PADRENUESTRO FE, ORACIÓN Y VIDA
3ª EDICION
Emiliano Jiménez Hernández
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El misterio de la fe exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación vital y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración. [CEC 2558]
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1 INTRODUCCIÓN La oración: encuentro personal con Dios En el CREDO confesamos nuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, en la práctica, la mayor parte de los creyentes tiene una fe "deísta". Nunca han descubierto el corazón del Padre. Y quien no conoce al Padre tampoco conoce al Hijo y, aún menos, al Espíritu Santo, lazo de amor del Padre y el Hijo. Creen en Dios y le invocan "¡Dios mío!", pero se dirigen a un ser impersonal, abstracto, lejano. Es el Dios del "teísmo", que ha llevado, por negación, al "ateísmo" El Concilio Vaticano II, como respuesta al ateísmo, ha querido ofrecer al mundo el verdadero rostro de Dios. Por ello ha hablado de la "paternidad divina", que eleva a los hombres a la dignidad sin igual de hijos de Dios, raíz última de la dignidad de la persona humana. A todos "los elegidos desde la eternidad, el Padre los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29)" [LG 2]. El Dios cristiano no es un Dios impersonal. Nuestro Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha desvelado la intimidad divina, al presentarse entre nosotros como Hijo, para hacernos partícipes de su filiación con el don del Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo. El Dios que se nos da por Cristo y en su Espíritu, es "nuestro Padre": "No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre en el cielo" (Mt 23,9). "La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad del Hijo de Dios hecho hombre" [CEC 2564]. "En la nueva Alianza, la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo" [CEC 2565]. "Orar al Padre es entrar en el misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado" [CEC 2779]. Si nos asomamos a la Escritura, nos encontramos, ya desde la época patriarcal, con un Dios vivo y personal, frente a los otros "dioses", inertes, hechura de los hombres, "que tienen boca y no hablan". El Dios, que se revela en la Escritura, habla (Gn 1,3), oye (Ex 16,12), ríe (Sal 2,4); tiene ojos (Am 9,4), manos (Sal 138,5), pies (Na 1,3); siente disgusto (Lv 20,23), celos (Ex 20,5)... Con este lenguaje antropomórfico la Escritura nos transmite la fe en un Dios viviente y personal, que actúa en la historia, en íntima relación con los hombres.
2 Pero es, sobre todo, en el Nuevo Testamento donde aparece con mayor diafanidad la condición personal de Dios. La presencia personal y encarnada del Hijo es la plena manifestación personal de Dios Padre. En Cristo, Dios y el hombre se han encontrado personalmente. En Jesús, los hombres hemos visto, hablado, sentido y tocado a Dios (1 Jn 1, 1-5). En Jesucristo, el Hijo Unigénito, Dios se nos ha revelado como Padre: "Mi Padre y vuestro Padre" (Jn 10,17). Jesucristo nos hace partícipes de su filiación, nos comunica el Espíritu, que nos atestigua que somos hijos de Dios. El Padre nos predestina a la adopción divina; lleva a cabo esta obra por medio de Jesucristo, y nos otorga el Espíritu como prenda de la posesión de la herencia eterna (Ef 1,3-4): "Por Cristo tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18). La comunión de vida con Cristo introduce al hombre en el misterio personal de la vida trinitaria y le pone en relación personal con el Padre de Cristo y con el Espíritu de Cristo. Es Dios, el Padre, el que se nos da en Cristo; y es Cristo quien nos da su Espíritu. Incorporados a Cristo en el bautismo, participamos de su misma filiación divina, por la que somos hijos del Padre mediante la acción del Espíritu Santo. La sorprendente revelación de Jesús fue "el Padre". En labios de Jesús, "Yahveh" y "Dios" ceden el paso al "Padre". Jesús se dirige siempre a Dios con el término familiar de Abba, y hace participes a sus discípulos de su condición filial, de modo que también ellos puedan dirigirse a Dios con el mismo término de Abba. El hombre de hoy es un huérfano, que se siente perdido en un universo sin límites; le han dicho que desciende del mono y que se dirige a la nada. Le han convencido de que la paternidad, dentro de la familia y en la sociedad, es el símbolo de la represión y, como consecuencia, le han llevado a matar al padre. Con ello no ha logrado la libertad, sino la orfandad. Le han dicho que "Dios Padre" era el enemigo de su libertad. Muchos se lo han creído y se han dirigido a buscar un seno en las espiritualidades asiáticas, impersonales; otros buscan el seno de la madre tierra con el ecologismo y el naturismo. Pero siguen huérfanos. El incesto y la homosexualidad, dos signos de la carencia de padre, agobian a nuestra sociedad. La muerte del padre se expresa en el miedo y desconfianza hacia el otro. El mundo actual lo tiene todo; la ciencia y la técnica lo pueden todo, pero a nuestro mundo le falta un padre. Y, por ello, vivimos en un mundo frío, sin el calor de un padre. Descubrir a Dios como Padre es reconocer nuestra filiación divina y nuestra hermandad con
3 todos los hijos de Dios. Es el único modo de romper la soledad y vencer el frío de la vida. Este es el deseo mismo de Jesús: "que los hombres te conozcan a ti, Padre" (Jn 17,3). La Iglesia, como madre, enseña al hombre a hablar, diciendo: "Abba, Padre". Si el Espíritu nos testimonia que somos hijos, que Dios es nuestro Padre, significa que no somos huérfanos, perdidos y abandonados a las fuerzas y condicionamientos de este mundo. Tenemos un origen fuera del espacio y del tiempo. Antes de ser concebidos bajo el corazón de nuestra madre hemos sido concebidos en el corazón de Dios Padre. Con el Hijo hemos sido engendrados en el "seno del Padre". Con el Hijo, con su mismo Espíritu, osamos balbucir: "Abba, Padre". Quizá muchas veces nos sentiremos como el hijo pródigo, que despilfarra los bienes del padre con prostitutas, apacienta cerdos y desea nutrirse de algarrobas; sin embargo, sabemos que el Padre siempre nos espera, más aún, nos sale al encuentro y nos abraza y perdona, nos viste, nos ofrece un banquete y hace fiesta por nuestra vuelta. Fe, oración y vida Sabemos que en Hipona, la Iglesia de san Agustín, a los competentes, los inscritos para el bautismo, se les entregaba el Padrenuestro (Traditio Orationis Dominicae) el 5° domingo de cuaresma; esta entrega iba acompañada de una detallada catequesis con el fin de ser introducidos en los secretos de esa oración que, tras haberla aprendido de memoria, ocho días después, en el 6° domingo de cuaresma, recitaban públicamente (Redditio Orationis Dominicae), para que, después de su regeneración bautismal, la rezasen por primera vez con los fieles durante la Eucaristía de la "santísima vigilia pascual". La entrega del Padrenuestro seguía a la entrega del Credo. Pues, como dice san Agustín, citando a san Pablo: "¿Cómo podrán invocarlo sin haber creído en Él? (Rm 10,13-15). No habéis recibido primero la Oración y luego el Símbolo, sino primero el Símbolo, para que sepáis lo que debéis creer, y después la Oración, para saber a Quién invocar: Quien cree al mismo tiempo que invoca es escuchado''. "Vosotros habéis aprendido primero lo que hay que creer; hoy, en cambio, habéis aprendido a invocar a Aquel en quien habéis creído". "Así que, después de haber recibido, conservado y entregado el Símbolo de la fe, recibid hoy la Oración del Señor: Dentro de ocho días, a partir de hoy, deberéis recitar esta Oración, que hoy habéis aprendido".
4 La entrega (Traditio) de la Oración del Señor significa el nuevo nacimiento a la vida divina. Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de Dios, "los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo" (1 P 1,23) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que Él escucha siempre. Y pueden hacerlo ahora porque el Sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial. [CEC 2769]
El Padrenuestro es la síntesis de la iniciación cristiana. En esta oración los catecúmenos encontraban expresada la fe cristiana, que no se reduce al conocimiento de unas verdades, sino que lleva a la comunión con Dios, descubierto como Padre en la revelación del Hijo y en la participación de su filiación por el don del Espíritu Santo. Así se hace oración. Pero la fe creída y celebrada no es una fe separada de la vida, sino una fe que se manifiesta en la historia, se hace vida cristiana. Fe, oración y vida cristiana constituyen un círculo inseparable en la iniciación cristiana. La oración del Padrenuestro crea el puente entre fe y vida, disolviendo el divorcio, tan frecuente, entre ellas. Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo amor y de la misma renuncia que procede del amor. La misma conformidad filial y amorosa al designio de amor del Padre. La misma unión transformante en el Espíritu Santo que nos conforma cada vez más con Cristo Jesús. El mismo amor a todos los hombres, ese amor con el cual Jesús nos ha amado. "Todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo concederá. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn 15,16-17). "Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua" (Orígenes). [CEC 2745]
La predicación de Jesús esclarece el sentido del Padrenuestro, así como el Padrenuestro es la clave para comprender la predicación de Jesús. Sólo quien ha escuchado y acogido el Evangelio, reza el Padrenuestro con el espíritu de Jesús. Vivir el Evangelio y orar con el Padrenuestro son la misma cosa. Vida y oración se unen en quienes se dirigen a Dios con la oración de los discípulos de Jesús: el Padrenuestro. Jesús nos enseña cómo ser y vivir para poder orar como hijos de Dios. El Padrenuestro es la fe cristiana hecha plegaria. El Misterio de la fe: los fieles lo creen, lo celebran y lo viven en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. [CEC 2558]
5 El Padrenuestro es la oración de los seguidores de Cristo que buscan el Reino de Dios, viviendo de su voluntad, confiando su vida a los cuidados del Padre (Mc 3,14; Lc 12.31). Es la oración de los discípulos que, como María, se preocupan de "lo único necesario": escuchar la Palabra del Señor (Lc 12,31). Es la oración de los hijos de Dios que, reunidos en un sólo Espíritu, se sienten hermanos con Cristo e invocan al Padre que está en los cielos. Es, pues, la oración de la Iglesia, oración comunitaria de cuantos se sienten incluidos en el nuestro referido al Padre, al pan, al pecado, al perdón y a la tentación, comunes a los seguidores de Cristo. Como dice san Juan Crisóstomo: El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice "Padre mío" que estás en el cielo, sino "Padre nuestro", a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el Cuerpo de la Iglesia.
Para entender el Padrenuestro, el mejor camino es, pues, escuchar la Palabra de Jesús. Nadie nos puede comentar el Padrenuestro mejor que el mismo Jesús. Él es quien nos ha revelado a Dios como Padre y quien nos conduce al Padre. En las palabras de Jesús encontraremos la originalidad de la oración que Él nos ha enseñado. El "tesoro escondido", la "perla preciosa", como consideraban los primeros cristianos al Padrenuestro, sólo se puede descubrir en las palabras de Jesús; quien las escucha y las guarda en su corazón se sentirá "hermano" de Cristo y con alegría invocará a Dios como Padre. Pero también hemos de recorrer el camino inverso. Desde la oración del Padrenuestro comprendemos interiormente el Evangelio. En el Padrenuestro hallamos los deseos más íntimos de Jesús. A través de la oración sondeamos las intenciones más profundas de la vida y predicación de Cristo. Breviarium totius evangelii, compendio de todo el Evangelio, llamó ya Tertuliano al Padrenuestro1. El Padrenuestro incluye igualmente todas las oraciones de la Escritura. Así lo expresa san Agustín: "Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical". En los comentarios de los Padres al Padrenuestro descubrimos que para ellos hacer teología era orar y la oración era vida. No hay en ellos ninguna división entre la oración, la vida y la reflexión o catequesis. Todos ellos, hombres de oración, son maestros de oración, 1
Cfr.CEC 2762.
6 catequizando con la palabra y con el testimonio de su vida2. Tertuliano nos dice: Jesucristo, nuestro Señor, ha dado una nueva forma de oración a los nuevos discípulos de la nueva Ley, pues también en este aspecto era necesario recoger vino nuevo en odres nuevos (Mt 9,16ss; Mc 2, 21ss; Lc 5,36ss) y coser sobre tela nueva. La nueva gracia de Dios, a través de la buena nueva, lo ha renovado todo. La oración es la ofrenda aceptable que ofrecemos a Dios. Esta ofrenda. que llevamos al altar de Dios, alcanza su beneplácito si le es consagrada desde el fondo de nuestro corazón, formada en la fe, cuidada en la verdad, íntegra por la inocencia, limpia por la castidad, coronada por el ágape junto con el cortejo festivo de las buenas obras: así es capaz de conseguirlo todo de Dios.
El Padrenuestro contiene, en forma de oración, todo el Evangelio, cumpliendo la función de Símbolo, que distingue a los cristianos de los judíos y de los paganos y también de los discípulos de Juan Bautista. El Padrenuestro contiene el núcleo de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor fraterno, como hijos en el Hijo del mismo Padre. En el Padrenuestro — compendio de todo el Evangelio — hallamos el eco del mensaje de Jesús, el núcleo y la clave de su predicación; por ello es el fundamento de la oración de la Iglesia, la oración cristiana por excelencia. El Padrenuestro es la oración propia y característica del cristiano, que le distingue del judío y del pagano, de quien busca ser visto por los hombres y del confiado en sí mismo, por su mucha palabrería. Frente a uno y otro, Jesús dirá a sus discípulos: "No seáis como ellos..., vosotros orad así" (Mt 6,8s). Los primeros testigos del Padrenuestro Los tres primeros testigos del Padrenuestro: MATEO, LUCAS y DIDAJÉ nos lo han transmitido en tres contextos de catequesis: sobre el bautismo y la eucaristía (DIDAJÉ), sobre la oración cristiana frente a la oración judía y pagana (Mateo) y sobre la esencia y modalidades de la plegaria cristiana (Lucas). La DIDAJÉ dirige su catequesis a los neófitos; MATEO a los fieles; y LUCAS se dirige a los paganos catecúmenos. La DIDAJÉ subraya el cuándo: tres veces al día, por la mañana, a mediodía y al atardecer; MATEO insiste en el
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No he querido poner notas patrísticas a pie de página, pues serían inútiles, al ser siempre iguales: comentario, sermón u homilía sobre el Padrenuestro, petición primera, segunda…, etc.
7 cómo: en secreto y brevemente, sin palabrería; y LUCAS instruye a los no iniciados sobre el cuanto: insistente e importunamente y sobre el qué pedir: el Espíritu Santo. Las tres catequesis se complementan, presentándonos el Padrenuestro como plegaria propia y típica de los cristianos, sea como oración de la asamblea en el culto bautismal de los neófitos, como plegaria eucarística de los fieles y como la oración diaria del cristiano. MATEO sitúa el Padrenuestro en el contexto del Sermón del Monte (Mt 6,5-15). El Padrenuestro está al centro del discurso de la montaña, como el corazón de todo el sermón. Así el Padrenuestro es, en primer lugar; como una oración breve del discípulo que se dirige al Padre celeste "en lo secreto", evitando la ostentación pública o vanagloria de la plegaria farisaica y la palabrería o autosuficiencia de la plegaria de los paganos ("tú, en cambio"); pero es también la oración comunitaria de los discípulos de Jesús ("vosotros, pues, orad") dirigida comunitariamente a su Padre celeste, invocado, alabado y suplicado. Es la plegaria cristiana, que colma su anhelo de alabanza y de petición. Es la oración del hijo que, en lo secreto de su alcoba y de su corazón, invoca, alaba y suplica confiadamente a su Padre, que todo lo conoce y ve en lo más oculto, "pues, como Padre, sabe lo que sus hijos necesitan antes de que se lo pidan" (6,8). "Cuando oras, no te sirven las palabras, sino la piedad" (San Agustín). También es la oración comunitaria de los hijos a su Padre común, que está en los cielos, alabado comunitariamente en sus súplicas por la santificación de su nombre, la venida de su reino y el cumplimiento de su voluntad; comunitariamente suplicado por las necesidades comunes del pan cotidiano, el perdón de las deudas y la preservación de sucumbir en la prueba con la liberación del maligno. Este contexto del Sermón del Monte hace del Padrenuestro la oración de los pobres de espíritu, quienes, en su pobreza, lo esperan todo del Padre: el pan de cada día, el perdón de sus deudas, el auxilio para no sucumbir en la tentación y la liberación del maligno tentador. Los tiempos pasivos de los verbos muestran que es Dios quien santifica y concede el don de hacer su voluntad. El tu posesivo de las tres primeras peticiones señala la relación personal de cada orante con Dios. Este tú nos impulsa desde el principio a elevarnos hacia Dios con nuestros deseos de que su nombre sea santificado, que venga su Reino y se haga su voluntad. Y el
8 nos o nuestro de las siguientes peticiones, al mismo tiempo que implora a Dios que dirija su mirada hacia la tierra, expresa la comunión surgida entre los orantes que tienen a Dios como Padre. La división de Mateo en siete peticiones significa que el Padrenuestro comprende la totalidad de las peticiones; nada se puede añadir o quitar. LUCAS, el evangelista de la oración, enmarca el Padrenuestro en la intensa catequesis de Jesús a sus discípulos durante el viaje (9,51-19,27) desde Galilea hacia Jerusalén, hacia su asunción (9,51), es decir, hacia la consumación (13,31) de su obra mediante la muerte (13,33; 17,25), resurrección y ascensión a los cielos. En este contexto Lucas recoge dos catequesis sobre la oración (Lc 11,1-13; Lc 18,1-14). Lucas señala la relación que se da entre la oración de los discípulos y la del Maestro: "Y sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando concluyó, le dijo uno de los discípulos: 'Maestro, enséñanos a orar"'. Lucas, más que ningún otro evangelista, nos ha narrado la vida de oración de Jesús, para la que se retiraba a "lugares solitarios" (Lc 5, 16). La forma concreta de orar de Jesús es la que ha suscitado la petición de sus discípulos: "enséñanos a orar". Y Jesús, el orante, les enseña a orar el Padrenuestro, como su oración. En respuesta a la petición del discípulo, el Señor confió a sus discípulos y a su Iglesia la oración cristiana fundamental (CEC 2759). Es, sobre todo, al contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar. Entonces puede aprender del Maestro de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los laicos aprenden a orar al Padre. [CEC 2601]
Ya le habían oído orar invocando a Dios como Padre: "Exultante de gozo en el Espíritu Santo, Jesús exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21). Esta invocación filial la recogerá Lucas en otras muchas ocasiones: En la oración de Getsemaní "Padre, si quieres aparta de mí esta copa" (22,42), al pedir perdón desde la cruz para sus enemigos: "Padre, perdónalos" (23,34) y al momento de expirar: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (23,46). La primera y la última oración de Jesús, que nos recoge Lucas, están introducidas por la misma invocación: "¡Padre!", como reflejo de su oración constante a lo largo de toda su vida. Es lo que ha sorprendido a los discípulos, moviéndolos a pedirle: "Enséñanos a orar". Y Jesús les dijo: "Cuando oréis, decid: ¡Padre!". ¡El Hijo y los hijos oran a un mismo Padre!
9 La invocación "¡Padre!", sin añadir título alguno, es característica de Lucas en labios de Jesús (22,42; 23,34.36) y de los discípulos (15,12.18.21). Los discípulos se dirigen al Padre con la misma invocación de Jesús. Esto supone la posesión de un mismo Espíritu (Hch 10,38.44), la comunión en la filiación divina, propia de los hijos en unión con el Hijo. Esta es la oración cristiana, que Lucas transmite a los paganos convertidos a Cristo: oración insistente y hasta importuna (Lc 11,5-10), "orando siempre sin desfallecer" (18,1-8), pero presentándose ante Dios en la actitud humilde del pecador; como el publicano, sin creerse justo, como el fariseo (18,9-14). La enseñanza del Padrenuestro está, pues, motivada por el ruego de los discípulos: "Enséñanos a orar" (11,1). A estos discípulos se dirige la catequesis de Jesús, que les enseña la modalidad propia de la oración cristiana: qué pedir (11,11-13), cuándo y cómo hacerlo (11,5-10). Es la oración propia del cristiano, distinta de la forma de orar de los discípulos de Juan Bautista: "Maestro, enséñanos a orar; como también Juan enseñó a sus discípulos" (11,1). Se diferencia también de la oración de los fariseos (5,33; 18,9-14). "Vosotros, cuando oréis, decid" (11,2). Y les enseña el Padrenuestro. Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Como en toda oración, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que éstas se hacen en nosotros "espíritu y vida" (Jn 6,63). [CEC 2766] Este don indisociable de las palabras del Señor y del Espíritu Santo, que les da vida en el corazón de los creyentes, ha sido recibido y vivido por la Iglesia desde los comienzos. [CEC 2767]
Oración del Señor Tertuliano dice que el Padrenuestro es "la síntesis de todo el Evangelio". Es la "oración del Señor", porque Él nos la enseñó y porque es la oración que El dirigía al Padre. El se ha encarnado, vivido y muerto en cruz para santificar el nombre del Padre. Para ello ha orado: "Padre, glorifica tu nombre". Él nos ha anunciado el reino de los cielos y con El ha llegado a nosotros el reino de Dios. Su vida, su alimento y su muerte no han sido otra cosa que ''hacer la voluntad de Dios" en la tierra como eternamente la ha hecho en el cielo. Su "pan" es toda palabra que sale de la boca del Padre. Del Padre espera cada día el alimento, sin tentarlo a
10 cambiar las piedras en pan. Y Él, el inocente, sin pecado alguno, ¿cómo ha pedido "perdónanos nuestras deudas? "Al que no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros" (2Cor 5,21). Nuestras deudas eran en realidad deudas suyas, nuestros pecados eran sus pecados: no porque Él los cometiera, sino porque cargó con nuestros pecados. Con toda verdad podía orar "perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden". "Y líbranos del mal", para eso ha venido al mundo: para vencer al Maligno. También la "oración sacerdotal" de Jesús, que recoge Juan, inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (Jn 17,6. 11.12.26), el deseo de su Reino (la Gloria: Jn 17,1.5.10.23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su designio de salvación (Jn 17,3.6-10.25) y la liberación del mal (Jn 17,15). Según Tertuliano, sólo Dios podía enseñarnos cómo quiere que le recemos. Sólo de Él podía venirnos la oración del Padrenuestro. "Esta oración del Señor Jesucristo, pronunciada por sus divinos labios y animada por su Espíritu, sube al cielo por su gracia y encomienda al Padre lo que el Hijo nos ha enseñado". La oración es el muro que protege nuestra fe; es nuestra arma contra el enemigo que nos rodea. Protege nuestra fe como los brazos de Cristo en la cruz protegen al mundo. Por ello, al rezar el Padrenuestro, "nosotros no sólo alzamos las manos hacia el Padre, sino que también las extendemos (1 Tm 2,8). Así imitamos la pasión del Señor y, orando, profesamos nuestra fe en Cristo". Y san Cipriano nos dice: Cristo, que nos ha traído a la vida, también nos ha enseñado a orar, para que orando al Padre como Él nos ha enseñado seamos escuchados con más facilidad. Ya antes había dicho que estaba cerca la hora en que "los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad" (Jn 4,23). Ahora cumple su promesa, para que nosotros, que hemos recibido el espíritu y la verdad a través de su obra de santificación, adoremos en espíritu y en verdad. Pues la oración espiritual es solamente aquella que nos ha enseñado Cristo, del cual nos viene también el Espíritu Santo. Para el Padre solamente es verdadera la oración salida de la boca del Hijo, que es la verdad. Es amiga y familiar la oración que se hace a Dios con sus mismas palabras, la misma oración de Cristo presentada ante Él. Cuando oramos, el Padre debe reconocer las palabras de su Hijo: que el que está en nuestro corazón esté también en nuestros labios. Lo tenemos de "abogado por nuestros pecados" junto al Padre (1Jn 2,1-2); por eso, como pecadores, cuando oremos por nuestros pecados hagámoslo con las mismas palabras de nuestro abogado. Él ha dicho que "todo lo que pidamos al Padre en su nombre, lo
11 obtendremos" (Jn 16,23). Obtendremos más eficazmente lo que pedimos en el nombre de Cristo si lo pedimos con su misma oración.
Cada una de las siete peticiones, cuando se ora de verdad, empieza a cumplirse en el momento mismo en que es formulada. Al pronunciar el nombre de Dios Padre ya estamos glorificando su nombre. Si deseamos que venga a nosotros su reino, nuestro deseo atestigua que pertenecemos ya al reino. Al pedir que se cumpla su voluntad, nos abandonamos confiadamente a ella. En la medida en que verdaderamente pedimos el pan de cada día estamos aceptando lo que Dios nos da cada día. Si perdonamos a nuestros deudores, ya nosotros hemos sido perdonados por Dios. En fin, al pedir el auxilio divino contra las tentaciones y los asaltos del maligno, ya nos aseguramos la victoria contra todos los enemigos. Oración de los discípulos del Señor El Padrenuestro es la oración que Jesús ha transmitido a sus discípulos, y que la Iglesia, a su vez, nos transmite a nosotros. La Iglesia, de este modo, nos conduce a Cristo y Cristo nos presenta al Padre. Es el camino de la oración. El cristiano invoca a Dios como Padre, dirigiéndose a Él "en el nombre de Cristo", unido a Cristo, con Cristo. Si podemos decir con san Pablo: "Vivo, pero no vivo yo, es Cristo quien vive en mi", podemos igualmente decir: "Oro, pero no oro yo, es Cristo quien ora en mi". "Dos en una sola voz", dice san Agustín. El esposo y la esposa son dos en una sola carne. Cristo y la Iglesia son dos, orando en una sola voz. El Espíritu del Hijo, derramado en nuestros corazones, es el que testimonia a nuestro espíritu que somos hijos, gritando en nosotros o haciéndonos gritar: ¡Abba, Padre! (Ga 4,6; Rm 8,15). Jesús ora "con gritos y lágrimas" al Padre (Hb 5,7-8). El Espíritu en el cristiano también "grita y gime" con la misma expresión: "Abba, Padre" (Ga 4,6-7; Rm 8,14-16). Sólo, después de que sea infundido el Espíritu filial en el bautismo, el cristiano puede decir "Abba, Padre" (Rm 8,26-27; 2Cor 3,18). Recibido el Espíritu del Hijo, en la iniciación se transmite el Padrenuestro. Y el Espíritu es el que nos hará gritar: "Abba, Padre". También la DIDAJÉ coloca el Padrenuestro al hablar del bautismo y antes de pasar a la eucaristía.
12 Con el ephetha la Iglesia abre los oídos del catecúmeno. Desde ese momento ya puede escuchar los secretos "arcanos de la familia", puede ya recibir el Padrenuestro. Esta disciplina del "arcano" prohibía divulgar la Oración del Señor entre los paganos y catecúmenos, hasta llegar a ser discípulos del Señor. A ellos se la enseñó Jesús y, por ello, la Iglesia la reservó para los fieles, a quienes el bautismo ha transformado en hijos de Dios. El Padrenuestro, como oración característica del cristiano, se enseñaba en la catequesis prebautismal y tras haber sido bautizados y haber recibido el Espíritu de filiación divina, con gozo exultante, clamaban por primera vez: "¡Abba, Padre!". Pablo, recoge este clamor dos veces (Ga 4,16; Rom 8, 14-17). Por los testimonios patrísticos podemos imaginar la emoción de los catecúmenos al recibir el Padrenuestro. Llegados del paganismo, con una idea extraña de Dios, en las catequesis prebautismales se les descorría el velo del misterio de Dios. Se sentían amados; más aún, se les anunciaba que por el bautismo iban a ser realmente hijos de Dios; le podrían invocar como Padre. Su existencia cambiaba radicalmente, inaugurando un nuevo estilo de vida. "Por una transmisión viva, el Espíritu Santo, en la 'Iglesia creyente y orante' [DV 8], enseña a orar a los hijos de Dios" [CEC 2650]. El Padrenuestro es una oración eclesial, una oración coral, de la comunidad: Padre nuestro, venga a nosotros tu reino, danos el pan nuestro, perdona nuestras ofensas, no nos dejes caer, líbranos del mal. Es la madre la que enseña al hijo a reconocer al padre y a decir "papá". Es la Iglesia la que nos enseña a reconocer a Dios como Padre y la que nos entrega la oración del Padrenuestro, invitándonos a unir nuestra voz a la voz de la asamblea, que se atreve a invocarlo como Padre. Tertuliano nos dice: Quien confiesa a Dios como Padre, profesa también la fe en el Hijo. Pero quien confiesa la fe en el Padre y el Hijo, anuncia también a la Madre, la Iglesia. Sin ella no se da allí ni el Hijo ni el Padre.
Para hablar con Dios, hace falta humildad y audacia. Es la actitud de nuestro padre en la fe. Abraham, polvo y ceniza, considera una osadía hablar a su Señor: "en verdad es atrevimiento el mío al hablar a mi Señor; ya que soy polvo y ceniza" (Gén 18,27). Y llamar a Dios Padre sería una temeridad, si el mismo Hijo de Dios no nos hubiera animado a hacerlo,
13 como nos recuerda la Iglesia en la liturgia eucarística: "Fieles a la recomendación del Señor y siguiendo su "divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro". Como nos dice san Pablo: "Cristo Jesús, Señor nuestro, es quien, mediante la fe, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios" (Ef 3,12). La llamada liturgia de san Juan Crisóstomo hace preceder la oración del Padrenuestro con la monición: "¡Oh Señor!, dígnate concedernos que con alegría y sin temeridad osemos invocarte a ti, Dios de los cielos, como Padre, y que digamos: Padre nuestro...". Y san Cipriano nos invita a vigilar, prestando atención con todo el corazón a lo que decimos: "¿Cómo puedes pedir que Él te escuche, cuando no escuchas siquiera tú mismo?". Dios escucha no las palabras de la boca, sino la voz del corazón. Ana, modelo de la Iglesia, oraba a Dios en lo íntimo de su corazón, hablaba más con el corazón que con la boca, porque sabía que de este modo el Señor escucha a quien le reza; así obtuvo lo que había pedido con fe. Dice la Escritura: "Hablaba con el corazón y sus labios apenas se movían, y no se oía su voz... y el Señor la escuchó" (1 Sam 1,13). También en los salmos leemos: "Hablad en vuestros corazones" (Sal 4,5).
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PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS Dios de vivos El Credo de nuestra fe comienza: "Creo en Dios Padre". Al confesar nuestra fe en Dios, los cristianos nos referimos al Dios "de vivos", al "Dios de Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 3,6; Mt 22,32), al Dios de Israel1, que es el "Padre de nuestro Señor Jesucristo" (2Cor 1,3). Conocemos a Dios por su historia de salvación con los hombres. En esta historia Dios se nos aparece; Él abre el camino y acompaña a los hombres en su "peregrinación de la fe". La fe no es otra cosa que recorrer el camino con Dios, apoyados (amen) en Él, que va delante como "columna de fuego o de nube" (Ex 13,21). El Dios trascendente e invisible, en su amor, se ha hecho cercano entrando en alianza con Israel, su pueblo. En la travesía del Mar Rojo, en la marcha por el desierto hacia el Sinaí, en el don de la Tierra prometida, en la constitución del reino de David... Israel experimenta una y otra vez que "Dios está con él", porque Dios es fiel a la alianza por encima de las propias infidelidades. Israel se siente llevado por Dios como "sobre alas de águila" (Ex 19,4). El Dios de Israel, por tanto, no es un Dios lejano, impasible y mudo. Es un Dios vivo, que libera y salva, un Dios que interviene en la historia, guía y abre camino a una nueva historia. Es un Dios en quien se puede creer y esperar, confiar y confiarse. En la manifestación de la zarza ardiente (Ex 3) Dios revela su nombre a Moisés, revelándose a sí mismo. Al revelar su nombre Yahveh se presenta como el Dios personal, deseoso de relaciones personales. Al dar nombre a una persona no se pretende decir qué es en sí misma, sino hacerla nominable, es decir; invocable, para poder establecer relaciones con ella. Por tener nombre puedo llamar a una persona, comunicarme y entrar en comunión con ella. El nombre propio da la capacidad de ser llamado. Al comunicarnos su nombre, Dios se ha hecho nominable, puede ser llamado e invocado por el hombre. Dios, al revelarnos su nombre, se ha hecho cercano, accesible, nos ha permitido entrar en comunión con él: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,21). Dios tiene un nombre, no es una realidad impersonal, sino un ser personal, un yo, un tú. No es un dios mudo y sordo, sino un Dios que habla y con el que se puede hablar. Él, en la 1
Sal 72,18; Is 45,3; Mt 15,31.
15 Escritura, se nos presenta constantemente hablándonos como un yo: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto (Ex 20,2; Os 12,10). Yo soy Dios, y no hay otro, no hay otro Dios como yo (Is 46,9).
Y, porque Dios se presenta a nosotros con su yo, nosotros podemos invocarle como un tú. En vez de hablar de Dios, hablar a Dios: Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío, préstame oído y escucha mis palabras (Sal 17,6). Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi suplica (Sal 130,1-2).
Jesús es el verdadero revelador del verdadero nombre de Dios. En el Nuevo Testamento, Juan nos presenta a Jesús como el "revelador del nombre de Dios": "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado... ¡Cuídalos en tu Nombre!. Cuando estaba yo con ellos, yo les cuidaba en tu Nombre... Y yo les di a conocer tu Nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,6.11.12.26). En Jesús, Dios se hace realmente invocable. Con Él, Dios entra para siempre en la historia de los hombres. El Nombre de Dios ya no es simple palabra, que aceptamos, sino carne de nuestra carne, hueso de nuestro hueso. Dios es uno de nosotros. Lo que la zarza ardiente significaba, se realiza realmente en aquel que es Dios en cuanto hombre y hombre en cuanto Dios. En Jesús, Dios es el Emmanuel: Dios con nosotros. El Dios de los padres, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios personal, que muestra su cercanía, su invocabilidad en la manifestación de su nombre a Moisés, el Dios único, frente a los dioses de la tierra, de la fertilidad o de la nación, el Dios que se nos reveló a través de los profetas, es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo", es como comienza Pedro su primera carta. Abba, Padre A Dios sólo le conocemos real y plenamente en Jesucristo, su Hijo: "A Dios nadie le ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien nos le ha dado a conocer"
16 (Jn 1,18). La fe monoteísta no expresa aun la novedad de la fe cristiana en Dios. Necesitamos completar la fórmula, diciendo "creo en Dios Padre". En esta primera palabra añadida al nombre de Dios se nos resume el conjunto del Credo cristiano. Ella nos introduce dentro de la asombrosa novedad de la fe cristiana en la revelación trinitaria de Dios. En todas las religiones se habla de Dios como padre, pero sólo en cuanto creador. La paternidad de Dios adquiere ya un matiz especial en el Antiguo Testamento. Pero tanto el Oriente antiguo como Israel han llamado a Dios Padre con relación al pueblo, confesando que el pueblo debe su origen a Dios. A través del nombre de Padre, Dios es honrado como creador y señor—potente y misericordioso—que exige del hombre veneración y obediencia. En Israel, ciertamente, la paternidad atribuida a Dios no se funda en el hecho de engendrar; como ocurre en otras religiones. Dios es llamado Padre por la elección que Dios hace de Israel como su primogénito2. Para el israelita, el término "Padre" tiene un sentido mucho más rico que en todas las demás religiones. Dios es el creador del Pueblo que ha formado, liberándole de la esclavitud, y con el que se ha unido en alianza. Israel es el Pueblo elegido. Entre Dios y el pueblo se establecen unas relaciones personales. Yahveh llama a Israel su "hijo primogénito" (Dt 14,1-2) y el Pueblo lo invoca como Padre3. La elección que Yahveh hace de Israel como su Pueblo crea una relación singular entre ambos. Es la actuación salvadora y protectora de Dios la que le hace merecedor del título de Padre. Así Yahveh será proclamado Padre de los pobres y desamparados4. "Padre de los huérfanos y defensor de las viudas" (Sal 68,6). Este amor paterno de Dios lo describen con fuerza los profetas. Oseas describe a Dios como el más tierno de los padres: cuando Israel era niño Yahveh lo amó; le ha enseñado a andar, le ha prodigado los cuidados que una madre prodiga a su hijo pequeño, le ha aupado hasta sus mejillas, se ha inclinado hacia él y le ha dado de comer. Aunque sea rebelde, no puede abandonarlo; se le conmueven las entrañas; no, no destruirá a Israel (Os 1,4; 11,8-9). Israel recuerda los comienzos de esta paternidad con nostalgia: Cuando Israel era un niño, lo amaba y de Egipto lo llamó como a un hijo (Os 11,1; Ez 16; Sb 14,3-4). Israel 2
Dt 14,1-2; Ex 4,22-23; Os 11,1; Is 43,6; Jr 31,20.
3
Jr 3,4-19; Sal 89,27;Is 63,16…
4
Eclo 23,1-5; 51,10; 68,6.
17 recuerda la solicitud paternal de Yahveh hacia este hijo, a quien Yahveh sostenía como un padre sostiene a su hijo (Dt 1,31; Os 11,3-4). Pero estos amores duraron poco (Jr 3,19-20). Los profetas muestran a Moisés recriminando la increíble infidelidad de Israel: "¿Así pagáis a Yahveh, pueblo vil e insensato? ¿No es Él tu padre, que te creó, que te hizo y por quien subsistes?" (Dt 32,6-7). En los mismos castigos, Yahveh continúa siendo un Padre lleno de amor (Dt 8,5; Pr 3,12), que muestra después la compasión paternal5. Pero, en todos estos textos, el nombre de padre se entendió siempre en un sentido figurado: Dios se comporta como un padre con Israel, sin que los israelitas sean por eso verdaderos hijos de Dios. En todo el Antiguo Testamento, Dios se presenta como Padre del pueblo, con su equivalente plural "hijos"; nunca se habla de Padre del individuo, con excepción del rey, representante del pueblo. Dios es invocado como Padre, en cuanto protector, por el Eclesiástico: "Oh Señor; padre y señor de mi vida, no me abandones" (Eclo 23,1; 51, 10). Y con la protección, aparece una segunda actividad paterna de Dios: la educación del pueblo 6. Dios, por ello, se lamenta como un padre antelas infidelidades del pueblo 7. Pero, como padre, está dispuesto a perdonar; desea perdonar al pueblo8. En todos estos textos, la paternidad divina era concebida con relación al pueblo como tal. Por ello, cuando Jesús llamó a Dios "¡Abba, Padre!" sonó como algo inaudito, era una invocación absolutamente nueva. Y el Nuevo Testamento pone constantemente en labios de Jesús la palabra Padre. En san Juan, Padre es sinónimo de Dios. El término Abba, utilizado por Jesús para dirigirse a Dios como Padre, es algo tan insólito en toda la literatura judía que "no expresa tan sólo la obediencia filial en su relación con Dios, sino que constituye la expresión de una relación única con Dios". Ya en el relato de Lucas de la Anunciación (1,32-35), a Jesús, engendrado por el poder del Altísimo, se le llama, con razón, Hijo de Dios. De nadie se había dicho algo semejante en toda la Escritura.
5
Cfr. Sal 103,13;Is 63,15-16; 64,7...
6
Pr 1,8; 2,1; 3,1.11-12; 4,1-6; Dt 8,1-6; Eclo 2,1.2.6.
7
Is 1,2-4; Os 2,6; Dt 32,1-43; Ml 3,2.6.11.
8
Os 11,1-9; Jr 3,14.19-25; 4,1-4; 31,9-20; Is 63,15-19; 64,4-11; Ba 4,6-29.
18 La breve invocación "Padre", del Evangelio de san Lucas traduce el término arameo Abba, con el que Jesús se dirigía a Dios. Este término arameo se nos conserva en el texto griego de Marcos de la oración de Jesús en Getsemaní: "Abba Padre, todo es posible para ti" (Mc 14,36). La palabra aramea la ha conservado Marcos, porque estaba ligada, en el recuerdo de los discípulos, a su estupefacción en presencia de una cosa inaudita. Lo mismo, cuando Pablo exclama con júbilo que los cristianos pueden decir: ¡Abba, Padre!, es porque el apóstol no ha vuelto aún en sí de la admiración causada por el empleo de ese término. Los evangelistas y Pablo la han conservado en arameo, aunque escribieran en griego. Los cristianos de habla griega conservan la invocación de "Padre" en su forma original aramea porque esa era una característica especial de Jesús. Pablo nos lo confirma con relación a los cristianos (Ga 4,6; Rm 8,15), pues esa forma aramea debía ser la forma usual de invocar a Dios entre las primeras comunidades cristianas. ¡Habían aprendido de labios de Jesús a llamar a Dios Padre! Los judíos a veces invocaban a Dios como âbi, mientras que al padre terreno le llamaban abba. Existía un verdadero cuidado en distinguir una paternidad de otra. Pero Jesús, de manera desconcertante, comienza a llamar abba a Dios. Tan asombrosa y desacostumbrada resulta esta palabra aramea referida a Dios que Pablo, aunque escribe en griego, no puede menos de conservarla, como si fuese intraducible. Y Jesús, para enseñarnos a orar, comienza por indicarnos cómo debemos invocar a Dios: ¡Padre! Esto es algo tan insólito, que hacía falta que Jesús nos autorizara y nos alentara para invocar a Dios con esta palabra tan íntima y familiar. Antes nadie se atrevía a dirigirse a Dios con la sencilla y familiar invocación de Abba, con la que los niños se dirigen a su padre, y cuyo significado es el de papá. En las oraciones, aún en la lengua aramea, se usaba la solemne forma hebrea de Ab para dirigirse a Dios como Padre. Y en los textos hebreos se empleaba la palabra abba para designar al padre humano, a diferencia del padre celestial Ab, o abbi, padre mío9. Contra todas las costumbres de su época, Jesús se dirige a Dios con la invocación íntima y filial de Abba. Como dice Orígenes:
9
Según el Talmud de Babilonia, abba es la palabra que pronuncia el niño cuando rompe a hablar, "cuando deja
el pecho y comienza a comer pan".
