Emiliano Jiménez Hernández
JOSÉ
En busca de sus hermanos
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JOSÉ EN BUSCA DE SUS HERMANOS Emiliano Jiménez Hernández _________
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Emiliano Jiménez Hernández
JOSÉ EN BUSCA DE SUS HERMANOS
ÍNDICE 1. BUSCO A MIS HERMANOS 3 2. RASTREANDO LAS HUELLAS DE DIOS 7 3. LOS SUEÑOS DE JOSÉ 11 4. EN BUSCA DE SUS HERMANOS 15 5. JOSÉ EN CASA DE PUTIFAR 21 6. CALUMNIADO, ES ENCARCELADO 27 7. SUEÑOS DEL FARAÓN 31 8. JOSÉ, SEÑOR DE EGIPTO 35 9. PRIMER ENCUENTRO CON SUS HERMANOS 39 10. ME DEJÁIS SIN HIJOS 47 11. SEGUNDO ENCUENTRO 51 12. EL BESO DE PAZ 59 13. LOS HERMANOS UNIDOS EN TORNO AL PADRE 14. NO ME ENTIERRES EN EGIPTO 71 15. JACOB BENDICE A SUS HIJOS 77 16. DIOS CAMBIA EL PECADO EN GRACIA 81 NOTA BIBLIOGRÁFICA
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1. BUSCO A MIS HERMANOS Jacob, después de su largo exilio en Paddán Aram en casa de su tío Labán, se establece en Canaán, el país donde sus padres habían residido como extranjeros. Sus hijos, ya crecidos, se alejan de él con sus ganados. Sólo le queda en casa José, el hijo que su esposa Raquel le ha dado en su vejez. Es ciertamente su preferido, pero el padre ama a todos sus hijos. Por ello llama a José y le dice: -Tus hermanos deben estar con los rebaños en Siquén. Ve a ver cómo están ellos y el ganado y tráeme noticias. José, aunque conoce el odio que le tienen sus hermanos, responde al padre: -Heme aquí. El padre, rico en ternura y amor, envía a José en busca de sus hermanos, guardando en sus oídos la última palabra de entrega y obediencia de su hijo. Así José sale del valle de Hebrón, donde deja a su padre y parte, solícito, hacia Siquén. Fiel, recorre el corazón de la tierra cananea, pero inexperto, se extravía. Desorientado, camina a campo abierto, dando vueltas desde las faldas del monte Ebal hasta la ladera del Garizín, sin encontrar a sus hermanos. Al mediodía, el sol hiere implacable, sin que nada se libre de su calor. El aire se enrarece y se carga de espejismos. El campo es una desolación; la tierra reseca, agrietada por el sol, despide vapores de fuego, más ardientes que el fuego de la fragua atizada para fundir los metales; los rayos del sol deslumbran los ojos. Los pastores recogen sus rebaños en torno a un pozo o en lo alto de las colinas donde corre, de vez en cuando, una ligera brisa, que alivia el sofoco... José se acerca a uno de estos rebaños amodorrados. Le sale al encuentro el pastor, que le pregunta: -¿Qué buscas, muchacho? José, con su voz reseca de calor y susto, contesta: -Busco a mis hermanos. En esta frase José resume la misión de toda su vida: “busco a mis hermanos”. Él no comprende seguramente todo el significado de esta búsqueda, pero en la obediencia al padre vive su identidad más profunda. Sólo al final de su vida encontrará a los hermanos como hermanos, reunidos en torno al padre, que les bendice. José, enviado por el padre a buscar a sus hermanos, es imagen de Jesucristo, a quien el Padre envía a buscar a sus hermanos perdidos (Mt 15,24). Cristo recorre los campos en busca de la oveja perdida, desciende hasta la tumba de Adán para devolverlo a la vida, revuelve toda la casa, buscando la dracma perdida... El Padre, después de haber enviado a los profetas, “envió a su propio Hijo, diciendo: respetarán a mi hijo” (Mt 21,37). Cristo, enviado por el Padre, cumple la misión que el Padre le ha encomendado y también él, como José, al final de su vida, vuelve al Padre “como Primogénito de muchos hermanos” (Rm 8,29). Desde su nacimiento hasta el final de su vida, José busca a sus hermanos. Su necesidad de hermanos la lleva inscrita en su mismo nombre. Raquel, su madre, asiste al nacimiento sucesivo de cuatro hijos de Lía, su hermana y rival. El amor del marido no le basta. El gozo, la satisfacción de su hermana, los niños que crecen, todo es un reproche constante, una afrenta a su esterilidad. La esperanza ya ha durado bastante y comienza a transformarse en desesperación. El hombre tiene prisa, pero Dios tiene otra medida del tiempo. Y ser estéril es una afrenta insoportable. Si no puede ser madre, su vida no tiene sentido. El grito de Raquel a su esposo es desolado, aterrador: -¡Dame hijos o me muero! -¿Soy yo Dios para darte o negarte el fruto del vientre? Le grita también Jacob sin poderse contener. ¿No es Dios el único origen de la vida, la 3
fuente de todos los seres? ¿Por qué los labios de Raquel destilan la sospecha celosa de Dios? ¿Quién le pone en el corazón la duda de que Dios se reserva para El solo una intensidad de gozo y una fuente de placer negada a los hombres?, ¿por qué inocula en la mente de su marido la pregunta venenosa, insidiosa de la serpiente? ¡Raquel, Raquel, nueva Eva seductora! En la tarde, al llegar a la tienda, Jacob no encuentra a Raquel, sino que le espera Lía: -Dormirás conmigo, pues he pagado por ti con las mandrágoras de mi hijo. Que una mujer pague por dormir con Jacob es la última humillación que él podía imaginar Sus mujeres han puesto en venta su virilidad. No logra entender lo que le cuentan. Sin poder salir de su asombro escucha la trifulca del día. Rubén salió al campo con los segadores del trigo. Encontró unas mandrágoras y se las llevó a su madre. ¿Son inocentes los niños o son ingenuos y maliciosos? Porque Rubén es un niño. ¿Qué sabe de las mandrágoras? ¿Quién le ha contado que las mandrágoras, por su raíces con figura de niño pequeño, y sus frutos como pequeñísimas manzanas y su olor penetrante, tienen la propiedad de acrecentar el deseo y la pasión y poseen un poder generativo, que por lo demás quién sabe si es cierto? Lo cierto es que, al llegar Rubén con las mandrágoras, Raquel se entera. Ella se sabe amada, preferida, pero está insatisfecha, ansiosa de un hijo y, al ver las mandrágoras, un fuego incontenible le abrasa las entrañas; desea las mandrágoras como estimulante de la fecundidad. El ansia le obliga a suplicar a su hermana como favor o concesión: -Dame algunas mandrágoras de tu hijo. Y en su boca las palabras tu hijo suenan con acento dolorido; yo no tengo hijo y quisiera tenerlo y quizás las mandrágoras de tu hijo me ayuden... No te pido todas; dame algunas, déjame compartir tu dicha y que tu hijo nos dé alegría a las dos. Pero Lía reacciona con dureza; exasperada, responde: -¿Te parece poco quitarme mi marido, que quieres quitarme también las mandrágoras de mi hijo? Raquel insiste, conciliadora o interesada: -Que duerma contigo esta noche a cambio de las mandrágoras de tu hijo. Y Lía, furiosa, ofendida: -¡Qué descubrimiento! ¡Jacob es mi marido! Y Raquel, ya sin miramientos: -¡No te engrías tanto! Jacob se enamoró de mí desde el principio y si ha aceptado trabajar catorce años con nuestro padre ha sido sólo por mí. Y si no hubiera sido por el engaño perpetrado en la noche de bodas, jamás hubieras visto su cara. Es como si no fueras su esposa; has llegado a él en mi lugar, a escondidas, con engaño. Si no hubiera sido por aquel fraude ni siquiera estarías aquí, hablándome de esta manera. Por eso te he dicho que si me das las mandrágoras, te dejo por una noche a Jacob. Y Lía, hija de la astucia de su padre o, quizás mejor, como buena discípula de Jacob, que no quiso ofrecer la comida por espíritu fraterno a su hermano fatigado, sino que explotó su hambre para un trato inicuo, arrebatándole la primogenitura, así Lía aprovecha las mandrágoras para cerrar un trato, ciertamente más modesto que el de Jacob: una noche de amor con él, una noche sustraída a la esposa favorita. Así fue como, al volver del campo, al atardecer, Lía le salió al encuentro y le soltó a bocajarro: -Dormirás conmigo, pues he pagado por ti con las mandrágoras de mi hijo. Los frutos mágicos de la mandrágora no sirven a Raquel para nada. Como Rebeca sigue estéril hasta que el Santo se acuerda de ella, escucha la súplica de su alma y le abre el seno, quedando encinta. Y no fue fácil el embarazo de Raquel. Sólo el deseo de dar a luz una vida da fuerzas a la madre para llevar adelante el embarazo y para arriesgar su vida, que
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siente que se le escapa de las entrañas, en el parto. Pero el gozo de ver y sentir una vida entre sus brazos la hace olvidar las penalidades y dolores: -Dios ha retirado mi afrenta, exclama Raquel, gozosa. Y en seguida desea repetir la experiencia dolorosa y gozosa. Llama al niño José, diciendo: -El Señor me dé otro. El deseo de Raquel de otro hijo es la primera palabra que llega a los oídos de José y se le queda grabada dentro como la misión de su vida: buscar a sus hermanos.
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2. RASTREANDO LAS HUELLAS DE DIOS Jacob engendra un hijo y Raquel, su esposa, le pone por nombre José. Es un hecho común, que acontece todos los días. Así es la historia de José, una historia frívola, profana, que parece no esconder nada bajo sus palabras. Pero Pablo nos invita a no seguir la narración superficialmente, pasando por ella a la ligera. “La letra mata, el espíritu en cambio da vida” (2Co 3,6). Los hechos, que leemos en el Antiguo Testamento, “les acontecieron a nuestros padres y fueron escritos en función nuestra” (1Co 10,11). Jacob, tras veinte años de exilio en casa de Labán, pasa el Yaboc y, con la bendición de Dios, encuentra a su hermano Esaú, que se le acerca, le abraza, echándosele al cuello y besándole entre lágrimas. En el perdón y reconciliación del hermano, Jacob ve reflejado el rostro de Dios. Así, abrazado a su hermano, exclama: -He visto tu rostro benévolo y es como ver el rostro de Dios. Ahora, de vuelta a Canaán, Jacob intenta asentarse (37,1)1 en la morada de sus padres en quietud y paz, pero le sobreviene la tensión de su hijo José. Un pueblo no se forja en la quietud y la paz; culmina en quietud y paz, pero los eslabones intermedios están engarzados por tensiones y angustias, lágrimas y alegrías. Dios había dicho a Abraham que su descendencia sería extranjera en tierra ajena. Por ello Dios mueve a la familia de Abraham hacia esa tierra extranjera. José es el primer eslabón de esa cadena que pasa por Egipto, arrastrando tras él a toda su familia. Con una puntuación particular del texto bíblico, Rashí muestra a José como el origen de la historia de Jacob y sus descendientes: “Esta es la historia de Jacob: José...” (37,2). La historia de José es la historia de su familia. Está íntimamente ligada al padre y a los hermanos. Y, si miramos de cerca a los miembros de esta familia, ninguno de ellos es realmente un santo, ninguno actúa como un justo. Los hermanos se pelean, discuten, son envidiosos, pasan el tiempo tramando planes criminales y con frecuencia los ejecutan. Hijos de cuatro mujeres quizás sólo se hallan unidos a la hora de perseguir a José. El padre lo ama y lo prefiere a los otros. ¿Qué tiene esto de extraño? El Midrash dice que el padre lo ama porque es infeliz. Pero esto los hermanos no lo entienden. Para ellos es un extraño. Él les habla y ellos ni le responden, le vuelven la espalda, le ignoran. Ni le reconocen cuando en Egipto le tienen ante sus ojos. Por lo demás, entre ellos no es que exista un gran amor. Cuando José decide dejar a Simeón como rehén en Egipto, le abandonan a su suerte, sin hacer nada para socorrerlo. Más tarde cuando José se burla de ellos escondiendo una copa de plata en el saco de Benjamín, al descubrirla se enfurecen con el pobre muchacho, acusándolo de ladrón, digno hijo de su madre que también había robado los ídolos de su padre Labán. El Midrash hace una lectura negativa de otros muchos hechos en los que muestra la maldad de los hijos de Jacob. En esto se muestran hijos de su padre. En el fondo el responsable del drama es el padre, que ha viciado a su hijo José con sus preferencias, suscitando la envidia y el odio en los otros hijos. Un padre debería saber que de este modo rompe la paz familiar, perjudicando en primer lugar al hijo de sus preferencias. ¿O acaso es ciego y no ve las miradas torvas de los hermanos sobre José? ¿Cómo es posible que sea él, el padre, quien manda a José a buscar a sus hermanos lejos de casa, en los campos de Siquem? ¿No sospecha del peligro en que le mete? ¿No se le ocurre que a los hermanos no les resulte simpática la visita del soñador? Sin embargo para el Zohar José es el justo. Abraham es obediente; Isaac es valiente y Jacob fiel. Sólo José es justo. Y se pregunta por qué José recibe el sobrenombre de justo si se casa con una mujer egipcia, no hebrea, y educa a sus hijos en un ambiente pagano. Y él mismo lleva una vida lujosa en el esplendor del palacio real, posee un poder casi absoluto y 1Cuando no se cita el libro se trata siempre del Génesis. 6
parece complacerse en ello. ¿Es que no se sabe que el poder corrompe y la riqueza seca el alma? ¿Qué hace de José un justo? ¿Es suficiente para ello el haber acogido a su padre anciano, en vez de mandarlo a un asilo? ¿Basta no sentir vergüenza de mostrarse en público con una familia pobre? La vida de José es una secuencia de desgracias y fortunas. La Escritura, sobre José, nos lo cuenta todo. Nos dice cuando vence y cuando pierde, nos lo muestra solo o aclamado por todos, feliz o melancólico. Le sucede de todo y a lo grande. Vencido, toca el fondo del abismo. Ensalzado, se siente semejante a un rey. Más débil que los esclavos y más potente que los príncipes; más pobre que los mendigos y más rico que el soberano. No deja de hacer proyectos y los realiza todos. Suscita odio o amor, rencor o admiración. Quien se le acerca no queda indiferente. Es buscado y evitado; amado y temido. De pequeño, se sueña y se comporta como rey; y cuando logra el reino, juega como un niño. No sólo sueña, sino que se divierte revelando sus sueños más íntimos, sus deseos de grandeza. Habla de sí mismo sin el mínimo pudor. Gran actor, necesita un público que le aplauda o le rechace. José es un crío viciado por el amor de su padre, que le prefiere a todos sus hermanos. El padre le ama y le perdona todo, porque le recuerda a la madre, su querida esposa Raquel, ya muerta. Le ama también porque es el espejo de su persona. Se le asemeja como dos gotas de agua. Los dos siguen caminos iguales, se encuentran en la vida con los mismos obstáculos y se sirven de los mismos medios para superarlos. Ambos sufren el odio de sus hermanos y huyen para librarse de la muerte. A ambos les toca vivir en tierra extranjera. Pero, contrariamente a Jacob, José es el hijo predilecto del padre, mientras Jacob era el preferido de la madre. A José el padre le consiente todo. Le hace una túnica con mangas largas, elegante y diversa de la de los hermanos: una túnica de muchos colores según la traducción griega y latina. Y José, que desea atraer la atención sobre sí, se siente feliz con sus bellos vestidos, consciente y orgulloso de ser el preferido. La modestia no es su virtud sobresaliente. Al contrario, se gloría de las preferencias del padre. Caprichoso e insolente, se gana el odio de los hermanos, que le envidian y terminan por detestarlo hasta desear matarlo. Desde el fondo de la cisterna llora e implora piedad. Vendido, llega a Egipto y enseguida vuelve a ser el mismo de siempre. Muy pronto hace valer sus dotes hasta lograr ser el consejero y brazo derecho del Faraón. Astuto y planificador, sabe organizar la economía de todo Egipto como ningún estadista ha sabido hacer después de él. Sus planes no fallan nunca, todas sus iniciativas dan siempre fruto. Sus predicciones se cumplen a la letra. Y, para colmo, es bello, amable, enamora a las mujeres, que se sienten atraídas por él, tanto más cuanto se sienten insatisfechas de sus maridos. Esto lo paga caro, aunque siempre sabe sacar bien de los males. Inspira confianza y afecto a su alrededor, y se sirve de ello para subir desde lo hondo del abismo. ¿O es Dios quien le saca? Dios actúa a escondidas hasta de él, sirviéndose de los odios de los hermanos, del despecho de la mujer rechazada y hasta de sus mismos pecados. Dios le bendice en todo y bendice todo lo que le circunda. Hombre público, hombre de Estado, cuanto emprende -racionamiento de víveres, planificación de la economía- tiene éxito. El Midrash, ante tal éxito, se encuentra con un problema. Con tantos honores, ¿no sufre menoscabo su modestia? La respuesta es que nunca se gloría de sus éxitos. Sin embargo, la verdad es que la modestia, hay que repetirlo, no es su virtud sobresaliente. Cuando manda a llamar a su padre, dice a sus hermanos: “Decidle que Dios me ha hecho dueño de todo Egipto” (45,9). Con la misma vanidad conque de pequeño contaba los sueños en los que su yo era exaltado, de adulto intenta impresionar a su anciano padre. Pero el Midrash a este texto le da otro sentido: Decidle a nuestro padre que sé recibir los honores sin que la gloria se me suba a la cabeza. Nuestro padre no tiene nada que temer; aunque yo sea un príncipe rico y potente, él es siempre el padre y yo, para él, no soy más que su hijo.
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Hay muchas cosas difíciles de entender en la historia de José. Jacob se ha distinguido por su astucia. Con su astucia ha arrebatado a su hermano Esaú la primogenitura y la bendición de su padre Isaac. Con astucia ha vencido los engaños de su suegro Labán... Y ahora, cuando los hijos vuelven de Siquem y le dan la terrible noticia de que José no existe, que ha sido devorado por una fiera salvaje, Jacob, el astuto, se lo cree, sin hacer apenas una pregunta, sin informarse sobre el lugar de los hechos, sin buscar una confirmación de cuanto le dicen. La túnica ensangrentada de José, la acepta como una prueba irrefutable. Privado del hijo predilecto, se hunde en la tristeza, pero no hace nada para buscarlo, yendo tras sus huellas, para recuperar al menos su cuerpo destrozado. ¡Difícil de comprender! Como resulta difícil comprender a José. Su comportamiento hacia los suyos es bastante extraño. Con sus hermanos no es muy amable, les provoca, suscitando el odio y la envidia, gloriándose ante ellos de las predilecciones del padre, contándoles sus sueños y contándole al padre las malas acciones de sus hermanos. Con sus murmuraciones pone a los hermanos en contra del padre y al padre contra ellos. O a los hermanos unos contra otros. Ciertamente no ayuda a crear la paz, sino la división familiar. Parece que se divierte creando intrigas, envenenando los ánimos, provocando tensiones. “La envidia es caries de los huesos” (Pr 14,30). Cuando se filtra entre los hermanos desmorona la cohesión de la familia. Sin embargo hay una continuidad en la existencia de José. Entre sus sueños de adolescente y el final de su vida, a pesar de todos los acontecimientos tortuosos intermedios, hay una línea recta. La dirección es clara. El designio de Dios es oscuro, pero conduce al final. José es el justo elegido para llevarlo a cabo. A primera vista el Antiguo Testamento se nos presenta a los cristianos como un castillo misterioso, del que no tenemos la llave para entrar en él. Y si tratamos de forzar la puerta nos deslumbra más que iluminarnos. La Biblia se nos ofrece como cubierta por el velo que cubría la faz de Moisés. La Escritura es un libro sellado; presentimos que encierra un tesoro, pero necesitamos romper los sellos para entrar en su misterio. No caben en nuestra mente racional las metáforas en las que Dios es presentado como un hombre ebrio de vino (Sal 78,65) o un esposo celoso (Is 37,32). El simbolismo de las cifras, las contradicciones dentro de un mismo libro y más aún en diversos libros que narran el mismo hecho, son cosas que nos disturban en la lectura. La mezcla de historia, moral, poesía y reflexiones sapienciales se alzan como obstáculos insalvables. Es difícil seguir el hilo conductor de cada historia y menos aún el hilo de la historia. Colores e imágenes se combinan como en una vidriera, ¿para dejar pasar la luz o para opacarla? San Agustín aconseja elegir en una primera lectura los acontecimientos más significativos, dejando los detalles para una lectura posterior. Los Padres, en general, invitan a leer los acontecimientos del Antiguo Testamento a la luz de Cristo, el Cordero degollado, el único digno de tomar el libro y romper sus sellos, desvelando el misterio escondido. En Él halla complimiento pleno toda la Escritura. Cristo une Antiguo y Nuevo Testamento. Él es la piedra angular, salida de Israel, sobre la que se edifica la Iglesia de Dios. Desde sus orígenes la Iglesia ha hecho suyas las palabras de Jesús: “Vosotros escrutad las Escrituras... Porque Moisés ha escrito sobre mí” (Jn 5,39-46). “El Logos divino, dice Orígenes, tiene la llave de David y, desde que ha venido con esta llave, Él abre las Escrituras que estaban cerradas antes de su venida”. Cristo, con su muerte en la cruz, hace de los dos Testamentos y de los dos pueblos, un solo y único pueblo. Dice san Ireneo: “Sus manos sobre la cruz congregan a todos los hombres. Dos manos extendidas, porque hay dos pueblos dispersos en toda la tierra. Una sola cabeza en el centro, porque hay un solo Dios, por encima de todos, en medio de todos, en todos”.
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La tipología bíblica que desarrollan los Padres no prescinde del sentido literal e histórico, sino que lo suponen. En el interior de la letra es donde se concentra el sentido espiritual. Como dice San Jerónimo: “Cuanto leemos en los libros santos, brilla y resplandece en la misma corteza; pero en la pulpa interior se halla una dulzura mucho mayor. Quien desee comer la almendra debe romper la cáscara” (Ep 59). La historia de José es una historia cargada de inquietud. Es una historia en la que predomina la espera, el suspense. Es la historia del amor de predilección, del amor asediado por la envidia; historia de silencios y mentiras, para cubrir el odio y la culpa. Historia del amor que hace del hijo predilecto víctima de esas predilecciones. Es la historia cargada de sorpresas. Un pobre emigrante hace fortuna en el extranjero; un esclavo da la vuelta a los principios económicos de toda una nación. El esclavo se transforma en príncipe. El exilio se convierte en reino, la miseria en esplendor, la humillación en gloria, el odio en amor salvador. Para José, a quien Dios acompaña en su descenso a Egipto (39,3), lo imposible se hace posible. Así el relato de la historia de José prosigue con golpes de efecto que nos sorprenden y mantienen en vilo nuestra atención. En la historia de José nos encontramos con todas las pasiones humanas: amor y odio, ambición y celos, humillación y exaltación. La pasión por Dios es quizás la única que no aparece. Dios, el actor primero de la historia, aparentemente se halla ausente, oculto tras los hechos, escondido a los ojos superficiales. Sólo la mirada de la fe le descubre, caminando delante de los hombres. Los Padres nos invitan a marchar tras él, rastreando sus huellas. La Biblia nos cuenta con toda clase de detalles la vida de José. Narra las circunstancias de su nacimiento, sus relaciones con el padre y con los hermanos, la aventura en el campo de Dotán y luego en Egipto. Nos describe las intrigas de sus hermanos contra él, cómo le venden a la edad de diecisiete años y cómo a los treinta llega a ser príncipe de Egipto, para terminar su vida a ciento diez años. De ningún otro personaje nos da tantos particulares: sus fracasos, triunfos, costumbres, cualidades, amistades, hasta los sueños, las empresas políticas y económicas, las conquistas amorosas... Y en esta historia Dios actúa con suma discreción. José apenas es consciente de su presencia y acción escondida. Sin embargo, en su lectura espiritual de la Escritura, los Padres descubren en la historia de José la presencia de Dios desde el principio. Jacob ama a José más que a todos sus hermanos (37,3). José es el hijo predilecto del padre. Ya el eco de la palabra “hijo predilecto” les trae a la memoria otra palabra, que Dios Padre proclama en el Jordán y en el Tabor: “Este es mi Hijo amado, el predilecto” (Mt 3,17; 17,5). Jacob es figura de Dios Padre y José es figura de Jesucristo. San Bernardo, en una frase feliz, dice: “Desnudad a José y encontraréis a Jesús”. Dios Padre se complace en su Hijo, como Jacob se complace en el hijo que Raquel, su esposa amada, le ha dado en su vejez. Y como el padre manda al hijo a buscar a sus hermanos (37,12ss), así Dios Padre ha mandado a su Hijo Unigénito a buscar a sus hermanos, que erraban lejos como ovejas perdidas en los campos. Cristo, “en busca de sus hermanos”, deja la casa del Padre y camina por el campo de este mundo. Al final, nos recupera como hermanos y “no se avergüenza de presentarnos al Padre como hermanos” (Hb 2,11). El Unigénito vuelve al Padre como Primogénito de muchos hermanos. Esto es al final. En medio están todas las intrigas y maquinaciones de los hermanos contra José y contra Cristo. Y en esa historia de odios y maquinaciones parece que Dios no estuviera presente. Él, el Dios del amor, no se asocia a la maldad de los hombres. Pero, en realidad, no está ausente de ella, la sufre, cargándola sobre sus hombros. Los gritos, lágrimas y angustias de José, de Cristo, no le resbalan al Padre. En la muerte del hijo, muere el padre (37,35). 3. LOS SUEÑOS DE JOSÉ
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Después de una lectura global de la historia de José, podemos pasar, según el consejo de San Agustín, a ver los detalles de su vida. “José tenía diecisiete años y era un muchacho” (37,2). Al señalarnos la edad, el texto nos dice que José se comporta como un adolescente, con actitudes vanidosas, tratando de aparecer más alto y más hermoso de lo que es. Desde esa altura se permite ir con cuentos a su padre, delatando a sus hermanos: “José tenía diecisiete años. Estaba de pastor de ovejas con sus hermanos, con los hijos de Bilhá y los de Zilpá, mujeres de su padre. Y José comunicaba a su padre las cosas malas que ellos hacían” (37,2). Bereshit Rabbah especifica que José iba a su padre con cuentos sobre sus hermanos, delatando que maltrataban a los rebaños, que miraban con pasión a las jóvenes cananeas, y que los hijos de Lía eran insolentes con sus hermanos, los hijos de Bilhá y de Zilpá, tratándoles como esclavos. Por ello, añade Bereshit Rabbah, Dios le castigó en las tres cosas: sus hermanos mataron un cabrito para ensangrentar su túnica (37,31), la mujer de Putifar puso sus ojos sobre él (39,7) y él fue vendido como esclavo (Sal 105,17). Es cierto que José ayuda como zagal en el pastoreo a sus hermanos, los hijos de Bilhá y Zilpá. Pero los rumores o difamaciones que cuenta al padre le hacen odioso. Esta delación es el primer eslabón de la cadena de motivos que suscitan el odio de los hermanos hacia José. De nada sirven las reprensiones del padre que le repite una y otra vez: “no vayas de acá para allá difamando a los tuyos” (Lv 19,16). Un segundo hecho viene a acrecentar el odio de los hermanos a José. Su padre “ama a José más que a los otros hijos” (37,3). El padre se ve reflejado en José. O quizás sea más exacto decir que en el hijo ve la imagen de la madre, su amada Raquel. Jacob no oculta esta predilección por el hijo de su vejez. José es el hijo deseado y esperado por tantos años. Esta predilección se muestra abiertamente en el regalo de la larga “túnica hasta los pies y las manos” (37,3), bien diferente de la de los otros hijos, que les llega hasta las rodillas y sin mangas, para no estorbarles en el trabajo. Es como si José vistiera de señor y los demás de siervos. La túnica de mangas largas es un vestido real (2S 13,18-19). La preferencia paterna marca una distinción llamativa. Y esa preferencia se hace irritante, inaguantable, odiosa. Ese traje desigual está negando permanentemente la igualdad entre los hermanos. De ahí brota la aversión hacia el hermano preferido. Las preferencias de Rebeca y la bendición robada del padre Isaac provocó el odio de Esaú contra su hermano Jacob, odio que enturbió toda su vida, y ahora es Jacob quien está provocando el odio de diez hijos contra su preferido. Jacob ve cómo la aversión de los hermanos les lleva al punto de negar el saludo a José: “Viendo sus hermanos cómo le prefería su padre a todos sus otros hijos, le aborrecieron hasta el punto de no poder ni siquiera saludarle” (37,4). Y esto lleva al padre a duplicar sus atenciones con el hijo despreciado. ¿Por qué se repite la historia? ¿Por qué viendo lo que es bueno, se impone el mal? ¿Por qué las ondas del odio, que dejan heridas tan hondas, se expanden sin cesar, de padres a hijos, de generación en generación? El gran teólogo Procopio de Gaza, autor de una de las primeras Cadenas bíblicas, ve a José recorriendo la región de Judea como imagen de Cristo, que recoge las ovejas dispersas de la casa de Israel (Mt 10,6; 15,24). Cristo, siendo aún joven, pastorea el rebaño del Padre. Revestido de la condición de esclavo (Flp 2,7), cuida las ovejas de Dios Padre (Jn 10,11). Y al mismo tiempo, dice Ruperto, no se puede dudar del amor del Padre hacia el Hijo predilecto. “En efecto el Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano” (Jn 3,35). Luego vienen los sueños, que José se complace en contar a sus hermanos, con lo que atiza aún más el odio. Los sueños de José, alimentados por las preferencias de su padre, son reveladores de su interior. Todos sus sueños se centran en su persona, colocando a los demás en torno a él: “José tuvo un sueño y lo manifestó a sus hermanos, quienes le odiaron más aún. Les dijo:
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-Oíd el sueño que he tenido. Me parecía que nosotros estábamos atando gavillas en el campo, y he aquí que mi gavilla se levantaba y se tenía derecha, mientras que vuestras gavillas hacían una corona en torno a ella y se inclinaban con reverencia. Sus hermanos le dijeron: -¿Será que vas a reinar sobre nosotros o que vas a tenernos dominados? Y acumularon todavía más odio contra él por causa de sus sueños y de su palabras. Volvió a tener otro sueño, y se lo contó a sus hermanos. Les dijo: -He tenido otro sueño: Resulta que el sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante mí. Se lo contó a su padre y a sus hermanos, y su padre le reprendió y le dijo: -¿Qué sueño es ése que has tenido? ¿Es que yo, tu madre y tus hermanos vamos a venir a inclinarnos ante ti hasta el suelo? Sus hermanos le tenían envidia, mientras que su padre reflexionaba” (37,5-11). José, en su vanidad de adolescente, sólo puede estar en el centro del mundo. Pero esa vanidad se le pega al cuerpo como una sombra, que le sigue también de adulto. Hasta en la prisión escapa de la miseria y humillaciones, trepando a los honores. Se hace amigo íntimo y confidente de dos ex-ministros y hasta consigue que le nombren administrador de la prisión. Incluso en la cárcel logra ser el primero, ocupar el primer puesto, ser el centro de la atención. En el primer sueño José contempla una escena terrena, mientras que el escenario del segundo es el cielo. Como ocurre normalmente en los sueños, ambos representan algo de momento imposible. El sueño de la gavillas de trigo no es proyección de los deseos inmediatos de José, sino que vaticina más bien hechos futuros, ya que sus hermanos son pastores y no agricultores, por lo que el sueño no refleja una escena de la vida real, cotidiana. Anticipa la situación futura cuando, en Egipto, José sea el centro de todos por la gran acumulación de grano, de modo que salva del hambre a los habitantes del país y de las comarcas de los alrededores. Este sueño, que ahora acrecienta el odio de los hermanos hacia él, se cumplirá a la letra en Egipto, cuando los hermanos se postren repetidamente ante él. Era necesario que las gavillas estériles se postraran ante la gavilla fecunda, que les iba a librar de la carestía. Y tampoco el segundo sueño es posible porque el sol, la luna y las estrellas nunca aparecen juntos. Al contar este segundo sueño, los hermanos callan. Pero José, comprendiendo que el sol podía hacer alusión al padre, se lo relata también a él. El padre toma nota, aunque, temiendo el odio que estos sueños despiertan en los hermanos, le reprende. A la madre no se lo cuenta, pues está ya muerta (35,19). ¿No es un sueño vano pretender que la luna, la madre ya muerta, venga a postrarse ante él? Rabbi Levi, en cambio, ve aquí la fe de Jacob en la resurrección de los muertos. En ella piensa al decir: “vendremos yo, tu madre y tus hermanos”. También san Ambrosio ve en estos sueños el anuncio de la resurrección de Jesucristo, cuando los once discípulos le adoran en Jerusalén al verle resucitado, cumpliéndose lo que canta el salmo: “Al ir, va llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas” (Sal 126,6). Así lo comenta Cesáreo de Arlés en un Discurso sobre Jacob y su hijo José, en el que se pregunta: Y el otro sueño, ¿cuándo se cumplió? José sueña que el sol, la luna y las estrellas se inclinan ante él. Al contárselo a su padre, éste le dice: ¿Acaso quieres que yo, tu madre y tus hermanos nos inclinemos ante ti hasta el suelo? Este sueño no se ha podido realizar en la persona de José, pero sí en nuestro Señor Jesucristo. El sol, la luna y once estrellas se han postrado ante él cuando, después de su resurrección, la Virgen María, semejante a la luna, el bienaventurado José, semejante al sol, con once estrellas, los santos apóstoles, se han inclinado y postrado ante él para cumplir la profecía: “Alabadlo, sol y luna, alabadlo astros todos del cielo con vuestro fulgor” (Sal 148,3). El Señor mismo dice en el Evangelio que los apóstoles brillan como estrellas: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). Dice además de los apóstoles y de cuantos se asemejan a ellos: “Los justos resplandecerán como el sol en el
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reino de su Padre” (Mt 13,43). A los hermanos les muerde las entrañas la envidia y los sueños les aumentan el odio, y sobre todo las “palabras de José”, el hecho de que les cuente los sueños. Le odian sin motivo, pues es normal que las personas que aman a otras comparten con ellas sus sueños. Esto muestra que José, aun viendo que sus hermanos le odian, él los ama y, por ello, les sigue contando los sueños. Como joven que es le falta ciertamente la discreción. El sueño es nítido y la interpretación clara. Los hermanos han entendido sin duda alguna el significado. Y, como no lo aceptan, ironizan sobre él. Queriendo quitarle certeza o conjurar su efecto, le recriminan: “¿Qué, vas a ser nuestro rey?”. Así las palabras de José van incubando el odio en los hermanos. El padre, en cambio, como gran soñador que es, guarda en su memoria los sueños de su hijo, esperando que un día se cumplan. Los sueños son prefiguraciones de acontecimientos y situaciones ulteriores. Ofrecen imágenes mudas de los hechos, sin palabras que aclaren su significado. Pero su interpretación es obvia a primera vista. Los hermanos no se equivocan al ver en ellos un anuncio de su sometimiento al hermano menor. Es este significado, que ellos dan a los sueños, lo que les incita al rechazo del hermano hasta negarle la palabra. Pero, según la traducción del Midrash, cuando José cuenta sus sueños, “su padre toma nota de ellos” (37,11). El Midrash dice que toma una pluma y escribe el día, la hora y el lugar, pues el Espíritu le sugiere que los ponga por escrito, pues un día se realizarán. Él sabe por experiencia que “Dios habla en el sueño, cuando el sopor cae sobre los hombres y se duermen en su lecho” (Jb 33,14; Gn 28,12.16). Por pura gracia, Dios concede a José, el penúltimo de los doce, la preeminencia sobre sus hermanos. Los sueños, con los que Dios le anticipa el futuro, son una prueba del don gratuito que Dios concede a quien Él elige. Los hermanos no se dan cuenta, dice Procopio, que odian, más que a José, a Dios, que le predice estas cosas. Es lo mismo que dice más tarde Jesús en el Evangelio: “Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia, odia también a mi Padre. Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mí y a mi Padre. Pero es para que se cumpla lo que está escrito en su Ley: Me han odiado sin motivo” (Jn 15,22-25). Como han odiado a José sus hermanos por sus palabras, así las parábolas que narraba Jesucristo suscitaban el odio contra Él. El padre desea calmar a los hijos, quiere apagar los celos, pues sabe por experiencia de sus esposas lo peligrosos que son. Por ello reprende a José. Pero, en su interior, se debate entre el temor y la esperanza. Sabe que todo es posible. Él, que “pasó el Jordán con un bastón y volvió con dos caravanas” (32,11), no se cierra al futuro. ¿Hasta dónde llegará su hijo José? Jacob, pues, toma nota de los sueños. O como traduce Rashí “aguarda”, espera anhelante que suceda la cosa. Aunque reprende a José, alienta una esperanza sobre la grandeza de José en algún momento de su vida. Y esta esperanza suscita la fe en la noticia de que José está vivo. A pesar de haber visto su túnica desgarrada y ensangrentada y haber declarado que José había sido devorado, cuando le anuncian: “José vive”(45,26), él no lo duda ni un momento y, por ello, exclama: “¡Basta! ¡Todavía vive mi hijo José; iré y le veré antes de morirme!” (45,28). Jacob, como padre, dirige su mirada a José y se le ilumina una esperanza ilimitada. Luego mira a los otros hijos y le embarga un temor no menos profundo y sin límites. Así se debate entre el temor y la esperanza. Recuerda el oráculo que oyó su madre, cuando en su seno sentía la pelea de sus dos gemelos, él y su hermano Esaú: “El mayor servirá al menor”. Y eso mismo le dijo su padre Isaac a la hora de bendecirle: “Sé señor de los hijos de tu madre, que se postren ante ti”. ¿Para quién eran el oráculo y la bendición, para él o para su hijo? En la duda, decide retener a José con él durante un tiempo, mientras sus hermanos
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trashuman a Siquem con los ganados. Que el tiempo y la distancia, como le dijo a él su madre, aplaque el odio. La preferencia del padre y los sueños, que José cuenta, suscitan el odio de los hermanos. Y el odio desencadena toda una serie de acontecimientos, que se engarzan como una cadena hasta el desenlace final de la historia. El amor a veces desencadena el odio. Por el simple hecho de que José es amado, los otros hermanos le odian. La predilección de Jacob hace a José odioso a sus hermanos. También en esto es figura de Jesucristo, el Hijo “predilecto” de Dios Padre (Mt 3,17). El Padre ama al Hijo y “ha puesto todo en sus manos” (Jn 3,35). Cristo, revelación del amor del Padre, también es odiado y finalmente condenado a muerte precisamente por el hecho de declararse Hijo de Dios (Mc 14,61-64). Cristo mismo confiesa: “Me han odiado sin motivo” (Jn 15,25). “Por la envidia entró la muerte en el mundo” (Sb 2,24) y la envidia sigue causando muerte entre hermanos.
