubiéramos aprendido algo más a situarnos en el espacio y tal vez en el tiempo. Maripili decía que no era cuestión de tiempo sino de que ni Don Honorato ni Doña Purita sabían tampoco los finales de los libros y que por eso Don Honorato se pasaba cantidad de tiempo con lo de las valencias y los pesos específicos que era un verdadero rollo y nunca llegaba a las gasolinas ni a los carburantes que era mucho más entretenido y útil. Lo de doña Purita todavía peor pues también, según Maripili que era una sabihonda, no llegaban a la trigonometría por aquello de los senos y cosenos y tangentes y cotangentes que sonaba a palabrotas. En historia pasaba lo mismo. Ya de por sí la historia siempre empieza por el principio y termina por el final, porque claro, no vamos a ver antes a los godos que a los etruscos, por ejemplo. Los libros son como las películas que siempre empiezan por las letras del comienzo (Nota 1) y acaban por el The End (Nota 2). Don Honorato siempre intentó convencernos de que la Historia de España, por ejemplo, acababa en un feliz final con música de fondo de El sitio de Zaragoza, de Cristóbal Oudrid, «cuando los valientes y aguerridos patriotas españoles expulsaron a las huestes napoleónicas de nuestra península poniendo así punto final a una de las épocas más llenas de oprobio de la historia de la humanidad». Don Honorato terminaba esta hermosa disertación con lágrimas en los ojos poniendo cara de alcalde de Móstoles cuando lo del telegrama.
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Y es que don Honorato, siempre empezaba la historia por el principio, es decir cuando lo de la prehistoria y lo de la Dama de Elche, que más tarde se demostró que era más bien Damo, y la terminaba cuando podía. También nos contaba la triste vida de los celtas, que eran largos y rubios y Pepillo decía que al revés que las labores de la Tabacalera del mismo nombre, que como decía su padre eran cortos y de un negro horrible. El caso es que nos pasamos la historia ganando a los invasores, como el caso de Viriato con los romanos, don Rodrigo con los árabes, Carlos Quinto con los herejes, don Juan de Austria con los turcos, Felipe Segundo con los portugueses, y así hasta que entre Daoíz, Velarde, Agustina de Aragón, Palafox, El Empecinado y algunos más como he contado antes, se puso punto final a etcétera etcétera etcétera. Etcéteras que significan que todos los pueblos de la tierra nos odiaban y después nos invadían, y nosotros, españoles valerosos, siempre teníamos, a pesar de los muertos y de los que se suicidaban antes de rendirse (Nota 3), patriotas de repuesto, preparados para defendernos de los invasores. Y ahí terminaba nuestra historia. Con Napoleón derrotado y con un maravilloso The End (Nota 4), y música de fondo del Aleluya de Haendel. Así llegábamos a los exámenes de junio, sin enterarnos de que había habido más tarde guerras carlistas en las que ganaron los liberales, de que perdimos una a una todas nuestras colonias, y los doblones y los maravedíes. Tampoco nos enteramos de que el último siglo estuvo lleno de votaciones, de botas, de monarquías y de dictaduras que iban y venían. No tuvimos claro que no hubo solamente una victoria sino muchísimas derrotas (Nota 5). En definitiva, a pesar de que nos aprobaban las asignaturas, a final de curso siempre nos quedábamos con el pesar de no haber llegado al final de la historia y con la sensación de que la Cenicienta no se podía casar con el príncipe ni de que el Séptimo de Caballería era capaz de llegar a salvar a la humanidad.
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Notas (1) Créditos les llaman los entendidos. (Nota del primer copista). (2) FIN. (N. del T.) ¡GRACIAS POR TRADUCIRLO! (Nota de un lector agradecido). ¡De nada!, ¡A mandar que para eso estamos! (N. del T.) (3) Aquí el editor inserta dos notas en una: 1- Se hace referencia a saguntinos y numantinos. 2- (Nota de un lector anónimo, un tanto desequilibrado según algunos, que se permite enmendar la plana a tantos historiadores y gente de bien. La enmienda o apostilla se encontró manuscrita en uno de las muchas versiones que se han hallado de estas memorias): los españoles siempre hemos tenido entre nuestros héroes a personas dispuestas a suicidarse por un quítame allí esas pajas, con perdón. Dicen los psicólogos que entre el héroe y el estúpido hay solamente un paso. (4) FIN. (N. del T.) ¡De nada! (N. del mismo) (5) El autor, hijo de su época, como Viriato o Boabdil lo fueron de las suyas, no ha podido evitar en este párrafo, filosofar un poco y caer en la cursilería un mucho. Perdonémosle e intentemos comprenderle aunque nos resulte difícil entender su anticuado y febril razonamiento. (N. del T.)
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Carbón
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i os portáis mal, los Reyes Magos os traerán carbón, decían los mayores cada vez que uno de nosotros, pequeños entonces, atentábamos de alguna forma contra el orden establecido. Los Reyes eran, en aquellos años, el instrumento de chantaje más adecuado para que nuestros padres, o Doña Purita en el colegio, consiguieran de una manera limpia, práctica y eficaz lo que se pretendía. «Os traerán carbón», repetía Doña Purita sin inmutarse demasiado, a sabiendas de que el método no fallaba. Con la carta a los Reyes, que escribíamos en la misma escuela, Doña Purita conseguía lograr varios objetivos. En primer lugar la carta a los Reyes servía como redacción en clase de literatura: «cuidad la redacción, que
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estén bien puestos los signos de puntuación y sin faltas de ortografía, que los Reyes Magos, además de magos son muy cultos y se enfadan muchísimo cuando hay cosas mal escritas, y seguro que os traen carbón si ven faltas». En segundo lugar, la carta a los Reyes Magos, tenía que ser y parecer un prodigio de caligrafía, limpieza, orden y pulcritud, «…que los Reyes se molestan cuando ven la mala letra que hacéis o cuando hay borrones o cuando no están los márgenes en su sitio, y si no entienden la letra seguro que no pueden traeros los juguetes que pedís y os traerán carbón». Y dale con el carbón, que siempre pensábamos que lo traería el negro, Baltasar, que llegó un momento en que no sabíamos si realmente era negro o que venía tiznado de tanto carbón como traía. Finalmente Doña Purita, que revisaba las cartas una a una, y era quien las echaba al buzón, tenía siempre la posibilidad, cuando había peligro de desmán, de decir cosas como estas: «Mariloli, si hablas con Pepillo peligra tu muñeca que anda», o «Pepillo, si hablas con Mariloli, adiós tu camión teledirigido, que los Reyes, desde el cielo lo ven todo, que son muy santos, pero solamente traen lo que les piden los niños que se portan bien». La clase entera, ante tales argumentos, utilizados en cualquier momento por todos los profesores, por nuestros padres, y en general por el mundo de los mayores, sufría una lavado de cerebro durante la época anterior a las Navidades, que lograba efectos milagrosos sobre el comportamiento de una gente en general tan bulliciosa, dicharachera e irresponsable. Nos convertíamos por un tiempo en alumnos modelos, niños educados, «seres en fin», decía Doña Purita, «dignos de ser partícipes de una sociedad civilizada que espera de ustedes una respuesta digna de la educación que reciben en este colegio». Porque de Don Honorato, de Doña Purita, del director, del profesor de gimnasia y del de religión, nos podíamos esconder, escapar, camuflar y escaquear, pero quién se oculta a la mirada de los Reyes Magos, seres celestiales que todo lo ven desde su nube, y que además, según los mayores, tenían una mina de carbón que nunca se acaba y que servía sobre todo y fundamentalmente para que el mundo, principalmente el nuestro, anduviera por unos días mucho más ordenado. El carbón no solamente tenía que ver con los Reyes Magos. También se nos amenazaba y castigaba con la carbonera o lugar donde se guardaba el carbón para la estufa. Quien caía en la carbonera, aunque fuera por poco