19 Sería digno de observar si en el Antiguo Testamento se encuentra una oración en la que alguien invoca a Dios como Padre, porque nosotros no la hemos encontrado, a pesar de haberla buscado con todo interés. Y no decimos que Dios no haya sido llamado Padre o que los que hayan creído en Él no hayan sido llamados hijos de Dios, sino que en ninguna parte hemos encontrado en una plegaria esa confianza proclamada por el Salvador de invocar a Dios como Padre. Dios es llamado Padre e hijos los que aceptaron la palabra divina, como puede constatarse en muchos pasajes del Antiguo Testamento. Así: "Dejaste a Dios que te engendró y diste al olvido a Dios que te alimentó" (Dt 32,18); y poco antes: "¿no es Él el Padre que te crió, el que por si mismo te hizo y te formó?" (Dt 32,6); y todavía en el mismo pasaje: "Son hijos sin fidelidad alguna" (Dt 32,20). Y en Isaías: "Yo he criado hijos, pero ellos me han despreciado" (Is 1,2). Y en Malaquías: "El hijo honrará a su padre y el siervo a su señor. Pues si yo soy Padre, ¿dónde está mi honra?" (Mal 1,6). Aunque en todos estos textos Dios sea llamado Padre, e hijos aquellos que fueron engendrados por la palabra de la fe en Él, no se encuentra una afirmación clara de esta filiación... Mas la plenitud de los tiempos llegó con la venida de nuestro Señor Jesucristo, cuando se puede recibir libremente la adopción, como enseña san Pablo: "Habéis recibido el espíritu de adopción. por el que clamamos: Abba, Padre" (Rm 8,15). Y en el Evangelio de san Juan leemos: "Mas a cuantos lo recibieron les dio poder para llegar a ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre'' (Jn 1,12). Y por este espíritu de adopción de hijos sabemos que "todo el que ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios" (1 Jn 3,9).
Jesús, revelador del Padre Jesús es el revelador pleno de la paternidad de Dios. El núcleo central del mensaje de Jesús consiste en la revelación del Padre. Antes de Jesús nadie había osado llamar a Dios "mi Padre". Jesús es el primero que se ha atrevido a dirigirse a Dios con el vocablo infantil y rebosante de confianza "Abba, Papá". Jesús se dirige a Dios como un niño a su padre. Y, si Jesús se sirve del término tan familiar de Papá, es porque es Hijo de Dios: "Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). La vida, la oración y la predicación del Hijo no es otra cosa que la "revelación del Padre". Su vida se abre con la proclamación solemne del Padre reconociéndolo como Hijo muy amado y se cierra con la más filial de las plegarias, encomendando su vida a las manos del Padre. Y toda su vida es la expresión de esta relación Padre-Hijo: "Todo lo mío es tuyo, y
20 lo tuyo, mío". A Pedro, cuando confiesa a Jesús como "el Hijo de Dios vivo", Cristo le dice: Dichoso tú, Simón, porque esto "no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16,17). Paralelamente, Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: ''Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase a los gentiles..." (Gál 1,15-16). "Y enseguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas, diciendo que Él era el Hijo de Dios" (Hch 9,20). Jesús proclama solemnemente que es el Hijo de Dios ante el Sanedrín10. Ya antes se ha designado de este modo en otras ocasiones11.Y el Padre le proclama como su "Hijo amado" en el Bautismo y en la Transfiguración (Mt 3,17; 17,5). Los apóstoles podrán confesar: "Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14)12. No es frecuente en los evangelios que Jesús haga confidencias personales. A veces nos dicen que Jesús se retira a orar pero no nos comunican el contenido de sui oración. Pero en Mt 11,25-27 y Lc 10,21-22 nos dicen que Jesús siente un gozo interno desbordante, fruto del Espíritu Santo. Entonces no puede contenerlo oculto y se desahoga en voz alta, en una efusión de su intimidad. Jesús nos da a conocer lo más hondo y lo más alto de su conciencia, la médula de su ser y de su misión: ser Hijo de Dios Padre. Ya el evangelio de la infancia de Lucas se cierra con el episodio de la presencia de Jesús a los doce años en el templo: "Sus padres iban cada año a Jerusalén, por la fiesta de pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron a celebrar la fiesta, según la costumbre" (Lc 2,41-42). Al final "bajó con ellos a Nazaret" (v.51). Entre la subida y la bajada tiene lugar la revelación de Jesús, que llena de asombro a los que le escuchan en el templo (v.47), y a sus padres (v.48), que "no comprendieron lo que les decía" (V.50) 13. Esta revelación se compendia en las palabras: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (v.49). Esta es la primera palabra de Jesús que nos ha recogido el Evangelio. Desde el comienzo Jesús pronuncia la palabra fundamental de su vida: "Mi Padre", revelando el misterio de su ser y de su misión. Su primera palabra se refiere al Padre que le 10
Lc 22, 70; Mt 26,64; Mc 14,61.
11
Jn 3,16.18; 10,36; Mt 11,27; 21,37-38; 20,17; 24,36…
12
CEC 441-445.
13
Cfr. el paralelismo con la revelación de Dios a Moisés (Ex 3-4; 33,18-34) o a Elías (1Re19).
21 ha engendrado eternamente y le ha enviado a hacerse hombre en el seno de María. También a su Padre celestial dirigirá su última palabra: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Y, una vez resucitado, también sobre el Padre será su última palabra: "Yo mandaré sobre vosotros el Espíritu que mi Padre ha prometido" (Lc 24,49). Pero Jesús no sólo invoca a Dios como Padre, sino que desvela la paternidad de Dios respecto a los hombres. Jesús nos habla continuamente del Padre: "Amad a vuestros enemigos... para que seáis hijos de vuestro padre celestial que hace salir el sol sobre malos y buenos" (Mt 5,44-45). "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres.., de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial... Cuando hagas limosna..., cuando vayas a orar:.., cuando ayunes..., hazlo en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6,1.5-18). Esta es la gran novedad del Nuevo Testamento, donde Dios se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo y de cuantos creen en Él. Así, la palabra Padre no se refiere al hecho de que Dios sea el creador y señor del hombre y del universo, sino al hecho de que ha engendrado a su Hijo unigénito, Jesucristo, el cual como primogénito es hermano de todos sus discípulos. Pues a todos los elegidos, el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,28-30). La vida del Hijo encarnado es su propia vida eterna encarnada, su vida filial hecha obediencia salvadora. Asimismo, su oración en la tierra no es más que su oración eterna encarnada, formulada con labios humanos, expresada a veces con gemidos. Es la encarnación de quien existía desde siempre: "En el principio la Palabra existía, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios". Y del final de su vida, se nos dice: "Sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1). "Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre" (Jn 16,28). Y a María, le encomienda: "Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17). La oración del Hijo sobre la tierra es la encarnación de la eterna comunicación filial del Hijo y el Padre. Cada vez que el Padre habla—después del bautismo del Jordán, en la
22 transfiguración— atestigua públicamente a Jesús como su Hijo: "Este es mi Hijo amado". En manos del Padre entrega Jesús su espíritu y el Padre lo resucita de entre los muertos, proclamando su singular filiación: "Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado" (Hch 13,33). La resurrección de Cristo es la manifestación de su condición filial, de la que participa su carne: "Fue constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,4). San Juan nos invita a escuchar y creer el testimonio del Padre sobre Jesús, pues "si aceptamos el testimonio humano mayor es el testimonio de Dios y el testimonio de Dios es el que ha dado sobre su Hijo" (1Jn 5,9-10). El Hijo de Dios hecho hijo de la Virgen aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo hizo de su madre que conservaba todas las maravillas del Todopoderoso y las meditaba en su corazón (Lc 1,49; 2,19.51). Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de doce años: "Yo debo estar en las cosas de mi Padre" (Lc 2,49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos, va a ser vivida finalmente por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y a favor de los hombres. [CEC 2599]
Todas las oraciones de Jesús, de que tenemos noticia, comienzan con la invocación: "Padre"14. Los evangelistas distinguen la relación filial de Jesús con Dios de la de los discípulos mediante las expresiones "mi Padre"15 y "vuestro Padre"16 Nunca emplean la expresión ''nuestro Padre" referida a Jesús y a los discípulos. Jesús tiene conciencia de ser Hijo de Dios de un modo especial, habla siempre como el Hijo de tal modo que puede decir "nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10,22)17. Esta filiación divina, propia y exclusiva de Jesús, hace natural que de sus labios brote la expresión "mi Padre" o la invocación "¡Padre!" con que constantemente se dirige a Dios en su oración de alabanza exultante (Lc 10,21) y de súplica confiada (Lc 22,42; 23,34.46). Esta relación del todo especial entre el "Hijo" y el "Padre" ilumina la única frase que recogen los evangelios de la infancia y adolescencia de Jesús: "¿No 14
Mt 11,25.26; Lc 10,21; Mc 14,36; Mt 26,39; Lc 23,34.46; Jn 11,41; 12,27.28; 17,1.5. 11.21.24.25.
15
Lc 2,49,9,26; 10,22; 22,29,24,49.
16
Lc 6,39, 12,30-32.
17
Mt 7,21; 10,32-33; 12,50; 15,13; 16,17; 18,10.19.35; 25,34; 26,29.39.53; 28,19; Lc 2,49; 22,29; Mc 8,38; 13,32.
23 sabíais que debía estar en las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49). El conocimiento, la obediencia y el amor al Padre llena toda la vida del Hijo, que es revelación del Padre. Ante la tumba abierta de Lázaro, Jesús, levantando los ojos al cielo, puede decir: "Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado"(Jn 11,41-42). Y si la palabra Abba en los labios de Jesús ha sorprendido a los discípulos, mucho más les maravilla que les enseñe a invocar a Dios con ella. Jesús a lo largo de todo el evangelio les revela que Dios es su Padre, que quienes creen en Él son hijos de Dios y pueden invocarle, lo mismo que El, llamándole "Abba, Padre". Como dice Tertuliano: Con esta invocación oramos a Dios y proclamamos nuestra fe. Está escrito: “A quienes creyeron, les dio poder de ser llamados hijos de Dios” (Jn 1,12). La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre.
Lo sorprendente es que Jesús diga a sus discípulos: "Cuando oréis, decid: ¡Padre!" (Lc 11,2). Así pueden orar quienes, previamente, han sido hechos participes de algún modo de la filiación divina de Jesús; sólo quienes han entrado en comunión vital con el Hijo pueden dirigirse a su Padre con la misma invocación. Para ello les hace el don del Espíritu Santo, del que Él estaba lleno (Lc 4,1). Este Espíritu es infundido en los cristianos en el bautismo 18, como fue derramado sobre los discípulos el día de Pentecostés (Hch 2,1-4.33) y, luego, sobre cuantos acogieron el anuncio de la Palabra (9,17-18; 10,44-48). El "Espíritu del Hijo de Dios" (Gál 4,6; Rm 8,15) es quien comunica la participación en la filiación divina, pudiendo, por tanto, dirigirse a Dios con la misma invocación del Hijo: "¡Padre!"19. Pablo apenas convertido comenzó a predicar que Jesús es Hijo de Dios (Hch 9,20). Y en el saludo de sus cartas recuerda repetidamente "al Padre de nuestro Señor Jesucristo" 20. También Pedro recuerda al "Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (1Pe 1,3). Y Cristo, al revelarnos al Padre, nos inserta en su relación filial con el Padre. Pablo no se cansa de llamar 18
Hch 2,38; 8 12-17; 19,5-6.
19
Lc 11,2; Gál 4,6; Rom 8,15.
20
Ef 1,1; Gál 1,1; Col 1,3.
24 a Dios "Padre nuestro"21. Es, sin embargo, san Juan, el discípulo amado, quien nos ofrece una riqueza más abundante sobre la condición paternal de Dios respecto a los cristianos 22. El bautismo introduce al cristiano en la comunión con el Padre y el Hijo: "Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con el Hijo, Jesucristo" (1Jn 3,1-3). Esta comunión con el Padre y con el Hijo no es otra cosa que la filiación divina del cristiano: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es" (1Jn 3,1-3). Hijos en el Hijo Jesús es el Enviado del Padre a los hombres. Tras los envíos de Moisés (Ex 3,10), de los profetas23 y de Juan Bautista (Jn 1,6-7), "en la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo" (Gál 4,4). Tras la cadena de enviados, no acogidos, al Padre "le quedaba uno, su Hijo querido, y se lo envió el último" (Mc 12,2-6). O dicho de otra manera: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En esa etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo" (Hb 1,1-2). Dios, al mostrarnos a su Hijo, se nos revela como Padre de Jesucristo. La paternidad de Dios se define exclusivamente por su relación con el Hijo Unigénito. Los hombres pueden llamar a Dios Padre, —"vuestro Padre"—, en la medida en que participan de la relación única de Jesús con el Padre "mi Padre"—, (Jn 20,17): "La prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!" (Gál 4,6). Conocemos a Dios como Padre porque Jesús nos lo revela. Es el tema central del Evangelio de Juan. Además, Jesús glorificado nos envía e infunde en nosotros su Espíritu, que nos hace partícipes de la naturaleza divina y nos permite entrar en relación interpersonal 21
1Cor 1,3; 2Cor 1,2; Gál 1,3; Ef 1,2; Fil 1,2; Col 1,2: 1 Tes 1,3.
22
118 veces menciona en sus escritos la palabra Padre, referida a Jesús y a los cristianos.
23
Jr 1,7; Ez 2,1; Is 61-1...
25 con Dios como Padre. Unidos a Cristo, invocamos a Dios como Padre. Llamamos a Dios Padre nuestro, dice Quoldvultdeus, porque somos hermanos del Hijo. "No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos 'en el Nombre' de Jesús. Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre"24. Cuanto tiene Jesús, lo ha recibido del Padre. Y Jesús nos hace partícipes de su comunión con el Padre. Sólo Jesús conoce y nos puede revelar la intimidad del Padre: "Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba junto al Padre, nos lo ha revelado" (Jn 1,18). Moisés quiso ver a Dios y no pudo vislumbrar más que su espalda (Ex 33-34). Jesús, que goza de la intimidad del Padre, nos revela la intimidad divina. Como Job, nosotros conocemos a Dios de oídas (Job 42,5-8); ahora, en Jesucristo, se nos concede verlo, tener un encuentro con El. Conocer a Dios de oídas es importante y necesario, pero no basta. Desde ese conocimiento es preciso saltar a la experiencia del conocimiento que el Padre tiene del Hijo, y el Hijo del Padre. Sólo a través de esa revelación entramos en la fraternidad con el Hijo y en la filiación divina. Del Dios conocido de oídas pasamos a la confesión de Job: "Ahora te han visto mis ojos". Y todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Ser cristiano significa ser como el Hijo, ser hijos: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1Jn 3,1). El Hijo de Dios es enviado para hacernos hijos de Dios. En efecto, "cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la filiación adoptiva por medio de Él" (Gál 4,1-5): Pues no recibimos un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibimos un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,15-17).
Esto es lo extraordinario del evangelio. Jesús invita a sus discípulos a tratar a Dios con la misma confianza con que Él lo hace. Dios no es solamente el Padre de Jesús, sino también 24
Cfr. CEC 2664.
26 el Padre de los discípulos de Jesús. Él, les dice Jesús, es "vuestro Padre" 25. Y esto, no sólo porque Dios se comportó "paternalmente", como ya aparecía en el Antiguo Testamento, sino en un sentido nuevo. Todo el que sigue a Jesús y se hace discípulo suyo, escuchando su palabra y acogiéndola en su corazón, puede llamar a Dios Padre del mismo modo que lo hace Jesús. Jesús habla a Dios con una confianza inusitada. Y enseña a sus discípulos a hacerlo con la misma familiaridad. Jesús alienta a sus discípulos a una total confianza, comparando innumerables veces a Dios con un padre26. Abba, la palabra que utilizó Jesús para comunicarse con el Padre, es la palabra que nos legó a nosotros para invocar a Dios. Abba es el término usado por los hijos más pequeños para dirigirse al padre. Nadie, antes de Jesucristo, osó llamar a Dios con una locución tan familiar, tan transida de confianza. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: Podemos invocar a Dios como Padre porque Él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. El Espíritu del Hijo nos hace participar de esa relación filial a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que hemos nacido de Dios (1Jn 5, 1). [CEC 2780] Cuando oramos al Padre estamos en comunión con Él y con su Hijo Jesucristo (1Jn 1, 3) [CEC 2781] Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al adoptarnos como hijos suyos en su Hijo único: por el bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo y por la unción de su Espíritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros hace de nosotros "cristos". [CEC 2782]
Dios es nuestro Padre, no porque nos ha creado, sino porque nos "ha hecho partícipes de la naturaleza divina" (2Pe 1,4), pues los hijos de Dios "no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Jn 1,13), Cuando decimos "Padre" no nos referimos a una vaga paternidad benévola y poderosa. Nos referimos a un ser muy determinado: "al Padre de nuestro Señor Jesucristo". Cuando Cristo nos exhorta a invocar a Dios como Padre, nos está invitando a comunicarnos con su mismo Padre. San Cipriano comenta esta invocación: 25
Mt 5,48; 6,8.15.32; 10,29; 12,32; Lc 6,36; 12,30.
26
Mt 6,8; 7,9-11; Lc 12,30; Mc 11,25.
27 Jesús dijo: orad así: Padre nuestro que estás en el cielo. El hombre nuevo, renacido y devuelto a su Dios por su gracia, lo primero que dice es Padre, porque ha empezado ya a ser su hijo. Está escrito: "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. A todos los que le acogieron, les ha dado el poder de ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre" (Jn 1,11-12). Así que el que cree en su nombre y de este modo se hace hijo de Dios debe empezar por esto, por dar gracias y profesar que es hijo de Dios. Cuando dice que su Padre es Dios, que está en el cielo, él, con esta palabra, entre las primeras pronunciadas después del bautismo, da testimonio de que ha renunciado a su padre terreno por haber conocido y comenzado a tener un solo Padre, el que está en el cielo, como está escrito: "Los que dicen al padre o a la madre: no te conozco y no reconoceré a mis hermanos, estos observaron tal palabra y custodiaron tal alianza" (Dt 33,9). El mismo Señor en su Evangelio, nos manda que no llamemos a nadie padre nuestro en la tierra, porque tenemos un solo Padre, el que está en el cielo (Mt 23,9) Y al discípulo que le recordaba que su padre estaba muerto, le respondió: "Deja que los muertos entierren a sus muertos" (Mt 8, 22) Había dicho que estaba muerto su padre, siendo así que los creyentes tienen un Padre que vive para siempre.
Jesús permite e invita a sus discípulos a tratar al Padre con la misma intimidad con que Él le trata. El Padre, a quien invocan los discípulos de Jesús, es el mismo a quien El llama constantemente "mi Padre" y "mi Padre celeste". Sólo en el Evangelio de Mateo, Jesús le llama así 26 veces. Engendrado por el Espíritu Santo (1,18.20), Jesús es Hijo de Dios 27, su amado Hijo (3,17; 17,5), a quien el Padre ha entregado todo (11,27). Por medio del Hijo el Padre revela los misterios del Reino a los pequeños "discípulos" (11,25; 13,11), así como revela a Pedro que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como Hijo del hombre vendrá envuelto en la gloria de su Padre (16,27). La relación entre el Padre y el Hijo se nos comunica a través de la Palabra. El Padre nos presenta al Hijo en los momentos del Bautismo y la Transfiguración. En ese testimonio, al declarar que Jesús es su Hijo, Dios se nos revela como Padre. Lo mismo, cuando Pedro hace su confesión: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo", Jesús lo rubrica, diciendo: "No te lo ha revelado la carne o la sangre, sino mi Padre del cielo" (Mt 16,16-17). Al aceptar este testimonio, se le ilumina al cristiano su verdadera naturaleza: "A los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios" (Jn 1,12). El Padre, al darnos a conocer a su Hijo, nos atrae a 27
2,15; 14,33; 16,16; 21,38; 26,63-64.
28 Él, pues nadie puede ir a Él si el Padre no lo lleva (Jn 6,44). Y arrastrados por el Padre a Cristo, el Hijo nos presenta al Padre como hijos suyos: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9). Quien cree que Jesús está en el Padre y el Padre en Él, viendo a Cristo ve al Padre: "Si me conocierais a mí, conoceríais también al Padre. Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. Creedme que yo estoy en el Padre, y el Padre en mi" (Jn 14,7-10). En este misterio de relaciones del Padre y el Hijo nos introduce el Espíritu Santo, el único que conoce y da a conocer las profundidades de Dios (1Cor 2,10-16). La revelación del Hijo por el Padre y del Padre por el Hijo, es obra del Espíritu en comunicación con nuestro espíritu. El Espíritu conoce desde dentro la paternidad divina y la filiación divina y también nuestra fraternidad con el Hijo y nuestra filiación con el Padre. Él nos la revela haciéndola presente a nuestro espíritu: "El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios". El Espíritu, hablando a nuestro espíritu, nos asegura que somos hijos de Dios (Rm 8,14-17). La misión del Espíritu es la de descubrirnos al Padre, impulsándonos a una vida de entrega filial al Padre. El Espíritu Santo, infundiendo en el cristiano el don de piedad, le enseña a balbucir la palabra ¡Abba! Empezamos a ser cristianos como hijos; recibir la filiación es recibir el ser. Del ser hijos de Dios arranca lo más hondo de nuestra libertad (Gál 4,4-7). Como hijos, nuestra herencia será gozar eternamente del amor paternal de Dios. Esta condición de hijos de Dios nos hace vivir en la esperanza de la manifestación plena de nuestra filiación (Rm 8,24). Pero ya, como niños pequeños, gemimos con balbuceos inefables y el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque, al contrario de nosotros, Él sí sabe lo que hay que pedir y cómo hay que hacerlo. Y Dios Padre, que conoce nuestra intimidad, comprende nuestra necesidad y atiende al Espíritu. Así oramos "en espíritu y verdad" (Jn 4,23): "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8,26-27). Como explica san Agustín, en sus muchos comentarios al Padrenuestro, aunque el Antiguo Testamento atestigua que Dios es Padre de Israel (Is 1,2; Sal 81,6; Ml 1,6), sin embargo, en ninguna parte se manda a Israel que ore a Dios invocándole como Padre. Esta es, más bien, una dignidad reservada al nuevo Pueblo de Dios, cuyos miembros, mediante la fe en el Verbo, reciben de Dios el poder de llegar a ser hijos suyos (Jn 1,12), recibiendo
29 gratuitamente el Espíritu de filiación adoptiva que les hace clamar: ¡Abba, Padre! (Rm 8,15). Esta filiación divina, fruto de la gracia de Dios, es la que confesamos precisamente al decir "Padre nuestro", avivando de este modo el afecto suplicante y la confianza de recibir lo que pedimos. ¿Qué podrá negar Dios a los hijos que le suplican tras haberles concedido el ser sus hijos? La invocación "Padre nuestro es el grito del corazón, no de los labios, que resuena dentro de nosotros y en el oído de Dios". Y dice a los que están a las puertas del bautismo: Con esta invocación comprendéis que habéis empezado a tener a Dios como Padre. Pero lo tendréis cuando hayáis nacido. Aunque, ya antes de nacer, habéis sido concebidos con su semilla, debéis ser dados a luz en la fuente, en el útero de la Iglesia. Recordad, pues, que tenéis un Padre en el cielo. Habéis nacido del padre Adán para la muerte; ahora nacéis de Dios Padre para ser regenerados en la vida. Lo que decís con la boca, tenedlo en el corazón.
Padre nuestro ¿Quiénes pueden recitar el Padrenuestro? Ciertamente aquellos a quienes Cristo dice: "Siempre que oréis, vosotros decid: Padre nuestro...". Este vosotros son los discípulos de Cristo. Así fue al principio. La Iglesia primitiva no permitía a los catecúmenos, antes de recibir el bautismo, recitar el Padrenuestro "En efecto—dice san Agustín—, ¿cómo uno que no ha nacido aún podría decir: Padre nuestro?". Por ello se llama la "oración de los fieles". Dice san Cipriano: "Padre nuestro", o sea, de los que creen, de los que, santificados por Él y regenerados por el nuevo nacimiento de la gracia, han comenzado a ser hijos de Dios... "Todo el que cree que Jesús es el Cristo es hijo de Dios" (1Jn 5,1). Los que no creen y rechazan a Cristo no pueden llamar a Dios Padre. A ellos el Señor les dice: "vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él ha sido homicida desde el principio y no ha perseverado en la verdad, porque en él no hay verdad" (Jn 8,44). Un pueblo pecador no puede ser hijo de Dios; lo son sólo aquellos a quienes se les han perdonado los pecados; a éstos se les llama hijos y se les promete la eternidad. Nuestro Señor mismo dice: "El que comete pecado es un esclavo. El esclavo no se queda para siempre en la casa; el hijo, en cambio, permanece siempre" (Jn 8,34-35). Padre en labios cristianos expresa la filiación de quienes, mediante la fe en la palabra y el bautismo (Jn 3,5-8), han sido engendrados por Dios28 como hijos: "nos llamamos y somos 28
1Jn 3,9; 4,7; 5,1.4.18; 1Pe 1,23; St 1,18.
30 hijos de Dios" (1 Jn 3,1); por ello le invocamos con propiedad como Padre. Como comenta san Agustín, el Hijo único de Dios quiso tener hermanos y que llamáramos Padre a su mismo Padre, siendo innumerables los hombres que, con el Unigénito de Dios, dicen: Padre nuestro que estás en los cielos. Cuando se nace en la Iglesia-Madre, mediante el bautismo, se conoce a Dios-Padre, y se le invoca como tal: Nuestros primeros padres eran Adán y Eva: él el padre, ella la madre, luego somos hermanos. Pero si nos olvidamos del primer origen, ahora Dios es el Padre, la Iglesia es la Madre, luego nosotros somos hermanos… Siendo el Hijo único de Dios, sin embargo no quiso permanecer solo. Es único pero no ha querido ser solo en la filiación; por su bondad ha querido tener hermanos Ha querido que llamásemos Padre nuestro a su mismo Padre. No ha estado celoso de nosotros, ha querido compartir su herencia con nosotros
Los discípulos invocan juntos al Padre celestial, que sabe ya todo lo que necesitan sus amados hijos. La llamada de Jesús, que les une, los ha convertido en hermanos. En Jesús han reconocido la amabilidad del Padre. En nombre del Hijo de Dios les está permitido llamar a Dios Padre. Ellos están en la tierra y su Padre está en los cielos. Él inclina su mirada hacia ellos, ellos elevan sus ojos hacia Él. Y añade Agustín: Teníamos un padre y una madre que nos dieron la vida para el trabajo y la muerte. Pero ahora hemos encontrado otros: hemos encontrado a Dios Padre y una madre, que es la Iglesia, para que nazcamos de ellos a la vida eterna.
Llamar a Dios con el nombre de Padre es aceptar a la Iglesia como Madre, ya que ésta se forma y se constituye en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, es decir, en el bautismo. San Cipriano dice: Dos hombres son hermanos entre sí porque son hijos del mismo padre; dos cristianos por el contrario son hijos del mismo Padre porque antes son hermanos, hermanos de Cristo y en Cristo tenemos acceso al Padre. Para poder llamar a Dios Padre es preciso pertenecer a la comunidad de los hijos de Dios, a la comunidad de los que oran a Dios diciendo Padre nuestro. Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre. Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene al prójimo por hermano. Por ello el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiere que oremos en particular y en privado o sea para nosotros mismos. No decimos: Padre mío, que estás en el cielo: y mucho
31 menos: dame hoy el pan de cada día. Y nadie pide que se le perdone sólo su deuda, ni pide que sólo él no caiga en la tentación y sea liberado del mal. Nuestra oración es pública y comunitaria y, cuando oramos, oramos por todo el pueblo, no por cada uno, pues todo el pueblo somos una sola cosa. El Dios de la paz y maestro de la concordia, que ha predicado la unidad, ha querido que uno ore por todos, como Él, uno, nos ha llevado a todos en sí mismo. Así oraron los tres jóvenes en el horno de fuego, unánimes en la oración y acordes en su espíritu: "Los tres, con una sola boca cantaban un himno y bendecían al Señor" (Dn 3,51). Hablaban como una sola boca y, por eso, su oración fue tan eficaz y portadora de gracias. Así oraron también los apóstoles y discípulos de Cristo, después de la ascensión del Señor al cielo. Dice la Escritura: "Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, con un mismo Espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch 1,14). Perseveraban unánimes en su oración dando testimonio, al mismo tiempo, de su constancia y concordia en la oración, porque Dios sólo acoge en su eterna y divina morada a aquellos cuya oración es unánime.
Nuestra filiación divina nos viene por el Hijo. Esta filiación es una participación en la filiación misma del Hijo. Somos hijos de Dios en el Hijo. San Cirilo de Alejandría nos dice que la imagen divina se imprime en el alma por la gracia que es una participación del Hijo en el Espíritu. Al ser regenerados hemos sido configurados con el Hijo, es decir, se forma en nosotros Cristo de modo inefable. No somos, pues, "extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2,19), puesto que participamos de su misma naturaleza (2Pe 1,4) Esto pone de manifiesto que no todos los hombres son hijos de Dios, como leemos en Teodoro de Mopsuestia: Es preciso reconocer en Dios Padre dos cosas: Que es Padre y Creador. No es Creador por ser Padre, ni es Padre por ser Creador, ya que no es Creador de quien es Padre, ni es Padre de quien es Creador; sino que Dios es Padre sólo del Hijo verdadero, el "Unigénito, que está en el seno del Padre'' (Jn 1,18), mientras que El es Creador de todo lo que llegó a ser y fue hecho, por Él creado según su voluntad. Del Hijo es, pues, Padre por ser de su naturaleza, mientras que de las criaturas es Creador, por haberlas creado de la nada. Por otra parte, Dios no es llamado por los hombres Padre por haberlos creado, sino porque están cerca de Él y le son familiares. No es, pues, llamado Padre por todos, sino por los que son de su casa, como está escrito: "He educado a hijos y los he creado" (Is 1,2), concediendo ser llamados así aquellos a
32 quienes acercó a Él por la gracia29".
Lo mismo dirá san Hilario: Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rm 8,14)... Este es el nombre atribuido a quienes creemos mediante el sacramento de la regeneración; y si la confesión de nuestra fe nos concede la filiación divina, las obras hechas en obediencia al Espíritu de Dios nos cualifican como hijos de Dios... También nosotros somos verdaderamente hijos de Dios, por haber sido hechos tales: de "hijos de la ira" (Ef 2) hemos sido hechos hijos de Dios, mediante el Espíritu de filiación, habiendo obtenido este título por gracia, no por derecho de nacimiento. Todo cuanto es hecho, antes de serlo no era tal. También nosotros: aunque no éramos hijos, hemos sido transformados en lo que somos; antes no éramos hijos, llegando a ser tales tras haber obtenido por gracia este nombre. No hemos nacido, sino llegado a ser hijos. No hemos sido engendrados, sino adquiridos. Padre es, por tanto, el nombre propio de Dios, con el que expresamos la nueva relación en la que nos ha situado la donación del Espíritu de Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios.
La filiación divina de los cristianos está, pues, vinculada a la hermandad con Jesús. De este modo el Unigénito se hace Primogénito: "A los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29). Si somos hijos de Dios, somos hermanos. Y en la fraternidad vivida nos elevamos con Jesucristo hasta el Padre. Amamos a Dios en el prójimo y al prójimo en Dios: "Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor... Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros" (1Jn 4,7-21). En el evangelio (Mc 3,33) se dice que son "hermanos" de Jesús todos aquellos que cumplen la voluntad de Dios y escuchan su palabra de labios de Jesús. De esta nueva familia de Jesús Dios es Padre. La invocación de Dios como Padre crea una familia, una comunidad, constituye una Iglesia. El que invoca a Dios como Padre está descubriendo que tiene como hermanos a cuantos le invocan con el mismo nombre 30. Como dice el beato Isaac de Stella: 29
Jn 1,12; Gál 4,4-7; Rom 8.14-17.
30
CEC 2786-27-93.
33 El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos. Por naturaleza es Hijo único, por gracia asoció consigo a muchos para que sean uno con él. Pues a cuantos lo recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Haciéndose Él Hijo del hombre, hizo hijos de Dios a muchos. El que es Hijo único asoció consigo, por su amor y su poder; a muchos. Estos, siendo muchos por su generación según la carne, por la regeneración divina son uno con Él. Cristo es uno, el Cristo total, cabeza y cuerpo. Uno nacido de un único Dios en el cielo y de una única madre en la tierra. Muchos hijos y un solo Hijo. Pues así como la cabeza y los miembros son un Hijo y muchos hijos, así también María y la Iglesia son una madre y muchas, una virgen y muchas.
¿Quién podrá llegar a ser hijo del "Padre que está en los cielos"? Sólo aquel que es regenerado en Cristo. Esta invocación refleja, —dice san Cirilo, en sus catequesis mistagógicas—, "el grandísimo amor de Dios para con el hombre, queriendo ser llamado Padre, incluso por aquellos a quienes ha otorgado el perdón de sus maldades, así como la participación de su gracia". Es un don inapreciable, dice san Cirilo de Alejandría, que podamos llamar a Dios Padre nuestro quienes hemos recibido de Él "el poder ser hijos suyos" (Jn 1,12), al engendrarnos voluntariamente con la Palabra de la verdad" (St 1,18), naciendo "del agua y del Espíritu" (Jn 3,5), de modo que osemos llamarle Padre por ser todos nosotros hermanos. Padre, que estás en los cielos La familiaridad e intimidad de Dios, invocado como Padre, no niega la excelsitud de Dios. Nuestro Padre es el Dios del cielo al que se debe todo honor. El Padre es al mismo tiempo el Rey, cuya Santidad, Realeza y Voluntad el orante desea. Al invocar a Dios, según Mateo, como "Padre nuestro, que estás en los cielos", estamos distinguiendo la paternidad divina de la paternidad de todos los padres de la tierra. A este Dios, que está en los cielos, es a quien Jesús nos invita a llamar Papá. Cercano y trascendente. "Ciertamente Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador" (Is 45,15). Escondido, pero cercano. Está en el cielo, pero es nuestro Padre en la tierra; el único Padre, que tienen en la tierra los cristianos: "Vosotros no llaméis a nadie Padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo" (Mt 22,9). Como comenta Casiano en una de sus COLACIONES, el Dios y Señor del universo es nuestro Padre, que vive,
34 no en la mansión extraña de este destierro, sino en aquella región celeste, que debemos desear. Dios "vive en una luz inaccesible", pero "sus delicias son estar con los hijos de los hombres". Él es Yahveh, el que está, el Emmanuel, "el Dios con nosotros". El salmista canta: "Si subo hasta los cielos, allí estás tú. Si bajo hasta el sheol, allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a los confines del mar, también allí me alcanza tu mano, tu diestra me sorprende" (Sal 139,8-10). Pero Job puede decir igualmente: "Si voy hacia el oriente no está allí; si al occidente, no lo encuentro. Cuando lo busco al norte, no aparece, y tampoco lo veo si vuelvo al mediodía" (Job 23,8-9). Nuestro Dios, al que invocamos como Padre, es el Dios que está en el cielo. Los ángeles de los pequeños discípulos de Cristo "contemplan constantemente el rostro de mi Padre que está en el cielo" (Mt 18,10). "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra" (Mt 11,25). Jesús, en la última cena, anuncia que no "beberá más del producto de la vid hasta que lo beba con sus discípulos, nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26,29). "El que haga la voluntad de mi Padre entrará en el Reino de los cielos" (Mt 7,21), como también quien haya tenido misericordia con el Hijo, presente "en uno de sus hermanos más pequeños" (Mt 25,40), es decir, en sus discípulos (Mt 28, 10; 18,1-14). Estos son sus hermanos (Mt 12,48s), pues el Padre les ha concedido participar en la filiación divina del Hijo, dándoles la osadía de invocarle como Padre. Aunque Jesús no se incluya nunca en el "nuestro Padre", sin embargo, habla del mismo Padre suyo y nuestro: "Su Padre es nuestro Padre"31. Dios está en los cielos se puede invertir diciendo que los cielos están donde Dios está. El cielo es esa presencia de Dios, presencia misteriosa, escondida, pero no lejana. Él está en lo secreto, pero ve en lo íntimo del corazón del orante (Mt 6,4.6.18). Conocer a Dios es reconocerlo presente en la propia vida. Israel conoció a Dios cuando lo reconoció como su Dios. Es la experiencia misma que nos narra Agustín en sus CONFESIONES: "Tú, Señor, estabas dentro de mí y yo fuera, y de fuera te buscaba. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo". Y san Cipriano dice: "Cielos son también aquellos hombres que llevan la imagen celestial, en los que Dios está inhabitando y paseándose (2Cor 6,16)". 31
Mt 5,16.45.48; 6,1.8-9.14-15.26.32; 7,11; 10,21-29; 18,14;23,9.
35 "Los cielos son los cielos de Dios, y la tierra se la ha dado a los hijos de los hombres" (Sal 115,16). Orar es levantar el corazón a Dios. Concretamente, según san Juan de la Cruz: "Hacia el cielo se ha de abrir la boca del deseo". O como dice Teodoro de Mopsuestia a los neófitos: "Hemos añadido: que estas en el cielo, para que vuestra mirada contemple aquí abajo la vida de allí arriba, a donde habéis sido transferidos. Pues, habiendo recibido la filiación adoptiva, habéis sido hechos ciudadanos del cielo: tal es la morada que conviene a los hijos de Dios". San Agustín dice: "Que estás en los cielos, es decir, en los santos y en los justos, pues Dios habita en sus corazones como en su santo templo". O con palabras de santa Teresa: "Donde está Dios, allí está el cielo. No es menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, hablándole como a Padre, pidiéndole como a Padre... En este pequeño cielo de nuestra alma está Él". Y san Cirilo de Jerusalén: "El cielo bien podía ser también aquellos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea32. Por ello leemos en la CARTA
A
DIOGNETO: "Los cristianos están en la
carne, pero no viven en la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo". "A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia" (Sal 123). Y Jesús añadirá que, como Padre providente, cuida de sus hijos con una solicitud paterna, que supera con mucho a la solicitud con que alimenta a las aves del cielo y con la que viste a los lirios del campo (Mt 6,25.34). Pueden, pues, descansar en su regazo, sin miedo a quienes traten de hacerles daño o matarlos: el Padre, que cuida de un pajarillo, mucho más cuidará de sus hijos. ¡Incluso los cabellos de su cabeza tiene contados! (Mt 10,28-31). Con solicitud paterna vela, de un modo particular por "los más pequeños" discípulos de Jesús, pues "su voluntad es que ni uno solo de ellos se pierda" (Mt 18,5-14). ¡El Padre celestial no es indiferente a las necesidades terrenas de sus hijos! Estos pueden confiar en Él y abandonar sus inquietudes en sus manos (Mt 6,25-34). Las parábolas del evangelio no tienen una significación primariamente moral, sino teológica. De quien se habla en ellas, no es, por ejemplo, del hijo pródigo, sino de Dios Padre, para quien el hijo lo es todo, que vive siempre esperando hasta que él retorne de su 32
Cfr CEC 2794-2796.
36 dispersión y vuelva al cálido hogar, en donde encontrará su paz y el calor de un corazón; del Padre que defiende al hijo perdido, después de haber gastado toda su hacienda, frente al hijo mayor que se había quedado en casa. Jesús presenta en las parábolas al Padre como el que busca, espera, se preocupa, invita, corrige, castiga, ama al hombre; el que se preocupa de su poquedad, el que vela por sus angustias, el que está más allá de sus pecados y, a pesar de ellos, sigue siendo su padre y le espera. Sin embargo, dice san Ambrosio a los neófitos, es siempre una "santa presunción" decir Padre nuestro a quien "te engendró por medio del bautismo y por don gratuito", pues Él está en los cielos, es decir, "allí donde ha cesado el pecado". Un buen resumen hace Teodoro de Mopsuestia en su homilía sobre el Padrenuestro. Pueden llamar a Dios Padre sólo quienes han obtenido la filiación adoptiva por gracia del Espíritu Santo y, mediante el cual, claman: iAbba, Padre! (Rm 8,15), recibiendo con ello esta condición libre, propia de quienes la resurrección hizo inmortales, debiendo, por tanto, vivir en adelante como hijos de Dios y guiados por el Espíritu para tener las costumbres dignas de una vida celeste. Y llamamos Padre nuestro a quien es el Padre común de, quienes, como hermanos, viven concordemente, bajo la mano de un mismo Padre. Este Padre decimos que está en el cielo, con lo cual se nos invita a contemplar aquí la vida celeste, reservada a quienes, por ser hijos de Dios, se transforman en ciudadanos del cielo. El Hijo es icono vivo del Padre Toda la obra de Jesucristo arranca del amor del Padre, un amor que comunica vida: ''Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El" (Jn 3,16-17). Este amor culmina en la muerte del Hijo por nosotros: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Y el Padre da la vida de su Hijo por sus enemigos. Jesús emite su último hálito para comunicarnos su vida. Misteriosamente lo atestigua Caifás: "Caifás, que era el Sumo Sacerdote aquel año, dijo: 'Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación'. Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino para reunir en uno a los hijos
37 de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,49-51). Y Pablo proclama: "El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él graciosamente todas las cosas? ¿Quién nos condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aun, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?" (Rm 8,31-32). Jesús, buen Pastor; da la vida por las ovejas: "Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida" (Jn 10,17)33. El Padre, amando al mundo, entrega a su Hijo. Y, porque Jesús se entrega, es amado por el Padre. Como buen Hijo, Jesús hace lo que el Padre le encarga, y lo hace voluntariamente (Jn 14,29-31). Aunque experimente la turbación de su espíritu, Jesús entra en la voluntad del Padre: "Ahora mi alma está turbada. Y, ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto! ¡Padre, glorifica tu Nombre!" (Jn 12,27-28): "Aún siendo Hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer" (Hb 5, 8). Jesús, con verdad, puede decir: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30), de modo que "quien me ve a mí ve al Padre" (Jn 14,9-10). Como Hijo, Jesús es la imagen, el icono de Dios Padre (2 Cor 4,4; Col 1,15). En Él, Dios se hace visible como un Dios con rostro humano. En Jesucristo, Dios se ha manifestado definitiva y totalmente. Y, en el Hijo, gracias al Espíritu Santo, sabemos que Dios es Padre desde toda la eternidad (Jn 1,1-3). Dios es desde toda la eternidad el amor que se da y comunica a sí mismo. Desde la eternidad, el Padre comunica todo lo que es al Hijo. El Padre vive en relación con el Hijo, dándose a sí mismo al Hijo. Igualmente, el Hijo vive en relación con el Padre; es Hijo porque es engendrado por el Padre y se vuelve con amor al Padre. Padre es una palabra que siempre dice relación a otro, al hijo. "Porque no se llama Padre para sí, sino para el Hijo; para sí es Dios", dice san Agustín. En su ser hacia otro es Padre, en su ser hacia sí mismo es simplemente Dios. Lo mismo cabe decir de la palabra hijo, que se es con relación al padre. De aquí la total referencia de Cristo, el Hijo unigénito, al Padre: "El Hijo no puede hacer nada por sí mismo" (Jn 5 19.30). Por ser Hijo actúa en dependencia de quien procede. Esto mismo vale para los discípulos de Cristo, hijos de Dios por El: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). La existencia cristiana cae, pues, bajo la categoría de la relación. 33
Jn 10,14-18.27-30.