4. EN BUSCA DE SUS HERMANOS
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Durante el verano los hermanos de José se alejan a pastorear los rebaños del padre hasta las montañas de Efraín. Al final del verano Jacob llama a su hijo José y le dice: -Tus hermanos están pastoreando los rebaños en Siquem. Ve de mi parte a donde ellos. José, dócil a la llamada del padre, responde: -Heme aquí. Le dice el padre: -Ve a ver cómo están tus hermanos y el ganado y tráeme noticias. José deja a su padre en Hebrón y parte hacia Siquén a buscar a sus hermanos. Fiel a las indicaciones de su padre recorre el corazón de la tierra cananea: Salem, Betel, Siquén. Pero se extravía. Desorientado, caminando a campo abierto, da vueltas desde las faldas del monte Ebal hasta la ladera del Garizín, sin encontrar a sus hermanos. Es mediodía y el sol hiere implacable. Los pastores han recogido sus rebaños en lo alto de las colinas donde corre, de vez en cuando, una ligera brisa, que alivia el sofoco... José se acerca a uno de los rebaños amodorrados y le sale al encuentro el pastor, que le pregunta: -¿Qué buscas, muchacho? José, con su voz reseca de calor, contesta: -Busco a mis hermanos; por favor, dime dónde están pastoreando. El desconocido le encamina: -Se han marchado de aquí; y les he oído decir que iban hacia Dotán. Y José fue tras sus hermanos y los encontró en Dotán. José busca a sus hermanos en Siquem, como le ha indicado su padre. Pero sus hermanos no están donde les ha enviado el padre. Los hermanos se alejan cada vez más del padre y de José. Los sabios del Midrash dicen que los hermanos “no han ido a apacentar los rebaños de ovejas de su padre”, sino que han ido a apacentar sus pasiones y rencores; se han ido a apacentarse a sí mismos (Ez 34,2), buscando sus propios intereses y no los del padre. Se han alejado hasta Siquem para no convivir con José, a quien odian. Y desde Siquem se han desplazado más al norte hasta Dotán, a una jornada de camino. Se han ido hasta Dotán en busca de mejores pastos, en la rica llanura de Esdrelón. Pero, según Rashí, el desconocido dice a José: “se han ido de aquí, alejando de sí mismos todo sentimiento de hermandad”. Sin embargo el padre quiere acortar las distancias, desea restablecer la paz entre sus hijos y, por ello, ha enviado a José a visitar a sus hermanos. Lo mismo desea José quien, según Rashí, conoce la situación y va hacia ellos, aunque sabe que le odian. El “heme aquí” de José es la última palabra que resuena en los oídos y memoria del padre por muchos años. Cada vez que Jacob recuerda a su hijo predilecto, le recuerda como se le muestra en este momento: dócil, entregado a su voluntad como una víctima pronta al sacrificio. Con dolor se queda rumiando en su interior: -Conocías el odio de tus hermanos y, sin embargo, me dijiste: “heme aquí”. Siquem fue siempre una ciudad de mal augurio para Jacob y su descendencia. Allí Dina es deshonrada, José se pierde y, más tarde, durante el reinado de Roboán en Jerusalén, diez de las doce tribus se rebelan contra la casa de David, nombrando rey en Siquem al malvado Jeroboán. En este momento de la historia, al ver a José “de lejos”, Simeón, golpeándose las palmas de las manos, exclama: -Ahí viene el soñador. Ahora nos contará otra de sus fantasías. Vamos a matarlo y a echarlo en una cisterna. Veremos en qué paran sus sueños de gloria. Con su ironía Bereshit Rabbah hace intervenir a Dios en la conversación de los hermanos y les dice: “Vosotros decís veremos, pues yo también digo veremos qué palabra se mantiene si la mía o la vuestra (Jr 44,28)”.
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José, sin sospechar lo que están tramando, se acerca a sus hermanos y les pregunta cómo están. Ninguno le responde. Incluso en su presencia siguen confabulando, discutiendo entre ellos. Rubén, como hermano mayor, se siente responsable ante el padre e intenta salvarle: -No le quitemos la vida. Pero el odio hace reaccionar a los hermanos contra él. Se mezcla en ellos el desprecio y el miedo, la burla y el temor a los sueños contados. Rubén aún busca un recurso para librar a José, sin enfrentarse con todos los demás; lo urgente es impedir el asesinato: -No derraméis sangre; la sangre no se puede cubrir; su grito no puede ser callado; echadle en esa cisterna, ahí en la estepa; pero no pongáis las manos sobre él. Para evitar que la sangre de la víctima grite hacia el cielo (4,10) se la cubría con tierra (Ez 24,7, Jb 16,18). Pero la sangre derramada grita y Dios escucha su voz, por lo que la carta a los Hebreos dice que la sangre de Cristo habla mejor que la de Abel (Hb 12,24). José, horrorizado, con los ojos que se le salen de las órbitas, suplica con angustia: -Tened piedad de mí, ¿no somos hermanos, carne de la misma carne? Tened piedad del corazón de nuestro padre; por amor de nuestro padre, no me matéis. Los hermanos, movidos por una fuerza incomprensible, le sujetan, le quitan la túnica y le echan en la cisterna vacía. Al final del verano las cisternas suelen estar sin agua; en la que arrojan a José sólo hay fango en el que se hunde, como un día también Jeremías se hundirá en una cisterna vacía (Jr 38,6). Es una condena a muerte lenta. Rashí dice que el pozo no tenía agua, pero sí serpientes y escorpiones. Y en Bereshit Rabbah leemos que el pozo estaba vacío, es decir, el pozo de Jacob (sus hijos) se había vaciado de agua, pues en ellos no había ni una palabra de la Torá, que la Escritura compara con el agua, cuando dice: “Sedientos todos, venid por agua” (Is 55,1). Mientras José grita, suplicando piedad desde el fondo del pozo, los hermanos cínicamente se sientan a comer sobre unas piedras. Rubén no soporta la escena y se aleja hacia el rebaño y piensa cómo sacarle a escondidas del pozo y devolverle al padre. Judá, ceñudo, está luchando en su interior; no quiere que muera el hermano, pero piensa que si le devuelven al padre, le contará todo y el padre les maldecirá, ¿qué salida encontrar? El salmo 22, que Cristo recita desde la cruz, nos describe a la presa caída en la trampa, con los perros que la circundan y ladran, a punto de devorarla. La presa está allí, con la patas cogidas por las cuerdas, completamente vulnerable, impotente, expuesta a la violencia. Es la imagen de José en el fondo de la cisterna, impotente, aterrorizado, contemplando la escena cruel de sus hermanos sentados encima y que comen mientras él grita desde el abismo, desnudo, despojado de la túnica, lejos del padre, abandonado de los hermanos. José es el justo que grita, a punto de morir: “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?”. Es la imagen de Cristo, desnudo sobre la cruz, despojado de la túnica, abandonado del Padre, con la masa de gentes que pasa delante y lo insulta. Cristo, impotente, Dios vulnerable, expuesto al mal del mundo, ora y se entrega en la manos del Padre, confiando verse rodeado de sus hermanos en la asamblea que da gloria al Padre, que salva al justo de la muerte. El pozo, la cisterna, es una constante del paisaje bíblico, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Sentado junto al pozo de Sicar, “cerca del terreno que Jacob dio a José, su hijo” (Jn 4,5), Jesús encuentra a la Samaritana, que va a buscar agua. Jesús le habla del agua viva, que se opone al agua de muerte. En la cisterna donde es arrojado José no hay agua. Hay oscuridad, hay fango, en el que se hunde, condenado a una muerte lenta, tragado por la noche del fondo. La cisterna es una verdadera tumba... Pero precisamente desde el fondo del abismo comienza el camino de la salvación. Desde la noche de la cisterna comienza José el camino que salvará a sus hermanos. También Cristo vence la muerte dejándose tragar por ella
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(Jn 19,28ss). Levantando la vista, Judá ve una caravana de comerciantes con sus camellos cargados de aromas y resinas olorosas. El texto bíblico unas veces dice que estos mercaderes son madianitas y otras veces les llama ismaelitas; madianitas e ismaelitas son descendientes de Abraham, unos por Quetura (25,1-2) y otros por Agar (Gn 16). Quizás nos hallemos ante una identificación de los dos pueblos, según cuanto se dice en el libro de los Jueces (Ju 8,22-24) Es una de las caravanas de traficantes que cruzan Palestina para intercambiar mercancías entre el Egipto meridional y los países de Oriente. Su itinerario parte de Damasco hacia Galaad, cruza el Jordán y alcanza al sur del Carmelo por la ruta costera que conduce a Egipto. Dotán está en la ruta. Las mercancías que transportan son: el tragacanto -secreción gomosa de la corteza del lentisco-, la almáciga y el láudano, sustancias resinosas, que sirven como bálsamo, apreciado en Egipto para embalsamar los cadáveres. Al verles, a Judá se le ilumina el rostro y propone a sus hermanos: -¿Qué sacamos con matar a nuestro hermano y con tapar su sangre? Vamos a venderle a los comerciantes de esa caravana y no pondremos nuestras manos en él, que al fin es nuestro hermano y carne nuestra. Ninguno se opone. Todos saben que es inútil tapar con tierra la sangre derramada, porque desde el suelo clama pidiendo venganza (4,10; Jb 16,18; Is 26,21; Ez 24,7-18). Le sacan de la cisterna y le venden a los madianitas. El trato es breve. Le venden por veinte siclos de plata, un precio inferior al de un esclavo, que eran treinta siclos de plata (Ex 21,32). Con los veinte siclos de plata, según se lee en Los capítulos de Rabbi Eliezer, se compraron un par de sandalias, conforme a lo que está escrito: “Venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias” (Am 2,6). Se acabaron los sueños y las pesadillas. El soñador de futuros reinados se encamina como esclavo a un país extranjero. Dios, según Bereshit Rabbah, por amor a José, hizo que los madianitas esta vez llevaran especias aromáticas y no pieles malolientes, como solían llevar. Así suavizó de alguna manera el triste viaje de José. Entre tanto Rubén vuelve al pozo y, al ver que José no está allí, se rasga las vestiduras; busca a los hermanos y les grita: -El muchacho no está, ¿a dónde voy yo ahora?, ¿qué diré al pobre viejo? Entre todos traman el engaño. Cogen la túnica de José, degüellan un cabrito y, empapando la túnica en la sangre, se la envían al padre con un recado: -Esto hemos encontrado, mira a ver si es la túnica de tu hijo o no. A Jacob se le hiela la sangre en las venas, al reconocerla: -Es la túnica de mi hijo, una fiera lo ha devorado, ha descuartizado a José. Rashí, -lo mismo que otros rabinos- afirma que el Espíritu Santo iluminó a Jacob y por ello profetizó que una fiera feroz habría de asaltar a José. Esta fiera era la mujer de Putifar. Pero ya en el presente José es víctima de una fiera feroz: la bestial maldad de sus hermanos. Sí, el odio fraterno ha despedazado a José. Los hermanos son fieras feroces. ¡Judá!, exclaman los sabios del Midrash, ¿no te zumban los oídos al mandar a tu padre la túnica y decirle: hemos encontrado esto, mira a ver si es la túnica de tu hijo o no? ¿No resuenan en tus oídos las palabras de Tamar, al enviarte el anillo del sello y el bastón, con el recado: Estoy encinta del dueño de estas prendas, mira a ver si las reconoces? (38,25). Cínico y cruel es el engaño. Así como Jacob engañó a su padre y robó la bendición a su hermano, a quien el padre prefería, así ahora él es engañado por los hijos, que le privan de su hijo predilecto. El cabrito y la sangre apuntan derechos a Esaú y a la piel de cabrito con que Jacob se cubrió para engañar al padre. Es como si la sombra de Esaú se cerniese sobre el engaño. El cabrito sustituyó un día, con su carne adobada, la pieza de caza y, con su piel sin curtir, el vello de Esaú. Ahora el cabrito muere en lugar de José y sustituye con su sangre la
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de José, para perpetrar el engaño. Como un viejo, arrugado igual que un higo, Jacob se levanta sobre la punta de los pies y grita. Rasga sus vestiduras y se ciñe un sayal de luto por su hijo. Se postra en tierra y permanece mudo como una piedra. Finalmente, se levanta y el llanto y los lamentos le suben del corazón a los labios. Con la túnica ensangrentada y destrozada de su hijo entre las manos, llora y llora. Y entre sollozos piensa en el día en que se puso las ropas de su hermano Esaú. ¿Era sólo un disfraz para simularse velludo como su hermano o era la manifestación externa de esa presencia oculta, íntima, de Esaú dentro de él? ¿No ha sido él quien ha provocado la muerte de su hijo, mandándole solo por los campos? Entre sollozos repite: ¡Ah, hijo de mis entrañas!, ¿dónde han quedado mis preferencias y los sueños que con ellas alimentaba en ti? ¿Dónde te han llevado, hijo mío? El gesto de Jacob, rasgándose los vestidos y ciñéndose un sayal a la cintura, lo imitarán los reyes y príncipes de Israel cuando caiga una gran desgracia sobre la nación: Ajab (1R 21,27), Joram (2R 6,30), Ezequías (2 R 19,1), Mardoqueo (Est 4,1), Matatías y sus hijos (1M 2,14). En la pasión de Jesucristo lo hace el sumo sacerdote (Mt 26,65) en virtud de su ministerio sacerdotal. También el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo (Mt 27,51). Después llegan los hijos, que torpe, inútilmente intentan consolarle. Con los hijos llegan las hijas, Dina y las nueras, pero Jacob rehuye todo consuelo, diciéndoles: -De luto por mi hijo bajaré a la tumba. Inquieto se agita por la casa, golpeando una mano contra otra, automáticamente, repitiendo desesperado: -José, hijo mío, José... ¿Qué queda de la familia edificada con tantos años de servicio en Harán? Un padre engañado por una mentira, que lo devora y consume, sin más perspectiva que la muerte.Y junto a él, pero distantes de él y entre sí, están los hermanos. Los hermanos sólo están unidos por el secreto, que les separa del padre y también entre ellos, pues la desconfianza se ha instalado en sus corazones. Sus falsos intentos de consolar al padre suenan más a burla que a piedad. Si la vida de José se ha salvado en el último momento, su presencia y su nombre se ha borrado de la familia: “no existe” (42,13). En realidad los hijos, hermanos de José, no pueden dar esperanzas al padre, pues lo único que desean es que no vuelva a aparecer. Están unidos por un secreto que los separa del padre y, en realidad, también les divide a ellos, unos de otros. Mientras José va camino de Egipto, los demás hermanos continúan su vida cada uno por su lado. La historia de José anticipa la historia del pueblo. La historia del pueblo de Dios se desarrolla en dos planos, en la tierra y en el cielo, como los sueños de José. Como José es víctima de sus hermanos, por el solo hecho de soñar, inspirado por Dios, así los paganos convierten al pueblo de Dios en víctima por el simple hecho de traer al mundo el mensaje del amor de Dios, por el hecho de ser el puente entre el cielo y la tierra. José protagoniza el sueño de Jacob, su padre, cuando vio la escala que unía el cielo con la tierra. Y en José vislumbramos nuestra propia historia, si cae sobre nosotros la elección de Dios. Y, en primer lugar, José es figura de Cristo, enviado por el Padre a buscar a sus hermanos. Como comenta san Ambrosio, el que enviaba al hijo en busca de sus hermanos, para ver si estaban bien las ovejas, veía los misterios de la futura encarnación. ¿Qué ovejas buscaba Dios ya entonces, cuando se preocupaba de ellas el patriarca, sino aquellas de las que habla el Señor en el evangelio cuando dice: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,24)? Jesús recorre los campos de este mundo como enviado del Padre. No actúa nunca por su cuenta, sino que todo lo hace en nombre del Padre (Cf. Jn 5,43; 8,42; 12,44...). El Padre envía al Hijo en busca de sus hermanos. De este Padre, sigue san Ambrosio,
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tenemos que reconocer que “no perdonó ni a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros” (Rm 8,32). Y así nos ha retratado el Hijo al Padre en el evangelio: “Era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores y se ausentó. Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores agarraron a los siervos, y a uno le golpearon, a otro le mataron, a otro le apedrearon. De nuevo envió otros siervos en mayor número que los primeros; pero los trataron de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo, diciendo: A mi hijo le respetarán. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí: Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia. Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron” (Mt 21,33-39). Como José, también Cristo, al ser enviado a la pasión, responde con docilidad: “Heme aquí”. En Cristo se cumple la profecía de Isaías: “El Señor Yahveh me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no esquivó los insultos ni los salivazos. Pues Yahveh habría de ayudarme para que no fuese insultado, por eso puse mi cara como el pedernal, a sabiendas de que no quedaría avergonzado” (Is 50,5-7). Así lo confiesa la carta a los Hebreos: “Al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo - pues de mí está escrito en el rollo del libro - a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10,5-7). Para los Padres, José es tipo de Cristo en toda su vida. Así ven a José que busca a sus hermanos, mientras que ellos buscan cómo matarlo. Siguiendo las indicaciones del desconocido, José encuentra a sus hermanos en Dotán y se acerca a ellos. Los hermanos, en cambio, “le ven de lejos”. La envidia y el odio les impiden ver al hermano de cerca, como hermano. Y, viéndole de lejos, sin esperar a que se acerque, conspiran contra él, deciden darle muerte. Los judíos, al ver a Jesús, deciden igualmente crucificarlo. Los hermanos despojan a José de su túnica de mangas largas; igualmente los soldados despojan a Cristo de su túnica sin costura, hecha de una sola pieza de arriba abajo. José, una vez despojado de la túnica, es arrojado a una cisterna; Cristo, despojado de su cuerpo, desciende a los infiernos. José, luego, es sacado de la fosa y vendido a los Ismaelitas, es decir, a los paganos; a Cristo, después de subir de los infiernos, gracias a la fe, le acogen los paganos. José, según la sugerencia de su hermano Judá, es vendido por veinte siclos de plata; Cristo, por medio de Judas Iscariote, también es vendido por treinta siclos de plata (Mt 25,15). José desciende a Egipto (Hch 7,9) y Cristo desciende a este mundo; José salva a Egipto de la falta de trigo y Cristo libra al mundo del hambre de la Palabra de Dios: “Por toda la tierra ha resonado su voz y su palabra hasta los confines del mundo” (Sal 18,5). Cristo, despojado de su gloria y revestido de la condición de siervo (Flp 2,6-11), es el verdadero “Justo renegado y conducido a la muerte” (Hch3,14-15). El odio de los fariseos es similar al odio de los hermanos de José. Con insistencia deciden darle muerte (Mc 3,6). Como José es entregado a los mercaderes y luego a los egipcios, así Cristo es entregado a los paganos, a los romanos, para que le crucifiquen (Jn 18,28ss). Así lo comenta, por ejemplo, san Pedro Crisólogo: “José es calumniado por sus hermanos, Cristo es acusado por los falsos testigos. José con sus sueños proféticos cae bajo los celos, Cristo con sus visiones proféticas provoca la envidia. José, sumergido en la cisterna de la muerte, sale de ella vivo, Cristo, colocado en el sepulcro, resucita y se muestra vivo a los apóstoles”. El veneno de la envidia, “por la que entró la muerte en el mundo” (Sb 2,24), hace que los hermanos aborrezcan a José hasta el punto de “no poder hablarle amablemente” (37,4). El homicidio brota del odio. Hay toda una cadena de sentimientos que lleva al último eslabón: indiferencia, desprecio, antipatía, rencor, odio, muerte del hermano. San Juan Crisóstomo dice que Caín, después del fratricidio, es maldecido como la serpiente del paraíso, porque
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obró como ella: “Hizo casi lo mismo que la serpiente y sirvió de instrumento al diablo. Como ella introdujo con mentira la maldad, así éste con engaño sacó a su hermano al campo y le mató. El diablo, a quien mueve la envidia del hombre, usó el engaño para introducir la muerte. Así Caín, envidiando la preferencia de Dios por su hermano, llegó al homicidio”. La envidia por la preferencia de Jacob hacia José lleva a los otros hermanos al borde del homicidio. También Cirilo de Alejandría sigue paso a paso la historia de José, viendo en cada acontecimiento un anticipo de la vida de Cristo. Ve a Cristo en José negado por sus hermanos, arrojado en la fosa, de la que sale con vida. Luego, como José desciende como esclavo a Egipto, así Cristo se abaja hasta anonadarse (Flp 2,7) y se hace como nosotros, tomando la condición de esclavo, se somete a la muerte, y muerte de cruz, descendiendo hasta el infierno, de la que era imagen la fosa. Pero reconquista la vida y es consignado a quienes son comerciantes de aromas espirituales, es decir, a los apóstoles. Éstos, espirando el buen olor de su ungüento, llegan a la región de los gentiles, mediante el anuncio del evangelio, llevando a quienes no le conocían a Aquel que se revistió de la forma de esclavo. Se le anuncia, en efecto, como Aquel que por nosotros se ha encarnado y ha tomado la forma de esclavo. Merece la pena recoger también el comentario a la frase de Judá: “¿No es carne nuestra?”. Dos personas, hombre y mujer, se hacen “una sola carne” por la unión conyugal, “amada en el amado transformada”. Los hermanos, siendo una misma carne y sangre, se separan, creando la diversidad. Vinculados por la carne y la sangre viven el amor y la unidad en la diversidad. Cristo toma nuestra carne y nuestra sangre para hacerse hermano nuestro, “asemejándose en todo a sus hermanos” (Hb 2,14s). Y para hacernos a nosotros hermanos suyos, hijos del mismo Padre, nos da su carne y su sangre: “Tomad y comed....”, “Tomad y bebed....”. Haciéndonos hermanos suyos, comparte con nosotros la herencia del padre: somos “coherederos de Cristo”. La historia, con todos los acontecimientos, enseñará a los hermanos de José que la fraternidad supone comunión y diferenciación. La diferencia de los hermanos es una riqueza en sí misma, pero si uno no la acepta corre el riesgo de sentirse discriminado. Entonces se incuba en su interior un disgusto, que se vuelve rencor y puede transformarse en odio fratricida. En Bereshit Rabbah se comparan la actitud de Jacob ante la “muerte” de José y la de Judá ante la muerte de su esposa. De Judá se dice que “se consoló” (38,12) de la muerte de su esposa, mostrando así que merecía la preeminencia sobre sus hermanos (1Cro 5,2), pues no se debe llorar a los muertos más de lo necesario. En cambio se dice que “Jacob no se quiso consolar” (37,35) de la muerte de uno de sus hijos, siendo el padre de todos ellos. Rabí José defiende a Jacob diciendo que “uno se consuela por un muerto, pero no por uno que está vivo”. Uno puede darse paz cuando está seguro de la muerte de un ser querido, pero no mientras haya la mínima duda de que puede estar vivo. Después de describir el duelo de Jacob por su hijo, el texto añade “y su padre le lloraba”. Si se entiende del padre de José es una frase superflua, pues ya está dicho antes. Por ello, la lectura atenta del Midrash dice que se trata del padre de Jacob, Isaac, que aún está vivo. Isaac acompaña a Jacob en su luto, aunque él sabe que José no ha muerto. Por ello, mientras está al lado de su hijo Jacob, llora. Pero, cuando sale de su presencia, se lava y unge, cosa que está prohibida durante el tiempo de duelo, come y bebe. ¿Y por qué no se lo revela a Jacob? -Si el Señor no se lo revela, ¿quién soy yo para hacerlo? 5. JOSÉ EN CASA DE PUTIFAR
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“José fue llevado a Egipto” (39,1). Es lo que dice el texto bíblico. Pero, en realidad, es él quien llevará a Egipto a su padre y a sus hermanos. Dice Rabbi Tanchum: Se puede comprender con un ejemplo. Había una vez una vaca a la que se deseaba poner el yugo sobre su cuello para ir a arar un campo, pero se negaba a aceptarlo. ¿Qué hicieron? Le quitaron el ternero, hijo suyo, y lo llevaron al campo donde ella tenía que arar. El ternero comenzó a lamentarse y entonces la vaca, al oírle, fue sin rechistar al campo donde no hubiera ido de otro modo. Así hizo el Santo, Bendito sea, cuando quiso cumplir la profecía hecha a Abraham -“tu descendencia será extranjera” (15,13)-. Para realizarla tomó como ocasión la venta de José. Detrás de él fueron a Egipto todos sus hermanos. “Por su parte, los madianitas, llegados a Egipto, venden a José a Putifar, comandante del Faraón y capitán de los guardias” (37,36). Así José entra como esclavo en una buena casa egipcia. Aunque, comenta Rabí Leví, es un siervo quien compra: Putifar, siervo del Faraón; los hijos de la sierva son quienes venden: los ismaelitas, descendientes de Agar; y así el hombre libre, José, es considerado siervo de ambos. La vida de esclavitud parece cerrar a José todo camino de esperanza. Pero “Yahveh asiste a José mientras está en la casa del egipcio” (39,3). La presencia de Yahveh en la vida de José es continua y su acción se deja sentir rompiendo muros y barreras, abriendo horizontes nuevos e insospechados. Es Yahveh quien escalona la ascensión de José desde las cisternas, pozos, prisiones, donde los hombres le hunden. Dios baja al exilio con José. De este modo José se convierte en cauce de bendición para la casa de Putifar, que le ha comprado, lo mismo que ocurrió con Jacob para Labán (30,30) y antes con Isaac para Guerar (26,12). En todos los lugares donde van los justos, la Presencia divina va con ellos y su bendición se difunde en torno a ellos: “Yahveh bendijo la casa del egipcio en atención a José, extendiéndose la bendición de Yahveh a todo cuanto tenía en casa y en el campo” (39,6). Y José no oculta su fe en Dios. Hasta un pagano, como Putifar, “ve que Yahveh está con él y le hace prosperar en todas sus empresas” (39,3). Siervo de la casa, muy pronto José alcanza una posición de privilegio: el señor le constituye intendente de toda su casa, dejando todo en sus manos. Impresionado por “la bendición de Yahveh”, que ha llegado a su casa con José, Putifar entrega a José las llaves de su casa y no le pide cuenta de nada de lo que hace, según dice el mismo José: “Mi señor no me controla nada de lo que hay en su casa y todo cuanto tiene me lo ha confiado” (39,8). Pero José, según el Midrash, al verse tratado con tanta confianza, comienza a comer, a beber y a rizarse el cabello, mientras dice: -¡Bendito sea Dios que me ha hecho olvidar la familia de mi padre!. Entonces el Señor dice: -¡Cómo! Tu padre hace luto por ti, ¿y tú no haces más que comer, beber y arreglarte el cabello? ¡Mandaré contra ti un oso! Y, en efecto, inmediatamente después “la mujer de su señor puso sus ojos en José” (39,7). Y el Midrash añade una semejanza, con las que tanto disfruta: “Se puede poner esta comparación: Un hombre fuerte y robusto se hallaba en la plaza pública, se embellecía los ojos, se arreglaba el cabello y se alzaba sobre los talones, mientras decía: Yo soy fuerte y bello. Entonces le dijeron: He aquí un oso; si eres valiente, mátalo”. José ha heredado la belleza de su madre. Y esta belleza, exótica en Egipto, excita el deseo de su ama Zuleika, que intenta seducirlo con halagos o amenazas. Y si la mujer de Putifar no es insensible a la belleza de José, tampoco lo son las otras mujeres. Quien lo ve no puede no amarlo apasionadamente, secretamente, según cuenta el Midrash, que dedica a este aspecto de la vida de José innumerables anécdotas. Ya el texto bíblico es suficientemente explícito. José, adquirido por Putifar, siente sobre sí la mirada de la esposa de su señor. Ésta se enamora locamente del joven siervo, que la rechaza. Pero el deseo de una mujer
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insatisfecha de su marido es incontrolable. Ella insiste, persiste en su intento de seducción. Montet, eminente conocedor de las costumbres de Egipto describe a la mujer egipcia de la alta sociedad como “frívola, coqueta y caprichosa, incapaz de guardar un secreto, mentirosa y vengativa, e infiel naturalmente”. Es una buena descripción de Zuleika. Pero todos sus intentos son vanos. José no cede a su pasión. Así hasta que un día en que la casa está vacía, ella lo agarra y trata de forzarlo. Desesperado, José huye, dejando en manos de ella, su manto. Inconsolable, la seductora Zuleika, rechazada y frustrada, abraza fuertemente la túnica de José contra su corazón y la acaricia, dice el Midrash, que sabe hasta el nombre de ella. De todos modos es siempre peligroso rechazar a una bella señora, sobre todo si está enamorada y es rica e influyente. José va a parar al fondo de la cárcel. Es una historia banal aparentemente, no muy digna de la Biblia. El pudor es una virtud de los hebreos. Y, sin embargo, el Midrash se entretiene en ampliar esta página, narrando episodios de corazones femeninos destrozados por José en el reino del Faraón. Basta una de estas historias, como ejemplo. Un día, algunas mujeres de la alta sociedad egipcia se reúnen en casa de Putifar. La señora de la casa les ofrece cedros que las señoras pelan con los cuchillos. De repente entra José y todas las mujeres presentes, emocionadas y deslumbradas, se cortan las manos, que comienzan a sangrar. -Esto es lo que yo debo soportar cada día, cada hora, les dice la mujer de Putifar, con el respiro ahogado. ¿Es consciente José de su atractivo sobre las mujeres? Es probable. Le gusta agradar, quizás hasta provocar, como hacía con sus hermanos con su túnica de colores y, sobre todo, contándoles sus sueños. José se suele meter él mismo en los líos, confiando en que Dios le sacará de ellos. Eso es lo que confesará al final de la historia. Ahora Dios no aparece, está escondido detrás de los hechos. José desde luego se detiene en sus intrigas en un cierto punto. No así la mujer de Putifar, que desea seducirlo hasta llevarlo a la cama. El Midrash dice que, para ello, cambiaba de vestidos tres veces al día: en la mañana, a mediodía y en la tarde. Y sin embargo, José casi adolescente resiste a todos sus atractivos de mujer madura. Pero otros sabios de Israel dicen lo contrario. Acusan a José de meterse por su cuenta en la boca del lobo. ¿Por qué entra en la casa de la mujer de Putifar, sabiendo que no hay nadie más en ella? Y, suponiendo que sea inocente, ¿por qué no ha escapado antes? ¿por qué ha esperado al último momento, cuando ya ella le tenía entre sus brazos, teniendo que dejar en sus manos el vestido? Nos cuentan los egiptólogos que el desbordamiento anual del Nilo era recibido al son de las arpas y los tambores. Todos los egipcios salían al campo a celebrar la fiesta. En casa de Putifar, su esposa Zuleika, con el pretexto de que no se siente bien, se queda en casa con unos cuantos siervos y con José, naturalmente. Es la ocasión esperada para seducirlo. Es entonces cuando entra José “a hacer su trabajo” (39,11) o, según Rabbí Shemuel en un comentario recogido por Rashí, José entró en la casa dispuesto a ceder a las incitaciones de Zuleika. Pero, al entrar en la habitación donde ella le esperaba, se le apareció en la ventana la imagen de su padre, que le gritaba: “¡José! Tus hermanos tendrán sus nombres escritos en las piedras del efod (Ex 28,6-14), y tu nombre estará entre el de ellos, ¿o quieres que tu nombre sea cancelado de en medio de tus hermanos y que a ti se te considere como compañero de prostitutas?”. Esta imagen del padre le dio fuerzas para vencer la tentación. De todos modos el testimonio de su inocencia está en la Escritura. Es la respuesta que le queda a Rabbi Yossi ante las dudas con que se entretiene el Midrash: La Biblia no nos engaña; nos narra los pecados de tantos otros grandes hombres, como los de su hermano Judá, ¿por qué nos mentiría sobre José? Si hubiera cedido al deseo, la Torá nos lo habría dicho. Una prueba de la inocencia de José es que termina en la prisión. Si hubiese cedido a los deseos de la seductora, ésta no lo habría denunciado. Vengarse del siervo que la ha