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tiempo, las pasaba realmente negras. A oscuras, solos en su propia aflicción, aterrorizados ante la posibilidad de que hubiera ratas (que las había), y otros animales. Y no hablemos de los fantasmas, los ruidos, las tinieblas, el sonido del propio corazón y las recomendaciones de la conciencia, que siempre salía a relucir a destiempo, con evidente retraso (Nota 1) sobre el horario previsto. No puedo dejar de contar en esta memoria lo que sucedió una mañana de invierno en que Don Honorato, por causas que ahora no son del caso relatar, castigó a Gustavito en la carbonera. Gustavito bajó llorando, pero bajó. Don Honorato cerró desde afuera con llave la carbonera, subió al momento y continuó su clase como si nada hubiera acaecido. Todos nos condolíamos pensando en el sufrimiento de nuestro compañero de fatigas. Debido a la tristeza general de pensar en Gustavito, el carbón y las ratas, la clase continuó en un silencio sepulcral. Sin embargo, algo sucedió que cambió el curso de los acontecimientos. De pronto, entró en el aula el director, seguido de Don Sergio, el Inspector, que se presentó sin previo aviso, como casi siempre. Don Honorato, con el fin de evitar incidentes desagradables y tener que dar excesivas explicaciones, se escabulló un momento para rescatar a Gustavito de su encierro en la carbonera, y restablecer correctamente la asistencia a clase de aquel día. En verdad que no se sabe muy bien lo que pasó a partir de esos instantes, pues se dieron multitud de versiones y una gran variedad de coscorrones para esclarecer posteriormente los hechos. Voy a intentar ser fiel a la cantidad de rumores, que no necesariamente a la realidad, filtrados por todas partes. Parece ser que Gustavito no aceptó con agrado el quedarse en la carbonera e intentó la salida por todos los medios a su alcance, lográndolo tras muchos esfuerzos. La salida parece ser que la realizó por la trampilla por la que se echaba el carbón desde el exterior. La salida de Gustavito se dio, coincidiendo en el mismo momento y tiempo en que Don Honorato entraba por la puerta a buscarle. Es decir. Gustavito salía por el techo mientras Don Honorato entraba por la puerta (Nota 2). Siguen las habladurías: mientras Don Honorato entraba y Gustavito salía, alguien cerraba la puerta de la carbonera con llave y dejaba a Don Honorato adentro. Se plantearon posteriormente multitud de interrogantes: ¿fue Gustavito el que cerró la puerta?. Difícil pero no imposible, querido Watson.
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Siguen los chismes: alguien dijo que vio merodear por allí al profesor de gimnasia, al conserje, a tres de quinto, a Jack el Destripador, al mayordomo, etc., etc. Todos fueron declarados sospechosos. Y si de una novela de Agatha Crhistie se tratara, hubiera habido razonamientos, investigaciones y deducciones hasta dar con el autor del delito. La realidad: Don Honorato apareció a la hora y media exacta, cuando tras mucho buscar lo sacaron de la carbonera el director y el mismísimo Don Sergio, el Inspector. Lo encontraron encarbonado como el rey Baltasar, y tiznado como cualquiera que en la historia de la humanidad hubiera pasado hora y media en una carbonera. La diferencia notable, y que hasta el Señor Inspector pudo constatar, entre la actitud de Don Honorato y la de Gustavito, es que éste no dejó de estar en su puesto en el momento oportuno (nadie sabe cómo entró al aula). Lo cierto es que cuando el Inspector preguntó al grupo en general sobre los paquidermos, Gustavito levantó la mano, y contestó sin vacilar y con todo respeto, que eran grandes, grises, mamíferos y con trompa, lo que le valió un parabién, una mención especial como modelo de la clase, y el presenciar al lado del Inspector, Don Sergio, en lugar preferente, la salida de Don Honorato de la carbonera. Notas (1) ¡Qué raro lo de la conciencia!. Aunque te decían que era aquello que teníamos dentro, aquello que nos recomendaba lo que debíamos hacer y rechazaba lo que no era conveniente, la verdad es que siempre llegaba a advertirnos de lo malo cuando no había más remedio, cuando el mal estaba hecho, cuando ya nos habíamos roto el fémur, o cuando estábamos castigados sin jugar al fútbol el domingo. Entonces, en pleno castigo o mal irreparable es cuando reflexionábamos pensando que nada de eso hubiera ocurrido si hubiéramos hecho caso a la conciencia. Pero ¿quién la oyó a tiempo?. Yo no, desde luego. (N. del A.) (2) Perdone el lector la prolijidad de detalles de la salida de Gustavito. Es como en las novelas de misterio, en las que cualquier matiz, gesto o movimiento de ojos es imprescindible para dar posteriormente con el asesino. Aunque en esta historia no hay asesinos, el misterio no por eso deja de ser mayor y digno de tener en cuenta. (N. del A.)
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ojo por ojo
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uando las cosas se ponían muy negras en clase, o lo que es lo mismo, se ponían muy negras para Don Honorato, el mismo Don Honorato, nos ponía sobre aviso. Lo hacía de favor y con su amabilidad característica, eso sí. «Si seguís con este comportamiento», decía, «ya veréis el día del examen, ya». Nosotros le agradecíamos esta y otras deferencias y magnanimidades haciéndole caso y no tirándonos por tres o cuatro minutos los aviones de papel ni jugando a los barquitos.
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La verdad es que sin los exámenes no sabemos que hubiera hecho Don Honorato para que nos mantuviéramos en el aula como Dios manda y para que además aprendiéramos alguna cosa. Don Honorato era el rey de los exámenes. Los ponía por la mañana y por la tarde. Los había trimestrales, mensuales, semanales, diarios y hasta cada hora, minuto y segundo. A veces avisaba anticipadamente. Con ese sistema lograba que pasáramos una o dos noches con los nervios puestos a flote. Otras veces los ponía de improviso, repentinos, como los atracos a los bancos, y nos pillaba en cueros, como quién dice. Así íbamos aprendiendo a salto de examen cosas tan importantes para nuestro futuro como lo de que el Popocatépetl tiene cinco mil cuatrocientos cincuenta y dos metros de altura, que Roma venció a Filipo de Macedonia en Cinocéfalos en el año ciento noventa y siete antes de Jesucristo y que el primer libro de los Vedas consta de mil veintiocho himnos. Ni uno más ni uno menos. Los días de examen Don Honorato manifestaba su verdadera personalidad creativa. Llegaba con el mejor traje, corbata de luto a ser posible, poniendo en práctica todos sus recursos y estrategias, «más sabe el diablo por viejo que por diablo», decía. Para que no nos copiáramos ni una sola coma, nos plantaba al tresbolillo como si fuésemos olivos, nos numeraba, nos alfabetizaba poniéndonos letras de la A a la Z, nos desalfabetizaba salteando las letras, separaba a Maripili de Pepillo y colocaba a Agustín lo más lejos posible de Rosarito, marcaba las hojas de examen con tintas de colores, o las firmaba una a una o hacía gala de sus conocimientos de química escribiendo, donde nadie podía descubrirlo, con tintas invisibles o con jugo de limón. Era de admirar que Don Honorato generara
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en esos días tal cantidad de ideas y pusiera en practica todos los conocimientos y habilidades que normalmente no desarrollaba en clase. El gran interés de Don Honorato porque no se le copiara «a mi no me copia nadie»5, se veía recompensado por nosotros con la aplicación de todo un eficaz operativo encaminado a copiar lo más posible pero, eso sí, sin que Don Honorato se enterara par no infringir la más leve herida a su amor propio. Lo cortés no quita lo valiente. El día anterior al examen se pasaba revista a los preparativos, se organizaban los comandos, se confeccionaban las máquinas de guerra, los espejos, las cuerdas, y las chuletas, se acordaban los códigos secretos, los guiños, golpes, toses o codazos, y se sobornaba al espía, Rodríguez, de séptimo B, que era quien nos pasaba la información en caso de que los examinara a ellos una hora antes. Cada uno, según Dios le daba a entender, se pertrechaba para la batalla: la lista de los reyes godos en el bolsillo de la derecha, lo de Aníbal y los elefantes en el de la izquierda, y lo de Fernando Séptimo y lo de que «vayamos francamente y yo el primero por la senda constitucional» en el calcetín de la derecha. Ricardito se equivocó de bolsillo en una ocasión, se lió de examen y de bolsillo, y colocó lo de Tokio, Osaka, Kioto, Kobe que eran ciudades del Japón como si fuera la lista de los reyes godos. O lo que le pasó a Gutiérrez, que no sabía demasiado sobre los insectívoros y puso, por mirar por encima del hombro de Rosarito, y confiar en la sabiduría de la susodicha, que eran unos hombres primitivos coetáneos de los dinosaurios. Doña Purita en aquella ocasión les facilitó un cero a cada uno por copiar tamaña barbaridad, «y no por copiar simplemente».