38 Todo hijo es una imagen viva de su padre. Jesús nos llama a vivir; como hijos, la perfección del Padre (Mt 5,48), de tal modo que cada cristiano pueda decir como Jesús: "El que me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,8). Por ello dirá Pablo: "Sed imitadores de Dios como hijos carísimos y vivid en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios" (Ef 5,1-2). "Amar a Dios sobre todas las cosas", es el primer mandamiento de los hijos de Dios. Pero no se trata ya de amar por obediencia, propio de esclavos, sino de obedecer por amor; propio de hijos. Para ser icono vivo del Padre, el cristiano ha de contemplar cómo vive Jesús su relación filial con su Padre Dios, imagen visible de Dios invisible. La primera palabra de Jesús, que nos han conservado los evangelios, es la respuesta a María, cuando lo encuentra en el templo. La madre le dice "tu padre y yo"; Jesús responde a su madre, refiriéndose a otro Padre, "¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en la casa de mi Padre? (Lc 2,41-52). Jesús, aunque esté sometido a José y María, en su misión depende totalmente de su Padre celeste. Su primer acto público consiste en declararse Hijo de Dios, revelando que Dios es su Padre. Este episodio se proyecta hacia el futuro, cuando Jesús vuelve a subir en peregrinación a Jerusalén, en su viaje último, pascual, cuando mantenga duras discusiones con los doctores de la ley, cuando purifique la casa de su Padre, cuando peregrine de este mundo a la casa del Padre, en la gloria. Jesús se enfrenta a los judíos, que le persiguen por curar en sábado y sobre todo por llamar a Dios "su Padre": "Los judíos perseguían a Jesús por hacer estas cosas en sábado. Pero Jesús les dijo: 'Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo". Por eso los judíos trataban con mayor empeño en matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios" (Jn 5,16-18). La relación particular de Jesús con el Padre es la que provoca el conflicto de Jesús con los judíos. Pero Jesús les dice: "En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que El hace" (Jn 5,19-20). Jesús es el Hijo que asiste como aprendiz al trabajo del Padre y prolonga su obra. El Hijo aprende del Padre para ejecutar las tareas que el Padre le encomiende. El Padre no tiene secretos para el Hijo y el Hijo hace lo que ha visto hacer al Padre. Y ¿cuál es la tarea que el Padre encomienda al
39 Hijo?: "Porque como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere" (Jn 5,21). Jesús, dando su vida, cumple la tarea encomendada por el Padre: dar la vida eterna a quienes quieran recibirla: "El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, pues ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5,24). Como Hijo no busca "hacer su voluntad, sino la voluntad del que le ha enviado" (Jn 5,30). Las catequesis de los Padres no miraban a otra cosa que a desvelar a los bautizados su condición filial y a educarlos, por tanto, en su comportamiento filial en la vida. "El hombre nuevo —les dirá san Cipriano— puede en verdad llamar a Dios Padre". Como hijo en el Hijo, el creyente puede dirigirse a Dios diciéndole con sus hermanos: "Padre nuestro"; pero, como hijo, no puede vivir en sí mismo y para sí, sino abierto totalmente al Padre y a la misión recibida del Padre: "Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros"34. Enviados al mundo como hijos hacen visible a Dios Padre en un amor único, extraordinario, reflejo del amor del Padre, pues están en el mundo como iconos de Dios. Como dirá san León Magno: Si para los hombres es un motivo de alabanza ver brillar en sus hijos la gloria de sus antepasados, ¡cuánto más glorioso será para aquellos que han nacido de Dios brillar, reflejando la imagen de su Creador y haciendo aparecer en ellos a Quien los engendró, según lo dice el Señor: "Brille vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos"! (Mt 5,16).
Los que, como Jesucristo, "no han nacido de la sangre, ni de deseo de la carne, ni de deseo de hombre, sino que han nacido de Dios" (Jn 1,12-13) son "hermanos y hermanas de Jesús", acogiendo la Palabra "y haciendo la voluntad del Padre" (Mt 12,48-50). Ellos brillan en el mundo como hijos de Dios, haciendo brillar entre los hombres el amor del Padre: "Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo también los paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48; Lc 6,27-36). Así exhorta san 34
Jn 20,21; 13,20; 17,18.
40 Ambrosio a los neófitos: ¡Oh hombre! Tú no te atrevías a dirigir la mirada al cielo, teniendo tus ojos fijos en la tierra. Y, sin embargo, en un momento has recibido la gracia de Cristo, te fueron perdonados todos tus pecados. De "siervo malo" (Mt 25,26) que eras te has convertido en hijo bueno. ¡No tengas, pues, confianza en tus obras, sino en la gracia de Cristo! "Por gracia habéis sido salvados" (Gál 2,5). Aquí no hay arrogancia, sino sólo fe. Gloriarte de lo que has recibido no es, pues, signo de soberbia, sino de amor filial. Eleva, por tanto, tus ojos al Padre, que te ha engendrado por medio del bautismo (Tt 3,5), al Padre que te ha redimido por medio de su Hijo, y di: ¡Padre nuestro!
San Pedro Crisólogo insiste: La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: "Abba, Padre" (Rm 8,15). ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el poder de lo alto?35
San Gregorio Niseno, en sus cinco homilías sobre la Oración del Señor; advierte a los fieles que "Dios no puede ser Padre de quienes están sometidos al pecado". Por ello invocar a Dios como Padre supone "haber purificado la propia vida", volviendo como hijo pródigo a nuestro "País de origen" y asemejándonos "al Padre celestial mediante una vida según Dios" (Mt 5,48). Es, pues, necesario "examinar si tenemos algo digno de la filiación divina en nosotros para osar pronunciar esas palabras": Es evidente que un hombre sensato no se permitiría usar el vocablo padre, si no se asemejase a él. Quien es todo perfección no puede ser el Padre de quienes están sometidos al pecado. Quien descubre la propia conciencia manchada de vicios y. aun reconociéndose pecador, sin purificarse previamente de sus faltas, llama a Dios Padre es un presuntuoso y blasfemo, pues llamaría a Dios padre de su pecado. Es, pues, peligroso recitar esta oración y llamar a Dios Padre antes de haber purificado la propia vida. La confesión del joven que dejó su casa paterna: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,18) es la que le facilitó el acceso al Padre, quien, corriendo a su encuentro, le abrazó y besó. Asé experimentó la bondad del 35
CEC 2777-2778.
41 Padre... Cuando Cristo nos enseñó a invocar y a llamar Padre a Dios nos ordenó al mismo tiempo asemejarnos al Padre celestial: "Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt 5,48)... Pero si alguien lleva los rasgos de la envidia, el odio, la calumnia, el orgullo, la avaricia e invoca al Padre, ¿qué padre le escuchará? Evidentemente aquel a quien se asemeja; su oración es una invocación al diablo. Sólo, tras haber abandonado esa vida, para vivir una vida buena, pueden sus palabras invocar al Padre, que es bueno. Por eso, antes de acercarnos a Dios, debemos examinar si tenemos algo digno de la filiación divina en nosotros, para, con audaz confianza, poder pronunciar las palabras: Padre nuestro, que estás en el cielo.
Algo parecido dice —también a los neófitos— Teodoro de Mopsuestia: Ante todo os es necesario saber lo que erais y lo que habéis llegado a ser por el gran don que habéis recibido de Dios. Habéis recibido la gracia del Espíritu Santo, que os regala la filiación adoptiva, adquiriendo por ello la confianza filial de llamar a Dios Padre: "Pues vosotros no habéis recibido el Espíritu para estar de nuevo en la esclavitud y en el temor; sino que habéis recibido el Espíritu de adopción filial, mediante el cual llamáis a Dios Padre" (Rm 8,15). En adelante tenéis un servicio en la Jerusalén de arriba y recibís esta condición libre, viviendo ya desde ahora en el cielo. Mas a quienes han recibido el Espíritu les conviene en lo sucesivo vivir por medio del Espíritu, acomodarse al Espíritu y tener una conciencia del todo apropiada al noble rango de quienes son gobernados por el Espíritu, absteniéndose de todo pecado y viviendo según las costumbres dignas de una vida celeste.
Si llamamos a Dios Padre, es por ser "no ya siervos, sino hijos, nacidos de Dios" (Jn 1,12-13). Por ello podemos invocarle "¡Abba, Padre!" por medio de su Espíritu (Gál 4,6), caminando consecuentemente "como hijos de Dios". Con esta "invocación de libertad", comenta san Cromacio de Aquileya, "se nos invita a vivir de tal modo que podamos ser hijos de Dios y hermanos de Cristo". A esta perfección nos llama Jesús: "Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos... Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48). Con este amor; los hijos glorifican al Padre ante los hombres, como luz puesta en alto (Mt 5,13-16). ¡En los hijos los demás verán y alabarán al Padre! A éstos reconocerá Jesús como hermanos ante el Padre (Mt 10,32s) y "entonces brillarán como el sol en el Reino de su Padre" (Mt 13,43).
42 No llaméis a nadie padre Como Dios es el Padre de los que creen en Cristo, no puede darse entre ellos el título de "padre" a nadie más (Mt 28,8s). El único Padre de los discípulo de Jesús es "el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo"36. Jesús es quien les lleva al Padre: "Nadie viene al Padre sino por mi"(Jn 14,6). Jesús es el camino que conduce al Padre, él nos precede, nos prepara un lugar, vuelve y nos lleva de la mano a la casa del Padre, para estar donde Él está (Jn 14,1-6). La casa del Padre parece no estar completa mientras falten los hijos. Por ello, ahora, el Padre atrae y conduce a los hombres hacia su Hijo: "Todo el que me dé el Padre vendrá a mí y no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Porque esta es la voluntad del Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en El, tenga vida eterna y que yo lo resucite en el último día. Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae. Todo el que escucha al Padre y aprende viene a mi" (Cfr Jn 6,37-45). El Padre nutre a sus hijos con la fe y la eucaristía, con un alimento de vida superior37. El pan de la persona de Jesús y la eucaristía son un alimento para la vida eterna, ya plantada en nosotros y en crecimiento hacia su plenitud. "Si me conocierais a mi conoceríais al Padre... Yo estoy en el Padre y el Padre está en mI" (Jn 14,7.11). "El Padre y yo somos (Jn 10,30). "Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,20). Los cristianos somos hijos de Dios porque hemos recibido una vida nueva, porque hemos nacido de Dios: "A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12). La filiación nos viene a través de Cristo, que es el Hijo unigénito del Padre. La palabra Abba, con la que Jesús se dirige al Padre, ha pasado, por la acción del Espíritu Santo, al corazón de todos los cristianos. Tal palabra expresa la relación filial entre Jesús y el Padre, entre nosotros y el Padre, y nuestra relación de hermandad con Cristo y entre nosotros. "La gracia, la misericordia y la paz de parte de Dios Padre y de Jesucristo, el Hijo del Padre, estarán con nosotros según la verdad y el amor:.. El que permanece en la doctrina, ese posee al Padre y al Hijo" (2Jn 3.9). "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3). 36
Rm 15,6; 2Cor 1, 3; Ef 1, 3.17: Col 1,3.
37
Jn 6,32-33.50-51.
43 Jesús enseña lo que el Padre le enseña; no inventa nada, como los falsos profetas; nos transmite lo que ha oído del Padre: "Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me ha enviado. Si alguno quiere cumplir su voluntad, verá si mi doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta. El que habla por su cuenta, busca su gloria; pero el que busca la gloria del que lo ha enviado, ese es veraz y no hay impostura en él" (Jn 7,14-18). Dios educaba a su pueblo como un padre a su hijo (Dt 8); ahora el Padre nos educa por medio de su Hijo. Quien está dispuesto a seguir el mensaje de Jesús, descubre que procede del Padre. En la vida se experimenta la verdad. Quien no cree, busca justificarse, porque de antemano se niega a aceptarla: "Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado (Jn 14,23-24). "No os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15). En la oración sacerdotal, Jesús declara: "Esta es la vida eterna que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). No conocen al Padre quienes no reconocen al Hijo: "El que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí". Entonces le decían: "¿Dónde está él. Respondió Jesús: "No me conocéis ni a mí ni a mi Padre: si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre..." Los judíos le respondieron: "¿No decimos con razón que eres samaritano y tienes un demonio?. Respondió Jesús: "Yo no tengo un demonio, sino que honro a mi Padre... Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: 'El es nuestro Padre', y, sin embargo no le conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco y guardo su palabra'' (Jn 8,18-19.48-55). Toda la vida de Jesús consiste en cumplir la voluntad del Padre: "Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15,10). La obediencia es la expresión de su amor filial. Todo acto de obediencia es un acto de amor. El amor, que es comunicación y entrega, es incompatible con la desobediencia. Pueden llamar a Dios Padre los discípulos de Cristo, los hermanos en Cristo. Pero, ¿quiénes son discípulos de Cristo? San Pablo responde: los que tienen el Espíritu de Cristo.
44 "Los que no tienen el Espíritu de Cristo, no le pertenecen" (Rm 8,9). Y san Agustín, comentando la primera carta de san Juan, explica: Únicamente el amor es lo que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Ya pueden signarse todos con la señal de la cruz; ya pueden todos responder amén; ya pueden todos cantar el aleluya; ya pueden bautizarse todos. En definitiva, sólo por la caridad se disciernen los hijos de Dios de los hijos del diablo. Los que tienen caridad han nacido de Dios; los que no tienen caridad no han nacido de Él.
A través del amor a Cristo, el cristiano entra en el amor del Padre: "El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama: y el que me ame será amado de mi Padre" (Jn 14,21); "el Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios" (16,27). Al hacerse hermanos de Jesús se hacen hijos de Dios Padre, y como hijos gozan de su amor: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios, y lo somos... Ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es" (1Jn 3,1-2). Dirigiéndose a quienes, regenerados por el bautismo, son hijos de Dios y pueden ya llamarle Padre, dice san Cipriano: Como Padre es invocado Dios por quienes, regenerados, son ya "hijos suyos y obran como tales": "Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios Padre nuestro, que debemos comportarnos como hijos de Dios": Padre, dice en primer lugar el hombre nuevo, regenerado y restituido a su Dios por la gracia porque ya ha empezado a ser hijo: Vino a los suyos, dice, y los suyos no lo recibieron. A cuantos lo recibieron los dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1,12). El que, por tanto, ha creído en su nombre y se ha hecho hijo de Dios debe empezar por eso a dar gracias y hacer profesión de hijo de Dios, puesto que llama Padre a Dios que está en los cielos; debe testificar también que desde sus primeras palabras en su nacimiento espiritual ha renunciado al padre terreno y carnal y que no reconoce ni tiene otro padre que el del cielo (Mt 23,9)... No pueden llamar Padre al Señor quienes tienen por padre al diablo: Vosotros habéis nacido del padre diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él" (Jn 8,44). ¡Cuan grande es la clemencia del Señor e inmensa su gracia y bondad, pues quiso que orásemos frecuentemente en presencia de Dios y Ie llamásemos Padre; y así como Cristo es Hijo de Dios, así nos llamemos nosotros hijos de Dios! Ninguno de nosotros osaría
45 pronunciar tal nombre en la oración, si no nos lo hubiese permitido Él mismo... Hemos, pues, de pensar que cuando llamamos Padre a Dios es lógico que obremos como hijos de Dios, con el fin de que, así como nosotros nos honramos con tenerlo por Padre, Él pueda honrarse de nosotros. Henos de portarnos como templos de Dios, para que sea una prueba de que habita en nosotros el Señor y no desdigan nuestros actos del espíritu recibido, de modo que los que hemos empezado a ser celestiales y espirituales no pensemos y obremos más que cosas espirituales y celestiales.
Esto mismo lo amplía Orígenes: La confianza filial de la invocación a Dios cono Padre es propia de quienes llegaron "a ser hijos de Dios" (Jn 1,12) y mediante el Espíritu "claman: ¡Abba, Padre!" (Rm 8,15). Esto supone que ellos viven "en sus obras" como "hijos legítimos" de Dios, "configurados con el Cristo glorificado" y, por ello, "han llegado a ser celestiales". También lo repite san Juan Crisóstomo: "No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial". Ya san Pedro, en su primera carta, a los que viven en este mundo como extranjeros (1,1), pues tienen a su Padre en el cielo, les exhorta: Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra ignorancia, más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta. Y si invocáis (a Dios) como Padre, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro, sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin mancha y sin mancilla, Cristo (1 Pe 1,14-19).
Y en la segunda carta exhorta a "huir de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia, siendo participes de la naturaleza divina" (1,4). Y Pablo dirá a los Gálatas que ya no son esclavos bajo la ley, sino que son hijos de Dios (4,1-5):Y "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!" (4,6). De forma análoga se dirige a los fieles de Roma: Liberados por Cristo de la ley del pecado y de la muerte, vivís no en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y todos los que son guiados por el
46 Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor: antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: "iAbba, Padre!". El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Rm 8,2-16).
En cambio, donde domina el odio homicida, se revela una paternidad diabólica: Decía Jesús a los judíos: "Ya sé que sois descendencia de Abraham, pero tratáis de matarme, porque mi palabra no prende en vosotros. Yo hablo lo que he visto donde mi Padre: y vosotros hacéis lo que habéis oído donde vuestro padre. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira. El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios" (Jn 8,31.37-38.44.47)
Quien ama al mundo no posee el amor del Padre. Cuanto hay en el mundo no procede del Padre: No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre" (1Jn 2,15-17).
Así se lo dice san Cirilo de Jerusalén a los catecúmenos: Sólo de Cristo es Dios Padre por naturaleza... Nuestra filiación divina es por adopción, don de Dios, como dice san Juan: "A los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre'' (Jn 1,12). Recibieron el poder llegar a ser hijos de Dios no antes de la fe, sino por la fe. Sabiendo, pues, esto, portémonos como hombres de espíritu, para que seamos dignos de la filiación divina: "Los que son conducidos por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios" (Rm 8,14). De nada nos sirve llevar el nombre de cristianos, si no nos acompañan las obras... "Si llamamos Padre al que, sin acepción de personas, juzga por las obras de cada uno, vivamos con temor el tiempo de nuestra peregrinación... de modo que
47 nuestra fe y nuestra esperanza estén en Dios" (1Pe 1,17-21); y "no amemos al mundo y las cosas del mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él" (1Jn 2,15).
Esta invocación de Dios como Padre encabeza la oración de los discípulos de Jesús y precede a cada una de las peticiones. En cada petición el fiel orante se encuentra ante el Padre; este saberse ante el Padre le da la confianza o, mejor, la certeza de ser oído en cuanto pida.
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SANTIFICADO SEA TU NOMBRE ¡Padre, santificado sea tu Nombre! En el Evangelio de Lucas el Padrenuestro se abre con la exclamación en forma de invocación y de deseo: "¡Padre, santificado sea tu Nombre!". Es el primer deseo que brota agradecido del corazón de quien se sabe hijo de Dios. El deseo de que Dios sea reconocido como grande y glorioso es el grito de quien, en su nada, se siente agraciado con el don de la filiación divina. Que Dios Padre sea glorificado es el íntimo anhelo del cristiano, renacido como niño pequeño de las entrañas misericordiosas de Dios: "¡Él es mi Dios y yo lo ensalzaré!". O simplemente: ¡Es mi Padre! "¡Santificado sea tu Nombre!". Este deseo es el alma de toda la oración. Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones... Las primeras nos atraen hacia la Gloria del Padre, nos llevan hacia Él: tu Nombre, tu Reino, tu voluntad. Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos. [CEC 2803]
"Cuando oréis, no seáis como los paganos, que creen que serán oídos por sus muchas palabras" (Mt 6,7). La súplica filial deja todo en manos del Padre: "Abba, Padre, todo te es posible" (Mc 14,36). "Padre, santificado sea tu nombre". Este deseo de la glorificación de Dios brota del corazón casi sin palabras; ni siquiera lo pide propiamente, sino que se limita a dejar salir por los labios el deseo escondido en el alma. Entre las palabras de la revelación hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. "El nombre del Señor es santo". Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en un silencio de adoración amorosa (Za 2,17). No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo (Sal 29,2; 96,2; 113,1-2). [CEC 2143]
El que ha conocido a Dios, sobre quien ha sido invocado su nombre, y que no ha sido defraudado al confiar en su nombre, en todas sus actuaciones, exclama: "No a nosotros, Yahveh, sino a tu nombre sea dada la gloria" (Sal 115,1). La "gloria" o el "nombre" de Dios no son más que la manifestación de Dios: "Desde el Occidente se verá su nombre, y su gloria
49 desde Levante" (Is 59,19). La santificación del nombre es la santificación de Dios: "En el último día Dios será único y único su nombre" (Za 14,9). "Santificar" equivale a "engrandecer", como hace María en el Magníficat: "Mi alma engrandece—exalta, ensalza—al Señor" (Lc 1,46). Otro verbo equivalente es "glorificar", como pide Jesús: "Padre, glorifica tu Nombre" (Jn 12,28). Es la exclamación de Jesús, deseando que el Padre haga manifiesto su poder. Lo que pedimos, pues, es que se haga patente la santidad de Dios, su gloria y grandeza. Que Dios sea Dios. Dios mismo ha de santificar su nombre, manifestarse como santo, revelar su gloria, haciéndola resplandecer en el mundo, según lo anunciado por el profeta: "Yo santificaré mi gran nombre" (Ez 36,23). La santidad de Dios no es más que su omnipotencia manifestada al exterior en la gloria y, por eso, la gloria es la manifestación propia de la divinidad. Nombre y gloria van juntos (Is 59,19; 30,2). "Glorifica tu nombre" es una expresión que aparece en la Escritura constantemente (Dn 3,43;Jn 12,28) y que significa: muéstrate como eres, es decir, santo. Su nombre, como su gloria (Is 6,3), es, en cierto modo, el aspecto exterior de su santidad: revela al mundo su divinidad. Santificar a Dios es alabarlo (Lc 1,46), reconocer y celebrar sus prodigios. Santificar a Dios es glorificarle por sus obras. Esta es la oración de Jesús: "Padre, glorifica tu nombre", que se puede completar con la otra: 'Padre, glorifica a tu Hijo" La gloria de Dios es el hombre vivo. María, experimentando en ella la actuación del Padre, proclama: "Porque ha hecho en mí cosas grandes, ¡santo es su nombre!" (Lc 1,49). La santidad del nombre de Dios se ha manifestado precisamente en esas "cosas grandes" hechas con la "esclava del Señor". En María, el Padre de Jesús "santifica su nombre", haciéndola madre de su Hijo. En ella se ha cumplido plenamente lo que ya hacia al salmista: "Ha enviado la redención a su pueblo, ha fijado para siempre su alianza, santo es su nombre" (Sal 111,9; 99,1-3). Nosotros no podemos santificar el Nombre de Dios sino dejándolo entrar en nuestra vida con su acción santificante: "Padre, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti". Las dos primeras peticiones: "Santificado sea tu nombre, venga tu reino" enlazan con la oración judía (el Qaddish) con que concluía la liturgia sinagogal, seguramente familiar a Jesús desde su infancia: "Glorificado y santificado sea su gran nombre en el mundo, creado por Él
50 según su voluntad; y haga Él dominar su reinado en nuestra vida, en nuestros días, en la vida de toda la estirpe de Israel, ahora y siempre". Máximo el Confesor comprende la secuencia "Padre", "Nombre" y "Reino" como un movimiento trinitario: El Padre santifica su Nombre en la glorificación del Hijo y hace que llegue el Reino efundiendo el Espíritu Santo en nuestros corazones. Dios ha santificado su nombre en el momento de la venida y, sobre todo, al fin de la vida de su Hijo (Jn 12,28; 13,31; 17,1.4.6), quien se ha santificado a sí mismo, es decir, se ha entregado por los hombres (Jn 17,19). En esta petición del Padrenuestro se expresa todo el deseo de la cristiandad primitiva de ver el triunfo del Señor de la gloria: que Dios sea Dios y reconocido como Dios por todos. "Gloria a Dios en lo más alto de los cielos", a Dios que muestra su santidad en la gloria. Y la gloria de Dios incluye la fidelidad de los hombres, objeto de su predilección (Lc 2,14). Es lo que suplicamos al Padre: que "santifique su nombre" en nosotros, redimiéndonos de la esclavitud
del
pecado
(Lc
4,18;
1,77)
y liberándonos
de
la
tiranía
del
diablo
(Lc 13,16; Hch 10,38), y cantaremos también nosotros con el salmista: "Yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria; tú nos das la victoria sobre el enemigo. En Dios todo el día nos gloriamos, celebrando su nombre si cesar" (Sal 44,7-9). El nombre de Dios es santificado en la liturgia celeste (Ap 15,4) como lo es también en las asambleas litúrgicas de las comunidades cristianas (Hb 13,15). Cuando llegue a su consumación el Reino de Dios, se le aclamará con la plena santificación de su nombre: "Santo, santo, santo, Señor; Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que viene" (Ap 4,8). Todos entonces se arrojarán a los pies del Rey de reyes y dirán: "Te damos gracias, Señor todopoderoso, el que es y el que era, porque has recobrado tu gran poder y has comenzado a reinar" (Ap 11,7). Pero ya, mientras peregrinamos por la tierra, deseamos la glorificación de su nombre: "Los que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro, ofrezcamos sin cesar a Dios, por medio de Jesús, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre" (Hb 13,14-15). Pidiendo la santificación del nombre del Padre,—dice san Agustín a los competentes—, no pides que sea santificado en sí el nombre de quien es ya y siempre santo, sino que sea
51 santificado en ti, pues es el nombre de Dios el que nos santifica. Lo que deseamos y pedimos es que en nosotros sea santificado su santo nombre mediante la perseverancia en el don recibido de la santificación bautismal y, a la vez, que sea venerado como santo por todos los hombres, siendo Dios conocido por todos ellos como lo más santo: ¿Por qué pedir la santificación del nombre de Dios? ¿No es santo ya? Y si lo es ¿por qué pedirlo? ¿No parece además que pidiendo la santificación del nombre ruegas a Dios por Dios y no por ti? ¿Qué pides en efecto? Que lo santo en si sea santificado en ti. ¿Qué significa santificado sea? Que sea tenido por santo. Luego ya ves que, al desearlo, deseas un bien que te afecta. ¿Cuándo se santifica el nombre de Dios en nosotros sino cuando nos hace santos? No hemos sido santos, y por este santo nombre nos santificamos. No rogamos, pues, por Dios, sino que rogamos por nosotros, para que en nosotros sea santificado su santo nombre.
Dios tiene nombre Cuando pedimos: "Santificado sea tu nombre", pedimos que sea santificado el nombre que acabamos de darle en la invocación inicial: Padre nuestro que estás en los cielos. La oración nos sitúa ante el Dios que tiene un Nombre. Es un Dios personal, un "Tú", con quien nos comunicamos. Es el Dios de la Alianza, el Dios que se acerca al hombre para crear la comunión, atándose al hombre con lazos de amor. Nombrar algo significa, en alguna manera, tomar posesión de ello, darle un destino. Dios llama a un pastor y le da el nombre de Abraham, con lo que queda constituido en "padre de multitudes". Imponer un nombre a alguien es como darle un nombramiento. "Dame, te lo suplico, a conocer tu nombre" (Gén 32,30), ruega insistentemente Jacob, en la lucha nocturna con Dios, a orillas del Yabboq. "Dime tu nombre". Dios, el inasible, se resiste a dar a conocer su nombre. Pero en la revelación de la zarza ardiente Dios dará a conocer su nombre: Yahveh. Entre los muchos nombres que Dios recibe en la Escritura, existe uno privilegiado: es el nombre de Yahveh. "Este es para siempre mi nombre". Yahveh: Yo soy el que seré". El Dios de la alianza es el Dios que se define por la fidelidad: "Conoceréis que yo soy Yahveh". Conoceréis mi nombre en los acontecimientos de la historia. Tras la larga historia de salvación de Israel, san Juan podrá darnos el resumen: "El que es, el que era, el que viene". Dios es el que irrumpe en la vida de los hombres con sus venidas constantes, siempre iguales y siempre
52 nuevas: siempre salvadoras. La Escritura no es más que esa historia de salvación: Yahveh nuestro Dios, nos sacó de Egipto, nos hizo pasar el mar Rojo, nos llevó al Sinaí, nos condujo hasta la tierra prometida, vivió entre nosotros, nos castigó por nuestros pecados con el exilio a Babilonia, de donde nos rescató, devolviéndonos a nuestra tierra. La fe de Israel en Yahveh se confiesa mediante verbos de acción y no con sustantivos o adjetivos superlativos. El nombre de Dios es un nombre con una larga historia. Se da a conocer en los hechos de la vida. Conocen a Dios "aquellos sobre los cuales su nombre es invocado". O como proclama el salmista: "En ti confíen los que conocen tu nombre" (Sal 9,11). "La esperanza está en el nombre —señala san Bernardo— , y el objeto de la esperanza en el rostro". Israel sabe, pues, que su Dios tiene un nombre propio, con el que puede y quiere ser invocado: "Así dirás a los israelitas: Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi Nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación" (Ex 3,15). Yahveh es celoso de su Nombre (Ex 34,14). No permitirá que Israel invoque el nombre de otros dioses: "ni se oiga en vuestra boca" (Ex 23,13)1. Dios ha usado gracia con Israel revelándole su Nombre antes de mandar a Moisés a salvar a su pueblo de la esclavitud de Egipto (Ex 3,13-15). Con este Nombre Moisés podrá presentarse ante el Faraón y ante los israelitas. Le acompaña el cayado, la fuerza prodigiosa de Dios. "¿No soy yo Yahveh? Así, pues, vete, que yo estaré contigo?" (Ex 4,11-12): Por tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy Yahveh: Yo os libertaré de los duros trabajos de los egipcios, os liberaré de su esclavitud y os salvaré con brazo tenso y castigos grandes. Yo os haré mi pueblo y seré vuestro Dios; y sabréis que yo soy Yahveh vuestro Dios, que os sacaré de la esclavitud de Egipto y os introduciré en la tierra que he jurado dar a Abraham, a Isaac y a Jacob, y os la daré en herencia. Yo, Yahveh (Ex 6,6-8).
Luego, en la renovación de la alianza, Dios revelará un nuevo aspecto de su Nombre, al dar a Moisés las nuevas tablas de la ley. Dios, al pronunciar su Nombre, se revela a sí mismo, mostrando su gloria, según la súplica de Moisés: "Déjame ver, por favor, tu gloria" (Ex 33,18). La gloria de Dios es el esplendor de su presencia (Ex 24,16), que en la plenitud de 1
Cfr. CEC 203-227.
53 los tiempos brillará plenamente en el rostro de Cristo (Jn 1,14, 11,40; 2Cor 4,4.6). Ver a Dios es participar de su gloria. Sólo Cristo ha visto así, cara a cara, a Dios y, al final de los tiempos, en la bienaventuranza del cielo, lo verán los discípulos de Cristo (Mt 5,8; 1Cor 13,12).Moisés sólo consigue ver las espaldas de Dios: Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré mi nombre de Yahveh delante de ti; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia. Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo. Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver (Ex 33,19-23).
Con las dos tablas nuevas, iguales a las primeras, Moisés sube al monte, para que Dios escriba en ellas las palabras que había en las primeras, que Moisés rompió. En el monte Moisés invocó el nombre de Yahveh. Y Yahveh pasó por delante de él, no dejándose ver, pero sí dejando oír su nombre: "Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes" (Ex 34,1-7). El nombre de Yahveh expresa y hace presente la misericordia, la clemencia, el amor y la fidelidad de Dios. Moisés, pues, le suplicará: "Si en verdad he hallado gracia a tus ojos, oh Señor, dígnate venir en medio de nosotros, aunque sea un pueblo de dura cerviz; perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y recíbenos por heredad tuya". Dios acoge la súplica de Moisés y renueva la alianza; acepta cobijar a su pueblo bajo sus alas, cubrirlo con la nube de su presencia, salvarlo con el poder de su Nombre (Cfr. Ex 34,8ss). A su pueblo Israel Dios se reveló, dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la intimidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima. Comunicar su Nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo, haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente. [CEC 203]
Jesús, presentándose como Hijo de Dios, revela que el nombre que expresa más profundamente el ser de Dios es el de Padre (Jn 17,6.26). Dios es Padre: Jesús es su Hijo (Mt 11,25ss), pero su paternidad se extiende a todos los que creen en su Hijo (Jn 20,17). Así
54 Jesucristo, revelación plena de Dios, nos ha dado a conocer el santo Nombre de Dios y nos ha invitado a dirigirnos a Él, llamándole por su nombre: Padre (Mc 14,36; Rm 8,15; Gál 4,6). El respeto del nombre de Dios no se opone a la invocación de Dios. El temor exagerado puede llevar a ver a Dios distante, inaccesible, indiferente al hombre. En Jesucristo, Dios se manifiesta cercano, como Padre. Jesucristo nos impulsa a la osadía de invocarle con la misma ternura y confianza de un niño pequeño en relación con su padre. En Jesucristo, Dios sigue actuando como Yahveh, como el que está, como Emmanuel, Dios con nosotros. Jesús, con su vida y sus palabras, nos dio a conocer a Dios, nos reveló su nombre verdadero y propio: Padre: "Yo les he dado a conocer tu Nombre" (Jn 17,26). Pero, para dirigirnos a Dios y llamarle Padre, necesitamos recibir el Espíritu de hijos, el Espíritu Santo: "En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: iAbba, Padre!" (Rm 8,14-15). O, como dice la carta a los Gálatas, es el mismo Espíritu del Hijo quien clama en nuestros corazones: ¡Abba, Padre! (Gál 4,6). Dios santifica su nombre Dios se identifica de tal manera con su Nombre que hablando de él se designa a sí mismo (Lv 24,11-16). Este Nombre es amado (Sal 5,12), alabado (Sal 7,18), santificado (Is 29,23). Nombre temeroso (Dt 28,23), eterno (Sal 135,13). Por "su gran Nombre" (Jos 7,9) o "a causa de su Nombre" (Ez 20,9), Dios obra en favor de Israel. Es decir; Dios actúa, salvando a Israel, para dar gloria a su Nombre, para ser reconocido como grande y santo. Dios "ha hecho habitar en el templo su Nombre” (Dt 12,5). En el templo, que "lleva su Nombre" (Jr 7,10.14), el fiel encuentra la presencia de Dios (Ex 34,23). La primera petición del Padrenuestro—santificado sea tal Nombre—es un pasivo teológico que tiene como sujeto activo al Padre celestial, previamente invocado. Los hijos piden al Padre que santifique su nombre en ellos, haciéndoles "luz del mundo", para que iluminen a los hombres "con sus obras", de modo que, viéndolas, los demás "glorifiquen a su Padre que está en los cielos" (Mt 5,14-16). De este modo Dios será conocido como el Padre misericordioso, que "ama incluso a los malvados y a los injustos" (Mt 5,45), "a los ingratos y a los perversos" (Lc 6,35). Los hijos, que invocan a Dios como Padre, reflejan en la vida la
55 bondad del Padre, "amando a sus enemigos, haciendo el bien y prestando sin esperar nada a cambio" (Lc 6,35), manifestándose como lo que son: 'hijos del Altísimo" (Lc 6,35-36). Dios es santo y santifica. Sólo Dios puede santificar; porque sólo El es santo. El hombre sólo es santo en cuanto santificado: "Santificados en Jesucristo", "santificados en el Espíritu santo", "santos por vocación", por llamamiento. Dios, tres veces santo, santifica su nombre revelándose como santo; nosotros, los cristianos, santificamos su nombre cuando en nosotros se transparente la santidad de Dios: "Viendo vuestras obras, los hombres glorifican a vuestro Padre que está en los cielos". Es el deseo de Dios y la vocación de su pueblo: "Yo, Yahveh. No profanéis mi santo nombre, para que yo sea santificado en medio de los hijos de Israel. Yo soy Yahveh, el que os santifica a vosotros" (Lv 22,32). San Cipriano se pregunta: ¿Quién podría santificar a Dios, puesto que es Él mismo quien santifica? Jesús, en oración al Padre, le pide: "Padre, glorifica tu nombre" (Jn 12,28). Así nos enseñó Jesús a santificar el nombre de Dios: pidiéndole que Él manifieste en nosotros la santidad de su nombre. Por ello, pedimos que permanezca en nosotros la santidad recibida en el bautismo: Pedimos que su nombre sea santificado en nosotros. Dado que Él ha dicho: "Sed santos, porque yo soy santo" (Lv 19,2), pedimos e imploramos perseverar en lo que hemos comenzado a ser, una vez santificados en el bautismo. Y esto lo pedimos cada día, ya que cada día tenemos necesidad de santificación. Nosotros, que fallamos todos los días, debemos purificarnos de nuestros pecados con una asidua santificación. El Apóstol nos dice que "hemos sido lavados, justificados, santificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1Cor 6,9-11). Nos llama santificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios. Oramos para que permanezca en nosotros esta santificación. Pedimos noche y día que se conserve en nosotros, con la protección de Dios, la santificación y la vida que hemos recibido por su gracia2.
Invocan a Dios como Padre los hermanos de Cristo, renacidos del agua y del Espíritu. Estos han sido elegidos para confesar a Cristo a los que no le conocen. La elección de uno es en función de los demás. Los hijos de Dios, que le invocan como Padre, están en el mundo, elegidos para santificar el nombre de Dios entre los hombres: "Vosotros sois la luz del mundo. 2
Citado en CEC2813.
56 No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,14s). Este es el gozo de Pablo al constatar que por su conversión, Dios es glorificado: "Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, las Iglesias de Judea, que solamente habían oído decir 'el que antes nos perseguía ahora anuncia la buena nueva de la fe que entonces quería destruir', glorifican a Dios a causa de mí" (Cfr. Gál 1,15-24). Engendrados por Dios Padre, como hijos suyos, mediante la incorporación a su Hijo unigénito, el Padre nos cuida con desvelos paternos y hasta maternos (Nm 11,11-12)3. Los cuidados del Padre aparecen en la imagen del viñador y la viña. Esto es lo primero. Pero el Padre espera recoger frutos de su viña. En los frutos de la viña es glorificado: "Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid; Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mi no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos (Jn 15,1-8). El fruto esperado es el amor fraterno hasta dar la vida por los hermanos. Jesús, glorificación del Nombre de Dios Jesús quiere decir en hebreo "Yahveh salva". Ya en la anunciación el ángel Gabriel le dio este nombre que expresa, a la vez, su identidad y su misión (Lc 1,31). El nombre de Jesús significa que el nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo (Hch 5,41; 3Jn 7), hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecadores. Es el Nombre divino, el único que trae la salvación (Jn 3,18; Hch 2,21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la encarnación 3
Entre los cuidados del Padre ocupa un lugar importante la educación de sus hijos, que incluye la corrección
(Hb 12,5-11). El castigo es expresión del amor paterno: "A los que amo yo los reprendo y castigo" (Ap 3,19).
57
(Rm 10,6-13) de tal forma que "no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12; 9,14; St 2,7). [CEC 432]
Santificar el Nombre de Dios es reconocerle como el único Dios, "amándole con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas" 4. En la oración sacerdotal Jesús pide al Padre que glorifique su Nombre en Él: Padre ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado, antes que el mundo fuese. He manifestado tu nombre a los hombres, que tú me has dado, tomándolos del mundo. Santifícalos en la verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Cfr. Jn 17,1-26).
Como el grano de trigo es echado en la tierra para dar mucho fruto, del mismo modo Jesús, al llegar la hora de ser sepultado, pide al Padre que "glorifique su nombre" (Jn 12,23-28) en su Hijo (Jn 17,1.5), resucitándolo de la muerte. De este modo, será glorificado, lo mismo que "se cubrió de gloria" liberando a su pueblo (Ex 15,1.21) y "como manifestó su gloria" en la resurrección de Lázaro (Jn 11,9.40). Dios, resucitando a Jesús y sentándolo a su derecha, le dio el Nombre que está por encima de todo nombre (Filp 2,9; Ef 1,22s). Es el nombre de Dios (Ap 14,1; 22,3s), porque participa de su misterio (Ap 19,12). Así es constituido Kyrios, Señor (Filp 2,10). La fe cristiana consiste en "creer que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos", en "confesar que Jesús es Señor" e "invocar el nombre del Señor" (Rm 10,9-13). Así los primeros cristianos se designar como "los que invocan el nombre del Señor"5. Invocar a Jesús como Señor supone reconocerlo como Señor en toda la vida, como dice san Gregorio de Nisa:
4
Mc 12,28.31.44; 9,43-48; Mt 5,48; 6,1-6.16.24.
5
Hch 9,14.21; 2,21; Jn 3,5; 1Cor 1,2; 2Tim 2,22...
58 En esto consiste la perfección de la vida cristiana: en que, hechos partícipes del nombre de Cristo por nuestro apelativo de cristianos, pongamos de manifiesto, con nuestros sentimientos, con la oración y con nuestra vida, la virtualidad de este Nombre.
El bautismo se confiere en el nombre del Señor Jesús6, o en el nombre de Cristo (Gál 3,27), de Cristo Jesús (Rm 6,3). El neófito invoca el nombre del Señor (Hch 22,16) o se invoca sobre él el nombre del Señor (St 2,7). De este modo, el cristiano se halla, desde el momento de su bautismo, bajo el poder del Señor Jesús. Su vida será "creer en el nombre del Hijo único de Dios" (Jn 3,17)7, es decir, adherirse a Jesucristo confesándole como Hijo de Dios, que es al mismo tiempo confesar a Dios como Padre. Como pronunciar el nombre de Yahveh sobre alguien atraía sobre él la protección 8
divina , así es invocado el nombre de Jesús sobre los cristianos, único Nombre en el que se halla la salvación (Hch 2,21). En los primeros tiempos de la Iglesia, a los cristianos se les designaba como "los que invocan el nombre del Señor" (Hch 9,14.21). Los cristianos se reúnen en el nombre de Jesús (Mt 18,20), acogen a los que se presentan en su Nombre (Mc 9,37). Dan gracias a Dios en el nombre del Señor Jesucristo (Ef 5,20; Col 3,17), viviendo de modo que el nombre de Jesucristo sea glorificado (2Tes 1,11s). En la oración se dirigen al Padre en nombre de su Hijo9. Por ello Santiago reprocha a los que ''blasfeman el hermoso Nombre que ha sido invocado sobre ellos" (2,7). Jesús, como Hijo, pide al Padre que glorifique su Nombre (Jn 12,28) y, al mismo tiempo, invita a sus discípulos a pedirle que lo santifique (Mt 6,9). Dios glorifica su Nombre manifestando su gloria y su poder (Rm 9,17; Lc 1,49) y glorificando a su Hijo (Jn 17,1.5.23). Él quiere que los cristianos lo reconozcan y alaben el nombre de Dios (Hb 13,15) y cuiden de que su conducta no lleve a blasfemarlo (Rm 2,24; 2Tm 6,1). Jesús —Yahveh salva— glorifica a Dios realizando lo que su nombre significa: el que salva (Mt 1,21-25), devolviendo la salud a los enfermos (Hch 3,16) y, sobre todo, procurando
6
Hch 8,16; 19,5; 1Co 6,11.
