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Cristian Cousseau
Etcétera 05/03/13 – 05/06/13
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Posible (pero no única) guía de lectura. - Conciencia en gris es la historia de la familia del viejo de Old Smugler, cuya fotografía inspirará a Lilith en La pérdida. - Zeus fue es un escrito del padre de Conciencia en gris. - En balde es lo que piensa sobre una cubeta la madre de los niños de Conciencia en gris. - El romanticismo ha muerto es un escrito del hijo menor de Conciencia en gris, muchos años después, antes de ser el viejo de Old Smugler. - 9 de Diamantes es un recuerdo del viejo de Old Smugler. - l'art du déplacement es como un joven estudiante de física intenta describirle metafóricamente el Big Bang a Lilith. - Humo de cigarrillo es lo que piensa Lilith al ver fumar al estudiante de física. - Determinismo hiriente es el lamento de Lilith, hija del viejo de Old Smugler, por su destino. - De final a principio es el acertijo que le da a resolver el demonio interdimensional al joven estudiante de física. (Sin la última oración) - ¿Ariel? es la historia del demonio interdimensional que convoca Lilith en Determinismo hiriente. - Heroína es la separación del joven de física de su nueva pareja, tras mentirle a Lilith sobre su viaje por la salud de su madre en Determinismo hiriente. - El solo ve grises es un sueño del viejo de Old Smugler. - Mermelada de Frutilla es la muerte de Mauricio, quien espiaba a Azul, amiga de Lilith. - La Cautiva es la sensación de Azul, tras un curso de literatura. - Partita es la narración por un vecino de la verdadera muerte del padre de Mauricio de Mermelada de Frutilla. - Una roca en los anillos de Saturno es un escrito de la madre de Mauricio, de Mermelada de Frutilla. - Coma es la recuperación del joven estudiante de física.
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- Don contra Don es el principio de una sátira que escribe otra compañera de Lilith. - Ancien Régime es un sueño que nadie recuerda. - Facewall es una sensación que sorprende al estudiante de física tras su recuperación. - Old Smugler son las acciones finales del padre de Lilith. - Ciudad Biomecánica es lo que está escribiendo el viejo de Old Smugler antes de ir a comprar whisky. -
es lo que piensa el viejo de Old Smugler al verse al espejo.
- Exformación de una sonrisa es lo que piensa el viejo de Old Smugler intentando explicar la complicidad de una mujer. - Espiral es otro texto del viejo de Old Smugler. - La pérdida es la continuación de Determinismo hiriente. El joven estudiante de física ha respondido el acertijo y en su lugar el demonio se ha llevado al padre de Lilith. - Príncipe es una anotación del demonólogo que escribió ¿Ariel? (amigo fallecido del viejo de Old Smugler). - El pajarillo y el rosedal es lo que cree captar en una de sus fotos Lilith, en La pérdida. - Deseo de otoño es la visión del único nieto del viejo de Old Smugler, al leer el único libro de su abuelo. - Diente de león es el primer cuento del niño de Deseo de otoño.
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Conciencia en gris En cada una de las tres fotos había un rostro diferente devolviéndole la sonrisa a la niña tras el velo y a luz del flash. Era la hermanita menor quien los fotografiaba, haciendo uso del oficio aprendido por la parte paterna, y perpetuando a su vez el registro histórico familiar. En cada una de las fotos estaba uno de sus hermanos. Estas iban de mayor a menor de acuerdo con el tamaño del foco y las edades, por lo que la primera mostraba a un muchacho de vello facial incipiente, un poco encorvado y de nariz aguileña, que dejaba notar la sobreabundancia de su última respiración antes del disparo. Estaba apoyado sobre un sillón viejísimo que posiblemente hubiese pertenecido al padre de su madre, tan monocromático como lo mostraba la foto a él mismo. Con otro fogonazo de luz se le empañaron los ojos al hermano segundo, que con sus gruesos lentes miraba fijamente el lente único, intentando no transpirar el pequeño traje que vestía, sin el menor éxito. Sus manos se apretaban una a otra en su espalda, retorciendo apenas el pliegue de su camina. Era el único que tenía en mente la importancia de la aprobación materna de tal empresa fotográfica; emprendida a costo también del sueldo materno adquirido por la costura. También era el único que tenía granitos. La última foto era más pequeña que las otras dos. La hermanita, que operaba el aparato, la tomo recién cuando su padre le llamó la atención y descontinuo sus divertidos gestos hacia el hermano bebé. En un moisés color caramelo yacía un bebé regordete vestido con un conjunto