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rechazado, acusándolo de su propia maldad, es algo que entra en la lógica femenina. El Targum Neophiti, en su amplificación del texto, traduce: “Cuando ella hablaba con José día tras día, él no la escuchaba en lo de cohabitar con ella en este mundo, para no estar con ella en el infierno en el mundo futuro”. Lo repite Jacob en su bendición, referido a las demás mujeres egipcias que ponían los ojos en él: “Las hijas de los reyes y de los príncipes te observaban desde las ventanas, cuando recorrías el país, y te escuchaban desde las celosías, y arrojaban delante de ti cadenas, anillos, collares, broches y toda clase de objetos de oro, esperando que levantases tus ojos y mirases a una de ellas. ¡Lejos de ti, José, hijo mío! No levantaste los ojos ni miraste a ninguna de ellas. Las hijas de los reyes y de los príncipes se decían unas a otras: Éste es José, el varón piadoso que no va tras la apariencia de los ojos ni tras los pensamientos de su corazón, que son los que hacen perecer a los hijos de los hombres” (Neophiti). Para el Midrash José es el Justo porque sabe dominar el instinto sexual. A pesar del ambiente de sexualidad que reina en Egipto, él sabe resistir a la adúltera mujer de Putifar y a todas las otras, que le provocan cada día, tratando de seducirlo. Dios, que ha descendido con él en Egipto, le protege del mal. Es la bendición del justo, según el canto del salmista: “De Yahveh penden los pasos del hombre, firmes son y su camino le complace; aunque caiga, no se rompe, porque Yahveh le pone debajo la mano” (Sal 37,24). No es que Dios libre a José de la tentación, pero sí de caer en ella, pues Dios prueba al justo como “el alfarero prueba en el horno las vasijas de barro” (Si 27,6). Así es “como Dios estaba con él” (Hch 7,9). Y los Padres lo amplían en sus catequesis a los cristianos. Un adobe sin cocer, puesto como fundamento de un edificio que se alza junto a un río, no resiste ni un día. Pero, cocido, resiste como la piedra. Como adobe no cocido es el hombre “que se deja dominar por la carne” y que siempre “tiende hacia las cosas carnales” (Rm 8,5). Si no pasan por el fuego de la prueba, como José, al ser elevados a una posición de autoridad, sucumben, pues estas personas que viven en medio de los hombres están rodeadas de tentaciones a todas horas. Es, pues, conveniente que quien conoce la medida de sus fuerzas huya del poder. Sólo quienes se alzan sobre el fundamento de la fe - “los que se dejan guiar por el Espíritu y tienden hacia las cosas espirituales” (Rm 8,5)- sólo éstos permanecen “firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo no es vano en el Señor” (1Co 15,58). Así, José, que no era un hombre terreno, al ser tentado en una tierra donde no había ni rastro de culto a Dios, salió victorioso, pues el Dios de sus padres estaba con él y lo libró de todas sus angustias (Sal 34,7), por lo que ahora está en el reino de los cielos con sus padres. José rechaza a Zuleika cada vez que ella se le ofrece. Este rechazo de José hiere de tal modo a Zuleika que se enferma de amor. Con palabras, con dones, con promesas y extorsiones busca todas las formas de vencer la resistencia de José. Y, como esta vía no lleva a ninguna parte, intenta romper su resistencia con amenazas: -Serás oprimido cruelmente. -Dios ayuda a los oprimidos, responde José. -Sufrirás hambre. -Dios nutre a quien tiene hambre. -Te arrojaré a la cárcel. -Dios libera a los prisioneros. -Te haré besar el polvo. -Dios levanta a quien cae. -Te arrancaré los ojos, -Dios da la vista al ciego. José podrá anunciar a su padre que está vivo y que tiene el dominio sobre todo Egipto, “pues pisotear el apetito sexual, comenta Orígenes, escapar a la lujuria y poner límites y freno
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a todas las pasiones de cuerpo es tener el dominio de todo Egipto”, símbolo de toda esclavitud. “Si José, comenta Orígenes en la misma homilía, se hubiese dejado vencer por la lujuria y hubiese pecado con la mujer de su señor, no creo que los patriarcas le hubiesen dado a su padre, Jacob, esta noticia: Tu hijo José vive. Pues, si se hubiera comportado así, no habría estado vivo, porque el alma que peca, morirá (Ez 18,4) ”. José, comentan los sabios de Israel, es de bella presencia y de hermoso semblante (39,6), como su madre Raquel (29,17). Pero José no se aprovecha del encanto que suscita sobre la patrona de casa, no muy satisfecha de su marido, para arrancarle ningún privilegio personal o para una simple aventura. La castidad de José es, en primer lugar, una cuestión de justicia en relación al prójimo: “José dijo a la esposa de su señor: Mi señor no me controla nada de lo que hay en su casa, y todo cuanto tiene me lo ha confiado. ¿No es él mayor que yo en esta casa? Y sin embargo, no me ha vedado absolutamente nada más que a ti misma, por cuanto eres su mujer. ¿Cómo entonces voy a hacer este mal tan grande, pecando contra Dios?” (39,8-9). En segundo lugar, la justicia, que preserva a José del pecado, nace del temor de Dios. La piedad de José le hace vivir en la verdad ante todos. Pecar contra su señor, adulterando con su esposa, es pecar contra Dios. En última instancia José apela a Dios. Por fidelidad a Dios vence la tentación. Contrapone la unión con la mujer a su unión con Dios. José es justo ante Dios. Más tarde, el Rey David, después de su adulterio con Betsabé, confesará ante el profeta Natán: “He pecado contra Yahveh” (2S 12,3). José, en su respuesta a la mujer de Putifar pone ante los ojos de ella la injusticia que hace al marido y el pecado que comete ante Dios. Su propuesta es doblemente inaceptable. El temor de Dios es lo que le impide infligir una injusticia semejante a su señor. Dios no le permite traicionar la confianza que le ha otorgado su señor. En Israel el adulterio es uno de los delitos más graves, que sólo se podía expiar con la pena de muerte. El adúltero o la adúltera quebrantaba uno de los mandamientos más santos del Dios de Israel. Los Padres de la Iglesia dicen, comentando la victoria de José sobre la tentación de la mujer de Putifar, que dominar las pasiones es gobernar todo Egipto. Por Egipto entienden el pecado, la esclavitud y la muerte. Cirilo de Alejandría invita a los fieles a seguir el combate con José, el joven adolescente, con la incontinencia de la Egipcia, que intenta con toda su fuerza y violencia forzarlo a cometer el pecado, que él no desea. Ella, con sus manos de fiera enfurecida, le aferra los vestidos para obligarlo a unirse con ella. A José no le queda otra salida que, abandonando sus vestidos en manos de ella, salir huyendo. Entonces ella, echando sobre él la acusación de violencia libidinosa, le calumnió, costándole la cárcel. Así Cristo llega en medio de los gentiles en la persona de los apóstoles. Pueden bien decir que llevan en su cuerpo los estigmas de Cristo (Ga 6,17), pues no se conforman a los apetitos mundanos, huyendo constantemente de las concupiscencias carnales. Es siempre así la vida de los santos. Como la mujer impúdica odió a José, así los cristianos son siempre insidiados y calumniados por quienes sienten como un peso a quienes quieren vivir en Cristo. Al ser perseguidos y encadenados, recordaban la palabra de Cristo:” Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Su fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo” (Jn 15,18-19). Lutero subraya la sabiduría singular de José, que prefiere salvarse mediante la huida en lugar de luchar con la adúltera. La huida es el remedio mejor, según la palabra de Pablo: “¡Huid de la fornicación!” (1Co 6,18). La fornicación, y más aún el adulterio, seca las raíces de la fe, es un pecado contra Dios mismo. De hecho, dice el mismo Lutero, quien viola la castidad con el adulterio o con amores ilegítimos, no tardará mucho en perder la fe. José justamente une el amor a la castidad y la fidelidad a Dios. Es la piedad hacia Dios la que le da fuerza para vencer la tentación. Con razón la Escritura aconseja: “Tened todos en gran honor
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el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado; que a los fornicarios y adúlteros los juzgará Dios” (Hb 13,4). San Ambrosio se fija en que a la mujer que tienta a José se le llama con propiedad “la mujer de su patrón”, pues ella no es la “patrona”, ya que ni con la fuerza pudo obtener lo que antes había buscado con súplicas. El verdadero “padrón” es José, que no se dejó dominar de la ardiente pasión de ella, ni atar con sus seducciones, ni atemorizar con sus amenazas de muerte. Prefirió la muerte inocente a la unión con el poder pecaminoso. José salió victorioso de quien sólo consigue “poner los ojos sobre él” (39,7). La mujer de Putifar pertenece al grupo que describe san Pedro: “Tienen los ojos llenos de adulterio, que no se sacian de pecado, seducen a las almas débiles, tienen el corazón ejercitado en la codicia, ¡hijos de maldición!” (2P 2,14). El tema de la mujer seductora es frecuente en la literatura sapiencial. El sabio amonesta al joven a huir de la “mujer extraña, de la extranjera, que endulza sus palabras, que abandona al compañero de su juventud y olvida la alianza de su Dios” (Pr 2,16-17). “Los labios de la extraña destilan miel y su palabra es más untuosa que el aceite” (Pr 5,3). La seducción que ejerce sobre un joven la mujer tentadora la describe magistralmente el libro de los Proverbios al narrar esta escena : “Estaba yo a la ventana de mi casa y miraba a través de las celosías, cuando vi, en el grupo de los simples, distinguí entre los muchachos a un joven falto de juicio: pasaba por la calle, junto a la esquina donde ella vivía, iba camino de su casa, al atardecer, ya oscurecido, en lo negro de la noche y de las sombras. De repente, le sale al paso una mujer, con atavío de ramera y astucia en el corazón. Es alborotada y revoltosa, sus pies nunca paran en su casa. Tan pronto en las calles como en las plazas, acecha por todas las esquinas. Ella lo agarró y lo abrazó, y desvergonzada le dijo: Tenía que ofrecer un sacrificio de comunión y hoy he cumplido mi voto; por eso he salido a tu encuentro para buscarte en seguida; y ya te he encontrado. He puesto en mi lecho cobertores policromos, lencería de Egipto, he rociado con mirra mi cama, con áloes y cinamomo. Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana, solacémonos los dos, entre caricias. Porque no está el marido en casa, está de viaje muy lejos; ha llevado en su mano la bolsa del dinero, volverá a casa para la luna llena. Con sus muchas artes lo seduce, lo rinde con el halago de sus labios. Se va tras ella en seguida, como buey al matadero, como el ciervo atrapado en el cepo, hasta que una flecha le atraviese el hígado; como pájaro que se precipita en la red, sin saber que le va en ello la vida” (Pr 7,6-23). En la historia de José nos encontramos con un movimiento pendular que lleva a José a lo hondo de la cisterna o a la mazmorra de la prisión o al palacio del Faraón. Lo contemplamos sumido en la aflicción y la angustia o cosechando éxitos de reyes. Otro elemento que persigue a José, -y que los Padres se complacen en comentar-, es el de su vestido. Los hermanos sufren envidia de su túnica de mangas largas y es lo primero que desgarran cuando conspiran contra él. La mujer de Putifar también se aferra a su vestido como prueba de su frustración personal. Más tarde el mismo Faraón cambiará el vestido de presidiario de José por un “traje de lino” y un collar de oro. José, “dejándole el vestido en sus manos, salió huyendo afuera” (39,13). El manto en manos de Zuleika es la prueba de cargo contra José cuando regresa a casa el marido. Así la seductora despreciada, se venga. Cuando Putifar escucha la historia, que le cuenta su esposa, y ve el vestido de José en las manos de ella, monta en cólera, toma a José y le encierra en la cárcel donde estaban los presos del rey. La calumnia hunde a José hasta el abismo. Pero cuando toca fondo surge victorioso de él. Dios está con él en todo momento, desciende con él, para hacerle ascender a la gloria. Es evidente el paralelo entre la historia de José y la historia del pueblo de Dios. El odio amenaza
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con destruir a José como al pueblo de Dios. Y como José sube de pozos y fosas, el pueblo de Dios se levanta constantemente, cambiando su ropa de esclavo para reinar en la libertad de los hijos de Dios. Habiendo encontrado en la egipcia una segunda Eva, la Serpiente trata de hacer caer a José con la adulación de sus palabras, pero él, abandonando la túnica, huye del pecado y, estando desnudo, no siente vergüenza, igual que Adán antes de la desobediencia. José es, pues, figura del nuevo Adán, el de la carne gloriosa, que resucita del sepulcro en Cristo. Dios, después del pecado, viste “al hombre y a la mujer con túnicas de piel” (3,21). El hombre queda cubierto con la piel de animales. Es el aspecto visible del hombre. Jacob, para engañar a su padre se viste con pieles de cabrito. Sus hijos le engañan a él, mostrándole la túnica de su hijo José manchada con sangre de un cabrito. Siempre se usan las túnicas del engaño para encubrir la muerte. El diablo es mentiroso y asesino desde el principio. Al final, Cristo es despojado de la túnica, y levantado sobre la cruz, victorioso sobre el diablo y sobre el pecado. En Cristo, la mentira es desvelada y la muerte vencida. Ya no es necesaria la túnica. Jesús, al resucitar, deja en el sepulcro el sudario y las vendas que han cubierto su cuerpo de pecado (Jn 20,6; Rm 8,3; 2Co 5,21). José, vencida la tentación, deja también el vestido en manos de la mujer y huye desnudo. Se quita el traje del hombre viejo, sometido a las pasiones, y se reviste de gloria. El hombre, al renacer como hombre nuevo, se despoja del hombre corruptible y “se reviste de incorruptibilidad” (1Co 15,53). A José le cambian el vestido para presentarlo al Faraón (41,14), se viste un traje de lino cuando es nombrado virrey (41,42) y regala dos vestidos a cada hermano al final, para borrar con el bien el mal de la envidia: “a quien te quite la túnica, dale también el manto” (Mt 5,38ss). A la vuelta del hijo pródigo el Padre dice a los siervos: “Sacad el mejor traje y vestidlo” (Lc 15,22). Cristo sube al Gólgota vestido de “un manto de púrpura”, símbolo de su realeza (Jn 19,2-3). Allí en el calvario los soldados se reparten sus vestidos, echando a suerte la túnica “sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo” (Jn 19,23-24). Los hermanos de José se quedan con su túnica y tienen que inventar una mentira para el padre. La mujer de Putifar se queda con los vestidos de José y también ella tiene que inventar una mentira para su marido. Para cubrir el pecado hay que inventar siempre una mentira, pues el tentador es padre de la mentira (Jn 8,44). Jacob, que engañó a su padre (Gn 27), es ahora engañado por sus propios hijos. El astuto, que robó la primogenitura al hermano (25,29ss), ahora es víctima de sus cálculos. En realidad, Jacob recoge lo que ha sembrado. La misma cosecha recogen los hijos. Desean liberarse de José, y el hermano “muerto” queda para siempre en la memoria como remordimiento de su culpa.
6. CALUMNIADO, ES ENCARCELADO
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La pasión de Zuleika por José se cambia en aborrecimiento y odio. A la mujer de Putifar, al verse rechazada por José, le ocurre lo mismo que a Amnón con su hermanastra Tamar, después de violarla: “Después la aborreció con tal aborrecimiento que fue mayor su aborrecimiento que el amor con que la había amado” (2S 13,15). La pasión sexual, satisfecha o frustrada, se transforma en odio. Para cubrir su situación, hecha pública por la huida de José sin el vestido, la mujer cambia los papeles y atribuye a José las solicitudes de las que ella es culpable. El vestido, que ha arrebatado a José, lo presenta como prueba de las intenciones de José, a la vez que cita como testigos a los domésticos de la casa. Ante ellos acusa a José y luego ante su marido, apenas éste vuelve a casa. En una sola frase hay un reproche patente hacia José, llamado despectivamente “ese hebreo”, y hacia el marido: “Ha entrado a mí ese siervo hebreo que tú trajiste, para abusar de mí” (39,17). En sus labios resuenan las palabras de Adán, acusando a Eva y a Dios simultáneamente: “La mujer que tú me diste por compañera me dio del árbol y comí” (3,12). El vestido, que la adúltera aprieta entre sus manos, es la prueba con la que justifica la acusación contra José: -Cuando yo he levantado la voz y he gritado, entonces él ha dejado su ropa junto a mí y ha huido afuera. Al oír su señor las palabras que acababa de decirle su mujer, se encolerizó, prendió a José y le puso en la cárcel, en el sitio donde estaban los detenidos del rey. Allí, en la prisión, dice san Efrén, permaneció sin su vestido, lo mismo que había estado en la cisterna del desierto sin la túnica. Pero el Señor tuvo piedad de él “y le cubrió con su misericordia, haciendo que agradara al jefe de la cárcel; todo lo que se hacía allí, lo hacía él. El jefe de la prisión no controlaba absolutamente nada de cuanto administraba José, ya que Yahveh le asistía y hacía prosperar todas sus empresas” (39,21-13). Rashí nos da una prueba de esta asistencia benévola de Dios sobre su justo José. Como las palabras malévolas de la adúltera mujer de Putifar habían puesto en labios de todos el nombre de José, imprecando contra él, Dios difundió la noticia de las culpas de dos de los dignatarios del Faraón, para desviar hacia ellos la atención de la gente, de modo que dejasen en paz a José. Y, al mismo tiempo, poniendo a estos dos en contacto con José, les hacía instrumento de su salvación. Así, pues, el Faraón, irritado contra sus dos ministros, el jefe de los escanciadores y el jefe de los panaderos, les encierra en la prisión. En realidad, leemos en Bereshit Rabbah, la detención de los dos funcionarios no era sino el medio que Dios elige para liberar a José. Dios hace de ellos la llave para abrir a José las puertas de la prisión. A José, ya se sabe, le gustan los sueños. Los tiene o se los cuentan a pares. En la prisión José se gana al jefe “y éste le encomienda el cuidado de todos los presos”. Así, pasado cierto tiempo, se encuentra con el copero y el panadero del rey, que han ido, también ellos, a parar a la misma cárcel. Los dos, cómplices de una conjura o de negligencia en el cumplimiento de su servicio, declarados culpables, van a parar a la prisión, bajo la vigilancia de José. En la misma noche, cada uno de ellos tiene un sueño y, a la mañana, los dos se lo cuentan a José, para que les dé su interpretación. José posee una luz superior, un saber sobrehumano, que le suministra la clave y le hace transparentes las imágenes ambiguas de los sueños. En ellas puede leer con precisión y anunciar el futuro de los soñadores. Al copero y al panadero, a quienes en la mañana encuentra sumidos en la preocupación, José les dice: “¿acaso no corresponde a Dios la interpretación de los sueños? Vamos contadme a mí vuestros sueños” (40,9). En Egipto la interpretación de sueños era toda una ciencia, con su técnica y su arte. José se burla un poco de todas esas creencias, que angustian a los dos presos, al no poder contar en la cárcel con esos maestros. Para José la interpretación de los sueños no es una ciencia humana, sino un don que Dios concede a quien quiere. Los acontecimientos del futuro
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están únicamente en manos de Dios y sólo Él puede conceder a quien quiere el don de revelar el sentido de la historia y de los sueños, que la anticipan. José, en la mañana, al encontrar al copero y al panadero preocupados, les pregunta: -¿Por qué tenéis hoy tan mala cara? Le responden los dos a una: - Hemos soñado un sueño y aquí en la cárcel no hay quien lo interprete. José, que atribuye todo a Dios, pues le tiene en el corazón, en la boca, y en todo su obrar, les dice: -¿No son de Dios los sentidos ocultos? Veamos, contádmelo a mí. El jefe de los escanciadores cuenta su sueño a José: -Voy con mi sueño. Resulta que yo tenía delante una cepa, y en la cepa tres sarmientos que, nada más echar yemas, florecían enseguida y maduraban las uvas en sus racimos. Yo tenía en la mano la copa del Faraón, y tomando aquellas uvas, las exprimía en la copa del Faraón, y ponía la copa en la palma de la mano del Faraón. Mientras el jefe de los escanciadores cuenta su sueño, José recita el salmo: “Has trasplantado una vid de Egipto...”. El copero no sabe que en sus palabras hay una profecía sobre el futuro de Israel. José, en cambio, lo contempla con claridad: la vid es Israel, los tres sarmientos son Abraham, Isaac y su padre Jacob, cuya descendencia, esclava en Egipto, será liberada por tres guías fieles: Moisés, Aarón y Miriam. La copa es el cáliz amargo que el Faraón deberá beber a la postre (Ap 14,9-10; 18,6). José se calla esta interpretación, gozando en su interior este feliz anuncio de la liberación del pueblo de Dios. Alegre por esta buena noticia, le dice al jefe de los escanciadores: -Tú me has dado una buena noticia, también yo te doy una buena noticia. Esta es la interpretación: los tres sarmientos, son tres días. Dentro de tres días levantará Faraón tu cabeza: te devolverá a tu cargo, y pondrás la copa del Faraón en la palma de su mano, lo mismo que antes, cuando eras su escanciador... Ánimo que el Faraón alzará tu cabeza, que ahora está inclinada hacia abajo por la tristeza y la desgracia. El jefe de los panaderos, viendo que es buena la interpretación, se anima y dice a José: -Voy también yo con mi sueño: Había tres cestas de pan candeal sobre mi cabeza. En la cesta de arriba había de todo lo que come Faraón de panadería, pero los pájaros se lo comían de la cesta, de encima de mi cabeza. José también en este sueño ve un alegre anuncio de salvación para Israel, aunque le aflige ver que esa salvación irá precedida de diversas opresiones. En las tres cestas contempla a los tres reinos que esclavizarán a Israel: Babilonia, Media y Grecia, y la más alta indica el despiadado dominio de Roma. El pájaro que se come los manjares de esta cesta es el Mesías que destruirá el imperio de Roma. También esta vez José guarda para sí esta interpretación y al jefe de panaderos le responde: -Tú me has dado una mala noticia, también yo te doy una mala noticia. Esta es su interpretación. Las tres cestas, son tres días. Dentro de tres días el Faraón alzará tu cabeza de encima de ti y te colgará en un madero, y las aves se comerán la carne que te cubre. En el Targum Neophiti se da esta versión de la interpretación del sueño del jefe de panaderos: Las tres canastas son tres duras servidumbres que Israel tendrá que servir en la tierra de Egipto: con barro, con ladrillo y con toda suerte de trabajo en el campo. Y el Faraón ha de dar decretos perversos contra Israel y arrojará a sus hijos al río. Pero el Faraón perecerá y sus ejércitos serán aniquilados y los hijos de Israel saldrán libres, con la cabeza descubierta. Pero tú, jefe de panaderos, recibirás una mala recompensa, pues has tenido este sueño. Pero José no dijo la interpretación del sueño, sino que dijo... (como arriba). Las predicciones de José se cumplen. El copero es restituido al servicio del rey y el panadero es ajusticiado, como José les había anunciado. Con ocasión del banquete con que celebra el aniversario de su nacimiento, el Faraón alza la cabeza del jefe de los coperos y
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levanta la cabeza del jefe de los panaderos. Es un levantar la cabeza de distinto signo en cada uno de los casos: rehabilitación total en el primero y desenlace fatal en el segundo. Los Padres prolongan la lectura midráhsica con la lectura espiritual. José, que está en la prisión en medio de dos encarcelados, a quienes interpreta en forma diversa sus sueños, a Ruperto le hace pensar en Cristo crucificado en medio de los dos ladrones, pronunciando una sentencia diversa para cada uno de ellos. El Faraón, mediante José, toma a uno y lo libra de la prisión, mientras que deja o ejecuta al otro. Dios, mediante Cristo, del que José es figura, desde la cruz toma a uno para llevarlo al paraíso, mientras deja al otro en la muerte de su pecado. El discernimiento de José es figura de la realidad que se cumple en Cristo. En ambos casos se cumple la palabra del evangelio: dos hombres están juntos en el campo, dos mujeres unidas moliendo con la misma rueda, dos en la misma cama... y uno es tomado y el otro dejado (Mt, 24,40; Lc 17,34). Al interpretarle el sueño, José le dice al copero: -A ver si te acuerdas de mí cuando te vaya bien, y me haces el favor de mencionar mi nombre al Faraón para que me saque de esta prisión. Pues fui raptado del país de los hebreos, y por lo demás, tampoco aquí hice nada malo para que me metieran en este calabozo. Dos años, día por día, sigue José en la profundidad de la prisión desde que el copero del Faraón la deja para volver a su oficio. Éste, en su prosperidad, una vez recuperada la libertad, se olvida de José. Rashí dice que José pasa dos años más en la cárcel por haber puesto su confianza en el jefe de los escanciadores, rogándole que se acordase de él. En efecto, así está escrito: “Dichoso el hombre que pone su confianza en Yahveh, y no se dirige a los orgullosos, que andan tras la mentira” (Sal 40,5). Dichoso, pues, quien no confía en los egipcios, a quienes Isaías llama orgullosos: “Para los que bajan a Egipto sin consultar a mi boca, para buscar apoyo en la fuerza del Faraón y ampararse a la sombra de Egipto, la fuerza del Faraón se os convertirá en vergüenza, y el amparo de la sombra de Egipto, en confusión. Cuando estuvieron en Soán sus jefes, y cuando sus emisarios llegaron a Janés, todos llevaron presentes a un pueblo que les será inútil, a un pueblo que no sirve de ayuda - ni de utilidad sino de vergüenza y de oprobio... El apoyo de Egipto es huero y vano. Por eso he llamado a ese pueblo Ráhab (=orgulloso)” (Is 30,2-7). Con razón dice Jeremías: “Maldito el hombre que confía en el hombre y pone su esperanza en la fuerza de su brazo, apartando su corazón del Señor. Bendito, en cambio, el que confía en Yahveh, pues Yahveh no defraudará su confianza” (Jr 17,5-7). Y éste es José. Mientras permanece en la prisión, su fe en Dios no sufre quebranto. En la cárcel espera que Dios intervenga y le salve. Su inocencia es evidente, pero alguien debe elevarla ante el mismo rey de Egipto. Calvino dice que durante estos dos años de espera la paciencia de José fue sometida a una dura prueba. Pero es algo que entra en la actuación normal de Dios, que suele tener en suspenso durante un largo tiempo a sus elegidos, para que aprendan por experiencia lo que es la esperanza. Además, de este modo Dios quiso reservarse para sí la gloria de la liberación de José. Si José hubiera salido de la prisión por la intervención inmediata del copero, todos hubiesen atribuido su liberación a la acción del hombre, y no a la intervención de Dios. Dios hace olvidar al copero su promesa y Él hace que se acuerde de José en el momento oportuno, cuando José llega a la edad de treinta años, que es la edad exigida para poder reinar en Egipto. En las situaciones más absurdas, sin salida ni esperanza, Dios abre puertas cerradas, clausuradas. José sentenciado a muerte por sus hermanos es liberado con la intervención de Rubén; arrojado al pozo, es sacado por Judá para ser vendido; vendido como esclavo en Egipto, halla gracia ante Putifar; calumniado por la esposa de Putifar, es encarcelado, pero allí es favorecido por el jefe de la prisión.... y, finalmente, el escanciador le recuerda ante el Faraón que le saca de la cárcel. A José le sacan de la prisión “con premura” (41,14). Así es la
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salvación de Dios. Ocurre en un instante, de improviso, con prontitud. De la misma forma, el pueblo de Israel saldrá con prisa de la tierra de Egipto. El Dios de José aprieta, pero no ahoga. Es el Dios que pone al hombre en el límite, entre el Faraón que persigue al pueblo y el mar Rojo que le cierra el paso. Pero donde no hay salida, Dios abre camino en medio de las aguas. Dios rompe el cerco de muerte que envuelve a sus elegidos y les hace cantar himnos de victoria. Es la historia repetida por Dios y que se transmite de padres a hijos. Ester, que vive como José en tierra extranjera, “ha oído desde su infancia, en el seno de su familia, que tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos, y a nuestros padres de entre todos sus mayores para ser herencia tuya para siempre, cumpliendo en su favor cuanto habías prometido”. Es la historia, viva en su memoria, la que le da esperanza en el momento en que el pueblo “ha sido entregado a nuestros enemigos, que no se han contentado con nuestra amarga esclavitud, sino que han puesto sus manos en las manos de sus ídolos para borrar el decreto de tu boca y destruir tu heredad; para cerrar las bocas que te alaban y apagar la gloria de tu Casa y de tu altar”. Desde el memorial de la actuación salvadora de Dios le brota la plegaria confiada: “Líbranos con tus manos y acude en mi socorro, que estoy sola, y a nadie tengo, sino a ti, Señor (Est 4,17). José, calumniado y encarcelado, pero sostenido por la bondad de Dios, es imagen de Cristo, que “en los días de su vida mortal, presentó, a gritos y con lágrimas, oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado en atención a su piedad reverencial. Y, aún siendo Hijo, aprendió, por lo que padeció, la obediencia; y llevado a la consumación, se convirtió para todos los que le obedecen en causa de salvación eterna” (Hb 5,7-9). Figura de Cristo humillado y exaltado, José es figura también de todos los discípulos de Cristo, que, perseguidos, no desesperan, sino que ponen su confianza en el Dios salvador. De estos inocentes perseguidos escribe san Cirilo de Alejandría: “Se negaban a parecerse a quienes habían elegido el estilo de vida mundano y superaban las concupiscencias carnales. Por eso fueron engañados, calumniados, perseguidos y encadenados por los que causan molestias a los fieles de Cristo. Pero recordemos que Cristo había dicho: Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, por eso el mundo os odia (Jn 15,19)”. Entre los monjes del desierto se repite un apotegma del Padre Juan Nano. Éste un día pregunta a sus discípulos: -¿Quién vendió a José? -Sus hermanos, le responden sin pensar. -No, replica el anciano. Le vendió su humildad, que le hizo estar en silencio, sin revelar a los ismaelitas que era hermano de quienes le ponían en sus manos. Guardando silencio se vendió a sí mismo con su humildad. Y su humildad es la que le ha exaltado como señor de todo el país de Egipto.
