Fe y Razon

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FE Y RAZร N Autor: S.S. Benedicto XVI Colecciรณn: https://www.ebookscatolicos.com UUID: abee5f10-3b11-4177-b569-6bdf1e2c6f4f Generado con: QualityEbook v0.76


FE Y RAZÓN

SEGÚN BENEDICTO XVI


Índice • Conferencia en Subiaco Sobre las crisis de las culturas 1 de abril de 2005 • Discurso en la Universidad de Navarra Sobre la exégesis cristiana 31 de enero de 1998 • Discurso en la Universidad de Ratisbona Sobre fe, razón y universidad 12 de septiembre de 2006 • Homilía en Ratisbona Sobre la racionalidad de la fe 12 de septiembre de 2006 • Discurso en Westminster Hall Encuentro con representantes de la sociedad británica 17 de septiembre de 2010 • Discurso en el Parlamento alemán Visita al Parlamento federal (Berlín) 22 de septiembre de 2011


Conferencia en Subiaco Impartida por el cardenal Joseph Ratzinger en Subiaco el 1 de abril de 2005, en el monasterio de Santa Escolástica, al recibir el premio «San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa». Reflexiones sobre culturas que hoy se contraponen Vivimos una época de grandes peligros y grandes oportunidades para el hombre y para el mundo, un momento de gran responsabilidad para todos nosotros. Durante el siglo pasado, las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia crecieron de manera realmente inimaginable. Pero su capacidad para disponer del mundo ha hecho que su poder de destrucción haya alcanzado unas dimensiones que, a veces, nos causan verdadero pavor. En ese contexto, surge espontáneamente la idea de la amenaza del terrorismo, esa nueva guerra sin límites y sin frentes establecidos. El temor de que ese fenómeno pueda muy pronto apoderarse de armas nucleares y biológicas no es, ni mucho menos, infundado; de modo que en el seno de los estados de derecho se ha tenido que recurrir a sistemas de seguridad que en épocas precedentes no existían más que en los regímenes dictatoriales. Con todo, se tiene la sensación de que, en realidad, todas esas precauciones jamás serán suficientes, porque no es posible ni deseable un férreo control sobre toda clase de armamento. Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades de automanipulación que el hombre ha conseguido. Ha logrado sondear los entresijos más recónditos del ser, ha descifrado los códigos más profundos del ser humano y ahora es capaz, por así decir, de «construir» por sí mismo al hombre que, de ese modo, no viene al mundo como don del Creador, sino como producto de una manipulación humana; un producto que, en consecuencia, puede ser seleccionado según las exigencias que nosotros mismos fijamos. Desde esa perspectiva, sobre ese hombre ya no brilla el esplendor de ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad y su inviolabilidad, sino sólo el poder de las capacidades humanas. El hombre ya no es otra cosa que imagen del hombre. Pero, ¿de qué hombre? Por otro lado, a eso hay que añadir los enormes problemas planetarios: la desigualdad en el reparto de los bienes de la tierra, la invadente pobreza, más aún, el empobrecimiento y la explotación de la tierra y de sus recursos naturales, el hambre, las enfermedades que amenazan al mundo entero, el choque de culturas.


Todo eso demuestra que al crecimiento de nuestras posibilidades no corresponde un desarrollo paralelo de nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido en paralelo al desarrollo de la ciencia, sino que, más bien, ha disminuido, porque la mentalidad técnica ha relegado la moral al ámbito subjetivo, mientras que lo que se necesita es precisamente una moral pública que sepa responder a las amenazas que pesan sobre la existencia de todos nosotros. El verdadero peligro, el más grave del momento presente, radica en el desequilibrio entre posibilidades técnicas y energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y de nuestra dignidad no puede venir, en último análisis, de los sistemas técnicos de control, sino que sólo puede brotar precisamente de la fuerza moral del hombre. Si falta esa fuerza, o si no es suficiente, el poder del hombre se transformaráinevitablemente, y cada día más, en un poder de destrucción. N o se puede negar que hoy día existe una nueva moralidad articulada en torno a palabras clave como justicia, paz, conservación de lo creado, etc.; palabras que hacen referencia a valores morales fundamentales que necesitamos imperiosamente. Pero ese moralismo es demasiado vago, de modo que resbala inevitablemente hacia la esfera política y partidista. Ese moralismo es, ante todo y sobre todo, una pretensión dirigida a los otros, y no tanto un deber personal de nuestra vida cotidiana. De hecho, ¿qué quiere decir «justicia»? ¿Quién la define? ¿Qué es lo que sirve a la paz? En las últimas décadas hemos visto ampliamente en nuestras calles y en nuestras plazas cómo el pacifismo puede desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia un auténtico terrorismo. El moralismo político de los años setenta, cuyas raíces no están del todo muertas, fue un moralismo que logró fascinar incluso ajóvenes pletórico s de ideales. Pero se trataba de un moralismo con objetivos equivocados, por cuanto carecía de una racionalidad serena y porque, en último análisis, colocaba la utopía política por encima de la dignidad del individuo, mostrando incluso que en nombre de grandes objetivos podía llegar a despreciar al hombre. El moralismo político, como lo hemos vivido y todavía lo vivimos, no sólo no abre camino a una regeneración, sino que la bloquea. Y en consecuencia, eso mismo vale para un cristianismo y para una teología que reducen el núcleo del mensaje de Jesús, el «Reino de Dios», a los «valores del Reino», identificando esos valores con el gran santo y seña del moralismo político y presentándolos al mismo tiempo como síntesis de las religiones, pero olvidándose de Dios, a pesar de que es precisamente Él el sujeto y la causa del Reino de Dios. Lo que queda, en su lugar, son palabras altisonantes y unos valores que se prestan a todo tipo de


abusos. Esta breve panorámica de la situación del mundo nos lleva a reflexionar sobre la situación actual del cristianismo y, por consiguiente, también sobre los fundamentos de Europa. Una Europa de la que podría decirse que en épocas pasadas fue el continente cristiano por excelencia, pero que también ha sido el punto de partida del nuevo racionalismo científico que, a la vez que nos ha regalado enormes posibilidades, nos ha enfrentado con tremendas amenazas. Es verdad que el cristianismo no ha surgido de Europa y, por tanto, ni siquiera se puede clasificar como religión europea, la religión del ámbito cultural europeo. Pero ha sido precisamente en Europa donde el cristianismo ha recibido su impronta cultural e intelectual más eficaz, y por consiguiente está vinculado de manera especial a Europa. Por otra parte, también es verdad que esta Europa, desde los tiempos del Renacimiento y de un modo más completo desde la época de la Ilustración, ha desarrollado precisamente esa racionalidad científica que en la época de los descubrimientos condujo a la unidad geográfica del mundo y al encuentro feliz de continentes y culturas, y que hoy día, con más profundidad, gracias a la técnica como fruto de la ciencia, ejerce su influjo sobre el mundo entero, más aún, en cierto sentido, hasta lo configura. Siguiendo la estela de esa forma de racionalidad, Europa ha desarrollado una cultura que, de un modo antes desconocido para la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, sea negando abiertamente su existencia, o pensando que no se puede demostrar, porque es incierta y, por tanto, pertenece al ámbito de una elección subjetiva. En cualquier caso, la existencia de Dios es totalmente irrelevante para la vida pública. Ese racionalismo, por así decir, puramente funcional ha traído consigo un trastorno de la conciencia moral desconocido en las culturas precedentes, porque afirma que sólo es racional lo que se puede probar por medio de experimentos. Y como la moral pertenece a una esfera completamente distinta, desaparece como categoría autónoma, de modo que habrá que buscarla por otros caminos, porque en cualquier caso hay que admitir que la moral sigue siendo necesaria. En un mundo esencialmente calculador, lo que determina qué es lo que hay que considerar como moral es el cálculo de sus consecuencias. De ese modo, la categoría de bien, tal como Kant la había formulado con toda claridad, desaparece completamente. Nada es bueno o malo en sí mismo; todo depende de las previsibles consecuencias que pueda tener una acción concreta. Si, por una parte, el cristianismo ha encontrado en Europa su manifestación más eficaz, por otra parte hay que decir también que en Europa ha tomado cuerpo una cultura que se presenta como la contradicción absoluta y más radical no sólo


del cristianismo, sino también de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. De aquí se deduce que Europa está experimentando una auténtica «prueba de resistencia»; y así se entiende también el radicalismo de las tensiones a las que tiene que enfrentarse nuestro continente. Pero precisamente aquí surge, sobre todo, la gran responsabilidad que los europeos tenemos que asumir en este momento histórico. En el debate sobre la definición de Europa y de su nueva forma política no se libra una batalla nostálgica en la «retaguardia» de la historia, sino que está en juego una enorme responsabilidad con respecto a la humanidad de hoy. Consideremos más de cerca esa contraposición entre las dos culturas que han caracterizado a Europa. En el curso del debate sobre el Preámbulo de la Constitución europea, esa contraposición se ha manifestado en dos puntos controvertidos: el tema de la referencia a Dios en la Constitución, y la mención de las raíces cristianas de Europa. Se afirma que podemos estar tranquilos, porque el artículo 52 de la Constitución garantiza los derechos institucionales de las Iglesias. Pero eso quiere decir que, en la vida de Europa, las Iglesias encuentran su puesto en el ámbito del compromiso político, mientras en el campo de los fundamentos de Europa, la impronta de su contenido no encuentra ningún espacio. Las razones que se aducen en el debate público para ese rotundo «no» son totalmente superficiales; y así resulta evidente que más que proponer los verdaderos motivos, se disfrazan. La afirmación de que mencionar las raíces cristianas de Europa hiere la sensibilidad de muchos no cristianos que viven en ella es poco convincente, pues se trata, sobre todo, de una realidad histórica que nadie puede negar seriamente. En buena lógica, esa referencia histórica implica también una referencia al presente, desde el momento en que, con la mención de las raíces, se indican las fuentes restantes de orientación moral que constituyen un factor de la identidad de esa formación que es Europa. ¿Quién podría sentirse ofendido? ¿Qué identidad se vería amenazada? Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios principios básicos. Y tampoco nuestros conciudadanos hebreos se sentirán ofendidos por la referencia a las raíces cristianas de Europa, ya que estas raíces se remontan hasta el monte Sinaí. Los hebreos, que llevan la impronta de la voz que resonó en el monte de Dios, comparten con nosotros las orientaciones fundamentales que el Decálogo ofrece a la humanidad. Y lo mismo vale para la referencia a Dios. Lo que realmente puede ofender a los miembros de otras religiones no es la mención de Dios, sino más bien el intento de construir la comunidad humana prescindiendo