7
Cfr. 1,12; 2,23; 20,30; 1Jn 3,23; 5,5.10.13.
8
Am 9,12; Is 43,7; Jr 14,9
9
Jn 14,13-16; 15,16; 16,23-24.26.
59 la salvación eterna a los que creen en él 10. Invocando el nombre de Jesús, sus discípulos curan a los enfermos (Hch 3,6; 9,34), expulsan demonios11 y realizan toda clase de milagros (Mt 7,22; Hch 4,30). La evangelización no es otra cosa que anunciar a Cristo ''predicando en su Nombre la conversión para el perdón de los pecados" (Lc 24,46-47)12. Por el nombre de Jesús sufrirán persecución (Mc 13,13), y ello será un motivo de gozo13. Pablo, en el camino de Damasco, recibe de Cristo la misión de "llevar su Nombre a los gentiles" (Hch 9,15), aunque esto suponga "padecer por mi Nombre" (Hch 9,16). Al anuncio del nombre del Señor Jesucristo se consagró totalmente (Hch 15,26) hasta estar dispuesto a morir por él: "Pues yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir también en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús" (Hch 21,13). La santificación del Nombre, en tiempo de Cristo, no significaba solamente el honor y la alabanza dada a Dios, sino el testimonio hasta derramar la sangre por su Nombre, hasta el don de la vida, hasta el martirio. Jesús ha santificado el Nombre del Padre entrando en la cruz. Los apóstoles se sienten gozosos por haber sido "juzgados dignos de sufrir por el Nombre" (Hch 5,41). "Por el Nombre se pusieron en camino" (3Jn 7) para la evangelización. El Apocalipsis está dirigido a los cristianos que ''sufren por el Nombre" de Jesucristo (2,3), al que se adhieren fielmente (2,13), sin renegarlo (3,8). Al vencedor en el combate contra el maligno, con la corona de gloria, se le concede "un nombre nuevo", pues Cristo "grabará en él el nombre de Dios" (Ap 3,12). No profanar el nombre de Dios "Al pedir que sea santificado su nombre—dice Casiano— atestiguamos que su gloria es todo nuestro gozo y afán, implicando también que Dios es santificado por nuestra perfección". Y san Cirilo de Alejandría dice: "Al Santo de los Santos pedimos que sea santificado su nombre en nosotros y en todo el mundo".
10
Hch 4,7-12; 5,31; 13,23,
11
Mc 9,38; 16,17; Lc 10, 17; Hch 16,18; 19,13.
12
Hch 4,17-18; 5,28.40; 8,12; 10,43...
13
Mt 5,11; Jn 15,21; 1Pe 4,13-16.
60 La primera petición del Padrenuestro: "Santificado sea tu Nombre", es la forma positiva del segundo mandamiento, como ya lo formuló Isaías: "Viendo a sus hijos, obra de mis manos, santificarán mi nombre" (Is 29,23). Es lo contrario de "tomar el nombre de Dios en vano", que hace que por "nuestra culpa el nombre de Dios sea blasfemado entre las gentes". Por ello, ya en la Ley de santidad se condena la falta de respeto al "santo nombre de Yahveh" (Lv 20,3; 22,2): "No profanéis mi santo Nombre, para que yo sea santificado en medio de los israelitas. Yo soy Yahveh, el que os santifica" (22,32). Con la alianza del Sinaí, Israel es "el pueblo de Dios", llamado a ser "nación santa", porque lleva el nombre de Dios: "Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo" (Lv 19,2). Pero el pueblo se separó de Dios y "profanó su Nombre entre las naciones" (Ez 20,36). Pero, en la plenitud de los tiempos, el Nombre de Dios Santo se nos reveló en Jesucristo, que ora al Padre por sus discípulos: "Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17,19). El hombre puede, evidentemente, usar el nombre de Dios. Dios mismo ha dado a conocer su Nombre, para que el hombre le invoque por su Nombre. "Invocar el nombre de Yahveh" es darle culto. El nombre de Yahveh se grita en la oración (Is 12,14), con él se le llama (Sal 28,1; 99,6), se le bendice, alaba y glorifica (Sal 29,2; 96,2; 113,1-2). A diferencia de las imágenes, no se prohíbe usar el nombre de Dios. El nombre de Dios puede ser usado, pero "no se debe pronunciar en vano". El conocimiento del nombre de Dios, no pone a Dios a disposición del hombre, para el interés o capricho del hombre. El nombre de Dios no pone a Diosa disposición del hombre para que abuse de él, tentando a Dios. Esto no sería ya servir a Dios, sino servirse de Dios. Pedir a Dios que su Nombre sea santificado nos implica en "el benévolo designio que Él se propuso de antemano" para que nosotros seamos "santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1,9.4). [CEC 2807]
Por ello los creyentes, que invocan el nombre de Dios y le niegan en su vida, son una de las causas de que el nombre de Dios sea profanado o negado: También los creyentes tienen su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo considerado en su total integridad no es un fenómeno originario sino un fenómeno derivado de varias causas
61 entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones y ciertamente en algunas zonas del mundo sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes en cuanto que con el descuido de la educación religiosa o con la exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida religiosa moral y social, han velado, más bien que revelado, el genuino rostro de Dios. [GS, n. 19]
El segundo mandamiento también manda al creyente que respete el misterio de Dios, sin pretender encerrarlo en unos conceptos o en unos ritos. Toda palabra sobre Dios siempre vela más que revela el ser de Dios. Cada vez que pronunciamos su santo Nombre es necesario reconocer que Dios es más grande y distinto de lo que podemos decir o imaginar de Él: "Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos—oráculo de Yahveh—. Porque cuanto distan los cielos de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros" (Is 55,8-9). Sin embargo, el no tomar el nombre de Dios en vano, no tiene por qué contundirse con el distanciamiento de Dios. Dios mismo, en el Decálogo, manifiesta su cercanía y ternura, como se trasluce en el uso del posesivo: "Yo soy tu Dios, el que te libera". Esta forma de presentarse Dios está pidiendo la respuesta del hombre: "Dios mío, tú eres mi Dios". San Cipriano dice: ¡Cuán benigno ha sido el Señor, rico en bondad y misericordia para con nosotros! Ha querido que, al orar, pudiéramos llamarle Padre y que, del mismo modo que Cristo es su Hijo, nosotros también seamos llamados hijos suyos. Ninguno de nosotros se hubiera atrevido a decir esta palabra en la oración, si Él no nos lo hubiera concedido. Debemos recordar, pues, y saber que si llamamos Padre a Dios, también debemos vivir como hijos suyos para que, del mismo modo que nos alegramos de tenerle por Padre, también El se complazca en tenernos por hijos. Vivamos como templos de Dios (1Cor 5,16) para que aparezca claro ante todos que Él habita en nosotros; que nuestras acciones no sean contrarias al espíritu. El mismo Señor ha dicho: "Honraré a los que me honran y despreciaré a los que me desprecian" (1Sm 2,30). Y el Apóstol ha escrito: "Ya no os pertenecéis a vosotros mismos, porque habéis sido comprados a gran precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1Cor 6,19-20)".
La Iglesia, sin ser del mundo, está en el mundo. El cristiano está, pues, llamado a encarnarse en el mundo, sin hacerse mundano; no puede separarse del mundo, pero tampoco
62 identificarse con él. Sirve al mundo como la sal, diluyéndose en los alimentos, pero sin perder su sabor; sino manifestando constantemente su originalidad propia, esa novedad permanente e inefable que da sabor y sentido a todo. La Iglesia, familia de los santificados, es un poder de santificación. Al mismo tiempo que congrega a sus miembros, convoca a los que están fuera de ella. Es una grey reunida en torno a Cristo, el buen Pastor, pero es también un aprisco abierto a los alejados, por quienes el buen Pastor ha dado la vida. Es el hospital adonde son conducidos los hallados por el samaritano medio muertos al borde del camino, pero es también el samaritano que diariamente recorre los caminos que empalman Jerusalén con Jericó. Es una comunidad de hermanos y, al mismo tiempo, una madre fecunda que alumbra incesantemente nuevos hijos. Como dice san Pedro Crisólogo: Pedimos a Dios santificar su Nombre porque Él salva y santifica a toda la creación por medio de la santidad... Se trata del Nombre que da la salvación al mundo perdido, pero nosotros pedimos que este nombre de Dios sea santificado en nosotros por nuestra vida. Porque si nosotros vivimos bien, el Nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado, según las palabras del Apóstol: "el nombre de Dios, por vuestra causa es blasfemado entre las naciones" (Rm 2,24)14.
Está prohibido también tomar el nombre de Dios en vano. El verbo hebreo sàw' en múltiples textos significa "usar inútilmente" 15. Está, pues, prohibido tomar el Nombre ritualísticamente, en forma puramente formal. Jesús, en el Evangelio, aplicado a sí mismo, hará una traducción del segundo mandamiento, diciendo: "No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7,21). El abuso del nombre de Dios consiste, en su significado último, en el nombrar a Dios y no seguirle en la vida, decir "Señor, Señor" y no hacer su voluntad. Se nombra a Dios sin reconocerlo como Dios. Se pronuncia su Nombre sin aceptar a Dios como Dios. Se honra a Dios con los labios, "pero el corazón está lejos de Él". Se vacía de contenido el nombre de 14
Citado en CEC 2814.
15
Cfr. Sal 60,13; 108,13; 127,1; Jr 2,30; 4,30; 6,29; 46,11; Ml 3,14...
63 Dios siempre que se le nombra sin dejarse implicar en lo que su Nombre significa. Jesús invita a sus discípulos a dar gloria al nombre de Dios, diciéndoles: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16; 1Pe 2,12). Y san Pablo lo comentará ampliamente: No son justos delante de Dios, los que oyen la ley, sino los que la cumplen... Si tú que te glorías en Dios, que conoces su voluntad, que disciernes lo mejor, amaestrado por la ley, y te jactas de ser guía de ciegos, luz de los que andan en las tinieblas, educador de ignorantes, maestro de niños, porque posees en la ley la expresión misma de la ciencia y de la verdad ..., pues bien, tú que instruyes a los otros ¡a ti mismo no te instruyes! Predicas: ¡no robar!, y ¡robas! Prohíbes el adulterio, y ¡adulteras! Aborreces los ídolos, y ¡saqueas sus templos! Tú que te glorías en la ley, transgrediéndola, deshonras a Dios. Porque, como dice la Escritura, el nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones (Rm 2,12-24)16.
Se abusa del nombre de Dios, cuando se le usa "mágicamente", es decir, buscando el propio interés17. Tomar el nombre de Dios en vano significa llamarse creyente y no ponerse a su disposición, sino ponerle a Él al propio servicio, con fines pseudo religiosos o profanos."Hablan de ti pérfidamente, abusando de tu Nombre" (Sal 139,20). El Dios de la libertad se transforma en el dios personal, para uso y consumo personal, interesado. Es hacer de Dios un amuleto mágico. El hombre abusa del nombre de Dios cuando lo utiliza para encubrir sus propios intereses. Y, en consecuencia, cuando se sirve del nombre de Dios para dañar la vida y la libertad de otros hombres. En el Padrenuestro, a la petición "santificado sea tu Nombre", sigue la petición "hágase tu voluntad". Invocar a Dios como Padre es desear que se cumpla su voluntad y que su Nombre sea santificado. Nunca servirse de Dios para que se haga u otros hagan la propia voluntad. Según san Pedro Crisólogo, "rogamos para merecer tener en nuestras almas tanta santidad como santo es el nombre de nuestro Dios".
16
Is 52,5; Ez 37,20-23; St 2,7; 2Pe 2,2
17
Cfr. el culto vano dado a los ídolos, condenado por los profetas, que usan el término sàw': Os 12,12; Jr 18,15;
Jon 2,9; Sal 31,7. Las artes mágicas, como el culto al ídolo (vano), suponen una profanación del nombre de Dios, al dejar la confianza en Yahveh para ponerla en lo que no tiene consistencia (Cfr. CEC 2149).
64 Rogamos que sea santificado su nombre "en nosotros para perseverar en la santificación inicial del bautismo", dice san Cromacio de Aquileya. Y, al pedir la santificación del nombre de Dios, rogamos que sea santificado en nosotros mediante la justicia, la fe y la gracia del Espíritu Santo. Como dice en una homilía san Gregorio de Nisa: La Escritura condena a aquellos por quienes es blasfemado el nombre de Dios: "¡Ay de aquellos, a
causa
de
los
cuales
mi nombre
es
blasfemado
entre
los
gentiles"
(Is 52,5; Rom 2,24). Es decir, quienes aún no creyeron la palabra de la verdad observan la vida de los que han recibido el misterio de la fe. Cuando, pues, se es creyente de nombre, contradiciendo a éste con la vida, los paganos atribuyen esto no a la voluntad de quienes se portan mal, sino al misterio, que se supone enseña tales cosas, pues—piensan—quien fue iniciado en los misterios divinos no debería estar sometido a tales vicios, si no les es lícito pecar. Opino, por tanto, que se debe pedir y suplicar, ante todo, que el nombre de Dios no sea injuriado a causa de mi vida, sino que sea glorificado y santificado. "Sea santificado—dice—en mi tu señorío" invocado por mí, "a fin de que los hombres vean las obras buenas y glorifiquen al Padre celeste" (Mt 5,16). Quien ora: "Santificado sea tu nombre", no pide otra cosa que ser irreprensible, justo, piadoso..., pues no de otro modo puede Dios ser glorificado por el hombre, sino testificando su virtud que la potencia divina es la causa de sus bienes.
Es algo que repetirán casi todos los comentarios patrísticos del Padrenuestro. Dice san Juan Crisóstomo: En verdad, la sola palabra Padre debiera bastar para enseñarnos toda virtud. Porque quien ha dado a Dios este nombre de Padre, justo fuera que se mostrara tal en su vida que no desdijera de tan alta nobleza y que su fervor corriera parejo con la grandeza del don recibido. Mas no se contentó el Señor con eso, sino que añade otra petición, diciendo: Santificado sea tu nombre. Petición digna de quien ha llamado a Dios Padre: no pedir nada antes que la gloria de Dios, tenerlo todo por secundario en paragón con su alabanza. Porque santificado sea es lo mismo que alabado sea. Cierto que Dios tiene su propia gloria cumplida y que, además, permanece para siempre. Sin embargo, Cristo nos manda pedir en la oración que sea también glorificado por nuestra vida. Concédenos—viene a decir—que vivamos con tal pureza que todos te glorifiquen por nosotros. ¡Que nuestra vida sea tan intachable en todo que cuantos la miren refieran la gloria de ello al Señor!
65 Hoy, nuestra sociedad, aparte del uso en vano del nombre de Dios, frecuentemente peca por el lado opuesto, prescinde del nombre de Dios, o lo que es lo mismo, prescinde de Dios. Porque Dios es santo, no podemos abusar de Él, "fiarnos de su perdón para añadir culpas a culpas" (Eclo 5,5). Ni podemos tampoco silenciar el nombre de Dios para que no suene en el mundo. Eso es profanarlo con el silencio. Con la petición del Padrenuestro, en el fondo le recordamos a Dios la palabra dada por el profeta: "Yo mostraré la santidad de mi nombre glorioso, profanado por vosotros" (Ez 36,23). Que todos lo reconozcan: "Confiesen tal nombre grande y terrible: El es santo" (Sal 99,3). Cristo, como buen Pastor, conoce a cada una de sus ovejas por su nombre (Jn 10,3). Los nombres de los elegidos están inscritos en el cielo (Lc 10,20), en el libro de la vida (Flp 4,5; Ap 3,5; 13,8; 17,8). Entrando en la gloria, reciben un nombre nuevo e inefable (Ap 2,17); participando de la existencia de Dios, llevarán el nombre del Padre y el de su Hijo (Ap 3,12; 14,1) Dios los llamará sus hijos (Mt 5,9), pues lo serán en realidad (1Jn 3,1). Desde el bautismo el cristiano quedó santificado por la invocación del nombre de Jesús sobre él. Con ese nombre, recibido de Dios en la Iglesia, cada cristiano es conocido personalmente por Dios (Is 43,1;Jn 10,3). En el Reino de los cielos, cada uno llevará marcado en su frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre (Ap 14,1). Tertuliano dice a los catecúmenos: Si Dios santifica a todos, su Nombre siempre es santo y está santificado en sí mismo. La asamblea de los ángeles le canta constantemente: ¡Santo, Santo, Santo! (ls 6,3; Ap 4,8). Así que, también nosotros, destinados a vivir como los ángeles, si queremos hacernos dignos de ello, aprendamos ya en la tierra esa voz suya celestial, que alaba a Dios, pues ese será nuestro servicio en la gloria futura.
66
VENGA A NOSOTROS TU REINO De la exclamación "Santificado sea tu Nombre" brota el deseo ardiente: "Venga tu Reino". Los discípulos han experimentado en Jesucristo la irrupción del Reino de Dios sobre la tierra. Satán ha sido vencido; el poder del mundo, del pecado y de la muerte ha sido derrotado. El Reino de Dios se encuentra aún, sin embargo, en medio del sufrimiento y del combate. La comunidad de los creyentes aún sufre la persecución y la tentación. Bajo la realeza de Dios, el cristiano se halla en una justicia nueva, pero con persecuciones. ¡Quiera Dios que el Reino de Jesucristo sobre la tierra, inaugurado en la Iglesia, crezca y se difunda, poniendo fin a los reinos de este mundo e instaurando su Reino de poder y gloria! El Reino de Dios está cerca Yahveh es el rey de Israel, pues lo ha liberado de la esclavitud de Egipto. El coro final del cántico de Myriam, después del paso del mar rojo, canta: "¡Yahveh es rey por siempre jamás!" (Ex 15,18). Israel, a lo largo de su historia, ha ido tomando conciencia de la elección de Dios para realizar en él el designio de salvación para el pueblo y, a través de él, para todos los pueblos y para la creación entera. La voluntad salvífica de Dios, sobre todo a partir de la monarquía davídica, la expresó Israel dando a Dios el título de Rey (Ex 19,6). Dios ha elegido a Israel como su reino. Esta perspectiva salvífica del reino de Dios implicaba una vida de justicia y paz en todas sus dimensiones: familia numerosa, vida sana y larga, tierra propia y próspera, cosechas abundantes... Pero, ante la constatación experiencial de que este anhelo no se realizaba, los sabios de Israel intentaron, en su fidelidad a la fe en Yahveh, dar una respuesta: la felicidad del reino de Dios consiste en contemplar—ver, entrar en comunión—el rostro del Señor en su templo santo (Sal 42-43) o en estar con el Señor, que no permitirá que sus siervos experimenten la corrupción de la muerte (Sal 16; 49; 73): el Señor no abandonará en la muerte al justo que sufre (Sal 22; 69), sobre todo a los justos que sufren "como siervos del Señor",
ofreciendo
su
vida
por
la
realización
del
plan
salvífico
de
Dios
(Is 53,11; 57,2; Sal 3,1-9). Y finalmente, en la época macabea, la esperanza en la fidelidad de Dios llevó a proclamar la fe en la resurrección de los muertos.
67 Esta fe de Israel se apoya en la promesa de Dios, que suscita la esperanza de la instauración eterna del reino de David, traducida en la esperanza mesiánica: de la descendencia de David brotará un vástago, un rey que realizará el reino consumado de Israel. Esta esperanza del reino de Dios, del señorío de Dios sobre el mundo, se expresa bajo la imagen del Hijo del hombre en Daniel, del Siervo de Yahveh en Isaías y del Rey-Sacerdote en Zacarías. La tradición rabínica sabe que Dios es siempre Señor del mundo, pero espera que Dios salga de su ocultamiento, mostrando abiertamente su poder. En esta tradición aparecen los celotas, que pretenden acelerar la llegada de este reino con medios políticos, interpretando la esperanza mesiánica como programa político. Junto a los celotas aparecen otras corrientes rabínicas, que creen que se puede acelerar la llegada de la redención, los días del Mesías, mediante la penitencia1. Ya Juan Bautista anuncia la inminencia del Reino de Dios señalando la importancia del momento presente, tiempo de conversión: "En aquellos días apareció Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca'. Pero al ver a muchos fariseos y saduceos venir a su bautismo, les dijo: '¡Raza de víboras!, Quién os ha sugerido sustraeros al juicio inminente? Dad frutos dignos de conversión... Pues ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y echado al fuego"' (Mt 3,1-2.7-10). Ante la inminencia del Reino de Dios es inútil cualquier justificación, como decir "somos hijos de Abraham" (Mt 3,9). Sólo la conversión, —el reconocimiento del pecado y la aceptación del perdón de Dios—, abre las puertas del Reino. El Reino de Dios se hace presente en Jesús. Juan Bautista, citando a Isaías (40,3): "preparad el camino del Señor" (Mc 1,2-3; Mt 3,3), está proponiendo a sus oyentes un nuevo éxodo. Ha llegado la horade atravesar el desierto hacia la tierra prometida. Por ello, Juan desarrolla su misión en el desierto. Su vestido (Mt 3,4) recuerda el de Elías (2Re 1,8), el profeta precursor del Día de Yahveh (Mt 3,1.23; Mc 1,2). No es Juan quien introduce en el Reino, sino el que prepara su acogida (Mc 1,7). Su invitación a la conversión y al bautismo de purificación (Mc 1,4) está destinada a evitar "la ira que viene" (Mt 3,7), es decir, el juicio escatológico, significado en las imágenes del hacha y el bieldo (Mt 3,10.12). Este juicio llega, 1
En la oración judía del Qaddís se implora: "Que Él haga reinar su realeza durante nuestras vidas y en nuestros
días y en los días de toda la casa de Israel, pronto y enseguida".
68 pues "el Reino está cerca" (Mt 3,2).
Cristo hace presente el Reino. En esta tradición de Israel se hace presente Jesús y su mensaje del Reino de Dios. Él anuncia el cumplimiento de la promesa de Dios: "Se ha cumplido el tiempo. El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed el Evangelio" (Mc 1,15). El "Reino de Dios" es el anuncio central de la predicación de Jesús2. Pero, mientras que la predicación de Jesús giró alrededor del Reino de Dios, la predicación apostólica se centró en el anuncio de Jesucristo. ¿Significa esto un cambio, una ruptura entre el anuncio de Jesús y el anuncio de los apóstoles? ¿No será más bien que el anuncio de Jesucristo, que hacen los apóstoles, expresa de modo explícito lo que Jesús anunciaba bajo la expresión Reino de Dios? Jesús, habiéndose hecho pecado por nosotros y entrando en las aguas para ser bautizado por Juan, abre los cielos (Mt 3,16), cerrados por el pecado. Apenas sale de las aguas, una vez bautizado, Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— se muestra sobre la tierra. El Padre que unge a Jesús, el Ungido y el Espíritu Santo, la Unción. El Reino de Dios ha llegado a los hombres. Sólo queda derrotar al Príncipe del mundo, mentiroso y asesino desde el principio. Jesús, ungido con la fuerza del Espíritu, irá al desierto a darle batalla hasta derrotarle. Victorioso, "Jesús comienza a predicar, anunciando: 'Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca"' (Mt 4,17). Esto es lo que proclama Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21): la profecía de Isaías se ha cumplido en el hoy de la presencia y actuación de Jesús. Después que Juan fue preso marcho Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). "Cristo por tanto para hacer la voluntad del Padre inauguró en la tierra el Reino de los cielos" [LG 3] Pues bien la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la participación de la vida divina" [LG 2] Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este Reino" [LG 5] [CEC 541]
2
En el Nuevo Testamento el término se emplea 122 veces, de ellas 99 pertenecen a los sinópticos, quienes en
90 ocasiones lo ponen en boca de Jesús.
69 Ha sonado la hora del cumplimiento. El anuncio profético3 ha llegado a su plenitud: "Hoy han alcanzado su cumplimiento estas palabras que acabáis de oír" (Lc 4,16-21). En Jesús ha llegado el Rey que trae la salvación del final de los tiempos (Sal 17). En su persona, en sus palabras y en sus obras se ha actualizado el tiempo de la plenitud. El Reino de Dios ha llegado ya. Aunque el tiempo del cumplimiento no es aún el tiempo de la consumación y el Reino de Dios en "gloria y poder" es aún en la predicación de Jesús algo futuro; sin embargo, ya se ha inaugurado el "año de gracia de Dios", el advenimiento del Reino glorioso de Dios. "Mi Reino, dice Jesús, no es de este mundo", es "el Reino de los cielos", pero "está dentro de vosotros, en medio de vosotros". El Reino, que anuncia Jesús, es, por tanto, un presente que requiere ya conversión (Mc 1,15) y no un simple futuro que haya que aguardar en la esperanza. "La entrada en él acaece por la fe y la conversión" [CEC 541]. Jesús, presencia de Dios y de su Reino, exige la aceptación inmediata y, luego, la vigilancia en la fe, mientras se aguarda la plena manifestación de su poder4. La esperanza cristiana se funda en que Dios nos ha llamado a tener parte en su Reino y gloria (1Tes 2,12) y en que ya ha hecho presente la fuerza de ese Reino en la resurrección de Jesús, en la expansión del Evangelio y en los dones del Espíritu Santo (Rm 5,1-5)5. Este Reino "crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a sí mismo" (Cfr. Jn 12,32)6. Jesús mismo, en su persona y en su palabra, es el signo de la llegada del Reino. Como Jonás7, que estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo antes de predicar la conversión a los ninivitas, así Cristo resucita al tercer día para hacer posible la conversión a los que acojan su predicación. La generación de Jesús es comparada con los ninivitas, quienes no recibieron otro signo que el profeta mismo y su predicación de la penitencia. Así el
3
Is 24,23; 33,22; Miq 4,6; So 3,14s; Ab 21; Za 14,9.16s; Sal 5,18s; Mc 1,15.
4
Mc13,33-37; Mt 24,42-44; Lc 12,35-40.
5
Cristo, "sobre todo, realizará la venida del Reino de Dios por medio del gran misterio de su Pascua: su muerte
en la Cruz y su resurrección". Cfr. CEC 542. 6
DH 11.
7
Mt 12,38-42; 16,4; Lc 11,29-32.
70 signo de Jesús es Él mismo y su predicación, en cuanto llamada a la conversión en el ahora de la salvación. Nínive estaba destinada a la condenación, pero le llegó en Jonás la gracia inesperada e inmerecida, como don de Dios, que les envía el profeta y les otorga el perdón. La penitencia de los ninivitas, que Jonás ni espera ni desea, aparece como gracia. Es una gracia ofrecida y aceptada. Así Jesús llama a conversión, ofreciéndola como gracia precisamente a los pecadores. Esta predicación del Reino de Dios, Jesús la ofrece a quienes creen en su palabra y le acogen a Él. "El Reino de Dios ya está en medio de vosotros" (Lc 17,20ss), proclama el mismo Jesús. Y aquí Jesús habla en presente. El Reino de Dios no es observable, pero está precisamente entre aquellos a quienes habla. El Reino se encuentra entre ellos, en Jesús mismo. Jesús en persona es el misterio del Reino de Dios, dado por Dios a los discípulos. El futuro de las promesas es hoy en Jesús. El Reino de Dios se encuentra en Él, pero de tal modo que no puede ser advertido sino en los signos o señales que realiza con el "dedo" o Espíritu de Dios. En la irradiación del Espíritu Santo, que sale de Él, Jesús manifiesta la llegada del Reino de Dios con Él. Gracias a la fuerza del Espíritu, que rompe la esclavitud del hombre bajo el dominio de los demonios, se hace realidad el Reino de Dios. El Reino de Dios es un acontecimiento y no un espacio o un dominio temporal. La actividad de Jesús, su palabra, el poder del Espíritu en sus acciones, su pasión y resurrección, rompen el dominio del señor del mundo, que pesa sobre el hombre, y así libera al hombre, estableciendo entre los hombres el señorío de Dios. Él es el Reino de Dios, porque el Espíritu de Dios obra en el mundo por Él: El Reino de Dios llega a nosotros en Jesucristo. Se hace cercano con su encarnación, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y resurrección de Cristo. Llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva al Padre. [CEC 2816] El Reino de Dios es el núcleo central de la predicación de Jesús: "Después que Juan fue encarcelado, vino Jesús a Galilea predicando la Buena Nueva de Dios con las siguientes palabras: 'Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva"' (Mc 1,14s). La venida del Reino de Dios significa el cumplimiento de todas las promesas hechas en el Antiguo Testamento (Mt 11,12s; Lc 7,18-23; 10,23s). "Cristo, para hacer la voluntad del Padre, inauguró el Reino de los cielos" [LG 3]. Y la Iglesia es sobre la tierra "el
71 germen y el comienzo de este Reino" [LG 5]. Cristo convoca en torno a Él, para formar parte del Reino, por su palabra y por las señales, que manifiestan el Reino de Dios y por el envío de sus discípulos. Y, sobre todo, Él realizará la venida de su Reino por medio de su Pascua: su muerte en la cruz y su resurrección. [CEC 542] Al resucitar Jesús de entre los muertos, Dios ha vencido la muerte y en Él ha inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena, Jesús es el profeta del Reino y, después de su pasión, resurrección y ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre el mundo (Mt 28,18; Hch 2,36; Ef 1,18-31). La resurrección confiere un alcance universal al mensaje de Cristo, a su acción y a toda su misión 8.
Por el pecado, "el Príncipe de este mundo" ha sometido a los hombres bajo su poder (Lc 11,18)9. Es el señor "de todos los reinos de la tierra", opresor del hombre (Lc 13,16; Hch 10,33). Jesús, el Hijo de Dios encarnado, se hace presente entre los hombres para deshacer el dominio de Satanás, rescatando a los hombres, y con ellos a la creación entera, de su servidumbre, restableciendo así el Reino de Dios su Padre. "Con el dedo de Dios" (Lc 11,20) o con la potencia del Espíritu10 Jesús va venciendo a Satanás. Jesús "ata al fuerte" (Mc 3,27). Es lo que Jesús anuncia al inaugurar su ministerio: "Jesús comenzó a predicar y a decir: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos ha llegado"' (Mt 4,17). "Tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado" (Lc 4,43). La gloria de Dios Padre se ha cumplido en Jesucristo, en la cruz, en la humillación suprema. Jesucristo ha sido exaltado como Señor; como Dios ante quien se dobla toda rodilla, no arrebatando la divinidad, sino siendo Hijo, obediente al Padre hasta la muerte. La divinidad,
8
REDEMPTORIS
MISSIO,
n. 16. "Hoy, se habla mucho del Reino, se dan concepciones no siempre en sintonía con
la Iglesia, considerando al Reino como una realidad humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, mirando a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, “no es de este mundo” (Jn 18,36)... Estas ideologías dejan a Cristo en silencio... Pero Cristo no sólo ha anunciado el Reino sino que en Él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento. El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a la libre elaboración, sino que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible...” (Cfr. Ibidem 17-18) 9
Jn 12,31; 14,30; 16,11; 2Cor 4,4; Ef 2,2; Mc 3,27.
10
Lc 5,7; 6,19; 8,46...
72 herencia del Reino, no se conquista prometeicamente contra Dios, sino acogiéndola como don, aceptando la filiación divina. Es en el comportamiento de hijo donde se alumbra el Reino de Dios. Las bienaventuranzas del Reino son para los pequeños, para los que se hacen como niños. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, que lo acogen con un corazón humilde. Jesús les declara "bienaventurados porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,3). A los pequeños es a quienes el Padre revela los misterios del Reino (Mt 11,25)11. Jesús invita, igualmente, al banquete del Reino a los pecadores (Mc 2,17; 1Tm 1,15). Cuando uno de ellos se convierte hay una "inmensa alegría en el cielo" (Lc 15,7)12. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas del Reino13, y acompaña sus palabras con "milagros, prodigios y signos" (Hch 2,22), que manifiestan la presencia del Reino14. Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos..." [CEC 1716] Cristo se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Él, trazando así los caminos sorprendentes del Reino. [CEC 1967]
En Jesucristo, el Reino de Dios, que "no es de este mundo'' (Jn 18,36), irrumpe en este mundo. El Padre lo da (Mt 21,43; Lc 12,32) como herencia divina (Mt 25,34; Gál 5,21). Jesús no hace más que proclamarlo; con El ha aparecido15, ha llegado (Mt 12,28; Lc 11,20); el tiempo se ha cumplido, el gran momento ha llegado (Mc 1,15). Es el tiempo de las nupcias (Mc 2,19) y de la siega (Mt 9,37-38). La palabra de Jesús es la palabra del Reino y sus actos son sus señales; los milagros son, ante todo, signos que muestran que ha llegado el Reino. La lucha contra Satanás es la señal fundamental de su venida. Desde el momento en que Jesús
11
CEC 544.
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CEC 545.
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CEC 546.
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CEC 547-550.
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Mt 4,17; Mc 1,15; Lc 10,9.11.
73 es proclamado Mesías en el Jordán, el reino de Satanás es derrotado progresivamente (Mc 3,22-30; Lc 10,18). Esta derrota de Satanás es una prueba de que el Reino de Dios ha llegado: "Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha venido a vosotros" (Lc 11,20). "El Reino de Dios en acciones", llama Schnackenburg a los milagros que realiza Jesús. Las curaciones y las resurrecciones son una manifestación del Reino, donde ya no habrá llanto ni dolor ni muerte. Igualmente manifiesta Jesús la llegada del Reino con el perdón de los pecados, que Él no sólo anuncia, sino que otorga, escandalizando a los judíos, pues sólo Dios puede perdonarlos (Mc 2,5-7): Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; Is 53,4). Pero no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signo de la venida del Reino de Dios. Ansiaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la cruz, Cristo tomó sobre si todo el peso del mal (Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. [CEC 1505]
Pero el Reino viene sin ostentación: aunque está presente en la persona de Jesús (Lc 17,20), parece que fracasa en gran parte (Mc 4,2-9); es pequeño como un grano de mostaza (Mc 4,30-32); es como un tesoro escondido (Mt 13,14), como una perla que hay que buscar (Mt 13,46), como un poco de levadura (Lc 13,21)... Sólo con la muerte y resurrección, el Reino comienza "a manifestarse con poder" (Mc 9,1), "cuando Jesús es constituido Hijo de Dios con poder" (Rm 1,4; 1Cor 4,20). Es entonces cuando el reino de Satanás sufre una derrota fundamental16, aunque aún no sea vencido del todo (2Cor 4,4; Ef 2,2). La victoria final y definitiva tendrá lugar cuando el Hijo del hombre venga en la gloria de su Padre, rodeado de la corte celestial (Mc 13,32). Entonces Satán (Ap 20,2), el Anticristo (1Tes 2,9) y todas las potencias hostiles (1Cor 15,24) serán aniquiladas y Dios será todo en todos (1Cor 15,28). El cristiano se encuentra situado entre el ya del Reino, que ha venido en Jesús, y el todavía no del Reino llegado a su plenitud. El ya del Reino poseído estimula, con su certeza, el anhelo de la consumación, por lo que el cristiano clama: "¡Maranatha!, ¡ven, Señor Jesús!" (1Cor 16,22; Ap22,20). Es lo que pide todos los días: "¡Venga tu Reino!". Es el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús". 16
Jn 12,31; 14,30; 16,11; 1Cor 2,8.
74 Se puede hablar de tres estadios del Reino correspondientes a las tres venidas de Jesucristo, de las que nos hablan los Padres. Su primera venida, en carne mortal, señaló el comienzo del Reino. Así nos lo atestiguan las parábolas del grano de mostaza y de la semilla sembrada en el campo. Su venida final significará la consumación del Reino, al tiempo de la cosecha, cuando quede establecido el Reino escatológico, inaugurado con un banquete para todos los elegidos. Mientras tanto, en el tiempo intermedio entre la una y la otra, las incesantes venidas de su Espíritu a la Iglesia y a cada cristiano marcan el proceso de su desenvolvimiento, como aparece en las parábolas de la red y en la del trigo y la cizaña. El anuncio de Juan Bautista, la apertura de los cielos en el bautismo de Jesús, su lucha y victoria sobre Satanás en el desierto son expresiones del combate escatológico entre Dios y Satanás17. El Reino de Dios ha penetrado en el mundo; su victoria final no puede tardar. Las parábolas de crecimiento—la del sembrador y la del grano de mostaza (Mc 4 y Mt 13)—, ilustran esta tensión entre el presente y futuro del Reino anunciado por Jesús. El comienzo real del Reino, en su apariencia modesta, preanuncia el final espléndido de su plenitud. Se da continuidad entre la siembra y la cosecha. Igualmente el símil de la siega, en la parábola de la semilla que crece por si misma (Mc 4,26-28), hace referencia a la escatología. La realidad escatológica del Reino no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a cumplirse. "El Reino de Dios está cerca" (Mc 1,15); se ora para que venga (Mt 6,10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (Mt 11,4-5), los exorcismos (Mt 12,25-28), la elección de los doce (Mc 3,13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (Lc 4,18)...18
La Iglesia, germen del Reino Juan anunciaba la venida inminente del Reino; Jesús manifiesta el cumplimiento de la promesa. Con Él, Dios ha entrado en la historia; el poder de Satanás se tambalea; la enfermedad y el pecado, signos de su poder; retroceden. Pero el Reino de Dios, inaugurado 17
El poder de Satanás no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por
odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause daños en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8.28). [CEC 395; 547 550] 18
REDEMPTORIS MISSIO 13.
75 en Jesucristo, se consumará en el final de los tiempos. La persona y obra de Cristo, haciendo presente el Reino de Dios entre los hombres, espera su consumación con su Segunda Venida gloriosa. La parábola del trigo y la cizaña anuncia el juicio, en el que se separarán el uno de la otra: el trigo se recogerá en el Reino y la cizaña se echará al fuego. Lo mismo anuncia la parábola de la red: separación de buenos y malos. Con esta separación se consumará el siglo presente, dando inicio al siglo futuro (Mt 13). La nueva creación sustituirá a este mundo (Mc 13,7.13; Mt 24,14). Al siglo futuro corresponden los elementos que integran la consumación del Reino: juicio, resurrección, vida o muerte eternas. La Ascensión de Cristo al cielo significa su participación, con su humanidad, en el poder de Dios. Cristo es constituido Señor, "bajo cuyos pies Dios sometió todas las cosas" (Ef 1,20-22). Y como Señor, Cristo es también la Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef 1,22). Elevado al cielo y glorificado, Cristo permanece en la Iglesia, en la que "el Reino de Cristo está presente ya en misterio", pues la Iglesia "constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" [LG 3; 5]. El Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, esta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación 19. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo no está todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21,27, Mt 25,3]) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (2Tes 2,7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo haya sido sometido (1Cor 15,28), y mientras no haya cielos nuevos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" [LG 48]. Por esta razón los cristianos piden que se apresure el retorno de Cristo (2Pe 3,11-12), cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (1Cor 16,22; Ap 22,17-20). [CEC 671]
19
REDEMPTORIS MISSIO 18. Cfr. 17-20.
76 Jesús, pues, a través de múltiples parábolas anunció el Reino de Dios, presentándolo como una realidad presente y, al mismo tiempo, futura. La Iglesia, en fidelidad al mensaje de Jesucristo, anunció a Jesús como Cristo, como quien actúa en el Espíritu y, por tanto, como la forma actual del Reino de Dios: Los discípulos se percatan de que el Reino ya está presente en la persona de Jesús y se va instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con El. En efecto, después de la resurrección, ellos predicaban el Reino, anunciando a Jesús muerto y resucitado. Felipe anunciaba en Samaria "la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo" (Hch 8,12). Pablo predicaba en Roma el bReino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo (Hch 28,31). También los primeros cristianos anunciaban el "Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5,5; Ap 11,15; 12,10) o bien "el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo" (2Pe 1,11). Es en el anuncio de Jesucristo, con el que el Reino se identifica, donde se centra la predicación de la Iglesia primitiva... Los dos anuncios: el del Reino de Dios— predicado por Jesús—y la proclamación del evento de Jesucristo—predicación de los apóstoles—se complementan y se iluminan mutuamente20. A sus Apóstoles, Jesús les hizo estar con Él y participar en su misión (Mc 3,13-19); les izo participes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9,2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo, porque por medio de ellos dirige su Iglesia: "Yo, por mi parte, dispongo de un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mi, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel" (Lc 22,29-30). [CEC 551]
Donde se siembra la palabra de Dios allí se encuentra ya germinalmente el Reino de 21
Dios . "La Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo; los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega" [LG 5]. Con la llegada de Jesús comenzó la boda de la salvación (Mc 2,19). La mies está ya madura (Mt 9,37s). El Pastor esperado ha venido22; el médico está entre nosotros (Mc 2,17). Se están ya repartiendo las invitaciones para el banquete del fin de los tiempos (Lc 14,16-24: Mc 2,17).
20
REDEMPTORIS MISSIO 16.
21
Mc 4,26-29.30..; Mt 13.24-30.
22
Mt 10,6; 15,24; Mc 14,28; Lc 15,4ss.
77 Jesús está arrebatando a Satanás el botín (Mc 3,27). El futuro ha comenzado, el Reino ha llegado23. Esta conciencia de vivir en la aurora del Reino de Dios, hace al discípulo de Cristo exclamar: ¡Venga tu Reino! Implora la definitiva revelación de la gloria y dominio de Dios. Esta petición requiere discípulos que sólo "deseen el Reino de Dios" (Lc 12,31), considerando como secundario todo lo demás. Si Jesús anuncia que el Reino de Dios está cerca, sus discípulos imploran: ¡Venga tu Reino! De la alegría de la cercanía del Reino brota el deseo: ¡Venga tu Reino! El que ha descubierto el tesoro escondido, va, vende todo y ora: ¡Venga tu Reino! El formar parte del Reino le hace mayor que todos los grandes de la época de las promesas (Mc 11,11). El orante sabe que el Reino es el gran don de Dios, prometido (Lc 6,20) y dado (Lc 12,32; Mt 21,43). El hombre sólo puede recibirlo como un niño (Mc 2,15). El Reino hay que "aguardarlo" (Mc 15,43; Lc 2,25), "se recibe en herencia" (Mt 25,34). Es un acto enteramente de Dios. Ninguna acción humana podrá realizarlo. La Iglesia, mirando al Resucitado, experimenta una venida ya ocurrida y, desde ella, anuncia una segunda venida del mismo Señor. Los creyentes conocen, por una parte, la alegría del Reino de Dios y, por otra, al encontrarse sumergidos en la persecución, anhelan e imploran esperanzados la plenitud del Reino. Sienten al Señor cerca, pero saben que el Señor aguarda a que se cumpla el tiempo concedido a las naciones para entrar en el Reino: es el tiempo en el que el grano de trigo, muriendo, va dando fruto de vida en todo el mundo. La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (San Agustín). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (2Cor 5,6), y aspira al advenimiento del Reino, "y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria". [CEC 769]
En su liturgia "la Iglesia celebra el misterio de su Señor hasta que Él venga" y "Dios sea todo en todos" (1Cor 11,26; 15,28). Desde la era apostólica, la liturgia es atraída hacia su término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: "Maranathá" (1Cor 16,22). La liturgia participa así en el deseo de Jesús: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros... hasta 23
CEC 541-550.
