Mística de la Persecucion

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IGNACIO DE LOYOLA O LA

MÍSTICA DE LA PERSECUCIÓN P. Francisco Migoya, S.J. _________

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INTRODUCCIÓN!...............................................................................1 I. Íñigo y la Inquisición!.....................................................................2 En la universidad de Alcalá!..........................................................................2 Preso en Salamanca!.....................................................................................3 Perseguido en la ciudad del Sena!...............................................................4 Nuevo proceso en Venecia!...........................................................................8

II. Persecuciones contra la Compañía de Jesús en vida de su fundador!................................................................................................10 El proceso romano!......................................................................................10 Persecuciones en el colegio de Alcalá!.....................................................16 La persecución de Melchor Cano!..............................................................18 Persecución contra el libro de los Ejercicios!...........................................20 La persecución en Zaragoza!......................................................................22 Tribulaciones en Francia!............................................................................24 La sangre de los mártires!..........................................................................26

III. ¿Pidió san Ignacio persecuciones para la Compañía?!.......29 Testimonios directos del santo.!.................................................................29

Conclusión!......................................................................................34 Fuentes y Bibliografía!....................................................................37


INTRODUCCIÓN

Una tradición muy antigua, que se conserva hasta hoy en la Compañía de Jesús, cuenta que el santo fundador, como herencia para sus hijos, pidió al Señor que nunca les faltaran persecuciones, en otras palabras, pidió al Señor para ellos la gracia de la persecución, como un medio señalado para mantener en tensión el espíritu de la Orden. Antes de seguir adelante procede preguntarse: ¿Qué grado de autenticidad puede atribuirse a semejante tradición? ¿Contamos con algún documento fehaciente que garantice su origen verdaderamente ignaciano? O bien ¿es sólo un consuelo ingenuo, o un cómodo recurso para explicar esa interminable serie de persecuciones que de una u otra manera han acompañado siempre la historia de la Orden? Cualquier testimonio que se aduzca al respecto no podrá ser interpretado en su justo valor independientemente de lo que fue la personalidad de san Ignacio, de su trayectoria y del comportamiento que observó en las más variadas vicisitudes de su vida. Para nuestro propósito basta con estudiar solamente las persecuciones ocurridas durante la vida del santo, tanto antes como una vez fundada la Compañía. No entra en nuestro propósito estudiar el origen de las persecuciones recientes, sino dejar constancia de la mente de san Ignacio sobre el valor de la persecución para el crecimiento espiritual de la Orden y cómo la interpretaron e hicieron suya sus compañeros, aquellos con los que fundó la Compañía de Jesús.

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I. ÍÑIGO Y LA INQUISICIÓN

Apenas comenzaba a organizar su vida de recién convertido, al regreso de su peregrinación a Jerusalén, siente un ansia apremiante de "ayudar a los prójimos", de "ayudar a las almas" de comunicarles aquellas férvidas vivencias que él mismo había experimentado en los once meses de su permanencia en Manresa y que tan favorablemente habían transformado su alma. Comprendió que para ello era necesario estudiar. Terminaba una primera etapa: dos años de preparación básica en latín con el maestro Jerónimo Ardévol en Barcelona, y aconsejado por un famoso doctor en teología, se dirige a la Universidad de Alcalá, la más moderna de España, de corte renacentista y foco del más brillante humanismo. Pero, desgraciadamente, era también un hervidero de erasmistas y alumbrados que, con sus doctrinas ambiguas o erróneas, constituían una amenaza para la ortodoxia y un motivo de creciente inquietud para la Inquisición.

En la universidad de Alcalá En ese clima de recelo y desconfianza era obvio que la presencia de un grupo de estudiantes foráneos, uniformados con una extraña vestimenta y sobre los que pronto empezaron a circular sospechosos rumores, cayera en la mira de la Inquisición. Eran ellos: Íñigo de Loyola, con tres compañeros conquistados en Barcelona, Calixto de San Juan de Arteaga y Lope de Cáceres, con lo que pretendía iniciar una especie de vida apostólica, a los que se agregó en Alcalá un jovencito francés, Juan Raynalde, antiguo paje del virrey de Navarra. Grupo de duración efímera, que no tiene otro interés, sino por el papel -bien secundario por cierto- que juega en los procesos inquisitoriales de esta agitada época de los estudios de Íñigo en España. Puesto que todos los biógrafos del santo lo narran en detalle no es necesario repetir aquí todo lo que Íñigo hubo de sufrir por parte de aquel santo tribunal en los procesos que le hicieron por considerar sospechosa su ortodoxia: tres veces en Alcalá, otra en Salamanca, una más en París y finalmente otra en Venecia. Proceso que en los que siempre salió incólume e invariablemente terminaron con la más plena sentencia absolutoria y el reconocimiento de su 2


más pura ortodoxia. Pero lo que interesa a nuestro propósito es el espíritu con que el inculpado sufrió estas persecuciones. En los cuarenta y dos días que estuvo preso en las cárceles de la Inquisición en Alcalá, entre las visitas que recibió el Viernes Santo de 1527, una fue la de doña Teresa Enríquez de Cárdenas, mujer sumamente caritativa e influyente, hija del almirante de Castilla, la cual le ofreció a Íñigo sacarlo de allí. Pero él rehusó la ayuda, diciendo: "Aquel por cuyo amor entré aquí me sacará, si fuere servido de ello". (Aut. N.60) Se puede observar la seguridad y franqueza con que el acusado se conduce en todos los interrogatorios, responde siempre directamente a todas las preguntas, con sinceridad transparente, sin ocultar nada, sin vacilaciones ni subterfugios, su compromiso es sólo con la verdad. Los jueces no encuentran en él ni en su doctrina nada censurable ni que pueda empañar la más estricta ortodoxia. Al terminar el primer proceso complutense, los jueces deciden que él y sus compañeros cambien la extraña vestimenta uniforme con la que, como principiantes en la virtud, pretendían manifestar su compromiso con Dios. Íñigo acepta por ser una determinación que viene de la autoridad competente, pero pregunta sobre lo esencial: "Mas no sé qué provecho -dicehacen estas inquisiciones: que a uno tal no le quiso dar un sacerdote el otro día el sacramento porque comulga cada ocho días, y a mí me hacían dificultad. Nosotros queríamos saber si nos han hallado alguna herejía". "No, -respondió el vicario- que si la hallaran os quemaran". A lo que Íñigo replicó de inmediato con una lógica contundente: "También os quemarán a vos si os hallaran herejía" (Aut. 59). Según el testimonio del Polanco, a las palabras de Íñigo, el Vicario Figueroa, con honradez castellana asintió diciendo: "Es así"

Preso en Salamanca Meses más tarde nuevamente preso por la Inquisición en Salamanca recibió la visita de un joven estudiante de derecho, llamado Francisco Mendoza y Bobadilla que, compadecido de la situación del prisionero le preguntó, cómo se sentía en la cárcel y si le pesaba estar preso. La respuesta de Íñigo debió de sorprenderle: "Yo responderé lo que le respondí hoy a una señora que decía palabras de compasión por verme preso. Yo le dije: en esto mostráis que no deseáis de estar presa por amor de Dios. Pues ¿tanto mal os parece que es la prisión? Pues yo os digo que no hay tantos grillos ni cadenas en Salamanca que yo no deseo más por amor de Dios". (ib.n. 69)

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Tan impresionado debió quedar aquel joven con tan generosa respuesta que cuando muchos años después, llegó a ser nada menos que el Cardenal Mendoza y Bobadilla, arzobispo de Burgos, movido por este recuerdo fue buen amigo de Ignacio y bienhechor de la Compañía de Jesús. Que las palabras de Íñigo fueran sinceras lo demostró el hecho de que pudiendo haberse evadido de la prisión, como lo hicieron todos los demás presos una noche que faltó la vigilancia, sólo Íñigo y sus dos compañeros permanecieron voluntariamente en la cárcel. De todo este período, cuando pensaba lo que iba a hacer en el futuro, recuerda el santo en sus memorias que: "Dios le daba gran confianza que sufriría bien todas las afrentas e injurias que le hiciesen". (Aut. 71) Como se puede ver los sentimientos que dominaban su alma en medio de las más fuertes persecuciones fueron la confianza en Dios, un apasionado amor a Jesucristo que no le permite desistir de su intento a pesar de los más grandes obstáculos y amenazas. Y, como hemos señalado, también la sinceridad meridiana con que respondió a todos los interrogatorios y la libertad de espíritu que conservó a lo largo de todos los procesos.

Perseguido en la ciudad del Sena Del proceso salamantino Íñigo saldría absuelto y reconocida su ortodoxia, pero con limitaciones para su propósito de "ayudar a las almas" hasta que hubiera estudiado cuatro años. Ante esta perspectiva se determinó a trasladarse a la Universidad de París para "poderse dar más plenamente al estudio,... teniendo también por principal intención el coger gente de aquella universidad si Dios N.S. fuese servido de mover algunos en cuya compañía él insistiese en el servicio divino, en el modo que juzgaba sería más conveniente a él" (F.N. I,p. 177). Así es como en el rigor del invierno "se partió para París sólo y a pie" (Aut. n. 73). Sería una mañana helada del mes de febrero de 1528 cuando llegaba a la ciudad del Sena aquel estudiante de 36 años, pobre y desconocido, pero que habría de dejar su huella tan profundamente grabada en la historia. Ya llevaba cerca de un año en París cuando en las vacaciones de 1529 Ignacio (como empezó a llamarse desde entonces), que solía darse a conversaciones espirituales con algunos estudiantes, les dio los Ejercicios a tres de ellos: Juan de Castro, Pedro Peralta y Amador de Elduayen. Aquella experiencia espiritual transformó sus vidas. Su decisión de vivir el evangelio fue radical 4