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O lo que le pasó a Mariloli por hacer caso a Manolín al intentar descubrir el tema del examen con un periscopio que había hecho el ya nombrado Gutiérrez, que era un manitas. Manolín convenció a Mariloli de que fuera hasta la mesa de Don Honorato, utilizara el periscopio, y así toda la clase se enteraría con facilidad del contenido de la prueba que todos iban a sufrir dentro de un rato. El aliciente del riesgo y de la utilización de técnicas modernas, la emoción del momento, la inconsciencia de la juventud y el empujón que le dio Gustavito, llevaron a Mariloli hasta la mesa del maestro. Allí preparó el artefacto, siguiendo indicaciones de los de atrás, de los técnicos, de los que veían los toros desde la barrera. Cuando todo estuvo a punto, y mientras don Honorato hablaba sobre los equinodermos, Mariloli puso su ojo en la lente inferior del periscopio casero. Y se llevó el susto de su vida, ya que en vez de ver lo que quería, vio lo que no quería ver. En vez de encontrar lo que buscaba, es decir, los originales del examen, su ojo tropezó con otro ojo reflejado en el espejo: el ojo de Don Honorato. El maestro aplicó allí mismo a la alumna la ley del Talión, la del ojo por ojo, colocándole un cero sin esperar a que la misma Mariloli se lo ganara con su propio esfuerzo, a pulso, por lo que hubiera puesto o dejado de poner en el examen.
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La sartén por el mango Esparta, o el valor de Manolín
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n los años en que nuestra edad y condición nos obligó a estar entre escuelas, colegios, institutos y universidades, nuestros maestros, profesores, mentores, tutores y catedráticos poseían todos ellos una cualidad común: la de tenernos en la palma de la mano; la de dominar, a veces con una simple mirada, y otras veces con dos o con tres, todo tipo de situación que se generara en el aula, por trágica o embarazosa que a primera vista pudiera parecer.
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En eso eran maestros de verdad. No se les escapaba una. Dirigían las bandas y cohortes de irresponsables con una técnica y un estilo que para sí lo hubieran querido los altos ejecutivos de la falange macedónica. En lo demás, nuestros profesores eran muy dispares, ya que los había altos y bajos, varones y hembras, con bigote y sin bigote. Era lo que posteriormente se ha dado en llamar, la unidad en la diversidad, ya que si distinguíamos a nuestros maestros por el sexo, el color del pelo, el bisoñé, el puntero o la falda pantalón, nos era imposible diferenciarlos por su éxito en el manejo de las masas, que en todos los casos era el mismo: el logro de una absoluta y radical disciplina dentro de las paredes del aula. Don Honorato, a pesar de la diferencia sustancial que tenía con Doña Purita, que era en primer lugar su carácter masculino, su calvicie, y sobre todo su puntero, su maldito puntero, no dejaba pasar ni una sola maniobra que supusiera un deterioro en la disciplina o que dejara lugar a dudas de «quién era quién» en el aula. El recuerdo de Don Honorato siempre estará ligado, como si de algún santo obispo se tratara, al báculo dispuesto a ser depositado con mayor o menor fuerza en las posaderas del malandrín que quisiera saltarse a la torera las normas de la clase. A Doña Purita, sin embargo, le fascinaba darnos libertad, «que no libertinaje», durante el curso, para caer de una sola vez sobre nosotros el día del examen. «Ese día me toca a mí», decía, «y ya veréis, ya veréis», continuaba, «que más vale llegar a tiempo que rondar un año». Y es que cada uno de nuestros profesores tenía sus tácticas, y Doña Purita, aunque no usaba el puntero como Don Honorato, tenía sus propias armas de ataque y de disuasión, y las utilizaba con profusión a pesar de sus aires liberales y de que «en mi clase quiero personas responsables, que se formen en la propia y personal disciplina, en la participación y el orden». Cuando tenía algún problema con Gutiérrez, o con Felipe, o con Rosarito, después de apelar sin resultado a lo de la responsabilidad personal y a que «con disciplina en el futuro os convertiréis en adultos de provecho», por un quítame allí esas pajas llamaba al padre, a la madre o a la abuela de los susodichos, y allí mismo, delante de la clase en formación les endilgaba una perorata de mucho cuidado. «Que si no os comportáis como adultos os tengo que tratar como a críos», o «que a mi no me gusta castigar y por eso intento que sean las familias al completo las que colaboren en vuestra educación y buenos modos».
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Y con esto, Doña Purita derivaba el problema de la escuela a la casa paterna, con lo que mataba un sinfín de pájaros de un tiro, ya que al mismo tiempo que solucionaba el problema disciplinario, la falta no quedaba sin sanción, incluso cruenta a veces, «y yo me lavo las manos», y al mismo tiempo cumplía con uno de los objetivos más importantes de una escuela de actualidad, que es que la participación de la familia se convirtiera en una realidad en la educación. Voy a referir lo que le pasó con Manolín, por poner un ejemplo. Manolín se moría de miedo cuando le llamaban para dar la lección. Era como una enfermedad. Temblaba, tosía, y algunas veces hasta se escondía debajo del pupitre. Doña Purita le azuzaba apelando en lo posible a su masculinidad. Un día, por razón de Manolín y sus terrores nos contó la historia de los espartanos. Esparta, nos relató Doña Purita, era un Estado que se caracterizaba por el valor de sus gentes. La probada valentía de sus ejércitos era conocida y temida en toda Grecia. Un día, un joven y aguerrido espartano encontró, buscando en el bosque, una ardilla. La cuidaba cariñosamente en el momento en el que los clarines de su batallón lo llamaron para entrar en formación. El espartano, ni corto ni perezoso, para no abandonar a su ardilla, y al mismo tiempo para no incumplir las órdenes, se metió a la ardilla dentro de su faldellín, y entró en formación como si nada sucediera. Aquí fue donde Doña Purita se emocionó al continuar su relato. Porque el espartano, por no perder su compostura militar, aguantó durante horas una situación casi imposible. La ardilla, que no se encontraba a gusto, comenzó a revolverse, inquieta. El joven no movió ni un músculo a pesar de las cosquillas. Más tarde, la ardilla, fastidiada viva, empezó a morder, y el espartano, como si tal cosa, ni moverse. Y la ardilla, roía y roía. Y el espartano ni quejarse. Cuando el soldado, ¡oh virtud espartana!, cayó al suelo sin decir ni pío, todos se dieron cuenta de que había muerto, pues la ardilla, le había comido las entrañas. «Así tenéis que ser todos, como el espartano de Esparta, aguantando lo que os echen, valientes, disciplinados y nada de quejumbrosos ni timoratos», terminó Doña Purita, mirando de reojillo a Manolín. La siguiente vez en que la maestra llamó a Manolín a dar la lección, Manolín lloró como una magdalena, y dijo que a él no le hubiera importado ser espartano ni que se lo comieran las ardillas. Que tampoco le daba miedo dar la lección sino los ceros de doña Purita, y sobre todo la cara
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de su padre, don Manuel, cuando le llevaba las notas. Y que aunque tocaran los clarines, la corneta y los timbales del circo de Nerón, y a pesar del valor de todos los espartanos del mundo, él no se movía de su sitio porque no se sabía la lección, y basta. Doña Purita se indignó y salió del aula. Al rato, volvió con el Director, dispuesta a poner orden en una situación que por primera vez se le iba de las manos. Sin embargo un pequeño detalle se le había escapado a Doña Purita. Si en la clase faltaba el valor espartano, no por ello se dejaban de tener otras virtudes clásicas, como por ejemplo la solidaridad ateniense. Un letrero de tamaño natural había escrito con tiza en el encerado: «Los espartanos además de valerosos eran gilipollas. ¡Manolín, estamos contigo!»