78 que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22,15-16). En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida eterna, aunque "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestra Jesucristo (Tt 2, 13)"24. Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados "de gracia y bendición", la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial. En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios: "Y yo os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre"25. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: "Maranathá" (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tú gracia venga y que pase este mundo” (DIDAJÉ 10,20). La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía "anhelando la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo", pidiendo entrar "en tu Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo Señor Nuestro"26. A partir del Triduo Pascual, como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección llena con su resplandor todo el año litúrgico. Desde esta fuente, el año entero queda transfigurado por la liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (Lc 4,19). La economía de la salvación,
24
CEC 1130, donde cita a santo Tomás: "Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es
decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera (SUMMA lIl, 60,3). 25
Mt 26,29; Lc 22,18; Mc 14,25.
26
Plegaria eucarística lIl, oración por los difuntos. Cfr. CEC 1402-1405.
THEOL.
79 pues, actúa en el marco del tiempo pero desde su cumplimiento en la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad. [CEC 1168]
La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" [LG 48], cuando Cristo vuelva glorioso. La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán, 'desde el justo Abel hasta el último de los elegidos', se reunirán con el Padre en la Iglesia universal" [LG 2] [CEC 769]. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos "el Reino de los cielos", "el Reino de Dios" (Ap 19,6) que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él "santos e inmaculados en presencia de Dios en el amor" (Ef 1,4) serán reunidos corno el único Pueblo de Dios, "la Esposa del Cordero" (Ap 21,9) "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios" (Ap 21,10-11); y "la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,14). [CEC 865]
Jesús, que "iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios" (Lc 8,1), envía reiteradamente a sus discípulos "a proclamar el Reino de Dios" (Lc 9,2; 10,1.9.11). Y como la mies es mucha y los obreros del Reino pocos, invitará a estos a orar al Dueño de la mies para que mande obreros a su mies (Lc 10,2). Pero, antes de su implantación escatológica definitiva, en la que los elegidos se sentarán con el Padre en la alegría del banquete celestial27, el Reino aparece con unos comienzos humildes (Mt 13,31-33), misteriosos (Mt 13,11), hasta impugnados (Mt 13,24-30). El Reino, realmente comenzado28, se desarrolla lentamente en la tierra (Mc 4,26-29), por la Iglesia (Mt 16,18s), que lo predica por todo el mundo29, hasta que, finalmente sea establecido y devuelto al Padre
27
Mt 8,11; 13,43; 26,29.
28
Mt 12,28; Lc 17,20-21.
29
Mt 10,7; 24,14; Hch 1,3.
80 (1Cor 15,25), con el retorno glorioso de Cristo30. Entre tanto, se presenta como pura gracia31, que reciben los humildes32, los que se hacen como niños y los que, por él, se desprenden de cuanto poseen33. Esta gracia es rechazada por los soberbios y egoistas34. Sólo se entra en él con la vestidura nupcial (Mt 22,11-13) de la vida nueva (Jn 6,9-10). Y, como vendrá de improviso, es necesario velar para que cuando llegue nos encuentre vigilantes y poder entrar en él antes de que se cierren las puertas (Mt 25 1-13). La espera del Reino es, en definitiva, la espera de la venida gloriosa de Cristo que traerá consigo la consumación definitiva del Reino. La petición del Padrenuestro puede expresarse también así: "Ven, Señor Jesús". San Cipriano comenta: Del mismo modo que pedimos que su Nombre sea santificado en nosotros, pedimos también que su Reino se llaga presente en nosotros. Pedimos que venga su Reino: el que Dios nos ha prometido, conquistado con la sangre y la pasión de Cristo, para que nosotros, que ahora, en esta tierra, le servimos, reinemos con Cristo Rey en la otra vida, como Él mismo nos ha prometido: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo" (Mt 25,34). Sin duda, Cristo mismo es el Reino de Dios, que cada día deseamos que venga, y cuya venida deseamos nos sea pronto concedida. Quien se consagra a Dios y a Cristo no desea el reino de la tierra, sino el del cielo. Los cristianos, que hemos aprendido a llamar a Dios Padre, oramos para que venga a nosotros el Reino de Dios.
¡Venga tu Reino! El Reino de Dios designa la gloria y reinado de Dios y también la salvación y bienaventuranza del hombre. Ambas cosas pide al Padre el orante. Donde se realiza el reinado de Dios allí se da también la salvación de los hombres. El Reino de Dios está constituido por los elegidos de Dios. San Agustín les dice a quienes van a ser bautizados: Recordad que nosotros somos su Reino si, creyendo en Él, caminamos en Él. Todos los fieles, redimidos con la sangre de su Unigénito, serán su Reino. Este Reino vendrá con la 30
Mt 16,27; 25,31-46.
31
Mt 20,1-6; 22,9-10; Lc 12,32.
32
Mt 5,3; 18,3-4; 19,14.23-24.
33
Mt 13,44-46; 19,12; Mc 9,47; Lc 9,62.
34
Mt 21,31-32.43; 22,2-8; 23,13.
81 resurrección de los muertos, cuando venga también Él y diga a los que estén a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino" (Mt 25,34). Esto es lo que deseamos y pedimos, cuando decimos: Venga tu Reino.
En esta súplica, los hijos piden a su Padre celestial el don de aquellas condiciones que les asegure la entrada en su Reino: pobreza de espíritu (Mt 5,3), fidelidad en la persecución (Mt 5,10), el cumplimiento de su voluntad (Mt 7,21), la escucha y comprensión de la palabra del Reino (Mt 13,13), poder desprenderse de "cuanto poseen" para conseguir el tesoro escondido y la perla preciosa del Reino (Mt 13,44-46)… Invocando a Dios como Padre, le piden que les conceda ya ahora vivir "como hijos del Reino" (Mt 13,38), con abandono filial en su providencia, libres de la angustia y del afán por el mañana (Mt 6,25-32). Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con presura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar; invocan al Señor con grandes gritos: "¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?" (Ap 6,10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! 35. El Reino es un don, que viene a nosotros, del Padre. Jesucristo nos lo ha garantizado: "No temáis, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino" (Lc 12,32). Pero el Reino esperado, cuya venida pedimos, el Padre lo da a quienes hacen su voluntad (Mc 7,21). Los discípulos es lo único que buscan, esperando su venida (Lc 23,51) y pidiéndoselo al Padre (Lc 11,2). "El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rom 14,17). Como dice san Cirilo de Jerusalén: Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: ¡Venga a nosotros tu Reino! Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: "Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal" (Rom 6,12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: ¡Venga tu Reino!.
Los primeros cristianos, según el testimonio de la DIDAJÉ, imploraban: "¡Que venga la Gracia y pase la figura de este mundo!''. Así se expresa san Gregorio de Nisa: la súplica por la 35
Tertuliano, citado en CEC 2817.
82 venida del reinado del Padre pide la extinción del reinado "del enemigo por el pecado", lo que "Lucas—según algunos manuscritos—explica mejor, sustituyendo la petición venga tu Reino por venga sobre nosotros tu Espíritu Santo y nos purifique, pues es propio del Espíritu Santo purificar y perdonar los pecados a aquellos en quienes estuviere"36. También Orígenes comenta esta petición diciendo que quienes piden "la venida del Reino del Padre" suplican "que se perfeccione el Reino divino", ya poseído (Lc 17,20-21), y llegue a su consumación final (1Cor 15,24-28), pues "Dios reina en cada uno de los santos" (Jn 14,23), liberados ya de la tiranía "del príncipe de este siglo", pues en ellos ya "no reina el pecado" (Rom 6,12), dado que "no puede coexistir el Reino de Dios con el reino del pecado": Si el Reino de Dios no viene ostensiblemente, sino que el Reino de Dios está dentro de nosotros (Lc 17,20-21), en nuestra boca y en nuestro corazón (Dt 30,14), el que ora y suplica que venga el Reino de Dios está orando por el Reino divino, que tiene dentro de sí, para que surja y dé fruto y se perfeccione. El Reino de Dios, que está en nosotros llegará a la perfección cuando "Cristo, una vez sometidos a si todos sus enemigos, entregue a Dios Padre el Reino, para que Dios sea en todas las cosas" (1Cor 15,24-28). Y "como no pueden estar juntos la justicia y la iniquidad, la luz y las tinieblas, Cristo y Belial" (2Cor 6,14-15), si queremos que Dios reine en nosotros, "de ningún modo debe reinar el pecado en nuestro cuerpo" (Rm 1,12), antes bien, debemos mortificar nuestros "miembros terrenos" (Col 3,5), para dar frutos en el Espíritu, de modo que en nosotros, como en un paraíso espiritual, se pasee Dios, y sea Él solo el que reine en nosotros.
Como en el tiempo de Israel Dios reinó sobre cuantos, liberados de la esclavitud, recibieron el don de la tierra, así en el tiempo de Jesús Dios reina sobre cuantos, liberados de la esclavitud del pecado, reciben el don del Espíritu Santo. Antes de la venida de Cristo, "el pecado reinó sirviéndose de la muerte" (Rm 5,21), "del temor a la muerte, mediante el cual todos estaban de por vida sometidos a esclavitud por el señor de la muerte, es decir, el diablo" (Hb 2,14-15). Cristo vino precisamente para ''aniquilar, mediante su muerte, al señor de la muerte y liberar a cuantos, por el temor a la muerte le estaban sometidos" (Hb 2,15), a fin de que, por medio de Él, "reinase la gracia" (Rm 5,21), para llegar a ser "siervos de Dios" (Rm 6,22). Así el Padre "nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo amado" (Col 1,13). Al recibir el Espíritu del Hijo "fuimos hechos hijos de Dios y, si hijos, 36
Las antífonas 0 de Adviento, que datan del siglo VIII, imploran igualmente la venida del Reino.
83 también herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8,17). San Gregorio de Nisa dice: Puesto que el hombre, inducido por engaño, fue imposibilitado de discernir el bien e inclinado al mal, éste invadió la vida del hombre, quedando sometido al dominio de los vicios o pasiones. Por eso pedimos que venga el Reino de Dios a nosotros. No podríamos escapar, en efecto, a la potestad de la corrupción si no ocupase su puesto en nosotros el imperio de la fuerza vivificante de Dios. Esto significa la suplica de la venida del Reino de Dios a nosotros: que, libres de la corrupción y de la muerte, seamos desligados de los lazos del pecado y que la muerte no reine ya sobre nosotros; que no prevalezca sobre nosotros el enemigo y no nos subyugue con el pecado y los vicios, sino que reine Dios en nosotros, mandándonos su santo Espíritu, que nos purifica.
La petición de la venida del Reino de Dios—dice san Cromacio de Aquileya—es la súplica de que "venga a nosotros su Reino celeste prometido y adquirido por la sangre de Jesucristo", y al mismo tiempo pedimos que Dios nos conceda vivir de tal modo "que podamos ser dignos de ese Reino futuro". Pues como dice Teodoro de Mopsuestia: Quienes, por adopción filial, han sido llamados al Reino celeste y esperan estar siempre en el cielo con Cristo (1Tes 4,17), la petición de la venida del Reino implica tener pensamientos dignos de él y realizar acciones propias de una vida celeste, menospreciando las cosas de la tierra y viviendo con una conducta digna de la nobleza de nuestro Padre.
San Agustín, en diversos lugares, comenta esta petición: En la petición de la venida del Reino de Dios suplicamos, como en la anterior, no por Dios, sino por nosotros, pues aunque Dios reina en la tierra desde la creación del mundo, pedimos que su Reino se manifieste a los hombres que aún no le conocen y, de un modo particular, entre nosotros; que venga a nosotros lo que estamos ciertos que ha de venir a todos sus santos; pedimos, pues, que el Reino de Dios venga a nosotros, haciéndonos pertenecer a los miembros del Hijo unigénito y formar parte de los santos, a quienes se dará el Reino de Dios al final de los tiempos (Mt 25,34). Vigilemos ahora para resucitar después y empezar a reinar por los siglos de los siglos!. Venga tu Reino. Pedimos que venga a nosotros, para encontrarnos en él. Este Reino vendrá, pero si tú te encuentras a la izquierda, ¿de qué te sirve? Por eso, al orar así, pides un bien para ti, oras por ti, pues solicitas al Padre que te conceda vivir de forma que pertenezcas al número de los santos, a quienes se ha de dar el Reino de Dios.
84 Venga significa que se manifieste a los hombres. Porque lo mismo que la luz, aunque presente, está ausente para los ciegos y para quienes cierran los ojos, así el Reino de Dios, aunque está presente, sin embargo está ausente para los que no le conocen.
El Reino de Dios "no es de este mundo" (Jn 18,36), aunque se realiza en este mundo. Cuando este Reino de Dios descienda sobre la tierra, entonces se alzará la nueva creación, con cielos nuevos y tierra nueva. Este Reino de Dios, lleno de la gloria de Dios, es la plena felicidad para el hombre. Con imágenes se nos describe como sala real (Mc 10,40), sala de fiesta, en la que los comensales se sientan a la mesa (Mt 8,11), comen y beben (Lc 22,30; Mc 14,25; Mt 22,1-13). El Reino se asemeja también a un palacio o a una ciudad, cuyas puertas pueden abrirse y cerrarse (Mt 16,19; 23,13). Se puede entrar en él37. Así el Reino de Dios es vida para el hombre38 pues en él reciben su recompensa los discípulos perseguidos. ¿Cómo es que algunos—se pregunta Tertuliano—desean que este tiempo presente dure mucho, si el Reino de Dios, que invocamos para que venga pronto, supone en realidad el fin de este tiempo presente? (Mt 24,3). ¡Prefiramos reinar lo más pronto posible en vez de servir todavía por mucho tiempo!
Al final de la historia, en la apocalipsis definitiva, cantaremos: "Ya reina el Señor Dios nuestro todopoderoso" (Ap 19,6). Entonces seremos nosotros quienes iremos a su Reino, al escuchar su última llamada: "Venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34). Cuando llegue el fin, el Hijo entregará el Reino a Dios Padre (1Cor 15,24). "Entonces, en el Reino de su Padre, los justos brillarán como el sol" (Mt 13,43). El Reino, obra del Espíritu Santo El hombre, en su deseo de autonomía, lo que pretende es ser Dios. Esta es la aspiración más profunda del hombre. Y Dios no se opone a ella, sino que la suscita en el hombre. Sólo que el hombre, en la búsqueda de su divinización, equivoca el camino. Jesucristo nos ha marcado el camino y san Pablo invita al cristiano a seguir sus huellas: 37
Mc 9,47; 10,15.23ss; Mt 5,20; 7,21; 18,3; 23,14; Jn3,5; Hch 14,22.
38
Mc 9,43-45; 10,17.30; Mt 7,14; 19,17.29; 25,46; Lc 12,15.
85 Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: el cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Filp 2,5-11).
La gracia de Dios introduce un cambio radical en el mundo. Vivir en el Reino supone, en el orden moral, la locura de hacerse pobre, salirse de las reglas de eficiencia del mundo, encaminarse a la pobreza de Dios, abriéndose así a la riqueza que El es y da a los suyos. Por ello el Reino de Dios aparece bajo el signo de la alegría, de lo festivo y de lo bello, como muestran las parábolas de boda y de banquete. Pero lo sublime es que esta riqueza de Dios se manifiesta bajo las imágenes de la impotencia y debilidad humana, como muestran las parábolas del grano de mostaza, de la levadura... Con esta paradoja Jesús se sale del esquema apocalíptico de la tradición rabínica y celota. Su nueva imagen del Reino es la victoria de Dios en lo falto de aparatosidad, en la pasión. Jesús es Rey (Jn 18,33ss; Mt 27,15), pero reina desde el trono de la Cruz. Sobre ella queda escrito su título para todos los tiempos y en todas las lenguas (Jn 18,19-20). El Padre, fuente original de la justicia y de la santidad, nos hace entrar en su Reino de justicia y santidad, por la misericordia gratuita derramada en nuestros corazones por el Espíritu de su propio Hijo. "Sólo Dios es bueno" (Mc 10,18; Lc 18,19), y sólo del Padre, por Jesús, en el Espíritu, puede dimanar para el hombre la salvación. Es lo que, con fuerza, expresa san Bernardo: La misericordia del Señor, pues, es el fundamento de mis méritos. Yo tendré siempre tantos cuantos Él se digne concederme compadeciéndose de mí... Yo estaré cantando eternamente las misericordias del Señor (Sal 88,1). Más, ¿acaso celebraré con esto mi propia justificación? En manera alguna; sino que de sola tu justicia, Señor, haré yo memoria (Sal 70,14). Aunque vuestra justicia es también mía, por cuanto Vos mismo fuisteis constituidos por Dios en fuente de justicia para mi (1Cor 1,30). ¿Acaso deberé yo temer que esta justicia no baste para los dos, para Vos y para mí? ¡Ah, no!... que vuestra justicia es eterna (Sal 118,142). Y ¿qué cosa hay tan amplia y dilatada como la eternidad? Vuestra justicia, pues, que es eterna y dilatadísima, nos cubrirá a entrambos ampliamente. En mí cubrirá la muchedumbre de los pecados: mas.
86 ¿qué cubrirá en Vos, Señor, sino tesoros de clemencia e infinitas riquezas de bondad?... Dios nos ha revelado estas riquezas por el Espíritu Santo, el cual nos ha hecho entrar en su Santuario por las puertas de sus llagas.
Jesús, enviado a anunciar el Reino de Dios, dice a sus discípulos: "No temáis, mi pequeño rebaño, porque mi Padre se ha complacido en daros el Reino" (Lc 12,32). El Reino es un don, pero el don ha de ser aceptado para que fructifique desde dentro. "El Reino de los cielos se entregará a un pueblo que dé sus frutos" (Mt 21,43). "No todo el que dice ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21). "Ningún fornicario, o impuro, o avaro tendrá parte en la heredad del Reino de Cristo y de Dios (Ef 5,5). "Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca" (Mt 3,2; 4,17). "Quien no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos" (Jn 3,5). "Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 18,3). Hacerse niño con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (Mt 18,3-4); abajarse (Mt 23,12), hacerse pequeño, más todavía, "nacer de lo alto" (Jn 3,7), "nacer de Dios" (Jn 1,13) es la condición para ''hacerse hijos de Dios" (Jn 1,12): es necesario nacer del agua y del Espíritu. "El Reino, objeto de la promesa hecha a David39, será obra del Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu" [CEC 709]. Desde el día de Pentecostés, el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de a Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado. [CEC 732] Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en la gloria eterna40. El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente
39
2Sam 7; Sal 89; Lc 1,32-33.
40
San Basilio, citado en CEC 736.
87 anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, los arras de su herencia (Ef 1,14; 2Cor 1,22)41.
El cumplimiento del tiempo entraña la llegada del Reino, pero no su consumación, por ello se puede decir: "el Reino está cerca". El Reino sigue conservando una dimensión de futuro, que alimenta la esperanza y la oración de los creyentes. Jesús mismo ora y enseña a orar a sus discípulos, pidiendo la venida del Reino (Mt 6,10; Lc 11,2). Esta espera del Reino obliga a vivir despiertos, en vigilancia. Los siervos esperan a su Señor y serán dichosos si éste los encuentra a su regreso vigilando (Lc 12,36-38). Esta vigilancia es necesaria, pues no se sabe el momento de la venida (Mt 13,33-37) y puede incluso tardar (v.38). Las imágenes del ladrón (Lc 12,39-40) y la del administrador (Lc 12,41-46) acentúan la necesidad de la vigilancia, mientras se espera y se anhela el Reino que viene. La tardanza pone a prueba al administrador, pero es la oportunidad de añadir a la vigilancia la paciencia. Todas estas parábolas presentan el mismo cuadro: la expectación ante una venida que consumará la historia, y el desconocimiento del momento de tal venida, que es la ocasión para vivir en una constante y paciente vigilancia. Jesús, que ha hecho presente y experimentable el Reino, suscita la espera de su segunda venida como Hijo del hombre que llega con poder y gloria a juzgar al mundo y entregar el Reino al Padre42. Por ello, quien ahora, en el tiempo presente, "se avergüence de mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se avergonzará de él ante el Padre" (Mc 8,38) o en la versión de Mateo: "quien se declare por mí... yo también me declararé por él" (10,32-33). La Iglesia anuncia que Cristo muerto y resucitado es el Redentor del hombre. Esta redención es la historia del Reino de Dios, cuya venida imploramos y gustamos en la Iglesia. En esta historia de salvación, aquí en la peregrinación de la fe, Dios y el creyente se acostumbran poco a poco a habitar el uno en el otro a través de Cristo y del Espíritu, sin que el hombre se ponga en el lugar de Dios y sin que Dios reemplace al hombre anulando su libertad. El Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, infundido en nuestros corazones, nos 41
CEC 1107.
42
Mc 13, 26; 14,62; Mt 25,31.
88 hace entrever el Amor sin fin, el rostro de Dios uno y trino: Vides Trinitatem si caritatem vides. Hoy, en la caridad eclesial, vemos a Dios confusamente con las primeras luces del alba; al fin lo veremos claramente, cara a cara, a la luz plena del Día sin ocaso. Pero ya, poco a poco, nos vamos acostumbrando a la luz eterna del Reino. Como dice san Ireneo: El Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre para habituar al hombre a acoger a Dios y habituar a Dios a habitar en el hombre según el beneplácito del Padre.
89
HÁGASE TU VOLUNTAD ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO Cristo nos ha dicho: "No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos" (Mt 7,21). Por tanto, es lógico que quien quiera entrar en el Reino de los cielos pida a Dios el cumplimiento de su voluntad. Por ello, Cristo pone esta tercera petición después de la del Reino de los cielos. Hay una forma perfecta de elevar a Dios esta súplica. Es la oración de María: "Hágase en mí según tu palabra". O la oración de Cristo: "No se haga mi voluntad sino la tuya". Cuando en la oración pedimos que se cumpla la voluntad de Dios, el Espíritu de Jesús está soplando sobre nosotros, pues sólo el Espíritu de Jesús nos hace desear la voluntad de Dios más que la nuestra. La voluntad del Padre En la progresiva manifestación de Dios en la historia, con Moisés nos revela su nombre, con David el reino, y con los profetas su voluntad. Es don de la Sabiduría divina el conocer (Sab 9,10) y el cumplir (Sal 143,10) la voluntad de Dios. El cristiano, por ello, ruega al Padre que otorgue a sus hijos "hacer lo que le agrada" (1Jn 3,22), concediéndoles vivir escuchando y practicando la palabra de su Hijo. Por la oración, podemos "discernir cuál es la voluntad de Dios" (Rm 12,2; Ef 5,17) y obtener "constancia para cumplirla" (Hb 10,36). Jesús ha anunciado a sus discípulos: "Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día" (Jn 6, 39-40). "No es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que uno de estos pequeños se pierda", es decir, no desea el Padre que se pierda ninguno de los discípulos de Jesús, pobres y menospreciados, pero que el Padre ha destinado al reino de los cielos (Mt 18,14). Jesús mismo exulta viendo que el beneplácito del Padre se cumple al revelar los misterios del reino a los pequeños, quedando ocultos para sabios e inteligentes (Lc 10,21). El conmovedor Sí, Padre de la oración de exultación de Jesús (Mt 11,25-27) expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que preludia lo que dirá al Padre en su agonía.
90 Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la voluntad del Padre (Ef 1,9). [CEC 2603]
La voluntad del Padre es vida. Pues la voluntad de nuestro Padre es "que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,3-4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, creyendo en el designio universal de salvación, se hace misionera [CEC 851]. Dios "usa de paciencia, no queriendo que algunos perezcan" (2Pe 3,9; Mt 18,14). El Hijo ha venido a darnos a conocer esta voluntad del Padre. Él nos ha dado a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se propuso de antemano...: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza... a Él por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad" (Ef 1,9-11). Pedimos, pues, que se realice este designio de benevolencia, en la tierra como ya ocurre en el cielo. [CEC 2823] Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre. [CEC 2825]
La voluntad de Dios "es que no se pierda nadie" (Mt 18,14). Decir: Hágase tu voluntad, no es esperar una desgracia. A Dios le hemos invocado como Padre, ¿por qué su voluntad para con nosotros va a ser algo malo, que tenemos que aceptar? Puede ocurrir que no nos dé lo que deseamos, "pues no sabemos pedir lo que nos conviene" (Rm 8,26), "pero, ¿qué padre da a su hijo una piedra en vez de pan o una serpiente en vez de un pez?". Dios, en su voluntad salvífica, supera nuestros deseos, corrige nuestros deseos equivocados, pero nunca es para temer su voluntad. Tenemos una idea de Dios tan mezquina que ante lo bueno que nos ocurre hablamos de milagro, y ante lo malo hablamos de voluntad de Dios. Tertuliano comenta: Pedimos que Dios nos otorgue la riqueza de su voluntad, para que seamos salvos en el cielo y en la tierra (1Tes 4,5), pues su voluntad es la salvación de todos los que adoptó como hijos suyos. Esta es la voluntad de Dios, realizada por el Señor predicando, actuando y sufriendo
91 (Jn 4,34; 5,30; 6,38; Hb 10,9). Suplicando "hágase tu voluntad" deseamos un bien para nosotros mismos, pues no puede haber mal alguno en la voluntad de Dios, aun cuando haya que sufrir alguna adversidad.
Y san Juan Crisóstomo explica: Quienes suplicamos el cumplimiento de su voluntad, pedimos seguir aquel estilo de vida celeste, de modo que queramos lo que Dios quiere. Notad la ilación de las palabras del Señor. Nos ha dicho que deseemos los bienes por venir y que apresuremos el paso en nuestro camino hacia el cielo; pero, mientras el camino no termina, quiere que, viviendo aún en la tierra, llevemos ya vida de cielo. Es necesario, nos dice, que deseéis el cielo y los bienes del cielo; sin embargo, antes de llegar al cielo, haced de la tierra un cielo y, aun viviendo en la tierra, todo lo que hagáis y digáis sea como si ya estuvierais en el cielo. Como esto no puede ser obra de nuestro esfuerzo, sino de la gracia divina, suplicamos al Padre: hágase tu voluntad asé en la tierra como en el cielo.
Jesús ha penetrado ya en la casa del fuerte (Mc 3,24ss), el que se opone al designio de Dios. En la medida en que Satanás va perdiendo terreno se va realizando la voluntad de Dios. En esta petición el cristiano, que experimenta cómo Satanás le arrastra fuera de la voluntad de Dios, pide que Satanás sea atado por "el más fuerte" para, liberado de su dominio, poder hacer la voluntad de Dios. Sólo cuando Satanás haya sido vencido del todo, se cumplirá la voluntad de Dios en la tierra de manera tan plena como se cumple en el cielo, donde Satanás no tiene ningún poder. El Hijo hace la voluntad del Padre La voluntad de Dios es el móvil de toda la vida de Jesús. La voluntad del Padre llenó toda su vida, como Él mismo nos testimonia: "yo no hago nada por mi cuenta, sino que hago lo que el Padre me ha encomendado" (Jn 5,30). "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4,34). "Porque no he bajado para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado" (Jn 6,38). La voluntad de Dios, planeada desde toda la eternidad, en Cristo fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: "He aquí que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad" (Hb 10,7; Sal 40,7). Sólo Jesús puede decir: "Yo hago siempre lo que le agrada a Él" (Jn 8,29). En la oración de su 1
Lc 22,42; Jn 4,34; 5,30; 6,38.
92 agonía, acoge totalmente esta voluntad: "No se haga mi voluntad, sino la tuya". "Se entregó a si mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios" (Gál 1,4). "Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10, 10). La encarnación del Hijo es la expresión de su obediencia filial. Porque es Hijo busca colmar a su Padre de gloria, devolviendo al hombre y a la creación la gloria que el pecado había frustrado. El Hijo encarnado entra en el mundo para que en la tierra se cumpla la voluntad de Dios lo mismo que en el cielo. Si Jesús nace pobre en Belén o huye a Egipto, predica la Buena Nueva del Reino, realiza milagros o muere en la cruz no hace otra cosa que cumplir la voluntad del Padre a impulso de su amor filial. Todo en Él está movido por su amor al Padre. La respuesta de Jesús a María y a José—"¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49)—nos revela la obediencia filial que movió toda su existencia. Todo en Cristo procede de su amor al Padre y todo tiende al Padre. Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión... La oración de Jesús ante estos acontecimientos de salvación, que el Padre le pide que cumpla, es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre. [CEC 2600]
La fe es la apertura del hombre a Dios que se le revela; es consentimiento en adoración y amor a sus palabras y a la historia; es respuesta de vida en fidelidad, prolongando en benevolencia y alabanza la benevolencia y gracia recibida de Dios. La fe y la vida no se contraponen ni contradicen, sino que la fe transforma la vida, haciendo que ésta sea vivida en una referencia gozosa a Dios; referencia fundamental derivada de la comunicación que Dios hace de sí mismo en su revelación al hombre, suscitando la respuesta de donación del hombre a Dios. Pero el hombre puede desnaturalizar esta relación con Dios, invirtiéndola en su contrario, cediendo a la tentación de utilizar a Dios y servirse de Él como un medio más al servicio de sus planes, en lugar de desbordarse a sí mismo hacia Él y adorarlo como Dios. Es la tentación de Israel en el desierto y la tentación de todo hombre: es la tentación de Adán y Eva: "ser como Dios, conocedor del bien y del mal" (Gn 3). Es la tentación de Massá y Meribá, "donde los israelitas tentaron a Yahveh diciendo: ¿Está Yahveh entre nosotros o no?" (Ex 17,7). El hombre es hombre por su posibilidad constante de elegir libremente a Dios.
93 Ahora bien, el hombre (Adán) se escogió a sí mismo como Dios. El hombre escoge su autonomía, que es lo mismo que su soledad, pensando hallar en ella la vida, al no depender de otro: pero en ella no encuentra más que la desnudez, el miedo y la muerte. Engañado por alguien, que es maligno y mentiroso, el hombre, al buscar la independencia, pierde la libertad, que sólo se vive en la verdad (Jn 8,32-44). Esta tentación de rebelión contra Dios tiene una doble manifestación: tentar a Dios o negarle. Ante el desierto, ante la historia concreta del hombre, en su condición de criatura con sus límites, ante la cruz de la existencia, ante la prueba en la que Dios sitúa al hombre, éste tienta a Dios, prueba a Dios, intimándolo a poner fin a la prueba, a quitarle la cruz, a cambiarle la historia2. Por sus propias fuerzas no puede el hombre salir de su situación de pecado ni rectificar su vida para encontrar de nuevo a Dios. No basta una decisión de la voluntad. Al menos en sus mejores momentos—o en sus peores momentos o de mayor desesperación—puede desear el bien, pero cuando comienza a obrar tropieza con su impotencia y su propia inconsecuencia. Se encuentra sometido a una especie de hechizo, que le quita la libertad de acción, sintiéndose cautivo. La división interior que el hombre siente entre la llamada al amor y la seducción del pecado, entre la obediencia a Dios y la dependencia de la ley del pecado es debida al poder del diablo, que se ha apoderado del hombre; su libertad está encadenada. Esa es la angustia que describe san Pablo: Estoy vendido como esclavo al pecado. Realmente no entiendo mi proceder, pues lo que yo quiero no lo hago y en cambio lo que detesto eso lo hago... Querer el bien está a mi alcance, mas no el realizarlo. En lo íntimo, cierto, me complazco en la ley de Dios, pero en mi cuerpo percibo otra ley contraria que lucha contra la ley de mi razón y que me hace esclavo de la ley del pecado que está en mi cuerpo. En una palabra, yo, por un lado, con mi razón, estoy sujeto a la ley de Dios; pero, por otro, con mis bajos instintos, sirvo a la ley del pecado (Rm 7, 14-25).
Esta situación lleva a Pablo a gritar: "¡Desgraciado de mi! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rm 7,24). 2
Ex 15,25; 17,1-7; Sal 95,9.
94 El pecado trastorna la relación del hombre con Dios, pero es incapaz de destruir la relación de Dios con el hombre. Dios mismo ha decidido y creado esa relación. Y sólo Dios puede eliminarla y revocarla. La imagen de Dios en el hombre queda desfigurada por el pecado, pero no destruida: puede ser recreada. Tras la caída original, podemos considerar ya como gracia de Dios este permanente destino y posibilidad del hombre de ser imagen de Dios en la tierra. El pecado no vence el amor de Dios. ¿Quién nos separa del amor de Dios, que hemos conocido en Cristo Jesús? Nada humano, ninguna criatura, ni siquiera el pecado, nos puede apartar del amor de Dios. No obstante el rechazo del hombre, mientras el hombre está en vida, Dios mantiene su relación de amor con él. La gracia de esta fidelidad de Dios a una imagen, que le contradice, apunta a la vocación salvadora del hombre mediante Cristo, que carga con el pecado, se hace pecado, deshecho de los hombres, desfigurado el rostro en la cruz, para devolver al hombre pecador el esplendor original, como imagen de Dios. La carta a los Hebreos presenta a Jesucristo, diciendo: Así como los lejos participan de la sangre y de la carne, así también participó Él de las mismas para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos por temor a la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud (2,14-15).
El hombre, muerto por su rebeldía y desobediencia, es salvado por la obediencia incondicional de Cristo. Cristo muere por amor al Padre, sin dudar de su amor ni ante la muerte, y por amor al hombre, a quien salva de su rebeldía, que le priva de la cercanía de Dios. Así ha vencido el pecado, reconciliando a los hombres con Dios. Esta reconciliación lleva consigo el perdón de todo pecado. "Habiendo recibido la reconciliación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios" (Rm 5,1-2). Reconciliados con Dios, en la sangre de Cristo, "no hay ya motivo de condenación para los que están unidos a Cristo Jesús (Rm 8,1). Cristo nos rescató del dominio del pecado recorriendo el camino inverso del hombre. El hombre, siendo criatura, quiso hacerse Dios, celoso de la condición divina. "Cristo, a pesar de ser Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de sí mismo y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; se humilló a sí mismo, obedeciendo
95 hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios le exaltó y le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que toda lengua proclame: Cristo Jesús es SEÑOR, para gloria de Dios Padre" (Flp 2,5-11). En Cristo vuelve el hombre a la vida y a la libertad. La pascua de Cristo de la muerte a la resurrección arrastra con Él al hombre de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, del cansancio al reposo, de la tristeza a la fiesta de la alegría. Los hijos oran al Padre: Hágase tu voluntad Jesús nos ha dicho: "Quien haga la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre" (Mt 12,50). Quien hace la voluntad del Padre es hijo del Padre, hermano de Cristo, está unido a Él con los lazos más estrechos de amor y de consanguinidad. Desea vivir como Él vivió. ¡Hágase tu voluntad! Así oró el Maestro y así oran sus discípulos. En comunión con Jesucristo, sus discípulos abandonan totalmente su voluntad a la voluntad de Dios. Los que oran en el Espíritu de Jesús repiten incesantemente la petición de que, por encima de todo, se cumpla la voluntad de Dios. El cristiano halla en el comportamiento filial de Cristo el camino de su propia vida filial: "El Padre nos ha predestinado a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29). Como Cristo, el cristiano está llamado a decir: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre" o "siempre hago lo que es del agrado de mi Padre" (Jn 8,29). Tras las huellas de Cristo el cristiano pasa por este mundo "obedeciendo al Padre hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,8). Así el cristiano sentirá la satisfacción que siente Jesús por haber llevado a cabo la obra que el Padre le había encomendado (Jn 19,30). La voluntad de Dios es su voluntad salvífica. Como Padre desea que no queden puestos vacíos en el banquete del Reino. Al orar ''hágase tu voluntad", ¿qué es lo que piden los cristianos? Ante todo, el don de hacer la voluntad del Padre, o mejor; que el Padre cumpla en ellos su voluntad. Conscientes, como hijos, de que la voluntad del Padre es lo mejor para ellos y de que, en su fragilidad, son incapaces de cumplirla, ruegan al Padre que la realice en ellos. El cumplimiento de la voluntad del Padre, expresada en todo el Sermón del Monte, no es fruto del esfuerzo humano, sino don
96 del Padre. Sólo Él puede hacer que sus hijos la cumplan en la tierra como se cumple en el cielo. San Cipriano, comentando esta petición, nos ofrece una clara visión de la antropología cristiana: El hombre lleva en sí mismo una debilidad radical y está expuesto a una caída continua, por los obstáculos que le pone delante el diablo para que no se cumpla en él la voluntad de salvación de Dios. Por eso, el hombre necesita apoyarse en Dios mediante la oración. Se trata de un apoyarse confiado, ya que la debilidad humana la ha hecho suya el Hijo de Dios. Él la vivió haciendo suya la voluntad de Dios, sosteniéndose con la oración: No pedimos que Dios haga su voluntad, sino que la hagamos nosotros. Nadie puede oponerse a que Dios haga lo que quiera; pero, dado que el diablo nos impide ser fieles a Dios, oramos y pedimos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios. Para que ésta se cumpla necesitamos su obra y su protección, ya que nadie es fuerte de por sí. Por lo demás, el mismo Señor, para confirmar la enfermedad humana que Él mismo llevaba en sí, dijo: "¡Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz!" (Mt 26,39), y para dejar un ejemplo a sus discípulos, para que cumplieran no su voluntad, sino la de Dios, añadió: "Pero no se haga como yo quiero, sino como quieras tú!" (Mt 26,39). Si Él, el Hijo, obedeció haciendo la voluntad del Padre, cuánto más el siervo debe obedecer y hacer la voluntad de su amo. También Juan nos exhorta a hacer la voluntad de Dios: "No améis al mundo, ni las cosas que son del mundo. Si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él, porque todo cuanto pertenece al mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición del mundo, no viene del Padre, sino del mundo. Pero el mundo pasará y también su concupiscencia; sólo el que hace la voluntad de Dios vive para siempre (1Jn 2,15-17). Pedimos, además, que la voluntad de Dios se cumpla en el cielo y en la tierra. Nosotros somos tierra y cielo, carne y espíritu. Entre la carne y el espíritu hay una lucha continua, se enfrentan constantemente y, por eso, no hacemos lo que queremos, porque el espíritu busca las cosas celestiales y divinas, mientras que la carne desea las terrenas y mundanas. Por eso pedimos que, con la ayuda y la intervención de Dios, haya concordia entre los dos, para que, cumpliéndose en el espíritu y en la carne la voluntad de Dios, se conserve el alma renacida de Dios. El apóstol Pablo lo dice claramente a los gálatas (Gál 5,17-23). Rogamos cada día, es más, continuamente, que se cumpla la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo.
La oración no es para lograr que Dios haga mi voluntad, sino para, en combate hasta la agonía, con mi voluntad, lograr aceptar la suya. Orar es identificarse con su voluntad,
97 haciéndola mía. Orar es comulgar con Dios. No es siquiera para pedirle que me ame, sino para que yo cambie mi corazón y acepte el amor que Él gratuitamente me ofrece. Cuando el barquero se acerca al muelle, arroja la maroma y la ata al poste de amarre. Luego tira de ella hacia sí. Pero no es el muelle el que avanza hacia la barca, sino la barca la que se acerca al muelle. En esto consiste la oración. Esta petición es ignorada en el Padrenuestro que nos transmite Lucas, que, sin embargo, la evoca en los Hechos, cuando los fieles de Cesarea—y Lucas mismo—, al no poder persuadir a Pablo de que no subiera a Jerusalén, exclaman: "Hágase la voluntad del Señor" (Hch 21,12-14). El tema del cumplimiento de la voluntad de Dios es frecuente en la primitiva catequesis cristiana: puesta que "Dios todo lo realiza según la decisión de su voluntad'' (Ef 1,11), es necesario renovarse interiormente para poder distinguirla (Rm 12,2) y comprenderla (Ef 5,17), suplicándole que conceda su "pleno conocimiento" (Col 1,9) para mantenerse "perfectos cumplidores de la voluntad de Dios" (Col 4,12), conscientes de que la vida cristiana consiste en vivir "según la voluntad de Dios" (1Pe 4,2), es decir, en santidad de vida: "Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos" (1Ts 4,3). Cumplir la voluntad de Dios es lo que hace que Él nos escuche (Jn 9,31) y escapar al fugaz tránsito del "mundo y sus concupiscencias'', pues sólo "quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre" (1Jn 2,17). Esta vida eterna es la voluntad de Dios para sus hijos, que viven en este mundo, como imagen suya. Los hijos se parecen a su padre. Los hijos de Dios imitan a su Padre: "Sed, pues imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros" (Ef 5,1). Esta imitación es don y respuesta: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman y si no saludáis más que a vuestros hermanos. ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,44-48),
y
98 No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. Por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso (Cfr. Mt 6,27-38).
Igualmente nos dice Pedro: Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra ignorancia; más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta (1Pe 1,14-16).