en los jóvenes, dieron a los pobres cuanto tenían y se fueron a vivir a un hospital de indigentes. En realidad se trataba de una decisión personal de cada uno de ellos, concerniente a su vida privada sin perjuicio de nadie. Pero toda reivindicación de valores cuando se encarnan en una vida tiene siempre una repercusión social. Es la fuerza del testimonio que, inevitablemente, provoca reacciones, favorables en quienes lo comparten y adversas en quienes se sienten acusados por el testimonio. Vivir el Evangelio en toda su autenticidad es convertirse en signo de contradicción. Dado que dos de estos estudiantes, Castro y Peralta eran alumnos que gozaban de un alto prestigio en el medio universitario, otros estudiantes españoles, indignados por el cambio de vida de estos dos compañeros suyos, acudieron furiosos para persuadirlos a que no se dejaran seducir por Ignacio y a que renunciaran a tan demencial aventura. Y, cuando sus discursos vehementes se revelaron ineficaces, recurrieron a métodos violentos hasta que, con la fuerza de las armas, los obligaron a abandonar el hospital y a prometer que desistirían de su propósito mientras no hubieran acabado sus estudios. No es necesario decir que toda la fuerza de su ira se descargó en denuestos e improperios contra Ignacio al que consideraban causante de aquella intolerable insania. Pero el tercer estudiante, Amador, era alumno del colegio de santa Bárbara y como por aquellos días regresó el rector, Diego de Gouveia, ausente largo tiempo por una encomienda del rey de Portugal, al enterarse de lo sucedido se sintió seriamente contrariado. Concluyó que Ignacio "había vuelto loco" a su súbdito y, por lo mismo, se determinó a que la primera vez que este seductor viniera por el colegio le aplicaría "una sala", o sea, el castigo más humillante que se acostumbraba en aquella institución y que consistía en azotar públicamente en sesión solemne a los alumnos que hubieran transgredido gravemente el reglamento del colegio. Ribadeneira que, sin duda lo sabría por confidencia del santo, narra así este dramático episodio: el doctor Gouveia "manda que en viniendo Ignacio al colegio, se cierren las puertas de él, y a campana tañida se junten todos y le echen mano y se aparejen las varas con que le han de azotar. No se pudo tomar esta resolución tan secretamente, que no llegase a oídos de algunos amigos..., los cuales le avisaron que se guardase. Mas él, lleno de regocijo, no quiso perder tan buena ocasión de padecer y, venciéndose, triunfar de sí mismo. Y así, sin perder punto, se fue al colegio... Sintió bien que rehusaba su 5


carne y que perdía el color y que temblaba... " (Vida del P. Ignacio, lib. II, cap. 3) Ese temor que a cualquier ser humano lo hace estremecerse ante la inminencia del infame y cruel castigo, para Ignacio era una invitación a sufrir por Cristo, evadirla hubiera sido para él una infidelidad, fuente de amargo remordimiento, por lo cual se presentó en el colegio. "Ciérrenle las puertas estando dentro, -continúa Ribadeneira hacen señal con la campana, acuden todos los condiscípulos, vienen los maestros con sus manojos de varas... Fue en aquella hora combatido el ánimo de nuestro B. Padre de dos espíritus... Bueno es para mí, decía, el padecer, mas ¿qué será de los que ahora comienzan a entrar por la estrecha senda de la virtud? ¿Cuántos con esta ocasión tornarán atrás del camino del cielo?... Se va al doctor Gouveia, que aún no había salido de su aposento, y declárale todo su ánimo y determinación, diciéndole que ninguna cosa en esta vida le podía venir más dulce y sabrosa que ser azotado y afrentado por Cristo..., mas que temía la flaqueza de los principiantes, que eran aún pequeñuelos y tiernos, y que lo mirase bien, porque le hacía saber que él, de sí, ninguna pena tenía, sino de los tales era toda su pena y cuidado" (ib) . Para todos debió ser sorpresivo el desenlace de este drama: "Sin dejarle hablar más palabra -narra el mismo biógrafo- tómale de la mano el doctor Gouveia, llévale a la pieza donde los maestros y discípulos lo estaban esperando, y súbitamente puesto allí -con admiración y espanto de los presentes-, se arroja a los pies de Ignacio y, derramando de sus ojos afectuosas lágrimas, le pide perdón, confesando de sí que había dado oídos a quien no debía. Y diciendo a voces que aquel hombre era un santo, pues no tenía cuenta con su dolor y afrenta, sino con el provecho de los prójimos y honra de Dios". Difícilmente encontraremos otro episodio en la vida del santo que refleje mejor lo que él sentía de la persecución, la suya es una actitud que ejemplifica lo que él mismo pide en los coloquios del reino y de las dos banderas en el libro de los Ejercicios, donde pide gracia: "para que yo sea recibido debajo de su bandera, primero en suma pobreza espiritual y si su divina majestad fuere servido y me quisiere elegir y recibir, no menos en pobreza actual; segundo, en pasar oprobios e injurias por imitarle más en ellas, con tal de que las pueda pasar sin pecado de ninguna persona y sin desagradar a su divina Majestad" (EE. 147).

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Pero no terminaban con esto las tribulaciones de Ignacio, porque el Doctor Pedro Ortiz, que tenía encomendado a sí a su parienta Peralta, enojado por lo sucedido, acudió al Inquisidor para acusar como seductor, y por tanto sospechoso de herejía, al que consideraba responsable del cambio ocurrido en su encomendado. No era Ignacio el hombre pasivo, ni amigo de soluciones a medias. Al regresar de Rouen a donde lo había llevado un motivo de heroica caridad que narran sus biógrafos, se enteró de que se habían levantado grandes rumores acerca de él, y que el Inquisidor lo había hecho llamar: "Más él no quiso esperar, y se fue al Inquisidor diciéndole que había oído que lo buscaba; que estaba dispuesto a todo lo que quisiese (este Inquisidor se llamaba maestro Orí, fraile de santo Domingo), pero que le rogaba que lo despachase pronto porque tenía intención de entrar por san Remigio de aquel año en el curso de artes; que deseaba que esto pasase antes, para poder mejor atender a sus estudios. Pero el Inquisidor no le volvió a llamar, sino sólo le dijo que era verdad que le había hablado de sus cosas, etcétera." (Aut. n. 81). De hecho el maestro Orí, hombre juicioso y gran conocedor del medio, sabía dónde estaban en aquellos agitados momentos los verdaderos peligros para la ortodoxia. Convencido de que Ignacio era inocente nunca llegó a convocarlo. Pero las corrientes luteranas por una parte y las erasmistas por otra iban ganando adeptos y fomentaban entre la población universitaria un ambiente tenso y polémico. Algunos años después, cuando Ignacio estaba a punto de partir de París para España el año 1535, no faltó quien lo acusara ante el Inquisidor, que para esa fecha era fray Valentín Lievin, O.P., dando como razón que en el libro de los Ejercicios Espirituales se ocultaban doctrinas heréticas o sospechosas. A Ignacio siempre le gustó moverse a la luz del día, tan pronto como supo lo de la acusación se presentó ante el Inquisidor que dijo no tener nada serio contra él, pero manifestó su deseo de conocer el libro de los Ejercicios. Una vez leído no tuvo para el libro sino alabanzas y pidió que le dieran una copia. Fue cumplido su deseo, pero Ignacio no se dio por satisfecho. Insistió ante el Inquisidor para que siguiese adelante en el proceso hasta obtener sentencia. El Maestro Lievin no lo veía necesario y se resistía, pero Ignacio no tardó en presentarse en su casa acompañado de un notario y con testigos para que se tomara fe de todo ello. Finalmente, al cabo de siete años de permanencia en París, acreditados sus estudios teológicos con el diploma de maestro en arte por la Sorbona y, sobre todo, acreditada su ortodoxia ante notario, después de tantas 7


vicisitudes partía Ignacio hacia España en la primavera de 1535. Sus compañeros, con los que algún día daría comienzo a la Compañía de Jesús, los mismos con los que el 15 de agosto del año anterior había hecho el voto de Montmartre, se reunirían con él en Venecia al año siguiente con el propósito de hacer juntos el viaje a Jerusalén.

Nuevo proceso en Venecia Durante su estancia en Venecia el año 1536, en espera de sus compañeros, Ignacio aprovechó el tiempo dando Ejercicios. Entre los que se beneficiaron de su ayuda se cuentan los dos hermanos navarros Esteban y Diego Eguía, que años después entrarían en la Compañía de Jesús; el noble clérigo veneciano Pedro Contarini; y el Doctor Gaspar de Dottis, vicario del Legado apostólico. No pasó desapercibida la actividad de Ignacio lo que provocó que gentes malévolas lo acusaran ante la Inquisición como sospechoso de herejía, fugitivo del mismo tribunal primero en España y luego en Francia. Dado que los planes de Ignacio en aquellos momentos era pasar a Roma y presentarse ante las autoridades en demanda de favores y aprobaciones, la acusación no podía resultar más inoportuna. Entre los acusadores estaba el sacerdote toledano Antonio Arias, bachiller en teología en París, el fin que tuvo este pobre hombre demuestra que sus facultades posiblemente ya entonces estuvieran perturbadas. En aquel apurado trance Ignacio acudió con la mayor honradez al doctor de Dottis para solicitar que se le instruyera un proceso judicial con el fin de que constara públicamente su buena fama. Se inició el proceso y, tras una larga y minuciosa investigación e interrogatorios a testigos, oída la autodefensa del acusado, el 13 de octubre de 1537 se dictó sentencia de absolución en los términos más laudatorios, como se puede ver por las siguientes frases: "Nos, Gaspar, doctor canónico, protonotario... por todo lo que vimos y diligentemente investigamos, que haya podido mover nuestra mente y a todo el que juzgue con sano juicio, dictaminamos que el susodicho P. Ignacio de Loyola debe ser absuelto y declarado inocente de todas y de cada una de las murmuraciones frívolas, vanas y falsas, que han sido presentadas a nuestro tribunal, y por las presentes letras lo absolvemos como a inocente, imponiendo silencio -como en efecto lo imponemos- a todos y a cada uno de cuantos han intervenido en este proceso, al par que declaramos que el ya 8


nombrado P. Ignacio ha sido y es sacerdote de buena y religiosa vida y doctrina sacra, como también de óptima vida y costumbres, el cual en esta ciudad de Venecia nos ha dado hasta el día de hoy buenos ejemplos de vida y de doctrina. Así lo afirmamos, pronunciamos, sentenciamos, absolvemos y declaramos del mejor modo que podemos y debemos. Laus Deo" (Font. Docum. 535-537). Nada mejor le pudo suceder a Ignacio en aquellos momentos, porque con motivo de la malévola acusación, la Providencia lo hizo acreditar de forma inesperada con el más autorizado testimonio de su inocencia personal y de la rectitud de su doctrina, con el que pudiera presentarse seguro ante las autoridades romanas. A través de la persecución hablaba la Providencia.

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II. PERSECUCIONES CONTRA LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN VIDA DE SU FUNDADOR

A medida que iba extendiéndose por diversas partes del mundo, ya en vida de su santo fundador, abundaron las persecuciones contra la naciente Compañía de Jesús. A los ojos de Ignacio, que todo lo contemplaba como venido de la mano de Dios, no se le pudo ocultar el sentido providencial de tan dolorosos acontecimientos. Y, a través de los consejos que con este motivo daba a sus hijos y de las estrategias que les dictaba, hoy podemos conocer cuál era el valor religioso que él mismo descubría en la persecución. La primera persecución tuvo lugar en Roma cuando el grupo de maestros parisienses ligados por el voto de Montmartre se aprestaba a dar forma a lo que finalmente sería la Compañía de Jesús. Esa primera persecución tuvo particular importancia, tanto por el momento crítico en que ocurre, como porque tuvo como principal protagonista al mismo san Ignacio. Concluido el proceso romano siguieron algunas otras en diversos países. Puesto que la relatan con detalle los historiadores, nosotros las presentaremos solamente en cuanto nos permitan conocer la mente del santo fundador al respecto. Ignacio las iba siguiendo de lejos con lentitud que imponían los medios disponibles en su época, pero al pronunciarse sobre ellas nos deja ver la sobrenatural clarividencia con que las contemplaba y cómo veía en ellas la voluntad divina que por caminos tan misteriosos se le manifestaba.