en celeste, bordado a mano, cuyo tono de piel recordaba a la manteca recién hecha, al contrario del de su hermanita. Colgaba de su diminuto cuello un relicario en forma de herradura de caballo, con la foto monocromática de su abuelo paterno. El foco se disparó y el bebé irrumpió en llanto, sabiamente contenido por el gentil arrullo del padre. En su pequeño pero bien equipado taller de costura la madre cocía un conjunto rosa minúsculo, con sus zapatitos y pantaloncitos (lo suficientemente elásticos para vestir sobre el pañal), su chalequito y su gorrito. En la casa se necesitaba dinero, y pronto su hijo mayor partiría a trabajar en la capital. No necesitó hacer ningún esfuerzo para imaginare abuela primeriza de una niña. El padre la había dejado operar la cámara: ¡Saltaba de alegría! La niña se sentó en el taburete para escuchar, poniendo cara de seriedad para que su padre se apresurara, los detalles finales que le permitirían el dulce placer de hacer su magia. Lo había visto mil veces. Su padre era tan minucioso y exacto en las posturas y los tecnicismos como lo era de estricto en cuanto a su educación. Después de todo ella era una mujercita entre varones, y teniendo ello en mente debía esforzarse por mantener el protocolo que la ayudaría más tarde en vida, y de ser posible debía también superarlos en inteligencia. En breve partiría a la capital: ¡Finalmente! A pesar de deberle todo a su padre y deberle el doble a su madre sentía en sus tripas que era hora de partir. Comenzar a ver el mundo como realmente era con los ojos de abogado que tanto le había costado conseguir. Dejar la casita en medio de aquel pueblucho y entrar a la
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fuerza en la metrópolis. Afianzarse en su profesión, conseguirse una pareja y quien sabe, quizás devolver las deudas en forma de nietos. Le picaban las axilas y hacia mucho que Carlita no iba a jugar. Seguro que entre los anteojos y los granos nadie alabaría la foto que estaban a punto de sacarle. El foco era enorme. El bebé no podía evitar pensar cómo se sentiría su perfecta redondez, por lo que, por supuesto, quería llevárselo a la boca. No entendía porque lo habían dejado de ese lado de la habitación, ¿porque estaban todo del otro? Pero todos lo miraban, así que estaba bien. Su hermana le hacía morisquetas. No es que ella no fuerza divertida, pero lo que él buscaba eran los aros que llevaba puestos, con los que, a pesar de la negativa paterna, su madre la había vestido para esa ocasión en especial. Justo antes de que el foco malo hiciera ruido le habían puesto algo en el cuello, pero eran tan largo que se le perdía más allá de su pancita abultada. Cuando llegaron a casa el segundo hermano estaba indefectiblemente empapado. El bebé se había dormido con el traqueteo de los caballos y el mayor estaba apurado. La niña había sostenido las tres fotos desparramadas en su regazo, y las había comparado. El pequeño y el segundo eran muy parecidos a papá, mientras que el mayor tenía la nariz inconfundible de mamá. Se lamentó de que solo fuese hija de parte del padre, y por lo tanto no pudiese tener su propia foto. Pero no había nada que hacer. Encontraron a la madre preparando la merienda. Había sido un éxito. Podía decirse que la niña tenía un talento natural. Y los chicos no lo habían hecho mal. Dentro de unas horas oscurecería, y haría fresco, así que habría que prender el hogar. Quizás unos mates con galletitas antes de ir al cementerio como todos los años para esa fecha. Merendaron con ganas. Café con leche para los niños, mate para el mayor y los padres, y media mamadera para el bebé. La madre estaba contenta, tres fotos más se sumaban al álbum familiar que había empezado a narrar en imágenes el crecimiento de sus hijos, con el primogénito, desde hacía ya veintinueve años. El último había sido una sorpresa, pero por lo menos tenía la seguridad de que era suyo… Estas fechas siempre la ponían susceptible. El abuelo paterno había fallecido hacía ya tres años. Era criador de caballos. Se había caído de un potro alzado cuando trato de domarlo para proteger a las crías, y no se había vuelto a levantar. El padre había decidido entonces que sus hijos no se dedicarían nunca a labores así. Ellos serían médicos y abogados, lejos de las bestias excitadas que podían cambiar la vida en un instante. O dar vida nueva. Zeus fue Zeus fue un gran conquistador. Quien dice que no fue él quien embarazo a la virgen María, vedado a la vista de los primeros cristianos por su falta de fé en el