Sólo amando a los demás imita el cristiano a Dios, su Padre. En el amor se distinguen los hijos de Dios de los paganos. Porque somos hijos de Dios, reengendrados de un germen incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente (1Pe 1,23), podemos imitar a Dios (1Pe 1,14-16; 1Jn 3,2-10). Dios, que es amor, es la fuente de nuestro amor, principio de nuestra vida de hijos. Esta imitación del Padre se realiza también imitando a su Hijo amado, el hermano mayor (Rm 8,28-30). Dios Padre quiere que el Unigénito sea Primogénito de muchos hermanos. La obediencia es la expresión fundamental de la filiación divina. Nuestra obediencia al Padre pasa a través del cumplimiento de los mandatos que nos transmite el Hijo (Jn 14, 15.21-24). "Así seréis hijos de Dios sin tacha en medio de una generación perversa y depravada, ante la cual brilláis como estrellas en el mundo" (Flp 2,15). María, Sierva del Señor María, figura de la Iglesia y del cristiano, lo mismo que el Hijo, se abandona obediente a la voluntad del Padre. Sierva del Señor es el único título que María se atribuye a sí misma. Este título significa obediencia al Padre y aceptación de su plan de redención a través de la encarnación del Hijo. María, como sierva de Dios, responde al plan de Dios personalmente y en nombre del nuevo Israel, la Iglesia de Cristo. Lo que Israel no llevó a cabo debido a su incredulidad y desobediencia, lo lleva a cabo María por su fe y obediencia al Padre. Lo mismo que el primer Israel comenzó con el acto de fe de Abraham, así el nuevo Israel comienza con el acto de fe de María, sierva de Dios. Dios Padre quiso que la encarnación del Hijo estuviera precedida de la aceptación de la madre, de manera que lo mismo que la primera mujer; en el orden de la creación, contribuyó a la muerte, así esta primera mujer, en el orden de la
99 redención, contribuyera a la vida. La misión de esta sierva—lo mismo que la del siervo del Señor—será oscura y también dolorosa. El camino que el Padre le ha trazado al Hijo, lo ha trazado también para María, su madre. En el Antiguo Testamento se reconocen siervas del Señor Ana, madre de Samuel (1S 1,11) y Ester (Est 4,17) y el salmista se presenta ante Dios como "hijo de tu sierva" (Sal 86,16; 116,16). Israel mismo es, ante todo, "siervo de Yahveh" (ls 41,8...). María canta las maravillas que Dios ha hecho con su siervo Israel, poniendo los ojos en la pequeñez de su siervo" (Lc 1,48.49). Para ello ha dado su fíat: "hágase en mí según tu palabra". Con esta expresión, María expresa el deseo de que suceda en ella lo que el ángel le ha anunciado. Ofrece su persona a la acción de Dios, a la realización de su voluntad. María es realmente la "propiedad particular" (Ex 19,5) del Señor; consagrada enteramente a su servicio. María es la primera creyente del nuevo testamento, la primera de aquel pueblo de "corazón nuevo y de espíritu nuevo que caminará en la ley del Señor" (Ez 36,26-27). Sobre ella, criatura sin pecado y llena de gracia, desciende el Espíritu que plasma todo su ser y la hace templo de Dios vivo, después de haber dado su consentimiento libremente: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra" (Lc 1,38). Con esta palabra, en respuesta al anuncio del ángel, María, "se consagró enteramente como sierva del Señor a la persona y a la obra de su Hijo'' [LG 56]. "Dijo María: He aquí la sierva del Señor: hágase en mi según tu palabra" (Lc 1,38). Con esta respuesta—comenta Orígenes—es como si María hubiera dicho a Dios: "Heme aquí, soy una tablilla encerada, que el Escritor escriba lo que quiera, haga de mi lo que quiera el Señor de todo". Compara a María con una tablilla encerada que es lo que, en su tiempo, se usaba para escribir. Hoy diríamos que María se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la que Él puede escribir lo que desee. María, plasmada por el Espíritu Santo, es la persona más libre que pueda existir: "Donde está el Espíritu del Señor; allí está la libertad" (2Cor 3,17). La libertad se nos da para decir un sí gozosa al amor de Dios. Nunca es más libre el hombre que cuando pronuncia su sí en los momentos decisivos de su vida, cuando al ser llamado responde con todo su ser:
100 "heme aqui"3. Se es plenamente libre cuando se es capaz de responder con el sí del amor al amor ofrecido. La libertad no coincide con la autonomía. La autonomía se expresa frecuentemente con el no: la libertad, en cambio, se vive en el sí. Para ello, nuestra libertad es redimida, capacitada por el Espíritu Santo (Gál 5,13). Plenamente libre para el amor María responde: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra": El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida... Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina fue hecha madre de Jesús y abrazando la verdad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno se consagró totalmente a sí misma cual sierva del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón pues los Santos Padres estiman a María no como mero instrumento pasivo sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y la obediencia [LG 56].
De este modo María permanece abierta al misterio y se deja envolver por él. Preparada por el anticipo de la pérdida del hijo a los doce años, puede acoger el designio de la muerte de su Hijo y "estar en pie junto a Él en el momento de la cruz", aceptando que se cumpla la voluntad del Padre. Ella acepta que su Hijo ponga su relación con el Padre por encima de los vínculos familiares de la carne. Su fe, sin privarla del dolor, le permite aceptar que la espada anunciada por Simeón le atraviese el corazón hasta la plena manifestación de la luz pascual. En su pequeñez Marta persevera en su fidelidad hasta la cruz de su Hijo. María es pues la creyente que consiente a la palabra de Dios en la fe y se deja conducir dócilmente por ella, experimentando el misterio que se le va aclarando progresivamente. María, guardando la palabra en su corazón permite que ésta como espada de doble filo la traspase el corazón. De este modo sus pensamientos van siendo penetrados por el esplendor de esa palabra (Lc 2,35), que es luz que ilumina a las gentes (Lc 2,32). Es la figura del verdadero discípulo que asiente a la iniciativa de Dios dejándose plasmar por Él. Las palabras de María en las bodas de Caná—las últimas palabras de María que recogen los evangelios—son la profesión de fe de María, la Mujer Sión, como lo hizo toda la 3
Cfr. Ordenación sacerdotal o el sí que se dicen mutuamente dos novios, que se aman, el día de su boda
101 comunidad del pueblo elegido en el Sinaí acogiendo la alianza con Dios 4. Lo que María pide a todos los servidores respecto a Jesús es que adopten la actitud de la alianza, la aceptación plena de su palabra, de la voluntad de Dios. Así ella mueve a los discípulos a creer en Él (Jn 2,11)5. Los servidores son los que obedecen a Cristo siguiendo la invitación de María. A ellos manifiesta Jesús su gloria: "Quien acoge mis mandamientos y los cumple éste me ama. Y quien me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21). Este es el verdadero servidor de Jesús a quien el Padre "honrará" (Jn 12,26). Al servicio a Cristo obedeciendo a su palabra sigue la manifestación de Cristo. Esta es la experiencia de los servidores de Caná; ellos son los que "conocen de dónde procede el vino bueno" (Jn 2,9), porque son ellos quienes han sacado el agua obedeciendo la palabra de Jesús: "En esto sabemos que le conocemos porque observamos sus mandamientos" (1Jn 2,3). Los servidores de Caná son el prototipo del servicio y obediencia a Cristo para entrar en la Nueva Alianza como amigos de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo que os améis los unos a los otros como yo os he amado... Seréis mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 13,34; 15,14). María con el fíat de la Anunciación recibe en su seno a Cristo aceptando la voluntad del Padre de redimir a la humanidad por la encarnación del Verbo. Esta aceptación del plan redentor de Dios se le fue aclarando poco a poco a lo largo de su vida, en el itinerario de la fe tras las huellas de su Hijo. De este modo tomaba conciencia de su misión maternal respecto a nosotros. Y según se desplegaba dentro de la historia el misterio de su Hijo, a María se le dilataba su seno maternal hasta llegar al momento de la cruz en que su maternidad llegó a su plenitud al abrazar a toda la Iglesia y a todos los hombres. Y ahora glorificada en el cielo María es perfectamente consciente de su misión maternal dentro del plan de salvación de Dios. Por ello sigue totalmente unida en voluntad e intención con la voluntad e intención 4
Ya en el fíat de la Anunciación hay una alusión al fíat pronunciado por Israel al aceptar la alianza en el Sinaí. Y
al final del encuentro con el ángel, éste "partió de ella", como Moisés que "volvió a referir al Señor las palabras del pueblo" (Ex19,8). 5
Cfr. Juan Pablo II, El fíat de María, cumplimiento del fiat de Israel en el Sinaí, en el Ángelus del 3 de julio de
1983.
102 salvífica del único Salvador de la humanidad, Cristo glorificado. Como cumplió la voluntad de Dios en la tierra sigue cumpliéndola en el cielo. Así en la tierra como en el cielo Esto puede entenderse de muchos modos: Que cumplamos nosotros aquí abajo su voluntad como los bienaventurados, ángeles y santos, la cumplen en el cielo o que se llaga su voluntad en la Iglesia como se hace en Jesucristo. San Agustín dice: La Iglesia es el cielo, los enemigos de la Iglesia son la tierra. Pedimos, pues, que el reino de Dios llegue a todos los hombres, de modo que en el mundo se cumpla la voluntad de Dios como se cumple en la Iglesia Y también puede entenderse que tu voluntad se cumpla en nosotros ahora, para que pueda cumplirse en nosotros después, en el cielo.
Pedimos el cumplimiento de su voluntad—dice san Cipriano—para que "nosotros podamos hacer lo que Dios quiere, porque a nosotros se nos opone el diablo para que no estén totalmente sumisas a Dios nuestra mente y vida; por ello pedimos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios; para ello necesitamos la ayuda y protección de Dios, porque nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la bondad y misericordia de Dios; y añadimos "así en el cielo como en la tierra", es decir; "en el cuerpo y en el espíritu, pues teniendo un cuerpo terreno y un espíritu que viene del cielo, somos a la vez tierra y cielo"; o también, que se cumpla su voluntad "en la tierra de los que no creen" como se cumple "en el cielo" de los que creemos. Y añade san Cipriano: Esta petición también se puede entender en otro sentido. Puesto que el Señor nos amonesta que amemos incluso a los enemigos (Mt 5,44) y que oremos también por quienes nos persiguen, pedimos que también en ellos, que son terrenales y aún no han comenzado a ser celestiales, se cumpla la voluntad de Dios, esa voluntad que Cristo ha cumplido plenamente, restaurando al hombre. Cristo llama a sus discípulos sal de la tierra (Mt 5,13) y el Apóstol llama carnal al primer hombre y, en cambio, celestial al segundo hombre (1Cor 15,47). Con razón nosotros, que debemos asemejarnos a Dios Padre (Mt 5,45), que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos, amaestrados por Cristo, oramos por la salvación de todos. Como la voluntad de Dios se ha cumplido en el cielo, es decir, en nosotros, a través de nuestra fe, por la que hemos sido transformados en hombres celestiales, que se cumpla así también la voluntad de Dios en la tierra, o sea, en los que no creen, para que también ellos, que
103 aún son terrenales por el primer nacimiento, comiencen a ser celestiales, mediante el renacimiento del agua y del espíritu (Jn 3,5).
Orígenes, en su comentario al Padrenuestro, dice que la petición del cumplimiento de la voluntad del Padre, "así en la tierra como en el cielo", suplica "la realización de la voluntad divina en todos sus detalles por los que estamos en la tierra igual que se cumple en el cielo, a fin de asemejarnos a los celestiales y, por llevar, igual que ellos, la imagen celestial, ser herederos del Reino de los cielos"; es también válida la interpretación alegórica del cielo como referida a Cristo y la tierra referida a la Iglesia, orando quienes ''forman la Iglesia para someterse a la voluntad divina, como Cristo se sometió perfectamente a la voluntad del Padre", pues Aquel a quien "ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18) toma "a los discípulos como colaboradores ante el Padre en la oración, para que las cosas terrenas, a semejanza de las celestiales, ya sujetas al Verbo, se sometan a su dominio". Finalmente, "así en la tierra como en el cielo" puede referirse también "a las peticiones anteriores", de modo que "en los que estamos en la tierra" sea santificado el nombre de Dios y venga su Reino, como sucede "en los que están en el cielo". Y san Ambrosio dice a los neófitos: Por la sangre de Cristo han sido pacificadas todas las cosas en el cielo y en la tierra (Col 1,20). El cielo ha sido santificado y el diablo arrojado de él, encontrándose ahora donde están los hombres por él engañados. "Hágase tu voluntad" quiere decir que haya paz "así en la tierra como en el cielo".
Teodoro de Mopsuestia lo amplia, diciendo que, al suplicar el cumplimiento de su voluntad así en la tierra como en el cielo, pedimos imitar en este mundo la conducta que esperamos llevar en el cielo, donde nada hay contra Dios. Esto supone seguir la palabra del Apóstol: "No os conforméis a este mundo, sino transformaos según la renovación de vuestra mente, de modo que sepáis cuál es la voluntad de Dios, el bien, lo que le es aceptable, lo perfecto" (Rm 12,2). Que nuestra voluntad no se modele conforme a la vida de este mundo, sino que cada día elevemos nuestra voluntad hacia lo que agrada a Dios. Tal es la perfección moral que en estas palabras nos enseña nuestro Señor.
104 En esta petición suplicamos—dice san Agustín—que la voluntad de Dios "se haga en la tierra de la carne" como "se hace en el cielo del espíritu" (Rm 7,18-25). Y lo comenta: El espíritu es el cielo, la carne es la tierra, según lo dicho por el Apóstol: "Con el espíritu sirvo a la ley de Dios, con la carne a la ley del pecado" (Rm 7,25). La voluntad de Dios se cumple en el cielo, pero no en la tierra. Cuando, en cambio, la carne no se enfrente con el espíritu y haya sido vencida la muerte, entonces sí que el espíritu no tendrá que combatir ya ningún deseo carnal; cuando haya cesado esta lucha interior y la carne ya no tenga deseos contrarios al espíritu ni el espíritu contrarios a la carne; cuando haya cesado esta lucha y toda concupiscencia se haya convertido en caridad, entonces la voluntad de Dios se cumplirá en el cielo y en la tierra.
Pedimos también—añade san Agustín—que la voluntad de Dios se haga por los infieles, que aún son tierra, como se hace por los fieles, que, revestidos del Adán celestial, son con razón, llamados cielo: Se nos ha ordenado orar por nuestros enemigos. La Iglesia es el cielo; sus enemigos, la tierra. Entonces, pedimos que como nosotros creemos en Ti, que crean también nuestros enemigos. Ellos son la tierra, por eso están en contra nuestra; que se conviertan en cielo y estén con nosotros, haciéndonos todos amigos. La Iglesia de Dios es el cielo, sus enemigos, la tierra. Pedimos entonces un bien para nuestros enemigos: que también ellos crean y se hagan cristianos. Podemos también, sin faltar a la verdad, interpretar estas palabras de esta manera: así en la Iglesia como en nuestro Señor Jesucristo. Como en el esposo, que cumple la voluntad del Padre, así en la esposa, con la que se ha desposado. Porque el cielo y la tierra pueden significar el Esposo y la Esposa, por cuanto la tierra fructifica, fertilizándola el cielo.
Al pedir a Dios "hágase tu voluntad" expresamos el deseo de que se realice en la tierra su designio de salvación concebido en el cielo. El plan de salvación de Dios se realiza en la tierra como en el cielo si el reino de los cielos desciende a la tierra. El reino de los cielos es un "estado celestial", incoado por Jesucristo ya en la tierra. Los discípulos de Cristo expresan su deseo de que Dios realice plenamente su plan de salvación, según es su voluntad. Desde que Cristo entró en el mundo, la voluntad de Dios se está cumpliendo en la tierra. Los discípulos, seguidores de Cristo, no desean otra cosa sino que Dios realice en su vida su designio como lo ha cumplido en su Hijo amado. Con gracia dice santa Teresa:
105 Hecha la tierra cielo, será posible hacerse en mí vuestra voluntad. Mas sin esto, y en tierra tan ruin como la mía, y tan sin fruto, yo no sé, Señor, cómo sería posible.
La voluntad de Dios se cumplirá en la tierra como en el cielo, cuando los discípulos sean tan fieles ejecutores del designio de Dios como lo son los ángeles del cielo. Jesús reúne en la tierra en torno así a los que escuchan su invitación al banquete del reino de los cielos. A estos les llama y ofrece la conversión: pasar de hacer la propia voluntad a hacer la voluntad de Dios: "Entrarán en el reino de Dios quienes cumplen la voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mt 7,21; Lc 6,45). La familia de Jesús, llamada a heredar el reino de los cielos, se compone de publicanos y pecadores que "cumplen la voluntad de Dios" (Mt 21,28ss; Lc 12,47), congregándose en torno a Jesús: "El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35). Se trata de la comunidad de los tiempos escatológicos, que Dios se va preparando con quienes desean vivir en su voluntad. Piden, pues, que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo los que desean que se lleve a cabo el plan de salvación de Dios. Sólo Dios puede hacer que el estado celestial se convierta también en la situación de esta tierra. El fiel discípulo, consciente de sus deficiencias, pide a Dios que en él realice su voluntad. Pedimos al Padre que infunda en nosotros su Espíritu y así podremos cumplir su voluntad: "En efecto todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8,14). Como dice Orígenes: Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con Él y así cumplir su voluntad: de esta forma se hará también en la tierra como en el cielo.
El orante que ha expresado desde lo más hondo de su alma el deseo de la santificación del Nombre de Dios, de la venida de su Reino y del cumplimiento de su voluntad, ¿qué más puede pedir? Jesús, que conoce lo que necesitamos, aún pone en nuestros labios cuatro peticiones más. Los hijos del reino, mientras aguardan con ansia su venida, caminan peregrinos por este mundo, necesitados de la ayuda de Dios, del pan de cada día, del perdón diario, de la protección contra las asechanzas del maligno para no caer en la tentación. Estas peticiones, que Jesús nos enseña, suenan como el grito de auxilio de quien se halla en extrema necesidad.
106
EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA DÁNOSLE HOY "Con cuanta atención—dice Tertuliano—ha ordenado esta oración la divina Sabiduría: después de los bienes celestiales, es decir, la santificación del Nombre de Dios, el cumplimiento de su voluntad y la venida de su Reino, comenzamos a orar por nuestras necesidades temporales. Es lo que el Señor ya había dicho: 'Buscad primero el Reino y todas estas cosas se os darán por añadidura' (Mt 6,33; Lc 12,31)". Pero "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4; Dt 8,3), es decir; de su Palabra y de su Espíritu. Hay hambre sobre la tierra, "mas no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios" (Am 8,11). La petición del pan de cada día encabeza la segunda parte del Padrenuestro. ¿De qué pan se trata? San Cipriano responde: Estas palabras pueden tener un significado espiritual y uno literal, y tanto el uno como el otro modo de entenderlas, por la bondad de Dios, es útil para nuestra salvación.
El pan de cada día En el contexto mismo del Padrenuestro, en el evangelio de Mateo, Jesús invita a sus discípulos a no angustiarse con el afán por el alimento y el vestido del mañana (Mt 6,25-34), abandonándose hoy a la providencia del Padre, quien, si alimenta a las aves del cielo y viste a los lirios del campo, mucho más se cuidará de sus hijos, pues Él sabe lo que necesitan, aunque quiere que se lo pidan con la confianza filial de que, si un padre al hijo "que le pide pan" no le da una piedra, "¡cuanto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!" (Mt 7,7-11). Entre estas cosas buenas está, sin duda, el pan o alimento necesario. Es el pan de cada día el que los hijos piden a su Padre, libres de toda inquietud por el mañana. También en el contexto inmediato del Padrenuestro, en el evangelio de Lucas, el pan se refiere al sustento corporal (Lc 11, 5.11) y lo mismo en un contexto más amplio de todo el evangelio1. Con la misma insistencia importuna de quien pidió "tres panes" a su amigo y con la confianza del hijo que "pide pan" a su padre, así los hijos de Dios le piden "cada día" el don del pan. Abandonando su preocupación por el vestido y la comida en manos del Padre 1
Lc 4,3-4; 7,33; 9,3.16; 14,1; 15,17.
107 providente, que sabe lo que necesitan (Lc 12,22-31), le suplican: "¡Dánoslo cada día!". Se trata, pues, en primer lugar del sustento necesario, el pan de cada día, el suficiente para la vida: "No me des pobreza ni riqueza, sino dame a gustar el pan necesario" (Pr 30,8). Esta precariedad de quien vive al día, esperando del Padre el pan cada día, es lo que explica la urgencia de la petición ¡Dánosle hoy! El discípulo de Cristo no cuenta más que con el hoy y sólo pide el pan de hoy: "No os inquietéis por el día de mañana. El día de mañana se inquietará de sí mismo" (Mt 6,34). En el hoy se realiza la salvación, y el afán de la vida terrena no puede sobrepasar el día de hoy: "Cada día tiene bastante con su propio afán" (Mt 6,34). El pan que pedimos a Dios es expresión de nuestro reconocimiento diario de que Él es nuestro Padre. Pedir el pan es vivir cotidianamente en la fe en Dios y del amor de Dios. El sustento diario (Hch 6,1; St 2,15) es un don que el fiel espera recibir como don del Padre, pues el Dios que "provee de simiente al sembrador y de pan para su alimento, también es poderoso para colmar a sus hijos de todo don a fin de que tengan siempre lo necesario" (2Cor 9,8.10). Danos: es hermosa la confianza de los hijos que esperan todo de su Padre "Hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos" (Mt 5,45) y da a todos los vivientes "a su tiempo su alimento" (Sal 104, 27). Jesús nos enseña esta petición; con ella se glorifica en efecto a nuestro Padre reconociendo hasta qué punto es Bueno más allá de toda bondad [CEC 2828]
Hay un midrásh rabínico que nos habla de un rey que tenía un hijo. Al llegar la primera luna nueva del año, el rey entregaba a su hijo la cantidad de víveres necesaria para todo el año. De este modo, el hijo se presentaba ante el padre una sola vez al año. El padre, deseoso de ver el rostro de su hijo, cambió su forma de actuar. Decidió dar al hijo sólo las provisiones que necesitaba para el día. El hijo, no entendiendo el proceder de su padre, se lamentó, preguntando el motivo de tal cambio. El rey respondió: "Porque deseo ver diariamente tu rostro". El hijo, agradecido, reconoció: "Cierto, así también yo veré cada día tu rostro". Pedir el pan de cada día supone pedirlo todos los días. "Danos cada día el pan nuestro cotidiano", dice Lucas (11,3). De este modo se refleja la condición de los orantes como discípulos, "enviados a anunciar al Reino sin bolsa ni dinero", esperando cada día el sustento
108 del Padre providente. En los labios de los discípulos, enviados sin bolsa ni dinero, la petición del pan adquiere una urgencia especial y logra todo su sentido. Jesús, al llamarles, les ha invitado a abandonar su familia, sus propiedades y ocupaciones, para poder seguirle2. Su única ocupación es la predicación del reino de Dios. A ellos Jesús les instruye: No os inquietéis por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis; porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Fijaos en los cuervos: ni siembran ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves! Fijaos en los lirios, cómo ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así, pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo. Buscad, más bien, su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura (Lc 12,22-31).
Este es el abandono filial de los hijos de Dios, a quien Él promete darles todo. Todo, en efecto, pertenece a Dios: al que posee a Dios, nada le falta [CEC 2830]. Santa Teresa lo expresa admirablemente: Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene, nada le falta: sólo Dios basta.
Quien eleva al Padre esta petición según el espíritu de Jesús, está orando para que Dios haga posible la predicación del reino, garantizando a la comunidad de los discípulos de Jesús la existencia y la posibilidad de dedicarse del todo al anuncio del evangelio. Enviados de dos en dos a predicar, sin provisión alguna para el camino, en sus labios adquiría el significado pleno la petición: "el pan nuestro, dánoslo hoy": dánoslo a nosotros dos y también a los demás discípulos enviados como nosotros. 2
Mc 1,18.20;2,14; 10,21; Lc 5,11; 9,59.
109 Mientras los discípulos se encuentran en la tierra, no deben avergonzarse de pedir a su Padre celeste los bienes de la vida material. El que ha creado a los hombres sobre la tierra quiere conservar y proteger sus cuerpos. Por ello los discípulos piden al Padre el pan cada día. Ellos saben que el pan producido por la tierra viene, en realidad, de arriba, es don de Dios. Por eso no cogen el pan, sino que lo piden. Por ser el pan de Dios, llega cada día de nuevo. Los seguidores de Jesús no piden provisiones, sino el don cotidiano de Dios, con el que pueden prolongar sus vidas en la comunión con Cristo, y por el que glorifican la bondad de Dios.·San Agustín dice a los competentes: Tú dices: Danos hoy nuestro pan de cada día y así te confiesas mendigo frente a Dios. No te ruborices por ello. Por muy rico que sea uno en la tierra, es siempre un mendigo respecto a Dios. El mendigo se coloca en el umbral de la casa del rico, pero este rico debe pararse ante la casa de otro más rico. A pesar de que a él le pidan limosna, él a su vez debe pedirla. Si no necesitase pedir nada, no oraría a Dios. Pero, ¿qué necesita el rico? No temo decir que necesita el mismo pan cotidiano. Si Dios no se lo diese, no podría vivir, en medio de tantas riquezas. No tendría nada, si Dios no fuese providente con él. Hay tantos que se acostaron ricos y se levantaron pobres. Y, además, el que a ellos nada les falte, no viene de su poder sino de la misericordia de Dios.
Esta petición del pan diario alimenta la confianza en el Padre, que alimenta a las aves, que no trabajan, y viste a los lirios, que no hilan ni tejen, y que dará mucho más a los que sólo piden el pan necesario. Comenta San·Cipriano: Nosotros, que hemos renunciado al mundo y, a través de la fe, hemos despreciado sus riquezas y sus vanidades, pedimos sólo el alimento de hoy y no el de mañana, según el mandamiento del mismo Señor: "No os preocupéis del mañana; el mañana pensará en sí mismo. A cada día le basta su propio afán" (Mt 6,34). Pedir para el día de mañana es desear vivir mucho tiempo en este mundo, lo que está en contradicción con la petición de que venga pronto el Reino de Dios. El bienaventurado Apóstol, reforzando nuestra esperanza y nuestra fe, nos amonesta: "No hemos traído nada a este mundo y nada nos podemos llevar de él. Contentémonos con el alimento y el vestido que tengamos. Los que quieren enriquecerse, caen en la trampa y en codicias insensatas y perniciosas, que hunden al hombre en la ruina y la muerte. El afán de dinero es la raíz de todos los males: los que se dejaron llevar por él, se
110 extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores" (1Tm 6,7-10). Y el Señor reprende al rico necio, que se vanagloriaba de la abundancia de la cosecha (Lc 12,20). El necio, próximo a morir aquella misma noche, se alegraba de su opulencia. El Señor, por el contrario, enseña que es perfecto el que, habiendo vendido todos sus bienes y habiéndolos distribuido a los pobres, se prepara un tesoro en el cielo (Mt 19,21; 6,20).
Y añade: No puede faltarle al justo el alimento cotidiano, porque está escrito: "El Señor no dejará morir de hambre al justo" (Pr 10,3) y también: "Fui joven, ahora soy viejo: no he visto nunca a un justo abandonado, ni he visto a sus hijos mendigar el pan" (Sal 36,25). El mismo Señor ha hecho la promesa: "No os preocupéis diciendo: ¿qué comeremos, qué beberemos, con qué nos vestiremos? Por estas cosas se afanan los paganos. Vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas. Buscad más bien el Reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se os darán por añadidura" (Mt 6,31-33). Dios dio de comer a Daniel (Dn 14,31-44) y también mandó a los cuervos llevar el alimento a Elías durante la persecución (1R 7,6).
También para san Gregorio de Nisa el pan cotidiano se refiere a lo accesorio para conservar la naturaleza corporal; ese es el pan que pedimos para hoy, libres, por tanto, de "la angustia por el mañana" (Mt 6,33-34). Sólo el presente nos pertenece, siendo incierta la esperanza del futuro, puesto que ignoramos lo que nos deparará el día de mañana. ¿Por qué nos preocupamos de lo incierto? ¡Bástale a cada día su propio afán! (Mt 6,34). Igualmente, san Juan Crisóstomo dice que se trata del alimento corporal, necesario "no para un gran número de años, sino para hoy", liberados del afán por "el pan de mañana", cuyo don abandonamos "confiadamente a la providencia del Padre". También Teodoro de Mopsuestia dice que la petición del pan, que nos es necesario hoy, se refiere a lo que dice san Pablo: "Nos basta con tener el alimento y el vestido" (1Tm 6,18); esto es lo necesario para satisfacer nuestras necesidades urgentes para la subsistencia de la naturaleza en el "hoy" de esta vida. El pan nuestro Pero la palabra pan no designa solo el sustento corporal. En labios de Jesús tiene también y, fundamentalmente, otros significados. En el Padrenuestro se pide el pan nuestro: el artículo quiere significar que se trata del pan propio y específico de los hijos de Dios: es el pan nuestro, el de los discípulos de Cristo. Es el pan sustancial, no el pan común, sino el
111 propio y exclusivo de los fieles discípulos de Jesús. Dice san Cipriano: "El pan de vida es Cristo y éste no es de todos, sino nuestro, de quienes invocamos a Dios como Padre nuestro. Así Cristo es el pan de los que tomamos su cuerpo". Viendo esta petición unida a las peticiones anteriores del Padrenuestro, podemos decir que se trata del pan del Reino, "las cosas buenas que el Padre que está en los cielos da a quienes se las pidan" (Mt 7,11). Estas cosas buenas se contraponen al pan que los padres terrestres dan a sus hijos. Ya el profeta Isaías había relacionado el pan que no sacia con las cosas buenas: "¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y vuestro jornal en lo que no sacia? Hacedme caso y comed cosas buenas, y disfrutaréis con algo sustancioso"(Is 55,2). Estas cosas buenas son un don gratuito (v.1) concedido a "quienes aplican el oído, acuden a Yahveh y escuchan'' (v.3) su palabra (v. 11). 1. Pan de la Palabra Este pan de la Palabra es lo que los hijos piden al Padre, como su alimento diario, el único que sacia su hambre. Es lo que han aprendido del Maestro, según Mateo: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). A sus discípulos, Jesús "les ha dado a conocer los misterios del Reino de los cielos" (Mt 13,11), haciéndoles comprender la Palabra del Reino (Mt 13,19.23), que produce fruto abundante. La Palabra de Dios, con su fuerza salvífica, es "el pan de los hijos, que no está bien echárselo a los perritos" (Mt 15,26). Lo mismo encontramos en el evangelio de Lucas. Jesús rechaza la tentación del diablo, que le invita a convertir las piedras en pan, citando el Deuteronomio: "No sólo de pan vive el hombre" (Lc 4,3), "sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Dt 8,3). El hombre vive sobre todo de la palabra de Dios, que crece y se difunde3 y, como una semilla, sembrada en quienes "la escuchan y conservan con corazón bueno", da fruto centuplicado (Lc 8,8-15) de salvación (Hch 13,46-48), haciendo de ellos, "madre y hermanos", familiares de Jesús (Lc 8,21). La palabra es, pues, el "pan nuestro" de los cristianos. De ahí la petición: "¡Dánoslo cada día!".
3
Hch 6,7; 12,24; 13,49,19,20.
112 Tras el cada día de Lucas late la experiencia de Israel del maná4: El pan que Yahveh dio como alimento (Ex 17,8.15; Sal 78,24) a Israel cada día durante los cuarenta años de peregrinación por el desierto5 y que el pueblo recogía "cada día" (Ex 16,5). El maná es el "pan del cielo"6, el "pan de los ángeles" (Sab 16,20; Sal 78,25) dado gratuitamente por Dios a Israel (Ex 16,16). El maná no era, pues, un alimento común, sino el alimento propio del "pueblo de Dios" (Sab 16,20), característico de sus hijos (Sab 16,21.26), que les daba todas "las delicias y satisfacía todos los gustos" (Sab 16,20). Mediante el maná "el Señor enseñaba a sus amados hijos que no son las diversas especies de frutos las que alimentan al hombre, sino que es su palabra la que mantiene a los que creen en El" (Sab 16,26). Los cristianos—niños en Cristo—inicialmente son alimentados con "la leche y no con alimento sólido" (1Co 3,2). Se trata de la "leche de los primeros rudimentos de los oráculos divinos" (Hb 5,12). Esta "leche espiritual" es el sustento que desean los neófitos cristianos, como recién nacidos, para crecer en la salvación (1Pe 2,2). Pero, una vez adultos en la fe, necesitan el "manjar sólido de la doctrina de la justicia" (Hb 5,13-14; 1Cor 3,2), es decir, ser alimentados "con las palabras de la fe y de la buena doctrina" (1Tm 4,6). Esta "palabra de vida" (Flp 2,16) o "Palabra viviente" (Hb 4,12; 1Pe 1,23) es el verdadero alimento, superior al maná dado por Moisés, pues la palabra dada por Jesús a sus discípulos (Jn 17,6.8) es "el verdadero pan del cielo que el Padre da" (Jn 6,31-32); es "el pan de Dios" (Jn 6,33), identificado con la Palabra encarnada: "¡Yo soy el pan de vida!" (Jn 6,35). San Agustín dice: Dios da el pan, que cotidianamente sostiene y sacia al cuerpo, no sólo a los que le alaban, sino también a los que le maldicen: "Él hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos" (Mt 5,45). Pero hay otro pan que buscan los hijos. El Señor nos habla de él en el Evangelio, cuando dice: "No está bien tomar el pan de los hijos y dárselo a los perritos" (Mt 15,26). Este es el pan de los hijos y es también necesario para vivir; no podemos prescindir de él, como no podemos prescindir del pan material. Este pan es la Palabra de Dios, que cada día se nos reparte. Es nuestro pan cotidiano, con el que alimentamos nuestro espíritu. Nosotros, que todavía somos obreros de la viña, necesitamos el alimento, no el salario. Quien lleva un obrero a la viña, le debe dos cosas: el alimento para que se sostenga y el salario para 4
Ex 16,13; Nm 11, 66-69; Sb 16,20-29.
5
Ex 16,16.19.35; Jos 5,12.
6
Ex 16,4; Sb 16,20; Sal 78,24; 104,40; Ne 9 15.
113 que saque provecho de su trabajo. Nuestro alimento cotidiano en este mundo es la Palabra de Dios, que se nos reparte cotidianamente en la Iglesia. El salario, que tendremos después de haber trabajado, es la vida eterna.
Por ello la Dei Verbum dice: La Iglesia ha venerado las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia... En los sagrados libros, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual. [DV 21]
La Iglesia, "como madre previsora, nos prodiga en su liturgia, día tras día, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía del Señor" [CEC 2040]. 2. Pan de la Eucaristía Y, como pan sustancial, maná escatológico, pan propio y exclusivo de los hijos, se trata del pan de la Eucaristía, con el que se nutren quienes han renacido en el bautismo como hijos de Dios. Si mediante el maná los hijos de Israel vieron "la gloria del Señor y le reconocieron como su Dios (Ex 16, 7.21), también la fracción del pan eucarístico es el signo sacramental en el que la asamblea cristiana reconoce la gloria del Señor resucitado (Lc 24,26-35). El pan eucarístico del Cuerpo del Señor, prefigurado en el signo de la multiplicación de los panes (Mt 14,19; Mt 15,35), es el pan que Jesús "partió y se lo dio a los discípulos" (Mt 26,26). Este es el pan por excelencia, alimento verdadero de los discípulos de Jesús. Participando de este pan, los hijos de Dios pregustan ya el banquete del Reino (Mt 26,29; 22,2-14), pues éste es ya el pan del Reino. También en Lucas el pan se refiere al pan eucarístico; con este significado aparece constantemente en el Evangelio7 y en los Hechos8. El pan que piden al Padre es el pan que, en la cena pascual (22,14-27), Jesús tomó y, tras haber dado gracias, lo partió y se lo dio a sus discípulos como signo sacramental de su "cuerpo, entregado por ellos", encargándolos que siguieran haciéndolo "en memoria suya" (Lc 22,19). 7
Lc 22,19; 24,30.35; 9,16.
8
Hch' 2,42.46: 20,7. 11.
114 El pan, que se pide al Padre, evoca en todas las primeras comunidades cristianas el pan eucarístico del cuerpo y sangre del Señor9. Es el pan10 de los fieles cristianos, por ser "el alimento espiritual" prefigurado por el maná (1Cor 10,3), "el pan que partimos", del que "participamos" cuantos "somos un solo cuerpo" (1Cor 10,16-17). Se trata del "pan vivo bajado del cielo, para que quien lo coma no muera, sino que tenga vida eterna, vida para siempre" (Jn 6,50-58). De ahí la súplica: "¡Danos siempre este pan!" (Jn 6,34); Señor, "¡dánosle hoy!". Comenta Tertuliano: Danos hoy nuestro pan de cada día lo entendemos también en sentido espiritual. En realidad, Cristo es nuestro pan, porque Cristo es vida y el pan es vida: "Yo soy el pan de la vida", dice Él (Jn 6,31); y poco antes había dicho: "El pan es la palabra del Dios vivo, que viene del cielo" (Jn 6,33); entiende por pan también, su cuerpo, al decir: "Esto es mi cuerpo" (Mt 26,26; Mc 14, 22; Lc 22,19). Por lo tanto, al pedir el pan de cada día, pedimos vivir siempre unidos a Cristo y recibir de su cuerpo nuestro ser singular.
San Cipriano nos dice: El pan cotidiano es el pan eucarístico, que "recibimos cotidianamente como alimento de salvación" y "también el alimento para hoy'' (Mt 6,34). Cuando la Iglesia celebra el Misterio de Cristo, hay una palabra que jalona su oración: ¡Hoy!, como eco de la oración que le enseñó su Señor y de la llamada del Espíritu Santo (Hb 3,7-4,11; Sal 95,7). Este hoy del Dios vivo al que el hombre está llamado a entrar es la Hora de la Pascua de Jesús, que es eje de toda la historia humana y la guía. [CEC 1165]
3. El Espíritu Santo El don de ese triple pan—alimento corporal, palabra y eucaristía—es el objeto de esta petición. El pan corporal, necesario para hoy, refuerza en los fieles su confianza en la providencia del Padre que está en el cielo, liberándoles de la angustia por el mañana. Y el pan de la Palabra y de la Eucaristía, el pan nuestro, de los hijos de Dios, les da la fuerza para santificar en su vida el nombre de Dios, hacer la voluntad del Padre y acelerar la venida del Reino. Para san Agustín la petición del pan cotidiano incluye las tres cosas: El pan necesario para el cuerpo, el pan visible consagrado en el sacramento y el pan invisible de la palabra de Dios. En esta petición le suplicamos a Dios que nos dé todas las cosas 9
Mc 14,22-24; 1 Cor 11, 23-25; Jn 6, 51-58.
10
Hch 2,42; 20,11; 1Cor 10,16-17.
115 necesarias para el sustento de la vida presente, es decir, todo lo que necesitamos en alimento y vestido (1Tim 6,7) para el sostenimiento de la carne, confesándonos así mendigos de Dios, pero libres del "afán por el día de mañana" (Mt 6,31-34); le suplicamos también el alimento espiritual de la eucaristía, que reciben los fieles del altar de Dios, el sacramento de Cristo, que necesitamos para mantener la unidad y para no ser separados del Cuerpo de Cristo, perseverando en la santidad bautismal así como en la bondad, en la fe y en la disciplina; y finalmente pedimos al Padre el pan cotidiano del "alimento imperecedero'' (Jn 6,27), el pan de los hijos (Mt 15,16), identificado con la Palabra de Dios, diariamente otorgada como alimento "de las mentes, no de los vientres", suplicada para el "hoy" de esta vida temporal (Hb 3,13).
En Lucas adquiere un significado más. En el contexto de su evangelio, el "pan de cada día" designa también al Espíritu Santo. Frente a las "cosas buenas que los padres, aun siendo malos, dan a sus hijos'', el Padre del cielo da "el Espíritu Santo a los que se lo piden" (Lc 11,13). Es el pan que Jesús invitara a pedir hasta con importunidad al Padre bueno, seguros de que no se lo negará, como el amigo importunado se levanta para al amigo importuno ''darle cuanto necesita" (Lc 11,8). También el Padre celestial "al que pide, da; al que llama, abre... y le da el Espíritu Santo". El Espíritu Santo es "la promesa del Padre" (Lc 24,49; Hch 1,4), su don por excelencia (Lc 11,13; Hch 2,33), que compendia todos los bienes que Dios prometió a Abraham y a su descendencia (Hch 7,5). Exaltado a la derecha de Dios, Jesús recibió y derramó el Espíritu Santo prometido (Hch 2,33). Pedro exhorta a convertirse y bautizarse para recibir "el don del Espíritu Santo" (Hch 2,38-39). Como el antiguo pueblo de Dios en su peregrinación por el desierto era alimentado cada día por Dios con el maná y saciaba su sed con el agua de la roca11, también la comunidad cristiana—nuevo Israel—necesita, desde "su éxodo bautismal” hasta su ingreso en el Reino de Dios (Hch 14,22), ser alimentado por el Padre del cielo con el "alimento espiritual" (1Cor 10,3) del pan eucarístico y que su sed sea saciada con la "bebida espiritual" (1Co 10,4) del Espíritu Santo. De aquí la apremiante súplica: "¡Dánosle cada día!". El Espíritu Santo es el don primero y la síntesis de todas las cosas buenas. Y con el don del Espíritu Santo, el Padre nos da el pan de cada día. Sus hijos viven confiados en su providencia, libres de la angustia de los paganos (Mt 6,25-33). El abandono confiado se funda 11
Sal 78,15-16; 105,41; Sb 11, 4.
116 en la relación filial. 4. Cristo, pan del cielo "Yo soy el pan de la vida", proclama Jesús en el discurso de Jn 6: Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y este pan, que yo voy a dar, es mi carne por la vida del mundo. En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre... Estas palabras que os he dicho son espíritu y vida.
Este es el pan de los hijos. El Padre, que escucha a sus hijos, nos lo da cuando se lo pedimos: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda" (Jn 15,16). En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre" (Jn 16,23)
Para Orígenes se trata del pan supersustancial y no del pan material. El pan supersustancial es la fe en el Verbo encarnado, enviado por Dios (Jn 6,28s) como alimento permanente (Jn 6,27): "Mi Padre es el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo" (Jn 6,32.34-35). El verdadero pan, por tanto, es el que nutre al hombre verdadero, al que está hecho a imagen de Dios. Y cuando le dijeron: "Danos siempre este pan", Jesús abiertamente les respondió: "Yo soy el pan de vida; el que viene a mi no tendrá ya más hambre, y el que cree en mí jamás tendrá sed... Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6,51; 53-57). Este pan, asimilado por el alma, comunica su virtualidad a quien se alimenta de él en el hoy de este siglo. Dice San Cipriano:
117 Cristo es nuestro pan de vida (Jn 6,35). Es nuestro pan, no el de todos. Igual que decimos Padre nuestro, porque Él es el Padre de los que le conocen y creen en Él, así llamamos a Cristo pan nuestro, porque Él es el pan de los que comen su cuerpo. Pedimos tener cada día este pan para no separarnos del cuerpo de Cristo. Él mismo nos dijo: "Yo soy el pan de vida bajado del cielo. El que coma de este pan, vivirá eternamente. El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6,51).
Bellamente, dice san Pedro Crisólogo: El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el pan del cielo (Jn 6,51). Cristo mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la Iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial.