El proceso romano En la primavera de 1538 fueron llegando a Roma, Ignacio y los demás compañeros, con los que fundaría la Compañía de Jesús: Francisco Javier, el saboyano Pedro Fabro; Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla, españoles; Simón Rodríguez, portugués; otro saboyano, Claudio Jayo; un provenzal; Juan Coduri y finalmente Pascasio Broet, del norte de Francia. Es de advertir que aunque todavía tardaría dos años en constituirse en Orden religiosa, ya se comenzaron ellos mismos a llamar "Compañía de 10


Jesús". Nos lo narra así Polanco: "Y tomóse este nombre antes que llegasen a Roma; que tratando entre sí cómo se llamarían a quien les pidiese qué congregación era esta suya, que era de 9 ó 10 personas, comenzaron a darse a la oración, y pensar qué nombre sería más conveniente. Y, visto que no tenían cabeza ninguna entre sí, ni otro propósito sino a Jesucristo, a quien sólo deseaban servir, parecióles que tomasen nombre del que tenían por cabeza, diciéndose Compañía de Jesús". Los primeros meses de la vida del grupo de "amigos en el Señor" se desarrollaba tranquilamente, Fabro y Laínez comenzaron a enseñar en la Universidad de la Sapiencia, Ignacio daba ejercicios y los demás se ocupaban "durante el día en predicar por iglesias y plazas, pidiendo limosna por la ciudad". Además cuatro de ellos, invitados por el Sumo Pontífice, Paulo III, disputaron de materias teológicas ante su Santidad, "el cual con mucho agrado los veía y los oía" (Bobadilla Monum. 616-617). Aquellas actividades apostólicas desempeñadas con tanto celo por hombres acreditados con grados académicos de la universidad de París que lo mismo oían confesiones que enseñaban la doctrina cristiana a los niños, disputaban de materias teológicas ante el Pontífice o predicaban en plazas e iglesias en toda época del año, debió causar una enorme impresión en los ambientes romanos. Téngase en cuenta que en aquella época no era costumbre en Roma predicar, sino en adviento y cuaresma. Cuando por aquellos días le manifestaron al Santo Padre su deseo de ir a Jerusalén, y si esto no fuese posible ponerse enteramente a las órdenes del Vicario de Cristo, el anciano Papa les preguntó por qué tanta insistencia en ir a Jerusalén: "Buena Jerusalén es Italia -les dijo- para hacer fruto en la Iglesia de Dios". En realidad las posibilidades de ir a Jerusalén eran cada vez más remotas. Desde aquel momento "todos se pusieron a pensar en fundar una orden, pues hasta entonces lo que tenían en el corazón y en la boca era cumplir el voto de ir a Jerusalén " (Bobadilla Monum. 616-617). Hasta aquel momento, desde su llegada a Roma, todo era fervor, optimismo y entusiasmo apostólico. Pero de repente como un rayo en el cielo sereno, se desencadenó "la más recia contradicción que jamás hayamos pasado en nuestra vida", como escribió Ignacio en carta a su antigua bienhechora barcelonesa Isabel Roser (F.N.I., p.7). Para entonces ya el santo tenía experiencia de lo que era la persecución. Cuál fuera su estado de ánimo en estos momentos se deduce de esa frase, y del resto de la carta que continúa así: "No quiero decir que nos hayan vejado en nuestras personas, ni llamándonos a juicio, ni de otra manera: mas habiendo rumor en el pueblo, y poniéndonos nombres inauditos [herejes luteranos, etcétera] nos hacía ser sospechosos y odiosos a las gentes, 11


causando mucho escándalo; de manera que nos fue forzoso presentarnos ante el legado y el gobernador de esta ciudad por el mucho escándalo que se daba en muchas personas" (ib.). El Papa había ido entonces a Niza con el propósito de concertar una paz firme y estable entre Francia y el emperador Carlos V. Las fuentes son unánimes en señalar como origen de esta persecución lo ocurrido con ocasión de los sermones que, con gran concurrencia de gente, en aquella cuaresma predicaba en Roma el agustino piamontés Agustín Mainardi, elocuente orador, pero que dejaba destilar sutilmente en sus sermones el veneno de las doctrinas luteranas. Dos años más tarde se hizo manifiestamente luterano, fundó una comunidad reformada en la Valtellina y murió en 1563. Sucedió que, movidos por la fama del predicador que conmovía a toda Roma, acudieron a oír sus sermones también Fabro y Laínez, los cuales, al darse cuenta de la sutileza con que el predicador piamontés inoculaba en sus oyentes las doctrinas luteranas, hablaron con él para hacerlo caer en la cuenta de la gravedad de sus errores y disuadirlo de seguir desorientando a los fieles. No consiguieron nada. Por lo que no les quedó otro remedio que refutarlo luego en sus propias prédicas, y de exponer la verdadera doctrina para que los fieles no incurrieran en engaño. Como es fácil suponer, esto molestó notablemente a los fanáticos partidarios de Mainardi, entre los que se encontraban tres opulentos y poderosos españoles que, instigados por el navarro Miguel de Landívar, de antecedentes poco recomendables como veremos, le declararon la guerra al grupo ignaciano diciendo de ellos que venían huyendo de las hogueras de la inquisición de España, Francia y Venecia, perseguidos por las autoridades eclesiásticas por errores doctrinales. Estos personajes, como los nombran testimonios de la época, fueron: Francisco Mudarra, que dirigía sus acerados ataques personalmente contra san Ignacio, fue "el mayor contradictor que tuvo la Compañía al principio", dice en su Memorial González de Cámara (F.N. 1., p. 708-709), un tal Barreda amigo de Mudarra, el doctor Mateo Pascual, "el noble magnífico Pedro de Castilla" que en un tiempo desempeñó importantes cargos en la Iglesia y el ya citado Miguel Landívar, de carácter inestable y voluble, que, según san Ignacio, fue el que comenzó la campaña de denigración (FN II, p. 441, nota 5). Este último, siendo estudiante en París, fue fámulo de Francisco Javier. Contrariado por el cambio que, por influencia de Ignacio, se había operado en su patrón intentó asesinar a Ignacio. Cuando subía las escaleras del apartamento del santo, oyó una voz que decía: "¡Pobre de ti! ¿Qué quieres hacer?". Sacudido por un súbito terror al escuchar la voz, desistió de su 12


propósito. (Ribadeneira, De Actis N.P.I., FN. II, p. 332, cfr. ib. nota 22). Posteriormente quiso unirse al grupo en Venecia, pero pronto vieron que era necesario alejarlo. No obstante, por haber conocido al grupo ignaciano y, estar enterado de las vicisitudes por las que había pasado Ignacio antes de llegar a Roma, era un válido instrumento al servicio de los calumniadores. Toda calumnia empaña la fama del acusado, por lo menos siembra la duda de su honorabilidad e inocencia, hasta que se descubre su falsedad. Es natural que al esparcirse los rumores contra el grupo ignaciano, la gente del pueblo comenzara a desconfiar de aquellos que al principio había tenido por santos, pero tal vez no fueran sino hipócritas impostores. Miguel Landívar llegó a presentar su acusación judicial contra ellos ante el gobernador de Roma, Benedetto Conversini. Ignacio no se intimidó por ello, sino que, conforme a su costumbre, antes de ser llamado acudió ante el gobernador y le presentó una carta sumamente elogiosa para el mismo Ignacio que el propio Landívar le había escrito pocos meses antes. Esto puso en guardia a Conversini sobre la índole de este sujeto, y cuando descubrió que sus acusaciones eran totalmente infundadas lo expulsó de Roma. Al saberlo Mudarra y sus compañeros, pusieron en juego sus poderosas influencias para evitar ser convocados ante el gobernador. Todo fue en vano, porque Ignacio y los suyos no estuvieron pasivos y exigieron que se les instruyera un formal proceso. Para conocer la mente de san Ignacio respecto al modo de proceder en el caso de calumniosas persecuciones, es importante conocer lo que Ribadeneira narra respecto al proceso romano: "En todas las persecuciones y prisiones que padeció cuando andaba solo, nunca quiso tomar abogado, ni hombre que hablase por él , aunque se le ofrecían muchos, poniendo toda su esperanza en Aquel por quien padecía; pero (una vez que hubo) juntado los compañeros, siempre que se atravesaba una contradicción de importancia, quiso que se averiguase por tela de juicio. Así vemos que, en la primera persecución que tuvieron en Roma, atizada por Mudarra, Pedro de Castilla y Cabrera (Barrera), y aquel maestro Miguel de que arriba se hizo mención, se puso nuestro Padre muy de veras a querer que se averiguase la verdad, y habló sobre ello al Papa Paulo III" (De Actis PN. Ignatii, FN. II, p. 373). No les quedó a los calumniadores otro remedio que comparecer, pero viendo perdido el caso, astutamente cambiaron su actitud: se prodigaron en alabanza de Ignacio y de sus compañeros, diciendo que habían estado mal informados. Con esto pretendían que se echara tierra al asunto y no se volviera a hablar de ello. Algunos como el mismo gobernador, el legado y 13


algunos amigos incondicionales de Ignacio como el doctor Ortiz, estaban de acuerdo. Pero Ignacio, convencido de que el silencio no borra la infamia, se mantuvo firme y exigió una formal sentencia de absolución. No era posible dejar que tales calumnias arrojaran la menor sombra sobre su fama y la de los suyos. No se trataba sólo de ofensas personales que él hubiera podido soportar en silencio y con humildad, sino que era necesario evitar el daño que se les estaba siguiendo a cuantos habían confiado en ellos y que tras la calumnia se les habían alejado. Por el bien de las almas era necesario hacer que constara públicamente la verdad. Pero había además otra razón no menos válida. Es cierto que aún había de pasar más de un año antes de que se elaborase la Fórmula del Instituto de la Compañía. Pero ya desde su llegada a Roma, y aun antes, Ignacio y sus compañeros habían decidido permanecer unidos para formar un grupo apostólico. Durante el año que llevaban en Roma, dispuestos a ponerse a disposición de Vicario de Cristo para ir a donde el Papa quisiera mandarlos, con el recurso a la oración iban percibiendo de manera cada vez más explícita el proyecto de la futura Compañía de Jesús. De hecho ya desde entonces, como hemos visto, habían decidido llamar al grupo con ese nombre. En estas circunstancias era absolutamente necesario que la fama y honorabilidad de este grupo quedara completamente a salvo de toda sospecha. Eso explica que Ribadeneira, que escribía algunos años después de fundada la Compañía, al narrar este episodio hable como si la Compañía ya hubiera estado fundada en el momento de ese proceso. Dice así: "Y pareciendo a todos los demás Padres que bastaba esta satisfacción, y que no pasase la cosa más adelante, sólo nuestro Padre no quiso, diciendo que en otro tiempo él no se preocupaba, porque lo que se decía tocaba solamente a él; pero ahora que tocaba a toda la Compañía, tenía obligación de mirar por la honra de ella, pues era la de Dios; y que no era bien que se disimulase esto; porque después, andando el tiempo no se dijese que en el principio de la Compañía se había dicho esto o aquello, y (que) con favor e industria se había solapado, por donde se estorbaría con esta infamia el fruto que la Compañía podía obrar; y así nunca paró nuestro Padre hasta que el cardenal de Nápoles (y Vicario de Roma, Vicente Carafa) a quien su Santidad había confiado el negocio, por sentencia declaró la inocencia de la Compañía, condenando a los contrarios, etcétera" (De Actis PN. Ignatii, FN. II, p. 373). Por lo cual se decidió acudir personalmente al Pontífice que acababa de regresar de Niza el 24 de julio y, con el apoyo del cardenal Contarini, consiguió entrevistarse con el Papa en Frascati en septiembre. Durante una 14