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La ley del silencio
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a Ley del Silencio, igual que en Sicilia la Omertá, era la que más se practicaba en nuestra escuela. No se podía hablar en clase, ni en el salón de actos, ni en filas, ni por los pasillos, ni siquiera en los retretes, con perdón. Y cuando no nos comportábamos a gusto de Don Honorato se nos negaba el habla incluso en el recreo. Nunca hubo mayor consenso entre todos los profesores de las escuelas en las que estuvimos, de los institutos que sufrimos y de las universidades que aguantamos que en la aplicación de la ley del silencio.
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Si a todo lo anterior le añadimos que en nuestras casa, cuando intentábamos meter baza en alguna conversación, invariablemente se nos ponía en lugar con aquello de «los niños a callar, los niños no se meten en las conversaciones de los mayores...», ni que decir tiene que nunca hablábamos, que no teníamos ocasión alguna de expresar sentimientos o deseos, ni de prepararnos para el difícil arte de la dialéctica ni para desenvolvernos con dignidad en un mundo en el que priman las comunicaciones. Los mayores solamente hablaban con nosotros para preguntarnos la lección: "¿Quién descubrió el planeta Plutón?», preguntó Don Honorato lleno de afición por la astronomía. O lo de Doña Purita: «Explíqueme usted, Maripili, sin dejarse una sola coma, ¿cómo se alimentan los moluscos?». O nuestros padres: «¿De dónde vienes a estas horas?», o bien: «¿qué es este cuatro en matemáticas?». Preguntas en su mayoría de difícil respuesta. Era imposible así el establecer conversación con nuestros mayores, a pesar de las ganas que teníamos de hablar con ellos de nuestros asuntos, y meternos en los suyos propios dándoles consejos sobre cómo se da una lección o se lleva una familia. Cuando en la clase se oía el más mínimo cuchicheo, Doña Purita rápidamente informaba: «¡silencio, primer aviso!». Si los cuchicheos continuaban: «¡silencio, segundo aviso!». Y si ya se acrecentaba el rumor, o se generalizaba excesivamente, sin más avisos: «¿Tienen ganas de hablar?,
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(nunca supimos porque cuando doña Purita se enfadaba nos trataba de usted), ¡pues hablarán!. A ver Gutiérrez, a la tarima, y enuméreme rápidamente, sin dilación, los principales monumentos con planta de cruz griega que denotan la influencia de Bizancio en la Península Ibérica». Así, sin anestesia, Gutiérrez sudaba, y con él toda la clase, sin poder recordar ni uno solo de aquellos condenados monumentos. Cuando en realidad practicábamos la omertá, y nadie quebrantaba la ley, era cuando nos querían hacer hablar a la fuerza. «¡Hoy no sale nadie de clase hasta que salga aquí delante quién ha escrito en al pizarra esa guarrería!». Y nadie salió, y pasaban los minutos y se acercaba la hora de salida y no aparecía el culpable. Fieles a la ley de la omertá, nadie hablaba. Don Honorato estaba más blanco que la pared, por una parte porque su autoridad quedaba en entredicho, y por otra, y sobre todo, porque la guarrería en cuestión, decía sobre poco más o menos: «Abajo Don Honorato y la madre que lo parió». Un espantoso, apabullante y clamoroso silencio se escuchaba en el ambiente, mientras todos sudábamos la gota gorda y seguía sin aparecer el autor del texto literario, que como tantos autores anónimos a través de los tiempos, no pudieron recibir el aplauso de generaciones posteriores. Y sonó el timbre de salida, y Don Honorato se acordó de Sicilia, de la omertá, de lo de Fuenteovejuna, de la merienda de bizcochos y chocola-
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te que le esperaba en casa, de su santa madre, y de la madre que trajo al mundo al que había escrito la frase en la pizarra. Don Honorato reflexionó es esos momentos de lo sólo que se encontraba, de la difícil y precaria situación de los maestros, de lo poco que social y económicamente se les cotizaba, y de que a pesar de las malas lenguas no eran, visto lo presente, demasiado largas sus vacaciones. Don Honorato se dio cuenta, en fin, de lo más importante: de que la constancia en imponer una disciplina y la paciencia en aplicarla sin desánimo, reciben al fin su recompensa. Tras años de exigir silencio constantemente y de realizar arduos esfuerzos y trabajos para lograrlo, había conseguido, ¡al fin!, el más riguroso de los silencios. Todo un éxito.
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Los cuentos de doña Purita
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omo ya se ha visto y leído en otros recuerdos anteriores, Doña Purita fue durante muchos años profesora de Literatura. Sus clases se pasaban en un santiamén, pues nos contaba infinidad de cuentos y de historias entresacadas sabiamente de los argumentos de las distintas obras que los autores, escritores, poetas, dramaturgos y literatos de todas las épocas, «siempre que estuviesen en el programa», habían escrito para nosotros. Lo de «para nosotros» era un decir, pues nosotros, lo que se dice nosotros, los de la clase, nunca habíamos leído ni una sola línea escrita realmente para la posteridad por autor, escritor, poeta, dramaturgo o literato alguno.