El pan cotidiano suplicado—dice san Cromacio de Aquileya—es el alimento necesario para "el sustento de hoy" y, a la vez, el eucarístico "pan celeste y espiritual" (Jn 6,52), que "recibimos diariamente para la salvación del alma". Suplicamos también "el alimento espiritual", de Cristo, "nuestro Pan vivo bajado del cielo", llamado "cotidiano, pues debemos pedir siempre la inmunidad del pecado, de modo que seamos dignos del alimento celestial". El pan de mañana Pedimos también el pan de mañana, el del sábado, el pan del reposo; el pan del mañana sin noche ni día siguiente, en el que compartiremos el reposo del Padre y del Hijo. Y mientras esperamos ese pan, danos un anticipo de ese pan celeste en nuestra peregrinación. Que nuestra Eucaristía sea banquete que nos haga pregustar y desear el banquete celeste. Padre, "sean tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa" (Sal 128,3). "¡Dichoso el que coma el pan en el Reino de Dios!" (Lc 14,15). El adjetivo epiusios, traducido por cotidiano o necesario, es traducido también como pan de mañana. De este modo, el pan que pedimos al Padre significa el "pan del tiempo de salvación", "pan de vida", "maná celestial", "pan escatológico". Pan de vida y agua de vida son dos símbolos del paraíso. A este pan de vida se refiere Jesús cuando afirma que en la consumación comerá y beberá con sus discípulos (Lc 22,30), que se ceñirá y servirá la mesa a los suyos (Mt 26,29). San Agustín dice a los catecúmenos:
118 En el Padrenuestro decimos: Danos los bienes eternos y también los bienes temporales. Nos has prometido el Reino, no nos niegues la ayuda para entrar en él. En tal Reino nos adornarás con belleza eterna; en este mundo danos el alimento que necesitamos en el tiempo. Por eso decimos cada día, o sea, durante la vida terrena. Cuando hayamos pasado esta vida, ya no pediremos más el pan cotidiano. Entonces ya no habrá cada día, sino hoy. Ahora decimos cada día, porque pasa un día y viene otro, pero no hablaremos así cuando haya un solo día, el día eterno. Cuando estemos eternamente con Cristo, y hayamos comenzado a reinar con Él para siempre, tampoco tendremos ya necesidad de la Eucaristía. De modo que la Eucaristía es nuestro pan cotidiano. También lo que os predico es pan cotidiano; y las Iecturas que cada día escucháis en la Iglesia son pan cotidiano; y los himnos que escucháis y recitáis son pan cotidiano. Todas estas cosas necesitamos en nuestra vida terreara. Cuando hayamos llegado arriba no necesitaremos escuchar las lecturas: allí veremos al propio Verbo, escucharemos al propio Verbo, lo comeremos, lo beberemos, como hacen ahora los ángeles.
"Feliz el que coma el pan del reino de Dios" (Lc 14,15), exclama una persona que está pensando en el banquete celestial. Pero no se trata de espiritualizar la petición del pan, distinguiendo entre pan terreno y pan celestial. Para Jesús no se oponen el pan terreno y el pan de vida, pues con la llegada del Reino de Dios todo lo terreno ha quedado santificado. Los discípulos de Jesús pertenecen al nuevo mundo de Dios, tras haber sido arrancados al mundo de la muerte (Mt 8,22). Para ellos no hay ya alimentos puros e impuros (Mc 7,15). Todo lo que Dios da está bendecido. Las comidas de Jesús nos muestran claramente esta santificación de toda la vida. El pan ofrecido por ÉI cuando se sienta con publicanos y pecadores es el pan de cada día y sin embargo es algo más: pan de vida. El pan que parte a los suyos en la última cena es pan terreno y sin embargo es algo más: su cuerpo entregado a la muerte por todos. Cada comida de sus discípulos con El es una comida ordinaria y sin embargo es algo más: banquete de salvación, banquete del Mesías, figura y anticipo del banquete escatológico. Así es aún en la comunidad primitiva: sus comidas son comidas ordinarias y sin embargo son a la vez la cena del Señor" (1Cor 11,20), que crea la comunión con Él y entre todos los participantes (1Cor 10,16-17). La petición del pan para mañana abarca la totalidad de la vida de los discípulos incluyendo lo que necesitan para el cuerpo. Incluye pues el pan diario pero no se contenta con
119 él. Suplica también las fuerzas y dones del mundo futuro para poder realizar la misión en este mundo. El hoy, situado al final de la petición da urgencia a la súplica: ¡danos, Padre, el pan de la vida ahora ya, aquí ya, hoy!
120
PERDÓNANOS NUESTRAS OFENSAS COMO NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS HAN OFENDIDO Comenta Cipriano-san: “Después del sustento material pedimos el perdón del pecado para que el que es alimentado por Dios viva en Dios y no piense sólo en la vida presente y temporal sino también en la eterna en la que sólo se puede entrar a través del perdón de los pecados que el Señor en su Evangelio llama deudas (Mt 18,32)". Y añade: Es verdaderamente necesario, providencial y saludable que se nos recuerde nuestra condición de pecadores. Se nos enseña que pecamos cada día pues se nos ordena pedir perdón por nuestros pecados cada día. También Juan nos amonesta si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros. Pero si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdona" (1Jn 1,8-9).
Perdónanos El Padrenuestro es la oración de los hijos de Dios, que han sido engendrados con el perdón en las aguas del bautismo y necesitan diariamente el perdón de sus pecados. El cristiano necesita ser perdonado tanto como el pan para su sustento. Por ello el Padre nuestro es también la oración de los pecadores que, postrados ante el Padre, imploran: ¡Perdónanos! Aún revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. En esta petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (Lc 15,11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (Lc 18,13). Nuestra petición comienza con una confesión en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Col 1,14; Ef 1,7). [CEC 2839]
Jesús, desde el comienzo de su vida pública, busca a los pecadores, invitándolos a la conversión, a acogerse al perdón de Dios. Él desea "buscar y salvar" lo que se hallaba perdido (Lc 19,10); invita a los pecadores al convite de Dios (Mc 2,17; Lc 14,21); va en busca de la oveja perdida, como una mujer busca la dracma perdida (Mt 15,24; 10,6; 18,12); como médico, viene a llamar a los pecadores y a curar a los enfermos (Mc 2,17); entra en la casa de los pecadores (Lc 19,1-9) y come con ellos (Mc 2,15ss; Lc 15,1-3);permite que una pecadora lo unja (Lc 7,36-47); es amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,19); él mismo perdona los
121 pecados (Mc 2,5ss; Lc 7,47s). Jesús no sólo anuncia, sino que Él mismo trae el perdón de Dios. La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados ante Él" (Ef 1,4) como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado, que la tradición llama concupiscencia y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. [CEC 1426]
El conocimiento de sus faltas constituye la queja diaria de los seguidores de Cristo. Todos los días toman conciencia de su estado de pecado, de su deuda con Dios, pues no han realizado plenamente su vocación personal. La vocación a la misión es personal; la deuda es una falta personal. La petición del perdón es una petición absolutamente personal, que toca lo más íntimo de nuestra personalidad cristiana. Por ello, la vida del cristiano es una conversión permanente, suplicando continuamente con la oración del corazón: "¡Dios mío, ten misericordia de mi, que soy un pecador" (Lc 18,13). De este modo el vivir cristiano es un retorno continuo a Dios, que dirige al hombre una llamada siempre renovada, "pues su amor cubre todo, todo lo cree, todo lo espera, perdona todo" (1Cor 13,7). Así el cristiano pasa de la maldición a la bendición a Dios, "que perdona todas tus ofensas y te cura de toda enfermedad y, como el águila, renueva tu juventud" (Sal 103,3.5). El perdón de Dios no significa solamente la cancelación de la deuda o la remisión de la pena, sino el restablecimiento de las relaciones personales de Dios con el pecador perdonado. "Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1Cor 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que "se ha revestido de Cristo" (Gál 3,27). Pero el Apóstol san Juan dice también: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4), uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados. [CEC 1425]
122 Jesús, en sus parábolas, habla frecuentemente de deudas: el criado infiel (Mt 18,23-35), el grande y pequeño deudor (Lc 7,41ss), la necesidad de resolver las cosas a tiempo (Lc 12, 57ss), el administrador injusto (Lc 16,1-8), los malvados viñadores (Mc 12,1-9), los talentos y las minas (Mt 25,14-30; Lc 19,12-27). Todas estas parábolas encuadran nuestras relaciones con Dios dentro de la misma imagen: somos deudores de Dios. Cuando Jesús nos dice: "Dad a Dios lo que es de Dios", todos somos declarados deudores. Jesús se enfrenta a todo fariseo, que se declare justo ante Dios: "Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres. Pero Dios conoce vuestros corazones. Pues lo que es estimable ante los hombres, es abominable para Dios" (Lc 16,14s). En realidad, nuestra deuda para con Dios es tan enorme—diez mil talentos— que nos es imposible pagarla por nosotros mismos (Mt 18, 23-34). Sólo nos queda reconocer nuestra deuda y confiar en el perdón misericordioso de Dios (Mt 5,7.23s; 6,14s; Lc 6,37). Es inútil presentarse ante Dios enumerando nuestras obras buenas. Ante Dios sólo cabe presentarse con el corazón compungido y suplicarle: "¡Seño'; ten piedad de mí, que soy un pecador!" (Lc 18,13). Sólo esta oración nos abre el acceso a Dios. Quien es consciente de que para él sólo existe el camino del perdón gratuito de Dios, se presenta ante Él, implorando: "¡Perdónanos nuestras deudas!". A los fieles de Antioquía les dice san Juan Crisóstomo: Como sea un hecho que, aun después del baño de regeneración, pecamos, también aquí nos da el Señor una gran prueba de su amor, diciéndonos que vayamos a pedir perdón de nuestros pecados al Dios misericordioso y le digamos así: "perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". ¡Mirad el exceso de su amor! Después de librarnos de tamaños males, después de regalarnos un don inefable de grandeza, todavía se digna concedernos el perdón de nuestros pecados. Si esta oración conviene a los fieles y éstos piden que se les perdonen sus pecados, es evidente que tampoco después del bautismo se nos quita el don de la penitencia. Si no fuera así no nos habría mandado pedir perdón en la oración.
Contra los pelagianos,·san Agustín dice que la súplica del perdón de nuestras deudas supone, en primer lugar, que todos—incluso los santos obispos—somos deudores, puesto que nadie hay sin pecado (1Jn 1,8): Sí, estamos bautizados, pero seguimos siendo deudores. No es que haya quedado en nosotros algo sin perdonar en el bautismo, pero en la vida cada día pecamos y estamos necesitados de perdón. La misma Iglesia "sin mancha ni arrugar (Ef 5,27) por toda la tierra dice: Perdónanos
123 nuestras deudas, manteniéndose en la humildad de quien sabe que "peca cada día", puesto que todos los días debe pedir perdón al Padre por los pecados cometidos contra El... "Perdónanos nuestras deudas". Oramos así, y oramos verdaderamente con este espíritu, porque orando así decimos la verdad. Nadie vive en este mundo sin tener deudas. Cada hombre, mientras vive en este mundo, necesita orar así, porque puede ser que se enorgullezca, pero no sea justificado. Hacemos bien en imitar al publicano y no dejarnos llevar por la soberbia como el fariseo, el cual subió al templo, cantó sus méritos delante de Dios y escondió sus culpas. En cambio, el otro comprendió bien por qué debía ir al templo y por eso oraba así: "Señor, ten piedad de mi, pecador" (Lc 18,9-13).
Es lo que también recoge el CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA: La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición. Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de unos con otros (1Jn 1,7-2,2). Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón. [CEC 2631]
Nuestras deudas Esta petición suplica el perdón de las deudas contraídas con el Padre al rechazar su Reino, o mejor, al rechazarle a Él como Rey (1S 8,7). Estamos en deuda con Dios siempre que aceptamos, como Adán y Eva (2Cor 11,3; 1Tm 2,14), la tentación del maligno de "ser como dioses", comiendo la fruta prohibida "del árbol de la ciencia del bien y del mal" (Gén 2,17; 3,3-6). Negar a Dios, erigiéndose en norma moral de la propia vida, es colocarse fuera de la voluntad de Dios, perder el paraíso o reino de Dios, no santificar su nombre, al buscar la propia gloria y no la gloria de Dios... A estas deudas se suman, como consecuencia, las contraídas con los hermanos. Y los deudores son también, en primer lugar, los hermanos, que pecan siete veces al día y, arrepentidos, piden perdón otras tantas veces (Lc 17,3-4). Dice san·Ambrosio: ¿Qué es la deuda sino el pecado? Pues si no hubieras recibido dinero de un usurero extraño, no te encontrarías en la miseria. Pero por esto se te imputa el pecado: recibiste dinero y naciste rico; eras rico, porque fuiste creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27); has perdido cuanto poseías, es decir, la humildad, cuando deseaste reclamar tu autonomía, perdiendo tu dinero y quedando desnudo como Adán; contrajiste con el diablo una deuda, que no te era necesaria; tú, que eras libre en Cristo, te hiciste deudor del diablo. Tu enemigo tenía tu recibo,
124 pero el Señor lo crucificó consigo y lo borró con su sangre (Col 2,14). Canceló tu deuda y te devolvió la libertad. Es, por tanto, justo cuando dice: "perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Si perdonas, con razón pides que Él te perdone. Pero si no perdonas, ¿cómo pretendes su perdón?
Aún podemos preguntar: ¿y quiénes son nuestros deudores? La respuesta la hallamos también en el Evangelio: los "hermanos" (Mt 18,21-35) y también "los hombres" (Mt 6,14-15) en general. Los deudores de los discípulos son todos los que les deben algo, cuantos les han ofendido: quienes se han encolerizado con ellos, les han llamado "imbéciles" o "renegados" y, en general, quienes "tienen algo contra ellos" (Mt 5,22-24); quienes les han inferido una injuria o violencia (Mt 5,39-42), sus "enemigos" y "perseguidores" (Mt 5,44)... A todos ellos perdonarán "de corazón" como fruto del perdón recibido del Padre. La súplica pide, por tanto, al Padre el perdón de las propias deudas (Mt 6,12; 18,21-25). La súplica "¡perdónanos!" traduce la petición humilde del siervo adeudado, quien, "postrado a los pies de su señor", en actitud penitente, le pide "tener paciencia con él". El plural "deudas" expresa que los hijos se han adeudado varias veces con el Padre, malgastando los "talentos" de sus dones (Mt 18,26). En realidad se trata de las "propias transgresiones "contra la voluntad del Padre, según lo ha especificado Jesús en el Sermón del Monte. Es la "Ley de los hijos del Reino, que supera la justicia de los escribas y fariseos" (Mt 5,20). Las deudas son, pues, las ofensas de homicidio perpetrado con la cólera, el insulto o la condena del hermano (Mt 5,22-22), los adulterios del corazón (Mt 5,27-30), el divorcio (Mt 5,31-32), el juramento (Mt 5,33-37), la resistencia al mal (Mt 5,38-42) o no amar al enemigo (5,43-48), las oraciones, limosnas y ayunos hipócritas (6,1-6.16-18), los juicios contra el hermano (Mt 7,1-6). Ciertamente son deudas inmensas, "diez mil talentos" (Mt 18,24), en realidad impagables. Deuda, sin embargo, cancelada por el amor de Dios (Mt 18,26-27). Con su formulación peculiar, también Lucas nos ilumina esta petición. Para Lucas las deudas que pedimos al Padre que nos perdone son nuestros pecados, aunque mantiene la idea de deudas en la segunda parte: "como nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo". El perdón, en primer lugar, de las ofensas que los "hermanos" nos hacen "siete veces al día": "Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: 'Me arrepiento', le perdonarás" (Lc 17,3-4).
125 Pero no sólo a los hermanos, sino "a todo deudor", es decir, a los enemigos, a quienes les odien, maldigan y maltraten (Lc 6,27-28; 6,22). El odio, la maldición y los malos tratos, las injurias y la proscripción "por causa del Hijo del hombre'' es la deuda que deben perdonar los cristianos, como Cristo en la cruz les perdonó a ellos. Respondiendo al mal con el bien, "serán hijos del Altísimo": "Amad a vuestros enemigos; haced el bien y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y perversos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.... perdonad y seréis perdonados" (Lc 6,35-37). Los pecados, cuyo perdón piden los fieles, son los pecados cometidos contra el reino de Dios en la propia vida. Son también los pecados contra "el propio cuerpo" (1Co 6,18), contra la santidad del matrimonio (1Co 5,1) y contra los hermanos (1Co 8,12; St 4,1-2.8-12). Los cristianos, aunque se saben "muertos al pecado y vivos para Dios" (Rm 6,11), se encuentran diariamente con la amarga experiencia del pecado, con la necesidad de reconocerse pecadores ante Dios, confiando sólo en "el Dios rico en misericordia" (Ef 2,4), en el Dios de la reconciliación (Rm 5,10; 2Co 5,18-6,2), el Dios del perdón (Col 5,19), quien "cuando
éramos
enemigos
suyos
nos
reconcilió
por
la
muerte
de
su
Hijo"
(Rm 5,20; 2Co 5,19), "perdonándonos por medio de Él" (Ef 4,32) todos nuestros delitos (Col 2,13), pues envió a su Hijo "al mundo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10; Jn 3,16). Él, el Justo, que no cometió pecado1, glorificado por el Padre, es ahora nuestro abogado, intercediendo por el perdón de nuestros pecados (Hb 7,25; 9,24; 1Jn 2,1). Apoyados en la intercesión de nuestro Sacerdote, que mostrando sus llagas implora perdón para nosotros, también nosotros suplicamos al Padre: "¡Perdónanos nuestras deudas o pecados!". Como nosotros perdonamos Aquí es como si se interrumpiera el curso de la oración, como en el caso de aquel que, yendo a ofrecer un sacrificio, se acuerda que tiene algo contra alguien, deja los dones ante el altar, va y se reconcilia primero con su hermano (Mt 5,23ss). ¡Sorprendente alteración litúrgica! "Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre 1
1Pe 2,22; Jn 8,46; Hb 4, 15; 7,26-27.
126 perdonará vuestras ofensas" (Mt 6,14-15). Es el comentario que Mateo pone en labios de Jesús inmediatamente después del Padrenuestro, como si fuera, de las siete peticiones, la única que necesitase una aclaración o un subrayado partícula. Y aún nos dará otro más detallado comentario sobre el perdón de las deudas en la parábola del "siervo despiadado" (Mt 18,7-35). A la luz de esta catequesis del Evangelio podemos entender el significado de esta petición del Padrenuestro. Ya en el Sermón de la Montaña, Jesús insiste en la conversión del corazón: la reconciliación con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el altar (Mt 5,23-24), el amor a los enemigos y la oración por los perseguidores (Mt 5,44-45), perdonar desde el fondo del corazón (Mt 6,14-15). Esto es lo propio de un hijo del Padre. [CEC 2608]
¿Se trata de un requisito previo para que Dios nos perdone? ¿O nuestro perdón—el perdón que nosotros damos a nuestros enemigos—es consecuencia del perdón que nosotros hemos recibido, de modo que nuestro perdón brote del perdón de Dios? El contexto de toda la predicación de Jesús es el que nos permite responder a este interrogante. En realidad decimos: perdónanos, para que nosotros podamos también perdonar: El perdón de Dios precede al perdón del siervo (Mt 18,23-35) y es el perdón recibido el que impone el deber ineludible de perdonar a su vez. "¡Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia!"(Mt 5,7). El que ha probado el perdón de Dios, sobre todo el que sabe que este perdón se nos ha concedido por la sangre de su Hijo, está dispuesto a perdonar a su hermano hasta setenta veces siete (Mt 18,22). Sólo quien se cree justo, como el fariseo, no puede ser misericordioso (Lc 15,1-2.25-30; Mt 20,1-15). El perdón cristiano es un reflejo de la misericordia divina (Lc 6,36). El perdón del cristiano, más que una condición, es una consecuencia del perdón de Dios. Nosotros perdonamos como fruto del perdón recibido. Pero por el fruto se conoce el árbol; si de nosotros no brota el perdón es señal de que no hemos recibido el perdón. ¡La alegría del perdón recibido se manifiesta y comunica en el gozo del perdón concedido! Desde la experiencia del amor misericordioso del Padre, pueden sus hijos perdonar los "cien denarios" a su compañero e implorar el perdón de sus deudas. La experiencia del perdón inmenso y gratuito del Padre debe suscitar en los hijos perdonados la compasión para con sus propios deudores, perdonándoles hasta "setenta veces siete", es decir, siempre, la
127 ridícula deuda contraída con ellos por sus ofensas (Mt 18,22.28-34). No perdonar es no querer ser perdonado: "Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará a vosotros" (Mt 6,14-15). Después de experimentar el perdón inmenso de Dios, bien puede El decirnos: "¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, como yo me compadecí de ti?" (Mt 18,33). "La confesión de los pecados es la petición del perdón, pues quien pide perdón confiesa el pecado", dice Tertuliano. Y a los fieles, ya regenerados por el bautismo, les dice san Cipriano: "Como pecamos todos los días (1Jn 1,8), diariamente pedimos el perdón de nuestros pecados". Algo similar les dice Teodoro de Mopsuestia: Dado que no podemos en absoluto estar libres de pecado, sino que pecamos muchas veces contra Dios y contra los hombres, pedimos el perdón de nuestros pecados, confiados de obtenerlo si también nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido. Se cierra, en cambio, al perdón de Dios quien no perdona: "tendrá un juicio sin misericordia quien no tuvo misericordia" (St 3,13). Porque así como cuando pecamos es necesario que, arrodillados, supliquemos a Dios perdón, así también perdonamos nosotros a quienes nos ofenden y piden perdón.
Si quienes deberían vivir sin pecado en la comunión con Jesús pecan cada día, deben pedir cada día el perdón de Dios. Pero Dios sólo escuchará su oración, si ellos se perdonan también unos a otros sus faltas, fraternalmente y de corazón. Así llevan en común sus ofensas ante Dios y piden gracia en común. No quiere Dios perdonarme las ofensas a mí solo, sino también a todos los otros. San Juan Crisóstomo nos dice: Con el recuerdo de nuestros pecados nos persuade a la humildad y, al mandarnos perdonar nosotros a los demás, nos libra de todo resentimiento; con la promesa de que, a cambio de ello, Dios nos perdonará a nosotros, dilata nuestra esperanza, a la vez que nos enseña a contemplar la bondad inefable de Dios. Nuestro Señor quiso mostrarnos cuánto interés tiene en que calmemos nuestra ira contra quienes nos hubieran ofendido. Después de enseñarnos la oración aún insistió: "Si perdonáis vosotros a los hombres sus pecados, también a vosotros os perdonará vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 6,14). Si tú perdonas, Dios te perdona. Pero no pienses que hay paridad de un caso a otro. Tú perdonas, porque necesitas ser perdonado; Dios te perdona sin necesidad de nada. Tú perdonas a un consiervo tuyo; Dios, a un siervo suyo. Tú, reo de mil crímenes; Dios, absolutamente impecable. Y, sin embargo, también aquí te da una prueba de su amor. Podía él, en efecto, perdonarte sin eso de todas tus
128 culpas; pero quiere, además, ofrecerte mil ocasiones de mansedumbre y amor a tus hermanos, apagando tu furor y uniéndote por todos los medios con quien es un miembro tuyo. ¿Qué puedes replicar? ¿Qué has sufrido una injusticia de parte de tu prójimo? ¡Claro! Eso es precisamente el pecado, pues, si se hubiera portado justamente contigo, no habría pecado que perdonar. Mas tú también acudes a Dios para recibir perdón, y de pecados, sin duda, mayores.
Perdónanos nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. Ciertamente no se trata de erigirnos nosotros en modelo de perdón ante Dios, para que Él perdone como nosotros. Más bien somos nosotros los que imitamos su misericordia, ya que ésta es la que nos permite ser misericordiosos. Nuestro perdón tampoco es la causa del suyo; nuestro perdón no origina en nosotros ningún derecho al perdón de Dios. Nuestra deuda con Dios es de diez mil talentos, mientras que nuestro perdón es de una deuda de cien denarios. El Padre celestial, movido a compasión, ha tomado la iniciativa de perdonar nuestra ingente deuda y su perdón es siempre gratuito. Él nos ha reconciliado consigo en Cristo cuando aún éramos "impíos", "pecadores" y "enemigos" suyos (Rm 5,6-10). El Padre nos ha amado primero y ha enviado a su Hijo para "tomar nuestras flaquezas y cargar con nuestras enfermedades" (Mt 8,17), es decir, entregándole "como propiciación por nuestros pecados" y manifestando así el amor con que nos amó "antes de que nosotros le hubiéramos amado (Jn 4,10). El perdón del propio pecado precede a la súplica del perdón de Dios (Eclo 28,2-5). Nuestro perdón presupone el perdón de Dios. "A quien mucho se le ha perdonado ama mucho''. Desde la experiencia gratuita y previa del perdón del "Dios rico en misericordia" que les ha perdonado sus muchos pecados "por el grande amor con que les amó" (Ef 2,5) al enviar a su Hijo (1Jn 4,10), los cristianos pueden perdonar a los propios deudores (1Cor 6,7), a los perseguidores (Rm 12,14), a los enemigos2 a todos los hombres (Rm 12,17-18; Tt 3,2). Con este perdón se hacen "luz del mundo'' pues brillan en él como "candeleros de oro" (Ap 1,12.20), "como antorchas" (Flp 2,15), dando testimonio del amor de Dios al mundo para que "los hombres glorifiquen al Padre celestial" (Mt 5,15-1 6).
2
Rm 12,20-21; 1Co 4,12-13; 1Pe3,9.
129 Marcos en su catequesis sobre la oración destaca sobre todo esta petición: "Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis. Y cuando os pongáis en pie para orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestras ofensas" (Mc 11,24-25). Dice san Agustín: Al añadir como nosotros perdonamos, hacemos un pacto con Dios quien nos perdona si perdonamos a nuestros deudores—incluso en materia pecuniaria—es decir a nuestros enemigos amándolos como hermanos convencidos de que así los perdemos como enemigos y los ganamos como amigos: Seguro que tenéis enemigos. De hecho ¿quién vive en este mundo sin tener enemigos? ¡Amadlos! El peor enemigo no podrá nunca hacerte tanto daño como el que te haces tú mismo si no amas a tu enemigo. Él puede dañar tu hacienda, tu casa, a tu hijo, a tu mujer, a tu propio cuerpo..., pero no puede dañar tu alma, cosa que, en cambio, tú si puedes hacer... Deséale el bien, que muera en él el mal y así no será ya tu enemigo ¿Qué ganas con el mal de tu enemigo? Lo que te es enemigo de él no es su persona sino su culpa. Él es igual que tú... Si tú, que lo mismo que él, desciendes de Adán y Eva, por la bondad de Dios has renacido a una vida nueva y eres cielo, mientras él sigue siendo tierra: invoca al Padre y ora por tus enemigos. Incluso Saulo era un enemigo de la Iglesia, pero se rezó por él y se convirtió en amigo. A decir verdad, los cristianos oraron contra él, pero no contra la persona sino contra su maldad. Ora tú también contra la maldad de tu enemigo, para que ella muera y él viva. Si tu enemigo muere, ya no tendrás un enemigo, pero tampoco habrás encontrado un amigo. En cambio, si muere su maldad, habrás perdido un enemigo y habrás encontrado un amigo. Podéis decirme ¿quién puede hacer esto? Dios lo cumple en vuestros corazones. Es cierto que lo hacen pocos, siendo menguado el número de los cristianos auténticos y tan pocos los que pueden hacer esta petición de verdad, amando a sus enemigos. ¿Qué haremos entonces? ¿Tendré que deciros que no recéis más si no amáis a vuestros enemigos? No me siento con fuerzas. Por el contrario, rezad para poder amar. Orar para lograr ese amor y que se nos perdonen nuestros pecados, perdonando a quienes "nos vejan, humillan e injurian" como hizo Jesús (Lc 23,34) y luego Esteban (Hch 7,59)... Perdonemos al menos, al enemigo que nos pida perdón, para no ser reprobados por Dios mismo como el "siervo injusto" de la parábola (Mt 18,32-33), pues sólo, tras haber perdonado a quien te ruega, puedes rezar esta petición. Pues, si no quieres perdonar a tu compañero de trabajo, él irá a nuestro Amo y le dirá: Señor, he pedido a mi compañero que me perdonara, pero él no ha querido: perdóname tú. Así,
130 conseguido el perdón del Señor, él se sentirá libre, mientras tú sigues aún atado. ¿Sabes por qué? Porque el Señor te dirá: "Siervo malo, tú me debías tanto y yo te perdoné la deuda por habérmelo pedido con tanta insistencia, ¿no debías hacer tú con tu semejante lo mismo que yo hice contigo? (Mt 18,32).
Perdónanos nuestras deudas corno nosotros perdónanos a nuestros deudores La oración se hace vida. La imploración del perdón nos lleva a perdona. Y la vida nos lleva a la oración. Sólo después de perdonar; podemos implorar el perdón. Comenta san Cipriano: El siervo, al no querer perdonar a su compañero, perdió el perdón que ya había recibido de su Señor. Dios, nuestro Padre, quiere que vivamos en paz en su casa, con un solo corazón y una sola alma (Sal 68,7) y quiere que, una vez renacidos, hechos hijos suyos, permanezcamos en la paz de Dios. Los que han recibido un solo Espíritu, que tengan una sola alma y un solo sentir. Dios no acepta la ofrenda de quien está en discordia con el hermano (Mt 5,23-24). La mayor ofrenda delante de Dios es nuestra paz, la concordia fraterna y un pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando Caín y Abel ofrecieron por primera vez sus sacrificios, Dios no miró los dones, sino los corazones (Gén 4,3-8): le agradaron los dones de aquel cuyo corazón le había agradado.
El discípulo que pide perdón al Padre tiene conciencia de estar Profundamente endeudado con Dios: sabe que ante Dios no puede ser declarado inocente. Sabe que sólo confesando su culpa y acogiendo el perdón puede quedar gratuitamente justificado. Jesús anuncia y trae consigo este perdón, alentando a sus discípulos a que lo pidan diariamente. El que haya sido misericordioso encontrará en Dios un juez misericordioso (Mt 5,7). El que no juzga, no será juzgado por Dios, es decir, no será condenado (Lc 6,37). A quien remita a los hombres los yerros, le serán también remitidos los suyos (Mc 11,25). Quien no se ha reconciliado con su hermano, no debe acercarse al altar de Dios ni pedir perdón (Mt 5,23s). Entre los frutos de la conversión, Jesús señala sobre todo el perdón de los enemigos y las obras de misericordia. Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. [CEC 1442]
131 La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos (Mt 5, 43-44). Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. [CEC 2844]
Un claro comentario a esta petición lo hace el mismo Jesús: "Y cuando os pongáis a orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas" (Mc 11,25). Mientras los labios piden perdón a Dios es necesario que el corazón perdone las ofensas recibidas. Esto significa aceptar las injusticias, renunciando a toda venganza (Mt 5,39s), dejar que nos arrebaten muchas cosas nuestras (Mt 5, 42), perdonar diariamente setenta veces siete a la misma persona (Lc 17,3s). Esto quiere decir orar hasta por los perseguidores para que "seamos hijos del Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos". Ahora bien, Jesús nos enseña a pedir perdón a Dios como nosotros perdonamos, no porque nosotros perdonamos. El perdón de Dios es siempre libre y gratuito. Nuestro acto de perdonar es el fruto del perdón y gracia recibidos de Dios. En realidad, aquel que da a su hermano, recibe no según lo que ha dado, sino "una medida buena, apretada, colmada, rebosante" (Lc 6,38s). El perdón de Dios es un perdón sin límites; el que concede el discípulo debe ser también sin límites. Pero hay una diferencia radical entre el perdón de Dios y el nuestro. El perdón de Dios es siempre mayor que nuestra deuda, y nuestra deuda para con Dios es siempre mayor que la que nosotros perdonamos a nuestro prójimo. Además, el hombre sólo puede pegar los fragmentos, Dios puede devolver la integridad original. Este como no es el único en la enseñanza de Jesús: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48); "Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6,36); "Os doy sin mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros" (Jn 13,34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu, que es "nuestra vida" (Gál 5,25), puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús (Flp 2,1.5). Así, la unidad del perdón se hace posible, "perdonándonos mutuamente como nos perdonó Dios en Cristo" (Ef 4,32). [CEC 2842]
132 El perdón recibido nos capacita para perdonar, como ilustra el relato de la pecadora que ungió a Jesús (Lc 7,36-47). Zaqueo, al experimentar la gran bondad de Jesús, cambia de actitud ante los demás. El amor arranca amor; el perdón mueve a perdonar: Sin la experiencia del propio perdón, se condena a los pecadores, en vez de perdonarlos (Lc 7,37-47). El hermano mayor; que no ha experimentado nunca el perdón, no perdona al hermano menor (Lc 15,11-32). El ser acogidos como pecadores nos capacita para acoger a los pecadores y para alegrarnos de que Dios les perdone como a nosotros. Este es el círculo de amor y perdón en que Dios nos envuelve: Puesto que se nos ha perdonado a nosotros, podemos perdonar a los demás. Y puesto que podemos perdonar podemos pedir perdón a Dios. Por ello oramos: "¡Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden!". El perdón de Dios, que nos permite perdonar, es el fundamento y la garantía de toda comunidad cristiana: "El Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo; perdonaos mutuamente si uno tiene contra otro algún motivo de queja'' (Col 3,13). Ya el Eclesiástico había dicho:"Perdona a tu prójimo el agravio y, en cuanto lo pidas, te serán perdonados tus pecados", pues "hombre que a hombre guarda ira, ¿cómo del Señor espera curación?" (Eclo 28,2-5). La iniciativa del perdón parte siempre del Padre, que "nos reconcilió por la muerte de su Hijo cuando éramos enemigos suyos (Rm 5,10; 2Col 5,13). Pero "al negarse a perdonar a nuestros hermanos, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, en cambio, el corazón se abre a su gracia" [CEC 2840]. ¡Perdónanos, Padre nuestro, y danos tu Espíritu para que sepamos perdonar! Pedro le pregunta a Jesús: "Señor ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? Hasta siete veces?". Jesús le responde: "No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (Mt 18,21-22). El perdón no puede cesar nunca, pues es una actitud vital del seguidor de Cristo. En Cristo, Dios ha entrado en nuestra culpa de un modo real y asombroso, se ha hecho hombre, uno de nosotros. Como dice san Pablo: Dios "hizo pecado a su Hijo, que no conocía pecado, para que en Él nos hiciéramos justicia de Dios" (2Cor 5,21). Vivimos, pues, del perdón de Dios. Cristo nos ha logrado el gran perdón del Padre. En su poder podemos
133 nosotros conceder nuestro pequeño perdón a los hermanos. Con fuerza exhorta san Agustín a quienes están a punto de recibir el bautismo: Sobre todo a vosotros, que vais a recibir el bautismo, os decimos: Perdonad de todo corazón, perdonad cualquier deuda. Y también vosotros, fieles, que ahora escucháis esta oración y la exposición que os hacemos de ella, también vosotros, fieles, liberad vuestros corazones de cualquier hostilidad contra quienquiera que sea; perdonad en vuestro corazón, donde Dios lo ve todo. A veces el hombre perdona de palabra, pero no de corazón; perdona de palabra por razones de conveniencia, pero no de corazón, el cual, sin temer la mirada de Dios, conserva todavía el rencor. Perdonad totalmente, todo lo que hasta hoy no hayáis perdonado. No debe ponerse el sol sobre vuestra ira (Ef 4,26), pero ¡cuántas veces se ha puesto el sol sobre vuestra ira! Que cese, al menos, por una vez vuestra ira. Celebremos el día del gran Sol, de quien está escrito: "Saldrá para vosotros el sol de justicia y vuestra salvación está bajo sus alas" (Ml 4,2; 3,20). Este sol sale para los justos. En cambio, el sol de cada día, Dios lo hace salir para buenos y malos (Mt 5,45). Los justos pueden ver este sol, si lo hacen brillar en sus corazones a través de la fe. De modo que si estás airado, que no se ponga el sol sobre tu ira en tu corazón. No te irrites hasta el punto de que se ponga para ti el sol de justicia, y tú te quedes en la oscuridad. Y no penséis que la ira sea cosa de nada. El profeta dice: "Mis ojos están turbados por la ira" (Sal 6,8). Quien tiene los ojos turbados, no puede ver el sol. ¿Qué es la ira? La pasión de la venganza. Si Dios se vengara de nosotros, ¿a dónde iríamos a parar? Si te has irritado no peques: "Irritaos, pues, pero no pequéis" (Sal 4,5; Ef 4,26). Irritaos, porque sois hombres, vencidos por vuestra debilidad, pero no pequéis conservando la ira en vuestro corazón porque, de este modo, no podréis entrar en aquella luz. De este modo os hacéis daño a vosotros mismos. ¿Qué es la ira? La pasión de la venganza. ¿Y el odio? La misma ira, pero que ha echado raíces en el corazón, en cuyo caso ya se puede llamar odio. Esto es lo que confiesa el profeta cuando dice: "Mis ojos han sido perturbados por la ira". Y añade: "He envejecido entre tantos enemigos" (Sal 6,8). Lo que al principio era simplemente ira, o sea, algo transitorio, al hacerse viejo se convierte en odio. La ira es una pajita; el odio, una viga. A menudo reprendemos a quien se enoja, mientras nosotros tenemos odio en el corazón. Cristo nos dice: "Te fijas en la paja que tiene tu hermano en el ojo, y no ves la viga en el tuyo" (Mt 7,3). ¿Cómo se ha convertido en viga la pajita? Si no se destruye al nacer. Cuando has permitido que el sol saliese y se pusiese tantas veces sobre tu ira, la has dejado crecer, la has alimentado con malvadas sospechas, la has nutrido regándola y, al nutrirla, has dejado que se convirtiera en
134 viga. Teme esto, desde el momento en que está escrito: "Quien odia a su hermano es un homicida" (1Jn 3,15). Teniendo odio en el corazón te has hecho homicida y eres reo a los ojos de Dios. Conviértete. Si en vuestra casa hubiera escorpiones y serpientes venenosas, ¿cómo no ibais a daros prisa en echarlas fuera para vivir tranquilos en vuestra casa? Os irritáis y vuestra ira se hace vieja en vuestros corazones, transformándose en tantos odios, tantas vigas, tantos escorpiones, tantas serpientes venenosas, ¿y no queréis liberaros de todo eso en vuestro corazón, que es la casa de Dios? Haced lo que está escrito: "Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores" y entonces podréis orar seguros "perdónanos nuestras deudas".
135
NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN El espíritu está pronto, pero la carne es débil El Padrenuestro es una oración de urgencia, falta de toda palabrería. Después de pedir perdón, el orante, que se reconoce pecador perdonado, no se siente seguro de sí mismo y lanza el grito a Dios: "No nos dejes caer en la tentación". Es lo misma exhortación de Jesús a sus discípulos: "¡Velad y orad para que no entréis en tentación!" (Mc 14,38). Dice san Agustín: "No nos dejes caer en la tentación: Perdónanos los pecados cometidos y danos la gracia de no cometer otros, pues el hombre comete pecado cuando cede a la tentación". Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento en la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos "deje caer" en ella. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues nos hallamos en el combate "entre la carne y el Espíritu". Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza. El Espíritu nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (Lc 8,13-15; Hch 14,22; 2Tim 3,12), y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte (St 1,14-15). El discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es "bueno, seductor a la vista, deseable" (Gén 3,6), mientras que en realidad, su fruto es la muerte. [CEC 2846-2847]
Quienes suplican al Padre que no permita que seamos inducidos en tentación, reconocen que el enemigo nada puede contra nosotros si Dios no se lo permite, reconociendo al mismo tiempo la propia debilidad, para no caer en la altanería y jactancia de apropiarse a sí mismos la victoria. Los discípulos de Cristo saben que el espíritu está pronto, pero la carne es débil. Nos dice san Cipriano: Cuando pedimos no caer en la tentación se nos recuerda nuestra debilidad, para que ninguno se ensoberbezca neciamente; ninguno, con soberbia y arrogancia, se atribuya algo a sí mismo; ninguno se vanagloria desde el momento que el Señor dijo: 'Velad y orad, para no caer en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil' (Mt 26,41). Por ello, cuando oremos a Dios, no olvidemos cómo oraron en el templo el publicano y el fariseo. Aquel, sin alzar descaradamente los ojos al cielo y sin levantar los brazos con insolencia, golpeándose el pecho y confesando sus pecados, invocaba misericordia; en cambio, el fariseo se complació en sus
136 obras. El publicano, al rezar así, sin confiar en su inocencia, ya que nadie es inocente, mereció ser justificado. Confesó sus pecados y oró humildemente a Aquel que, perdonando a los humildes, escuchó su oración (Lc 18,10-14).
La palabra tentación puede tener el sentido de prueba. Así aparece a veces en el Antiguo Testamento, donde el salmista ora: "¡Examíname, Señor, y ponme a prueba!" (Sal 26,2). Esta petición supone una gran confianza en sí mismo, en la propia constancia y firmeza. Pero Jesús, que conoce profundamente al hombre, nos enseña a orar, pidiendo: ¡No nos induzcas en tentación! La tentación es tan peligrosa que es casi sinónimo de caída. Jesús, que ha combatido hasta la agonía contra la tentación, recomienda a sus discípulos: Velad y orad para no entrar en tentación". Un primer significado de esta petición consiste, pues, en pedir a Dios que "no nos induzca a la tentación", según la versión latina del Padrenuestro. Pero, en realidad, la tentación es necesaria en nuestra vida. Tertuliano, el primero en comentar el Padrenuestro, explica que en esta súplica pedimos que "no nos induzca en tentación el tentador" en las pruebas que Dios nos mande para probar nuestra fe, por lo que añadimos "mas líbranos del maligno". Y san Pablo nos dice que no confiemos en nosotros mismos, en nuestra fuerza: "Así, pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Ahora bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito" (1Co 10,13). La tentación es necesaria Pedir no ser inducidos en la tentación no se refiere a la tentación útil para robar nuestra fe, sino a la que "supere nuestra fuerza y no podamos soportar" (Lc 11,4). Porque una cosa es ser tentado y otra consentir en la tentación. Porque sin tentación ningún hombre puede ser probado, según leemos en el Eclesiástico: "en el horno se prueban las vasijas de tierra, y en la tentación de las tribulaciones los hombres justos, (Eclo 27,5). No pedimos, pues, no ser tentados, sino que en la tentación no sucumbamos; José fue tentado con atractivos impuros y no sucumbió a la tentación; Susana fue tentada y tampoco fue vencida por la tentación y así otras muchas personas. Muy variadas son las tentaciones humanas, "pero fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros" (1Co 10,13).