hora habló Ignacio al Pontífice en latín y comenzó explicándole todo lo que había pasado en sus pasadas vicisitudes con la Inquisición, y el curso de todo este doloroso episodio romano y terminó pidiendo a su Santidad, lo que nos acaba de narrar Ribadeneira, que ordenase al gobernador cerrar el caso con una sentencia, a lo que asintió benévolamente el Pontífice. Fue providencial, como no dejan de consignarlo con asombro todas las fuentes, que durante el proceso se encontrasen en Roma aquellos que habían intervenido como jueces en los anteriores procesos de Alcalá, París y Venecia. Todos ellos, como consta por las actas del proceso, dieron testimonios sumamente laudatorios de Ignacio (FN. I, pp. 11 y 12). Es de notar que todos estos testigos eran personajes de notable relieve: Don Juan Rodríguez de Figueroa, gozaba de la confianza del emperador Carlos V y de Felipe II, había desempeñado los cargos de vicario de Alcalá y gobernador del Arzobispado de Toledo y llegó a ser presidente del Consejo de Castilla (1563-1565); el Doctor Mateo Ory, profesor de teología en París e inquisidor general de Francia; Gaspar de Dottis, doctor en derecho canónico y auditor en Venecia del Nuncio Pontificio Jerónimo Verallo. A tan notables personajes hay que añadir los que el mismo Ignacio presentó como testigos de descargo, ya fueran conocidos suyos o de alguno de sus compañeros: el dominico senense Ambrosio Catarino, O.P., que tan brillante actuación había de desarrollar como teólogo del Concilio de Trento; Lattancio Tolomei, embajador de Siena; el doctor Pedro Ortiz, embajador extraordinario de Carlos V ante la Santa Sede. Poco sabemos de los otros dos testigos presentados por Ignacio, el sacerdote de Amelia, Doimo Nasciio -que posteriormente fundó un colegio de la Compañía en su tierra- , y el doctor Fernando Díez, natural de Carrión de los Condes. Concluido el proceso se dictó la sentencia favorable a Ignacio y a los suyos la cual lleva la fecha del 18 de noviembre de 1539. Sin duda que, al leer la sentencia Ignacio no pudo contener las lágrimas. Con el corazón rebosante de gozo daría gracias a Dios y se confirmaría en su confianza en Aquel que por tan ásperos caminos iba guiando su vida. Ya desde entonces debió vislumbrar que la persecución, tan insistentemente repetida en su vida, y que anunciaba también continuarse en su obra, sería la parte de su herencia, la suerte que les esperaba a los suyos por los futuros e inciertos caminos de la historia.

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Este caso es uno de los mejor documentados en la historiografía ignaciana, dice Dalmases, el cual publica en HSI vol. 38 (1969) pp. 443-452 el original de los testimonios que se conservan en el Archivo del Estado en Roma. Es interesante conocer también algo más de los acusadores y del fin que tuvieron. Miguel Landívar, como ya dijimos fue expulsado de Roma, no obstante que Ignacio intercedió por él. Mudarra era amigo de Mainardi, tenía buenas relaciones en los medios curiales de Roma y pertenecía al círculo de Santiago de los españoles; su fortuna cambió, no queremos decir que todos sus males se deban a su conducta en el proceso contra Ignacio y los suyos, pero de él dice la Duquesa Eleanora de Toscana que fue "condenado dos veces por luterano y otras tantas se ha escapado con vida (Tacchi-Venturi, II, 1 p. 158). Finalmente fue quemado en efigie y confiscados sus bienes (F.N. I 373; III, 222-223). Mateo Pascual, aragonés, había sido rector del colegio de san Ildefonso en Alcalá (1528-1529) y uno de los fundadores del colegio trilingüe en esa ciudad; simpatizó con los erasmianos; fue miembro de la comisión que juzgó el "Diálogo de la doctrina" de Juan de Valdés, sospechoso de debilidad, huye a Roma en donde se encontraba en 1530. Regresó a España y fue Vicario General en Zaragoza. Acusado de ciertas expresiones imprudentes sobre el purgatorio fue encarcelado por la Inquisición en Toledo. Regresó a Roma y fue cuando tomó parte en la persecución contra Ignacio, murió en 1553. El "noble y magnífico señor Pedro de Castilla, escolástico compostelano". En 1539 fue elegido administrador de Santiago de los españoles; compañero de Mudarra. Sospechoso de herejía, fue absuelto en 1549. Cuatro años después fue sometido a proceso regular, confeso y declarado culpable, fue condenado a cárcel perpetua. Dice de él Ribadeneira que murió en brazos de P. Avellaneda cuando los romanos quemaron Ripeta estando yo en Roma" (FN. III, p. 223). De Barrera o (Barreda) se sabe poco, "no fue hereje ni condenado por tal, sino que murió católico en su cama, arrepentido de lo que había hecho engañado por Mudarra" (ib).

Persecuciones en el colegio de Alcalá Nadie hubiera podido pensar que cuando apenas comenzaba a establecerse en España la Compañía de Jesús, aprobada y confirmada por bulas papales, encontraría en el arzobispado de Toledo, don Juan de Martínez de Silíceo, su más decidido adversario. Los historiadores le reconocen a este notable personaje grandes dotes intelectuales y una virtuosa conducta. Pero era rígido y terco de carácter, apenas hubo persona en el arzobispado con la 16


que no peleara, con el cabildo, con la Universidad Complutense y con los jesuitas. Dado su carácter dominante y voluntarioso lo exasperaba el hecho de que los jesuitas residentes en su diócesis estuvieran exentos de su jurisdicción. Es de notar que la exención no es exclusiva de los jesuitas, es el estatuto jurídico común a todas las órdenes religiosas aprobadas. Pero a esto se agregaba el que, habiendo el arzobispo excluido de recibir las órdenes sagradas a descendientes de judíos, moros y herejes, le llegaban rumores -infundados por cierto- de que los jesuitas de Alcalá eran todos cristianos nuevos. Finalmente esgrimía contra ellos los mismos argumentos con que los atacaba por aquellos días en Salamanca el dominico Melchor Cano. El hecho es que, sorpresivamente, en octubre de 1551, el Cardenal Martínez Silíceo publicó dos edictos que conmovieron a la ciudad: por el primero se retiraban las licencias a todos los sacerdotes que hubieran hecho Ejercicios y, por el segundo, se les prohibía terminantemente a todos los jesuitas los ministerios de la predicación y la administración de sacramentos, incluso el celebrar la Eucaristía en todo el territorio de la diócesis. Y, por si fuera poco, al clérigo que le permitiera a un jesuita celebrar en su iglesia o le facilitase ornamentos para ello, incurría en excomunión y se le imponía una multa de cinco mil maravedís de multa. Al ser informado san Ignacio de lo que estaba ocurriendo en España, cuenta Ribadeneira que con un rostro muy sereno y alegre le dijo: "que tenía por muy buena para la Compañía aquella persecución , pues era sin culpa de ella, y que era señal evidente que se quería servir mucho de la Compañía de Toledo, porque en todas partes había sido así, que donde más perseguida había ella sido, allí había hecho más fruto, y que pues el arzobispo era viejo y la Compañía joven, naturalmente más viviría ella que él" (Vida de I. de Loyola, 1.4, c. 4). El que quiera saber qué pensaba san Ignacio de las persecuciones, en pocos lugares tendría una respuesta más clara y elocuente que la expresada por el santo fundador en estas palabras. No es necesario seguir paso a paso este complicado asunto en el que fueron tomando parte a favor de los jesuitas las más altas dignidades del reino. El hecho es que el nuncio Poggio, viendo que la resistencia a aceptar las bulas no sólo afectaba a los jesuitas sino a la misma autoridad pontificia de la que emanaban, se presentó ante el arzobispo exhortándolo a revocar sus edictos, a lo que este respondió "que le dejase gobernar sus ovejas", a lo que replicó el Nuncio "que dejase Su Señoría Reverendísima a los de la Compañía, 17


pues no eran sus ovejas, y si no, que por vida del Papa, le enviaría preso a Roma". (Cristóbal de Castro, Historia del Colegio de Alcalá, citado por Astrain, vol. 1, p. 362). Ante tan terminantes palabras, al arzobispo no le quedó otra salida que obedecer. Al enterarse san Ignacio del término de esta contienda, escribió una afectuosa carta al nuncio Poggio, agradeciéndole cordialmente la paternal solicitud con que había defendido a la Compañía. Y, aunque nada le debía al iracundo Silíceo, le escribió una carta "en la cual no se sabe qué admirar más, si la caridad humilde y afectuosa con que Ignacio correspondía a sus mayores enemigos, o la destreza con que sabía tratar a los caracteres más difíciles" (Astrain, vol I, p. 364).

La persecución de Melchor Cano Más tarde volveremos a encontrarnos con el arzobispo Martínez Silíceo con ocasión de los ataques levantados en Salamanca por el célebre teólogo dominico Melchor Cano, contra el libro de los Ejercicios Espirituales. Era Cano un teólogo brillante, discípulo muy estimado del Sócrates español, Fray Francisco de Vitoria, O.P, si bien este había manifestado sus reservas por el peligro que advertía en la soberbia de su aventajado discípulo. El mismo Cano lo relata en su obra maestra "De locis Theologicis", (l. XII, proemio). Soberbia que empezó muy pronto a manifestarse en los juicios rigurosos e intransigentes contra todos los que no pensaran como él. No se libran de sus acres censuras ni siquiera sus hermanos de hábito, el devotísimo Fray Luis de Granada, hoy en proceso de beatificación, ni, el un tiempo arzobispo de Toledo, Fray Bartolomé de Carranza, sobre quienes no temió arrojar la sospecha de herejía, y al segundo no paró hasta conseguir que por sentencia pontificia fuera condenado como vehementer suspectus de haeresi. Apenas terminados sus estudios, tras un breve paréntesis de docencia en Alcalá, fue destinado a desempeñar la "cátedra de prima" en Salamanca. En el mundo universitario de la época, en el que la teología era considerada la reina de las ciencias, era este el mayor prestigio que le pudiera caber a un sabio y el culmen de sus ambiciones. Se comprende, pues, lo que significaba para la Compañía recién fundada y apenas establecida en España, encontrarse de pronto con tan insigne como iracundo adversario.