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paganismo. No sorprendería que Zeus se haya transformado en una paloma blanca para tomar a María, quizás guiado por alguna profecía que debía no ser. Quien fue toro y cisne para cumplir sus deseos carnales no dudaría en profanar a una virgen de otro credo, o en sacrificar a sus propios hijos para adoctrinar, bajo la forma de un pretendido máximo sacrificio, sobre la invadeable distancia entre dioses y mortales. Zeus fue el primer “viejo verde”. No solo por su libido insaciable, que pareciera acrecentarse con las edades de la tierra y la carne juvenil, sino por su caprichoso deseo de poder absoluto y copulación constante, sexualidad constante, símil a la obsesión masturbatoria de cualquier adolescente, que compartiera también su abuelo Urano. Quizás fue María el último adulterio que tolerara Hera, y siendo la más hermosa de las diosas esta dejara el Olimpo para derrocar a un Hades impotente, y se transformara en la condesa luciferina que hoy tememos como el más terrible. Sin duda seguimos adorando a Zeus en otra forma, y nuestra propia reproducción constante no ha hecho más que imitar en vano la divinidad y estupidizar a nuestra prole bajo mascaras menos humanas que las de antaño. Zeus fue uno más de nosotros. En balde La cubeta que se hunde solo llega allí donde la lleve la mano humana, que también le ha dado profundidad al pozo en el que la arroja. La cubeta luchará contra la miseria humana para continuar hundiéndose, su cuerpo metálico le pide a gritos que se entregue a la gravedad. Ella siente que la cavernosidad fría en la que la arrojaron continúa más allá de la piedra. Se imagina las aguas subterráneas, las geografías primeras y finalmente el centro llameante de la tierra. Cae en la cuenta de que la han fabricado solo para llevar agua, la han condenado a una única función en un mundo de múltiples herramientas. Pero luego piensa que ella misma ha salido de la roca fundida, ella misma, oxidada y abollada, es más dura que las paredes contra las que choca al caer. En ella misma late una profundidad mucho más grande que la del pozo en el que se encuentra. Se siente, al fin y al cabo, hija de lo que añora. Y mientras se sumerge de a poco en las estancadas aguas de su momentánea dicha, un brazo humano la arranca del vientre. El romanticismo ha muerto Hoy escribo desde un café, y pienso en qué pensaría quien me viera desde fuera de mí… Verían a un hombre barbado (o a un joven que no se quiere reconocer como tal) vestido de cuero negro y jeans rasgados, que pareciera querer sacar la tinta de su palabra mojando la pluma en el pocillo negro. No. El hombre está cubierto hasta la garganta de la pretendidamente oscura infusión que es su existencia, por lo que si tomara distancia se daría cuenta de que su cabeza (y en ella su pensamiento) es lo único que deja ver, pero no lo único que lo compone. Sí. Se Prende un cigarrillo. Eso verían. ¿Y que querrían ver luego? ¿Cómo agitaría con la mano derecha el diminuto recipiente? Puede ser. Entonces
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inferirían que es diestro, y casi decepcionados por lo común del sujeto girarían la vista hacia sus compañeros de mesa, o habrían mirado en lugar de al hombre a un automóvil pasajero. Quizás ni siquiera hubiesen apartado la vista. Es una posibilidad que el hombre acepta con sentimientos encontrados pero que no le desagrada, pues sirve a su intento de despersonalización absoluta. El café de su existencia se ha enfriado. Ya no le importan sus tonos oscuros, ni cómo se siente la tinta que acaricia sus entrañas, o las miradas que caen sobre él. Solo le importa la taza. La taza en cuanto cosa, objeto construido por la palabra que escapa a su patético murmurar sentimental. El hombre tomará nuevas armas. 9 de Diamantes La carta es un nueve de diamantes. Por el poco uso los bordes permanecen afilados, y los rombos rojos aun brillantes y definidos. Solo algunas huellas dactilares en las puntas y una apenas perceptible curvatura vertical evidencian que alguna vez ha sigo jugada. El nueve, para quien observara la carta por varios minutos, parece más bermellón que rojo escarlata y devuelve la mirada tomándose el mentón en un gesto dubitativo, como emulando a quien lo observara. En cambio la mirada de los rombos es indescifrable: podrían estar mirándolo a uno o al nueve que los corona, podrían estar mirándose entre ellos, o podrían ser ciegos, y solo admirarse a sí mismos en su intachable rectitud. En todo caso su similitud pierde la vista ajena. No son tréboles, puesto que desdeñan las sinuosas curvas de la fortuna, ni son picas, que son el opuesto de los corazones y por lo tanto puro vacío. Son diamantes, encantados de perderse en sí mismos, rectos e infinitos como las líneas posibles que los componen, y quizás