de Dios. Los motivos de ese doble «no» son mucho más profundos de lo que harían pensar las propuestas presentadas. En ellos se presupone la idea de que sólo la cultura radical de la Ilustración, que ha alcanzado su pleno desarrollo en nuestro tiempo, puede constituir la identidad europea. Por eso, junto a ella pueden coexistir diferentes culturas religiosas con sus respectivos derechos, a condición de que respeten los criterios de la cultura de la Ilustración y se sometan a ella. Sustancialmente, esa cultura se define por el derecho a la libertad, brota de la libertad como valor fundamental, y es la medida de todo: libertad de elección religiosa que incluye la aconfesionalidad del Estado; libertad de expresión de las propias opiniones, a condición de que no se ponga en duda ese principio esencial; ordenamiento democrático del Estado, es decir, control parlamentario de los organismos estatales; libre formación de partidos políticos; independencia de la magistratura; y finalmente, tutela de los derechos humanos y prohibición de cualquier clase de discriminaciones. En este aspecto, la norma está aún en vías de formación, porque también hay ciertos derechos del hombre que generan conflictos, por ejemplo, el contraste entre el deseo de libertad de la mujer y el derecho del feto a la vida. La discriminación tiene tendencia a ampliarse, de modo que prohibirla puede transformarse progresivamente en una limitación de la libertad de opinión e incluso de la libertad religiosa. Muy pronto no se podrá afirmar que, como enseña la Iglesia Católica, la homosexualidad constituye un desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana. Y la convicción de la Iglesia, de que ella no tiene derecho a conferir la ordenación sacerdotal a mujeres, se considera en ciertos círculos como irreconciliable con el espíritu de la Constitución Europea. Es claro que este exponente de la cultura de la Ilustración, que no posee -ni mucho menos- carácter definitivo, contiene valores importantes de los que el cristiano ni quiere ni puede prescindir; pero también es evidente que la idea de libertad -mal definida o, de hecho, no definida-, que es la base de esa cultura, implica inevitablemente ciertas contradicciones; y también es manifiesto que, precisamente por su práctica -al parecer, tan radical- comporta limitaciones de la libertad que hace sólo unos años eran inimaginables. Una ideología confusa de la libertad conduce inexorablemente a un dogmatismo que cada día se revela más hostil a la propia libertad. N o cabe duda que aún tendremos que volver sobre el tema de las contradicciones internas que reviste la forma actual de la cultura de la Ilustración. Pero antes habrá que terminar de describirla. En cuanto cultura de una razón que por fin tiene plena conciencia de sí misma, su naturaleza la lleva a presumir de


universalismo y presentarse como perfecta en sí misma, sin necesidad del complemento que le pueda venir de. otros factores culturales. Esas dos características se perciben con toda claridad cuando se plantea la cuestión sobre quién puede ser miembro de la Comunidad, especialmente en el debate sobre la incorporación de Turquía. Se trata de un Estado, o quizá mejor dicho, de un ámbito cultural que no tiene raíces cristianas, sino que está bajo el influjo de la cultura islámica. Atatürk se propuso transformar Turquía en un Estado laico, tratando de implantar en un terreno musulmán el laicismo que había ido madurando en el mundo cristiano de Europa. Se puede plantear la cuestión sobre si eso es posible. Según la tesis de la cultura ilustrada y laica de Europa, sólo las normas y contenidos de esa cultura pueden definir la identidad europea. En consecuencia, cualquier Estado que haga suyos esos criterios podrá pertenecer a Europa. En definitiva, no importa sobre qué trenzado de raíces se implante esa cultura de la libertad y de la democracia. Precisamente por eso se afirma que las raíces no pueden formar parte de la definición de los fundamentos de Europa, porque se trata de raíces muertas que no forman parte de la identidad actual. Por eso, esta nueva identidad, determinada exclusivamente por la cultura de la Ilustración, implica también que Dios no tiene nada que ver con la vida pública ni con los fundamentos del Estado. Desde esa perspectiva, todo resulta perfectamente lógico y, en cierto modo, hasta plausible. En realidad, ¿podríamos desear algo más espléndido y reconfortante que el hecho de que en todas partes se respeten la democracia y los derechos humanos? Pero, en cualquier caso, se impone la cuestión sobre si esa cultura ilustrada y laica es realmente la cultura -considerada en última instancia como universal- de una razón común a todo el género humano, una cultura abierta a toda la humanidad, aunque sobre una base histórica y culturalmente diferenciada. Por otro lado, uno se pregunta si, en sí misma, esa cultura es de veras autosuficiente, de modo que pueda prescindir de cualquier clase de raíces ajenas a su propio ámbito. Significado y límtes de la actual cultura racionalista Ahora habrá que afrontar esas dos últimas cuestiones. A la primera, es decir, si ya se ha alcanzado la filosofia universalmente válida y plenamente científica en la que pueda expresarse la razón común a todos los hombres, habría que responder que se han hecho adquisiciones importantes que pueden aspirar a una validez universal. Por ejemplo, el hecho de que la religión no puede ser una imposición del Estado, sino que sólo se puede aceptar en plena libertad; el respeto de los


derechos fundamentales de la persona, iguales para todos; la separación de poderes y el control del poder. Sin embargo, es impensable que esos valores fundamentales, reconocidos como universalmente válidos, puedan ponerse en práctica de la misma manera en cualquier contexto histórico. N o en todas las sociedades se dan los presupuestos sociológicos para una democracia basada en la existencia de partidos políticos, como ocurre en Occidente. Desde esa perspectiva, la total neutralidad religiosa del Estado deberá considerarse, en la mayor parte de los contextos históricos, como una verdadera utopía. Y así llegamos a los problemas que suscita la segunda pregunta. Pero antes de nada, habrá que clarificar la cuestión sobre si las modernas filosofías inspiradas en la Ilustración, tomadas en conjunto, se pueden considerar como la última palabra de la razón común a todos los hombres. Estas filosofias se caracterizan por el hecho de ser positivistas y, por consiguiente, antimetafisicas; y tanto es así que, a fin de cuentas, Dios no puede tener ningún puesto en ellas. Todas se basan en una autolimitación de la razón positiva, que funciona perfectamente en el ámbito técnico, pero que, si se generaliza, implica una mutilación del hombre. De ahí se sigue que el hombre no admite ninguna instancia moral que esté fuera de sus cálculos y, como ya hemos visto, que el concepto de libertad que a primera vista podría dar la impresión de poseer una expansión ilimitada, termina por llevar a la autodestrucción de esa misma libertad. No se puede negar que las filosofías positivistas contienen importantes elementos de verdad. Pero esos elementos están fundados en una auto limitación de la razón específica de una determinada coyuntura cultural -la del Occidente moderno- que, en cuanto tal, no puede ser la última palabra de la razón. Aunque parezcan totalmente racionales, dichos elementos no representan la voz de la razón, sino que ellos mismos están vinculados culturalmente a la situación del Occidente de hoy. Por eso, no representan en modo alguno la filosofia que un día debería ser válida para todo el mundo. Pero sobre todo habrá que observar que esa filosofia ilustrada y su respectiva cultura son magnitudes incompletas. Es una filosofia que corta conscientemente sus propias raíces históricas y, de ese modo, se priva de las fuentes originarias de las que ella misma ha brotado, es decir, de la memoria fundamental de la humanidad, sin la que la razón pierde su punto de referencia. En realidad, sigue siendo válido el principio de que la capacidad del hombre es el comienzo de su acción. Lo que se sabe hacer, también se puede hacer. No existe un saber hacer separado del poder hacer, porque iría contra la libertad, que es el valor supremo en absoluto. Pero el hombre, que sabe hacer tantas cosas, siempre sabe hacer más; y si su saber hacer no encuentra su medida en una norma


moral, el resultado será inevitablemente, como se puede comprobar, un poder de destrucción. El hombre sabe hacer hombres; y por eso, los hace. El hombre sabe usar hombres como «banco» de órganos para otros hombres, y por eso lo hace; lo hace porque parece ser una exigencia de su libertad. El hombre sabe fabricar bombas atómicas, y por eso las hace; y en principio está dispuesto también a usadas. A fin de cuentas, también el terrorismo se basa en esta modalidad de «autoautorización» que se arroga el hombre, más bien que en los principios del Corán. La separación radical de sus raíces que caracteriza a la filosofía ilustrada, no es, en último análisis, otra cosa que un desprecio de las capacidades del ser humano. Para los portavoces de las ciencias naturales, el hombre, en el fondo, no tiene ninguna libertad; pero eso está en flagrante contradicción con el punto de partida de todo este problema. El hombre no debe creer que es una realidad distinta de los demás seres vivos, por lo que deberá recibir el mismo trato. Así se expresan los representantes más audaces y más avanzados de una filosoffa claramente separada de las raíces de la memoria histórica de la humanidad. Nos habíamos planteado dos cuestiones: si la filosofía racionalista (positivista) es estrictamente racional y, en consecuencia, universalmente válida; y si esa filosofía es completa. Pues bien, ¿se basta a sí misma? ¿Puede, o incluso debe, relegar sus raíces históricas al ámbito del pasado y, por tanto, a lo que puede ser válido sólo subjetivamente? Las dos preguntas sólo admiten como respuesta un rotundo «no». Esa filosofía no expresa la razón total del hombre, sino sólo una parte; y debido a esa mutilación de la razón, no se la puede considerar como plenamente racional. Por eso es también incompleta, y sólo puede recobrar su vigor si restablece de nuevo el contacto con sus raíces. Y es que un árbol sin raíces terminará secándose… Con estas afirmaciones no se niega lo que esta filosofía encierra de positivo e importante, sino más bien se afirma su necesidad de completar las profundas lagunas de las que adolece. De ese modo nos encontramos una vez más con los dos puntos más controvertidos del Preámbulo de la Constitución Europea. Prescindir de las raíces cristianas no es la expresión de una tolerancia exquisita que respeta todas las culturas de la misma manera, sin privilegiar a ninguna de ellas, sino elevar a la categoría de absoluto unas ideas y unas vivencias que se contraponen radicalmente a las demás culturas históricas de la humanidad. La verdadera contraposición que caracteriza al mundo presente no es la que se establece entre diversas culturas religiosas, sino entre la emancipación radical del hombre con respecto a Dios y a las raíces de la vida, y por otro, entre las grandes culturas religiosas. Si se llega a un enfrentamiento de culturas, no será por