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En realidad Cano ya había comenzado su campaña denigratoria contra los jesuitas en 1548. Las acusaciones que profería contra ellos eran gravísimas, llegando a considerarlos como los precursores del Anticristo. Al explicar en el púlpito el capítulo tercero de la segunda carta a Timoteo se permitió decir: "Vendrán señales antes del juicio, y entre otras, vendrán hipócritas, vendrán alumbramientos y Ejercicios, y los que ahora son tenidos por santos, entonces serán malditos e irán al infierno" (Cartas de San Ignacio t. II, p. 228). Sus invectivas y calumnias carecían del menor fundamento, nunca fue capaz de señalar un solo hecho concreto que le sirviera de base para las horribles calumnias que profería continuamente contra los hijos de la Compañía. Pero era lo suficientemente astuto para cubrir su retirada: nunca los nombraba, pero decía las cosas de tal manera que todos entendieran que las decía por ellos. Cuando el padre Torres trató de reclamarle en forma amable y razonada, Cano protestó indignado que no lo había dicho por ellos, pero al día siguiente desde el púlpito repetía los ataques con la misma y mayor vehemencia. Como es natural, debido a los constantes y violentos ataques de un teólogo tan eminente, al que ya hacían eco otros religiosos, el descrédito que recaía sobre la nueva Orden iba en aumento e impedía todos los ministerios que los jesuitas hubieran podido ejercer a favor de los fieles. Se intentó por diversos medios de hacerle deponer su injusto proceder pero todo fue inútil. Informado del caso san Ignacio dio instrucciones al P. Torres para que tomase por testimonio ante notario, o por personas de prestigio en Salamanca, las calumnias que Melchor Cano difundía contra la Compañía. Mientras tanto el santo fundador procuró que algunas personalidades que tuvieran autoridad sobre Cano lo disuadiesen de su campaña difamatoria. Y así consiguió que el Maestro general de la Orden de Predicadores le escribiese al difamador una carta exhortándolo a desistir de su intento. Y, por si no bastara eso, consiguió que el mismo general escribiera una carta a todos sus religiosos, a lo cual accedió gustoso el P. Francisco Romeo, el cual escribió una honrosa carta que es a la vez defensa y recomendación de la Compañía. También Ignacio interesó al cardenal Mendoza, el cual quería proceder con todo rigor, mediante un monitorio pontificio que convocase a Cano a Roma para dar cuenta de su campaña. No compartió ese parecer san Ignacio y procuró que se retirara el monitorio (Regest. S. Ign. T. 1, p. 164). Pero consiguió un breve del Papa Paulo III, en el que nombraba jueces conservadores a los obispos de Cuenca y Salamanca para que, en nombre de Su Santidad procedieran contra los enemigos de la Compañía. En el breve, que lleva fecha del 19 de octubre de 1548, se hace constar que los enemigos de 19


la Compañía la calumnian sin aducir pruebas, ni citar ningún caso concreto. Obtenidos estos documentos, Ignacio no quiso servirse de ellos inmediatamente, primero quería intentar que se resolviesen las cosas sin recurrir a la vía jurídica, pero, si los medios suaves no bastasen, que se procediera contra el culpable con todo el rigor judicial. Al mismo tiempo Ignacio interesaba en el caso a un varón de reconocida virtud y ciencia, que gozaba de gran crédito entre la gente, al que hoy conocemos con el nombre de san Juan de Ávila. El cual ya conocía a la Compañía y la estimaba, movidos por sus consejos entraron en la Compañía algunos hombres que llegaron a ser miembros notables de la misma. La intención del santo fundador era tener de su parte a este santo varón y oponer su autoridad a la de los impugnadores de la Orden. No se equivocaba Ignacio, pues los elogios y recomendaciones que Juan de Ávila hizo de la Compañía ante religiosos de otras órdenes compensaron abundantemente las invectivas de Cano (cf. Ep. II, pp. 316-317). El influjo benéfico que con sus recomendaciones de la Compañía ejerció el Maestro Juan de Ávila, se vio vigorosamente reforzado con la valiente defensa de la Orden que hizo en una larga y razonada carta un dominico del Convento de san Esteban, que gozaba de un alto crédito en Salamanca, llamábase Juan de la Peña. Su escrito debió ser la primera apología que se hizo en defensa de la Compañía. Se fueron apaciguando las cosas y el crédito de la Compañía fue en aumento, como pudo notarse por la notable concurrencia de gente que acudía a oír los sermones del P. Francisco Estrada, S.J., que con su arrebatadora elocuencia y la solidez de su doctrina provocó una notable conmoción espiritual en la ciudad y ganó una gran estima para los jesuitas.

Persecución contra el libro de los Ejercicios No obstante que Cano en privado seguía destilando su veneno, en público calló por entonces, pero, al cabo de siete años de tregua, volvió a atacar a propósito del libro de los Ejercicios. Podríamos resumir en líneas generales el curso de la contienda de la manera siguiente: el año 1547 fue cuando arreciaron los ataques contra los Ejercicios en Toledo. Dos insignes predicadores, los doctores Peralta y Montealbán, que habían conocido a san Ignacio en París, y otros sacerdotes que habían hecho Ejercicios recientemente, prodigaban públicamente sus alabanzas al método ignaciano. No faltó gente malévola que se molestó por 20


ello y que presentó sus acusaciones contra el libro ante el arzobispo Martínez Silíceo. Se divulgaron las sospechas contra el contenido del texto de san Ignacio, por lo que en la universidad de Alcalá comenzaron a circular rumores preocupantes. No se durmió el P. Villanueva y envió al duque don Francisco de Borja una relación de lo que estaba ocurriendo en Salamanca. Al duque, le pareció lo más prudente tener al tanto a san Ignacio, aconsejándole entregar al papa Paulo III el texto de los Ejercicios con la súplica de que lo mandase examinar a fondo y, en el caso de que lo ameritara, le diese su solemne aprobación. Le pareció bien a san Ignacio y presentó su súplica ante el Papa. Bondadosamente el anciano Pontífice accedió a la súplica que se le hacía y encargó que lo examinaran tres personas cualificadas y de su confianza: el cardenal dominico Juan Álvarez de Toledo, el vicario de Roma, Felipe Arquinto y el maestro del sacro palacio, que en aquella época era otro dominico, el P. Egidio Foscarari. Los tres se dieron a la tarea de examinar concienzudamente las dos traducciones latinas que se les presentaron, una literal y poco elegante de mano del mismo san Ignacio, y la otra en un latín más clásico, obra del distinguido humanista el P. Andrés de Freux. Dado que el dictamen de cada uno de los tres examinadores fue favorable, el Santo Padre expidió el Breve "Pastoralis officii" del 31 de julio de 1548. En el Breve el Pontífice manifiesta su estima por los Ejercicios que "a partir de la Sagrada Escritura y de experiencias de la vida espiritual compuso nuestro amado hijo Ignacio de Loyola", que ya muchos han experimentado con tanto provecho: "por lo tanto, después de haberlos hecho examinar... hemos comprobado que están llenos de piedad y santidad y que son muy útiles y saludables para la edificación espiritual y provecho de los fieles, con nuestra autoridad, por el tenor de las presentes, a ciencia cierta los aprobamos y alabamos... y exhortamos instantemente en el Señor que todos los fieles cristianos, de uno y de otro sexo y de toda condición, se instruyan en tan piadosos documentos y ejercicios. " El Pontífice conmina con las penas de rigor a los que no acepten este Breve. (M.H. Vol. 100, S. P. Ignatii de Loyola Exercitia Spiritualia, p. 76) Diríamos que con esto bastaba para que todo fiel cristiano considerara terminado el asunto. No lo pensó así Melchor Cano que, desde el púlpito, siguió atacando el libro de los Ejercicios. Más aún, envió a su amigo el arzobispo Martínez Silíceo un ejemplar anotado por su propia mano con todas sus observaciones. El arzobispo, que conservaba en su pecho una mal disimulada aversión a los jesuitas, nombró una junta presidida por fray Tomás Pedroche, O.P. para que lo examinaran. Como podía esperarse de jueces tan parciales el libro salió condenado. Para fundar su condenación 21


aducían sus autores interpretaciones descabelladas y calumniosas que hoy nos harían reír; daban a las palabras del santo un sentido que no tenían y otra se basaba en un error de traducción. Esta victoria de los enemigos que, con su dictamen desconocían la autoridad papal, era una victoria pírrica. Pues no faltaron en la misma Salamanca sabios teólogos de renombre como el doctor Bernardo de Torres, futuro obispo de Canarias, que se lanzaron valientemente en defensa del libro. Termina el doctor Torres su docto y extenso estudio de los Ejercicios con estas palabras: "Ellos (los impugnadores) han hecho gran diligencia para saber si hay errores; si después de hecha tal diligencia dicen que los hay, el Papa ha hecho tanta y mayor diligencia que ellos, como aparece en la aprobación, y después de hecha dice que ningún error halla en los Ejercicios. Díganme ahora los tales a quien es más razón que crea yo, a ellos o al Papa" (cita en Astrain, vol I p. 384) A este valiente testimonio a favor de los Ejercicios se unieron otros, no menos valientes, de los doctores Alonso Ramírez de Vergara y el de don Juan de la Cuesta, futuro Obispo de León. Poco a poco la polémica fue perdiendo virulencia y se restableció la calma. El año siguiente, 1554, el inquisidor don Diego de Córdoba propuso al P. Nadal que presentase el libro de los Ejercicios a ese santo tribunal, que les daría su aprobación para que ya estuviesen seguros contra nuevos ataques. El P. Nadal rehusó el ofrecimiento, porque, además de innecesario, sobre todo hubiera sido ofensivo para la autoridad pontificia, que un texto tan oficial y elogiosamente aprobado por el Papa hubiera que someterlo ulteriormente a la aprobación de un tribunal inferior.

La persecución en Zaragoza Aun aguardaba en vida de san Ignacio otra acérrima persecución a la Compañía en España. Como descendiente de la casa de Aragón, san Francisco de Borja tuvo la idea de abrir un colegio en la capital de ese antiguo reino, Zaragoza. Ya llevaba cerca de siete años (desde 1547) trabajando la Compañía, cuando el 17 de abril de 1555 se trató de abrir un colegio y se abría al público la capilla provisional. Para sorpresa de todos, antes de que terminara la misa ya se habían fijado en las paredes exteriores de la capilla un edicto del vicario del arzobispo acusando a los jesuitas de estar obrando sin los debidos permisos y prohibiendo a todos los fieles frecuentar allí cualquier acto de culto bajo pena de excomunión.