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Me explico: Lo normal era que, o bien leyéramos resúmenes para niños, o que doña Purita nos contara, eso sí, con todo su lírico entusiasmo, el argumento de las novelas, poesías, cartas o narraciones que los antedichos autores, escritores, poetas, dramaturgos y literatos habían escrito. Los autores siempre piensan con ingenuidad digna de todo elogio que escriben para el público en general y que les lee todo el mundo, cuando verdaderamente quien les lee son solamente los miles de doñas puritas que pululan por el planeta. Resumiendo: que si en algún caso nos permitían leer algo, siempre era en diferido, o censurado, o resumido, o a través de intermediarios, como ya se relata en otras circunstancias de esta memoria. Ni que decir tiene que probablemente doña Purita tampoco había leído la mayor parte de las obras literarias, cartas, novelas, dramas o narraciones que nos contaba, sino que sacaba previamente sus resúmenes de algún tratado de literatura, que a su vez era el compendio de la obra crítica completa de algún sesudo, documentado y voluminoso estudio realizado por sabios expertos, y que a su vez eran producto de sus muy personales interpretaciones sobre los autores, escritores, dramaturgos, poetas o literatos, que, ingenuos ellos, hijos de su época, pensaban que escribían para que les leyera la gente normal. Lo que doña Purita nos contaba, en suma, traspuesta de lirismo, sobre Virgilio, Demóstenes, Julio César, Pérez Galdós, o sobre la vida de Santa Oria Virgen, de Gonzalo de Berceo, no era más que el resumen de un escueto extracto que un experto en Literatura sintetizó interpretando, a su modo y manera, lo que los escritores, poetas, etcétera, habían escrito. Doña Purita razonaba, intentando convencernos, de que si leíamos todo lo que escribían los literatos, no acabaríamos el programa, y además, y por si fuera poco, «esos señores», siempre escribían para mayores. A nuestra edad ya teníamos bastante con estudiar lo fundamental, y con aprender la gran cantidad de cosas que estaban en el libro de texto, letra pequeña y bastardilla incluidas. Por poner ejemplos, que nunca está de más, nos aprendimos de memorieta que don Ramón de Campoamor había nacido en Navia, Asturias, en 1817, y que Fray Benito Jerónimo Feijoo era natural de Casdemiro, en Orense, y que los grandes libros de la literatura hindú antigua fueron los Vedas, los Puranas y las Grandes Epopeyas, aunque nunca supimos de qué epopeyas se trataba, ni si el libro de los Vedas se llamaba así porque
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estaba vedado a los menores. Tampoco leímos el Libro de Alexandre porque promovía la superstición, ni las Obras del Arcipreste de Hita porque eran licenciosas, ni al Lazarillo de Tormes por Pícaro, ni a Quevedo por cínico y amoral, ni el Don Juan Tenorio por verde. En todo el curso, leímos tres capítulos de Don Quijote de la Mancha, en edición especial para niños y un folleto ilustrado que nos contaba las aventuras del Mío Cid. Las demás historias, poesías, narraciones, cuentos, incluyendo el de la Bella Durmiente del Bosque, y leyendas, incluidas las de Gustavo Adolfo Bécquer, nos las contaba la propia doña Purita, que además de ponerle el énfasis requerido para cada ocasión, se consideraba a sí misma mucho más de fiar que todos los escritores de la literatura castellana y universal juntos. Un día, Doña Purita, a la que se le había solicitado en reiteradas ocasiones que nos leyera un libro de verdad, se trajo de la biblioteca uno de nuestros clásicos más insignes: El Quijote. Ha pasado tanto tiempo que no recuerdo muy bien cuál fue el pasaje que desencadenó la tormenta. Pudo ser cualquiera. Doña Purita leyó y leyó. En cierto momento, en que la atención iba decayendo debido al calor, a la monótona voz de la maestra, y a la desgana general por aquella clase en particular, sucedió algo que cambió los acontecimientos de la jornada. De pronto, en fracciones de segundo, la intuición colectiva del grupo detectó que algo ocurría, ya que doña Purita detuvo imperceptiblemente su lectura. Todos miramos y aguzamos los sentidos, intentando interpretar el trasfondo de aquel silencio. Cuando descubrimos que además de callarse, doña Purita se ponía roja como un tomate, más tarde pálida como un pepino, y luego verde como una lechuga, la atención del grupo había subido cien enteros. Cuando Doña Purita, tras mirar por encima de los anteojos para ver si nos habíamos dado cuenta, y ver que nadie, en apariencia, atendía lo más mínimo, quedó tranquila, cerró el libro, y tras un suspiro, aclaró que la lectura se continuaría en la clase siguiente. Sin embargo la atención no había decaído sino todo lo contrario. Se formó inmediatamente la comisión de expertos, integrada por Pepillo, Agustín y Rosarito. En la primera ocasión partieron para la Biblioteca y se trajeron el libro en cuestión. Se buscó el capítulo, se leyó íntegramente hasta encontrar el párrafo y más tarde, el lugar en el que se produjo el corte
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de Doña Purita: Ahí estaba la madre del cordero, el misterio, la incógnita y el arcano. Hubo que buscar en el diccionario, hasta encontrar el verdadero significado de aquella palabra ancestral que un castellano en constante evolución no había permitido llegar hasta nosotros. Aquella tarde, toda la clase tenía unos conocimientos más profundos no solamente del idioma, sino también de los desvelos de Doña Purita por salvaguardar la pureza, no ya del lenguaje, sino de la moral y las buenas costumbres. No obstante, al día siguiente, quedó patente, con claridad meridiana, la síntesis que el grupo de expertos había realizado sobre el asunto. Cuando llegó Doña Purita a clase, algún estudioso del Castellano del Siglo de Oro, seguramente sin afán de molestar, probablemente para recordar a doña Purita el párrafo en el que se había quedado el día anterior había escrito con mayúsculas y ocupando toda la pizarra la frase siguiente: «Díjole don Quijote a Sancho: ¡Hijos de mala putaña aquellos que...!» (Nota 1) Notas (1) Leonard Boucholais de Ratisbona (1919-...), en su obra «Análisis estructural comparado de las ideas literarias del Siglo XXI con las de Otros Siglos.», Ediciones Esquizo, Tokio, 1937, afirma en la página 4.337 del tomo quinto de la obra citada que ha podido comprobar que esta frase, por lo menos tal y como fue transcrita en la pizarra, y que el autor coloca en El Quijote, no se encuentra en dicho libro, en ninguna de sus dos partes, aunque sí algunas muy parecidas. Esto no quiere decir que el término empleado no fuera utilizado en aquella época, y que no esté referido varias veces en la obra de Cervantes y en las de sus coetáneos. Recordemos que estas memorias son recuerdos de infancia del autor, y como tal han sido escritos. (Nota del séptimo copista).
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La tortuga de Zenón o la filosofía del futbolín
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egún decía Don Honorato, filosofía significa «amar la sabiduría». Según el mismo Don Honorato ninguno de nosotros amaba la sabiduría, ya que no nos interesaba aprender nada, «que sois unos ladrillos, mas burros que un arado, y lo único que os importa es andar por ahí todo el día sin hacer nada y jugando al futbolín». Así, de esta manera Don Honorato nos impulsaba cada vez más a jugar al futbolín y menos hacia la filosofía, que en realidad nos importaba muy poco o nada. Entre todos, al único que parecía, así por encima, que le interesara la filosofía era a Don Honorato. Aunque no supiera jugar al futbolín.
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Amar la sabiduría era para nosotros muy difícil, en primer lugar porque querer a los sabios nunca ha estado bien visto y porque de por sí, los sabios siempre han resultado bastante ridículos a la gente normal. Hubo un sabio, Arquímedes, que en cierta ocasión salió de su casa, en cueros por más señas, gritando a todo gritar por su pueblo lo de «Eureka, eureka», que en griego quería decir «lo encontré, lo encontré», es decir que encontró algo importante que llevaba mucho tiempo buscando. Otro sabio, Newton, después de ver año tras año a las manzanas del huerto de su madre caerse de los árboles, descubrió, y esto también se caía por su peso, lo de la gravitación universal, y enunció las famosas leyes que fueron la tortura de todos nosotros siglos después. Da que pensar (da que filosofar, para ir más a tono con esta historia), que muchos de los hechos que con mayor fuerza han influido en la humanidad siempre han estado protagonizados por manzanas. Aparte de los descubrimientos de Newton está lo de Adán y Eva, o lo de la manzana de la discordia, que hizo que se armara la de Troya. Porque Don Honorato decía también que filosofar era pensar, y para animarnos nos explicaba que si todo el tiempo que dedicábamos a filosofar trastadas y locuras lo empleáramos en filosofar cosas importantes, como por ejemplo en manzanas o cosas así, el día de mañana podríamos llegar incluso a sabios. Así, poco a poco, nos iba descifrando Don Honorato la filosofía, y de vez en cuando nos intercalaba algunas historias, para nuestro entretenimiento.