7. SUEÑOS DEL FARAÓN
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El jefe de escanciadores olvida a José. Pero Dios no le olvida. Dos años más tarde es el Faraón quien tiene, naturalmente, dos sueños. El Faraón ve salir del Nilo, base de la agricultura y de la ganadería egipcia, siete vacas gordas y luego siete flacas que se ponen a pastar junto a las primeras en el juncar de la orilla del río. Las vacas feas y flacas devoran a las bellas y gordas. El Faraón se despierta y vuelve a dormirse. Y de nuevo tiene otro sueño: siete espigas granadas y bellas brotan de un solo tallo y luego brotan otras siete espigas delgadas y abrasadas por el viento del desierto. Las últimas devoran a las primeras. La visión de las vacas y de las espigas devorándose unas a otras pertenece al mundo irreal de los sueños. Pero el Faraón ha visto las cosas con tanta viveza que, al despertar, le cuesta trabajo percatarse de que no ha sido más que un sueño: “despertó el Faraón y he aquí que era un sueño” (41,7). Incluso despierto, el espíritu del Faraón sigue en agitación, con el corazón que le golpea el pecho como si fuera una campana, pues no le cabe la menor duda de que el doble sueño, por su visión tan realista y su convergencia simbólica en un desenlace común, indica algo que va a ocurrir. Eso, sin saber qué será, llena de inquietud al Faraón, que busca con urgencia un intérprete entre los sabios y magos de Egipto. Pero ninguna de sus interpretaciones convence al Faraón. Entonces, al no saber los sabios de Egipto interpretar los sueños del Faraón, al copero se le ilumina la memoria y cumple su promesa: decir una palabra buena al Faraón en favor de José: -Cuando, hace dos años, el Faraón se irritó contra sus siervos y me metió en la cárcel, junto con el panadero, él y yo tuvimos un sueño la misma noche, cada sueño con su propio sentido. Había allí con nosotros un muchacho hebreo, siervo del mayordomo; le contamos el sueño y él a cada uno le dio su interpretación. Y tal como él lo interpretó, así sucedió: yo fui restablecido en mi cargo y el otro fue colgado. A los sabios de Israel no les agradan las palabras del copero, que comentan: los malvados, hasta cuando hacen algo bueno, no lo hacen completamente bien. El copero, al presentar a José al Faraón, le desprecia e insulta por tres veces. Le llama muchacho, es decir, idiota, no apto para ocupar ningún cargo; hebreo, diverso de nosotros; y siervo, que no puede reinar, según está escrito en la constitución del Faraón. Egipto es una tierra de magos y sabios (Ex 7,11.22; 1R 5,10; Is 19,11.13), pero su ciencia se eclipsa ante la sabiduría que Dios concede a sus hijos. Dios no concede el don de la interpretación a los nobles y sabios de la corte, ni a los sacerdotes o doctores de los templos y de las escuelas; se lo da a un pobre exiliado, despreciado y condenado a la prisión. Algo así dirá San Pablo de sí mismo: “A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef 3,89). Ninguno de los magos y sabios de Egipto es capaz de interpretar los sueños del Faraón. Pero Dios quiso que el Faraón les llamase antes que a José, para que no pudieran decir: si nos hubieras interpelado, nosotros te hubiéramos explicado el significado de tus sueños. Por eso esperó que los adivinos se cansasen y dejaran deprimido el espíritu del Faraón, para mostrar el mérito de José, al devolverle el ánimo. El Faraón, pues, al oír al jefe de los escanciadores, manda llamar a José. Lo sacan aprisa del calabozo. José se cambia sus vestidos, -vistiendo, según el Zohar, un vestido que le trae un ángel desde el paraíso-, se corta el pelo y se afeita la barba, según la costumbre egipcia, aunque no sea así entre los semitas. Una vez listo, José se presenta al Faraón, que le dice: -He tenido un sueño y no hay quien lo interprete, pero he oído decir de ti que te basta oír un sueño para interpretarlo. El Faraón cree, como todos en Egipto, que el arte de interpretar los sueños es una ciencia humana y que José es un especialista en ella, un sabio tan excepcional que no necesita
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hacer ningún esfuerzo para darle la interpretación de sus sueños. José rechaza con energía esta visión y responde al Faraón: -No yo, pero Dios responderá en favor del Faraón, poniendo una palabra en mis labios. Luego el Faraón narra sus sueños a José: -Soñaba que estaba de pie junto al Nilo, cuando vi salir del Nilo siete vacas hermosas y bien cebadas, y se pusieron a pastar entre los juncos y cañas de papiro; detrás de ellas salieron otras siete vacas flacas y mal alimentadas, en los huesos; no las he visto peores en todo el país de Egipto. Las vacas flacas y mal alimentadas se comieron las siete vacas anteriores, las cebadas. Y cuando las gordas entraron dentro de las flacas, no se notaba que habían entrado, pues su aspecto seguía tan malo como al principio. Y me desperté. Tuve otro sueño: siete espigas brotaban de un único tallo, hermosas y granadas, y siete espigas crecían detrás de ellas. Mezquinas, secas y con tizón, las siete espigas secas devoraban a las siete espigas hermosas. Se lo conté a mis magos y ninguno pudo interpretármelo. José dice al Faraón: -Se trata de un único sueño. Dios anuncia al Faraón lo que va a hacer. Las siete vacas gordas son siete años, y las siete espigas hermosas son siete años: es el mismo sueño. Las siete vacas flacas y desnutridas que salían detrás de las primeras son siete años, y las siete espigas vacías y con tizón son siete años de hambre. A los siete años de abundancia seguirán siete años de carestía tan tremenda que no se olvidará jamás. José, con toda naturalidad, sigue interpretando el sueño ante la admiración del Faraón y de sus cortesanos: -Es lo que he dicho al Faraón: Dios ha mostrado al Faraón lo que va a hacer. Van a venir siete años de gran abundancia en todo el país de Egipto; detrás vendrán siete años de hambre, que harán olvidar la abundancia en Egipto, pues el hambre acabará con el país. No habrá rastro de abundancia en el país, a causa del hambre que seguirá, pues será terrible. El haber soñado el Faraón dos veces, indica que Dios confirma su palabra y que se apresura a cumplirla. Por tanto que el Faraón busque un hombre sabio y prudente y le ponga como intendente al frente de Egipto; establezca inspectores que dividan el país en regiones y administren durante los siete años de abundancia. Mientras que en la prisión los sarmientos y los cestos eran días, ahora las vacas y las espigas son años. José interpreta con nitidez y sobriedad el significado de los sueños y en seguida pasa a ofrecer las medidas prácticas para afrontar el futuro. Esta parte segunda del largo discurso de José forma parte también de la interpretación, explicando el significado del devorarse unas imágenes a otras: los años de escasez consumirán todas las reservas hechas durante los años de abundancia. Por ello José sugiere al Faraón: -Que reúnan toda clase de alimentos durante los siete años buenos que van a venir, metan trigo en los graneros por orden del Faraón, y los guarden en las ciudades. Los alimentos servirán de provisiones para los siete años de hambre que vendrán después a Egipto, y así no perecerá de hambre el país. El modo de hablar y lo sensato de la propuesta gusta al Faraón y a sus servidores. Les impresiona sobre todo oír cómo José atribuye a Dios la ciencia de los sueños. Les convence plenamente la interpretación de los sueños y aceptan, sin discutirla, la propuesta de José. En realidad, al sugerir al Faraón que busque un hombre inteligente y prudente, José hace una descripción, sin pretenderlo seguramente, de sí mismo. Como reconocerá el Faraón ante sus servidores los consejos de José son inteligentes y prudentes: -¿Podemos encontrar un hombre como éste, que posee el espíritu de Dios? Nadie como José posee en todo el país de Egipto el espíritu de Dios. Nadie, por ello, ha podido interpretar el sueño del Faraón sino José, iluminado por el espíritu de Dios. Así, dice Ruperto, ninguno ha sido digno de desvelar el consejo de Dios Padre escondido en las
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Escrituras bajo el velo de la letra, sino nuestro Señor Jesucristo, según lo que nos dice Juan en el Apocalipsis: “Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro, escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel que proclamaba con fuerte voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y soltar sus sellos? Pero nadie era capaz, ni en el cielo ni en la tierra ni bajo tierra, de abrir el libro ni de leerlo. Y yo lloraba porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ancianos me dice: No llores; mira, ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David; él podrá abrir el libro y sus siete sellos. Entonces vi, de pie, en medio del trono y de los cuatro Vivientes y de los Ancianos, un Cordero, como degollado; tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios, enviados a toda la tierra. Y se acercó y tomó el libro de la mano derecha del que está sentado en el trono. Cuando lo tomó, los cuatro Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron delante del Cordero. Tenía cada uno una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantan un cántico nuevo diciendo: Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes, y reinan sobre la tierra” (Ap 5,1-10). Esteban, al hacer el memorial de la historia de la salvación, proclama que “Dios estaba con José, le libró de todas sus tribulaciones y le dio gracia y sabiduría ante Faraón, rey de Egipto, quien le nombró gobernador de Egipto y de toda su casa” (Hch 7,10). El Faraón, dirigiéndose a José, le dice: -Ya que Dios te ha enseñado todo esto, nadie es sabio y prudente como tú. Tú estarás al frente de mi casa y todo el pueblo obedecerá tus órdenes; sólo en el trono te precederé. Es un nombramiento solemne. El inocente encarcelado triunfa. El Faraón se quita el anillo del sello de la mano y se lo pone a José; le viste un traje de lino y le pone un collar de oro al cuello. Le hace sentar en la carroza de su lugarteniente y le dice: -Mira, te pongo al frente de todo el país. Yo soy el Faraón, pero sin contar contigo nadie moverá mano o pie en todo Egipto. José, con sus palabras, aparece a los ojos del Faraón como el hombre prudente y sabio, en posesión del espíritu de Dios. Por ello le nombra administrador de todos los bienes de la casa real y visir de Egipto. La investidura de su cargo tiene toda la solemnidad requerida. El Faraón pone en la mano de José el anillo con su sello personal, con el que sellaba los documentos oficiales, le viste con ropas de lino y le pone en el cuello un collar de oro. Y, cuando un rey da a alguien su anillo, comenta Rashí, quiere decir que le constituye el segundo en poder, sólo inferior al mismo rey. Hecha la investidura, el Faraón le proclama, pues, su segundo en el reino, haciéndolo subir sobre el segundo de los carros del estado y llamando sobre él la atención de los súbditos con el grito que repite delante de él un heraldo: “Abrek”. Es un vocablo que significa: inclinaos ante él, arrodillaos, estamos a tu servicio o nuestro corazón es tuyo... A la solemne investidura, con la consiguiente proclamación pública, sigue una escena más íntima y privada entre el Faraón y José. El Faraón adopta a José como egipcio, es decir, le concede la nacionalidad egipcia, dándole el nombre egipcio de Safenat Paneaj, que san Jerónimo traduce como Salvador del mundo, y entregándole por esposa a Asenat, hija de un sacerdote de On, que le da dos hijos: Manasés y Efraím. Los nombres que José da a sus dos hijos son simbólicos. Manasés alude a la miseria pasada, superada por su felicidad actual debida a la gracia divina: Dios me ha hecho olvidar mi desgracia. Y con el nombre de Efraím reconoce que Dios le ha hecho fructificar en la tierra de su miseria, le ha dado un hijo de fecundidad extraordinaria en el futuro, en la tierra de Palestina. José sigue siendo hebreo de corazón. Treinta años tiene José en este momento, cuando se presenta al Faraón, rey de Egipto. Saliendo de su presencia, recorre como señor todo Egipto. El hebreo vendido, esclavizado,
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encarcelado, llega a la cumbre del poder. Sus sueños comienzan a realizarse. Son dos sueños los que tiene el Faraón, pero por su alcance simbólico es uno solo. La repetición indica que Dios, su autor, realizará irrevocablemente y pronto lo simbolizado en ellos. Dios ha decidido enviar sobre Egipto un período de grande abundancia, e inmediatamente otro de tan grande escasez que hará olvidar el primero. No es nada nuevo en la historia de Egipto, que está a merced de la crecida o escasez del Nilo. Todo el mundo sabe que la fertilidad del suelo de Egipto depende de las inundaciones periódicas del Nilo, que se alimenta de las lluvias torrenciales de Nubia y Abisinia. Pero no siempre estas inundaciones son tan regulares y abundantes que libren a Egipto de la carestía y del hambre. Si la inundación es escasa y no alcanza a regar más que una porción de la tierra, la cosecha será insuficiente. Y lo mismo sucede si la inundación es excesiva y prolongada, pues entonces se retarda la sementera y la mies no llega a madurar. Y esto, según recogen los anales de Egipto, puede ocurrir varios años seguidos. De un Faraón se dice: “Está desolado porque el río no se desborda ya hace siete años. Falta el grano, los campos están secos y escasea el alimento”. Abundancia seguida de escasez no es, pues, ninguna novedad en Egipto. Lo nuevo es la interpretación de fe que da José. Es Dios quien ha dado los sueños, el que ha decidido su cumplimiento ineludible y apremiante. Instrumento de Dios, José interpreta el sueño y propone al Faraón medidas urgentes para realizar la salvación querida por Dios al suscitar esos sueños: un intendente prudente y sabio para todo el reino, quien con algunos subalternos almacenen en los silos el grano de los años de abundancia para los años de escasez. José se está presentando a sí mismo como el intendente prudente y sabio, en posesión del espíritu de Dios para cumplir la tarea de salvar al pueblo. Con José la fe se hace sabiduría y santidad de vida. La fe sustituye a la astucia. La piedad es la fuerza del débil. El temor de Dios es la forma primera de la confianza en él, en su protección. Es, por ello, el principio de la sabiduría. “Yo temo a Dios” (42,18), dice José a sus hermanos. El temor de Dios sostiene sus pasos al borde del precipicio, sin dejarlo caer en la tentación. En la vida de cada día, en lo ordinario de su existencia, Dios está presente, casi sin dejarse notar, sin limitar la espontaneidad del actuar de José. El casi no lo percibe, no se siente condicionado, pero los demás lo notan. Putifar y el Faraón lo confiesan: Dios está con él. El temor de Dios es un don del mismo Dios, manifestación de su santo Espíritu (Is 11,2). Desciende sobre José y le envuelve o le empapa desde dentro, tocando todas las fibras de su ser. Se hace revelación de Dios en los sueños y en su interpretación. Se hace clarividencia en la interpretación de hechos y sueños, prudencia en el hablar y capacidad para planear la administración de la nación. Se hace apoyo en el pozo, en el fango del fondo y en la prisión; se hace consuelo y sostén en la cadenas, en el llanto ante la violencia de los hermanos, en la calumnia de la mujer de Putifar y en el olvido del copero del Faraón. El temor de Dios mantiene viva la esperanza y la esperanza nunca le defrauda.
8. JOSÉ, SEÑOR DE EGIPTO
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El Señor está con José y da éxito a cuanto emprende. Es una constante en la historia de José. Pero la presencia y asistencia de Dios no ahorra a José las horas angustiosas en el fondo de la cisterna, cuando José se hunde en el fango, aunque luego Dios le saque de él. No le ahorra los años de angustia en el olvido de la prisión, pero allí José halla la bondad de Dios en la benevolencia de los guardianes y de los prisioneros. La sabiduría de Dios “no abandonó al justo vendido, sino que lo preservó del pecado. Descendió con él en la prisión, y no lo abandonó mientras estuvo en cadenas, hasta que le procuró el cetro real y poder sobre sus adversarios, desenmascarando como falsos a sus acusadores, y le dio una gloria eterna” (Sb 10,13-14). La prisión es un eslabón más de la historia de José. Dios le conduce según su designio. La cárcel pone a José en contacto con personas cercanas al rey de Egipto. “Delante de ellos envió a un hombre, José, vendido como esclavo. Afligieron sus pies con grilletes, por su cuello pasaron las cadenas, hasta que se cumplió su palabra, y le acreditó la palabra de Yahveh. El rey mandó a soltarle, el soberano de pueblos, a dejarle libre; le nombró señor de su casa, gobernador de toda su riqueza, para instruir a sus ministros con su sabiduría y hacer sabios a sus ancianos” (Sal 105,17-22). Con estas palabras el salmista, al hacer memoria de la historia de Israel, describe la vida y ascenso de José a la corte real de Egipto. El salmista presenta a José dotado de la sabiduría de Dios, por lo que instruye a los consejeros del Faraón. El mismo Faraón queda impresionado y reconoce a Dios como fuente de la sabiduría de José. Así lo proclama ante sus servidores: “¿Podremos encontrar otro como éste que tenga el espíritu de Dios?” (41,38). Lo confiesa igualmente ante José: “Después de haberte dado Dios a conocer todo esto, no hay sabio como tú” (41,39). Dios, presente en la vida del justo, no le ahorra el ser vendido, ser injustamente encarcelado, pero sí le libra del pecado (Sb 10,13). “José en la hora de la opresión observó el precepto y llegó a ser señor de Egipto” (1M 2,53). Y como José el hebreo es reconocido como salvador de los egipcios, así Jesús de Nazaret, al salir del sepulcro, es anunciado como salvador de los gentiles (Hch 10). José, aupado por la mano de Dios, es exaltado como gran Visir del reino. Como Virrey de Egipto se casa con una egipcia, Asenat, tratando de inserirse en el país que le ha acogido. Así lo expresan los nombres que da a sus dos hijos: Manasés, porque Dios me ha hecho olvidar todas mis tribulaciones y la casa de mi padre, y Efraím, porque Dios me ha hecho prosperar en el país de mi aflicción. Pero, a pesar de toda la grandeza y la gloria obtenida, José llama a Egipto “la tierra de mi aflicción” (41,52), pues siente la falta de su padre a quien mostrar los hijos, que le nacen, y añora la tierra de santidad. José no es sólo un soñador, sino que tiene sensibilidad hacia los otros seres humanos y al mismo tiempo inspiración divina, que le permite descifrar sueños y proyectar la economía de la nación. Pero José no se gloría vanamente de su poder. Da gloria a Dios, fuente de toda inspiración. Por ello proclama: ¿No son de Dios los sentidos ocultos de los sueños? (40,8). Lo mismo proclamará ante el Faraón, al interpretarle sus sueños: “No hablemos de mí, Dios responderá al Faraón” (41,16). La grandeza, la belleza o la adulación no tocan la fe de José, que se presenta ante todos como instrumento de Dios. Esta sabiduría, que Dios ha dado a José, es lo que deslumbra al Faraón. A diferencia de los magos de Egipto, ligados al Nilo y a sus determinismos, José atribuye todo a Dios y despierta la admiración por su libertad y creatividad. José, iluminado por Dios, combina en su persona una sabiduría profunda con el conocimiento del corazón humano, siente simpatía por el destino de los hombres y posee, además, sentido práctico de las cosas. En él actúa al unísono mente y corazón. Cuando el Faraón confía a José el reino de Egipto han de pasar siete años antes de que
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se compruebe la segunda parte del sueño y otros siete para que se vean las consecuencias. Pero el Faraón se fía de la palabra de José y le da una esposa por adelantado. Siete años más siete y la esposa por adelantado nos remiten a la historia de Jacob en casa de Labán. Durante los siete primeros años a José le nacen dos hijos a los que da nombre hebreo. En ellos expresa de alguna manera su experiencia del exilio, lejos de la casa paterna: “Dios me ha hecho olvidar mis trabajos y la casa paterna y Dios me ha hecho crecer en la tierra de mi aflicción”. Los hijos, con la alegría que aportan, hacen olvidar el dolor del embarazo y del parto, pero quedan como memorial de él. La pretensión de olvidar la casa paterna hace más vivo su recuerdo. Es cierto que “el hombre abandona a sus padres para unirse a su mujer” (Gn 3) y los hijos que le nacen sellan esa unión. Pero Dios no le ha llevado a Egipto para establecerse con su esposa e hijos, “sino para salvar vidas”. Sus hijos entrarán en el clan de los hijos de Jacob como hijos, es decir, como dos hermanos más, partícipes de la bendición patriarcal, herederos de la tierra santa. En la exaltación de José, Ruperto ve una clara imagen de Jesucristo. José, llamado en la lengua egipcia, “Salvador del mundo”, porque libra a la tierra de ser exterminada por el hambre que está para caer sobre ella; José que recorre la tierra de Egipto sentado en la carroza real, mientras un heraldo grita a su paso: “todos doblen sus rodillas ante él”, este José es una bella imagen y un espejo clarísimo de Cristo, Hijo de Dios, resucitado de entre los muertos y revestido del hábito esplendente de la incorrupción. A Quien, poco antes, se ha hecho poco inferior a los ángeles, el Padre lo coronó de gloria y honor, y lo constituyó por encima de todas las obras de sus manos, sometiéndolo todo bajo sus pies (Sal 8,6-8). En lugar de los cepos, con los que había humillado sus pies, recibe un collar de oro; en vez del vestido que, huyendo desnudo, había dejado en manos de la adúltera, por designio de Dios es revestido de lino; en vez del nombre de esclavo, lleva anillo de rey; en lugar de la bajeza de la cárcel, se sienta sobre la alta carroza de mando... Algo que el Padre hace igualmente con el Hijo (Cf Hch 2,36; Hb 1,2). De José se dice que “recorrió el país de Egipto para darse cuenta de las necesidades de cada lugar. La tierra produjo con profusión durante los siete años de abundancia y él hizo acopio de todos los víveres de los siete años en que hubo hartura en Egipto poniendo en cada ciudad los víveres de los campos circundantes. José recolectó grano como la arena del mar, en tal cantidad que tuvo que desistir de contarlo porque era innumerable” (41,47-49). Pero son los años de escasez los que llevan a José a la cumbre del triunfo: “Concluyeron los siete años de abundancia que hubo en Egipto, y empezaron a llegar los siete años de hambre como había predicho José. Hubo hambre en todas las regiones; pero en todo Egipto había pan. Toda la tierra de Egipto sintió también hambre, y el pueblo clamó a Faraón pidiendo pan. Y dijo Faraón a todo Egipto: Id a José: haced lo que él os diga” (41,53-55). La orden del Faraón: “id a José” es la apoteosis del esclavo hebreo encumbrado a la más alta dignidad de Egipto. Lo mismo dice María a los siervos cuando, en las bodas de Caná, falta el vino: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Y Dios, en su oculto designio, aprovecha esta escasez para que los hermanos de José desciendan a Egipto y allí se multipliquen, formando el pueblo de Israel . Por la persistente sequía el hambre cundió por toda la tierra. Entonces José sacó todas las existencias y abasteció de grano a Egipto y todos los pueblos de sus alrededores. De todos los países venían a Egipto para proveerse de alimentos, comprando grano a José, “porque el hambre cundía por toda la tierra” (41,53-57). Por su situación especial, Egipto era el país donde se solían salvar las cosechas aun en tiempos de sequía. En los monumentos egipcios aparecen caravanas de asiáticos llegando a Egipto a aprovisionarse de víveres en tiempos de escasez, pues Egipto era el granero de la antigüedad. También en Canaán había sequía y hambre. Por ello José esperaba ver llegar a sus hermanos al país del Nilo. Ya Abraham había
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bajado a Egipto en una situación similar: “Hubo hambre en el país, y Abram bajó a Egipto a pasar allí una temporada, pues el hambre abrumaba al país” (12,10). Isaac también pensó en hacerlo, aunque renunció a ello, debido a una amonestación divina (26,1-2). Los Padres aprovechan esta necesidad de bajar a Egipto en tiempo de carestía para recomendar la asiduidad a la lectura de la Escritura, pues si falta en la vida la palabra de Dios, se experimenta la carestía y ésta obliga a descender a Egipto, con toda su oscuridad y esclavitud. Pero San Ambrosio ve esta palabra desde otro ángulo. Nos muestra a Jesucristo que se compadece del hambre del mundo, abre sus graneros y revela los tesoros escondidos de ciencia y sabiduría de los misterios celestes (Col 2,3), para que no falte a nadie el alimento divino. Dijo ya la Sabiduría: “Venid y comed de mi pan, bebed del vino que he mezclado; dejaos de simplezas y viviréis” (Pr 9,5-6). Sólo aquel que se sacia de Cristo puede decir: “El Señor me apacienta y nada me falta” (Sal 22,1). Cristo abrió, pues, sus graneros, y vendía el pan, sin exigir dinero alguno, sino sólo el precio de la fe, el costo de la devoción. En la maraña de la historia Dios se mueve sin hacer ruido, guiando los acontecimientos e iluminando a sus elegidos para que sepan interpretar esos hechos. José, iluminado por Dios, sabe penetrar en el interior de los hechos e hilvanar el hilo conductor de los sueños. José no habla nunca con Dios, como lo hacen sus padres, los patriarcas, pero habla a menudo de Dios y en nombre de Dios, lo que le convierte en mediador y profeta. Es Dios quien “le manifiesta” todo, haciéndole “sabio e inteligente” (41,39). Se lo dice abiertamente, como hemos visto, al Faraón: “No seré yo, sino Dios será quien dé una interpretación” (41,16), pues “es Dios quien ha revelado al Faraón lo que va a hacer” (41,28) y de nuevo insiste: “Si el sueño del Faraón se ha repetido por dos veces, es porque la cosa está firmemente decidida por parte de Dios, y Dios se apresura a ejecutarla” (41,32). Sin embargo hay algo incomprensible, sumamente grave en la historia de José. Durante los largos años en que está en Egipto como príncipe con plenos poderes, no hace nada por tener noticias de su padre. ¿Por qué deja que su anciano padre -que le ama tanto- se desespere en su luto? Que no quiera saber nada de sus hermanos, que le han rechazado y vendido, se puede entender, ¿pero se merece ese dolor el padre? Es igualmente sorprendente el silencio de Jacob. Desde el día en que le han arrebatado a su hijo José, Jacob lleva una vida solitaria. Durante veinte años no se pronuncia. Después del lamento del primer momento se encierra en el silencio, no dice ya ni una palabra, vive como si no viviera, fuera de toda comunicación, como sin esperanza. Envuelto en su silencio se muestra alejado de todos. Parece que ha roto todos sus lazos con el mundo y hasta con Dios, que parece que se rodea también de silencio. Dios no habla a Jacob y Jacob no se dirige a Dios. Entre Dios y él no hay más que silencio durante aquellos largos años en los que Jacob rumia su dolor. Sus relaciones sólo se restablecen después de recibir la noticia de que su hijo José está vivo. Como Jacob duda si ir o no a Egipto a encontrarse con José, Dios le anima a hacerlo. José no sigue los caminos de la astucia, como su padre Jacob, para acumular bienes para sí, sino para toda la humanidad. La Escritura (Gn 47) exalta a José como “ecónomo del mundo”. Sus planes agrarios se encaminan “a salvar la vida del pueblo”, sumido en el hambre de la carestía (47,25), asegurando a todos trabajo y pan. Es significativo el desinterés de José en su actuar en favor de todos. José, exaltado y glorificado por Dios, que le hace salvador de sus hermanos, es figura clara de Jesucristo. La salvación de todos depende de uno solo, del justo injustamente tratado, cargado con el pecado de sus hermanos, pero sostenido y exaltado por Dios. La profecía del Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12) se anticipa en José y se realiza plenamente en Jesús de Nazaret. A
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los egipcios, que le gritan, pidiendo pan, el Faraón les responde: “Id a José y haced lo que él os diga” (41,55). Y José provee a todos, a los egipcios y a los hambrientos de todos los otros países, que oyen que en medio de la carestía en Egipto hay pan (41,53-57). La humillación como camino de exaltación y salvación es lo que proclama san Pablo en el magnífico himno a Cristo (Flp 2,5-11). José es tipo de Jesucristo “salvador de Israel y del mundo” (Lc 2,11; Jn 3,17; 4,42; Hch 1,6; 4,12; 5,31; 13,23; 1Jn 4,14). Jesús puede repetir con plena verdad las palabras de José: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18; Gn 45,813.26). José guarda silencio ante los hermanos que traman su muerte o su venta. José calla al ser acusado injustamente ante Putifar, aunque le cueste varios años de prisión. José, reconociendo la injusticia que se le hace, no se lamenta ni se rebela. Acepta en silencio pagar el precio de su fidelidad. Así se muestra como el sabio que, desde su juventud, acoge la sabiduría que la vida le ofrece a través de la prueba (Si 6,18ss). Sólo después de este aprendizaje, José se convertirá en “padre para el faraón, señor de toda su casa y gobernador de todo el país de Egipto” (45,8). La cruz es la escala de la gloria. El que se humilla será ensalzado. Con su silencio José romperá el silencio hostil de sus hermanos. En el silencio José madura hasta lograr la sabiduría que le conduce a leer la historia con los ojos de Dios. José ve y muestra a los demás esa presencia de Dios en los acontecimientos de su vida. José, en silencio, recorre el largo camino que va desde soñarse centro del mundo hasta discernir los planes de Dios. El soñador de los diecisiete años crece en sabiduría y a los treinta es, no sólo el intérprete de los sueños del Faraón, sino el sabio administrador de los bienes de todo Egipto, de modo que “sólo el faraón está por encima de él” (41,40). Sus sueños de gloria se han realizado por un camino muy distinto del que, seguramente, él imaginaba al contarlos a sus hermanos.
9. PRIMER ENCUENTRO CON SUS HERMANOS
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Llegaron los siete años de abundancia y pasaron. A la abundancia siguió la carestía, siete largos años de hambre. Cuando los graneros de la gente se vaciaron, José abrió los graneros reales y vendió grano al pueblo, pues había acumulado grano y cereales en cantidades incalculables en cada ciudad de provincia. La carestía se extendió más allá de los confines de Egipto y José logró grandes sumas de dinero con la venta de grano a los árabes, a los cananeos, a los sirios y a otros pueblos. Dio esta orden a sus oficiales: -En nombre del Faraón y de su Virrey que todos los extranjeros que deseen adquirir grano se presenten personalmente y, si se descubre que han comprado grano, no para satisfacer sus necesidades, sino para venderlo, sean castigados con la muerte. Nadie podrá llevar más de una carga de asno. Todos deberán, además, inscribir su nombre y el de su padre en el recibo de la compra. José se hacía llevar cada día las listas de compradores, porque sabía que sus hermanos tendrían que ir, antes o después, a comprar víveres para su familia. José deseaba ser informado de su llegada inmediatamente. Han pasado muchos años desde que José sintió sobre su persona el odio de los hermanos “por sus sueños y palabras”. Pero el hambre en Egipto y en las comarcas que le circundan es uno de los elementos que conducen al cumplimiento de los sueños de José, con los que Dios le mostró los caminos a través de los cuales los descendientes de Abraham llegarían a Egipto y se acrisolarían como pueblo de Israel hasta que Dios descendiese a liberarlos de la esclavitud y les condujera a la tierra prometida. A las angustias de Jacob por la desaparición de José, ahora se añaden las preocupaciones del hambre, que se abate sobre el país. Los campos, por más que se les are y siembre, permanecen secos como un desierto. Abraham, su abuelo, y su padre Isaac, en épocas de sequía, dirigían su mirada a Egipto, el país del trigo. Jacob piensa que si no hace lo mismo corre el riesgo de perder toda la familia y el ganado, cortando el hilo de la descendencia de sus padres. Convoca a todos sus hijos y les dice, al verles inquietos, como temerosos de presentarse ante él: -¿Qué estáis mirando? He oído decir que hay grano en Egipto; bajad allá y compradnos grano para que sigamos viviendo y no muramos. San Ambrosio nos dice que Jacob no dice estas palabras una sola vez, sino que las repite cada día a todos sus hijos que retardan en venir a la gracia de Cristo. Son palabras, dice una tradición rabínica, que salen de la boca del patriarca, no como fruto del hambre que incumbe sobre su familia, sino movido por un espíritu de profecía, que le impulsa a mandar a sus hijos a Egipto porque sospecha que allí pueden encontrar a José. La Escritura dice que “vio Jacob que en Egipto había grano” (42,1) y Génesis Rabbah, como también Rashí, se pregunta: ¿Cómo lo vio? Ciertamente él no lo ha visto, sino que lo oyó. ¿Qué significa entonces que Jacob vio? Él contempló en una visión inspirada por Dios que en Egipto había una esperanza para él. (Se trata de un juego de palabras hebreas similares: shever = grano y ´sever = esperanza) De todas partes llega gente a Egipto en busca de José. En primer lugar los egipcios de todas las zonas del país, después gentes de las naciones vecinas. También los hermanos de José preparan sus asnos y parten. Sólo diez de los hijos de Jacob. A Benjamín no le deja marchar su padre. Es el hermano de madre de José, el único hijo de Raquel que le queda. Es el recuerdo del hermano desaparecido y de la madre muerta, sus dos amores predilectos. No quiere correr el riesgo de perderle, mandándole a un país extranjero. Los hijos de Jacob intentan perderse en la masa de compradores, tratando de pasar desapercibidos. Pero esto no es posible. Los sabios del Midrash nos han llenado con creces la laguna de la Escritura, narrando las acciones de José para descubrir a sus hermanos, apenas lleguen a Egipto. Se dice, por ejemplo, que José coloca guardias en todas las puertas de la
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ciudad encargados de registrar el nombre y familia de pertenencia de cuantos lleguen a proveerse de alimentos. Las listas se las pasan cada día a José, que a solas busca en ellas el nombre de sus hermanos y de su padre. Otros dicen que el encargado de controlar las listas es Manasés, el hijo mayor de José. Estos le hacen actuar también como intérprete entre su padre y los hermanos. “Bajaron, pues, los diez hermanos de José a proveerse de grano en Egipto; pero a Benjamín, hermano de José, no le envió Jacob con sus hermanos, pues se decía: No vaya a sucederle alguna desgracia (42,3-4). Son presentados primero como “hijos de Jacob” (42,1), mostrando el carácter familiar del grupo, y luego se les llama “hermanos de José”, como protagonistas del drama al que se están acercando. Y también se les llama “hijos de Israel” (32, 5), pues con ellos está comenzando la bajada de los israelitas a Egipto, comienzo de la futura esclavitud y de su consiguiente liberación. Los personajes bíblicos son personas reales con pasiones y amores, odios y lealtades. Lo que no cabe en los relatos de la Escritura es la frialdad de la indiferencia. El encuentro de José y sus hermanos está cargado de dramatismo; se alarga por varios capítulos con interrogatorios, amenazas, favores; José les vende alimentos y en secreto les devuelve el dinero, les habla con dureza en público, y se oculta para llorar en secreto. José les reconoce como hermanos y desea suscitar en ellos el mismo reconocimiento. José desea atraerles hacía sí, que realmente sean “hermanos de José”, al mismo tiempo que “hijos de Jacob”, que les envía a Egipto en busca del hermano perdido, como antes envió a José a Siquén en busca de ellos. En este primer encuentro José ve cómo se cumplen sus sueños de adolescente. En efecto “los hermanos de José llegaron y se inclinaron ante él rostro en tierra” (42,6). Hacen inconscientemente lo que no quisieron aceptar, aquello que les llevó a deshacerse de su hermano, para evitarlo. Al postrarse están cumpliendo casi literalmente el sueño de las gavillas, que José les había contado tantos años atrás (37,7). Las gavillas de los hermanos se inclinan ante la gavilla de José, pues las gavillas de ellos se han quedado vacías, mientras que la de José ha llenado de grano los graneros de Egipto. O, dicho con la imagen de los sueños del Faraón, los hermanos se inclinan ante José, porque sus espigas vacías y secas por el viento del desierto (41,6) han devorado la abundancia de los años precedentes, mientras que José con su sabiduría ha guardado en los graneros una buena parte de las espigas granadas y hermosas. Así la gavilla de José está en pie y en alto, mientras que se inclinan ante él las gavillas de sus hermanos. El texto bíblico dice que “José era el que regía en todo el país, y él mismo en persona era el que distribuía grano a todo el mundo. Vio José a los hermanos y los reconoció” (42,67). José reconoce a sus hermanos, pero ellos no le reconocen ni él se da a conocer. Los hermanos se confiesan repetidas veces hijos del mismo padre, pero nunca se llaman hermanos. Más bien se reconocen, también repetidamente, como siervos de José. En realidad, al ser acusados de espías, se denuncian a sí mismos. Para defenderse hablan del padre único, del hermano pequeño que se ha quedado con él y de otro hermano que “no existe”, “murió”. Así, con esta verdad a medias, creen salvar la situación. José espera llevarles a la verdad plena, para descubrirse ante ellos como el hermano, que sí existe, está vivo y les ama. Ahora que están en poder de José, comenta Rashí, él los reconoce como hermanos y tiene piedad de ellos. Por el contrario, cuando él cayó en poder de ellos, no le reconocieron, es decir, no se comportaron con él como hermanos, ni tuvieron piedad de él. Los Padres aplican a Jesucristo esta misma explicación. “Aquel mismo día (de la resurrección) iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos y no le
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reconocieron” (Lc 24,16). Los discípulos no reconocen a Jesús, ni el mundo (Jn 1,10), ni los suyos, los de su casa (Jn 1,11), ni los habitantes de Jerusalén, ni sus jefes (Hch 13,27). Jesús se acerca a los hombres en busca de hermanos y los hombres no le reconocen, le condenan a muerte, pero “a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). José les reconoce. Sabe que están vivos, cuenta con ellos, vienen en grupo, no han cambiado mucho, pues ya eran mayores cuando se separó de ellos. Ellos, en cambio, no le reconocen, no cuentan con él, en su mente no cabe la idea de un José con ropas distinguidas y con el poder de virrey de Egipto. José ha adoptado totalmente el atuendo y las maneras egipcias y no revela ningún rasgo de sus orígenes hebreos; hasta lleva un nombre egipcio (41,45). Por otra parte, el adolescente de diecisiete años que vendieron se ha hecho un hombre maduro; el imberbe de entonces ahora lleva una tupida barba, según señala el Midrash. El núcleo del drama está en que José controla la situación porque sabe lo que los hermanos no saben. Este hecho permite a José poner en juego un designio detallado para llegar al encuentro auténtico con sus hermanos. El salió de casa de su padre “a buscar a sus hermanos” y esa búsqueda aún no ha concluido. Como dice en su amplio comentario el sefardita Benno Jacob: “José pudo haber revelado inmediatamente su identidad, haberlos reprendido por sus acciones y haber mostrado cómo, a pesar de ellas, había hecho carrera. Es demasiado generoso para desear o disfrutar de la humillación de ellos y de su triunfo. Pudo haber tendido la mano en gesto de reconciliación. Es demasiado prudente para ello: no habría sido reconciliación auténtica si los hermanos no cambiaban primero”. José, con su capacidad de penetración en el corazón de sus hermanos, une dureza y magnanimidad, juega con sus miedos y esperanzas, mezcla una fingida severidad con un afecto real para llevarles a reconocer la verdad y fundar sobre ella la reconciliación verdadera. José espera la conversión de sus “enemigos” en “hermanos”. La hermandad verdadera no es cuestión de carne o consanguinidad. Es algo más serio, que implica la carne y la sangre, pero también el espíritu, mente y corazón. Un abrazo prematuro de reconciliación puede abortar la verdadera fraternidad. Antes del abrazo hay que recomponer la hermandad rota, con la confesión de la culpa y con el perdón pedido y otorgado. José concede a sus hermanos un tiempo de prueba, metiéndoles en el crisol, para purificar sus corazones. Quizás también se da a sí mismo ese tiempo para acogerlos sin ningún resabio de rencor. “José entonces se acordó de aquellos sueños que había soñado respecto a ellos, y les dijo: -Vosotros sois espías, que venís a ver los puntos desguarnecidos del país” (842,9) Ante esta acusación del delito de espionaje, los hermanos responden presentándose como miembros de una única familia, hijos de un mismo padre, que han descendido a Egipto a proveerse de víveres. Y aquí añaden un dato interesante, cargado de sentido: -Tus siervos “somos doce hermanos”, hijos del mismo padre; faltan dos, uno se ha quedado con el padre y el otro “no está”, “no existe”, “no vive”. La expresión hebrea es intencionalmente ambigua. Para ellos, el hermano desaparecido no existe, ha sido borrado de su vida; desearían eliminarlo de su memoria, pero está presente en ella, como está presente ante sus ojos, sin que ellos lo sospechen. Desde la conciencia, donde duerme la venta del hermano, comienza a despertarse el sentido de la culpa, necesario para alcanzar el perdón. La palabra de José hace aflorar lo escondido en el corazón de los hermanos. Dios está en medio guiando los pasos de José hacia sus hermanos. Sin saber lo que dicen, confiesan: “todos nosotros somos hijos de un mismo padre” (42,11). Comenta Rashí: “Ellos fueron inspirados por un espíritu de santidad e incluyeron a José en sus palabras: todos nosotros somos hijos de un mismo padre”. También aciertan al
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decir: “Somos doce hermanos” (42,13). ¿Somos o éramos? Si somos doce, ¿cómo es que después dicen que uno ya no existe? ¿Y por qué no existe? ¿Qué le ha sucedido? ¿Quién le ha borrado de la existencia? Para no suscitar sospechas, según la narración del Midrash, los diez hermanos entran por distintas puertas en la ciudad, según les ha aconsejado su padre. Al atardecer se dirigen al barrio de las prostitutas. Los remordimientos de conciencia les llevan a aquel barrio para preguntar a los mercaderes de esclavos sobre el hermano perdido. Pero todas sus precauciones no les sirven de nada. José, al repasar la lista de quienes han entrado ese día, reconoce sus nombres y les manda llamar. Introducidos en su presencia, se postran por tierra ante José, que les interroga mediante un intérprete, aunque entiende hasta lo que ellos hablan entre sí. Les pregunta: -¿De dónde sois y a qué habéis venido? -Venimos de Canaán a comprar grano, le responden. José, endureciendo la cara, les replica: -Vosotros sois espías. -Señor, le responden, no somos espías, sino hombres honestos y de buenas costumbres... -Y ¿qué hacíais en el barrio de las prostitutas? Y siendo hermanos, ¿por qué habéis entrado por diversas puertas? No cabe la menor duda de que sois espías, que habéis venido a descubrir las defensas del Faraón y las partes desguarnecidas de Egipto... La calle de las prostitutas, anotan los sabios del Midrash, es un lugar propicio para los espías, pues en ella pueden pasar desapercibidos y recoger fácilmente noticias. A casa de una prostituta irán los exploradores que envía Josué a Jericó (Jos 2,1)... Los hermanos protestan y comienzan a dar noticias de su familia: -No, señor, tus siervos no somos espías, somos todos hijos de un mismo padre, un hebreo que habita en Canaán. Somos doce hermanos, uno ya no existe y el otro, el pequeño, se ha quedado en casa con el padre. En su respuesta tienen una chispa de inspiración divina al decir “todos nosotros”, incluyendo a José, “somos hijos de un mismo padre”. José visiblemente conmovido hace una pausa para reponerse y luego les responde: -Si es cierto lo que me decís, deberéis probarlo, trayéndome a vuestro hermano menor. No os dejaré salir de Egipto hasta que uno de vosotros vaya a buscarlo y lo traiga a mi presencia. Dicho esto, les encierra en la prisión. Pero, al tercer día, les dice: -Como mi Dios es misericordioso para quien le teme, retendré como rehén a uno solo de vosotros. Los otros podéis partir a llevar a casa el grano. Pero no os pase por la mente volver aquí sin el hermano menor. Sin saber que José les entiende, se ponen a murmurar entre sí en hebreo: -Este es el castigo que Dios nos envía por haber abandonado a José, sin escuchar los gritos con que imploraba piedad desde el fondo de la cisterna. (El Targum Neophiti da una versión escalofriante, al traducir: “En verdad nosotros somos responsables de la sangre de nuestro hermano, pues lo vimos en la angustia de su alma cuando se movía convulsivamente delante de nosotros y no le oímos. Por esto nos ha sobrevenido esta gran desgracia). Estas palabras turban tanto a José que tiene que retirarse a llorar en privado. Luego se lava y vuelve a la sala de audiencias.... Al Midrash no le importan las repeticiones. Tampoco busca armonizar los diversos textos. Coloca uno junto a otro sabiendo que, incluso en sus contradicciones, los textos
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diversos se iluminan mutuamente. Esta escena del encuentro de José con sus hermanos se repite en diversas formas. He aquí una más: -¿Por qué habéis entrado por distintas puertas siendo todos hijos de un mismo padre? -Para buscar al hermano perdido, que no está con nosotros. -Y si encontrarais a vuestro hermano, ¿lo rescataríais si os pidieran un elevado precio por él? -Ciertamente. -Y si os dijeran que no están dispuestos a devolvéroslo a ningún precio, ¿qué haríais? -Para esto hemos venido: a matar o a morir por él. -Las cosas son como yo he dicho. Vosotros habéis venido a matar a los habitantes de esta ciudad. En mi copa de adivinar ya he visto que dos de vosotros destruyeron la gran ciudad de Siquem. ¡Por la vida del Faraón que no saldréis de aquí hasta que no me traigáis a vuestro hermano menor! Pero, añade el Midrash, cuando José quería jurar en falso, juraba por la vida del Faraón. La palabra es una luz que tiene como misión “sacar a la luz” lo escondido en el corazón: “Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3,19-21). José, reconociéndoles como hermanos, desea saber si ellos le reconocen, le aceptan como hermano. Han confesado que son “doce hermanos”. José desea probar “si la verdad está con ellos” (42,16). ¿Desean ser doce, sin tener que eliminar a ninguno? ¿Está de acuerdo el corazón con lo que confiesa la lengua? Para verificarlo José se inventa un expediente que, aunque haga sufrir a los hermanos y también a él, llevará a los hermanos a descubrir la verdad de sus sentimientos de fraternidad. José elige a uno de ellos y hace con él lo que años antes ellos habían hecho con él. Le encadena ante sus ojos y le arroja en la prisión hasta que vuelvan con el hermano menor, que se ha quedado con su padre. Y ya con esto comienza a moverse algo en la memoria y en la conciencia: “se nos pide cuentas de su sangre”. Es una alusión clara a Dios, vengador de la sangre inocente. Y su confesión conmueve a José, que se retira a llorar en privado. Sin embargo a los sabios del Midrash les gusta dramatizar la historia y se fijan en que José no es todo bondad. Por diez veces escucha a los hermanos hablar del padre como “tu siervo Jacob” y no protesta ni se conmueve. Esto, dicen, le costará caro. Por cada mención humillante del padre, que él no corrige, pagará un año de vida. Muere a ciento diez años y no a ciento veinte como estaba previsto. ¿Cómo es que respeta tan poco el honor del padre? También dicen que José se ha adaptado a Egipto tanto que los hermanos no le reconocen. El lujo corrompe más que la miseria. A los ojos de los hermanos, él es un extranjero, que se ha alejado de su pueblo, de sus raíces; pues no conserva nada de su infancia. ¿Cómo pueden reconocerle si hasta jura “por la vida del Faraón” (42,15)? Y, sin embargo, la expresión “por la vida del Faraón”, según Bereshit Rabbah, podría haber ayudado a los hermanos a descubrir la identidad de José, si hubiesen sabido que José sólo la usaba cuando pronunciaba un juramento que no pensaba cumplir. A favor o en contra de José, el Midrash acumula datos y narraciones. Y, sin embargo, según la tradición de Israel, José es un Justo. Si, a pesar de todo lo que se cuenta de él, se le llama “José el Justo”, quiere decir que bajo las apariencias de la máscara hay escondido un rostro diverso. Quizás hay que leer la historia de José con otros ojos y descubrir su verdadera figura. Bajo la máscara del político potente, vanidoso, aferrado al poder, se esconde el
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verdadero José que, desde que le envió su padre, está buscando a sus hermanos. Escrutando atentamente el texto bíblico quizás podamos escuchar el grito del silencio de José. Ese silencio inmenso que envuelve a su padre tras la noticia atroz es un reflejo del silencio que vive él mismo. En el momento más cruel de toda su historia todos los hermanos -menos Benjamín- hablan, discuten, mientras él les mira en silencio. Es el momento del encuentro en Siquem. Primero se burlan de él, le recuerdan sus sueños, remedándole, le agarran, le arrancan la túnica, deciden matarle y están para hacerlo..., le arrojan a la cisterna. Y José les mira en silencio como cordero llevado al matadero. No abre boca hasta que se halla en el fondo, mientras los hermanos se sientan sobre una piedra y empiezan a comer como si no hubiera ocurrido nada. Frente a los hermanos, que le gritan su odio, ante los “hijos de las siervas”, con quienes siempre se había mostrado amable, y que se han vuelto sus enemigos como los demás, ante todos ellos José calla. Mientras deciden su suerte, él calla, deja hacer sin decir una palabra. Sólo se ha echado a llorar, implorando piedad, cuando le venden como esclavo a los mercaderes, que le sacan de la tierra santa para llevarle a Egipto.. El término Tzaddik -Justo- en hebreo es lo contrario de Rasha, impío, el que peca contra Dios y contra el hombre. El que deserta de la comunidad es un impío, el que perjudica a un amigo, traiciona a sus compañeros, niega a sus hermanos. José es justo porque supera los obstáculos que le separan de sus hermanos. Tiene muchos motivos para renegar de ellos, para detestarles, para borrarles de su memoria. Pero José nunca les olvida; les reconoce apenas se presentan ante él, les acepta como hermanos, no se avergüenza de ellos ante el Faraón, les perdona, les trata realmente como hermanos e intenta que ellos se reconozcan unidos entre sí como hermanos. José no guarda rencor contra los hermanos ni contra el padre, que le ha entregado en manos de ellos. Sabe que es Dios quien está detrás de todos ellos, conduciendo la historia, llevando a su pueblo a Egipto para mostrar su poder, liberándolo de la esclavitud. Es el Padre quien entrega a su Hijo amado a la muerte para liberar a los hombres, sus hermanos, del pecado y de la muerte. José no es un justiciero, renuncia a toda represalia, no se venga del mal que le han infligido. José no olvida las injurias, pero perdona. Sólo el justo perdona sin olvidar. Perdona las ofensas realmente cometidas. Por eso retarda el momento del abrazo, espera la confesión del pecado para darse a conocer. No se conforma con la falsa y genérica confesión: “Tus siervos somos doce hermanos, hijos de un mismo padre; sólo que el menor se ha quedado con el padre y el otro no existe” (42,13). José sigue sometiendo a prueba el espíritu fraterno. Siguiendo un plan, que parece estudiado de antemano, José replica ante las atropelladas noticias de los hermanos: -Lo que yo os dije: sois espías. Con esto seréis probados, ¡por vida de Faraón!, no saldréis de aquí mientras no venga vuestro hermano pequeño acá. Enviad a cualquiera de vosotros y que traiga a vuestro hermano, mientras los demás quedáis presos. Así serán comprobadas vuestras afirmaciones, a ver si la verdad está con vosotros. Que si no, ¡por vida de Faraón!, espías sois. Y los puso bajo custodia durante tres días. Al tercer día les dijo José: -Haced esto - pues yo también temo a Dios - y viviréis. Si sois gente de bien, uno de vuestros hermanos se quedará detenido en la prisión mientras los demás hermanos vais a llevar el grano que tanta falta hace en vuestras casas. Luego me traéis a vuestro hermano menor; entonces se verá que son verídicas vuestras palabras y no moriréis. Así lo hicieron ellos. Y se decían el uno al otro: -A fe que somos culpables contra nuestro hermano, cuya angustia veíamos cuando nos pedía que tuviésemos compasión y no le hicimos caso. Por eso nos hallamos en esta angustia.