por ello mismo efímeros por lo repetible, rojos de pavor frente al nueve que los atormenta y unifica, y frente al ojo que los analiza con sospecha. Ocho de ellos se resignan, y entre ellos uno se alza. El diamante del centro sabe que puede coronar la jugada imitando a la mujer de rojo que al otro lado de la mesa ha apostado un beso de premio a quien sepa derrotarla. l'art du déplacement Propongo otra onírica teogonía, menos trágica y más fecunda en color y movimiento: tres sombras saltando en algún punto del vacío. Provienen del afuera a pesar de que siempre estuvieron allí, y son el retorno de sí mismas aunque nunca hayan existido. Saltan una al lado de la otra, cada una en el espacio que ocupan sus oscuros pies, que son lo único que se percibe contra el fondo negro. Esos pies que son principio sienten calor en las plantas. Sienten la fricción del suelo que todavía no es, y la ejercitación de sus minúsculos e impulsivos músculos las alienta a seguir saltando. Al saltar van adquiriendo materialidad: primero tobillos, delgados cimientos de esos dioses, luego pantorrillas, robustas de sangre de sombras, luego muslos, firmes depositarios del destino, y luego caderas, los oscuros pesebres de los niños no nacidos. Con cada salto crece el
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cuerpo y a la altura del pecho se oye el primer sonido: comienzan a percibir sus propias respiraciones. Los torsos saltarines se sacuden y con un escalofrió surgen brazos de lánguida negrura. La respiración se espacia, como expectante. Los hombros sacuden los brazos y estos bailan de alegría. Van de un lado para otro, ganando fuerza con cada flexión. Cierran los puños cuando sienten salir el calor de las puntas de sus negrísimos dedos y, como si golpearan tambores invisibles, aun saltando, siguen el ritmo de sus respiraciones. Entonces todo se detiene, respiración, baile e incluso el salto, y los tres cuerpos caen a tierra: dos sobre la rodilla izquierda y uno sobre la derecha. El segundo sonido es el de la explosión en la que se concentra todo lo que será. La única parte que faltaba en los cuerpos de sombra surge en un instante. Sus rostros se alzan y sus nuevos ojos ven por una infinitésima fracción de segundo la oscuridad primigenia, y consiguen vislumbrar la explosión que sale de ellos mismos. Recién entonces, se hace la luz, que no es una sino tres, y es a la vez potencialmente todas. Las tres sombras, ahora completas, se disparan. Corren creando y deformando espacio y tiempo, pues son las esencias primarias: Taquión el Rojo, Tardión el Amarillo, y Luxón el Azul. La respiración reaparece transformada en energía. Corren en todas direcciones enervadas por el propio movimiento de la carne. Todas a distintas velocidades, girando sobre sí mismas, superándose y retrasándose, pero sin tocarse. Al tercer movimiento se escucha la música de sus vorágines electrizadas: son particular cargadas que palpitan en sintonía. Por la vertiginosa aceleración de sus cuerpos dejan rastros de si tras ellas y aunque buscan frenéticas el horizonte de la negrura originaria, sus caminos se mesclan con los de sus hermanas a medida que avanzan, y crean sin quererlo colores nuevos que las confunden. Entonces se aceleran aún más. Son estrellas fugaces que reniegan de la gravitación que las condena. Saltan y giran y saltan y corren. Pero a medida que la materia gana color ellas perderán energía, y Luxón tendrá la mala idea de robársela a sus hermanas. Recién entonces el universo se enfriará e intentarán reencontrarse, desmemoriadas, en la oscuridad. Humo de cigarrillo El humo del cigarrillo empaña la vista cuando se lo sostiene entre los labios. Las diminutas partículas resultantes de la combustión se esfuman al instante, como sabiendo que no deberían estar allí. Ese fuego que es todos los fuegos acaricia su rostro y la imperceptible succión que se aplica al filtro es suficiente para encender su anaranjado rostro. El finísimo papel del que está hecho se quema en elipses, como un diminuto volcán que girara sobre sí mismo. Se arropa entre los dedos de quien lo consume, dedos que de alguna forma pretenden hacerlo pasar por la joya de la corona del sexo femenino. Y la operación se repite: se lo excita, se lo consume, se lo desecha cuando el fuego que lo desgarraba desde su interior se ha perdido. Incluso hay quienes, una vez consumida su fina tez blanca y aún encorvado y retorcido, lo refriegan sobre el lecho de cenizas y cerámica que será su tumba. Como quien excitara el seno femenino, en pleno acto copulatorio, entre la expectativa de alcanzar el clímax propio y el ajeno. El humo de cigarrillo tiene más de sexual de lo que imaginamos.