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Un día nos contó lo de la tortuga de Zenón. Zenón era un sabio de la antigüedad, muy simpático por cierto, que en vez de pensar como otros sabios sobre manzanas, pensaba sobre tortugas. La tortuga sobre la que filosofaba Zenón era de una rapidez increíble, que cuando entraba en competición, ganaba a correr a cualquiera, incluso a Aquiles, el de los pies ligeros. Zenón, que había nacido en Elea y que por eso le llamaban Zenón de Elea, había convencido a Don Honorato de que su tortuga podía competir en una carrera contra alguien tan rápido como Aquiles. Lo increíble del caso, es que la tortuga, ganaba al mismísimo Aquiles. Don Honorato intentaba hacérnoslo creer de la siguiente forma: Aquiles pensaba, o Zenón pensaba que Aquiles pensaba, que si Aquiles hacía la mitad del recorrido y luego hacía la mitad de la mitad, y más tarde la mitad de la mitad otra vez, y así hasta el infinito, el de los pies ligeros no podría llegar nunca al final y la tortuga, que iba a su propio tran tran, sin pensar en mitades, debía ganar a Aquiles con toda seguridad. Todo esto se lo creía Don Honorato a pies juntillas e intentaba que nosotros no solamente lo entendiéramos sino que además lo creyéramos. Como la historia no nos quedó demasiado evidente, decidimos comprobar si era cierta practicándola durante el recreo. Queríamos verificar si ejercitada así a lo vivo, daba como resultado lo de la mitad de la mitad, y por descontado, intentábamos llegar a la conclusión de que la filosofía era algo creíble y que merecía la pena ser tenida en cuenta. Se cruzaron apuestas como casi siempre. Convencimos en primer lugar
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a Sofía, la más gordita de la clase, de que podía y debía, según la filosofía, ganar en una carrera a Agustín, que era el siempre el primero en todas las competiciones. La carrera se organizó en el patio del colegio. Se estableció la línea de salida y la meta, a cien metros lisos, aunque algunos, Maripili entre otros querían una de vallas. Se nombraron los jueces y se organizó la carrera. A los gritos de «¡Tor-tu-ga!, ¡tor-tu-ga!» y de «¡A-qui-les!, ¡A-qui-les!». empezó la competición. Agustín intentó hacer por mitades el recorrido mientras se le ponían toda suerte de dificultades. Maripili se le aferró a la pierna izquierda mientras le hacían zancadillas, le daban codazos en toda su anatomía y le comían la moral diciéndole que no era capaz de filosofar en lo más mínimo y de que no llegaría nunca a sabio. A Sofía, sin embargo, la ayudaron, le dieron ánimos todo el trayecto, mientras Pepillo y Manolín la empujaban sudando la gota gorda. Ni por esas ganó la filosofía. No hubo manera. La carrera la ganó Agustín el de los pies ligeros, echando por tierra toda nuestra buena voluntad, el encomiable afán de investigación empírica, y sobre todo, la poca confianza que teníamos en la filosofía. Sofía lloraba y afirmaba que «se lo diré a mi padre que es de Hacienda», y fue a contárselo a Don Honorato, cometiendo el infundio de que lo habíamos hecho porque no creíamos en la filosofía de Zenón. Don Honorato nos pronosticó que nunca llegaríamos a ser hombres («ni mujeres», que dijo Rosarito), de provecho. La clase entera sacó la conclusión, después de aquella experiencia filosófica y de haber copiado quinientas veces «Soy un amante del saber, soy un amante del saber», que la filosofía era muy difícil de creer y menos de practicar, y que por lo tanto, como no podíamos ser hombres de provecho («ni mujeres», que volvió a repetir Rosarito), seguiríamos jugando al futbolín, que por lo menos lo entendíamos mejor que la filosofía.
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Las cinco en punto de la tarde
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a en alguna ocasión he reflejado que la literatura en general y la obra literaria de autor en particular, tanto en las Enseñanzas Medias como en las enteras, se suele entregar por dosis, igual que los medicamentos en las farmacias, los preparados alimentarios en los supermercados y los pesticidas en el campo. En casi todos los casos, una obra literaria se transmite normalmente por medio de intermediarios, ya sea a través de la narración de nuestros profesores, o por traducciones, adaptaciones o resúmenes.
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Lo normal es que fuera la misma Doña Purita, o el director, o Don Honorato, o la Señorita Engracia, quienes nos referían compendios o sinopsis de la poesía, de la novela, del drama o de la epopeya correspondiente. La literatura la veíamos de lejos, enjaulada o en vitrina. Más o menos como si los libros fueran especies raras de aves en peligro de extinción, felinos carnívoros de dificultosa procreación en cautiverio o peligrosísimas serpientes de cascabel cuyo veneno es de utilidad química o farmacéutica, por emplear términos de parque zoológico moderno. Solamente una vez, tuvimos la ocasión de conectar personalmente con la literatura a lo vivo. Fue cuando llegó al colegio un rapsoda. Un rapsoda es, para entendernos, algo así como un juglar de la edad media pero sin calzas verdes, ni jubón, ni mandolina. Además según la experiencia relatada aquí, van sin escalera de cuerda y actúan en escenario, sin red ni cristal antibalas, lo que puede ser peligrosísimo para ellos, como se verá más tarde. El rapsoda que nos ocupa llegó al colegio una calurosa tarde de mayo, y convenció al director de que resultaba imprescindible tanto para profesores como para alumnos oír poesía declamada como se debe. El director, aunque no se caracterizaba por su amor a la poesía, a diferencia de doña Purita por ejemplo, vio los cielos abiertos y la oportunidad de, por una tarde, tenernos tranquilos a nosotros y a los maestros. En otra ocasión el que ocupó la tarde había sido un malabarista chino de Guadalajara y anteriormente, si mal no recuerdo, un transmisor de pensamiento que antes susurraba al oído de cada transmitido lo que debía transmitir. El director, de mayo en adelante, hasta que se acababan las clases, intentaba sorprendernos cada día con algo interesante. Así que, en esta ocasión, después del recreo de la tarde, reunió al colegio en pleno en el salón de actos con la mejor disposición por parte del personal para disfrutar del rapsoda. La expectación era inmensa porque no sabíamos qué era un rapsoda ni para qué servía. El director explicó que un rapsoda, como su nombre indica era una persona amante de la cultura y de las letras, que se sabe miles de poesías y que las declama para que las generaciones no pierdan el sentido tradicional de la métrica y del teatro. También nos dijo que era una suerte para nosotros tener la ocasión de disfrutar de un rapsoda de verdad y que estaba seguro de que nos iba a emocionar. De paso, así como