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Rubén les replica: -¿Nos os decía yo que no pecarais contra el niño y no me hicisteis caso? ¡Ahora se reclama su sangre! Ignoraban ellos que José les entendía, porque mediaba un intérprete entre ellos. Entonces José se apartó de su lado y lloró; y volviendo donde ellos tomó a Simeón y le hizo amarrar a vista de todos (42,14-24). Primero les propone que uno vaya a buscar a Benjamín y los demás queden como rehenes hasta que lo traigan, pero luego cambia de idea y propone que quede uno solo y los demás vayan a llevar los víveres a sus familias y luego vuelvan con Benjamín. Benjamín es ahora el menor, hijo de Raquel, ¿será también envidiado como lo había sido él a causa de la preferencia del padre por ser el hijo de su ancianidad? Las palabras de José -“también yo respeto a Dios”- y sus acciones van surtiendo su efecto. Los hermanos hablando entre ellos, sin saber que José les entiende, confiesan su culpa: “Realmente somos culpables contra nuestro hermano, cuya angustia veíamos cuando nos suplicaba que tuviésemos compasión y no le hicimos caso” (42,21). Por no haber escuchado la angustia de José nos viene ahora esta angustia inesperada: tener que volver al padre sin otro hermano, que se queda como rehén y la de tener que traer al hermano menor. Ciertamente, como dice Rubén, pecaron contra el hermano al no tener piedad ante sus súplicas. “Ahora se nos reclama su sangre” (42,22). Este verbo en voz pasiva tiene como sujeto a Dios: Es Dios quien nos acusa y reclama la sangre de nuestro hermano. El diálogo entre José y sus hermanos va discurriendo lentamente hacia perforar el corazón endurecido y llegar a donde se esconde la sombra del hermano perdido, mientras que él se halla presente ante ellos todo conmovido de emoción. El mal causado hace ya tanto tiempo se yergue ahora y les golpea con otra situación similar a la de entonces: tienen que regresar, otra vez, con un hermano de menos ante el padre; y ahora parece que algo ha cambiado; les duele lo que entonces contemplaron con tanta frialdad: la angustia de uno de ellos. Están en el camino de la vuelta y José llora de emoción, pero aún no puede manifestarlo. Los sueños son la guía de su conducta, el espejo de su vida, los hitos anticipados de su camino, el anuncio de su destino y del de los hermanos; hasta que se cumplan y para que se cumplan, José tiene que negar cualquier sentimiento, afecto o acto que no lleve a su realización, aunque le sangre el corazón. Así, al nombrar a Dios y a Benjamín, José está despertando la conciencia de sus hermanos, está situándoles en el camino de la conversión. Con su aparente dureza está ablandando el corazón. Y mientras tanto les asegura la vida dándoles el grano, porque, imagen del amor de Dios, “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”. José se conmueve y se desahoga llorando en privado. Pero, sin dejarse vencer por las emociones, vuelve para continuar el proceso de transformación de sus hermanos. Con una escena calculada, José manda encadenar a Simeón en presencia de los hermanos, antes de dejarles partir. Desea hacerles testigos oculares de la seriedad de sus palabras.. Al encadenar a Simeón ante los ojos de los hermanos, les está encadenando a todos, obligándoles a regresar con el hermano menor, su único hermano de madre, Benjamín, que desea contemplar y abrazar. Y, además, poniéndoles en este apuro, les está provocando a confesar lo que llevan escondido en la conciencia, desde hace más de veinte años. Es necesaria la confesión de la culpa para recomponer la hermandad; sólo la confesión les acercará al hermano desaparecido, a José, que se conmueve hasta el llanto, aunque ellos aún no lo vean; aunque finja no entender su idioma y se sirva de intérprete, él comprende sus comentarios: Un Midrash dice que apenas partieron los hermanos mandó que liberasen de las cadenas a Simeón y le tratasen con toda amabilidad, ofreciéndole agua para lavarse y ungüentos para ungirse. Con benevolencia trata también a los otros hermanos al mandar
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colocar el dinero en la boca de los sacos. Es un acto de generosidad que excluye el espíritu de venganza. José devuelve bien por mal. A él le vendieron por veinte siclos de plata; en la compra actual devuelve el dinero que le han dado. No se enriquece a costa del hambre de sus familiares. Por otra parte el gesto desconcierta a los hermanos, les obliga a reflexionar sobre los acontecimientos: “¿Qué nos ha hecho Dios?” (42,28). Cada vez se les abren más los ojos para descubrir la presencia de Dios en cuanto les está ocurriendo. Con los asnos cargados de grano parten en silencio de retorno a Canaán. Orígenes, atento exégeta de la Escritura, nos hace caer en la cuenta que esta vez no se lee que los hermanos subieron de Egipto a Canaán. En la Escritura no se habla nunca de que uno baje a un lugar santo, ni que suba a un lugar vituperable. Los hijos de Israel bajan a Egipto y suben de Egipto a la tierra prometida (13,1; 26,2; 37,25ss; 42,1-2). Pero, ahora, “no se habría podido decir dignamente que subieron desde Egipto, sino que poniendo su cargamento de grano sobre los asnos, partieron de allí (42,26). Al quedar Simeón prisionero en Egipto, quedaron también ellos encadenados por vínculos de amor; con él sufrían en su mente y en su espíritu. En cambio, después de haber recuperado al hermano..., vuelven con alegría, y entonces se dice que subieron de Egipto y llegaron al país de Canaán, a donde Jacob su padre (45,25)”. Cabizbajos parten de Egipto, tras sus asnos cargados con el grano. Y, al ir a hacer noche, uno de ellos abre su saco para dar pienso a su burro, y se encuentra con que su dinero está en la boca del saco de grano. Con asombro dice a sus hermanos: -Me han devuelto el dinero; lo tengo aquí en mi saco. Todos se quedan sin aliento, se miran temblando y dicen: -¿Qué es esto que ha hecho Dios con nosotros? La bondad de José remueve la conciencia sucia de los hermanos. El pecado se va manifestando en forma de miedo, o quizás ya en forma de temor de Dios.
10. ME DEJÁIS SIN HIJOS
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Con el corazón en vilo Jacob espera el regreso de sus hijos. Y la zozobra aumenta cada día que pasa sin que regresen. Al atardecer, de la mano de Benjamín, sale al campo a ver si vuelven y pregunta a las caravanas, que van regresando con sus provisiones de grano. Ninguno sabe darle noticias de sus hijos. Todos le dicen que desde la llegada a Egipto no volvieron a verles. Y, cuando finalmente les vislumbra a lo lejos, el corazón le da un vuelco seco en el pecho. De los diez, sólo regresan nueve. Corre a su encuentro y descubre que quien falta es Simeón. Con ansiedad pregunta por él y así le cuentan su desdichado viaje. La tristeza le oprime las entrañas y le cierra la boca mientras les escucha: -Al llegar a Egipto nos dirigimos a los guardias, que nos llevaron hasta el palacio real. Acostumbrados a caminar por los campos no acertábamos a movernos entre aquellos muros. Era impresionante y hasta imponente la figura del señor que estaba sentado sobre el trono, circundado de dignatarios. Con temor nos postramos ante él, rostro en tierra. El señor nos mandó acercarnos. Asustados por la grandiosidad del ambiente, por la belleza y majestad del señor, recorrimos torpemente el largo salón. Los ojos del señor, cuando nos acercábamos estaban como nublados, como conmovidos quizás de ver a tantos hermanos juntos, pensamos nosotros. Pero no era así. El señor nos habló duramente, tratándonos de espías. Y como insistía le dijimos: -Tus siervos somos doce hermanos, hijos de un mismo padre, en tierra de Canaán; el menor se ha quedado con su padre, y el otro ha desaparecido. Entonces el señor nos dijo: -Yo temo a Dios, por eso haréis lo siguiente, y salvaréis la vida: uno de vosotros quedará aquí encarcelado, y los demás irán a llevar víveres a vuestras familias hambrientas; después me traéis a vuestro hermano menor; así probaréis que habéis dicho la verdad y no moriréis. En el informe al padre les sale lo que por mucho tiempo no se había vuelto a mencionar en casa de Jacob: La “no existencia” de José, que los hermanos llevan dentro, como una enfermedad no curada, y que aflora cada vez con más fuerza. La mención del hijo perdido y la ausencia de Simeón cae en el corazón de Jacob como si se le abriera la herida nunca cicatrizada del todo. Su reacción es violenta: -“¡Me dejáis sin hijos! ¡Ha desaparecido José, Simeón no ha vuelto y os queréis llevar a Benjamín! ¡Esto acabará conmigo!” (42,36). Aún hay una versión más dramática. Una vez dada al padre una rápida y atropellada información del viaje, los nueve se disponen a vaciar sus sacos de grano. Y todos, uno a uno, se llevan la sorpresa de hallar el dinero de su compra en la boca del saco. Un escalofrío de temor les invade a todos, hijos y padre. Al padre, al ver el dinero y que falta Simeón, le cruza por la mente un pensamiento atroz. Piensa que han comprado el grano a cambio del hermano. Peor aún, piensa que ahora quieren llevar a Benjamín para comprar más grano al precio de él. Como quien se sacude un mal pensamiento, Jacob se da media vuelta y exclama: -¡Me queréis dejar sin hijos! José se ha perdido, ahora también Simeón, y encima queréis quitarme a Benjamín. ¡Esto acabará conmigo!. Y el Targum Neophiti añade un motivo más de la angustia de Jacob: Me habéis privado de José, de Simeón y ahora queréis privarme de Benjamín “¡y los necesito, pues se cuenta conmigo para que surjan las doce tribus de Israel!”. Rubén, abogado de causas perdidas, tiene la osadía de replicar al padre con su propuesta descabellada, envuelta en grandilocuentes palabras: -Da muerte a mis dos hijos si no te devuelvo a Benjamín; ponlo en mis manos y te lo devolveré. -¿Qué dices? ¿Qué consolación puedo hallar en la muerte de dos nietos para resarcirme de un hijo? ¡No se remedia una muerte añadiendo otras muertes, alargando la
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espiral de la violencia y la desgracia! ¿No son tus hijos como hijos míos? No. Mi hijo Benjamín no bajará con vosotros; su hermano ha muerto y sólo me queda él; si le sucede una desgracia en el viaje, de la pena, daréis con mis canas en el sepulcro. Jacob no quiere seguir escuchándoles. Decidido, les despide de su presencia. Se queda solo, temblando con el pensamiento de los dos hijos ausentes, perdidos, y de sus hijos presentes con Rubén como primogénito. Rubén le da miedo por la vaciedad de su vida, que no es de provecho para nada. Es semejante a un gran odre lleno de aire. Quien lo ve siente miedo de él. Pensando que sea quién sabe qué, le golpea hasta rajarlo, y el odre cae por tierra, expulsando el aire que contenía y que le mantenía en pie. Entonces, pasado el miedo, quien le encontró le contempla en tierra y se dice: “Por eso me ha asustado, porque en él no había nada. Sólo aire, que apenas lo exhala, vuelve al polvo”. Jacob espera que pase la carestía. Pero el hambre sigue apretando en el país. Se acaban las provisiones de cereal, que han traído de Egipto. El abuelo no puede soportar las súplicas angustiosas de sus nietos -mandados sin duda por sus padres- que le gritan, llorando: -Abuelo, abuelo, danos pan; nos morimos de hambre. Jacob llama a sus hijos y con rabia, a secas, les dice: -Volved a comprarnos víveres. Judá le recuerda lo que ya sabe y no quiere oír: -Aquel hombre nos ha jurado: “No os presentéis ante mí si no me traéis a vuestro hermano”; si no le dejas, no bajaremos, pues aquel hombre nos dijo: no os presentéis ante mí sin vuestro hermano. Judá enfrenta al padre a una alternativa radical. Es un dilema sin salida: si no bajan a Egipto el hambre amenaza la vida de todos y, por otro lado, dejar partir a Benjamín es correr el riesgo de quedarse sin el único hijo que le queda de Raquel. De sobra sabe Jacob que su hijo Judá tiene razón, pero su corazón se resiste y protesta con una escapatoria inútil e infantil, como si estuviera embotado por la morbosidad de sus penas: -¿Cómo se os ocurrió, para desgracia mía, decirle a ese señor que teníais otro hermano? Todos a una contestan, indignados: -Aquel hombre nos preguntaba por nosotros y por nuestra familia: ¿vive todavía vuestro padre?, ¿tenéis más hermanos? Y nosotros respondimos a sus preguntas. ¿Cómo íbamos a suponer que nos iba a decir: “Traedme a vuestro hermano”? A Jacob le resulta extraño que aquel hombre se haya informado tan solícitamente sobre la familia, sobre el padre y el hermano ausente. Pero Judá corta bruscamente sus pensamientos, como una pérdida de tiempo ante la urgencia de la situación: -Deja que el muchacho venga conmigo. Así iremos y salvaremos la vida. De lo contrario moriremos tú, nosotros y los niños. Yo salgo fiador por él; a mí me pedirás cuentas de él. Si no te lo traigo y lo pongo delante de ti, rompes conmigo para siempre. Si no hubiéramos dado largas, ya estaríamos de vuelta por segunda vez. Por la discusión de Judá con el padre, para que deje partir con ellos a Benjamín, conocemos la insistencia de José en que no se presentasen ante él sin “el hermano”. Sin Benjamín no podrán “contemplar el rostro” de José, su hermano. Por siete veces resuena la palabra “hermano” en este diálogo. Al final, cediendo, Jacob deja partir a Benjamín, concluyendo su intervención con una súplica: “Que Dios Todopoderoso haga que aquel hombre se compadezca de vosotros para que deje libre a vuestro hermano y a Benjamín” (43,14). Jacob pide que Dios conceda a José la compasión para con sus hermanos, esa compasión que ellos no tuvieron con él cuando les suplicaba desde lo hondo de la cisterna. No hallando ninguna salida posible, el padre se deja persuadir. Pero, deseando
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organizar el viaje, ordena a sus hijos: -Si no queda más remedio, hacedlo. Pero tomad productos del país en vuestras alforjas y llevádselos como regalo a aquel señor: un poco de bálsamo, un poco de miel, goma, mirra, pistachos y almendras. Y tomad doble cantidad de dinero, para devolverle el que os pusieron en la boca de los sacos, quizás por descuido. Tomad a vuestro hermano y volved a donde aquel señor. Jacob ora al Señor para que le devuelva a sus hijos, pero acepta su voluntad: -Por mi parte, si he de perder a mis hijos, me quedaré sin ellos. Con la autorización del padre, los hijos toman el regalo y el doble de plata consigo, y asimismo a Benjamín, se ponen en marcha hacia Egipto y se presentan a José.
11. SEGUNDO ENCUENTRO
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Los hijos de Jacob, con el regalo para el señor de Egipto, y con Benjamín se presentan por segunda vez en Egipto. José alza los ojos y ve a Benjamín y, en el rostro de Benjamín, ve la cara de su madre. Entonces José dice a su mayordomo: -Hazlos entrar en casa; que maten un animal y lo guisen, pues al mediodía esos hombres comerán conmigo. El mayordomo hace lo que le manda José. Como gentes de campo se conducen torpemente en aquel ambiente extraño y distinguido. Comienzan a hablar todos a la vez en la misma puerta. Viendo que les introducen en la casa del señor de Egipto, se dicen unos a otros: -Nos meten a causa del dinero que pusieron entonces en nuestros costales; es un pretexto para acusarnos, condenarnos, hacernos esclavos y quedarse con los asnos. Acercándose al mayordomo, le dicen en la puerta de la casa: -Mira, señor, nosotros bajamos en otra ocasión a comprar víveres; cuando llegamos al campamento y abrimos los sacos, en la boca de cada saco encontramos el dinero con que habíamos pagado; aquí lo traemos de vuelta y otro tanto para comprar provisiones. No sabemos quién metió el dinero en los sacos. El mayordomo intenta tranquilizarles, diciéndoles: -Tranquilos, no temáis: vuestro Dios, el Dios de vuestros padres, os metió el tesoro en los sacos, que vuestro pago lo recibí yo. Bereshit Rabbah interpreta esta respuesta, comentándola: Vuestro Dios ha puesto un tesoro en vuestros sacos “por vuestros méritos”, y si éstos no son suficientes, entonces el Dios de vuestros padres, es decir, “por los méritos de vuestros padres” os ha dado dicho tesoro. Pero el hecho de recordarles al Dios de sus padres no les tranquiliza mucho, teniendo todos el peso del delito en la conciencia. Pero todo se resuelve cuando les saca a Simeón, su hermano, que había quedado encarcelado como rehén. Luego el mayordomo les hace entrar en la casa de José. Después del áspero trato de la vez anterior, les sorprende que ahora se les invite a pasar a los aposentos privados del visir. Azorados, caminan atropellándose. Su miedo les hace temblar y hablar con una verborrea inusitada. El mayordomo les da agua para lavarse los pies, y él mismo echa pienso a los burros. Ellos van colocando los regalos, mientras esperan que llegue José al mediodía, pues han oído decir que comerán con él. Cuando José entra en casa, precedido de un heraldo, que anuncia su llegada, ellos le presentan los regalos que han traído y se postran en tierra ante él. Las once estrellas del sueño ya están postradas en tierra ante José. Faltan el sol y la luna. Pero el sol y la luna han sido creados para señorear el día y la noche, no para someterse. José les pregunta: -¿Qué tal estáis? ¿Qué tal está vuestro padre, del que me hablasteis? ¿Vive todavía? Le contestan, inclinándose y postrándose de nuevo: -Tu siervo, nuestro padre, está bien. Vive todavía. Una duración interminablemente larga de veintidós años separa a José de su padre, sin ver su cara ni oír su voz. Es un buen trecho de su vida, densa y vulnerable, expuesta a tantos caprichos e incidentes irreversibles como ha tenido. Muchas veces le ha lacerado la incertidumbre de la suerte de su padre. Por su mente se cruzan tantas preguntas: ¿No me estaréis escondiendo la verdad con una mentira piadosa? ¿Vuestro padre anciano, que es también el mío -aunque vosotros no lo podáis saber- vive aún? Porque si no vive, ¿qué sentido tiene toda esta comedia que recito ante vosotros, para vosotros? Ellos se levantan y José, alzando la mirada, se fija en Benjamín, su hermano, hijo de su madre, y pregunta: -¿Es éste el hermano menor de quien me hablasteis?