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Se fueron precipitando los acontecimientos, la ciudad se dividió en dos bandos: uno contra los jesuitas, en el que figuraba el arzobispo don Hernando de Aragón, tío de san Francisco Borja, que fue el que más se opuso a que los jesuitas se estableciesen en la capital aragonesa, el vicario del arzobispo, los agustinos y algunos otros religiosos; y el bando favorable a los jesuitas integrado por el obispo de Huesca, don Pedro Agustín, el Virrey de Aragón, y los padres dominicos. Como en el caso de Martínez Silíceo, la hostilidad del arzobispo don Hernando de Aragón estribaba en ser la Compañía, por privilegio papal, orden exenta de la jurisdicción del Ordinario. Luego de varias disensiones, el arzobispo, con una violencia incomprensible e injusta, dictó sentencia de excomunión contra los jesuitas y contra todos lo que asistiesen a sus sermones, se confesaran con ellos y oyeran misa en su iglesia. En ese clima tan tenso con poco que se azuzase al populacho bastaba para que se produjeran turbulentos alborotos callejeros. La princesa doña Juana, que profesaba un gran amor a la Compañía y que había quedado como gobernadora del reino, en ausencia de su hermano el rey Felipe II, -el cual andaba despachando asuntos en Flandes e Inglaterracon rapidez y energía intervino ante el Virrey, y por su medio envía otra carta al arzobispo ordenándole que hiciera revocar el edicto del Vicario general contra los jesuitas. Y como la princesa advirtiera que sus órdenes no eran puntualmente obedecidas tomó otras providencias más severas. Antes de que los inquisidores recibieran la carta de la reinagobernadora, ya los jesuitas, para evitar mayores males, habían abandonado la ciudad y se habían refugiado en Pedrola. Al enterarse doña Juana, indicó irritada a los inquisidores a que todos los culpables (grandes personajes eclesiásticos todos ellos) "parezcan personalmente en esta corte dentro de quince días, y en caso de negarse a obedecer los enviéis presos y a buen recaudo a esta dicha corte". (Epis. Mixtae vol. IV, p. 711) Parece que los interesados ahora sí entendieron, el arzobispo, tan seriamente amonestado por la reina, retiró sus precedentes censuras y terminó por cambiar su sentencia y levantó el entredicho de la iglesia. Por otra parte, el pueblo zaragozano, rudo pero noble, había ido entendiendo de qué parte estaba la justicia, de manera que cuando volvieron los jesuitas encontraron un ambiente favorable. El documento del arzobispo retractando las censuras se publicó el 8 de septiembre de 1555. Al día siguiente, terminado su breve exilio en Pedrola a donde humildemente se había retirado 23


hacía poco más de un mes, los jesuitas regresaron triunfalmente a Zaragoza, escoltados por las autoridades y aclamados con entusiasmo por toda la ciudad. Para nuestro propósito lo más interesante de todo este episodio es la carta que san Ignacio escribe al P. Román al terminar este episodio: "Viendo que el Rmo. Sr. Arzobispo, después de informado mejor sobre nuestras cosas, se nos ha mostrado tan favorable y protector, holgaría que vos, o si ahí se hallare el P. Francisco, de mi parte le beséis las manos por ello, y le supliquéis que a los de allá y a los de acá nos tenga a todos por hijos y siervos en el Señor nuestro y que se sirva de los unos y de los otros como de tales a gloria divina. La intención de su Señoría Rma. y del Sr. Abad su Vicario, yo la he siempre excusado, como también la de muchas personas de esa ciudad, persuadiéndome sea buena y santa, aunque las informaciones en que se fundaban no lo fuesen" (Ep. Vol. VI, p. 71). Termina el santo añadiendo recomendaciones de gratitud para el Obispo de Huesca que tan fiel se había mostrado a la Compañía durante todo este doloroso episodio. Más adelante veremos lo que san Ignacio expresa con esta ocasión sobre el valor que él descubre en las persecuciones.

Tribulaciones en Francia Una última y no la menos dolorosa persecución, esperaba a la Compañía, la que tendría lugar en Francia en los últimos años de vida de su fundador. En el Concilio de Trento, una de las figuras más notables de la Reforma católica en Francia, Guillermo du Prat, obispo de Clermont, había conocido a los teólogos jesuitas que participaban en aquella magna asamblea y había concebido gran estima y afecto por la Compañía. Se explica que, ya en París, hiciera pasar a los jesuitas del colegio de los lombardos, donde habitaban, a su propio palacio que, luego, cedió para colegio de la orden. Pero no era posible que lo adquirieran en propiedad mientras no obtuviesen el derecho de naturalización. No fue difícil obtener el consentimiento del cabildo, del Papa y, mediante el cardenal Carlos de Lorena, gran favorecedor de los jesuitas, el permiso del rey "cristianísimo", pero no fue fácil obtener las letras del privilegio. El proceso normal, según las leyes del reino, requería que, previa la aprobación y el sello del canciller, el documento real fuera refrenado por el Parlamento de París.

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Para superar rémoras y dificultades el P. Viola acudió al entonces arzobispo de París, Mons. Eustaquio du Bellay. Al advertir este que el permiso real se había obtenido a través del cardenal de Lorena bastó para que él se declarara en su contra. Ya de antiguo existía una fuerte enemistad entre estos dos personajes de la nobleza. Por otra parte, acreditarse con una bula pontificia, como lo hacía el P. Broet, nombrado provincial, no era la mejor recomendación en aquella Francia galicana. Fue suficiente que Broet mencionara que el Papa había aprobado la Compañía para toda la Iglesia y que el rey la había admitido en su reino, para que el arzobispo objetara: “El Papa puede hacer eso en sus Estados, pero no en Francia, y el rey tampoco puede recibirla en su reino, puesto que se trata de un asunto espiritual". Poco después el prelado emitió un apasionado dictamen contra la nacionalización de los jesuitas en Francia. Antes de que la sentencia negativa del arzobispo pasase al Parlamento, la Universidad de París, consecuente con su propia política generalmente adversa a las Órdenes monásticas, dictó sentencia adversa a la nacionalización de la nueva Orden como lo había hecho el arzobispo. Finalmente esa fue también la sentencia del Parlamento. En casos análogos, Ignacio no tuvo dificultad en llevar el asunto a los tribunales para hacer reconocer los derechos de la Orden. Pero en esta ocasión renunció a reclamarlos, como solía decir " por respeto a la Universidad de París, madre de los primeros miembros de la Compañía". Para el ánimo noble y agradecido de Ignacio hubiera sido muy doloroso hacer algo que redundara en desdoro de la que había sido su "alma mater", allí se había formado él, allí se habían formado sus primeros compañeros con los que fundaría la Orden, allí siguió enviando a algunos jesuitas y, cuando se trató de adoptar un método de estudio para los colegios de la Compañía, quiso que se siguiera el "modus parisiensis". Recurrió Ignacio a otra táctica de defensa, consistente en ordenar a todas las provincias y colegios solicitaran de todos los Príncipes, Prelados, Señorías, Magistrados, Universidades y ciudades donde estaba establecida la Compañía un testimonio público de su vida, doctrina y costumbres y que lo enviaran a Roma en sobre cerrado, debidamente sellado con autoridad pública. Y, aunque esos testimonios fueron llegando en abundancia y siempre en la forma más elogiosa para la Orden, san Ignacio no quiso usarlos "porque el decreto se iba cayendo, de manera que dentro de pocos días apenas había quien se acordase de él y le tomase en la boca. Y este suele ser el fin de la falsedad, la cual sin que la derribe nadie, ella misma cae y se deshace". (Ribadeneyra, Vida, 1,. IV, c. 11). 25


En realidad lo que se siguió del decreto es que, antes de él no tenía la Compañía en Francia ningún colegio, y un año después tuvo dos, el de Clermont y el de Billon. No obstante la Compañía hubo de esperar a ser admitida oficialmente en Francia hasta el 15 de septiembre de 1561, con ocasión del coloquio de Poissy entre católicos y hugonotes. Desde la eternidad contemplaría san Ignacio una victoria que él mismo había vislumbrado pocos meses antes de su muerte.

La sangre de los mártires Uno de los más gloriosos, y el más sangriento, capítulo de la historia de la Orden, que ya presagiaba la suerte que le aguardaba a la misma en el futuro, comenzó en vida de su fundador con el martirio del padre Antonio Criminali. Como fruto de los Ejercicios Espirituales que promovían en Parma los padres Fabro y Laínez, entre los jóvenes que decidieron entrar en la Compañía se contaba Antonio Criminali, de veintidós años, al que san Ignacio recibió en 1542 y al que él mismo envió poco después a Coimbra, de donde pasó más tarde a la misión de la India. Las fuentes son unánimes en recomendarlo por su santidad de vida, "siempre fue un modelo de bondad y de rara modestia". Javier dio este testimonio de él en carta a Ignacio del 14 de enero de 1549: "Atonio Criminali se encuentra con otros seis jesuitas en cabo Comorín. Créame que es un santo varón, nacido para cultivar estas tierras; varones como éste que tanto abundan ahí, se necesitan aquí (Epist. F. Xavier II, 29-30). Javier, como provincial, puso a Criminali al frente de la cristiandad de Cabo Comorín, donde, en las condiciones más precarias, en un suelo estéril y bajo un sol calcinante, desplegó una fecunda labor apostólica. En una salvaje incursión, de los bárbaros "baragas" en aquella tierra, cautivando a cuantos encontraban, el P. Criminali, trató de salvar a aquellos cristianos de su grey embarcándolos en canoas. Le instaban los portugueses para que, dejando a los naturales de la tierra a sus aventuras, él se pusiese a salvo y se embarcara pronto, pero él nunca lo quiso hacer. Olvidado de sí mismo por salvar las vidas de aquellos inocentes cristianos, lo sorprendieron los enemigos y lo traspasaron con sus lanzas.