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de refilón dejó caer que «al que mueva un músculo o se le sorprenda con la más leve sensación de mofa, befa o escarnio pasará el fin de sus días estudiando poesía hindú en territorio amazónico». Se abrió el telón y apareció el rapsoda. Entre bambalinas y sobre el fondo verde del escenario. El rapsoda vestía chaqueta a rayas azules, pantalón gris, pajarita a lunares rojos, y era flaco y con bigotito. Un cromo. ¡Para qué decir!. Los comentarios y cuchicheos no se hicieron esperar: «¿Y eso es un rapsoda? ¡menudo timo!», o aquello de «¡... y qué pajarita lleva el cursi!, ¡un rapsoda de verdad!». La imaginación calenturienta de Rosarito había representado para sí como rapsoda a un joven y apuesto declamador de película, tipo Don Juan Tenorio en el diván, con sombrero de ala ancha y pluma carmesí hasta el techo. «¡Un rapsoda sin plumas es como un jardín sin flores, vaya con el rapsoda!», dijo en alta voz, como siempre. El rapsoda comenzó su función. Se presentó, hizo una solemne reverencia, y explicó que iba a realizar un programa de gran interés. La primera poesía, «con el fin de hacer un homenaje a la literatura castellana antigua», fue un romance, o mejor, una selección del romance Los siete infantes de Lara. Aunque penamos lo indecible al escuchar los amores de toda la familia de los Siete Infantes, el casamiento de Doña Lambra, las muertes, insultos y denuestos del clan familiar, y las victorias y derrotas de los cristianos, lo que más nos hizo padecer fue el sufrimiento del mismo rapsoda, que ora se tiraba por el suelo de dolor cuando los Infantes yacían, ora saltaba y gritaba cuando Doña Lambra se enojaba, ora se ponía rojo de ira cuando los hijos irritaban a su madre, ora lloraba cuando los vástagos besaban las manos a Doña Sancha. En fin: un delirio. Al principio, las masas reunidas en el Salón de Actos, por aquello de que nunca nos habíamos visto en semejante situación, y por la curiosidad, aguantamos expectantes los ataques de los moros, las victorias de los cristianos, la traición de Don Ruy Velázquez cuando vendió a sus sobrinos y finalmente la desgraciada y triste muerte de los citados. Sin embargo, el espectáculo fue degenerando. Cada vez eran más los insurrectos que, imitando al rapsoda, levantaban sus manos en actitud declamatoria o se tiraban por el suelo, yaciendo cual los Siete Infantes. Cuando llegó la escena final en que Mudarra González venga a los Siete In-
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fantes, antes de que el rapsoda tuviera tiempo de reaccionar, decenas de puñales, espadas y cimitarras imaginarias, habían hecho su aparición, y el salón de actos se había convertido en los mismísimos campos de Val de Arabiana, donde se desarrollaron los hechos, con decenas de vengadores, decenas de vengados, decenas de traidores, todos peleando, todos por el suelo, en verdadera batalla campal. Mientras el telón se cerraba para evitar mayores males, y el Director hacía su aparición en el proscenio, siguió la lucha. Gradualmente se fue aclarando el ambiente. Es decir, el director logró poner orden en las filas de los contendientes, expresándose de manera contundente en relación a la pérdida de todos nuestros recreos, juegos, salidas hasta final de curso y la bajada automática de todas nuestras notas en comportamiento y en geografía, por poner un caso. Por fin un gran silencio reinó en el salón de actos. No obstante tuvimos que prometer al unísono que nadie, en la segunda parte, interrumpiría al rapsoda, «un hombre tan culto, y que de tan espléndida manera sabe moverse en el escenario», que dijo el director. Al abrirse el telón por segunda vez, y salir el rapsoda, no se movía un alma. Cuando declamó lo de «porque son niña tus ojos verdes como el mar...», de Bécquer, señalando a cada verde las cortinas amarillo limón del escenario, sin oírse más que el palpitar del corazón de Doña Purita, el director comenzó a tranquilizarse. Cuando el rapsoda se puso patriótico con la elegía heroica «¡Oigo patria, tu aflicción, y escucho...», y el rapsoda desfilaba marcialmente por el
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escenario acompañado solamente por el retumbar de los tambores esta vez producidos por el corazón de Don Honorato, el director no viendo movimientos peligrosos de masas, se calmó del todo y comenzó a disfrutar de la función, serenándose pensando en la mañana de pesca que iba a pasarse el domingo. El final de le representación lo iba a dedicar, dijo el rapsoda, a Federico, el gran Federico García Lorca, poeta de poetas. Lorca fue ya el acabóse. El rapsoda, confiado ya en sí mismo, se desmelenó como si dijéramos y recitaba, declamaba y se movía, volaba moviendo sus brazos con «..Quise llegar a donde llegaron los buenos...», galopaba por el escenario con «... Pasan caballos negros y gente siniestra...», bailaba sevillanas con «La Carmen está bailando por las calles de Sevilla...». Unas veces ponía los ojos en blanco, otras la faz cadavérica, o hacía flexiones de rodillas y de tronco, como en clase de gimnasia, o se sacaba el pañuelo para enjugar sus lágrimas, cuando aquello de «las cinco en punto de la tarde», en que lloró por Ignacio Sánchez Mejías. Fue aquí donde todo comenzó de nuevo. Tal vez porque Rosarito se levantó a aplaudir emocionada igual que el rapsoda cuando llegó lo de «... Huesos y flautas suenan en su oído, a las cinco de la tarde...». «¡Chist!», le dijo el director, «que el rapsoda está en trance». El trance fue el que siguió a continuación, porque el rapsoda continuaba a las cinco en punto de la tarde, cambiando de lugar en el escenario, ora aquí, ora allá, pero siempre a las cinco en punto, o se tiraba por el sue-
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lo, o movía el capote, o cambiaba de registro su voz, o saltaba y corría de bambalina a foro, y de foro a proscenio. Todo un espectáculo. Todo fue aún así bastante bien hasta que al rapsoda le golpeó en su nariz el primer zapato, mientras alguien gritaba: «¡Deja ya lo de las cinco, que son las siete y nos tenemos que ir a casa!». Fue el colmo. La gota que colmó el vaso. Se sucedieron las chiflas, rechuflas y pataleos de los alumnos mientras los gritos de los maestros y las amenazas del director intentaban reconducir el acto. El rapsoda, acostumbrado por lo visto a estas situaciones, al principio no perdió la compostura. Se atusó el bigotillo, echó mano a la garganta, hinchó los pulmones y levantó tanto la voz que lo de las cinco en punto de la tarde le salió como al gallo de San Pedro la Tercera vez en la pasión de Esparraguera, de tanto ensayar. Siguieron cayendo objetos sobre el escenario mientras el rapsoda, atónito por fin, quedó como un pajarito asomando la nariz y una mano detrás de una bambalina, como queriendo decir: «¡dejarme salir, que no os voy a hacer nada!» . Al día siguiente, en el intento de limpiar el escenario aparecieron allí un sin fin de bocadillos, más zapatos, incluido uno del director, la cartera de Gustavito, tres libros de literatura, los blocs de apuntes de todo el colegio, la pajarita a lunares del rapsoda, la boina del Sasa (Sasarramundi), y un sin fin de objetos entre los que destacó el paraguas de Don Honorato, que nadie sabe cómo llegó hasta el lugar de los hechos.
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unca ha existido escuela, colegio, institución educativa privada o pública, campamento, o albergue de niños o mayores, en el que la mayoría, o incluso todo el mundo, tuviera su apodo, mote, o sobrenombre. Al poseer nuestro colegio la característica especial de no poder ser menos que los demás todos, incluidos el conserje y el que vendía pipas en la puerta, tenían el suyo.