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Sin esperar la respuesta, José se acerca a él, le pone la mano sobre la cabeza y añade: -Dios te conceda su favor, hijo mío. José, en su saludo a Benjamín, le confía a la gracia de Dios, Yahveh, “el Dios rico en misericordia y piedad”. José es en este momento una expresión de esa bondad de Dios. Con su palabra está alumbrando una realidad nueva, que hace que se le conmuevan las entrañas (rachamim) y se le salten las lágrimas. Benjamín, con sola su presencia, estremece las fibras más íntimas de José, pues le recuerda los rasgos de su madre Raquel. Sale corriendo de la sala y, ocultándose en la alcoba, se desahoga llorando allí. Después se lava la cara y vuelve de nuevo con los demás. Conteniéndose con dificultad, ordena: -Servid la comida. El banquete se celebra según el protocolo de la corte egipcia: solemne, en silencio, cargado de gestos. Los comensales se distribuyen en tres mesas. José es servido por un lado; los once hebreos por otro y los egipcios convidados por otro. El texto añade la razón de esta separación: “porque los egipcios no soportan comer con los hebreos, pues es algo detestable para ellos” (43,33). Ruperto, en su lectura alegórica, viendo “a los egipcios y a los hebreos, para quienes era ilícito y sacrílego participar en la misma comida, comer -aunque en mesas distintas- en la misma casa y el mismo banquete preparado y presidido por José, contempla a los gentiles y a los judíos a quienes Cristo une en sí mismo, llevándoles a una misma fe”. Es lo que proclama san Pablo: “Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad” (Ef 2,13-14). José asigna a los hermanos los puestos por orden de edad y convierte al último en primero. José, a continuación, les hace pasar porciones de su mesa y la porción de Benjamín es cinco veces mayor que las demás. Ellos lo ven y no comprenden. Es un gesto manifiesto de preferencia hacia Benjamín, pero ahora no suscita en ellos ni envidia ni odio. Están asombrados, pero no comentan nada, sólo pueden intercambiarse miradas de sorpresa. Llevan también vino, por orden de José que, contemplando a todos sus hermanos, se dice: “Desde el día que me separé de mi padre, no he vuelto a probar el vino. Pero hoy estoy con mis hermanos, después de más de veinte años, por primera vez con todos. Hoy puedo alegrarme con ellos; además sé que mi padre vive y está bien”. Pero los hermanos, con mucha deferencia, se niegan a beber, diciendo: -Desde el día en que se perdió nuestro hermano no hemos probado ni una gota de vino, pues desde entonces nuestro corazón no ha estado nunca alegre. Por eso tampoco ahora beberemos. Durante unos instantes José permanece en silencio, impresionado; luego alza el vaso lleno de vino y, sonriendo, dice: -¿Brindamos en esta ocasión con el augurio de que este hermano vuestro sea finalmente encontrado sano y salvo? Ante esta invitación, los hermanos no pueden negarse. Beben y se alegran con él. El vino les relaja el azoramiento, les distiende de la angustia anterior y rompe las distancias, uniendo a los doce hermanos en la alegría. Ruperto aquí recuerda “el dicho de la Sabiduría, citado también por el apóstol Pablo: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber (Pr 25,21; Rm 12,20)... Así José dio comida y bebida a sus enemigos que lo habían vendido hambriento, mientras ellos comían (37,25)”. El brindis, final del banquete, parece, pues, sellar la reconciliación. Pero José no se conforma con la unión fundada sobre el vino. Quiere ver, antes de darse a conocer, cómo están los sentimientos de su corazón, ante un hecho similar al vivido con él. Fingirá encarcelar a Benjamín a ver si esto les angustia hasta el punto de estar dispuestos a dar la vida
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por liberarle. Entonces, con alegría, acabará esta dolorosa comedia. El segundo encuentro de los hermanos con José termina, pues, en un banquete. Los doce hermanos sentados en torno a una mesa es el signo sacramental de la comunión entre ellos, si bien José está aún sentado aparte. Antes, al ver a Benjamín, su hermano de madre, José se conmueve, se retira, llora, se lava y vuelve donde sus hermanos, guardándose sus sentimientos, para lo que se distancia comiendo en una mesa aparte, él solo. Desde allí puede contemplar a sus once hermanos y enviar porciones escogidas de su mesa para Benjamín. Es un banquete solemne, celebrado en silencio, pero cargado de gestos significativos. Sor Juana Inés de la Cruz, la excelente poetisa mejicana del siglo XVII, en un auto sacramental ve en esta mesa la figura de otra Mesa en la que se sientan los doce apóstoles con el Maestro en el Cenáculo. El banquete en una misma sala, participando de los mismos alimentos, supone un gran acercamiento, pero aún han comido en dos mesas distintas. Todavía hay que esperar un paso más hasta llegar al abrazo y al beso de paz. “Si buscas echarte un amigo, ponlo a prueba y no te fíes en seguida de él” (Si 6,7), aconseja el experimentado Jesús ben Sira. José, anticipadamente, sigue este consejo y prepara la última prueba para sus hermanos. Una vez repuesto de la fuerte impresión que le ha causado la vista de su hermano Benjamín, José sigue sus planes. El principal es el de la “calumnia de la copa”. José quiere poner a prueba a sus hermanos y ver hasta que punto se arriesgan por Benjamín o ver si lo dejan abandonado a su suerte, en manos del potente egipcio, tal como le habían abandonado a él en la cisterna, en pleno desierto, y vendido después para ser llevado a Egipto. Alegres por el vino, concluyen la comida. Y José, queriendo provocar el pleito, antes de irse a dormir, da instrucciones al mayordomo: -Llénales los sacos de víveres, todo lo que quepa, y pon el dinero en la boca de cada saco, como la vez anterior; y mi copa de plata la metes en el saco del menor, junto con su dinero. Por debajo de la historia de José y sus hermanos, para san Ambrosio “refulgen misterios divinos. Cristo halla en nosotros el dinero que él mismo nos ha dado. Tenemos el dinero de la naturaleza y el dinero de la gracia; la naturaleza es obra del Creador, la gracia es don del Redentor. Aunque no siempre sabemos ver los dones de Cristo, él nos los sigue dando en secreto a todos nosotros”. El mayordomo hace lo que le mandan. Al amanecer, los once hermanos se despiden y parten con los asnos cargados. Pero, apenas han salido de la ciudad, José -profetizando que los egipcios perseguirían a Israel, al huir de Egipto- dice al mayordomo: -Sal en persecución de esos hombres y, cuando les alcances, diles: “¿Por qué me habéis pagado mal por bien?, ¿por qué habéis robado la copa en que bebe mi señor y con la que suele adivinar? Está muy mal lo que habéis hecho”. Los egipcios, como otros pueblos antiguos, se servían de los vasos para sus adivinaciones. En el recipiente lleno de agua hacían caer trozos de oro o plata o pequeñas piedras y, de los círculos que describían, sacaban sus presagios de hechos futuros. Otras veces era el sonido o el movimiento de las aguas al caer en la copa o la figura que formaban las gotas de aceite derramadas en el agua... Cuando les da alcance, el mayordomo les repite las palabras que le ha dicho José, añadiendo por su cuenta, al ver la cara de sorpresa y confusión de los once: -No os hagáis los inocentes. Demasiado bien sabéis de qué estoy hablando. No seáis ingenuos, ¡a quién se le ocurre robar una cosa tan personal e inconfundible! El amo la ha echado de menos en seguida y el ladrón no tendrá escapatoria. Y, además, con el agravante de que es la copa de adivinar. Es tan grave la acusación que los once replican, indignados, quitándose la palabra
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unos a otros: -¿Por qué habla así nuestro señor? -¡Lejos de tus siervos obrar de tal manera! -Mira, el dinero que habíamos encontrado en los sacos te lo hemos traído desde la tierra de Canaán, ¿por qué íbamos a robar en casa de tu amo oro o plata? Su seguridad es tan grande, tan compartida, que Rubén, en nombre de todos, como primogénito, lanza un desafío fatal, como había visto hacer a su padre ante una acusación similar (31,32): -Si se la encuentras a uno de tus siervos, ¡que muera!; y los demás seremos esclavos de nuestro señor. El mayordomo les responde: -Sea lo que habéis dicho: a quien se le encuentre será mi esclavo; los demás quedaréis libres. Menos grandilocuente que Rubén, el mayordomo rebaja la pena de muerte pronunciada, en su ignorancia, por Rubén y compartida por los demás, y la reduce a esclavitud sólo para el culpable. Suena a sentencia humanitaria, pero provoca una tensión entre los hermanos, al romper su solidariedad. En eso consiste la prueba. Los hermanos pueden abandonar a Benjamín, dejándolo como esclavo en Egipto, y volverse a casa, repitiendo lo que hicieron con José. Ahora lo pueden hacer con la conciencia tranquila, pues son realmente inocentes, aunque con ello causen la muerte del padre. La tentación de marcharse con las manos limpias... Pueden dejar en Egipto, con Benjamín, a Judá, que se ha ofrecido al padre como garante (43,8-9) y volver a Canaán los demás... ¿Son los mismos que le vendieron o se ha dado un cambio en sus vidas? José espera en el palacio. Cada uno baja aprisa su saco, lo pone en tierra y lo abre. El mayordomo comienza a registrarles, empezando por el saco del mayor y terminando por el del menor. No le importa el dinero, que halla en la boca de cada saco. Busca la copa y la encuentra en el saco de Benjamín. Al verla, los hermanos se rasgan los vestidos, esta vez todos, y no sólo Rubén y el padre como fue en relación a José (37,29.34). La Aggadat Bereshit, con su gusto por el drama, ve a los hermanos rasgándose los vestidos y apostrofando a Benjamín: -¡Ladrón, hijo de ladrona! Eres como tu madre que con su robo (Gn 31) cubrió de vergüenza a nuestro padre, como tú haces ahora con nosotros. Benjamín soporta en silencio, con admirable paciencia, durante todo el camino de regreso al palacio real, estos improperios de los hermanos. Por haber cargado humildemente sobre sus hombros estas calumnias Dios le recompensó haciendo reposar sobre sus espaldas su santa Shekinah, según la bendición con la que Moisés, hombre de Dios, bendijo a los israelitas antes de morir: “Para Benjamín dijo: Querido de Yahveh, en seguro reposa junto a El, todos los días le protege, y entre sus hombros mora” (Dt 33,129). En realidad ahora todos se sienten unidos a Benjamín. No les pasa por la mente presentarse ante el padre con las palabras de Caín: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?” (4,9). Confundidos, cargan de nuevo los asnos y vuelven a la ciudad a enfrentarse con el visir, o más bien a ofrecerse como esclavos. Judá, que ha comprometido su palabra ante el padre, se pone al frente de los hermanos. Ante la evidencia, todos se sienten víctimas de una desgracia completamente enigmática, contra la que nada pueden hacer. El hecho del hallazgo de la copa habla de modo tan aplastante contra ellos, que ven, en ese hecho incontestable, una sentencia condenatoria pronunciada por Dios. Sin entenderla, la aceptan; saben que una culpa antigua pesa sobre ellos y, por tanto, a pesar de la inocencia actual, no dudan de la justicia de Dios. Con estos sentimientos entran en el palacio. El silencio angustioso del retorno les ha
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hecho sentirse unidos, pasado el primer momento de desconcierto. Sin palabras, la pena imaginada y sentida del padre, ausente y en ansia, les ha reconciliado. Sin necesidad de hablarse, les ha envuelto a todos el mismo dolor, han respirado el mismo aire. En el silencio, sólo roto por algún rebuzno de los asnos, que bajo la carga no quieren caminar hacia Egipto, sino hacia sus establos para, liberados del peso, reposar de la fatiga, todo -hasta los rebuznosles hace presente el campamento, el padre, los hijos, las mujeres, que les esperan, seguramente ya con inquietud. También José les espera en el palacio, pues todavía no ha salido a desempeñar las funciones propias de su cargo. Al llegar ante él, esta vez, no se postran en señal de homenaje y sumisión, sino que se echan de bruces en tierra como reos. José comienza el interrogatorio con una acusación expresa y directa: -¿Qué manera es ésta de portarse? ¿Así os portáis después de haber sido acogidos con todos los honores? ¿Es este vuestro agradecimiento? ¿No sabíais que uno como yo tiene el poder de adivinar? Apelando a sus dotes divinas de vidente, rodeándose expresamente con el misterio de unos acontecimientos sobrehumanos, José confirma en sus desesperados hermanos la certeza de que en todo este asunto está la mano de Dios. Judá, por ello, no intenta defenderse, al contestar: -¿Qué podemos responder a nuestro señor? ¿Cómo probar nuestra inocencia? Demasiadas cosas extrañas están sucediendo desde que bajamos a Egipto y que no tienen explicación ante nuestros ojos. ¿Qué decir, por ejemplo, del primer dinero, que nos fue puesto en nuestros sacos? ¿Y qué del segundo, que también ahora hemos encontrado entre nuestro grano? ¿Qué podemos decir? No nos queda más que reconocer que somos culpables. El Señor, como un acreedor que viene a cobrar una deuda contraída con El, ha descubierto la culpa de tus siervos. Esclavos somos de nuestro señor, lo mismo que aquel en cuyo poder se encontró la copa. En las palabras de Judá no reconocen la culpa del robo, pero sí aceptan que “Dios les ha hallado culpables” (44,16). Con estas palabras Judá hace alusión a la venta de José más que al robo de la copa. El pecado, por tantos años oculto, está aflorando a su conciencia y, desde la conciencia, sube a la boca en la confesión ante Dios y ante José. José se niega a aceptar a todos como esclavos. Benjamín, en cuyo saco se ha encontrado la copa, será el único que retendrá en Egipto. Lo que busca José es aislar a los hermanos de Benjamín, para ver si aprovechan la ocasión de verse libres a costa del menor. Pueden volver a casa del padre y darle cuenta de la pérdida de otro hijo. Esta es la prueba que José ha montado con todo detalle: les ha llevado a una situación similar a la vivida con él ¿Han cambiado o son los mismos de entonces? Les responde: -Lejos de mi obrar de tal manera. Aquel en cuyo poder se encontró la copa será mi esclavo. Los demás volverán en paz a casa de vuestro padre. Judá no se controla y exclama: -¡¿Cómo podemos volver en paz a nuestro padre, dejando aquí como esclavo a Benjamín?! José, aunque Judá piense que no ha entendido a qué culpa se ha referido en su confesión, acepta la acusación del delito, que a través de complicados acontecimientos el mismo Dios ha iluminado en la conciencia de los hermanos, y les lleva a la situación de entonces, cuando les fue tan fácil encontrar una escusa para el padre. Por ello sugiere: -Buscad una excusa para vuestro padre, decidle que os lo han robado y no tendréis más preocupaciones. Sí, decid a vuestro padre “la soga sigue al cubo de agua”. Judá entonces se adelanta y en nombre de todos los hermanos, humilde y adulador, se dirige a José, acumulando todos los sentimientos que le puedan conmover: -Permite a tu siervo hablar en presencia de su señor, no se enfade mi señor conmigo,
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pues eres como el Faraón. Mi señor interrogó a sus siervos: “¿No tenéis padre o algún hermano?” y respondimos a mi señor: “tenemos un padre anciano y un hijo pequeño que le ha nacido en la vejez; un hermano suyo murió, y sólo le queda éste de aquella mujer”. Su padre le adora. Tú dijiste a tus siervos que le trajéramos para conocerle personalmente. Nosotros respondimos a mi señor: “el muchacho no puede dejar a su padre; si le deja, su padre morirá”. Tú dijiste a tus siervos: “Si no baja vuestro hermano, no volveréis a verme”. Cuando volvimos a casa de tu siervo, nuestro padre, le comunicamos las palabras de mi señor. Nuestro padre nos dijo: “Volved a comprarnos unos pocos víveres”. Le dijimos: “No podemos bajar si no viene con nosotros nuestro hermano menor, pues si no nos acompaña, no podemos ver a aquel hombre”. Nos respondió tu siervo, nuestro padre: “Sabéis que mi mujer me dio dos hijos: uno se alejó de mí y pienso que lo ha despedazado una fiera, pues no he vuelto a verle. Si arrancáis también a éste de mi presencia, daréis con mis canas, de pena, en la tumba”. La descripción de la desesperación del padre, si su hijo menor no vuelve a casa, se hace cada vez más incisiva, centrándose en la esfera de los sentimientos. Ciertamente Judá no imagina la profunda conmoción interior, casi insoportable, que está suscitando en José: -Ahora bien, si vuelvo a tu siervo, mi padre, sin llevar conmigo al muchacho, morirá y tu siervo habrá dado con las canas de tu siervo, mi padre, en la tumba, de pena. Además tu siervo ha salido fiador por el muchacho ante mi padre, jurando: “Si no te lo traigo, rompes conmigo para siempre”. Ahora, pues, deja que tu siervo (¡y van once!, cuentan los sabios, bendita sea su memoria) se quede como esclavo de mi señor, en lugar del muchacho, y que él vuelva con sus hermanos. ¿Cómo puedo yo volver a mi padre sin llevar conmigo al muchacho, para contemplar la desgracia que se abatirá sobre mi padre? Judá pinta con dramatismo el estado en que ha quedado el padre, padre de Benjamín y también de José, el otro hijo desaparecido, cuya sombra aletea en todo el discurso: -Ahora, pues, si yo llego a donde mi padre, tu siervo, y el muchacho no esta con nosotros, teniendo como tiene el alma tan apegada a la suya, él morirá, y tus siervos habrán hecho bajar la ancianidad de nuestro padre, tu siervo, con tristeza al seol. Esta súplica de Judá, comenta Lutero, está hecha con fuerza y ardor, pronunciada con lágrimas y sollozos... Si nosotros supiéramos invocar a Dios con tanto ardor como hizo Judá ante su hermano... Si, en nombre de Jesucristo, le suplicásemos con tanta fuerza, le sería imposible no escuchar tal invocación, lo mismo que José no puede aguantar mucho más sin echarse a llorar y darse a conocer a sus hermanos. Todo el pasaje tiene la finalidad de explorar los sentimientos de sus hermanos y comprobar la autenticidad de su cambio interior. Para descubrir los sentimientos que albergan en su corazón, José se muestra duro e implacable, pero bajo esa corteza dura y seca se esconde un corazón tenso a punto de romper los diques del autocontrol; al final José no puede contener el oleaje de los sentimientos y necesita “alejarse y llorar” (42,24). Los hermanos ya están preparados para el encuentro con el hermano reencontrado. Se ha purificado el pasado, se ha cancelado el delito. José “no puede contenerse más” (45,1). Desde el momento en que se descubre la copa en el saco de Benjamín se suceden diversos gestos de hermandad. Se ofrecen todos como esclavos, vuelven todos a casa de José, sin abandonar a Benjamín, el único que el mayordomo declara culpable. Judá habla en nombre de todos y acepta una pena común: la esclavitud para todos. Todos comparten el sufrimiento de Benjamín. Judá confiesa la verdadera culpa ante el virrey, es decir, ante José. No la culpa de que son acusados, sino otra culpa que Dios ha descubierto: “Dios ha hallado culpables a sus siervos y henos aquí como esclavos de nuestro señor” (44,16). Lo dice pensando que José no entiende el doble sentido de sus palabras. Pero José lo entiende y toma la confesión como señal positiva de conversión.
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Con su discurso, transido de emoción, Judá subraya todos los elementos emotivos que pueden impresionar al visir, asumiendo al mismo tiempo toda la responsabilidad, como había prometido a su padre. La descripción de la desesperación del padre se hace cada vez más incisiva, actuando con gran vigor sobre la esfera de los sentimientos. Es mucho más de lo que Judá puede sospechar. El efecto que produce en el visir, en José, es tan profundo, rayando en lo insoportable, que lo conmueve y a duras penas resiste hasta el final, sin explotar en un fuerte llanto. Y es que Judá, con su espléndido discurso, no intenta refutar las falsas acusaciones que José ha armado contra él y sus hermanos; lo que busca es despertar la misericordia de José, ofreciéndose él al puesto de Benjamín, para que éste quede libre, vuelva a su padre y éste no muera de tristeza y angustia. Para convencer a José relata minuciosamente detalles de la vida de su familia. Judá cuenta con que el poderoso gobernador de la tierra, que les ha confesado que “venera a Dios”, no tenga un corazón tan duro que no se conmueva ante la pena de un padre ausente, lejos de sus hijos. Las palabras de Judá llegan al corazón de José mucho más directas de lo que el mismo Judá puede suponer. Son palabras que “salen del corazón y llegan al corazón”. Judá repite varias veces “mi padre” y “nuestro padre” y, con relación a Benjamín, repite también “nuestro hermano menor”. Paternidad y hermandad se unen en los labios de Judá con todas las modulaciones posibles para tocar el corazón de José, para quien Benjamín es doblemente su “hermano menor”. Judá ve ahora el peligro desde la perspectiva de su padre y está dispuesto incluso a dar la vida con tal de proteger la del hermano menor. El cuadro cobra aún más vida gracias a la muda presencia de Benjamín, que asiste como víctima inocente... Y con Benjamín, se proyecta sobre todo el discurso, desvelándose cada vez más, la sombra de aquel otro hermano desaparecido, pero también presente ante ellos. El discurso de Judá es, pues, excelente. En nombre de todos los hermanos toca todos los puntos que pueden conmover a José, aún no reconocido como hermano e hijo de Jacob. José se siente tocado en el corazón; descubre en las palabras de Judá lo que su padre ha sufrido por él, con su ausencia por tantos años. José se conmueve, pero disimula. Si sólo fuera cuestión afectiva hace tiempo que habría cedido. Pero su misión no es simplemente repartir grano y dispensar comprensión y compasión, sino recomponer una hermandad rota. Debe conducir a sus hermanos a través de la prueba hasta la hermandad auténtica, recobrada en el abrazo del perdón. Judá, en su arenga, da pruebas de esta hermandad: esta dispuesto a pagar en lugar de su hermano. El amor filial se desborda en amor fraterno. Por amor al padre, Judá ama a Benjamín hasta renunciar a su libertad y a todos sus derechos. Judá ahora es realmente hermano. Y Judá habla en nombre propio y en nombre de los demás. Ya es posible el reconocimiento. Judá ha superado la prueba, ha restablecido la hermandad. Sólo falta que José se reúna a ellos formalmente, declarándose su hermano. Con los signos que han precedido y con la conversión interna que ha producido la prueba, los hermanos están preparados para reconocerle. El discurso de Judá es una verdadera “purificación de la memoria”. No examina el pasado para distribuir las culpas entre los hermanos, sino para recuperar la verdad profunda de los hechos en vista del presente y del futuro. Acepta el pasado, con su pecado, que asume para recuperar la hermandad y la filiación. Da nombre a los hechos y así los exorciza del sentido estéril de culpabilidad. Llevando el pecado a la luz, le quita su fuerza, dejándole abierto a la gracia del perdón. Todos los ojos han estado suspendidos de las palabras de quien hablaba. Ahora, al unísono, se apartan de él, para escrutar el rostro del poderoso dignatario y ver si pueden leer algo en él. Nadie puede evitar el escalofrío, que ha dejado la última frase, en espera de una respuesta: -¿Cómo puedo yo volver a mi padre sin llevar al muchacho, para contemplar la
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desgracia que se abatirรก sobre mi padre?
12. EL BESO DE PAZ
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José salió hace ya tantos años a buscar a sus hermanos (37,16). Entonces no los encontró como hermanos, sino como enemigos. Ahora, después del largo proceso a que les ha sometido, se muestran como hermanos. Están dispuestos a exponer su misma vida para proteger a Benjamín, el hijo de su madre Raquel, a quien Jacob, el padre de todos, ama particularmente, pues es el consuelo de su esposa muerta y del otro hijo desaparecido. Esta preferencia del padre por el hijo menor, el hijo de su ancianidad, no suscita envidias ni rencores. Aman y defienden a Benjamín porque es amado del padre. Es lo que comprueba José al colocar a sus hermanos en una situación semejante a la que vivieron con él tantos años antes. Al colocar la copa en el saco de Benjamín les pone en la condición de tener que presentarse ante su padre sin uno de sus hijos. Pero lo que vivieron entonces sin ninguna piedad para el adolescente José, ahora les destroza el corazón y les resulta insoportable. Ahora no están dispuestos a vender a Benjamín, antes se venderían a sí mismos. José puede darse a conocer y abrazar a sus hermanos, finalmente encontrados como hermanos. Para no humillarlos ante los egipcios de la corte, José hace salir a todos y se queda a solas con ellos, les besa, abraza y llora con ellos. A solas no se comporta como el gobernante de Egipto, sino como hermano. José, “no pudiendo contenerse por más tiempo”, echa a todos los que le rodean y, ya a solas con sus hermanos, rompe a llorar y se da a conocer: -Yo soy José, ¿vive todavía mi padre? Los hermanos, espantados, se quedan sin habla. Están ante la víctima de sus envidias, rencores y traición. Ven, con sorpresa, que los sueños se han cumplido. José les repite: -Acercaos a mí. Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios. Pero ahora no os preocupéis, ni os pese el haberme vendido; para vuestra salvación me envió aquí Dios delante de vosotros. No fuisteis vosotros, sino Él quien me envió aquí. Los hermanos se han de acercar. El acercamiento material debe acortar toda la distancia que ha habido entre ellos en estos años, en estos días. José ha estado distante: en el banquete comiendo aparte y pasando porciones; en el proceso sentado como parte ofendida y acusador; distante estuvo de sus conciencias hasta que tornó el recuerdo. Ahora se han de acercar al hermano, de modo que el acercamiento material exprese el acercamiento de sus almas. José, sin los cortesanos egipcios, repite una y otra vez: “Soy José, vuestro hermano”. Doce veces resuena la palabra hermano en este capítulo. Que se acerquen sin temor. Es cierto “yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis a los egipcios”. José quiere exorcizar la culpa para arrancar todo sentido de culpabilidad de los hermanos. No elude el recuerdo de la culpa, para que no quede oculta, enturbiando el abrazo. Repite la alusión a la venta. La culpa quedó primero sumergida por acción del tiempo y José la ha hecho aflorar a la conciencia. Una vez presente, recordada y confesada, ha provocado turbación, miedo, sospecha; aún los gestos de bondad resultaban sospechosos. El modo de exorcizarla ha sido progresivo; por un lado está el arrepentimiento, del que han dado pruebas, que la ha borrado; y por otro, por parte de José, el mostrar a Dios guiando la historia, incluso la culpa, como camino de salvación. “No os pese lo que hicisteis. Pues no fuisteis vosotros quienes me vendisteis, sino Dios quien me envió”. Es Dios, y no los hermanos, quien le ha enviado a Egipto. Dios le ha enviado por delante, porque Él sabía que ellos habían de venir después, detrás de él. José había soñado la historia por adelantado, la había previsto interpretando sueños ajenos. Ahora, al final de tantos acontecimientos encadenados entre sí, interpreta la historia pasada. Lee los hechos a la luz de la fe. Dios ha dirigido sus pasos y los de sus hermanos desde el principio. Y los ha dirigido en función de la vida. La muerte no era nada más que un ir delante para salvar vidas.
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José, iluminado por el Señor, contempla su ida a Egipto antes de sus hermanos y la ve como algo providencial, pues gracias a ella puede librar a sus hermanos de la muerte de hambre y, al librar de la muerte a los hermanos, libra a toda la descendencia de Abraham de extinguirse sobre la tierra: “Ahora bien, no os pese el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros. Porque con éste van dos años de hambre por la tierra, y aún quedan cinco años en que no habrá arada ni siega. Dios me ha enviado delante de vosotros para que podáis sobrevivir en la tierra y para salvaros la vida mediante una feliz liberación. O sea, que no fuisteis vosotros los que me enviasteis acá, sino Dios, y él me ha convertido en padre de Faraón, en dueño de toda su casa y amo de todo Egipto” (45,5-8). José no sólo perdona a sus hermanos porque ellos han cambiado. El perdón, como todo auténtico amor, es siempre gratuito. José les perdona por Dios, que ha sacado el bien del mal. La crueldad de los hermanos ha sido asumida por Dios y la ha hecho entrar en sus designios divinos: formar parte de una trama más grande y gloriosa, la de la salvación del pueblo elegido. El perdón es siempre participación del amor de Dios. Con razón exclama san Ambrosio: “¡Qué amor fraterno, qué dulce paternidad, excusar incluso el delito fratricida, atribuyéndolo a la divina providencia y no a la impiedad humana!”. Por sangrienta que sea la historia, para el creyente forma parte de la historia de la salvación. Cada fragmento, doloroso o tenebroso, se enmarca en el mosaico más amplio de la historia de la salvación. La fe resuelve en profundidad las contradicciones de la historia humana. Con la historia de José el Génesis prepara el Éxodo del pueblo de Dios (50,24), que Dios mismo se forma en Egipto (46,3). José no elude la culpa, la recuerda reiteradamente: “me vendisteis”. La culpa, sumergida en el fondo del olvido por la acción del tiempo, José la hace aflorar a la conciencia. Y una vez actualizada, hecha presente con toda su carga de turbación y miedo, José la absuelve, la perdona y la exorciza, mostrando que incluso en la culpa Dios estaba presente. Entona el “feliz culpa”, que hace a los hermanos encontrarse en el abrazo del perdón, más hermanos que antes del pecado. Desde ahora se puede cantar con el salmista: Qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos... Porque allí manda el Señor la bendición, la vida para siempre (Sal 133). Se renueva en los hijos la experiencia vivida por Jacob en el encuentro con su hermano Esaú. Atravesado el río, Jacob alza la vista y ve a su hermano, que se le acerca. Esaú corre a recibirle, le abraza, se le echa al cuello y le besa llorando. El rostro de Esaú se muestra benévolo y reconciliado. El rostro de Jacob, como su nombre, no es el de Jacob, sino el de Israel. Abrazado a su hermano, se desahogó: -He visto tu rostro benévolo y es como ver el rostro de Dios. En el perdón y reconciliación de los hermanos aparece reflejado el rostro de Dios. El Midrash, con su gusto por la escenificación dramática, adorna este momento. José, en su apariencia de potente egipcio, anuncia a los once hermanos que José está vivo y que se halla a su servicio. Les trata de mentirosos, de hipócritas, por haber contado al padre que una bestia le había devorado. Como director de escena les dice: -Esperad un poco, le llamaré y podréis entreteneros con él. Entonces se pone a llamar: -¡José, José, hijo de Jacob, ven aquí, ven a ver a tus hermanos! ¡Están aquí los que te vendieron! Blancos, pálidos de temor, los hermanos se vuelven, buscando a José en los cuatro
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ángulos de la habitación. José mientras tanto repite: -¡Ven aquí, ven a ver a los hermanos que te vendieron! Los hermanos miran a una parte y a otra, sin comprender nada. En la habitación no hay nadie más que ellos y el señor egipcio. José entonces les dice: -¿Por qué buscáis detrás de mí? “Soy yo, vuestro hermano José” (45,4). “Con vuestros propios ojos estáis viendo, y también mi hermano Benjamín con los suyos, que es mi boca la que os habla” (45,12). Os estoy hablando, sin intérprete, en la lengua sagrada. Y sin embargo no creen lo que ven, porque le habían vendido imberbe y ahora se lo encuentran ante ellos con una larga barba. Pero cuando le reconocen se llenan de vergüenza hasta el punto que, atónitos, pierden el habla. Necesitan un tiempo para pasar desde el estupor hasta la toma de conciencia de un hecho increíble. José, viendo su compunción, les dice: -“Vamos, acercaos a mí” (45,4). Ellos se acercan, le besan y todos los hermanos, ellos y José, lloran. En ese momento se borra el pecado. Las lágrimas cancelan el pasado. José ya no se considera “vendido”, sino “enviado” por Dios delante de sus hermanos: “Para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros” (45,5). Dios -y no los hermanos- es quien le envió a Egipto. Es el mensaje que él envía a su padre: “Dios me ha hecho dueño de todo Egipto, baja a mí sin demora” (45,9). Como muestra de reconciliación José da a cada hermano dos vestidos. Ellos le habían desgarrado la túnica de mangas largas, él no devuelve mal por mal, sino que da dos túnicas a cada uno. Con esto y con los regalos para su padre, José les despide, añadiendo: -No discutáis en el camino. Hemos alcanzado la paz, no la perdáis de nuevo. Según Rashí: “No os acuséis mutuamente ni tratéis de establecer culpas por los episodios pasados”. Hay una constante en el actuar de Dios en la historia de la humanidad, que la hace historia de salvación . “Con éste van dos años de hambre por la tierra, y aún quedan cinco años en que no habrá arada ni siega. Dios me ha enviado delante de vosotros para que podáis sobrevivir en la tierra y para salvaros la vida mediante una feliz liberación” (45,6-7). Dios preserva a Noé del diluvio universal para convertirse en tronco de una humanidad nueva. Dios saca a Abraham del mundo de la idolatría, de la dispersión de Babel, haciendo de él una bendición para todas las naciones. Dios conduce a Lot fuera de Sodoma para liberarlo de su destrucción. La acción salvadora de Dios, conduciendo a José a Egipto, se engarza en esa cadena misteriosa de hechos con los que Dios preserva de la muerte a un resto, en vista “a salvar vidas”, la vida de sus hermanos, tronco de las doce tribus de Israel. “No os pese el haberme vendido, pues me envió Dios delante de vosotros para salvar vidas” (45,5). Es lo que Cristo les dice a los discípulos de Emaús: “Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en la gloria?” (Lc 24,25-26). Se trata siempre de un plan providencial de Dios, que saca el bien del mal. José sabe leer la historia. José habla a sus hermanos como un profeta que anuncia la salvación: “¡No temáis”. Con los ojos iluminados por la fe describe el plan oculto de Dios que ha guiado todos sus pasos, mostrando su misericordia en todas sus pruebas, guiando a los hermanos en su descenso a Egipto, y llevándole a él a gobernar todo el país de Egipto, para así salvar sus vidas y mantener la promesa hecha a Abraham, Isaac y Jacob, padre de todos ellos. La historia de José, “enviado a buscar a sus hermanos”, se encamina a su final desde el momento en que Judá pronuncia su discurso y los hermanos reconocen que no pueden volver a Canaán en paz si no vuelven todos. No se pueden presentar al padre sin uno de sus hijos. La vida de cada uno está ligada a la de los demás. Por encima de los celos, las envidias, las sospechas... la realidad es que son hermanos. Cristo vuelve al Padre con sus hermanos, rescatados de la muerte y del pecado, reconciliados con El y con los demás. En la liturgia
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bizantina el diácono invita a los fieles a amarse mutuamente para poder proclamar el Credo: “Amémonos los unos a los otros para poder confesar con un solo espíritu nuestra fe”. Para confesar la fe en un único Dios Padre es necesario sentirse unidos como hermanos. Pero es el amor del único Padre el que nos capacita para aceptar al otro como hermano, como hijo suyo. Por ello sólo en Cristo se puede encontrar al otro como hermano. En Cristo me ha alcanzado el amor del Padre y en Cristo el amor del Padre ha alcanzado al otro. En Cristo, el Hijo predilecto, también yo, junto con los demás hermanos, grito con el Espíritu Santo: ¡Abba! Al final la reconciliación se sella con el beso de la paz. Los doce hermanos abrazados lloran de gozo. El descubrimiento de Dios en la historia da fuerza y garantía al rito de la paz. Y “ver el rostro reconciliado de los hermanos es como ver el rostro de Dios” (33,10). Y quienes “no podían hablar amablemente” (37,4) con José, ni saludarle siquiera, ahora se entretienen hablando en paz con él (45,15). Hablan del padre, de lo que le han de contar, de cómo invitarle a bajar a Egipto, de cómo Dios ha sido el guía de todos los hechos... Hablan, rompiendo el silencio de años. La reconciliación suelta la lengua muda de los hermanos. En el comienzo de la historia se dice que los hermanos “lo odiaban y no podían hablarle amigablemente”. Incluso José, que les “ha hablado con dureza” (42,7), al abrazarles, les dice: “Es mi boca la que os habla” (45,12). Ahora ya no se sirve del intérprete. En hebreo el vocablo dabar indica a la vez “palabra” y “hecho”. Para el hombre bíblico, entre el dicho y el hecho no hay gran trecho. Lo mismo que el odio había matado la palabra, aislando a los hermanos, ahora la palabra, que brota del amor, crea la comunión entre ellos. José, que perdona a sus hermanos y les lleva a reconciliarse con él y con el padre, es figura de Cristo que perdona a quienes le crucifican, reza por ellos (Lc 23,34) y obtiene la reconciliación de los hombres entre sí (Ef 2,11-22) y con el Padre (2Co 5,19ss). En José y más aún en Cristo se cumple la palabra del salmo: “La piedra que los constructores desecharon en piedra angular se ha convertido; esta ha sido la obra de Yahveh, una maravilla a nuestros ojos” (Sal 118, 22-23). Dios mismo, queriendo salvar a su pueblo, dijo: “Heme aquí: soy yo que os hablo” (Is 52,6). “Me he hecho encontradizo de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: Aquí estoy, aquí estoy a gente que no invocaba mi nombre” (Is 65,1; Rm 10,20). También Jesús gritó: “Yo soy Jesús”, cuando los judíos, para tentarlo, le preguntaban ¿eres tú el Hijo de Dios? (Lc 22,70). Les respondió: “Vosotros lo decís: Yo soy”. Y a Pilatos que le pregunta: ¿Luego tú eres Rey? , Jesús le responde: Sí, como tú dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo” (Jn 18,37). Y al sumo sacerdote que le decía “te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, Jesús le dice: Sí, tú lo has dicho” (Mt 26,63s). Y un día, cuando nos presentemos ante Jesucristo, resonará en nuestros oídos la frase de José a sus hermanos: “Soy yo vuestro hermano, a quien vendisteis y crucificasteis, pero no temáis, acercaos a mí. No fuisteis vosotros quienes me enviasteis a la cruz, sino el Padre mío y vuestro es quien me envió a la muerte para salvar vidas”. El amor fraterno le lleva a José a excusar a sus hermanos, mostrándoles que ha sido Dios quien ha guiado sus pasos hasta llevarle a Egipto. Es lo que hace Jesucristo cuando, sobre la cruz, intercede por su pueblo: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Es lo que Cristo resucitado, apareciéndose en medio de sus discípulos, les dice: “La paz con vosotros. Soy yo, no temáis” (Lc 24,36ss). Como José, Nuestro Redentor da la vida al mundo mediante su muerte. Dios, en su divina providencia, saca el bien del mal. Citando este texto de la Escritura dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado
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por sus criaturas: ‘No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios... aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso’ (45, 850, 20; cf Tb 2, 12-18 Vg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf Rm 5, 20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien” (CEC 312). “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).