un choque entre grandes religiones -siempre en lucha de unas contra otras, es verdad, pero que siempre han sabido convivir en buena armonía-, sino por el conflicto entre esa emancipación radical del hombre y las grandes culturas históricas. De esa manera, el rechazo de la referencia a Dios no es expresión de una tolerancia que desea proteger a las religiones no teístas y la dignidad de los ateos y de los agnósticos, sino más bien la expresión de una mentalidad que desearía ver a Dios definitivamente expulsado de la vida pública de la humanidad y relegado al ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado. Y así también, el relativismo, que constituye el punto de partida de esta situación, se convierte en un dogmatismo que se cree en posesión del conocimiento definitivo de la razón y con derecho a considerar todo lo demás sólo como un estadio de la humanidad esencialmente superado y que se puede relativizar de manera adecuada. En realidad, todo eso quiere decir que tenemos necesidad de raíces para sobrevivir y que no debemos perder de vista a Dios, si no queremos que desaparezca la dignidad humana. Significado permanente de la fe cristiana ¿No será todo esto un simple rechazo de la ilustración y de la modernidad? Decididamente, no. Desde el principio, el cristianismo se consideró a sí mismo como la religión del Logos, como la religión según la razón. En primer lugar, no encuadró a sus precursores en el marco de otras religiones, sino en el iluminismo filosófico que preparó el camino de las tradiciones para dedicarse a la búsqueda de la verdad y orientarse hacia el bien, hacia el único Dios que está por encima de todos los dioses. En cuanto religión de los perseguidos y a la vez religión universal, por encima de los diferentes Estados y pueblos, negó al Estado el derecho a considerar la religión como una parte de la estructura estatal, postulando así la libertad de la fe. Siempre concibió al hombre, a todos los hombres sin distinción, como creaturas e imágenes de Dios, proclamando en términos de principio, aunque dentro de los límites imprescindibles del ordenamiento social, su propia dignidad. En este sentido, la Ilustración es de origen cristiano y no por casualidad, o a título exclusivo, nació en el ámbito de la fe cristiana, precisamente allí donde el cristianismo, contra su naturaleza, había llegado a convertirse en tradición y religión de Estado. A pesar de que la filosofía como búsqueda de la racionalidad y, por supuesto, de la fe, haya sido siempre patrimonio del cristianismo, la voz de la razón se había visto domesticada en demasía. Fue mérito de la Ilustración, y aún lo es, haber propuesto de nuevo esos valores originales del cristianismo y haber dado voz


propia a la razón. El Concilio Vaticano II, en su «Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy», volvió a poner de relieve esa profunda correspondencia entre cristianismo e Ilustración, tratando de llegar así a una reconciliación de la Iglesia con la modernidad, que es el valioso patrimonio que las dos partes habrán de tutelar. Por todo eso, es necesario que las dos partes reflexionen sobre sí mismas y estén dispuestas a corregir sus fallos. El cristianismo debe recordar continuamente que es la religión del Logos. Y eso quiere decir que deberá tener fe en el Creator Spiritus, en el Espíritu creador, del que dimana toda la realidad. Esto, precisamente, debería constituir hoy en día su fuerza filosófica, porque el problema está en saber si el mundo proviene del ámbito irracional, de modo que la razón no sería más que un «subproducto», quizá incluso dañino, de esa evolución, o si el mundo procede, más bien, de la razón que, en consecuencia, es su criterio y su meta. La fe cristiana se inclina por esta segunda hipótesis, de modo que, desde el punto de vista puramente filosófico, dispone de las mejores cartas en el envite, a pesar de que hoy en día hay mucha gente que piensa que la primera hipótesis es la única «racional» y moderna. y es que una razón nacida del ámbito irracional y que, a fin de cuentas, es en sí misma irracional, no es una solución a nuestros problemas. Sólo la razón creadora, que en el Dios crucificado se ha manifestado como amor, puede realmente mostramos el camino. En el diálogo, hoy tan necesario, entre laicos y católicos, los cristianos tenemos que estar atentos a seguir siendo fieles a la línea básica de vivir una fe que procede del Logos, es decir, de la Razón Creadora, y por consiguiente está abierta a todo lo que es verdaderamente racional. En este punto, y en mi condición de creyente, quisiera hacer una propuesta a los laicos. En la época de la Ilustración se procuró entender y definir las normas morales fundamentales desde la afirmación de que tales normas serían válidas etsi Deus non daretur, aun en el caso de que Dios no existiera. En el enfrentamiento de las diversas confesiones, que tuvo como consecuencia la quiebra de la imagen de Dios, se intentó mantener fuera del debate los valores esenciales de la moral, y buscarles una evidencia que los hiciera independientes de las múltiples divisiones e incertidumbres de las diversas filosofías y confesiones. De ese modo se pretendió asegurar las bases de la convivencia y, de un modo más genérico, las bases de la humanidad. En aquella época se pensó que eso era posible, ya que las grandes convicciones de fondo creadas por el cristianismo resistían bastante bien, hasta el punto de parecer innegables. Pero ahora, ya no es así. La búsqueda de esa clase de


certeza tranquilizadora, que pudiera mantenerse firme por encima de todas las diferencias, no tuvo éxito. Ni siquiera el esfuerzo sobrehumano de Kant pudo crear la necesaria certeza compartida. Kant había negado que se pudiera reconocer a Dios en el ámbito de la razón pura, pero al mismo tiempo había presentado a Dios, la libertad y la inmortalidad como postulados de la razón práctica, sin la cual, dentro de su coherencia, no era posible la acción moral. Pues bien, la situación actual del mundo, ¿no nos llevará a pensar que Kant podría tener razón? En otras palabras, llevar al extremo nuestro intento de comprender al hombre prescindiendo totalmente de Dios nos conduce cada vez más al borde del abismo, o sea, a prescindir completamente del hombre. En ese caso tendremos que dar la vuelta al axioma de los iluministas y afirmar que aun el que no logra encontrar el camino de la libre aceptación de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiera. Ése es el consejo que daba Pascal a sus amigos no creyentes, y ése es el consejo que también nosotros querríamos ofrecer a nuestros amigos no creyentes. De ese modo, nadie se verá limitado en el ejercicio de su libertad, pero todas las cosas encontrarán la razón y el criterio que con tanta urgencia necesitan. Lo que más necesitamos en este momento de la historia son individuos que, a través de una fe iluminada y vivida, presenten a Dios en este mundo como una realidad creíble. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios mientras vivían de espaldas a él ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto las puertas a la increencia. Necesitamos hombres que tengan su mirada dirigida a Dios para aprender de él el verdadero humanismo. Necesitamos hombres cuya mente esté iluminada por la luz de Dios y a los que el propio Dios abra el corazón para que su inteligencia pueda hablar a la inteligencia de los otros y su corazón pueda abrirse a los demás. Sólo a través de hombres tocados por Dios, puede el propio Dios volver a habitar entre nosotros. Necesitamos hombres como Benito de Norcia que, en una época de disipación y decadencia, se sumió en la soledad más extrema y, después de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, pudo volver a la luz y fundar en Montecasino una ciudad edificada en la cumbre del monte que, a pesar de toda su ruina, aunó las fuerzas de las que surgió un mundo nuevo. De esa manera, Benito, igual que Abrahán, se convirtió en «padre de muchos pueblos». Las recomendaciones a sus monjes, que se recogen al final de su Regla, son indicaciones que nos muestran, incluso a nosotros, el camino que lleva a lo alto, lejos de las crisis y los escombros: «Igual que hay un celo amargo que aleja de Dios y lleva al infierno, hay un celo bueno que aleja de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Éste es el


celo en el que los monjes deberán ejercitarse con amor ardiente. Que se superen unos a otros en colmarse de honores, que soporten con suma paciencia sus respectivas enfermedades fisicas y morales (…) Ámense unos a otros con amor fraterno (…) Amen a Dios sin olvidar el temor (…) Que no antepongan absolutamente nada a Cristo, que nos conducirá a todos a la vida eterna» (San Benito, La Regla, capítulo 72).