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Es una lástima que no se haya conservado la carta que con esta ocasión escribió Ignacio a toda la Compañía, hubiéramos conocido de primera mano su pensamiento acerca del martirio. Aunque se conserva la de Polanco apenas si recoge algunas de las ideas del santo fundador. Más bien, el secretario burgalés, relata el martirio y termina diciendo: "Este fue el glorioso fin que tuvo el P. Criminali..., que como primicias de los muchos mártires que a él habían de seguir en nuestra Compañía se ofreció a nuestro Señor " (Chr. 1, 469-471). Pero, a propósito de los primeros martirios, es interesante conocer las reacciones que provocaron en los primeros jesuitas. "Los mártires de la India -dice el beato Fabro- nos exhortan a mayores cosas, y arguyen los ánimos remisos de los que debían ser perfectos y más que perfectos. Jesucristo nos encienda a todos en el amor de su honra y deshonra, de sus riquezas y pobrezas, de su gloria y cruz y de todo lo demás en qué consiste su voluntad buena, bien apacible y perfecta. Estad, pues, carísimos míos, siempre y por siempre firmes en la fe, sabios por la caridad, ricos en esperanza, amantes de la caridad fraterna, mutuamente perdonándoos y mutuamente sufriéndoos. Comenzad en espíritu a salir de las trabas que hasta aquí tuvimos en el servicio de Cristo nuestro Señor, quiero decir, que sirváis a Jesucristo sin condición de cosa que suponga vuestro contentamiento. Sea él contento, satisfecho, servido y glorificado, y nosotros, contentos o descontentos, sirvámosle en todas partes y como a él agrade y le sea acepto, porque los que han muerto por Cristo no piensan en su propia vida, ni sienten ni tienen más cuidado que uno: hacer la voluntad de Aquel a quien se consagraron por completo. Digo esto, para que sea con vosotros la paz de Jesucristo nuestro Señor " (Mon. Fabr. 371-2). Estos afectos de perderlo todo por Jesucristo y preferir a todo los compañeros de su cruz, se reflejan en estas palabras de san Francisco Javier en carta del 5 de noviembre de 1549 a los jesuitas de Goa: "Nosotros en estas partes lo que pretendemos es traer las gentes en conocimiento de su Creador, Redentor y Salvador, Jesucristo nuestro Señor. Vivimos con mucha confianza, esperando en él que nos ha de dar fuerzas, gracia, ayuda y favor para llevar esto adelante. La gente secular no me parece que nos ha de contradecir ni perseguir, cuanto es de su parte, salvo si no fuere por muchas importunaciones de los bonzos. Nos no pretendemos diferencias con ellos, ni por su temor habemos de dejar de hablar de la gloria de Dios y de la salvación de las ánimas , y ellos no nos pueden hacer más mal de lo que Dios les permitiera; y el mal que por su parte nos viniere, es merced que nuestro Señor nos hará, si por su amor y servicio y celo de las almas nos acortaren los 27


días de la vida, siendo ellos instrumento para que esta continua muerte en que vivimos se acabe, y nuestros deseos en breve se cumplan, yendo a reinar para siempre con Cristo. Nuestras intenciones son declarar y manifestar la verdad, por mucho que ellos contradigan, pues Dios nos obliga a que más amemos la salvación de nuestros prójimos que nuestras vidas corporales. Pretendemos con ayuda, favor y gracia de nuestro Señor, de cumplir este precepto, dándonos él fuerzas interiores para lo manifestar entre tantas idolatrías como hay en Japón" (Mon. Xav. II, 204-5). Laínez expresaba su deseo de martirio cuando escribe a san Ignacio: "Y por mí, aunque fríamente, de tiempo en tiempo, siempre me viene no sé qué deseo de ir a Jerusalén; y aunque sé que la vía de morir bien es vivir bien, viendo que en el vivir falto, deseo que nuestro Señor por vía de misericordia me conceda morir bien, lo cual sería si, en confesión de su fe, o disponiéndome para ella, el hombre muriese. Dios nuestro Señor de la vida y muerte disponga como más le place, y a todos nos de gracia de cumplir su voluntad" (Lain. 1, 250-1). A lo cual contestaba Polanco en nombre de los de Roma que "en los deseos que tiene V.R. de morir entre infieles sé que tiene no pocos compañeros" (6,344). Puede resumir lo que se pensaba en la primitiva Compañía respecto de las persecuciones, lo que Nadal, seis meses después de la muerte de Ignacio, comentaba en una plática a los escolares del Colegio Romano: "De todo esto sacamos que el fundamento de nuestra Compañía es Jesucristo crucificado. Por eso, así como, con la cruz, él mismo rescató al género humano y sufre cada día grandes tribulaciones y pruebas en su cuerpo, que es la Iglesia, así quien quiera que forme parte de nuestra Compañía no debe proponerse otra cosa que seguir a Cristo a través de muy numerosas persecuciones, y procurar, con este mismo Cristo, la salvación de las almas redimidas por su sangre, que tan miserablemente parecen". Es significativo que, de los cuarenta y cuatro santos canonizados con que cuenta el santoral de la Compañía, veintinueve son mártires; y de sus ciento cuarenta beatos, ciento treinta y dos llegaron a serlo por el camino del martirio. Con la muerte del padre Criminali empezaba a correr un río de sangre martirial que, a lo largo de la historia, se haría cada vez más caudaloso y fecundo.

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III. ¿PIDIÓ SAN IGNACIO PERSECUCIONES PARA LA COMPAÑÍA?

La respuesta a esa pregunta es lo que quisiéramos conocer. Por lo menos contamos con testimonios explícitos del santo por los que nos consta que él consideraba la persecución como algo muy beneficioso para la Compañía. Sería extraño que, si verdaderamente consideraba la persecución como una bendición para la Compañía, que no la incluyera en sus plegarias. Más bien lo que habría que probar es que, entre las bendiciones que le pedía al Señor para la Compañía en el futuro, hubiera excluido la gracia de la persecución que él tanto estimaba. Y eso nunca se ha probado.

Testimonios directos del santo. Pocos años después del proceso de Roma, para precaver los daños que, por falsos rumores pudieran llegarle al rey Juan III de Portugal, san Ignacio, con la mayor sinceridad del alma, quiso informar al soberano en carta fechada el 5 de marzo de 1545 sobre las persecuciones y acusaciones que contra él y contra los suyos se habían levantado en diversos lugares hasta esa fecha. Pero con la misma sinceridad e impresionante entusiasmo le confiesa el gran aprecio que tiene de ellas y que por nada del mundo quisiese no haber pasado por su fuego o que le pudieran faltar en el futuro. Dice así: "A quien quisiere ser informado por qué era tanta la indignación e inquisición sobre mí, sepa que no por cosa alguna de cismáticos o luteranos ni de alumbrados, que a estos nunca los conversé ni conocí; mas porque yo, no teniendo letras, mayormente en España, se maravillaban que yo hablase y conversase tan largo en cosas espirituales. Es verdad que el Señor que me crió y ha de juzgar para siempre me es testigo, que por cuanta potencia y riqueza temporales hay debajo del cielo, yo no quisiera que todo lo dicho no hubiera pasado por mí, con deseo de que mucho más adelante pasara, a mayor gloria de su divina Majestad" (Ep. vol. I p. 297) Pero sí quiere dejar claro por qué lo persiguen. En carta al noble y piadoso veneciano Pedro Contarini, que terminaría siendo obispo de Chipre, en carta del 2 de diciembre de 1538, en la que le agradece alguna intervención a favor de los suyos ante el cardenal Gaspar Contarini, escribe 29


Ignacio su gozo de ser perseguido por Cristo y por la Iglesia: "Harto sabemos escribe- que no ha de faltar quien en adelante nos vitupere; ni nunca tal pretendimos; y sólo queríamos tener respeto al honor y sana doctrina y de la vida pura. Mientras nos traten de indoctos, rudos, que no sabemos hablar, o mientras digan de nosotros que somos aviesos, burladores, livianos, no haremos ayudándonos Dios- gran caso; empero no podríamos sufrir que la doctrina misma que predicamos se tuviese por sospechosa; y que el camino que llevamos se calificase de malo: porque el uno ni la otra son nuestros, sino de Cristo y de su Iglesia" (Ep. Vol. I, pp. 135-136). Al P. Bernardo Oliverio, de Tournai, le escribe Ignacio el 19 de marzo de 1555 unas palabras que no dejan duda del valor que le daba el santo, para el bien de la Compañía, a la persecución: "tanto mejor fundará la Compañía, como esperamos, cuanto mayores fueren las contradicciones que le sirven de cimiento... y entre tanto in patientia vestra possidebitis animas vestras y para V.R., le será de provecho el ser despreciado; y a la Compañía Dios la levantará en alto en la opinión de los hombres cuando le plazca" (Ep. Vol. VIII, p. 571). Cuando san Ignacio supo de la persecución dirigida contra la Compañía por el arzobispo de Toledo, según cuenta el P. Ribadeneira: "me dijo a mí, con un rostro muy sereno y alegre, que tenía por muy buena nueva para la Compañía aquella persecución, pues era sin culpa de ella, y que era señal evidente que se quería servir a Dios nuestro Señor mucho de la Compañía en Toledo, porque en todas partes había sido así, que donde más perseguida había ella sido, allí había hecho más fruto y que pues el arzobispo era viejo y la Compañía joven, naturalmente más viviría ella que él." (Vida de Ignacio de Loyola, 1. 4, c.4). Una reacción semejante tuvo el santo a propósito de la persecución sufrida por sus hijos en Zaragoza. El mismo autor lo narra de la siguiente manera: "Y fue este suceso muy conforme a las esperanzas de Ignacio. El cual, cuando supo lo que pasaba en Zaragoza, se consoló extraordinariamente y con particular alegría dio a entender que cuanto mayores fuesen las heladas y contradicciones tanto mayores fuertes serían las raíces que echaría y más copioso y sabroso el fruto que haría esta nueva planta de la Compañía en Zaragoza" (ib, c. XIV) Pocos días antes de su muerte, estando para partir el P. Francisco de Borja para España, le entregó Ignacio dos cartas una para el P. Alfonso Román, que lleva fecha del 14 de julio de 1556 que estaba en Zaragoza 30


sufriendo la persecución que hemos relatado, en la que lo conforta con estas palabras: "Según lo que se suele experimentar, de donde hay mucha contradicción se sigue mucho fruto, y aun se suele fundar mejor la Compañía, parece que ahí debería de haber un grande y señalado edificio espiritual, pues que han echado tan altos fundamentos de las contradicciones; y así es de esperar que Dios lo hará" (F.N. vol. XII, p. 119) La otra carta de la misma fecha era para el P. Luis de Calatayud, preso en Ocaña por favorecer la fundación de nuestro colegio, en la que le dice así: "he visto el mucho trabajo y desabrimiento, hasta prisión, que cuesta esta obra a V.Md. Y paréceme que quiere darle la divina y suma Bondad y muy abundante muy entera retribución en el reino suyo del servicio que le hace, porque donde otros suelen sacar consolaciones y favor, aun de los hombres, en sus buenas obras, V.Md. ha sacado molestias y contradicciones extraordinarias; en manera que es menester que sean bien puro y animoso el amor de Dios nuestro Señor y de sus prójimos, que mueve a V.Md., pues solo le hace perseverar donde contrarios tan potentes procuran estorbarlo. Con esto espero en Dios nuestro Señor que con el ejemplo de otros habrá mejores fines esta cosa de lo que han mostrado los principios" (F.N. Vol. XII, p. 121). Con ocasión de la censura emitida por la Universidad de París contra la Compañía, poco después de la muerte de Ignacio apareció una apología a favor de la Compañía de Jesús, que nos transmite el P. Jerónimo Nadal. Es de autor desconocido, sin duda que algún jesuita influyó en ella. En esa apología se refleja hasta qué punto los primeros jesuitas habían hecho suya la mente de su Fundador respecto al valor de la persecución para la Orden. Baste citar una muestra de ese largo escrito: "En este asunto reconocemos un beneficio de Dios a la Compañía de Jesús el que a ella, igual que a la Iglesia católica y a otros institutos religiosos, se digne aumentarla y perfeccionarla por medio de las tribulaciones, en las que nos gloriamos en Cristo, sabiendo que la tribulación engendra paciencia; la paciencia, virtud probada, la esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado... en la Iglesia por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 3-5) Y, en definitiva, en la misma espiritualidad de los Ejercicios ya incluye san Ignacio una exigencia de amor a Jesucristo que lleva a participar de su cruz. Exigencia que se repite en las Constituciones de la Compañía, cuando Ignacio advierte a los que han de ser admitidos: "En cuanto grado ayuda y aprovecha a la vida espiritual aborrecer en todo y no en parte cuanto el mundo ama y abraza, y admitir y desear con todas las fuerzas posibles cuanto 31