13. LOS HERMANOS UNIDOS EN TORNO AL PADRE
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José, habiendo encontrado a sus hermanos, les envía a buscar al padre. La hermandad se fundamenta sobre la filiación. Los hijos de un mismo padre son hermanos. Por ello José les apremia: -Aprisa, subid a casa de mi padre y decidle: “Dice tu hijo José: Dios me ha hecho señor de Egipto, baja a estar conmigo. Vosotros estáis viendo y también Benjamín está viendo que os hablo yo en persona. Contadle a mi padre todo lo que habéis visto y traedle pronto acá”. José les hace tomar conciencia de lo que ven y oyen. Es él, el hermano, que les entiende y les habla en su lengua, “en la lengua santa”. José pide a Benjamín en especial que atestigüe su identidad, porque los otros hermanos habían engañado antes al padre. Tras el recuerdo del padre y el recuerdo de Dios, garante de la reconciliación, llegan los besos y abrazos, sellando la comunión. José, echándose al cuello de Benjamín, rompe a llorar, y lo mismo hace Benjamín. Después José besa llorando a todos sus hermanos. Y la reconciliación, sellada con el beso del perdón y la paz, devuelve el habla y el canto a los hermanos, les devuelve la palabra, reanudando el diálogo auténtico, fundado sobre la verdad y el amor. Y José, a quien habían arrancado la túnica, regala dos vestidos nuevos a cada hermano, “uno para los días de la semana y otro para el Sábado”, añade el Midrash. La noticia de la llegada de los hermanos de José a Egipto se difunde por todo el palacio real. El Faraón y todos sus ministros, al enterarse, se llenan de alegría. El Faraón, sin saberlo, habla y ofrece en nombre de Dios: “Cargad vuestras acémilas y volved a Canaán, tomad a vuestro padre y a su familia y volved acá; yo os daré lo mejor de Egipto y comeréis lo sustancioso del país. Tomad carros de Egipto para transportar en ellos a los niños y mujeres y a vuestro padre, y volved. No os preocupéis de vuestras cosas, porque tendréis lo mejor de Egipto” (45,16-20). El Faraón pone a disposición de la familia de José toda la tierra de Egipto. José acepta el ofrecimiento del Faraón y da a Benjamín trescientas monedas de plata y, no dos vestidos, sino cinco. Y para el padre carga diez asnos con las mejores cosas de Egipto y diez asnas con grano, pan y toda clase de alimentos. Exultantes de gozo y colmados de dones, los hermanos se despiden de José, que les recomienda: -No discutáis durante el camino. José teme que los hermanos, reconciliados con él, comiencen a acusarse unos a otros. José, dice san Efrén, quiere que como él les ha perdonado cuanto le hicieron, así se perdonen entre ellos: “perdonaos mutuamente como yo os he perdonado”. Cristo, al despedirse de sus discípulos, recuerda san Ambrosio, también les dice: “Os dejo la paz, mi paz os doy” (Jn 14,27). Como agua fresca para una persona exhausta es una buena noticia de un país lejano. Los once salen de Egipto, llegan a tierra de Canaán, a casa, y dan al padre la noticia: -José está vivo y es gobernador de Egipto. Jacob sabe que nada es imposible para Dios, pero al oír la buena nueva pierde el sentido. No puede creerlo. A lo largo de los años ha aprendido a convivir con su pena, a alimentarse y consumirse de recuerdos. Ahora de repente se le anula un largo período de vida, juntándosele el presente con un pasado perdido. Es como si José hubiera pasado de un salto de la adolescencia a la madurez. El corazón del anciano no puede dar el salto y desfallece. Hay narraciones midráshicas que amplían y dramatizan este momento. En primer lugar, los hermanos, durante el viaje de regreso a Canaán se preguntan unos a otros: -¿Cómo daremos al padre la noticia de que su hijo José vive? Si le damos la noticia de repente se estremecerá y no creerá nuestras palabras. Hacen bien en pensar que el padre no creerá sus palabras, pues ese es el destino de los
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mentirosos: nadie les cree ni cuando dicen la verdad. Y ellos tienen la vida llena de mentiras. Por ello se preocupan de preparar al padre a recibir la noticia. Cuando están cerca de casa, les sale al encuentro Sara, hija de Aser, una muchacha graciosa e inteligente, que toca maravillosamente el arpa. Los hermanos la llaman y le encargan que vaya a tocar el arpa para su abuelo Jacob según sus instrucciones. La muchacha se presenta a tocar el arpa acompañando con una suave melodía las palabras que le han encomendado: “José, mi tío, está vivo y gobierna todo el país de Egipto”. Jacob, que durante todos estos años vividos lejos de José había perdido el espíritu profético, al sentir esta melodía se siente invadido por él y bendice a su nieta: -Que la muerte no tenga poder sobre ti, pues me has devuelto el soplo de vida. De este modo, preparado el padre, los hermanos pueden presentarse ante él y anunciarle que José está vivo. Otra narración dice que José había previsto la incredulidad del padre y, por ello, recomienda a los hermanos: -Si mi padre no cree vuestras palabras, decidle que el día en que lo dejé para ir a buscaros, él me estaba enseñando “la ley de la ternera del cuello roto” (Dt 21,1-9). Con este signo sabrá que es verdad lo que le contáis. Así, pues, cuando le cuentan todo lo que les ha dicho José, y cuando ve los carros que José ha mandado para transportarle, recobra el aliento. Su vida, como un fuego medio muerto, se reaviva, al ser atizado. “Es como un lámpara, dice Orígenes, que está a punto de apagarse, pero se reaviva al verter aceite en ella. Este es el efecto que hace en Jacob la noticia de que su hijo vive. Mientras José estuvo lejos, se encontraba como una lámpara sin aceite, su espíritu había desfallecido y la luz de su vida se había entenebrecido. Pero, al anunciarle que José vivía, es decir, que la vida es la luz de los hombres (Jn 1,4), su espíritu se reavivó en él, renaciendo en su interior el fulgor de la luz verdadera”. “La audición de la verdad reaviva como una luz lo que en Jacob había oscurecido el engaño de la mentira” (37,31-35). Para Orígenes José es figura de Cristo, “vida y luz” de los hombres. Por ello reaviva el espíritu de su padre. José envía a sus hermanos a llevar la buena noticia al Padre, Jesús resucitado envía a las mujeres con una noticia mucho mejor: “Id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28,10). José desea que los hermanos anuncien al padre que Dios le ha constituido señor de todo Egipto. Jesucristo en el Evangelio también proclama ante los apóstoles, sus hermanos: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). José desea tener al padre y a los hermanos cerca de él. Por ello encarga a sus hermanos que digan a su padre: “Baja a mí sin demora. Vivirás en el país de Gosen, y estarás cerca de mí, tú y tus hijos y nietos, tus ovejas y tus vacadas y todo cuanto tienes. Yo te sustentaré allí, pues todavía faltan cinco años de hambre, no sea que quedéis en la miseria tú y tu casa y todo lo tuyo” (45,9-11). Es la cercanía que Cristo resucitado ofrece a sus discípulos: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El golpe de la noticia infunde en Jacob el calor de una vida recobrada, imprimiendo en él un ritmo nuevo. Le inunda y arrebata el gozo: ¡José vive! El vacío ahondado por tantos años se llena con la alegría de volver a ver al hijo. Rejuvenecido, exclama: -¡Basta! Está vivo mi hijo José; iré a verle antes de morir. Los hijos le dicen que José todavía vive y que es gobernante de Egipto. Para Jacob es suficiente el hecho de que esté vivo aunque no sea gobernante, por eso se levanta de su postración y decide ponerse en viaje para verle antes de morir. Una chispa de esperanza se ilumina en sus ojos de anciano y de repente se siente rejuvenecer. Sin embargo, a pesar del gran deseo que tiene de dirigirse a Egipto para ver a su hijo José, Jacob teme abandonar la tierra de santidad, ya que Dios había dicho a su padre Isaac
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que no la abandonara. Por eso se dirige a Berseba a ofrecer un sacrificio a Dios, y allí Dios le anima a descender a Egipto: “Yo soy Dios, el Dios de tu padre, no temas bajar a Egipto, porque allí te haré una gran nación. Yo bajaré contigo a Egipto y yo mismo te subiré. José te cerrará los ojos” (46,3). Estas promesas valen para la persona de Jacob, a quien Dios acompaña en su descenso a Egipto y en su ascenso para ser sepultado en la tierra santa. Pero valen también para toda su descendencia. Dios vive con ellos el tiempo de su exilio fuera de la tierra y con ellos subirá al momento de la liberación. Moisés, en el momento del Éxodo, constata: “No más de setenta personas eran tus padres cuando bajaron a Egipto, y Yahveh tu Dios te ha hecho ahora numeroso como las estrellas del cielo” (Dt 10,22; Gn 46,26-27). Y Esteban repite las palabras de Moisés, aunque según su cómputo, al momento de bajar a Egipto, “la familia de Jacob se componía de setenta y cinco personas” (Hch 7,9-17). El itinerario de Jacob está marcado por las manifestaciones y comunicaciones de Dios. Comienzan cuando emigra hacia Aram (Gn 28); continúan estas comunicaciones divinas en casa de Labán (31,3.11-13), en Penuel, al retorno de Aram, y de nuevo en Betel (35,9-15). Ahora, en la última teofanía de la época patriarcal, Dios le promete una vez más acompañarlo y “hacerlo subir” de Egipto a la tierra santa, aunque no vivo, pues “José le cerrará los ojos”. Pero ahora le promete también que le hará crecer hasta convertirse en “un pueblo numeroso”. La promesa hecha a Abraham, repetida a su padre Isaac y a él, se cumplirá en Egipto. Jacob puede descender a Egipto asistido por la certeza del futuro Éxodo. Dios no dejará a su descendencia en Egipto. Como había ordenado a Abraham partir hacia Canaán (12,1), así Dios ordena a Jacob partir hacia Egipto. En una visión nocturna Dios llama a Jacob: -¡Jacob, Jacob! -Heme aquí, respondió Jacob. -Yo soy Dios, el Dios de tu padre; no temas bajar a Egipto, porque allí te haré una gran nación. Y bajaré contigo a Egipto y yo mismo te subiré también. Dios, acompañando a Jacob a Egipto, verá la aflicción de sus hijos y, con la potencia de su brazo, les liberará de la esclavitud. Esta torcida y larga bajada a Egipto parte del padre. Jacob, un día lejano ya, mandó a su hijo José a visitar a sus hermanos, que pastoreaban el rebaño en el campo de Siquem. Ahora, sin saberlo, manda a aquellos diez hijos, y luego también a Benjamín, hacia el hermano desaparecido, “descuartizado por una fiera”. Y lo hace para conservar la vida y no morir. José proclama que eso mismo ha sido el designio de Dios, al enredar toda esta historia: Dios le ha salvado la vida “para poder salvar la vida de otros”. En el descenso a Egipto (46,1-7) se alternan los nombres de Jacob e Israel. Son los dos nombres, con que se le conocerá por siempre: el nuevo que Dios le ha otorgado no anula el antiguo. Como padre de familia se le sigue llamando Jacob, pero sus hijos son ya los hijos de Israel, los israelitas, el pueblo que desciende a Egipto, donde se multiplica tanto que el Faraón llegará a verse amenazado por su número. No el Faraón actual, que les acoge con toda generosidad en consideración a José, por quien Dios ha bendecido a Egipto. Los hijos de Israel hacen montar a su padre con los niños y las mujeres en las carretas que José ha enviado para transportarlos. La familia que emigra a Egipto hace un total de setenta personas, según el cómputo preciso de los sabios de Israel. Para que, en la hora de la salida de Egipto, al ser contados, se vea que la multitud en que se ha transformado es obra de la potencia de Dios, se fija ahora el número y los nombres que componen la familia de Jacob (46,6-27). Jacob, para preparar el encuentro con José, al llegar a Egipto, manda a Judá por delante para que informe a José de su llegada a Gosen. José engancha su carroza y sube a
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Gosen, al encuentro de su padre. Al llegar a su presencia, se le echa al cuello y llora abrazado a él (46,29). Se repite la escena que Jacob ha vivido en el encuentro con su hermano Esaú, y la escena del encuentro que José ha vivido con los hermanos. Después de tantos años alejados, - veintidós largos años-, ahora se estrechan en el abrazo filial o paterno, tras el abrazo fraterno. Es la escena que resuena en el evangelio, al encontrarse el padre y el hijo pródigo, aunque en ella sea el padre quien se echa al cuello del hijo (Lc 15,20). Ya en el primer encuentro, los hermanos “se postran rostro en tierra” ante José, a quien no reconocen. De ese modo, sin saberlo, comenzaban a cumplir los sueños: las gavillas se inclinan ante la gavilla que está en pie ante ellos. Se presentan constantemente con la expresión “tus siervos”, forma de cortesía que muestra su sumisión. En el segundo encuentro se repiten los gestos y expresiones de sumisión. En cambio la Escritura no habla de la postración del padre y la madre, el sol y la luna, del segundo sueño de José. Sólo los hermanos, las estrellas, se postran ante José. Con el padre la postración se sustituye por un abrazo. El padre, conmovido y bañado por las lágrimas de su hijo, exclama: -Ahora puedo morir, después de haber visto tu rostro y ver que estás vivo. El gozo se hace exultación y alabanza a Dios: -¡He visto el rostro de Dios, he visto el rostro benévolo de mi hermano, veo el rostro de mi hijo vivo! ¡Bendito sea el Santo, que me ha concedido el deseo de mi corazón y no me ha negado lo que pedían mis labios! José, durante estos años en Egipto se ha hecho experto en las maneras políticas de los egipcios y en el estilo diplomático de la corte. Sabe que los egipcios detestan a todos los pastores de ovejas. Por ello, para que el Faraón conceda a su familia la región de Gosen, que se halla en el delta oriental del Nilo, en el confín de Egipto, limítrofe con Canaán, está poco habitada y posee pastos abundantes, José pone al corriente a sus hermanos y a su padre de sus planes sobre ellos: -Voy a subir a avisar a Faraón y decirle: Han venido a mí mis hermanos y la casa de mi padre que estaban en Canaán. Son pastores de ovejas, pues siempre fueron ganaderos, y, han traído ovejas, vacadas y todo lo suyo. Y les da estas instrucciones: -Así, cuando os llame el Faraón y os pregunte: ¿Cuál es vuestro oficio?, le decís: Ganaderos hemos sido tus siervos desde la mocedad hasta ahora, lo mismo que nuestros padres. De esta suerte os quedaréis en el país de Gosen (46,31-34). Una vez que ha instruido a sus hermanos, José lleva a un grupo de ellos y les presenta al Faraón. En palacio las cosas se desenvuelven según los planes de José. Vino, pues, José a dar parte al Faraón, diciendo: -Mi padre, mis hermanos, sus ovejas y vacadas y todo lo suyo han venido de Canaán, y ya están en el país de Gosen. Luego, de entre todos sus hermanos tomó consigo a cinco varones y se los presentó al Faraón. Dijo el Faraón a los hermanos: -¿Cuál es vuestro oficio? Respondieron al Faraón: -Pastores de ovejas son tus siervos, lo mismo que nuestros padres. Y dijeron al Faraón: -Hemos venido a residir en esta tierra, porque no hay pastos para los rebaños que tienen tus siervos, por ser grave el hambre en Canaán. Así, pues, deja morar a tus siervos en el país de Gosen. Y dijo el Faraón a José: -Tu padre y tus hermanos han venido a ti. Tienes el territorio egipcio por delante: en
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lo mejor del país instala a tu padre y tus hermanos. Que residan, pues, en el país de Gosen si así lo desean. Y si te consta que hay entre ellos gente capacitada, ponles por rabadanes de mis ganados. Una prueba del poder de José y de la estima que siente por él el Faraón es que éste escucha el ruego de sus hermanos y les concede habitar en la tierra fértil de Gosen, “la mejor región del país”; se trata de los amplios pastizales de una provincia fronteriza. Y además les concede el que puedan acceder a los cargos públicos: si están capacitados pueden llegar a ser jefes de los rebaños que pastan en las tierras del patrimonio real. Luego José lleva a su padre a la corte y le presenta al Faraón. Jacob bendice al Faraón. Es una breve visita en la que el soberano de Egipto recibe a un beduino inmigrante. Es una visita diversa de otras que recibe en la corte. Se encuentran frente a frente el patriarca y el Faraón, uno gobierna el mayor imperio del mundo y el otro posee la bendición divina. El Faraón actúa de forma afable y magnánima, Jacob le habla de su vida nómada, sin hogar permanente y demasiado corta pese a su longevidad. Pero Jacob no solicita beneficios al monarca, sino que lo bendice. Y “está fuera de discusión que el que es más bendice al que es menos” (Hb 7,7). Faraón, impresionado por el aspecto de aquel hombre de ciento treinta años, pregunta al anciano por su edad: -¿Cuántos años tienes? Jacob en su respuesta no habla como el Faraón de años de vida, sino de los años de su peregrinación como extranjero por la tierra: -Los años de mis andanzas hacen 130 años: pocos y malos han sido los años de mi vida, y no han llegado a igualar los años de vida de mis padres, en el tiempo de sus andanzas. Jacob, como hombre de fe, se declara peregrino en este mundo, pues se sabe ciudadano de una vida y patria mejor, la del cielo. Es la lectura que hace la carta a los Hebreos: “En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad” (Hb 11,13-16). Al Midrash, en cambio, no le agrada la respuesta de Jacob y dice que, cuando Jacob terminó de hablar con el Faraón, Dios le dijo: “Yo te he salvado de las manos de Esaú y de Labán; te he devuelto a José, que he constituido gobernador de un gran país, y tú ¿te atreves a decir que tus años han sido pocos e infelices? Por esta ingratitud morirás treinta y tres años antes que tu padre Isaac”. Abraham murió a ciento setenta y cinco años (25,7) e Isaac a ciento ochenta (35,28) “y los días de Jacob fueron ciento cuarenta y siete años” (47,28). Bendijo, pues, Jacob a Faraón, y salió de su presencia. Jacob, que recibió la bendición de su padre, es ahora el portador de la bendición. Con la bendición termina la audiencia. Jacob tiene otras bendiciones pendientes. La bendición de Jacob sobre sus hijos, que llena todo el capítulo 49 del Génesis, es sacramento de la bendición de Dios sobre el pueblo que de momento queda en Egipto, pero que Dios un día se acordará de ellos y les sacará de la esclavitud para llevarles en un éxodo glorioso a la tierra prometida. También nosotros podemos decir con Jacob y con Pablo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo” (Ef 1,3). “José instaló a su padre y a sus hermanos, asignándoles una propiedad en territorio egipcio, en lo mejor del país, en la provincia de Ramsés, según lo había mandado Faraón. Y José proveyó al sustento familiar de su padre y sus hermanos y toda la casa de su padre” (47,11-12). Y el Señor, dice el gran Midrash sobre el libro del Génesis, regaló a Jacob
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diecisiete años de vida en paz cerca de su hijo José. Porque, como se sabe, el malvado primero goza de felicidad y luego sufre, mientras que al justo le sucede lo contrario: la felicidad de los últimos años de vida es el privilegio que Dios concede a los hombres santos. Jacob aún no muere, le quedan unos años de vida para bendecir a sus hijos. Pero él ya se siente satisfecho, ya puede morir en paz, pues ha visto el rostro de su hijo, que vive. Se lo habían anunciado los hermanos, ahora le ve con sus ojos. Jacob ha visto el rostro de Dios, ha visto el rostro benévolo de su hermano Esaú, y ve el rostro de su hijo vivo. Con la vista del hijo de sus predilecciones puede cerrar sus ojos, dejar que José se los cierre. En realidad, cuando José le muestre sus hijos, no les distinguirá, porque se le habrá apagado la vista (48,10). Jacob resume en unas pocas palabras los años de angustias y sufrimientos por la desaparición de José cuando le dice: “Yo ya no esperaba volver a ver tu rostro y ahora Dios me ha concedido ver también a tus hijos” (48,11). Medio ciego, Jacob ve la realidad desde el interior del amor; con esa mirada interior, Jacob ve el futuro de su descendencia, abraza y besa, adoptando como hijos suyos, a los hijos de su amado José. Colocados ante él, Jacob pone su mano derecha sobre el menor y la izquierda sobre el mayor. Así sigue manteniendo hasta el final su línea de preferencias. Se enamoró de Raquel, la menor, en vez de Lía, la mayor; prefirió a José por encima de sus hermanos mayores y, ahora, muestra sus preferencias por el menor de sus nietos (48,14.20). Y es que él mismo era el menor y tuvo que robar la primogenitura y la bendición de su padre, pues aunque era el preferido de su madre, el padre prefería a su hermano Esaú, el primogénito. Su descendencia, el pueblo de Israel, es también para Dios el pueblo de la elección, el “menor de los pueblos” (Dt 7,7).
14. NO ME ENTIERRES EN EGIPTO
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José el Justo se preocupa del bienestar de su familia y de todo el país donde vive. Una vez presentada su familia al Faraón y logrado que su padre y hermanos se asienten en la región de Gosen, José vuelve a sus funciones de gobernante, demostrando comprensión y sensibilidad frente a la miseria humana, ayudando a la población que sufre el azote del hambre. José ofrece semilla y tierra a los campesinos, pues el hambre arrecia sobre Egipto y Canaán, y el país se extenúa. El texto bíblico nos muestra en forma esquemática las medidas que adopta José para salvar a las gentes hambrientas, que le asedian con sus demandas. Primero el pueblo compra cereales con dinero. Acabado el dinero, José ofrece alimentos a cambio de los ganados. Y, en una tercera etapa, como el hambre está a punto de acabar con la población, las masas se presentan a José ofreciéndose a sí mismos y sus tierras a cambio del alimento. El pueblo se siente agradecido y celebra a José como su salvador. El interés del autor de este relato es mostrar la sabiduría de José que logra superar todas las complicaciones que se le presentan. Junto a esta lectura de la Escritura es posible otra muy diversa. En realidad los sabios de Israel hablan de setenta significados de cada palabra. La palabra de Dios es el árbol de vida que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus lados, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos lados una bebida espiritual. Leamos esta página ahora con Orígenes. La carestía es grave. En todo el país falta el pan. “No había pan en todo el país, porque el hambre era gravísima y tanto Egipto como Canaán estaban muertos de hambre. Entonces José se hizo con toda la plata existente en Egipto y Canaán a cambio del grano que ellos compraban, y llevó José aquella plata al palacio del Faraón. Agotada la plata de Egipto y de Canaán, acudió Egipto en masa a José diciendo: -Danos pan. ¿Por qué hemos de morir en tu presencia ahora que se ha agotado la plata? Dijo José: -Entregad vuestros ganados y os daré pan por vuestros ganados, ya que se ha agotado la plata. Trajeron sus ganados a José y José les dio pan a cambio de caballos, ovejas, vacas y burros. Y les abasteció de pan a trueque de todos sus ganados por aquel año. Cumplido el año, acudieron al año siguiente y le dijeron: -No disimularemos a nuestro señor que se ha agotado la plata, y también los ganados pertenecen ya a nuestro señor; no nos queda a disposición de nuestro señor nada, salvo nuestros cuerpos y nuestras tierras. ¿Por qué hemos de morir delante de tus ojos así nosotros como nuestras tierras? Aprópiate de nosotros y de nuestras tierras a cambio de pan, y nosotros con nuestras tierras pasaremos a ser esclavos de Faraón. Pero danos simiente para que vivamos y no muramos, y el suelo no quede desolado. De este modo se apropió José de todo el suelo de Egipto para el Faraón, pues los egipcios vendieron su campos porque el hambre les apretaba, y la tierra pasó a ser del Faraón. En cuanto al pueblo, lo redujo a servidumbre, de cabo a cabo de Egipto. Tan sólo no se apropió de las tierras de los sacerdotes, porque ellos tuvieron tal privilegio del Faraón, y comieron de dicho privilegio que les concedió el Faraón. Por lo cual no vendieron sus tierras. Dijo entonces José al pueblo: -He aquí que os he adquirido hoy para el Faraón a vosotros y vuestras tierras. Ahí tenéis simiente: sembrad la tierra, y luego, cuando la cosecha, daréis el quinto al Faraón y las otras cuatro partes serán para vosotros, para siembra del campo, y para alimento vuestro y de vuestros familiares, para alimento de vuestras criaturas. -Nos has salvado la vida. Hallemos gracia a los ojos de mi señor, y seremos siervos del Faraón, dijeron ellos. Y José les impuso por norma, vigente hasta la fecha en todo el agro egipcio, dar el quinto al Faraón. Tan sólo el territorio de los sacerdotes no pasó a ser de Faraón (47,13-26).
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Según este testimonio de la Escritura, señala Orígenes, ningún egipcio era libre. El Faraón sometió a esclavitud a todo su pueblo. No quedó ningún ciudadano libre en todo Egipto. La libertad quedó, pues, abolida en Egipto. Por ello, la Escritura llama a Egipto “casa de la esclavitud”: “Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud” (Ex 20,2). Todo Egipto, se convirtió, pues, en casa de esclavitud, y lo que es peor, en casa de una esclavitud voluntaria. Es el pueblo mismo quien se ofrece como esclavo... Esto adquiere un gran significado, continúa Orígenes, si lo entendemos en sentido espiritual. Egipto es imagen de toda esclavitud, es decir, de la esclavitud de los vicios de la carne o del demonio. Ninguno es obligado a esta esclavitud, pero uno se puede entregar libremente a dicha esclavitud por dejadez del alma o por la sensualidad o pasión corporal. De los hebreos, en cambio, se dice “que fueron sometidos a esclavitud por la fuerza” (Ex 1,13-14). Por eso son liberados de la casa de esclavitud y llamados a la libertad, que habían perdido contra su voluntad. Un hijo de Israel, inocente, vendido por sus hermanos, envidiosos de su elección, despojado de la túnica, expresión de la predilección del padre, al final se encuentra al centro de su familia. Allí, en el exilio donde le han enviado, lejos de ellos y de su padre, se convierte en el salvador de los mismos que le han odiado y ultrajado, y también del mismo Egipto, donde ha ido a parar. Lo canta el salmista en su himno de alabanza al Señor (Sal 105,16ss). La bendición de Dios a Abraham, Isaac y Jacob, a través de éste, alcanza a los hijos “egipcios” de José, Efraín y Manasés (48,8-20). Jacob, bendecido por Dios, bendice al Faraón, bendice a los hijos de José, bendice a sus hijos, desvelando el destino de las doce tribus de Israel. La preeminencia corresponde a Judá y un gran honor se le reserva a la casa de José (49,1-28). Semejantes serán las bendiciones que pronunciará Moisés sobre las tribus ya formadas (Dt 33). La historia de José y sus hermanos unidos en torno a su padre es la palabra de Dios, que está siempre invitando a las doce tribus de Israel a buscar la unidad. Muy pronto el pueblo de Dios queda dividido en dos reinos: Israel al norte y Judá al sur. Diez tribus por una parte y dos por otra. El testimonio de José y sus hermanos, proclamado en la asamblea, les recuerda que, a pesar de todas las diferencias y distancias, es posible la unión. El camino de la unidad es largo, pero es el único que conduce a la paz. También a la vuelta del exilio, la historia de José es palabra de Dios para el pueblo. En el post-exilio son muchas las tensiones entre los que habitan en la tierra de los padres y los que siguen fuera. La precariedad de los que han vuelto a la tierra santa contrasta con la situación de bienestar de quienes se han quedado en la diáspora. José, en su situación de administrador de los bienes de Egipto, se preocupa de resolver el problema de la carestía que azota a su familia en Canaán. Es una palabra que invita a actuar de igual modo en favor de los pobres que viven en Israel. Pablo organizará más tarde una colecta entre los cristianos de la gentilidad para acudir en ayuda de los santos de Jerusalén, que viven en pobreza (Rm 15,26ss; 1Co 15,1.10). El camino del perdón, para llegar a una reconciliación auténtica, es siempre largo. Mateo nos ha descrito el caso del siervo, perdonado por su señor, pero que no es capaz de perdonar a su compañero (Mt 18,23-35). Y Lucas nos narra la reacción airada del hermano mayor ante el perdón y acogida que hace el padre de su hermano menor (Lc 15,25-32). En ambos casos, al siervo y al hermano mayor les falta la experiencia profunda del perdón. Como no se han sentido perdonados y amados gratuitamente, no saben perdonar ni amar al otro en su diversidad. José ha llevado a sus hermanos a sentir la necesidad de ser perdonados, antes de mostrarles el perdón. De este modo el abrazo de paz es expresión verdadera de reconciliación. Los hermanos ahora aceptan las preferencias del padre, no les importa que adopte a los hijos de José y les haga con ellos herederos de la promesa y de la bendición
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(49,26). Ahora ya no les molesta que el padre en su bendición proclame a José “príncipe entre sus hermanos” (49,26). A Jacob aún le quedan diecisiete años de vida. “Israel residió en Egipto, en el país de Gosen; se afincaron en él y fueron fecundos y se multiplicaron sobremanera. Jacob vivió en Egipto diecisiete años, siendo los días de Jacob, los años de su vida, 147 años” (47,27-28). Cuando se acerca la hora de morir, llama a su hijo José y le dice: -Si he alcanzado tu favor, coloca tu mano bajo mi muslo y júrame tratarme con amor y fidelidad. No me entierres en Egipto. Cuando me duerma con mis padres, sácame de Egipto y entiérrame con mis padres. José le contesta: -Haré lo que pides. -Júramelo, le dijo el padre. Y José se lo juró y en aquel momento se le manifestó la gloria del Señor. Entonces Israel, reconociendo la Shekinah del Señor sobre la cabecera de su lecho, como signo de que el Señor está siempre al lado de los enfermos, se inclinó ante ella (Cf 47,27-31; Hb 11,21). Jacob, se lee en Bereshit Rabbah, tenía sus buenas razones para desear que le enterrasen en la tierra prometida, pues en el tiempo del Mesías, cuando resucitarán los muertos, quienes reposan en aquel lugar serán los primeros en despertar a la vida nueva, mientras que a los otros les tocará rodar de una tierra a otra, pasando por abismos y canales subterráneos, que el Señor cavará, hasta llegar a su destino y poder salir de la tumba. Jacob desea que le entierren en la tierra de las promesas divinas. Con ello expresa su fe en el cumplimiento de las mismas y amonesta a sus hijos a no olvidar la tierra en que descansan sus padres y a aspirar siempre a la posesión de la misma, pues es la tierra que Dios les ha prometido. En el juramento de su hijo, Dios concede a Jacob el último deseo de su corazón. Y entonces, con una inclinación hacia la cabecera del lecho, le adora agradecido. Saciado de años, aunque sean menos que los de sus padres, se acuesta a dormir, esperando que le entierren en la cueva del campo de Macpelá, donde le esperaban en su sueño Abraham y Sara, su mujer, Isaac y Rebeca, sus padres, y Lía, la esposa. Falta Raquel que murió en el camino y la enterró en Efrata. No le acompañará en el sueño; se encontrarán al despertar. Jacob proclama solemnemente que Egipto no es la tierra de la promesa. Parece que Dios le ha bendecido con los frutos de la promesa: sus hijos y nietos son numerosos, posee la mejor tierra de cultivo que jamás ha conocido, y su hijo José ha traído la bendición sobre él, sobre Egipto y sobre los demás pueblos acosados por el hambre. ¿No se ha cumplido a la letra la promesa hecha a Abraham (12,1-3)? ¡No! ¡No es ese el designio de Dios! Jacob, conocedor de los caminos misteriosos de Dios, insiste en que José le jure que llevará su cuerpo a Canaán donde le enterrará, allí donde radica realmente la promesa. La seriedad de este mandato a su hijo queda subrayada por la insistencia en que lo jure sobre sus genitales, el mismo juramento que exigió Abraham al siervo que envió a traer de Mesopotamia una esposa para Isaac (24,2-9). No es Egipto con todas sus riquezas la tierra “que mana leche y miel”, la tierra que Dios promete a los patriarcas como heredad de su descendencia. En las bendiciones de Jacob a sus hijos, incluidos Efraím y Manasés, los hijos nacidos a José en Egipto, se ignora completamente la riqueza de Egipto y se promete la fertilidad de Canaán. “Yo muero, le dice a José, pero Dios estará con vosotros y os devolverá a la tierra de vuestros padres” (48,21). Canaán, y no Egipto, es vuestro verdadero hogar. En Bereshit Rabbah se dice que en aquella época la muerte caía de repente sobre los hombres, sin previo aviso, como un estornudo. No existía la enfermedad, que la anunciase. Jacob se lamentó de ello ante el Señor:
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-Señor del mundo, muriendo tan de prisa, uno no tiene tiempo de comunicar a sus hijos las últimas disposiciones. En cambio si nos mandases una enfermedad, que nos anunciase que se acerca el final, entonces podríamos dejar todas las cosas en orden. Dios aprobó esta sugerencia y concedió a Jacob ser el primero que gozase de esta nueva condición. Por ello, poco antes de morir, el patriarca se enfermó. Así se lee en la Escritura: “Tras esto se le dijo a José: Mira que tu padre está enfermo” (48,1). Al oír la noticia de la enfermedad de su padre, José, sabiendo que la bendición de un hombre justo vale tanto como la bendición de Dios, tomó consigo a sus dos hijos, Manasés y Efraín, y se los presentó a su padre. Jacob, postrado en cama, apenas escucha que ha llegado José con sus hijos, recogiendo todas sus fuerzas, o mejor, sostenido por el santo Espíritu de profecía, que irrumpió sobre él, se sentó en la cama, respetuoso de José, que llegaba a él como un príncipe. Se inclinó ante José, no por ser el gobernador de Egipto, sino por el Germen bendito que esperaba llegase al mundo a través de él. Sentado en su lecho, con la luz del Espíritu en sus ojos ya medio cerrados, Jacob narra a su hijo José la historia de su vida, que no tuvo tiempo de contarle antes: -Dios omnipotente, mi Dios, El Saday, se me apareció en Luz, en el país cananeo; me bendijo y me dijo: Mira, yo te haré fecundo y te multiplicaré; haré de ti una asamblea de pueblos, y daré esta tierra a tu posteridad en propiedad eterna. Pues bien, los dos hijos tuyos que te han nacido en Egipto antes de venir yo a Egipto a reunirme contigo, son míos: Efraím y Manasés serán para mí igual que Rubén y Simeón. En cuanto a los hijos que has engendrado después de ellos, serán tuyos y se les citará con el apellido de sus demás hermanos en orden a la herencia. Luego a Jacob se le escapa una confidencia íntima, que le ha atormentado por años: -Cuando yo venía de Paddán se me murió en el camino Raquel, tu madre, en el país de los cananeos, a poco trecho para llegar a Efratá, y allí la sepulté, en el camino de Efratá, o sea en las cercanías de Belén. Jacob ha pedido a su hijo José que no lo sepulte en Egipto, fuera de la tierra santa, sino que le entierre en la tumba de familia en Makpelá. Ahora se siente obligado a explicarle por qué no ha enterrado allí a su madre Raquel: -Yo sé que guardas en tu corazón resentimiento contra mí por haberla dejado a las puertas de la tierra prometida, pero debes saber que lo hice por orden divina, pues el Señor desea que ella consuele a sus hijos cuando Nabucodonosor les conduzca al exilio. En efecto, cuando los israelitas pasen delante de su tumba, ella saldrá de ella, llorará a sus hijos e implorará en favor de ellos la misericordia, según está escrito: “En Ramá se escuchan ayes, lloro amargo. Es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa consolarse porque no existen” (Jr 31,15). Entonces el Señor le responderá: “Reprime tu voz del lloro y tus ojos del llanto, porque hay paga para tu trabajo: volverán de tierra hostil, y hay esperanza para tu futuro: volverán los hijos a su territorio” (Jr 31,16-17). Luego Israel se da cuenta de que están presentes los hijos de José y pregunta: -¿Quiénes son éstos? Dice José a su padre: -Son mis hijos, los que me ha dado Dios aquí. Y él dice: -Tráemelos acá, que yo les bendiga. Los ojos de Jacob se han nublado por la vejez y apenas puede ver. José se los acerca, pues, y él los besa y abraza. Jacob los coloca sobre sus rodillas, adoptándolos como hijos suyos. Dice Israel a José: -Yo no esperaba ver más tu rostro, y ahora resulta que Dios me ha hecho ver también a tus hijos.
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José saca a sus dos hijos de entre las rodillas de su padre, y se postra ante él rostro en tierra. José está visiblemente conmovido por el hecho de que su padre adopte como hijos a aquellos dos hijos que Dios le ha dado en Egipto. Luego José toma a los dos hijos y se los acerca al padre. Es un momento tenso, lleno de dramatismo, en el que el autor nos invita a fijar la vista en cada uno de los movimientos. José hace lo que cualquier padre de oriente hubiera hecho. Los privilegios del primogénito eran incuestionables. Por ello coloca a Manasés, el primogénito, de modo que la derecha del padre se pose sobre su cabeza en el momento de la bendición. Pero Dios pone discernimiento en los brazos de Israel, que cruza sus manos, posando su diestra sobre la cabeza de Efraím, aunque es el menor, y su izquierda sobre la cabeza de Manasés. Así con las manos cruzadas les bendice, diciendo: -El Dios en cuya presencia anduvieron mis padres Abraham e Isaac, el Dios que ha sido mi pastor desde que existo hasta el presente día, el Ángel que me ha rescatado de todo mal, bendiga a estos muchachos; sean llamados con mi nombre y con el de mis padres Abraham e Isaac, y multiplíquense y crezcan en medio de la tierra. Al ver José que su padre tiene la diestra puesta sobre la cabeza de Efraím se extraña e interrumpe al padre, creyendo que está cometiendo un error debido a su ceguera. Asiendo la mano de su padre para retirarla de sobre la cabeza de Efraím a la de Manasés, le dice: -Así no, padre mío, que éste es el primogénito; pon tu diestra sobre su cabeza. Pero el padre no se inmuta y le dice: -¿Cómo puedes pretender guiar contra mi voluntad esta mano, que en su tiempo logró vencer al príncipe del ejército celestial? Lo sé, hijo mío, lo sé; también él será grande; Manasés hará grandes cosas y de su estirpe saldrá Gedeón. Sin embargo, su hermano menor será más grande que él; de la estirpe de Efraím saldrá Josué, que un día hará detenerse al sol y a la luna, y su descendencia será una muchedumbre de gentes. La bendición es un acontecimiento real, porque quien bendice en realidad es Dios. Por ello, al ser Dios quien bendice, hay que dejar de lado todas las prerrogativas humanas. Así el incidente marginal de las manos cruzadas, en el relato, se convierte en esencial. Jacob cruza sus manos intencionadamente y muestra una vez más la preferencia de Dios sobre el menor. Y, con las manos en cruz, como se bendecirá en la nueva alianza, les bendijo aquel día, diciendo: -Que con vuestro nombre se bendiga en Israel, y se diga: ¡Hágate Dios como a Efraím y Manasés! Y puso a Efraím por delante de Manasés. Esta bendición de Jacob a sus nietos la repiten los hebreos ortodoxos hoy día. Cada sábado, al alba, posando la mano derecha sobre la cabeza del hijo, dicen: “ Dios te conceda prosperidad como a Efraím y a Manasés”. Dijo entonces Israel a José: -Yo muero; pero Dios estará con vosotros y os devolverá a la tierra de vuestros padres. Yo, por mi parte, te doy Siquem a ti, asignándote una parte más que a tus hermanos: lo que tomé al amorreo con mi espada y con mi arco. Jacob mantiene frente a su hijo José, “gobernador de Egipto”, su actitud de patriarca elegido por Dios. Y con esa autoridad señala, una vez más, a su hijo que no es Egipto, sino Canaán, la tierra de la promesa y de la bendición de Dios. Con sus ojos apagados hace mirar a su hijo hacia la tierra de sus padres, la tierra que Dios les prometió con juramento, la tierra a donde Dios les guiará, una vez cumplido el plazo de su permanencia en Egipto. La escena de la bendición nos muestra la libertad y gratuidad de Dios en su elección. El discípulo es, por excelencia, un pequeño, un “menor”. Los padres de la Iglesia ven además en la posición de las manos de Jacob al pronunciar la bendición el signo de la cruz de Cristo. San Efrén declara: “También aquí fue manifiestamente señalada la cruz para que se representara el misterio de aquel por el cual Israel dejó de ser primogénito, como le ocurrió a
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Manasés, mientras que los gentiles crecerán como el menor Efraín”. Y Ruperto de Deutz añade: “Esta posición de las manos de Jacob dibujó, sin duda, una cruz. Pero, ¿la representó por casualidad? No, porque él era profeta y en el espíritu profético sabía que la cruz sería el instrumento de la bendición dada por el Legislador futuro y en la que todas las naciones serían bendecidas”. José, representado por las tribus de sus dos hijos, en la repartición de la tierra prometida tendrá el doble que los otros hermanos. La gracia prevalece siempre sobre la ley. Jacob, colocando a Efraím y Manasés entre sus rodillas, les adopta como hijos suyos y de este modo hace que sean contados entre los patriarcas. Del mismo modo, dice san Cirilo de Alejandría, también nosotros, justificados por la fe en Cristo, hemos sido constituidos hijos de Dios y familiares de los santos. Este es el don que nos hace Cristo; y siendo Él quien nos une a sí, mediante Él nos une al Padre y a los coros de los santos... Así nosotros, que éramos los últimos, gracias a la fe hemos pasado a ser los primeros (Mt 19,30). Por Cristo el pueblo venido de la gentilidad ha heredado la gloria de la primogenitura y ha recibido el honor de primogénito por su obediencia y docilidad. Cristo mismo da testimonio en su favor, al decir “un pueblo que no conocía me sirve; sus hijos son todo oídos y me obedecen” (Sal 18,44). Auque hemos sido concebidos de una madre de otra especie, en cuanto Iglesia llamada de los gentiles, basta que el Emmanuel se ponga en medio para unirnos, mediante Él, a Dios Padre, inscribiéndonos en la suerte de los santos, conduciéndonos a la gloria que les corresponde a ellos, haciendo de nosotros una estirpe santa. Se note, sigue san Cirilo, cómo es por amor a José por lo que Jacob admite como hijos suyos a los hijos de su hijo. Lo mismo acontece con nosotros. El Padre nos ama en Cristo y, mediante Él, recibimos la regeneración espiritual. Gracias a Cristo nos acepta el Padre y nos admite entre los santos anteriores a nosotros. Por lo demás, aunque se nos llama hijos de Dios, permanecemos bajo la autoridad de quien nos ha conducido y unido a Él, es decir, bajo el dominio de Cristo. Es lo que dice Jacob, después de haber inscrito a Efraím y Manasés como hijos suyos: “Pero los engendrados por ti serán tuyos” (48,6). Del mismo modo se entiende que, aunque somos llamados hijos de Dios Padre, sin embargo “somos de Cristo”. Así se lo dice Él al Padre: “Los que tú me has dado, tomándolos del mundo, eran tuyos y tú me los has dado.. y yo he sido glorificado en ellos” (Jn 17,6-10). Cuando los dos muchachos, sigue san Cirilo, estaban junto al anciano patriarca, éste preguntó de quién eran y José le dijo: “Son mis dos hijos”. Entonces Jacob se los hizo acercar y cuando les tuvo a su lado se puso a besarles y abrazarles. Esto para hacernos entender cómo nosotros, que en un cierto sentido éramos desconocidos para Dios Padre, hemos llegado a ser conocidos suyos y cercanos en Cristo Jesús. El Padre nos hace acercarnos a Él y, si Cristo testimonia de nuestro parentesco con Él, entonces nos concede su amor y nos llama a unirnos con Él en el Espíritu Santo. Clara figura del amor es el beso, y de la unión el abrazo. Del mismo modo también Pablo escribe en una carta a los creyentes en Cristo: “Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo” (Ef 2,13). Cristo os ha llevado cerca del Padre y “ahora habéis conocido a Dios, o mejor, él os ha conocido” (Ga 4,9). El Padre sólo mira y conoce a aquellos que son hermanos de Cristo.