Discurso en la Universidad de Navarra Pronunciado por el Cardenal Dr. Joseph Ratzinger con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Navarra el 31 de enero de 1998. Excelentísimo y Reverendísimo Señor Gran Canciller, respetable Claustro Académico, señoras y señores: Quisiera expresar ante todo a Vuestra Excelencia, muy estimado y querido Señor Gran Canciller, y a la ilustre Facultad de Teología, mi profunda y sentida gratitud por el gran honor que se me confiere con esta investidura como Doctor honoris causa. De modo particular, quiero manifestarle a Usted, muy estimado colega Profesor Rodríguez, mi agradecimiento por la atenta y delicada valoración que ha hecho de mi trabajo teológico, en la que ha ido más allá de mis méritos. Usted, Profesor Rodríguez, con el descubrimiento y la edición crítica del manuscrito original del «Catecismo Romano», ha prestado a la teología un servicio que trasciende unas concretas circunstancias históricas, y que ha revestido también gran importancia para mis trabajos durante la preparación del «Catecismo de la Iglesia Católica». Forma Usted parte de una Facultad que, en el tiempo relativamente breve de su existencia, ha conseguido ocupar un puesto relevante en el diálogo teológico mundial. Significa, por tanto, para mí un honor y una alegría grandes ser recibido a través de este Doctorado en el Claustro de esta Facultad, con la que estoy unido desde hace ya bastantes años con lazos de amistad personal y de diálogo científico. Ante un acontecimiento como el de hoy, surge inevitablemente una pregunta: ¿qué es propiamente un doctor en teología? Y, en mi caso, además, una pregunta muy personal: ¿tengo yo derecho a considerarme como tal? ¿Respondo yo al criterio que con esta dignidad se significa? Quizá pudiera plantearse, en este sentido, para muchos una objeción seria respecto de mi persona: ¿el cargo de


Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe -al que hoy gusta caracterizar de nuevo (y con esto también criticarle) con el título de «Inquisidor»no estará quizás en cierta contradicción con la esencia de la ciencia y, por tanto, también con la naturaleza de la teología? ¿No se excluirán quizás ciencia y autoridad externa? ¿Podría acaso la ciencia reconocer otra autoridad que no fuese la de sus propios conocimientos, es decir, la de sus argumentaciones? ¿No es contradictorio en sí mismo un Magisterio que quiera imponer límites en materia científica al pensamiento? Preguntas como éstas, que tocan la esencia de la teología católica, requieren sin duda un continuo examen de conciencia, tanto por parte de los teólogos como de aquellos otros que están constituidos en autoridad dentro de la Iglesia, quienes además deben ser también teólogos para poder realizar adecuadamente su oficio. Nos ponen esas preguntas ante la cuestión fundamental: ¿Qué es propiamente la teología? ¿Quedaría ya suficientemente caracterizada si la describiésemos como una reflexión metódica y sistemática sobre los interrogantes de la religión, de la relación del hombre con Dios? Mi respuesta sería: no, pues de ese modo sólo habríamos alcanzado a situarnos ante la llamada «ciencia de la religión». La filosofía de la religión y, en general, la ciencia de la religión son indudablemente disciplinas de gran importancia, pero sus limitaciones se hacen patentes cuando tratan de traspasar el ámbito académico, pues no son realmente capaces de ofrecer una verdadera guía. O bien tratan de cosas del pasado, o bien se ocupan en describir las cosas del presente desde la confrontación existencial de los unos con los otros, o acaban siendo, en fin, un puro tantear acerca de los interrogantes últimos sobre el hombre, un tantear que, en definitiva, debe siempre quedarse en simple interrogante, pues no puede superar las tinieblas que rodean al hombre precisamente cuando se pregunta por su origen y por su fin, es decir, cuando se pregunta por sí mismo. Si la teología quiere y debe ser algo distinto de la ciencia de la religión, algo distinto de un simple tratar las cuestiones irresueltas sobre lo que nos trasciende y a la vez, sin embargo, nos constituye, entonces ha de basarse únicamente en el hecho de que surge de una respuesta que nosotros no hemos inventado. Pero para que ésta respuesta sea verdaderamente respuesta para nosotros, debemos esforzarnos en comprenderla y no dejar que se diluya. Lo peculiar de la Teología es ocuparse de algo que nosotros no nos hemos imaginado y que puede ser fundamento de nuestra vida precisamente porque nos precede y nos sostiene, es decir, porque es más grande que nuestro propio pensamiento. El camino de la teología se encuentra bien expresado en la fórmula Credo ut intelligam: acepto un presupuesto previamente dado para encontrar, desde él y en él, el acceso a la vida verdadera, a la verdadera comprensión de mí


mismo. Esto significa a su vez que la Teología presupone, por su propia naturaleza, una auctoritas. Sólo existe porque sabe que la esfera del propio pensamiento ha sido trascendida, porque sabe que -por decirlo así- ha sido tendida una mano en ayuda del pensamiento humano, una mano que tira de él hacia lo alto por encima de sus propias fuerzas. Sin este presupuesto dado, que supera siempre la capacidad del propio pensamiento y que nunca se diluye en algo puramente personal, no habría Teología. Pero entonces debe plantearse una nueva pregunta: ¿Cómo es este presupuesto que nos es dado, esa respuesta que encauza por completo nuestro pensar y le señala el camino? Esa autoridad es, así lo podemos decir como en una primera aproximación, una Palabra. Vista desde nuestro tema, tal afirmación resulta completamente lógica: la palabra procede del entender y quiere ayudar a entender. El presupuesto que ha sido dado al espíritu humano que se pregunta es, de modo plenamente razonable, una Palabra. En el proceso de la ciencia el pensamiento precede a la palabra. Y se traduce en la palabra. Pero aquí, donde nuestro pensamiento fracasa, es enviada la Palabra desde el Pensamiento eterno, en la que esconde un fragmento de su esplendor, tanto cuanto somos capaces de resistir, tanto cuanto necesitamos, tanto cuanto puede la palabra humana formular. Conocer el significado de esta Palabra, entender esta Palabra es la más honda razón de ser de la Teología, razón que nunca podrá tampoco faltar del todo en el camino de fe de los fieles sencillos. El presupuesto que nos ha sido dado es la Palabra, la Escritura, deberíamos decir, y a continuación deberíamos seguir preguntándonos: junto a esa autoridad esencial para la Teología, ¿puede quizá existir otra? Parecería, a primera vista, que la respuesta debería ser: no. Este es un punto crítico de la controversia entre teología de la reforma y teología católica. Hoy en día también una gran parte de los teólogos evangélicos reconocen, de un modo u otro, que la sola scriptura, es decir, la reducción de la Palabra al Libro, no es sostenible. La Palabra, por su estructura interna, supera siempre lo que pudiera entrar en el Libro. La relativización del principio escriturístico, en la que también la teología católica tiene que ahondar, y en la que ambas partes podrían llegar a un nuevo motivo de encuentro, es por una parte fruto del diálogo ecuménico, pero se ha visto también motivada por el progreso de la interpretación histórico-crítica de la Biblia, que a su vez ha aprendido también, por eso mismo, a autolimitarse. En el proceso de la exégesis crítica, sobre la naturaleza de la Palabra bíblica han sido puestas de manifiesto sobre todo dos cosas. En primer lugar, se ha tomado conciencia de que la Palabra bíblica, en el momento de su fijación escrita, ya ha recorrido un proceso más o menos largo de configuración oral, y que, al


ponerse por escrito, no ha quedado solidificada, sino que ha entrado en nuevos procesos de interpretación -relectures-, que han desarrollado ulteriormente sus potencialidades ocultas. La extensión, por tanto, del significado de la Palabra no puede quedar reducida al pensamiento de un autor singular de un determinado momento histórico. Más aún, la Palabra no pertenece a un único autor, sino que vive en una historia que progresa, y posee, por eso, una extensión y una profundidad hacia el pasado y hacia el futuro que finalmente se pierden en lo imprevisible. Sólo a partir de aquí se puede empezar a comprender qué quiere decir Inspiración; se puede ver cómo Dios entra misteriosamente en el ámbito del hombre y trasciende al autor meramente humano. Pero esto significa también que la Escritura no es un meteorito caído del cielo, que como tal se contrapondría a toda palabra humana con la rigurosa alteridad de un mineral celeste no procedente de la tierra. Ciertamente, la Escritura es portadora del pensamiento de Dios. Esto hace que sea única y que se convierta en «autoridad». Pero viene mediada por una historia humana. Encierra el pensar y el vivir de una comunidad histórica, a la que llamamos «Pueblo de Dios» precisamente porque ha sido reunida y mantenida en la unidad por la irrupción de la Palabra divina. Y existe entre ambas un mutuo intercambio. Esta comunidad es la condición esencial del origen y del crecimiento de la Palabra bíblica; y, a la inversa, esta Palabra confiere a la comunidad su identidad y su continuidad. Y así, el análisis de la estructura de la Palabra bíblica ha puesto de manifiesto una compenetración entre Iglesia y Biblia, entre Pueblo de Dios y Palabra de Dios, que teóricamente conocíamos de algún modo desde siempre, pero que nunca se nos había hecho tan patente. De lo dicho hasta aquí se deduce un segundo elemento, a través del cual queda relativizado el principio escriturístico. Lutero estaba convencido de la perspicuitas de la Escritura, de su univocidad, que haría superflua cualquier instancia oficial de explicación. La idea de la univocidad es constitutiva del principio escriturístico. Pues, si la Biblia como libro no fuera unívoca en sí misma, tampoco podría constituir por sí sola, es decir, únicamente como libro, el presupuesto que nos ha sido dado, y que nos ha de guiar. Quedaríamos, por tanto, de nuevo abandonados a nosotros mismos. Permaneceríamos otra vez solos con nuestro pensamiento, que se encontraría desamparado frente a lo esencial del ser. Pero, a raíz de la estructura de la Palabra y de las experiencias concretas de la exégesis bíblica, ha habido que renunciar a este postulado fundamental de la univocidad. No puede ser mantenido por la estructura objetiva de la Palabra que, a causa de su propia dinámica, trasciende lo escrito. Precisamente lo más profundo de la Palabra se hace perceptible sólo al superar el nivel de lo meramente escrito.