137 Quien suplica al Padre—dice san Agustín—no ser inducido a la tentación, no ruega ser preservado de ella, pues "la vida del hombre sobre la tierra es una tentación constante" (Jb 7,1) por parte de los hombres, de la propia concupiscencia (St 1,14-15) y, sobre todo, de Satanás (Lc 22,31), a quien Dios puede permitir hacerlo incluso con los justos (Jb 1,11-12; 2,5-6), para probar su fidelidad en las "tribulaciones" (Eclo 27,5) y hacerles saber "si le aman" (Dt 13,4). En esta petición, pues, suplicamos no sucumbir en la tentación permitida por Dios, quien "a nadie tienta" (St 1,13), pero "a todos prueba". Si es cierto que Dios no prueba con la tentación que conduce al pecado, sí lo hace con la prueba de la fe, para que no nos engañemos, permitiendo incluso que caiga en ella aquel a quien, por ocultos designios, retira sus auxilios. Y como toda tentación ha recibido de Dios su medida, todas las pruebas interiores y exteriores contribuyen al bondadoso designio del Padre sobre sus hijos. Por ello, dada nuestra fragilidad, pedimos al Padre que no permita que seamos engañados por el tentador diabólico ni nos prive de su auxilio para no sucumbir a la tentación; pedimos finalmente el don de la perseverancia hasta el fin en la santidad recibida de Dios, soslayando su primer y fundamental obstáculo: caer en la tentación. El corazón del hombre—sigue diciendo san Agustín— está expuesto a la tentación de la codicia y al miedo del dolor; que son las dos puertas por donde puede entrar el mal. Necesitamos ser sometidos a prueba para conocernos a nosotros mismos, porque la tentación pone en evidencia lo que somos. Está la tentación del ensaño y la tentación de la prueba. En aquella tienta el demonio; en ésta, tienta Dios. Hay en el hombre cosas escondidas e ignoradas incluso para él mismo. No salen a la luz ni se conocen sino en las tentaciones. Si Dios dejase de tentar, sería como si un maestro dejase de enseñar.
Dios no tienta a nadie para alejarlo de Él, pero sí prueba para acercar el hombre a El. Así probó la fe de Abraham, de Isaac y de Jacob1. También probó la fidelidad de Israel en el desierto, primero, y en el exilio, después2. Dios prueba al justo y a quien comienza a servirle (Eclo 4,17). La prueba sirve de crisol: "Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, manténte firme, y no te aceleres en la hora de la 1
Gn 22,1-12; Eclo 44,20; 1Mac 2,52; Jdt 8,26-27: Hb 11,17.
2
Dt 8,2.18; Sal 8,2. 16.
138 adversidad. Porque en el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios en el honor de la humillación" (Eclo 2,1-2.5). Sin la prueba el hombre se aleja de Dios, mientras que la prueba le acerca a Él. La prueba entra en la pedagogía divina. La fe cristiana es sometida igualmente al crisol de la prueba3, engendra la paciencia y, con ella, la esperanza que no falla, por quedar enraizada en el amor de Dios4. En la prueba el cristiano experimenta a fidelidad del amor de Dios, que "le da, con la prueba, el poder resistirla" 1Cor 10,13) y, luego "la corona de la vida prometida" (St 1,12). "Considerad como un gran gozo, hermanos míos, el estar rodeados por toda clase de pruebas, sabiendo que la calidad probada de vuestra fe produce la paciencia en el sufrimiento; pero la paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas para que seáis perfectos e íntegros sin que dejéis nada que desear" (St 1,2-4). San Cirilo de Jerusalén, como experto catequista, dice a los neófitos: ¿Nos enseña quizá el Señor a rogar que no seamos tentados de ninguna forma? Pues ¿cómo se dice en otra parte "el varón no tentado no es varón aprobado" (Eclo 34,9) y, de nuevo, "tened por gozo completo, hermanos míos, cuando os viereis cercados de diferentes tentaciones" (St 1,2)? Pero tal vez el "entrar en la tentación" es el ser sumergidos en ella. Porque parece la tentación como un torrente difícil de atravesar. Por una parte, los que pasan por las tentaciones sin sumergirse, son unos magníficos nadadores y de ningún modo son arrastrados por ellas. Por otra parte, los que de tal modo no las atraviesan, se hunden. Como, por ejemplo, Judas, habiendo entrado en la tentación de avaricia, no nadó, sino que, hundido corporal y espiritualmente, se ahogó. Pedro entró en la tentación de la negación, pero habiendo entrado, no fue sumergido, sino que, habiendo nadado con valentía, fue liberado de la tentación. Los santos, que no cayeron, cantan en acción de gracias por haber sido liberados de la tentación: "Nos probaste, oh Dios, nos has acrisolado como se acrisola la plata. Nos has metido en el lazo, has cargado de tribulaciones nuestra espalda, hiciste pasar hambre sobre nuestras cabezas. Hemos atravesado por fuego y agua, y nos has sacado a un lugar de refrigerio" (Sal 65,10-12). El llegar al refrigerio es el ser librados de la tentación.
Cómo fue tentado Jesús "Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo". Jesús es tentado por el diablo a rebelarse contra la voluntad del Padre y a rechazar su reino, 3
St 1,2-3; 1Pe 4,12; 1Tes 2,4.
4
St 1,3-4; Rom 5,3-5.
139 sustituyéndolo por el sometimiento al diablo, señor de todos los reinos del mundo. Jesús es tentado a rebelarse contra la voluntad del Padre al principio y también al final de su vida (Mt 26,39). Es la misma tentación a la que están expuestos sus discípulos, por lo que Jesús les exhorta a "velar y orar para no caer en la tentación" (Mt 26,41). "Los discípulos—comenta Tertuliano—fueron tan tentados que llegaron a abandonar al Señor, pero esto sucedió porque fueron más condescendientes con el sueño que con la oración"5. El tentador es el enemigo del Reino de Dios. Con la tentación a que no aceptemos la voluntad de Dios se opone al Reino de Dios, mientras extiende su reino. Según san Lucas, desde el principio (4,2-13) hasta el final de su vida (22,42-44), Jesús fue tentado por el diablo a rebelarse contra la misión que le había encomendado el Padre, a no entrar en SU voluntad sobre la pasión y muerte. La vida de Jesús fue una continua lucha el fuerte, culminado en el combate—agonía—de Getsemaní "contra el poder de las tinieblas" (22,31-53), que intenta enfrentar la voluntad de Jesús con la del Padre. Allá Jesús, "sumido en agonía, insistía más en la oración"(22,44). Esta es la tentación también de los hijos, por lo que piden todos los días al Padre que no les deje sucumbir a ella: Orad para no sucumbir en la tentación" (22,46). En la explicación de la parábola del sembrador, Jesús dice: "La semilla que cae sobre la piedra son aquellos que, al oír la palabra, la reciben con alegría, pero no tienen raíz; creen por algún tiempo, mas a la hora de la tentación sucumben" (Lc 8,13). Se trata de la tentación contra la palabra del Reino, concretizada en ultrajes 6, burlas (Hch 17,32), contradicciones (Hch 13,45; 28,22), amenazas (Hch 4,21; 5,28.40), castigos (Hch 12,1; 18,17), azotes7, lapidaciones8, persecuciones9, encarcelamientos10, llegando hasta el martirio11 por causa de la Palabra predicada y acogida "por el nombre de Jesús" (Hch 5,41; 21,13). Pues "es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14,22). 5
Mt 26,36ss; Mc 14,32; Lc 22,39ss.
6
Hch 6,41; 13,45; 14,5; 18,6.
7
Hch 5,40; 16,22-23; 22,24.
8
Hch 7,58; 14,5.19.
9
Hch 4,1-3; 8,1-3; 9,1-2.
10
Hch 4,3; 5,18; 12,3-5; 16,18.24.
11
Hch 7,58-60; 22,20; 12,2...
140 En él entran quienes "después de haber oído conservan la Palabra con corazón bueno y recto y dan fruto con paciencia" (Lc 22,31), es decir, perseverando fieles en la tentación. Por eso ruegan al Padre: "¡No nos dejes caer en la tentación!". Para Jesús, Satanás es el Tentador, el Enemigo por excelencia. La actividad pública de Jesús ha comenzado con la victoria contra la triple tentación de Satanás (Mt 4,1-11). Y Jesús mismo considera toda su vida como una cadena de tentaciones, en las que los Doce han resistido junto a Él (Lc 22,28). Aunque la verdadera llora de la tentación ha comenzado con la Pasión. Después de las tentaciones del desierto, Satanás se apartó de Jesús y lo dejó "hasta el tiempo señalado" (Lc 4,13). Y llegó la 'hora'' y "el poder de las tinieblas" (Lc 22,53; Mc 14,41), cuando "Satanás entró en Judas" (Lc 22,3) y comenzó la Pasión de Cristo. Entonces llegó la llora en la que Satanás pidió permiso para "cribar a los discípulos como si fueran trigo" (Lc 22,31). Y existe peligro de que aun la fe de Pedro "desfallezca". Desde entonces los discípulos de Jesús se ven expuestos al odio universal12. Son conducidos ante los gobernadores y reyes (Mc 13,9.12); surgen falsos cristos (Mt 24,26s; Mc 13,6) y falsas profecías (Mt 7,15; Lc 21,8). Ante estas tribulaciones Jesús tiene que advertir: "¡Mirad que no os dejéis seducir!" (Lc 21,8) y "Velad, pues, y orad en todo momento, para poder escapar a todo lo que está por venir y poder comparecer con seguridad ante el Hijo del Hombre" (Lc 21,36). Es tal el poder de seducción de Satanás que Jesús se pregunta: "Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?" (Lc 18,8). Y asegura: "Nadie se salvaría, si Dios, en atención a los elegidos, no abreviase los días de la prueba" (Mc 13,19s). Pues "al crecer la iniquidad, se enfriará en muchos el amor" (Mt 24,12). Ante este panorama, Jesús no puede menos de recomendar: "¡Velad y orad para que no entréis en tentación!" (Mc 14,38). Es su ultima exhortación a los discípulos antes de su muerte. Pero también les da ánimos: "En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). El diablo, autor de la tentación, puede incluso "llenar el corazón" de los convertidos (Hch 5,3). Con la tentación, Satán busca nuestro daño. Sin embargo, Dios, cuando permite al tentador que nos solicite, busca nuestro bien. Aceptar la tentación con humildad es lo que nos lleva a orar con verdad, pidiendo a Dios, no que nos preserve de la tentación, sino que nos proteja, para no sucumbir en ella: "Bienaventurado es el hombre que soporta la tentación; una 12
Mc 13,13; Lc 22,35-38; Mt 10,16.25.
141 vez probado, recibirá la corona de la vida" (St 1,12). Todo contribuye al bien de los elegidos de Dios. La tentación nos ayuda a descubrir lo que hay en nuestro interior: "El Señor os tienta para saber si le amáis" (Dt 13,4); San Agustín lo interpreta: "para haceros saber si le amáis". San Pablo dice de sí mismo: "para que no me enorgullezca, me fue dado el aguijón de la carne, un ángel de Satanás" (2Cor 12,7). Los que suplicamos al Padre—dice Orígenes—no ser puestos en tentación, pedimos "no admitir nada por lo que merezcamos caer en la tentación, en la que sucumben quienes no oran", pues mientras andamos por la tierra caminamos revestidos de la carne que "milita contra el espíritu" (Gál 5,17) y cuyo "apetito es enemistad con Dios y no se somete ni puede someterse a la ley de Dios" (Rm 8,7). Y, como "Dios a todos nos tienta de algún modo" para que conservemos la libertad y conozcamos las cosas ocultas en los rincones de nuestro corazón y conozcamos cómo somos (Dt 8,2-16), pedimos vernos libres de la tentación, no para dejar de ser tentados, pues esto es imposible mientras vivimos sobre la tierra, sino para no sucumbir en las pruebas. Pues el que sucumbe a la tentación cae en ella, como si fuera capturado en sus redes. Dirigiéndose, igualmente, a los recién bautizados, Teodoro de Mopsuestia les dice: Como en este mundo caemos de improviso en numerosas tribulaciones, que nos enmallan y lacen tambalear hasta turbar nuestro espíritu, el Señor añadió "no nos induzcas en tentación". Ante todo pedimos a Dios que la tentación no nos alcance; pero, si entramos en ella, pedimos la fuerza de soportarla y salir de ella cuanto antes. No es un secreto que en este mundo muchas y variadas tribulaciones turban nuestros corazones. La misma enfermedad corporal, en efecto, si se prolonga y agrava, turba profundamente a los enfermos. También las pasiones corporales nos seducen a veces sin quererlo y nos desvían de nuestro deber. Caras bonitas, miradas de repente, despiertan la concupiscencia que está en nosotros. Y otras muchas cosas nos sobrevienen, cuando menos lo pensamos, inclinando al mal nuestra elección e incluso complacencia en el bien. Sobre todo los proyectos contra nosotros de los malvados y, más aun, si se trata de hermanos en la fe, bastan para alejar del bien incluso al probadamente virtuoso... Por todo esto nos enseñó el Señor a pedir: "no nos induzcas en tentación" y añadió: "mas líbranos del maligno", pues Satanás pone en obra variadas y numerosas astucias para desviarnos de la consolación y elección del deber.
142 San Juan Crisóstomo, en este sentido, exhorta a los fieles: Aquí nos instruye el Señor sobre nuestra miseria y reprime nuestro engreimiento, enseñándonos que si no hemos de rehuir los combates, tampoco hemos de saltar espontáneamente a la arena. De este modo, en efecto, nuestra victoria será más brillante y la derrota del diablo más vergonzosa. Arrastrados a la lucha, mantengámonos firmes. Provocados, estémonos quietos a la espera del momento del combate, con lo que mostraremos a la vez nuestra falta de ambición y nuestro valor.
Satanás es el gran tentador Las comunidades cristianas, viviendo en medio de los paganos, se sienten constantemente sometidas, por las tribulaciones o persecuciones. a la tentación de apostatar de su fe13. No es extraño que algunos se lamentaran o quisieran defenderse diciendo: "Es Dios quien me tienta" (St 1,13). El Apóstol Santiago se opone a ello enérgicamente, proclamando que "Dios ni es tentado ni tienta a nadie" (St 1,13). La tentación procede de "la propia concupiscencia, capaz de engendrar el pecado, que lleva a la muerte" (St 1,14-15). Aunque el verdadero autor de la tentación es "el tentador" (1Tes 3,5), Satanás (1Cor 5,7) a quien Dios ciertamente permite tentar a los fieles (1Cor 10,13; 1Pe 1,6-7; 4,12) para acrisolar su fe con la paciencia (St 1,2-4; 1Pe 1,6-7) y, superada la prueba, otorgarles "la corona de la vida" (St 1,12), convirtiéndose así su fe probada en "motivo de alabanza, de gloria y de honor en la revelación de Jesucristo" (1Pe 1,7). La tentación es propia del "seductor del mundo entero" (Ap 12,9). La súplica del Padrenuestro pide no ser inducido por él, no caer en las manos del tentador; no sucumbir a la tentación. Depende del Padre el caer o no dentro de la esfera de Satanás, pues la actividad de Satanás se halla dentro de los límites fijados por Dios. Nuestra súplica brota del temor, que ha de darse incluso en la fe más confiada y en el más ferviente amor de Dios. Satanás tiene sólo la facultad que ha implorado y que Dios ha tenido a bien concederle (Lc 22,31s). Ese poder está, además, limitado por la intercesión de Jesús (Lc 22,31) y por las peticiones de los discípulos de Jesús, a quienes el Señor ha confiado el encargo de hacer esta petición. Por ello san Agustín nos exhorta: 13
1Ts 3,15; 2Cor 10,12-13; St 1,2-4.12.
143 Cantemos aquí el Aleluya, aun en medio de nuestras dificultades, para que podamos luego cantarlo allá, estando ya seguros. ¿Por qué las dificultades actuales? ¿Vamos a negarlas cuando el mismo texto sagrado nos dice: El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio? ¿Vamos a negarlas, cuando leemos también: Velad y orad para no caer en la tentación?¿Vamos a negarlas, cuando es tan frecuente la tentación, que el mismo Señor nos manda pedir: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden? Cada día hemos de pedir perdón, porque cada día hemos ofendido. ¿Pretenderás que estamos seguros, si cada día hemos de pedir perdón por los pecados, ayuda para los peligros? Primero decimos, en atención a los pecados pasados: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; luego añadimos, en atención a los peligros futuros: No nos dejes caer en tentación. ¿Cómo podemos estar ya seguros en el bien, si todos juntos pedimos: Líbranos del mal? Mas con todo, aun en medio de este mal, cantemos el Aleluya al Dios bueno que nos libra del mal. Aun aquí, rodeados de peligros y tentaciones, no dejemos por eso de cantar todos el Aleluya. Fiel es Dios—dice el Apóstol— para no permitir que seáis tentados más allá de lo que podéis. Por esto, cantemos también aquí el Aleluya. El hombre es todavía pecador, pero Dios es fiel. No dice: "Para no permitir que seáis tentados", sino: Para no permitir que seáis tentados más allá de lo que podéis. Por el contrario, él dispondrá con la misma tentación el buen resultado de poder resistirla. Has entrado en la tentación, pero Dios hará que salgas de ella indemne; así, a la manera de una vasija de barro, serás modelado con la predicación y cocido en el fuego de la tribulación. Cuando entres en la tentación, confía que saldrás de ella, porque fiel es Dios: el Señor guarda tus entradas y salidas. A Jesucristo, en el combate final, el Padre le envió un ángel que le dio fuerzas. A nosotros también, conociéndonos, nos mandará sus ángeles en la tentación, si se lo pedimos.
Lucha contra la concupiscencia San Agustín, a quienes se preparan para el bautismo, les predica: ¿Qué pedimos? Escuchad. El Apóstol Santiago dice: "Que ninguno diga, cuando sea tentado: es Dios quien me tienta" (St 1,13). Él llama mala a la tentación que nos lleva al engaño, que nos hace esclavos del demonio: esta es la tentación, según el Apóstol. Pero hay otra tentación que se llama prueba, para "saber si le amáis" (Dt 13,3). Para que lo sepáis vosotros, porque Él ya lo sabe. Cuando la tentación nos engaña y nos seduce, no es Dios el que tienta. El, en su designio, a veces abandona a algunos a sí mismo y entonces el tentador sabe bien lo que tiene que hacer. Para que Dios no nos abandone a nosotros mismos, decimos: "No nos dejes caer
144 en la tentación". El mismo Apóstol Santiago dice: "Cada uno es tentado por su propia concupiscencia, que le arrastra y seduce. Luego, la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado: el pecado, una vez cometido, engendra la muerte" (St 1,14-15). Al decir esto nos enseña que debemos luchar contra nuestras concupiscencias. En el santo bautismo, dejaréis el pecado, pero no la concupiscencia. Contra ella os toca luchar, incluso después de haber sido regenerados. La lucha entre la carne y el espíritu permanece dentro. No temáis a ningún enemigo externo. Si alguno, para seducirte, te propone alguna ganancia, que no encuentre en ti la avaricia. Si eres avaro, ante la ganancia, arderás de deseo y caerás en los lazos engañosos; en caso contrario, la trampa se coloca inútilmente. El tentador te propone una mujer bellísima; si habita en ti la castidad, la iniquidad que te viene de fuera será vencida; pero si dentro de ti está la lujuria, serás fácilmente vencido. Por eso, no te preocupes de tu enemigo, sino de tu concupiscencia. Y, puesto que es seguro que sucumbirás si Dios no viene en tu ayuda, si Él te abandona a ti mismo, ora así: No nos dejes caer en la tentación. Pues como dice el Apóstol: "Dios les abandonó a la concupiscencia de sus corazones" (Rm 1,24). La concupiscencia tiene en ti su única fuente. Si consientes en ella, en tu corazón la conviertes en tu concubina. Cuando surja, resístela, no la sigas. No le des el abrazo de tu consentimiento y no llorarás por el parto que te seguirá de él, porque, si consientes y la abrazas, seguro que concebirá: "La concupiscencia, cuando ha concebido, engendra el pecado". ¿No te basta esto? "El pecado engendra la muerte" (St 1,13-15). Si no temes el pecado, teme al menos sus consecuencias. El pecado es dulce, pero la muerte es amarga. Los que mueren dejan en el mundo aquello por lo que han pecado y se llevan consigo solamente el pecado. Tú pecas a causa del dinero: debes dejarlo; pecas a causa del poder: debes dejarlo; pecas a causa de una mujer: debes dejarla. Cuando cierres los ojos para morir, tendrás que dejar todo lo que te ha sido causa de pecado; sólo te llevarás el pecado que has cometido.
Velad y orad Jesús exhortó a sus discípulos: "¡Velad y orad para no sucumbir a la tentación!" (Mt 26,41). Eso es lo que suplican los cristianos al Padre: "No nos dejes caer en la tentación". No ruegan al Padre que les preserve de la tentación: los discípulos pueden ser tentados 14 y de hecho son tentados15. Para no sucumbir a la tentación es preciso mantenerse en vela, pero no es suficiente, es necesario también orar. El cristiano que se apoya en sí mismo, en la carne, 14
1Cor 10,12; Gál 6,1; 1Tes 3,5.
15
Lc 22,31-32; Mc 14,27; 1Co 10,13: St 1,2.12.19.
145 experimentará la debilidad y caerá en la tentación. Sólo el Espíritu puede darle la fuerza para resistir en la tentación y no sucumbir en ella (Mt 26,41). Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (Mt 4,11) y en el último combate de su agonía (Mt 26,36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia de la oración es recordada con insistencia en comunión con la suya (Mc 13,9.23.33-37; 14, 38; Lc 12,35-40). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente esta vigilancia (1Cor 16,13; Col 4,2; 1Tes 5,6; 1Pe 5,8). [CEC 2849]
Hay una tentación también con respecto a Jesús, porque no se manifiesta en la forma gloriosa en que se le espera: "¡Feliz aquel que no se escandalice de mi" (Lc 7,23). La figura de Cristo, colgado en la Cruz, es la expresión máxima del absurdo y del escándalo: "¡Ved que ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre es entregado en manos de los pecadores!" (Mc 14,41). Es la hora en que "todos se escandalizarán" (Mc 14,27) y Pedro hasta negará al Señor (Mc 14,30). Jesús tiene que orar por Pedro para que su fe no desfallezca (Lc 22,32). Pero no sólo a Pedro, sino a todos los discípulos va a cribar Satanás. La gran tentación es el escándalo de la cruz de Cristo, que puede llevar a la pérdida de la fe. "No nos induzcas en tentación" es como pedir que nos libre de la apostasía 16. El reino de Dios se presenta de tal forma en la tierra que sólo en la fe puede acogerse (Mc 1,15). Es fácil preguntarse por qué no viene o por qué no se manifiesta más prontamente 17, o por qué la predicación tiene tantos fracasos (Mc 4,1-9). Esto puede convertirse en tentación. La debilidad en que se presenta siempre el Mesías puede llevar a no reconocerlo. Los discípulos, cuando anuncien su mensaje, encontrarán hostilidad y resistencias (Mt 10,16). A los discípulos les espera la misma suerte que al Maestro: persecuciones (Mc 9,40; Mt 10,15). La fe es ya el comienzo de la vida eterna. Sin embargo, ahora "caminamos en la fe y no en la visión" (2Cor 5,7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa..., imperfecta" (1Cor 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación. [CEC 164] 16
. Lc 22,31s; Jn 17,11.15.
17
. Mc 4,30ss; Lc 13,20ss.
146
MAS LÍBRANOS DEL MAL Tras pedir al Señor que no nos deje caer en la tentación, le pedimos como último grito que nos libre incluso del poder del maligno, que nos preserve de las garras del diablo, nuestro "enemigo que, como león rugiente, da vueltas en torno a nosotros, buscando a quien devorar" (1Pe 5,8). "¡Líbranos, Señor, de la boca del león!" (2Tm 4,17-18). Dios y el diablo Las últimas palabras del Padrenuestro están en perfecta correlación con las primeras. No sólo Dios es Padre. Jesús, en el Evangelio, habla de otra paternidad: "Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre" (Jn 8,44). A quien el demonio hace su esclavo, acaba haciéndolo hijo suyo: según un proceso inverso al empleado por Dios, que nos libera para hacernos sus hijos, el diablo nos esclaviza para hacernos sus hijos. Padre es la voz de la libertad. "Ya no eres esclavo, sino hijo" (Gál 4,7). Es la libertad de los hijos de Dios la que les permite invocarle como Padre. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!" (Gál 4,4-6). Sin embargo, ser hijos de Dios, vivir en la libertad, poder llamar a Dios Padre, no hace superfluo el temor. Porque existe el mal, porque existe la posibilidad de recaer en el viejo cautiverio. "Para ser libres nos ha liberado Cristo: manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud" (Gál 5,1). Lo que sí excluye la libertad, que Cristo nos ha otorgado, es el temor del esclavo, aunque quede el temor filial, expresión del amor "En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!" (Rm 8,14s). Jesús "ha visto a Satanás caer como un rayo" (Lc 10,18). Desde el comienzo de su vida pública Jesús se enfrenta a Satanás como a su verdadero enemigo (Mc 1,13). Nadie como Jesús conoce la peligrosidad de Satanás. Satanás es el antagonista de Dios: cuanto más despunta el reino de Dios, tanto más patente se hace Satanás con su poder: Y la lucha
147 final se hace encarnizada (Cfr. Ap 12,1-17). La caída de Satanás provoca el himno de triunfo: ''¡Ahora ha llegado la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios!" (Ap 12,10). Pero esta caída de Satanás es una caída de los cielos sobre la tierra, donde comienza su lucha contra los seguidores del Cordero. Al "¡Regocijaos, cielos!", sigue el grito: "¡Ay de la tierra y del mar!", porque descendió el diablo a vosotros con gran furor; porque "sabe que le queda poco tiempo" (Ap 12,12). Es la hora de la gran tribulación. Orígenes comenta esta petición: El Señor nos libra del mal no cuando el enemigo deja de presentarnos batalla valiéndose de sus mil artes, sino cuando vencemos, arrostrando con valor los acontecimientos. Así leemos: "Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas lo libra el Señor" (Sal 33,20). Porque Dios libra de las tribulaciones no cuando las hace desaparecer, ya que dice el Apóstol "en mil maneras somos atribulados" (2Cor 4,3), como si nunca nos fuéramos a ver libres de ellas, sino cuando por la ayuda de Dios no nos abatimos al sufrir tribulación, por eso añade san Pablo" atribulados más no abatidos". Debemos, pues, pedir a Dios, que si somos tentados no perezcamos ni seamos abrasados por "los encendidos dardos que nos lanza el maligno" (Ef 6,16). Estos dardos prenden fuego en todos aquellos cuyos "corazones estaban prestos como un horno" (Os 7,6); en cambio no se inflaman los que "con el escudo de la fe hacen inútiles los encendidos dardos del maligno" (Ef 6,16), teniendo en sí mismos "ríos de agua que saltan hasta la vida eterna" (Jn 4,14), que impiden el incremento del fuego del maligno, extinguiéndolo fácilmente con un diluvio de pensamientos divinos y saludables.
El combate violento de Satanás contra Jesús fracasa. En el momento en que cree triunfar, en la muerte de Jesús, "el príncipe de este mundo" es arrojado a tierra (Jn 12,28; Lc 10,8). Los discípulos lo comprenderán cuando se lo haga ver el Espíritu (Jn 16,11). En principio, el dragón y sus secuaces están vencidos (Ap12,7-12), pero su odio se cierne aún sobre los discípulos1. Normalmente Satán actúa en secreto, oculto (2Tes 2,8), pero sus intenciones son manifiestas (2Cor 2,11): quiere provocar divisiones en la Iglesia (2Cor 11,12-15), suscitar obstáculos a la predicación (1Tes 2,18; 2Cor 12,7); se transforma en "ángel de luz" y envía falsos apóstoles (2Cor 11,14); está detrás de las intrigas de los judíos contra Pablo (Hch 20,19). En definitiva trata de quitar a los creyentes la salvación procurada por la muerte de Cristo (1Tes 3,5), intentando arrebatar discípulos a Cristo para que le sigan a 1
Mc 13,9-13; Mt 10,17-25; Jn 15,18-16,11; Ap 12,13-16,13.
148 él (1Tm 5,15) y llevarles a la "condenación eterna" (1Tm 3,6), haciéndoles partícipes de su condenación. Aunque la muerte de Cristo ha arrancado a los discípulos "del poder de las tinieblas y les ha transferido al reino del Hijo amado" 2, el combate, sin embargo, no ha terminado y es necesario estar atentos a no "dar cabida al diablo" (Ef 4,27), pues antes de la vuelta del Señor "la infidelidad alcanzará la plena medida" (Mt 24,12); el peligro se cristalizará en un cierto día (Hb 3,8), en una hora (Ap 3,10), en un momento del tiempo (Lc 8,13), con la amenaza de llevar al discípulo a la defección, a la apostasía y, por consiguiente, a la condenación eterna (2Pe 2,9). La victoria sobre el "príncipe de este mundo" (Jn 14,30) se adquirió de una vez por todas en la hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su vida. Es la hora del juicio de este mundo, en la que el príncipe de este mundo ha sido "echado abajo" (Jn 12,31; Ap 12,11). "ÉI se lanza en persecución de la Mujer" (Ap 12,13-16), pero no consigue alcanzarla; la nueva Eva, "llena de gracia" del Espíritu Santo, es librada del pecado y de la corrupción de la muerte. "Entonces, despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos" (Ap 12,17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,17.20), ya que su Venida nos librará del Maligno. [CEC 2853]
Precisamente para no entrar en este momento de tentación pedimos cada día: "No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del Maligno". San Pablo desea a los romanos "que el Dios de la paz aplaste a Satán bajo vuestros pies lo más pronto posible" (Rm 16,20). El misma Jesús oró al Padre por sus discípulos: "Yo no te pido que los saques del mundo, sino que los libres del Maligno" (Jn 17,15). El verbo griego—traducido por líbranos—significa, propiamente, arrebátanos. Esta palabra suscita en nuestra imaginación una vivísima escena: una fiera peligrosa está acechándonos desde muy cerca. Y en el último instante se nos libra de su zarpazo. Nos sentimos inclinados a pensar en el mal como un ser personal, el maligno, Satanás, que es "el malo"3.Los discípulos se saben en el mundo como ovejas en medio de lobos, de aquí la amenaza constante de su vida y la súplica al Padre: ¡Líbranos del mal!
2
Col 1.13; Ef 6,12: Gál 1,4.
3
Ef 6,16; 1Jn 2,13-14; 3,12; 5,18-19; Mt 13,19.38; 5,37.
149 Líbranos del mal La palabra griega ponerou puede entenderse en sentido objetivo y en sentido personal: puede significar el mal o el maligno. Con mal no nos referimos a los males terrenos. El discípulo es invitado a aceptar la pobreza, la falta de cobijo, la soledad, ataques y calumnias, y hasta la cruz. Para Jesús y sus discípulos las desgracias terrenas no constituyen un peligro amenazador. Se trata del mal moral o del pecado: "El Señor me salvará de toda obra mala" (2Tim 4,18). O como ya leemos en el Eclesiástico: "Al que teme al Señor, no le sobrevendrá el mal. Y si se encuentra en la tentación, será librado nuevamente" (Eclo 33,1). La liturgia de la Iglesia interpreta esta petición de una manera general: "Te rogamos, Señor, que nos libres de todos los males pasados, presentes y futuros". De modo similar es la suplica, que ya encontramos en la Didajé: "Acordaos, Señor, de vuestra Iglesia para librarla de todo mal". Y san Pablo expresa esta confianza en el Señor, según dice a Timoteo: "El Señor me librará de todo mal" (2Tim 4,18). Merece la pena recoger lo que nos testimonia san Bernardo: Ciertas inclinaciones al mal no proceden de mí, sino que yo las sufro. Las advierto en mí, pero no soy yo quien las provoca, pues ni siquiera las consiento. Estaré sin mancha ante Dios si no me dejo dominar por ellas y si me cuido de no consentir en la iniquidad que hay en mí. La iniquidad es mía, no porque yo sea su autor, sino porque soy su víctima. Yo estoy revestido de un cuerpo arrojado a la muerte, de una carne de pecado; sin embargo, es suficiente que el pecado no reine en este cuerpo mortal, de modo que mi cuerpo no sea condenado si no meto mis miembros al servicio de la iniquidad. Es, por ello, Dios misericordioso, que el hombre santo en el momento de la tentación eleva a ti su suplica, porque él siente el mal, pero no consiente en él. Es santo por la virtud; te suplica por la tentación. Si, es santo, sin duda; tu ley es la alegría de su corazón y logra consolarlo incluso el dolor que el mal provoca en su cuerpo, hasta el punto de que, no pudiendo vencer el uno sin herir al otro, confiesa: No soy yo quien lo cumple, sino el pecado que habita en mí (Rm 7,17).
Pedimos finalmente al Padre—dice san Juan Crisóstomo—que no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal, es decir, que nos libre de "las muchas tristezas que, manifiesta u
150 ocultamente, nos acosan por obra de los hombres o del diablo"; sobre todo, por obra del diablo, "el mal por excelencia". Líbranos del Maligno Al pedir a Dios que "nos libre del mal", le suplicamos ante todo que nos libre del Maligno, personificación del mal. Así se deduce del relato de las tentaciones de Jesús (Mt 4,1-11). Jesús "es conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo" y, efectivamente, es tentado por el diablo a rebelarse contra la voluntad del Padre y a rechazar su reino, sustituyéndolo por el sometimiento al diablo, señor de "todos los reinos del mundo". Esta es la tentación, de la que los hijos piden al Padre que no les deje sucumbir a ella. Por ello piden ser librados del Maligno. En la última petición del Padrenuestro suplicamos a Dios que nos libre del mal, que en su expresión plena es el Maligno. Mateo habla del Malo, que arrebata la palabra del reino (Mt 13,19), Lucas habla del Diablo (Lc 8,12) y Marcos le llama Satán (Mc 4,15). Es el "dios de este siglo" (2Cor 4,4), "el Príncipe de este mundo" (Jn 12,31; 14,30; 16,11). "Es el padre de la mentira" (Jn 8,44), que "se disfraza de ángel de luz" (2Cor 11,14) o "se viste de oveja, mas por dentro es lobo rapaz" (Mt 7,15). Concluimos, pues, pidiendo la liberación del mal, es decir, de cuantos males "la fragilidad humana no puede prever y evitar", que puede entenderse también —comenta san Cromacio de Aquileya—"ser liberados del Malo, autor de todo pecado, quien combate cada día con diversas tentaciones nuestra fe". En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el maligno, el ángel que se opone a Dios. El diablo (dia-bolos) es aquel que se atraviesa en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo. "Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44), "Satanás, el seductor del mundo entero" (Ap 12,9), es aquel por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación será "liberada del pecado y de la muerte". "Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el Engendrado de Dios le guarda y el Maligno no llega a tocarle. Sabemos que somos de Dios y el mundo entero yace en poder del Maligno" (1Jn 5,1819). [CEC 2851-2852]
151 El Malo es nuestro adversario, el demonio, de quien pedimos ser liberados, dice san Cirilo de Jerusalén. Y san Gregorio de Nisa amplía: Me parece que el Señor designa "el Malo" de muy diversas maneras, según la diversidad de sus malas acciones: diablo, Beelzebul, Mammón, príncipe de este mundo, homicida, malo, padre de la mentira, y otros semejantes. Quien quiere estar lejos del Malo debe separarse del mundo, pues está escrito: "todo el mundo está sometido al Malo" (1Jn 5,19).
Y san Juan Crisóstomo comenta: Llama aquí el Señor Malo al diablo. El diablo es llamado el Malo por su extrema maldad. Ningún agravio le hemos hecho nosotros y, sin embargo, nos hace una guerra implacable. Por eso no dijo el Señor: "líbranos de los malos", sino "líbranos del Malo", porque todos los males que nos vienen del prójimo tienen como último autor e instigador a Satanás. Con ello nos enseña a no guardar rencor contra nuestro prójimo por el mal que sufrimos de su parte. Contra el diablo hemos de dirigir todo nuestro odio, pues él es culpable de todos los males.
Desde el Génesis (3,1-7) al Apocalipsis (3,10), el hombre está expuesto a la seducción del Maligno. La vida de Jesús como Mesías se dirige toda ella contra él. Inmediatamente después de su proclamación mesiánica en el bautismo, Jesús es impulsado por el Espíritu a ir en busca de Satanás, al desierto, para ser tentado (Mc 1,13) por el seductor (Mt 4,3). Después de este primer ataque, del que Jesús sale vencedor; Satán trata de ganar tiempo (Mt 8,29), evita encontrarse con Jesús, para volver "en el tiempo señalado" (Lc 4,13), pero Jesús le persigue sin darle tregua. Las expulsiones de demonios son derrotas continuas, anticipos de la caída definitiva de Satán, a quien Jesús "ve caer del cielo como un rayo" (Lc 10,8). Esta caída final tendrá lugar más tarde. Mientras tanto, Satán siembra cizaña en medio del buen grano (Mt 13,25-39). La gran prueba llega en el momento en que reinan las tinieblas (Lc 22,53; Mc 14,41), cuando Satán se apodera de Judos (Lc 22,3; Jn 13,2.2) y recibe el permiso para cribar a los discípulos como el trigo (Lc 22,31). La cruz del Maestro será la ocasión de poner a prueba la fidelidad de los discípulos, que pasarán por la tentación de la fe. Jesús mismo ora al Padre por sus discípulos, para que su fe no vacile y puedan permanecer con Él "en sus pruebas" (Lc 22,28) y, así, reciban el reino que les ha sido preparado (Lc 22,29).
152 El maligno es el señor de la muerte: "Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen" (Sab 2,24). Y como señor de la muerte esclaviza a todos "de por vida con el temor a la muerte" (Hb 2,14-15); bajo su dominio "yace todo el mundo" (1Jn 5,19); como "peca desde el principio", "todo el que peca le pertenece" (1Jn 3,8). El "fue homicida desde el principio" (Jn 8,44), por ello engendra homicidas4, sembrando "el odio al hermano" (1Jn 8,34.44). Sólo Cristo puede librar de su poder: Para ello se encarnó: "para aniquilar, mediante la muerte, al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud" (Hb 2,14-15). El Padre le envió "a destruir las obras del diablo" (1Jn 3,5.8). Los cristianos saben que únicamente "si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres" (Jn 8,36). En su vida han experimentado "haber vencido al maligno" mediante la fe en el Hijo de Dios (1Jn 2,13-14). Pero saben que, aunque vencido por Cristo 5, el diablo sigue actuando "con gran furor" en la tierra, como "seductor del mundo entero" (Ap 12,9-12) y de "los santos" (Ap 20,9-10). Una vez expulsado y vencido, vuelve de nuevo (Mt 12,43-45). Por ello suplican "¡Líbranos del maligno!" Jesús mismo, en su oración al Padre por los discípulos, también suplica: "No te pido que los saques del mundo, sino que los protejas del maligno'' (Jn 17,15). Santa Teresa avisa a sus monjas sobre las tentaciones más peligrosas: Los que son de temer y hay que pedir siempre al Señor que nos libre de ellos son unos enemigos que hay muy traidores, unos demonios que se transfiguran en ángel de luz y vienen disfrazados. Hasta que han lecho muchos daños en el alma, no se dejan conocer, sino que nos andan bebiendo la sangre y acabando las virtudes, y andamos en la tentación y no lo entendemos. De estos pidamos y supliquemos muchas veces que nos libre el Señor y que no consienta andemos en tentación que nos traiga engañadas; que se descubra la ponzoña, que no se escondan la luz y la verdad.
Resistidle firmes en la fe El maligno, "mediante los hombres perversos y malos", atenta constantemente contra la fe de los cristianos (2Tes 3,2); como "adversario, el Diablo ronda como león rugiente, buscando a quien devorar" (1Pe 5,8). Solo la fidelidad del Señor puede librar de sus garras: 4
Jn 13,2.27; 8,34.44.
5
Jn 12,31; 1Jn 3,8; Hb 2,14; Ap 20,2-3.
153 "Él os afianzará y os guardará del maligno" (2Tes 3,3). Con esta confianza puesta en el Señor, el cristiano, embrazando siempre el escudo de la fe, puede apagar los dardos encendidos del maligno" (Ef 6,16). Es lo que recomiendan también Pedro y Santiago: "Resistidle firmes en la fe" (1Pe 5,9), "Resistid al diablo y huirá de vosotros" (St 4,7). El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,28) [CEC 395]. Es siempre un don del Padre la liberación del Maligno (2Tes 3,1-3), bajo cuyo poder "yace el mundo entero" (1Jn 5,19), pero los fieles pueden resistirle mediante la fe (Ef 6,16; 1Pe 5,8-9). La petición final—dice san Cipriano—resume todas nuestras súplicas, pues la liberación del mal incluye todos los males maquinados por el enemigo contra nosotros en este mundo. Obtenida la protección de Dios contra el mal, nada nos queda ya por pedir. Con esta protección estamos seguros y protegidos contra cualquier mal que puedan tramar contra nosotros el diablo y el mundo. ¿Qué puede temer del mundo el que tiene a Dios para protegerlo en este mundo?
También san Agustín dice que en esta petición rogamos a Dios que nos libre del "mal que no tenemos y también del mal en que hemos sido hundidos", hemos caído en la tentación: Conseguido esto, nada queda que sea temible. Sin embargo, no podemos esperar que suceda en esta vida, mientras dura nuestra condición mortal, a que nos condujo la seducción de la serpiente. Pero esperamos que llegará algún día la liberación total del mal. Esta es la esperanza que no se ve, de la que nos habla el Apóstol: "pues no se dice que alguno tenga esperanza de aquello que ya ve" (Rm 8,24) o posee. Pero esta felicidad perfecta esperada ya es incoada en esta vida, si escuchamos al Apóstol, que nos dice: ''Redimamos el tiempo, porque los días son malos". Así mientras "deseamos la vida y ver días buenos" hacemos lo que el salmo dice a continuación: "aparta tu lengua del mal y que tus labios no pronuncien mentira; apártate del mal y obra el bien; busca la paz y síguela" (Sal 33,13-15).
Y san Ambrosio concluye: El Señor, que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas, también os protege y os guarda contra las astucias del diablo, que os combate, para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al demonio. "Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?" (Rm 8,31).
154 San Mateo nos presenta al diablo como el enemigo del Reino: "Entonces llega el malvado y arrebata la semilla de la palabra" (Mt 13,9) y "siembra la cizaña en el campo del mundo" (Mt 13,25-39). Su acción es diabólica, de división: a "los hijos del reino" se oponen "los hijos del malvado" (Mt 13, 27.38). Toda palabra superflua "viene del malvado" 6. San Mateo termina, pues, el Padrenuestro con una petición insistente para que Dios nos libre del malvado, que es "el enemigo", el peligroso adversario de Dios (2Tes 2,4) y del cristiano (1Tm 5,14; 1Pe 5,8-9). Esta petición cierra el Padrenuestro, remitiéndonos a la petición de la venida del Reino, porque cuando el Reino esté plenamente establecido desaparecerán Satanás y sus amenazas. Con el temor del Maligno, el fiel se arroja en los brazos del Padre, invocado al comienzo de la oración.
6
Mt 5,37; Jn 9,24; 17,15; 1Jn 2,13-14; 3,12; 5,18-19.