15. JACOB BENDICE A SUS HIJOS
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Jacob, antes de morir, desde el lecho de su enfermedad llama a sus hijos. Esta llamada no se dirige sólo a los doce hijos, como parece atestiguar la simple letra del texto, sino que convoca a reunirse a todos los que se reconocen y profesan hijos de Jacob. De hecho, dice Procopio, cuantos tenemos la fe de aquel patriarca, cuantos confesamos y adoramos al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, nos reconocemos y decimos que somos hijos de Jacob. El padre Jacob, con su trompeta profética, nos invita cuando dice: “Reuníos” (49,1). Los comentarios rabínicos amplían la invitación de Jacob a sus hijos a reunirse en torno a él, atribuyéndole el primer uso del Shemá de Moisés: -Reuníos, purificaos de toda contaminación y os diré cuanto os acontecerá en el futuro. Reuníos y escuchad, hijos de Jacob, escuchad a vuestro padre: Ante todo cuidad que reine entre vosotros la concordia y no la rivalidad, pues la unión entre los hermanos es la primera condición para que llegue la futura redención de Israel. Le responden los hijos: -Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno (Dt 6,4). Como en tu corazón no hay más que un Dios, así en nuestro corazón no hay otro Dios fuera de Él. Al oírles Jacob exclama: -Bendito sea su nombre glorioso. Con el corazón en la mano, con su último hálito en los labios, Jacob deja escapar lo que lleva escondido en su interior. A cada hijo le comunica una bendición o le anuncia lo que le espera. Comienza con Rubén, a quien no puede bendecir. Le enuncia lo que le estaba destinado, pero que él, por su pecado, ha perdido. Le estaba destinado la primogenitura, el sacerdocio y el reino. La primogenitura será para José, con su doble parcela en la distribución de la tierra; el reino lo heredará Judá; y el sacerdocio se lo dará el Señor a Leví. Rubén ha perdido toda preeminencia: -Tú, Rubén, eres mi primogénito, la fuerza y el principio de mi virilidad; hubieras debido ser superior en dignidad y fuerza. Pero has sido impetuoso como el agua que se derrama, dura para obedecer a Dios, y por ello no tendrás ninguna preeminencia, porque subiste al tálamo de tu padre, profanándolo (35,22). La versión del Targum Neophiti suena así: -Rubén, tú eres el primogénito, mi fuerza y el principio de mi dolor. Estabas destinado a tomar tres partes más que tus hermanos: la primogenitura era tuya y la realeza y el gran sacerdocio te estaban destinados. Pero, porque pecaste, hijo mío Rubén, la primogenitura ha sido dada a mi hijo José, la realeza a Judá, y el gran sacerdocio a la tribu de Leví. Te compararé, hijo mío, Rubén, a un pequeño jardín en el que entraron ríos de aguas desbordadas que no pudiste aguantar y ante ellos has sido arrastrado. Así has sido arrastrado, hijo mío, Rubén, con tu ciencia y tus obras buenas, porque pecaste. Pero no vuelvas a pecar de nuevo, hijo mío; lo que pecaste se te perdonará y se te remitirá. Semejante a Rubén, que lo pierde todo, es, según el comentario de Ruperto, quien sube adúlteramente sobre el lecho de Dios Padre, es decir, quien se arroga un ministerio en el pueblo de Dios, buscando no la salvación del pueblo, sino el placer de su propia gloria. Es lo que hizo Rubén, al subir al lecho del padre, no para engendrarle hijos, sino buscando el placer de su propio cuerpo. Con el mismo vigor Jacob reprueba la violencia de Simeón y Leví (34,25-2): -Simeón y Leví son hermanos, no sólo por ser hijos del mismo padre y de la misma madre, sino por su carácter violento. Ambos llevaron al colmo la violencia con sus intrigas. ¡En su conciliábulo no entres, alma mía; no te unas a su asamblea, corazón mío!, porque estando de malas, mataron hombres, y estando de buenas, desjarretaron toros. ¡Maldita su ira, por ser tan impetuosa, y su cólera, por ser tan cruel! Los dividiré en Jacob, y los dispersaré en Israel” (49,5-7).
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La tribu de Simeón quedó dispersa en medio de la tribu de Judá. Y la de Leví se dispersó en el territorio de todas las otras tribus. Sin embargo Dios suavizó la profecía de Jacob, añadiendo una bendición. De la tribu de Simeón saldrían sabios y escribas para transmitir la sabiduría al pueblo. Y a la tribu de Leví la concedió el ministerio del sacerdocio. Dispersos entre todas las tribus, según la profecía del padre, garantizaron el culto en todos los ángulos de la tierra santa. Como el padre, más que bendecir, hecha en cara a sus tres primeros hijos sus culpas y les anuncia el castigo, Judá comenzó a retroceder, intentando huir, ya que temía que el padre le reprochara su historia con Tamar. Entonces Jacob lo llamó con palabras suaves, confortándole: -A ti, Judá, te alabarán tus hermanos; tu mano se posará sobre la cerviz de tus enemigos; los hijos de tu padre se inclinarán ante ti, porque confesaste el pecado con Tamar; por ti mis hijos serán llamados judíos. Cachorro de león es Judá; de la presa, hijo mío, has vuelto; se recuesta, se echa cual león, o cual leona, ¿quién le hará alzar? No se apartará de Judá el báculo, ni el bastón de mando de entre tus piernas, hasta que venga el Mesías a quien pertenece y a quien deben homenaje las naciones. Él ata a la vid su borriquillo y a la cepa el pollino de su asna; lava en vino su vestido, y en sangre de uvas su manto; el de los ojos encandilados de vino, el de los dientes blancos de leche. También en relación a Judá, el Targum Neophiti da una versión ampliada: -Judá, a ti te alabarán tus hermanos y por tu nombre serán llamados judíos todos los judíos. Tus manos se vengarán de tus enemigos, todos los hijos de tu padre se adelantarán a saludarte. Yo te comparo, Judá, al cachorro de los leones. Libraste de los asesinos a mi hijo José. Del juicio de Tamar, hijo mío, tú eres inocente. Descansarás y habitarás en medio del combate como el león y la leona y no habrá pueblo ni reino que se mantenga frente a ti. No cesarán los reyes de entre los de la casa de Judá ni tampoco los escribas, que enseñen la Ley, entre los hijos de sus hijos, hasta que venga el Mesías, del cual es la realeza y al que todos los reinos se someterán. ¡Cuán hermoso es el rey Mesías que ha de surgir de entre los de la casa de Judá! Ciñe sus lomos y sale a la guerra contra sus enemigos y mata a reyes con príncipes; enrojece los montes con la sangre de sus muertos y blanquea los collados con la grasa de sus guerreros. Sus vestidos están envueltos en sangre; se parece al que pisa racimos. ¡Cuán hermosos son los ojos del rey Mesías! Más que el vino puro, porque no mira con ellos las desnudeces ni el derramamiento de sangre inocente. Sus dientes son más blancos que la leche porque no come con ellos cosas arrebatadas ni robadas. Se tornarán rojos los montes por las cepas y los lagares por el vino y blanquearán los collados por la abundancia de trigo y por los rebaños de ovejas. La profecía de Jacob sobre Judá se cumplió, pues de ella surgieron reyes. Pero, a excepción de David, Ezequías y Josías, todos los demás fueron pecadores y no fueron tan fuertes como para merecer que el santo patriarca hablase con tanto énfasis de su fortaleza. Por ello, se ve que hay que alargar la vista y ver en las palabras de Jacob a Cristo, el rey de quien se pueden decir dichas palabras. A Cristo alaban todos los hijos de Dios, sus hermanos, pues son hijos de Dios gracias a Él. Un caminante se dirigía hacia el crepúsculo. Al anochecer, se le presentó uno que le encendió una candela; pero después de dar unos cuantos pasos se le apagó. Vino otro y se la volvió a encender, pero se apagó una vez más. Dijo el caminante: Es mejor que espere la luz de la mañana. Del mismo modo dijo Israel al Señor: Hemos encendido una lámpara al tiempo de Abraham, de Isaac y de Jacob y se apagó; otra al tiempo de Moisés y se ha apagado; otra al tiempo de Salomón, y también ésta se ha apagado; en adelante no esperaremos sino tu luz, la del Mesías.
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Así siguió Jacob dejando que su corazón se desbordara ante cada uno de sus hijos, hasta que llegó a José: -José es un árbol frutal, un árbol que crece junto a la fuente, cuyas ramas trepan sobre el muro. Son sus dos hijos, que dan origen a dos tribus de Israel. Los flecheros, es decir, sus hermanos, le molestan y acribillan, le asaltan; pero su arco se ha mantenido intacto; no se ha quebrado el dominio de sus instintos ante los asaltos violentos de la mujer de su señor; y los músculos de sus brazos se han mantenido tensos, sostenidos por las manos del Fuerte de Jacob, por el Nombre del Pastor, la Piedra de Israel, por el Dios de tu padre; Él te ayudará, el Dios Sadday, pues él te bendecirá con bendiciones de los cielos desde arriba, bendiciones del abismo que yace abajo, bendiciones de los pechos y del seno, bendiciones de espigas y de frutos, amén de las bendiciones de los montes seculares, y el anhelo de los collados eternos. ¡Sean para la cabeza de José, y para la frente del consagrado entre sus hermanos! (49,22-26). Estas son las tribus de Israel, doce en total, y esto es lo que les dijo su padre, bendiciéndoles a cada uno con su bendición correspondiente. Luego repite a todos los hijos el encargo dado un día sólo a José: -Yo voy a reunirme con los míos, desciendo a los abismos donde todo el pueblo de los santos espera la venida del Salvador. Sepultadme junto a mis padres en la cueva que está en el campo de Efrón el hitita, en la cueva que está en el campo de Makpelá, enfrente de Mambré, en el país de Canaán, el campo que compró Abraham a Efrón el hitita, como propiedad sepulcral: allí sepultaron a Abraham y a su mujer Sara; allí sepultaron a Isaac y a su mujer Rebeca, y allí sepulté yo a Lía. Dicho campo y la cueva que en él hay fueron adquiridos de los hititas. La insistencia con que Jacob habla de la compra de ese sepulcro evoca la validez de dicha compra por parte de Abraham (23,8.20), que preparó de esa manera su tumba de familia (25,8-10), y apunta igualmente a la salida de Egipto como tierra de esclavitud. Con la esperanza de descansar definitivamente en la tierra prometida y preparar de ese modo el camino al cumplimiento de la promesa divina, Jacob recoge sus piernas en el lecho, confía al Señor alma y cuerpo y espera la muerte que se lo lleva con delicadeza. Con un beso de la Shekinah entrega su alma y expira; y así se reúne con los suyos (49,28-33). La muerte de Jacob no es, pues, la muerte triste que presentía al recibir la noticia de la desaparición de José, sino que muere en paz, colmado de años, rodeado de sus hijos, llena su alma de esperanzas en el cumplimiento de las promesas divinas. Dios, que ha elevado a su hijo vendido a unos mercaderes, sacará también a sus descendientes de Egipto y les llevará a Canaán para entregarles la tierra que les ha prometido. Al morir Jacob, José cayó sobre el rostro de su padre, lloró y lo besó. Judá dijo a sus hermanos: -Venid, construyamos para nuestro padre un alto cedro, cuya cima toque el cielo y cuyas raíces se hundan hasta alcanzar los fundamentos del mundo, pues de él han salido las doce tribus de los hijos de Israel, los sacerdotes con sus trompetas y los levitas con sus cítaras. Luego José encargó a sus servidores médicos que embalsamaran a su padre, y los médicos embalsamaron a Israel. Esto no agradó al Señor, que protestó: -¿Tú crees que yo no soy capaz de preservar de la corrupción a mi amado siervo? Los médicos egipcios emplearon en ello cuarenta días, porque ese es el tiempo que se emplea con los embalsamados. Y los egipcios le lloraron durante setenta días. Es el tiempo de luto que suelen guardar los egipcios por los personajes más importantes. Pero, comenta Ruperto, que Egipto guarde un luto tan prolongado no es un ejemplo que deban imitar quienes se profesan peregrinos y extranjeros sobre la tierra, y que no tienen aquí una ciudad
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estable, sino que buscan la eterna (Hb 11,13-16). La sabiduría de Dios nos enseña: “Llora al muerto, pues la luz le abandonó, llora también al necio, porque perdió la inteligencia. Llora poco al muerto, porque ya reposa” (Si 22,11). Hay que lamentar más bien el que se prolongue el exilio (Sal 120,5) para quienes esperan una patria mejor y una ciudad mejor. Transcurridos los días de luto por Jacob, habló José a la casa de Faraón en estos términos: -Si he hallado gracia a vuestros ojos, por favor, haced llegar a oídos de Faraón esta palabra: Mi padre me tomó juramento diciendo: Yo me muero. En el sepulcro que yo me labré en el país de Canaán, allí me has de sepultar. Ahora, pues, permíteme que suba a sepultar a mi padre, y luego volveré. Dijo Faraón: -Sube y sepulta a tu padre como él te hizo jurar. Subió José a enterrar a su padre, y con él subieron todos los servidores de Faraón, los más viejos de palacio, y todos los ancianos de Egipto, así como toda la familia de José, sus hermanos y la familia de su padre. Tan sólo a sus pequeños, sus rebaños y vacadas, dejaron en el país de Gosen. Subieron con él además carros y aurigas: un cortejo muy considerable. Llegados a Goren Haatad, que está allende el Jordán, hicieron allí un duelo muy grande y solemne, y José lloró a su padre durante siete días. Siete días son los días de duelo en Israel, pues dicen los sabios que cuando el luto es demasiado largo ya no se llora por el difunto, sino que cada uno llora por sí mismo. Todos van a casa del difunto, pero cada uno lamenta sus propias desgracias. Los cananeos, habitantes del país, vieron el duelo en la era del Espino y dijeron: -Duelo de importancia es ése de los egipcios. Por eso el lugar, que está allende el Jordán, se llamó Abel Misráyim, Prado de los Egipcios. Sus hijos, pues, hicieron por Jacob como él les había mandado; le llevaron sus hijos al país de Canaán, y le sepultaron en la cueva del campo de Makpelá, el campo que había comprado Abraham en propiedad sepulcral a Efrón el hitita, enfrente de Mambré (50,1-13).
16. DIOS CAMBIA EL PECADO EN GRACIA
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En la historia de José no hay teofanías. Dios no interviene con gestos poderosos y evidentes. Se oculta en los pliegues de la historia. Sus intervenciones se injertan en el tejido de la existencia diaria de los hombres. La presencia de Dios se esconde en el interior del corazón humano y en los acontecimientos que brotan de ese corazón. Sólo los ojos de la fe ven y descifran la actuación divina en el hilo retorcido del acontecer humano. En la madeja de contradicciones y de intrigas de la historia de José y sus hermanos discurre una lógica escondida, un río de esperanza, secreto y profundo, que aflora en ciertos momentos y se muestra luminoso al final. Dios lleva de su mano a sus elegidos, sin abandonarles al cruzar el valle oscuro de las continuas pruebas. Al final todo se despeja en el abrazo que reconcilia a los hermanos. La muerte de Jacob reúne a todos los hermanos, sus hijos, para los funerales. José, que vive en la corte, se traslada a Gosen, donde viven los hermanos y donde ha muerto el padre. La imagen del padre ha jugado un papel importante en todo el proceso de reconciliación de los hermanos. Ahora que falta el padre, ¿se avivará el rencor apagado? El perdón, expresado en el abrazo de paz, ¿fue definitivo? De Esaú sabemos que, al verse privado con engaño de la bendición del padre, juró vengarse “cuando pasase el luto del padre” (27,41). El texto bíblico dice que, terminados los funerales del padre, José regresó a Egipto con sus hermanos y todos cuantos habían subido con él a sepultar a su padre. Pero el Midrash cuenta que, retornando de los funerales, José da una vuelta y se detiene en el pozo en que, hacía ya muchos años, había tocado el fondo del abismo. Allí los hermanos le ven que se queda un largo rato sobre el brocal del pozo, escrutando sus tinieblas. Los hermanos piensan que lo hace para recordar sus maldades, pero en realidad José sólo quiere hacer presente ante sus ojos el pasado, para expresar mejor su agradecimiento a Dios, pues el camino recorrido le llena de gratitud: “¡Cuantos prodigios ha realizado el Señor en mi favor desde que me sacó de este pozo!”. José no guarda rencor ni pretende vengarse, pero los hermanos no conocen su intenciones secretas. La incertidumbre les angustia. Puede ser que José no haya olvidado lo ocurrido y haya esperado el momento de la muerte del padre para ajustar las cuentas con ellos. Se ve que la conciencia de los hermanos no ha vivido en paz a pesar de los años transcurridos. Por eso envían un mensaje a José y, tras él, se presentan en persona ante él. Con temor imploran perdón, apelando a dos razones: somos hijos de un mismo padre y tenemos un único Dios (50,16-17). Apelan al padre y Dios. Les unen los lazos de la sangre y de la fe. La condición fraterna les une no sólo por tener un mismo padre, sino también un mismo Dios, que les ha creado. De este modo llegamos a la culminación de la historia de la búsqueda de sus hermanos que el padre había encomendado a José. Los hermanos tiemblan de miedo, pensando que José hasta este momento les ha dejado en paz por consideración del padre, para no afligirle. Temen que, ahora, con todo su poder se vengue del mal que le hicieron. Se dicen unos a otros: “A ver si José nos guarda rencor y nos devuelve todo el daño que le hicimos” (50,15). Hasta se inventan una mentira: -Tu padre, antes de morir, nos encargó que te dijéramos: “Por favor perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre”. Jacob nunca había dicho nada semejante, “porque no tenía ninguna sospecha sobre su hijo José”, repiten los sabios, que justifican la mentira de los hermanos, diciendo que se puede mentir “por amor de la paz”. José les escucha y llora; entre lágrimas les dice: -No temáis, ¿estoy yo acaso en lugar de Dios? Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir a un pueblo numeroso (50,20). El llanto de José es la expresión sublime del perdón. Mientras los que le han ofendido no lloran, sino que sólo confiesan su culpa, José, el ofendido, llora mientras les perdona.
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Rashí comenta la frase de José diciendo: “¿Estoy yo acaso en lugar de Dios? Aunque quisiera haceros el mal, ¿sería capaz de hacerlo? En realidad todos vosotros pensasteis hacerme el mal, pero el Señor pensó cambiarlo en bien. ¿Como podría yo solo haceros el mal”. Con otras palabras: “Diez lámparas no han podido apagar a una, ¿como podrá una sola apagar a las diez?”. Así José “les hablaba al corazón y les consolaba”. Su fantasía recurría a todas las comparaciones para llegar al corazón de sus hermanos y darles la paz. Les decía: -Antes de que vosotros bajarais a Egipto, aquí se murmuraba que yo era esclavo de nacimiento; gracias a vosotros se ha sabido que yo soy libre de nacimiento. Si ahora yo os matase, ¿qué diría la gente? Os digo yo lo que diría: Este José ha visto un grupo de jóvenes y se ha gloriado de ser uno de ellos, diciéndonos que eran sus hermanos. Pero al final les ha matado. Ahora bien, ¿dónde y cuándo se ha visto que un hombre mate a sus hermanos? Por tanto, no temáis, yo os mantendré a vosotros y a vuestros pequeños. “El corazón del hombre traza su camino, pero Yahveh dirige sus pasos” (Pr 16,9). La intervención divina para salvar al hombre impregna todos los niveles de su existencia, abarcando incluso la malicia de los hombres, de la que Dios saca la gracia. Con la culpa de los hermanos Dios llevó a cabo “una gran salvación” (45,7). Es significativa la contraposición del “vosotros pensasteis...., pero Dios pensó” (50,20). Los discípulos de Emaús discuten de cuanto les ha sucedido y no ven al protagonista de los acontecimientos, que camina con ellos. Hasta la burra de Balaán denuncia la ceguera del hombre. José habla poco de Dios en toda la historia de su vida. Pero en los momentos cruciales, con una claridad lapidaria, ve a Dios presente en los acontecimientos, a pesar de las tragedias que le caen encima. El temor de Dios, que acompaña a José durante toda su existencia, no está envuelto en manifestaciones externas extraordinarias, sino que está sin más en el actuar de cada momento. Ese es el milagro continuo de la vida de José. Toda su historia es un prodigio sin prodigios. Dios habla frecuentemente con Abraham, algo menos con Isaac y con Jacob, pero no habla con José. Está con él en todos sus actos, da éxito a todas sus empresas, pero en silencio, como a escondidas. José, al final, percibe esta presencia como una luz que ilumina toda su historia y, con esa sabiduría, transmite la paz a sus hermanos: -No temáis, ¿estoy yo acaso en vez de Dios? Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso. Así que no temáis; yo os mantendré a vosotros y a vuestros pequeñuelos (50,1920). José entonces se echó a llorar. José llora repetidas veces. Llora no cuando él sufre, sino cuando ve sufrir a sus hermanos. “Y los consoló y les habló al corazón” (50,21). Con estas palabras termina la historia de los hermanos de José. Adán había tenido dos hijos y un hermano mató al otro. Abraham había tenido dos hijos, pero ambos hermanos se separaron porque su vida era incompatible. También Isaac había tenido dos hijos, que también tuvieron que vivir separados. Sin embargo, los doce hijos de Jacob terminan unidos en el amor. No eran mejores que los anteriores. Ellos han experimentado la envidia de Caín, la discordia de Ismael, el odio de Esaú. Los hermanos han vivido la desunión, los mayores han perseguido al menor, le han querido matar. Sin embargo, la confesión del pecado y el perdón logran el milagro de la reconciliación. José, que salió a buscar a sus hermanos, al final los encuentra, les abraza y ellos le encuentran y le abrazan como hermanos. Al final todos descubren que el amor del padre no se divide entre sus hijos, sino que se multiplica en la medida en que los hermanos se aman en su diversidad. No hay por qué anular al hermano para acaparar la herencia. Caín no gana nada eliminando a Abel, ni los hijos de Jacob deshaciéndose de José.
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Al oír las palabras de sus hermanos, José lloró. Es la quinta vez que se le saltan las lágrimas. Llora al ver el miedo de sus hermanos. Cuando los ve que “caen” delante de él y se declaran “siervos suyos”, José no se alegra viendo cumplido el sueño de su adolescencia. José les responde: “No temáis, ¿estoy yo en el puesto de Dios?”. Yo no soy Dios, para recibir el homenaje de vuestra postración, no soy Dios para hacerme justicia con mis manos, no soy Dios para disponer de la vida y de la muerte (30,2); no soy Dios para guiar o cambiar el curso de los acontecimientos. Soy hombre como vosotros ante Dios. Dios es quien ha guiado mis pasos y los vuestros hasta llevarnos al abrazo de la reconciliación. Yo no soy Dios para anular sus planes. Él me ha enviado por delante, os ha traído a vosotros a Egipto, nos ha hecho encontrarnos en el perdón. Incluso la traición fraterna, el pecado vuestro, mis pecados, Dios lo ha cambiado en gracia. Es Dios quien ha conducido nuestra historia. Y el designio de Dios es designio de vida. Así José “los consoló llegándoles al corazón”. Sostenido por Dios en todas las tribulaciones, ahora puede consolar a los demás. Es lo que dice más tarde un descendiente de Benjamín: “¡Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios!” (2Co 1,3-4). Esta es la conclusión del libro del Génesis. Es como la revelación del plan de Dios sobre la creación y sobre la historia de la humanidad. Dios provee el pan a un pueblo numeroso, sustenta a “vosotros y a vuestros hijos”. Esto que José dice a sus hermanos al darse a conocer, lo repite luego como palabra de Dios para todos los siglos. Son palabras que le brotan, en ambos casos, entre lágrimas. José se conmueve al descubrir los planes providenciales de Dios, “que manda la lluvia y hace salir el sol para buenos y malos”. Dios lleva a cumplimiento su designio de salvación a través de la bondad de los santos y de la maldad de los verdugos. Dios Padre se sirve para la salvación del mundo hasta del gran pecado del mundo: la crucifixión de su Hijo (1Co 1,18-31). Jesús resucitado le dice a María Magdalena: “Ve a decirles a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17). La hermandad de los cristianos se funda desde arriba, en el Padre común, que es el Dios de todos. Esta fraternidad forma parte esencial del mensaje pascual. De aquí se deduce que “todos vosotros sois hermanos”, “pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo” (Mt 23,8). Jesucristo es el autor de esta nueva hermandad al infundir en los discípulos su Espíritu, Espíritu de hijos adoptivos de Dios. Cristo, tomando nuestra carne y nuestra sangre, se hace hermano nuestro, para hacernos hermanos suyos. Se hace semejante a nosotros y no se avergüenza en llamarnos hermanos (Hb 2,11-17). Este es el plan de Dios: “Pues Dios nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29). El que descendió como Unigénito vuelve al Padre como Primogénito. “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,28-30). José permaneció en Egipto junto con la familia de su padre, y alcanzó la edad de 110 años. José vio a los biznietos de Efraím; asimismo los hijos de Makir, hijo de Manasés, nacieron sobre las rodillas de José. José intimó a sus hermanos que no abandonasen el país de Egipto hasta que llegase el que el Señor había destinado para liberarles. Así reveló a sus hermanos que el Señor les liberaría por medio de Moisés y del Mesías, en este mundo y en el futuro. José dijo a sus hermanos: -Yo muero, pero Dios se ocupará sin falta de vosotros y os hará subir de este país al
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país que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob. Por último, José narró a sus nietos y sobrinos la historia de su vida, para que se transmitiera de generación en generación. Les contó lo que le había tocado sufrir por el odio de sus hermanos, las molestias de la mujer de Putifar, las calumnias y envidias, les habló de las perversiones de los egipcios... Al narrar su vida no buscaba exaltarse a sí mismo, sino mostrar cómo el Señor no abandona en la tiniebla, en la esclavitud ni en la angustia a quienes confían en él. Les dijo: -Fuí vendido como esclavo, pero el Señor me liberó. Me encerraron en la prisión, pero su fuerte brazo me sostuvo. El Eterno me ha nutrido cuando sufría el hambre, consolado cuando me sentía solo. En cuanto a vosotros, si procedéis con constancia y humildad de corazón en el camino de la castidad y de la pureza, el Señor habitará entre vosotros, porque Él ama la temperancia. Y si observáis sus mandamientos, Él os ensalzará en este mundo y os bendecirá en el mundo futuro. Cuando alguien os quiera hacer el mal orad por él y el Señor os librará de toda desgracia. Después José hizo jurar a los hijos de Israel, diciendo: -Dios os visitará sin falta y os conducirá a Canaán, la tierra prometida. Como yo he llegado ya al final de mi existencia, os ruego que entonces os llevéis mis huesos de aquí y Dios os recompensará vuestra bondad. Estas fueron sus últimas palabras. José murió a la edad de 110 años; le embalsamaron y le pusieron en un sarcófago en Egipto (50,22-26). Todo Egipto le lloró durante setenta días. La carta a los Hebreos recuerda la fe de José como fundamento de la esperanza futura: “Por la fe, José, moribundo, evocó el éxodo de los hijos de Israel, y dio órdenes respecto de sus huesos” (Hb 11,21-22). José evoca el éxodo futuro, cuando surja “un faraón que ya no sabe nada de José” (Ex 1,8). Los patriarcas viven y mueren proclamando la fe en las promesas divinas. José muere después de haber visto nacer a los nietos de sus hijos: a los nietos de Efraím, nombrado en primer término, y a los nietos de Manasés, hijos de Makir (Nm 26,29; 23,39-40; Jos 17,1-3; Ju 5,14). Hijo de Jacob según la carne, lo es igualmente según el espíritu, sin que el egipcio por adopción y su posición privilegiada de segundo en Egipto haya suplantado al esclavo hebreo. José se ha mantenido hebreo de corazón por toda su vida. Heredero de la fe de los patriarcas, José da a su palabra el significado profundo de esperanza en la promesa divina y con ella sostiene a sus hermanos que, a su muerte, quedan sin su auxilio. Pero gracias a la convicción de su anuncio de que Dios ciertamente les visitará, su descendencia, convertida en pueblo, volverá a la tierra que Dios prometió con juramento a los patriarcas. José les anuncia que ciertamente poseerán “la tierra de vuestros padres” (48,21). Es también su tierra, y a ella quiere que sean trasladados sus huesos. Como un día se lo pidió a él su padre, así se lo exige él con juramento a los hijos de Israel (47,29-31). Los doce hermanos son ahora un solo pueblo: Israel. Dios, en ellos, ha mostrado un camino de vida. Por ello José el Justo mereció que el mismo Moisés se ocupase de sus funerales. Los hijos de Israel, en cumplimiento de la palabra dada, en el éxodo de la esclavitud de Egipto, transportan durante el largo viaje, los huesos de José (Ex 13,19). Y, al llegar a la tierra prometida, los entierran en Siquem: “en la parcela de campo que había comprado Jacob a los hijos de Jamor, padre de Siquem, por cien pesos, y que pasó a ser heredad de los hijos de José” (Jos 24,32). Con emoción el Eclesiástico recuerda que los huesos de José fueron visitados: “No nació hombre alguno como José, el guía de sus hermanos y el apoyo de su pueblo; sus huesos fueron visitados” (Si 49,15). Bereshit Rabbah, explicando por qué los huesos de José fueron sepultados en la tierra de Israel, se pregunta: ¿A qué se parece esto? Y se responde: Se parece a unos ladrones que
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entraron en una cantina de vino; tomaron un vaso y se bebieron el vino. El dueño de la cantina les vio y les dijo: Espero que os haya gustado; ahora que os habéis bebido el vino, colocad el vaso en su sitio. Así dijo el Señor a los hijos de Israel: Vosotros habéis vendido a José, llevad ahora sus huesos a su sitio, devolvedle al lugar donde le robasteis. El Midrash dice además que el perfume de José, al ser vendido en Egipto, se extendió por todo el país. Hasta después de su muerte siguieron perfumando los huesos de José. De este modo Moisés pudo reconocerles entre tantos otros huesos, en el momento de salir de Egipto, y llevarles a enterrar en la tierra prometida. San Pablo dice algo similar de los cristianos: “¡Gracias sean dadas a Dios, que nos lleva siempre en su triunfo, en Cristo, y por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento! Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden: para los unos, olor que de la muerte lleva a la muerte; para los otros, olor que de la vida lleva a la vida” (2Co 2,14-16). *** “El oro se purifica en el fuego y los aceptos a Dios en el crisol de la humillación” (Si 2,5). Para los sabios de Israel la humildad precede siempre a la gloria (Pr 15,33; 22,4). La historia de José es una ejemplificación de esta verdad. El túnel, que desemboca en la humildad que acoge a los hermanos, tiene un nombre: humillación. No se alcanza la humildad si el Espíritu Santo no hace madurar en las humillaciones. Sólo se llega a la patria de la humildad a través de la kénosis. Así es como llega José, pasando de humillación en humillación. Ante él se van cerrando todas las puertas, todos los caminos. El vestido, empapado del amor del padre, se lo arrebatan y lo empapan en sangre; los hermanos le venden, le venden los mercaderes, después de haberle llevado a una tierra extranjera, lejos de los campos de su padre. Hasta la luz se apaga sobre sus ojos, primero en la cisterna y después en la prisión. Como ha soñado el Faraón, también José ha vivido sus años de felicidad en la casa del padre, quizás hasta viciado por el padre. Pero los años de la abundancia han pasado y le han llegado los años de escasez, de prueba, de alejamiento del padre, de los hermanos. Pero estos años no han consumado la abundancia de su amor por el padre y los hermanos. En el corazón de José no han crecido ni el rencor, ni el deseo de venganza. Dios ha sembrado en él la semilla de la humildad y con los ojos de la sencillez ha visto el plan de Dios en todos los acontecimientos de su vida. Por ello después de los años de escasez le llegan los años de verdadera abundancia, el tiempo de dar fruto y fruto en abundancia. El fruto de la vida de José será el cumplimiento de la misión que le había encomendado el padre: “ve a buscar a tus hermanos”. Buscar a los hermanos y reunirlos a todos con el Padre es la misión de Cristo en la tierra. Es la misión de cada discípulo de Cristo a lo largo de su vida.
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