Pero también desde el punto de vista subjetivo, es decir, desde las leyes esenciales de la razón histórica, es imposible mantener dicho postulado. La historia de la exégesis es una historia de contradicciones. Las aventuradas propuestas de algunos exégetas modernos, que han llegado hasta el extremo de ofrecer la interpretación materialista de la Biblia, han puesto de manifiesto que la Palabra queda indefensa cuando es reducida simplemente a un libro, y se encuentra entonces expuesta a ser manipulada por intenciones y opiniones preconcebidas. La Escritura, la Palabra que nos ha sido dada como presupuesto, la que está en el centro de los esfuerzos de la Teología, no está aislada, por su misma naturaleza, ni es solamente un libro. Su sujeto humano, el Pueblo de Dios, está vivo y se mantiene idéntico consigo mismo a través de los tiempos. El espacio vital que ha creado y que la sostiene es una interpretación que le es propia e inseparable. Sin su sujeto vivo e imperecedero que es la Iglesia, le faltaría a la Escritura la contemporaneidad con nosotros. Ya no estaría en condiciones -como es su razón de ser- de unir sincronía y diacronía, historia y presente, sino que decaería en lo irrecuperablemente perdido en el pasado. Quedaría reducida a simple literatura que es interpretada, como se puede interpretar cualquier obra literaria. Y de ese modo, también la Teología quedaría convertida, de una parte en pura historia de la literatura y en historia de tiempos pasados y, por otro lado, en filosofía de la religión y en ciencia de la religión en general. Quizá sea útil concretar aún algo más esta reflexión con respecto al Nuevo Testamento. A lo largo del entero camino de fe desde Abraham hasta el final de la constitución del canon bíblico se fue formando la confesión de la fe, que tiene en Cristo su verdadero centro y su figura definitiva. Pero el ámbito vital originario de la profesión de fe cristiana es la vida sacramental de la Iglesia. El canon bíblico se ha formado según este criterio, y es éste también el motivo por el que el Símbolo es la primera instancia de interpretación de la Biblia. Pero el Símbolo no es una pieza literaria. Durante mucho tiempo la Regla de Fe correspondiente al Símbolo no se puso, a propósito, por escrito, precisamente porque es vida concreta de la comunidad creyente. De esta manera, la autoridad de la Iglesia que habla, la autoridad de la sucesión apostólica, se encuentra inscrita, por medio del Símbolo mismo, en la Escritura, y no puede separarse de ella. El Magisterio de los sucesores de los Apóstoles no yuxtapone una segunda autoridad a la Escritura, sino que pertenece desde dentro a ella misma. Esta viva vox no está llamada a reducir la autoridad de la Escritura o a limitarla o incluso a sustituirla por otra. Antes al contrario, su misión es asegurar la indisponibilidad de la Escritura, garantizar su no manipulación, conservar intacta, en medio de la disputa entre las diversas opiniones, su propia perspicuitas, su univocidad. Se da así una misteriosa


interacción mutua. La Escritura señala la medida y el límite a la viva vox; y la Voz viva garantiza que la Escritura no venga a ser manipulada. Comprendo perfectamente el temor de los teólogos protestantes -y hoy también de muchos teólogos católicos-, especialmente de los exégetas, de que el principio Magisterio pudiera menoscabar la libertad y la autoridad de la Biblia, y de ese modo también de la Teología en general. Viene a mi memoria un pasaje de la famosa correspondencia entre Harnack y Peterson del año 1928. Peterson, el más joven, que estaba en búsqueda, en una carta había hecho ver a Harnack que él mismo, en su estudio sobre «El Antiguo Testamento en las cartas paulinas y en las comunidades paulinas», había expresado prácticamente la doctrina católica acerca de Escritura, Tradición y Magisterio. Harnack en efecto, había expuesto en ese trabajo que en el Nuevo Testamento la autoridad de la doctrina apostólica se agrega a la autoridad de la Biblia, organizándola y delimitándola, y, de esta manera, constituye un correctivo saludable del biblicismo. Con relación a esta advertencia de Peterson, Harnack despreocupado como era, contestó al joven colega: «Es un truism que el llamado principio formal del viejo protestantismo es una imposibilidad crítica, y que comparado con él- el principio católico es formalmente el mejor; pero materialmente el principio católico sobre la tradición asola la historia mucho más…». Eso que, en cuanto principio, parece evidente e incluso innegable, en la realidad infunde cierto temor. Se podría decir mucho más sobre el diagnóstico de Harnack, sobre qué ha asolado más la historia, sobre dónde por tanto el presupuesto que nos ha sido dado con la Palabra ha sido más amenazado. No es éste el momento. Por encima de toda discusión, queda patente que ninguna de las dos partes puede prescindir de la confianza en el poder de protección y guía del Espíritu Santo. Una autoridad eclesiástica podría llegar a ser arbitraria, si el Espíritu no la guardase. Pero, sin duda, la arbitrariedad de una exégesis dejada en manos de sus propios recursos constituiría, en sus múltiples manifestaciones, un peligro no menor, como demuestra la historia. Es más, el milagro que haría falta allí para mantener la unidad y hacer valer la Palabra en toda su grandiosa exigencia es mucho más improbable que ese otro milagro que se necesita para mantener dentro de sus límites y medidas el ministerio de los sucesores de los Apóstoles. Pero dejemos de lado las especulaciones. La estructura de la Palabra es suficientemente unívoca, pero la exigencia que implica para los llamados a la responsabilidad de suceder a los Apóstoles es de hecho muy ardua. Es misión del Magisterio no oponerse al pensamiento, sino dar voz a la autoridad de la Respuesta que nos ha sido dada, y así crear espacio para la Verdad misma que


viene a nosotros. Ser portador de tal misión es excitante y arriesgado. Requiere la humildad de someterse, de escuchar y de obedecer. Se trata, no de hacer valer lo propio, sino de mantener abierto el espacio para el hablar del Otro, sin cuya Palabra presente todo lo demás cae en el vacío. El Magisterio bien entendido debe ser un servicio humilde para que siempre sea posible la Teología verdadera, y así se puedan oír las respuestas sin las cuales no podemos vivir rectamente.

Discurso en la Universidad de Ratisbona Palabras del Santo Padre Benedicto XVI durante el encuentro con el mundo de la cultura el 12 de septiembre de 2006. Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones Eminencias, Rectores Magníficos, Excelencias, Ilustres señoras y señores: Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios. No había auxiliares ni dactilógrafos para las cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy directo con los alumnos y, sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas -algo a lo que hace poco ha aludido también usted, Señor Rector-; es decir, la experiencia de que, no obstante todas las especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la común responsabilidad respecto al recto uso de la razón: era algo que se experimentaba vivamente. Además, la universidad se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del


conjunto de la Universitas scientiarum, aunque no todos podían compartir la fe, a cuya correlación con la razón común se dedican los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón no se alteró ni siquiera cuando, en cierta ocasión, se supo que uno de los profesores había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad estaba fuera de discusión que, incluso ante un escepticismo tan radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y que esto debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe cristiana. Recordé todo esto recientemente cuando leí la parte, publicada por el profesor Theodore Khoury (Münster), del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos1. Probablemente fue el mismo emperador quien anotó ese diálogo durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402. Así se explica que sus razonamientos se recojan con mucho más detalle que las respuestas de su interlocutor persa2. El diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las «tres Leyes», como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo quisiera aludir a un aspecto -más bien marginal en la estructura de todo el diálogoque, en el contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre esta materia. En el séptimo coloquio (διάλεξις, controversia), editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de fe». Según dice una parte de los expertos, es probablemente una de las suras del período inicial, en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», con una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba»3. El emperador, después de pronunciarse de un modo tan


duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre dice-; no ν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe esactuar según la razón (συ fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona»4. En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios5. El editor, Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad6. En este contexto, Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría7. A este propósito se presenta un dilema en la comprensión de Dios, y por tanto en la realización concreta de la religión, que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda consonancia entre lo griego en su mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia. Modificando el primer versículo del libro del Génesis, el primer versículo de toda la sagrada Escritura, san Juan comienza el prólogo de su Evangelio con las palabras: «En el principio ya existía el Logos». Ésta es exactamente la palabra ν λόγω», conque usa el emperador: Dios actúa «συ logos. Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que en sueños vio un macedonio que le suplicaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (cf. Hch 16, 6-10), puede interpretarse como una expresión condensada de la


necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego. En realidad, este acercamiento había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios pronunciado en la zarza ardiente, que distingue a este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, y que afirma de él simplemente «Yo soy», su ser, es una contraposición al mito, que tiene una estrecha analogía con el intento de Sócrates de batir y superar el mito mismo8. El proceso iniciado en la zarza llega a un nuevo desarrollo, dentro del Antiguo Testamento, durante el destierro, donde el Dios de Israel, entonces privado de la tierra y del culto, se proclama como el Dios del cielo y de la tierra, presentándose con una simple fórmula que prolonga aquellas palabras oídas desde la zarza: «Yo soy». Juntamente con este nuevo conocimiento de Dios se da una especie de Ilustración, que se expresa drásticamente con la burla de las divinidades que no son sino obra de las manos del hombre (cf. Sal 115). De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía desde sí misma al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco que después tuvo lugar especialmente en la literatura sapiencial tardía. Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento -la de «los Setenta»-, que se hizo en Alejandría, es algo más que una simple traducción del texto hebreo (la cual tal vez podría juzgarse poco positivamente); en efecto, es en sí mismo un testimonio textual y un importante paso específico de la historia de la Revelación, en el cual se realizó este encuentro de un modo que tuvo un significado decisivo para el nacimiento y difusión del cristianismo9. En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fusionado con la fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el logos» es contrario a la naturaleza de Dios. Por honradez, sobre este punto es preciso señalar que, en la Baja Edad Media, hubo en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que pueden acercarse a las de Ibn Hazm y podrían llevar incluso a una imagen de Dios-Arbitrio, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se


acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraste con esto, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente -como dice el IV concilio de Letrán en 1215- las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos,por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es «λογικη λατρεία», un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12, 1)10. Este acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del de la historia universal, que también hoy hemos de considerar. Teniendo en cuenta este encuentro, no sorprende que el cristianismo, no obstante haber tenido su origen y un importante desarrollo en Oriente, haya encontrado finalmente su impronta decisiva en Europa. Y podemos decirlo también a la inversa: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa. A la tesis según la cual el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana se opone la pretensión de la deshelenización del cristianismo, la cual domina cada vez más las discusiones teológicas desde el inicio de la época moderna. Si se analiza con atención, en el programa de la deshelenización pueden observarse tres etapas que, aunque vinculadas entre sí, se distinguen claramente una de otra por sus motivaciones y sus objetivos11. La deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma del siglo XVI. Respecto a la tradición teológica escolástica, los reformadores se vieron ante una sistematización de la teología totalmente dominada por la filosofía, es decir, por una articulación de la fe basada en un pensamiento ajeno a la fe misma. Así, la fe ya no aparecía como palabra histórica