Cristo nuestro Señor ha amado y abrazado. Como los mundanos que siguen al mundo aman y buscan con tanta diligencia honores, fama y estimación de mucho nombre en la tierra, como el mundo les enseña: así los que van en espíritu y siguen a Cristo nuestro Señor, aman y desean intensamente todo lo contrario, es a saber, vestirse de la misma vestidura y librea de su Señor por su debido amor y reverencia, tanto que donde a la su divina Majestad no le fuese ofensa alguna, ni al prójimo imputado a pecado, desean pasar injurias, falsos testimonios, afrentas y ser tenidos y estimados por locos (no dando ellos ocasión alguna de ello) por desear parecer e imitar en alguna manera a nuestro Creador y Señor Jesucristo vistiéndose de su vestidura y librea, pues la vistió él por nuestro mayor provecho espiritual, dándonos ejemplo, que en todas las cosas a nosotros posibles, mediante su divina gracia, le queramos imitar y seguir, como sea la vía que lleva a los hombres a la vida. Por lo tanto sea interrogado si se halla en los tales deseos tanto saludables y fructíferos para la perfección de su alma." (Ex. 44) Tan asimilado tenían este carisma los primeros compañeros de Ignacio que uno de ellos, el P. Simón Rodríguez, en carta al fundador en 1547, lo expresa en estas enérgicas palabras: "Todas las cosas comúnmente se conservan y sustentan con los medios con que fueron ganadas. Nuestra Compañía tiene un fundamento, que es la abyección y desprecio del mundo, y mediante esta estulticia siempre Dios nuestro Señor la ayudó y de especiales dones la favoreció; lo cual quitado de nos, quedaremos unos clérigos honrados, y poco a poco vendremos a ser unos canónigos reglantes", (R. 548). Y más adelante completa su pensamiento en términos no menos vigorosos: "Es necesario que ellos mismos (los jesuitas) sean locos por Cristo, y que de su parte en esta cuenta deseen ser tenidos, y que deseen ser un oprobio del mundo; y sobre esta piedra se fundó la Compañía en este reino y por esas partes donde todos juntos peregrinamos. El buen Dios elige a los necios y flacos del mundo para confundir a los fuertes" (ib). Tan característico del jesuita, conforme al ideal de san Ignacio, debe ser ese amor a Jesucristo perseguido y vilipendiado, que el redactor del prólogo a la primera edición de las Constituciones lo resume en este compendio de acentuadas resonancias paulinas: "Nuestro modo de vida nos pide que seamos hombres crucificados al mundo y a quienes el mundo esté crucificado; que seamos hombres nuevos, que se hayan desnudado de sus afectos para vestirse de Cristo; muertos para sí y vivos para la santidad; que, como dice san Pablo, se muestren discípulos de Dios en trabajos, en vigilias, en ayunos, en castidad, en ciencia, en longanimidad, en suavidad, en espíritu santo, en caridad no fingida, en palabra de verdad; y por las armas de la justicia, la 32


diestra ya la siniestra, por gloria y por humillaciĂłn, por infamia y por buena fama, por las cosas prĂłsperas y por las adversas caminen a largas jornadas a la patria celestial y lleven a otros en cuanto pudieren, mirando siempre la gloria divina".

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CONCLUSIÓN

Comenzábamos por preguntarnos si había alguna evidencia que confirmara una antigua tradición, de acuerdo a la cual, Ignacio habría pedido al Señor que nunca le faltaran persecuciones a la Compañía. Mucho más significativa que una cita ocasional, o alguna referencia anecdótica que hubiéramos podido encontrar, es esa ininterrumpida serie de aceptaciones gozosas de la persecución real y las repetidas confesiones del santo fundador afirmando el valor de esa prueba para conservar el espíritu de la Orden. Ignacio acostumbrado a leer los designios de Dios en los acontecimientos de su vida, comprendió que tan numerosas persecuciones como él y los suyos habían sufrido en tan breve espacio de tiempo, tenían un sentido y una finalidad, no sólo para su vida personal sino también para la obra que el Señor le encomendaba. Puesto que su alma vivía arrobada en íntima unión con Dios, favorecida con frecuentes dones místicos, contemplaba las cosas como iluminadas por la luz divina. Una clara inteligencia de lo que significa la persecución dentro de los designios divinos anegaba de gozo su ser. Para Ignacio verse perseguido era participar en el destino del Hijo del hombre que venido a este mundo para salvarlo no se vio libre de la persecución. Resonaban en sus oídos las palabras de Divino Maestro: "Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros". (Jn 15, 20). Por amor a Jesucristo hubiera él deseado para sí y para los suyos otras persecuciones mayores. Eso explica que aun en medio de las más grandes contradicciones, promovidas muchas veces por hombres poderosos en las esferas eclesiásticas -que es lo que más puede doler a quienes han consagrado incondicionalmente su vida al servicio de Dios y de su Iglesia-, él siempre conservó la paz del alma y una inalterable confianza en la Providencia. Recordaba las palabras del Señor cuando advierte a sus discípulos: "Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios" (Jn 16, 2). Por otra parte la persecución purifica, hace humilde al hombre, lo enseña a poner en el Señor toda su confianza y estimula al espíritu para superarse en la entrega por amor a quien primero quiso ser perseguido por nosotros. 34


Nada mejor pudo desear Ignacio para los suyos. Como Pablo podría decirles: "Hasta tal punto que nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios por la tenacidad y la fe en todas las persecuciones y tribulaciones que estáis pasando" (2 Tes 1, 4). Por otra parte Ignacio no descuidaba poner los medios humanos de que lícita y honorablemente pudiera usar en su defensa; no acudía a medios extremos mientras pudiera defenderse con otros más suaves. Pasada la persecución olvidaba la ofensa, con admirable grandeza de ánimo sabía perdonar y besaba la mano que lo había flagelado. Y, a su vez, mostraba su gratitud a quienes en medio de la tormenta les habían permanecido fieles y hasta se habían arriesgado al prestarles su apoyo. Ignacio consideraba una bendición para la Compañía el que fuera perseguida por su fidelidad a Jesucristo, pero no hubiera tolerado las imprudencias o temerarias ambigüedades en las que, en materia de doctrina, hubieran podido incurrir los suyos. Eso es lo que revela la frase anteriormente citada: "no podríamos sufrir -escribe- que la doctrina misma que predicamos se tuviese por sospechosa y que el camino que llevamos se calificase de malo" (1.c.) Experimentaba el gozo de que él y los suyos hubieran sido escogidos para que en ellos se cumpliera aquella bendición del Señor: "Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros" (Mt 5, 11-12). Si queremos indagar la naturaleza del carisma propio de la Compañía de Jesús no podemos prescindir de un acontecimiento de índole mística y de irresistible fuerza profética que constituye un momento estelar en la vida de Ignacio. Cuando el santo ya se acercaba a Roma, al llegar a un lugar llamado la Storta, donde la vía Cassia se curva para enderezar sus dieciséis últimos kilómetros hasta la Ciudad Eterna, nos narra uno de sus contemporáneos que: " ... entró Ignacio a hacer oración en un templo desierto y solo, que estaba algunas millas lejos de la ciudad, allí fue como trocado su corazón, y los ojos de su alma fueron con una resplandeciente luz tan esclarecidos que claramente vio cómo Dios Padre, volviéndose a su unigénito Hijo, que traía la cruz a cuestas, con grandísimo y entrañable amor le encomendaba a Ignacio y a sus compañeros, y los entregaba en su poderosa diestra, para que ella tuviesen todo su patrocinio y amparo; y habiéndolos el benignísimo Jesús 35


acogido, se volvió a Ignacio así como estaba en la cruz, y con un blando y amoroso semblante le dice: Ego vobis Romae propitius ero (Yo os seré en Roma propicio y favorable) (Ribadeneyra, Vida de Ignacio de Loyola, 1. 2°, c. 11; cf. Et. FN. I, 313 y 497; FN. II, 133) Concluida aquella maravillosa experiencia mística que lo dejó profundamente fortalecido y consolado, Ignacio comentó con Fabro y Laínez que lo acompañaban: "Hermanos, qué cosa disponga Dios de nosotros yo no lo sé: si quiere que muramos en cruz, o descoyuntados en una rueda, o de otra manera; mas de una cosa estoy cierto: que de cualquiera manera que ello sea, tendremos a Jesucristo propicio" (ib). Ya desde los primeros compañeros de Ignacio, a partir de esta misteriosa experiencia, comprendieron que su lugar en la historia sería estar con Cristo cargado con su cruz, el Cristo que en su vida terrena fue injuriado y perseguido, pero también estarán seguros de que ese Cristo nunca les ha de faltar y de que, como quiera que vengan las cosas siempre les será propicio. Entonces podrán sentir la inefable alegría de "haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús" (Hech. 5, 41).

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FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

Fuentes - Monumenta Historica Societatis lesu - Fontes Narrativi de S. Ignatio de Loyola et de Societate lesu initiis, tomo I., vol 66 y II, vol. 73 Narrationes scriptae ante annum 1557, ed. Fernández Zapico, D. et Dalmases, C. - Sancti Ignatii de Loyola Exercitia Spiritualia, ed. Calaveras, J. et Dalmases, C. vol. 100 - Sancti Ignatii de Loyola Epistolae et Instructiones, I, (vol. 2); II, (vol. 25); III (vol. 28); IV, (vol. 29); V, (vol. 31); VIII (vol. 36) et XII (vol. 42) - Epistolae S. Francisci Xaverii II, (vol. 68) - Pedro de Ribadeneyra, Vida de Ignacio de Loyola, Espasa- Calpe

Bibliografía - Aicardo, J. Manuel; Comentario a las Constituciones de la Compañía de Jesús, tomo VI, Madrid (1932). - Astrain, Antonio; Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, tomo I, Madrid (1902). - Dalmases, Cándido de; El Padre Maestro Ignacio, BAC popular, Madrid (1982). - García Villoslada, Ricardo, -San Ignacio de Loyola. Nueva Biografía; BAC, Madrid (1986). - Manual de Historia de la Compañía de Jesús, Madrid (1940). - Guibert, J. de; La Espiritualidad de la Compañía de Jesús, Santander (1955) - Piazzo, Marcello e Dalmases, Cándido de; Il processo sul ortodossia de S. Ignazio e dei suoi compagni svoltosi a Roma neI 1538, en Archivum Historicum, S. J. Vol. 38, fasc 76 pp. 431-453.

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