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El tipo de apodo tiene normalmente que ver, en mayor o menor grado, con las características personales, familiares, biológicas o culturales de cada cual. Ya fueran profesores o alumnos, o madres o padres, daba igual. Algunos sobrenombres vienen a cuento debido a la fisonomía personal del mentado, a su comportamiento constante o eventual, y sobre todo alguna anécdota o desliz que para su desgracia, y sin necesidad, hubiera tenido. Bastaba con que alguien nombrara a otro, profesor o alumno, de determinada manera, aunque fuera solamente una vez, fugazmente y a la calladita, para que al día siguiente, a veces a la media hora, todo el mundo llamara por su mote al susodicho. Hay quién lo de los apodos se lo toma a chufla, sin darle ninguna importancia: son los menos pero viven felices. Hay quien los sobrevive con paciencia y resignación fatalista y como no se le nota, gradualmente el problema tiende a desaparecer. Hay sin embargo quién no los soporta de ninguna de las maneras, y que se los toma como una verdadera afrenta personal. Estos últimos, en la mayoría de los casos, coleccionan motes a mansalva, y se puede dar el caso de que tengan uno por la mañana y otro por la tarde, e incluso uno antes del recreo y otro después del recreo. Existen apodos para todos los gustos. El clasificarlos es un problema bastante complicado, y no se si algún erudito habrá dedicado parte de sus horas de investigación a esta ciencia. Pobre de él. Lo compadezco. Así, y
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sin demasiado rigor científico no es difícil apreciar que existen diversidad de estilos, tipos y formas de sobrenombres. Están, por ejemplo, lo que podríamos llamar «motes de situación», que se basan generalmente en una anécdota graciosa o que ha dado fama al protagonista: Este es el caso de Gustavito, ya contado en otro lugar de este relato, que por escaparse de la carbonera, todavía no se sabe cómo ni por donde, todos le llamábamos con admiración Fugas. O lo que le pasó a la Señorita Engracia, en que un día de lluvia traicionera, dio un traspiés, y no se desnucó de milagro. Cuando se levantó del suelo, estaba llena de barro hasta las cejas, mojada como si hubiera cruzado a nado el paso de Calais, y con las rótulas en carne viva tal y como se le quedaban cuando subía de rodillas, por promesa, desde la plaza de su pueblo los seiscientos veintitrés escalones que llevaban a la ermita de Santa Engracia Bendita. Limpiándose un poco, así y como sin darle importancia, solamente logró decir, «¡Uy que caída más tonta! ¡Resbalé!». Desde aquel día se le llamó para siempre Resbalé. Entre los «apodos de fachada», o lo que es lo mismo, los que afectan a la fisonomía personal, había varios relativos a los apéndices capilares. La Pelos, o La Bigudíes, era Doña Purita. Aunque siempre iba peripuesta y bien, se la llamaba así por una sola vez que dicen que alguien la vio asomada al balcón de su casa regando los geranios, en bata y con los rulos puestos.
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Otro apodo de fachada capilar era Rampa de lanzamiento, Don Honorato, a pesar de que llevaba la calvicie con toda decencia y dignidad, salvo unos pelillos que por taparse un poco la brillantez de la calva se pasaba de un lado a otro, «de parietal a parietal», que decía Rosarito. El pelines era Ricardito, porque tenía el pelo no solamente cortado al cepillo, sino tieso como un puercoespín. De la misma categoría de apodos, aunque «de fachada exterior», estaba El Jeta, el director, porque tenía una cara muy grande. Al profe de gimnasia se le apodaba El Canica o El Naftalina, porque era pequeño, calvo y como una bolita. Pueden ustedes imaginárselo tranquilamente, y tal vez acordarse de él, pues se le conocía por dichos apodos en todo el contorno. También se pueden citar algunos ejemplos de sobrenombre «de muletilla» o «frase repetida directa», como el Puespués, tal y como se conocía al profesor de literatura de tercero; o el Demoque, «de frase repetida evolucionada», ya que del «de modo que», que decía Don Gregorio, pasó al demoque, al De Moco, y más tarde al Moqueta, y el Moquetus, que para eso era profesor de latín; o El Pelillos, que no tenía que ver con apéndices capilares sino más bien con «frase hecha repetida» (otra variedad), ya que decía miles de veces lo de «pelillos a la mar», viniera o no a cuento. ¿Y quien no tiene muletillas?. A Don Honorato se le contaban los «¿A que sí?», por centenas de millar, y se jugaba a pares o nones en clase, cruzándose apuestas con más seriedad que en el hipódromo. Se llegaron a contar en una hora de clase hasta trescientos veintiocho «¿A que sí?», ganando los pares. A Doña Purita se le contaban los suspiros; al Dire, al que todo el mundo llamaba El Dire, además del anteriormente citado El jeta, se le contaban los «¡Jesús, Por Dios Bendito!»
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Los apodos «ligados a problemas de personalidad y comportamiento» eran muy comunes. Rinconete y Cortadillo eran en realidad Manolín y Gutiérrez, porque el primer día que llegaron al colegio, cuando tenían tres o cuatro años, uno se quedó todo el día en un rincón, llorando y chupándose el dedo, y el otro, a su lado, hipando, sollozando y lleno de terrores propios de un primer día de colegio. A pesar de que al colegio le siguieron teniendo hasta el final, no ya solamente terror sino verdadero espanto, el apodo que les pusieron desde el primer día unos sabihondos de quinto se les quedó para siempre. De la misma categoría clasificatoria de personalidad es el mote que aunque por poco tiempo se le adjudicó a un profesor que pasó allí unos seis días sustituyendo a Don Higinio. Todo el mundo le llamaba El Neslé en lata, por la mala leche concentrada que tenía. Existían también, hablando de lo mismo, los «apodos despiadados» por parte de los alumnos, que casi no relato por vergüenza ajena, pero que se daban con profusión, ¡vive Dios!. Entre ellos estaban cojibete, ojoví, cabezabuque, rompetechos, pupas, etc. haciendo honor a la tradicional forma de ser de «falta de caridad», que decía Doña Purita en aquel tiempo, o de «mecanismos de defensa» y «agresividad contra el líder», que les adjudican actualmente los psicólogos a la gente menuda, que éramos entonces. Otro tipo de apodos, menos significativos pero no por ello hay que dejar de reseñarlos son los producidos por la «utilización de lenguas exóticas» o por otras formas de hablar del territorio nacional o europeo, y que en algún lugar de estas memorias se han ido relatando: El Puch, Sasa o Fransuá. Otros venían de añadir al nombre o al apellido algún prefijo o sufijo de invención casera: Pérez era el Perezoso, Mónica, La Monicaca, etc. Las apostillas tampoco dejaban nada que desear, y muchas de ellas no
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tenían nada que ver con la personalidad, ni con anécdotas, ni con nada de nada. Las que cito a continuación solamente son «de tipo métrico», poético, pareados más bien: Se utilizaban siempre que se nombraba a un personaje, o por lo bajo cuando alguien salía a dar la lección. Normalmente, aunque se hacían con todo el cariño, sin ánimo de ofender, ofendían lo que no se sabe y los afectados dudaban con seriedad del cariño con que se pronunciaban. Cito algunas: Estaba por ejemplo, Alfredo el del pedo, Marisa la que va a misa, con la variante de Marisa, ¡que risa!. Sobre el caso de los apodos, hay una anécdota que no se puede dejar de relatar. Cuando Don Crisanto llegó de nuevas al colegio, el primer día de clase, ya nos avisó que «estoy enterado de que en este colegio se les pone apodo a todos los profesores, lo cual aparte de ser un falta de respeto no dice nada bueno de la formación que en un colegio que se precie deben tener los alumnos». Don Crisanto habló por lo menos durante veinte minutos sobre el particular, explicó que él tenía sus singulares modos de controlar y evitar costumbres tan bárbaras, defendiendo así la civilización cristiana occidental y la tradición de respeto, moral y buenas costumbres transmitida desde sus ancestros. Y él a su edad no podía claudicar en algo que era consustancial a su personalidad y que llevaba desde su más tierna infancia en las fibras íntimas de su ser. Don Crisanto acabó su disertación, con la que había logrado tener a toda la clase en estado cataléptico, aseverando que desde ese mismo día y para evitar que nadie le pusiera apodo, mote o sobrenombre «Yo, como me llamo Don Crisanto, tomaré mis precauciones». Desde aquel mismo día en toda la clase, en el colegio, en la ciudad entera, en la comarca y en las regiones limítrofes, a Don Crisanto, hasta el día de hoy se le conoce por Miss precauciones.
Aularia ediciones
Relatos para andar por clase. Primera parte
Mi madre, Margarita, la que está en el centro en la fila de abajo, con cuatro años, en su escuela de Cartaya, Huelva, hacia 1925
Ahí estoy, el cuerto por la izquierda en la fila de abajo, entre cien niños más, en el colegio de Valvanera de Logroño, con cuatro años, en 1946.
Edición on-line
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El puntero de don honorato, el bolso de doña purita y otras historias para andar por clase (Primera parte)
Enrique Martínez-Salanova Sánchez