viva, sino como un elemento insertado en la estructura de un sistema filosófico. El principio de la sola Scriptura, en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que proviene de otra fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva a ser totalmente ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un radicalismo no previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena. La teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa de la deshelenización, cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack. En mis años de estudiante y en los primeros de mi actividad académica, este programa ejercía un gran influjo también en la teología católica. Se utilizaba como punto de partida la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en Bonn, en 1959, traté de afrontar este asunto12 y no quiero repetir aquí todo lo que dije en aquella ocasión. Sin embargo, me gustaría tratar de poner de relieve, al menos brevemente, la novedad que caracterizaba esta segunda etapa de deshelenización respecto a la primera. La idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente, también de las helenizaciones: este mensaje sin añadidos constituiría la verdadera culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría acabado con el culto sustituyéndolo con la moral. En definitiva, se presentaba a Jesús como padre de un mensaje moral humanitario. En el fondo, el objetivo de Harnack era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la trinidad de Dios. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto di vista, vuelve a dar a la teología un puesto en el cosmos de la universidad: para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por tanto, estrictamente científico. Lo que investiga sobre Jesús mediante la crítica es, por decirlo así, expresión de la razón práctica y, por consiguiente, puede estar presente también en el conjunto de la universidad. En el trasfondo de todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada en las «críticas» de Kant, aunque radicalizada ulteriormente entre tanto por el pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, una síntesis corroborada por el éxito de la técnica. Por una parte, se


presupone la estructura matemática de la materia, su racionalidad intrínseca, por decirlo así, que hace posible comprender cómo funciona y puede ser utilizada: este presupuesto de fondo es en cierto modo el elemento platónico en la comprensión moderna de la naturaleza. Por otra, se trata de la posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, en cuyo caso sólo la posibilidad de verificar la verdad o falsedad mediante la experimentación ofrece la certeza decisiva. El peso entre los dos polos puede ser mayor o menor entre ellos, según las circunstancias. Un pensador tan drásticamente positivista como J. Monod se declaró platónico convencido. Esto implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología, la sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Pero de este modo nos encontramos ante una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en discusión. Volveré más tarde sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, desde esta perspectiva, cualquier intento de mantener la teología como disciplina «científica» dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo. El sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la «conciencia» subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética. Pero, de este modo, el ethos y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y a la razón, patologías que irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente insuficiente. Antes de llegar a las conclusiones a las que conduce todo este razonamiento,


quiero referirme brevemente a la tercera etapa de la deshelenización, que se está difundiendo actualmente. Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es del todo falsa, pero sí rudimentaria e imprecisa. En efecto, el Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza. Llego así a la conclusión. Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la ética de la investigación científica -como ha aludido usted, Señor Rector Magnífico-, debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano. La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias. Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la


filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas. Con todo, como he tratado de demostrar, la razón moderna propia de las ciencias naturales, con su elemento platónico intrínseco, conlleva un interrogante que va más allá de sí misma y que trasciende las posibilidades de su método. La razón científica moderna ha de aceptar simplemente la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el cual se basa su método. Ahora bien, la pregunta sobre el por qué existe este dato de hecho, la deben plantear las ciencias naturales a otros ámbitos más amplios y altos del pensamiento, como son la filosofía y la teología. Para la filosofía y, de modo diferente, para la teología, escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta. Aquí me vienen a la mente unas palabras que Sócrates dijo a Fedón. En los diálogos anteriores se habían expuesto muchas opiniones filosóficas erróneas; y entonces Sócrates dice: «Sería fácilmente comprensible que alguien, a quien le molestaran todas estas opiniones erróneas, desdeñara durante el resto de su vida y se burlara de toda conversación sobre el ser; pero de esta forma renunciaría a la verdad de la existencia y sufriría una gran pérdida»13. Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. «No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios», dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad.

Notas 1 De los 26 coloquios (διάλεξις. Khoury traduce «controversia») del diálogo


(«Entretien»), Th. Khoury ha publicado la 7ª «controversia» con notas y una amplia introducción sobre el origen del texto, la tradición manuscrita y la estructura del diálogo, junto con breves resúmenes de las «controversias» no editadas; el texto griego va acompañado de una traducción francesa: Manuel II Paleólogo, Entretiens avec un Musulman. 7 controverse, Sources chrétiennesn. 115, París 1966. Mientras tanto, Karl Förstel ha publicado en el Corpus IslamicoChristianum (Series Graeca. Redacción de A. Th. Khoury - R. Glei) una edición comentada greco-alemana del texto: Manuel II. Palaiologus, Dialoge mit einem Muslim, 3 vols., Würzburg-Altenberge 1993-1996. Ya en 1966 E. Trapp había publicado el texto griego con una introducción como volumen II de los Wiener byzantinische Studien. Citaré a continuación según Khoury. 2 Sobre el origen y la redacción del diálogo puede consultarse Khoury, pp. 22-29; amplios comentarios a este respecto pueden verse también en las ediciones de Förstel y Trapp. 3 Controversia VII 2c: Khoury, pp. 142-143; Förstel, vol. I, VII. Dialog 1.5, pp. 240-241. Lamentablemente, esta cita ha sido considerada en el mundo musulmán como expresión de mi posición personal, suscitando así una comprensible indignación. Espero que el lector de mi texto comprenda inmediatamente que esta frase no expresa mi valoración personal con respecto al Corán, hacia el cual siento el respeto que se debe al libro sagrado de una gran religión. Al citar el texto del emperador Manuel II sólo quería poner de relieve la relación esencial que existe entre la fe y la razón. En este punto estoy de acuerdo con Manuel II, pero sin hacer mía su polémica. 4 Controversia VII 3 b-c: Khoury, pp. 144-145; Förstel vol. I, VII. Dialog 1.6, pp. 240-243. 5 Solamente por esta afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor persa. Ella nos ofrece el tema de mis reflexiones sucesivas. 6 Cf. Khoury, o.c., p. 144, nota 1. 7 R. Arnaldez, Grammaire et théologie chez Ibn Hazm de Cordoue, París 1956, p. 13; cf. Khoury, p. 144. En el desarrollo ulterior de mi discurso se pondrá de manifiesto cómo en la teología de la Baja Edad Media existen posiciones semejantes. 8 Para la interpretación ampliamente discutida del episodio de la zarza que ardía sin consumirse, quisiera remitir a mi libro Einführung in das Christentum, Munich 1968, pp. 84-102. Creo que las afirmaciones que hago en ese libro, no obstante del desarrollo ulterior de la discusión, siguen siendo válidas. 9 Cf. A. Schenker, «L'Écriture sainte subsiste en plusieurs formes canoniques simultanées», en: L'interpretazione della Bibbia nella Chiesa. Atti del Simposio e


promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Ciudad del Vaticano 2001, pp. 178-186. 10 Este tema lo he tratado más detalladamente en mi libro Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Friburgo 2000, pp. 38-42. 11 De la abundante bibliografía sobre el tema de la deshelenización, quisiera mencionar especialmente: A. Grillmeier, «Hellenisierung - Judaisierung des Christentums als Deuteprinzipien der Geschichte des kirchlichen Dogmas», en: Id., Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspecktiven, Friburgo 1975, pp. 423-488. 12 Publicada y comentada de nuevo por Heino Sonnemanns (ed.): Joseph Ratzinger-Benedikt XVI, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen. Ein Beitrag zum Problem der theologia naturalis, Johannes-Verlag Leutesdorf, 2. ergänzte Auflage 2005. 13 90 c-d. Para este texto se puede ver también R. Guardini, Der Tod des Sokrates, Maguncia-Paderborn 1987 , pp. 218-221. 5

Homilía en Ratisbona Santa Misa en la explanada de Isling. Homilía del Santo Padre Benedicto XVI el 12 de septiembre de 2006 Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal; queridos hermanos y hermanas: «El que cree nunca está solo». Permitidme repetir una vez más el lema de estos días y expresar mi alegría porque podemos verlo realizado aquí: la fe nos reúne y nos regala una fiesta. Nos da la alegría en Dios, la alegría por la creación y por estar juntos. Sé que esta fiesta ha requerido mucho empeño y mucho trabajo previo. Por las noticias de los periódicos he podido conocer un poco cuántas personas han dedicado su tiempo y sus fuerzas para preparar esta explanada de un modo tan digno; gracias a ellos está la cruz aquí, sobre la colina, como signo de Dios para la paz del mundo; los caminos de entrada y de salida están libres; la seguridad y el orden están garantizados; se han preparado alojamientos, etc. No podía imaginar -e incluso ahora lo sé sólo sucintamente- cuánto trabajo, hasta los mínimos detalles, ha sido necesario para que pudiéramos reunirnos todos hoy aquí. Por todo ello quiero decir sencillamente: «¡Gracias de todo corazón!». Que el Señor os lo pague todo y que la alegría que ahora podemos experimentar


gracias a vuestra preparación vuelva centuplicada a cada uno de vosotros. Me conmovió conocer cuántas personas, especialmente de las escuelas profesionales de Weiden y Amberg, así como empresas y particulares, hombres y mujeres, han colaborado para embellecer mi casa y mi jardín. Me emociona tanta bondad, y también en este caso quiero decir solamente un humilde «¡gracias!» por este esfuerzo. No habéis hecho todo esto por un hombre, por mi pobre persona; en definitiva, lo habéis hecho por la solidaridad de la fe, impulsados por el amor a Cristo y a la Iglesia. Todo esto es un signo de verdadera humanidad, que brota de haber sido tocados por Jesucristo. Nos hemos reunido para una fiesta de la fe. Ahora, sin embargo, surge la pregunta: ¿Pero qué es lo que creemos en realidad? ¿Qué significa creer? ¿Puede existir todavía, de hecho, algo así en el mundo moderno? Viendo las grandes «Sumas» de teología redactadas en la Edad Media o pensando en la cantidad de libros escritos cada día a favor o contra la fe, podemos sentir la tentación de desalentarnos y pensar que todo esto es demasiado complicado. Al final, por ver los árboles, ya no se ve el bosque. Es verdad: la visión de la fe abarca el cielo y la tierra; el pasado, el presente, el futuro, la eternidad; por ello no se puede agotar jamás. Ahora bien, en su núcleo es muy sencilla. El Señor mismo habló de ella con el Padre diciendo: «Has revelado estas cosas a los pequeños, a los que son capaces de ver con el corazón» (cf. Mt 11, 25). La Iglesia, por su parte, nos ofrece una pequeña «Suma», en la cual se expresa todo lo esencial: es el así llamado «Credo de los Apóstoles». Se divide normalmente en doce artículos, como el número de los Apóstoles, y habla de Dios, creador y principio de todas las cosas; de Cristo y de su obra de la salvación, hasta la resurrección de los muertos y la vida eterna. Pero en su concepción de fondo, el Credo sólo se compone de tres partes principales y, según su historia, no es sino una amplificación de la fórmula bautismal, que el Señor resucitado entregó a los discípulos para todos los tiempos cuando les dijo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Esta visión demuestra dos cosas: en primer lugar, que la fe es sencilla. Creemos en Dios, principio y fin de la vida humana. En el Dios que entra en relación con nosotros, los seres humanos; que es nuestro origen y nuestro futuro. Así, la fe es al mismo tiempo esperanza, es la certeza de que tenemos un futuro y de que no caeremos en el vacío. Y la fe es amor, porque el amor de Dios quiere «contagiarnos». Esto es lo primero: nosotros simplemente creemos en Dios, y esto lleva consigo también la esperanza y el amor. La segunda constatación es la siguiente: el Credo no es un conjunto de


afirmaciones, no es una teoría. Está, precisamente, anclado en el acontecimiento del bautismo, un acontecimiento de encuentro entre Dios y el hombre. Dios, en el misterio del bautismo, se inclina hacia el hombre; sale a nuestro encuentro y así también nos acerca los unos a los otros. Porque el bautismo significa que Jesucristo, por decirlo así, nos adopta como hermanos y hermanas suyos, acogiéndonos así como hijos en la familia de Dios. Por consiguiente, de este modo hace de todos nosotros una gran familia en la comunidad universal de la Iglesia. Sí, el que cree nunca está solo. Dios nos sale al encuentro. Encaminémonos también nosotros hacia Dios, pues así nos acercaremos los unos a los otros. En la medida de nuestras posibilidades, no dejemos solo a ninguno de los hijos de Dios. Creemos en Dios. Esta es nuestra opción fundamental. Pero, nos preguntamos de nuevo: ¿es posible esto aún hoy? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se dedica con empeño a buscar una explicación del mundo en la que Dios sería superfluo. Y si eso fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida. Pero cada vez que parecía que este intento había tenido éxito, inevitablemente resultaba evidente que las cuentas no cuadran. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran; y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin él no cuadran. En resumidas cuentas, quedan dos alternativas: ¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Esta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional. Los cristianos decimos: «Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra», creo en el Espíritu Creador. Creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no debemos tener miedo de encontrarnos con ella en un callejón sin salida. Nos alegra poder conocer a Dios. Y tratamos de hacer ver también a los demás la racionalidad de la fe, como san Pedro exhortaba explícitamente, en su primera carta (cf. 1 P 3, 15), a los cristianos de su tiempo, y también a nosotros. Creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo subraya sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la segunda pregunta: ¿en qué Dios? Pues bien, creemos precisamente en el Dios que es Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros. La segunda parte del Credo nos dice algo más. Esta Razón creadora es Bondad. Es Amor. Tiene un rostro. Dios no nos deja andar a tientas en la


oscuridad. Se ha manifestado como hombre. Es tan grande que se puede permitir hacerse muy pequeño. «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre», dice Jesús (Jn 14, 9). Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama hasta el punto de dejarse clavar por nosotros en la cruz, para llevar los sufrimientos de la humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que conocemos las patologías y las enfermedades mortales de la religión y de la razón, las destrucciones de la imagen de Dios a causa del odio y del fanatismo, es importante decir con claridad en qué Dios creemos y profesar con convicción este rostro humano de Dios. Sólo esto nos impide tener miedo a Dios, un sentimiento que en definitiva es la raíz del ateísmo moderno. Sólo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la propia vida. Sólo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo redimido. Durante esta solemne celebración de la Eucaristía dirijamos nuestra mirada al Señor, que está aquí ante nosotros clavado en la cruz, y pidámosle el gran gozo que él prometió a sus discípulos en el momento de su despedida (cf. Jn 16, 24). La segunda parte del Credo concluye con la perspectiva del Juicio final, y la tercera parte con la de la resurrección de los muertos. Juicio: ¿se nos quiere infundir de nuevo el miedo con esta palabra? Pero, ¿acaso no deseamos todos que un día se haga justicia a todos los condenados injustamente, a cuantos han sufrido a lo largo de la vida y han muerto después de una vida llena de dolor? ¿Acaso no queremos todos que el exceso de injusticia y sufrimiento, que vemos en la historia, al final desaparezca; que todos en definitiva puedan gozar, que todo cobre sentido? Este triunfo de la justicia, esta unión de tantos fragmentos de historia que parecen carecer de sentido, integrándose en un todo en el que dominen la verdad y el amor, es lo que se entiende con el concepto de Juicio del mundo. La fe no quiere infundirnos miedo; pero quiere llamarnos a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella; tampoco debemos conservarla sólo para nosotros mismos. Ante la injusticia no debemos permanecer indiferentes, siendo conniventes o incluso cómplices. Debemos percibir nuestra misión en la historia y tratar de corresponder a ella. No se trata de miedo, sino de responsabilidad; se necesita responsabilidad y preocupación por nuestra salvación y por la salvación de todo el mundo. Cada uno debe contribuir a esto. Pero cuando la responsabilidad y la preocupación tiendan a convertirse en miedo, recordemos las palabras de san Juan: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2, 1). «En caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3, 20). Celebramos hoy la fiesta del «Nombre de María». A quienes llevan este


nombre -mi mamá y mi hermana lo llevaban, como ha recordado el Obispoquisiera expresarles mi más cordial felicitación por su onomástico. María, la Madre del Señor, recibió del pueblo fiel el título de «Abogada», pues es nuestra abogada ante Dios. Desde las bodas de Caná la conocemos como la mujer benigna, llena de solicitud materna y de amor, la mujer que percibe las necesidades ajenas y, para ayudar, las lleva ante el Señor. Hoy hemos escuchado en el evangelio cómo el Señor la entrega como Madre al discípulo predilecto y, en él, a todos nosotros. En todas las épocas los cristianos han acogido con gratitud este testamento de Jesús, y junto a la Madre han encontrado siempre la seguridad y la confiada esperanza que nos llenan de gozo en Dios y en nuestra fe en él. Acojamos también nosotros a María como la estrella de nuestra vida, que nos introduce en la gran familia de Dios. Sí, el que cree nunca está solo. Amén.

Discurso en Westminster Hall Encuentro con representantes de la sociedad británica. Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en Westminster Hall el 17 de septiembre de 2010. Señor Orador: Gracias por sus palabras de bienvenida en nombre de esta distinguida asamblea. Al dirigirme a ustedes, soy consciente del gran privilegio que se me ha concedido de poder hablar al pueblo británico y a sus representantes en Westminster Hall, un edificio de significación única en la historia civil y política del pueblo de estas islas. Permítanme expresar igualmente mi estima por el Parlamento, presente en este lugar desde hace siglos y que ha tenido una profunda influencia en el desarrollo de los gobiernos democráticos entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y en el mundo de habla inglesa en general. Vuestra tradición jurídica -«common law»- sirve de base a los sistemas legales de muchos lugares del mundo, y vuestra visión particular de los respectivos derechos y deberes del Estado y de las personas, así como de la separación de poderes, siguen inspirando a muchos en todo el mundo. Al hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables hombres y mujeres que durante siglos han participado en los memorables acontecimientos vividos entre estos muros y que han determinado las vidas de muchas generaciones de británicos y de otras muchas personas. En particular, quisiera recordar la figura


de Santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un «buen servidor», pues eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó Moro en aquellos tiempos difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de reflexionar brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso político. La tradición parlamentaria de este país debe mucho al instinto nacional de moderación, al deseo de alcanzar un genuino equilibrio entre las legítimas reivindicaciones del gobierno y los derechos de quienes están sujetos a él. Mientras se han dado pasos decisivos en muchos momentos de vuestra historia para delimitar el ejercicio del poder, las instituciones políticas de la nación se han podido desarrollar con un notable grado de estabilidad. En este proceso, Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común. Con todo, las cuestiones fundamentales en juego en la causa de Tomás Moro continúan presentándose hoy en términos que varían según las nuevas condiciones sociales. Cada generación, al tratar de progresar en el bien común, debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia. La reciente crisis financiera global ha mostrado claramente la inadecuación de soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos problemas sociales y éticos. Es opinión ampliamente compartida que la falta de una base ética sólida en la actividad económica ha contribuido a agravar las dificultades que ahora están padeciendo millones de personas en todo el mundo. Ya que «toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral» (Caritas in veritate,


37), igualmente en el campo político, la dimensión ética de la política tiene consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede permitirse ignorar. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en uno de los logros particularmente notables del Parlamento Británico: la abolición del tráfico de esclavos. La campaña que condujo a promulgar este hito legislativo estaba edificada sobre firmes principios éticos, enraizados en la ley natural, y brindó una contribución a la civilización de la cual esta nación puede estar orgullosa. Así que, el punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel «corrector» de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización. En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas


como la Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen -paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación- que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de la vida nacional. Vuestra disposición a actuar así ya está implícita en la invitación sin precedentes que se me ha brindado hoy. Y se ve reflejada en la preocupación en diversos ámbitos en los que vuestro gobierno trabaja con la Santa Sede. En el ámbito de la paz, ha habido conversaciones para la elaboración de un tratado internacional sobre el comercio de armas; respecto a los derechos humanos, la Santa Sede y el Reino Unido se han congratulado por la difusión de la democracia, especialmente en los últimos sesenta y cinco años; en el campo del desarrollo, se ha colaborado en la reducción de la deuda, en el comercio justo y en la ayuda al desarrollo, especialmente a través del International Finance Facility, del International Immunization Bond, y del Advanced Market Commitment. Igualmente, la Santa Sede tiene interés en colaborar con el Reino Unido en la búsqueda de nuevas vías de promoción de la responsabilidad medioambiental, en beneficio de todos. Observo asimismo que el Gobierno actual compromete al Reino Unido a asignar el 0,7% de la renta nacional a la ayuda al desarrollo hasta el año 2013. En los últimos años, ha sido alentador percibir signos positivos de un crecimiento mundial de la solidaridad hacia los pobres. Sin embargo, para concretar esta solidaridad en acciones eficaces se requieren nuevas ideas que mejoren las condiciones de vida en muchas áreas importantes, tales como la producción de alimentos, el agua potable, la creación de empleo, la educación, el apoyo a las familias, sobre todo emigrantes, y la atención sanitaria básica. Donde hay vidas humanas de por medio, el tiempo es siempre limitado: el mundo ha sido también testigo de los ingentes recursos que los gobiernos pueden emplear en el rescate de instituciones financieras consideradas «demasiado grandes para que fracasen». Desde luego, el desarrollo humano integral de los pueblos del mundo no es menos importante. He aquí una empresa digna de la atención mundial, que es en verdad «demasiado grande para que fracase». Esta visión general de la cooperación reciente entre el Reino Unido y la


Santa Sede muestra cuánto progreso se ha realizado en los años transcurridos desde el establecimiento de relaciones diplomáticas bilaterales, promoviendo en todo el mundo los muchos valores fundamentales que compartimos. Confío y rezo para que esta relación continúe dando frutos y que se refleje en una creciente aceptación de la necesidad de diálogo y de respeto en todos los niveles de la sociedad entre el mundo de la razón y el mundo de la fe. Estoy convencido de que, también dentro de este país, hay muchas áreas en las que la Iglesia y las autoridades públicas pueden trabajar conjuntamente por el bien de los ciudadanos, en consonancia con la histórica costumbre de este Parlamento de invocar la asistencia del Espíritu sobre quienes buscan mejorar las condiciones de toda la humanidad. Para que dicha cooperación sea posible, las entidades religiosas incluidas las instituciones vinculadas a la Iglesia católica- necesitan tener libertad de actuación conforme a sus propios principios y convicciones específicas basadas en la fe y el magisterio oficial de la Iglesia. Así se garantizarán derechos fundamentales como la libertad religiosa, la libertad de conciencia y la libertad de asociación. Los ángeles que nos contemplan desde el espléndido cielo de este antiguo salón nos recuerdan la larga tradición en la que la democracia parlamentaria británica se ha desarrollado. Nos recuerdan que Dios vela constantemente para guiarnos y protegernos; y, a su vez, nos invitan a reconocer la contribución vital que la religión ha brindado y puede seguir brindando a la vida de la nación. Señor Orador, le agradezco una vez más la oportunidad que me ha brindado de poder dirigirme brevemente a esta distinguida asamblea. Les aseguro mis mejores deseos y mis oraciones por ustedes y por los fructuosos trabajos de las dos Cámaras de este antiguo Parlamento. Gracias y que les Dios bendiga a todos ustedes.

Del discurso a la Curia el 20 de diciembre de 2010 (Sobre el discurso de Westminster Hall) Me gustaría hablar con detalle del inolvidable viaje al Reino Unido, sin embargo, me limitaré a dos puntos que están relacionados con el tema de la responsabilidad de los cristianos en el tiempo actual y con el cometido de la Iglesia de anunciar el Evangelio. Mi pensamiento se dirige en primer lugar al encuentro con el mundo de la cultura en Westminster Hall, un encuentro en el que la conciencia de la


responsabilidad común en este momento histórico provocó una gran atención, que, en última instancia, se orientó a la cuestión sobre la verdad y la fe. Era evidente a todos, que en este debate la Iglesia debe dar su propia aportación. Alexis de Tocqueville, en su tiempo, observó que en América la democracia fue posible y había funcionado porque, más allá de las denominaciones particulares, existía un consenso moral de base que unía a todos. Sólo si existe un consenso semejante sobre lo esencial, las constituciones y el derecho pueden funcionar. Este consenso de fondo que proviene del patrimonio cristiano está en peligro allí donde en su lugar, en vez de la razón moral, se pone la mera racionalidad finalista de la que ya hemos hablado antes. Esto es realmente una ceguera de la razón para lo que es esencial. Combatir esta ceguera de la razón y conservar la capacidad de ver lo esencial, de ver a Dios y al hombre, lo que es bueno y verdadero, es el propósito común que ha de unir a todos los hombres de buena voluntad. Está en juego el futuro del mundo. (Sobre la figura del cardenal Newman, la verdad y la conciencia) Por último, quisiera recordar ahora la beatificación del Cardenal John Henry Newman. ¿Por qué ha sido beatificado? ¿Qué nos puede decir? A estas preguntas se pueden dar muchas respuestas, que se han desarrollado en el contexto de la beatificación. Quisiera resaltar solamente dos aspectos que van unidos y, en el fondo, expresan lo mismo. El primero es que debemos aprender de las tres conversiones de Newman, porque son pasos de un camino espiritual que a todos nos interesa. Quisiera sólo resaltar aquí la primera conversión: la de la fe en el Dios vivo. Hasta aquel momento, Newman pensaba como el hombre medio de su tiempo y también como el de hoy, que simplemente no excluye la existencia de Dios, sino que la considera en todo caso como algo incierto, que no desempeña un papel esencial en la propia vida. Para él, como para los hombres de su tiempo y del nuestro, lo que aparecía como verdaderamente real era lo empírico, lo que se puede percibir materialmente. Esta es la «realidad» según la cual se nos orienta. Lo «real» es lo tangible, lo que se puede calcular y tomar con la mano. En su conversión, Newman reconoce que las cosas están precisamente al revés: que Dios y el alma, el ser mismo del hombre a nivel espiritual, constituye aquello que es verdaderamente real, lo que vale. Son mucho más reales que los objetos que se pueden tocar. Esta conversión significa un giro copernicano. Aquello que hasta el momento aparecía irreal y secundario se revela como lo verdaderamente decisivo. Cuando sucede una conversión semejante, no cambia simplemente una teoría,


cambia la forma fundamental de la vida. Todos tenemos siempre necesidad de esa conversión: entonces estamos en el camino justo. La conciencia era la fuerza motriz que impulsaba a Newman en el camino de la conversión. ¿Pero qué se entiende con eso? En el pensamiento moderno, la palabra «conciencia» significa que en materia de moral y de religión, la dimensión subjetiva, el individuo, constituye la última instancia de la decisión. Se divide al mundo en el ámbito de lo objetivo y de lo subjetivo. A lo objetivo pertenecen las cosas que se pueden calcular y verificar por medio de un experimento. La religión y la moral escapan a estos métodos y por tanto están consideradas como ámbito de lo subjetivo. Aquí no hay, en último análisis, criterios objetivos. La última instancia decisiva sería por tanto solo el sujeto, y con la palabra «conciencia» se expresa precisamente esto: en este ámbito puede decidir sólo el sujeto, el individuo con sus intuiciones y experiencias. La concepción que Newman tiene de la conciencia es diametralmente opuesta. Para él «conciencia» significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia, religión y moral, una verdad, la verdad. La conciencia, la capacidad del hombre para reconocer la verdad, le impone al mismo tiempo el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentre. Conciencia es capacidad de verdad y obediencia en relación con la verdad, que se muestra al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de Newman es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso se le abría. Su tercera conversión, la del Catolicismo, le exigía abandonar casi todo lo que le era querido y apreciado: sus bienes y su profesión; su título académico, los vínculos familiares y muchos amigos. La renuncia que la obediencia a la verdad, su conciencia, le pedía, iba más allá. Newman fue siempre consciente de tener una misión para Inglaterra. Pero en la teología católica de su tiempo, su voz difícilmente podía ser escuchada. Era demasiado extraña con relación al estilo dominante del pensamiento teológico y también de la piedad. En enero de 1863 escribió en su diario estas frases conmovedoras: «Como protestante, mi religión me parecía mísera, pero no mi vida. Y ahora, de católico, mi vida es mísera, pero no mi religión». Aún no había llegado la hora de su eficacia. En la humildad y en la oscuridad de la obediencia, él esperó hasta que su mensaje fuera utilizado y comprendido. Para sostener la identidad entre el concepto que Newman tenía de conciencia y la moderna comprensión subjetiva de la conciencia, se suele hacer referencia a aquellas palabras suyas, según las cuales - en el caso de tener que pronunciar un brindis -, él habría brindando antes por la conciencia y después por el Papa. Pero


en esta afirmación, «conciencia» no significa la obligatoriedad última de la intuición subjetiva. Es expresión del carácter accesible y de la fuerza vinculante de la verdad: en esto se funda su primado. Al Papa se le puede dedicar el segundo brindis, porque su tarea es exigir obediencia con respecto a la verdad.

Discurso en el Parlamento federal Intervención del Santo Padre Benedicto XVI en su visita al Parlamento federal (Berlín) el 22 de septiembre de 2011. Ilustre Señor Presidente Federal, Señor Presidente del Bundestag, Señora Canciller Federal, Señor Presidente del Bundesrat, Señoras y Señores Diputados: Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a pronunciar este discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho. Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: «Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal» (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser


importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. «Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?», dijo en cierta ocasión San Agustín1. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma. Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: «Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…»2 Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo


irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil. ¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano3. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 «los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo». Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: «Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos… son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…» (Rm 2,14s).


Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el «corazón dócil» de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza - con palabras de Hans Kelsen - «un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos», entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético4. Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista - y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública - las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella. El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes


se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los «recursos» de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo. Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que - me parece - se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y


cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana. Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años - en 1965 - abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia añade -, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte - dice -, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. «Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano», afirma a este respecto5. ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus? A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico. Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.

Notas


1 De civitate Dei, IV, 4, 1. 2 Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 − 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg - München 1971) 60. 3 Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 − 61. 4 Waldstein, op. cit. 15-21. 5 Citado según Waldstein, op. cit. 19.


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