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Determinismo hiriente Lilith se daba cuenta de a poco, y a su pesar, de que jamás volvería a ser la misma. Desde siempre se le había hecho difícil elegir, y justo en ese momento se requería de ella una decisión que no se sentía capaz de tomar. Sobre todo desde que había hablado con aquel bien parecido estudiante de física y había descubierto que ella misma no era ella misma con cada segundo que pasaba, no podía sacarse la idea de que las decisiones no tenían entonces el menor sentido más que atormentarla, y había caído en un desesperanzado determinismo hiriente. La semana siguiente a la charla con el muchacho el padre de este había enfermado y este había partido a cuidarlo, para no volver, como explicaría el email que ella recibió algunos días después. ¿Qué sentido tenia elegir si al fin y al cabo la mayoría de las cosas importantes escapan a nuestras manos de todas formas? Y allí estaba ella parada, con una lagrima en su mejilla llena de pecas y el temblequeo ansioso de quien quiere pero no puede, iluminada por el fuego que crepitaba en los ojos del ser interdimensional que había convocado en su oscuro cuarto de la facultad, entre risas incrédulas con sus amigas, pensando en venganza. La Lilith anterior a ella se había equivocado con creces, y esta vez no elegir no era una opción. De final a principio Frente a él tres mujeres ciegas sosteniendo un hilo dorado, todas iguales, salvo por el color de sus cabellos. Las había visto frente al muro de bronce. Había visto su nombre en un muro de bronce. Al cruzar un puente había sentido escalofríos. El camino hacia el lugar le pareció un campo de batalla. Antes de llegar a un campo de batalla un ser extraño lo había llevado en una barca. Recordaba una oscuridad impenetrable y una voz grabe dictando sentencias. Había visto a su hermano ocultando algo al acercarse. Habían dividido el terreno. Habían discutido sobre la fundación de una ciudad. Habían aprendido a cazar. Habían cumplido una venganza. Habían querido vengarse. Habían sido criados por una loba. ¿Ariel? Había un triángulo en la frente del tigre, como si la cresta sagital apuntara hacia el sur. Perfectamente equilátero, sobresalía de entre los demás manchones de pelo negro que lo surcaban por los flancos y el lomo. Cada vez que uno se aproximaba a la jaula este se acercaba sigiloso, mirando al suelo arenoso de su prisión, como si el triángulo viera por sí mismo, o como si en el centro del triángulo se hallase un tercer ojo invisible. Cuando estaba a pocos centímetros de los barrotes alzaba la mirada velozmente, sorprendiendo siempre al espectador y empujándolo hacía atrás, haciéndolo mudar la curiosidad por temor. Entonces el tigre torcía la quijada levemente, en un intento de gruñido que asemejaba más a una sonrisa, volviendo levemente obtusa su marca distintiva durante el breve momento que se cruzaran sus ojos con los ajenos. Luego se alejaba, tras girarse, con la misma crispación facial, tan lenta y sigilosamente como se había acercado,
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hacia la penumbra en la que pasaba la mayor parte del tiempo. Uno podría jurar que a pesar de no verlo alejarse de frente se veía al triangulo alejarse, con un brillo negro que pareciera translucirse a través de la bestia y llegar al alma. Uno podría jurar que ni el tigre mismo estaba al tanto de la marca que enarbolaba, o siquiera se había cuestionado si era un tigre realmente, hasta que ganó nuevas alas y salió volando una noche cualquiera, dejando la jaula y el páramo desierto en que lo hombres lo tenían confinado. Heroína La jeringa reposa al borde del banco de la plaza. Tres gotas rojas y el despunte del amanecer señalan que ya ha cumplido su función. Ni el asiento blanco ni la pareja de muchachos que se unieron allí aquella noche volverán a ser los mismos, por lo menos no hasta que se laven cada uno con su diferente tipo de lluvia. Aun así la aguja, todavía en su puesto, se contenta con hacer lo que hace todo filo que ya ha derramado sangre: brillar. El brillo ha llamado la atención de una paloma de la plaza, y esta se ha decidido finalmente a investigar. Se posa en un extremo del banco y avanza cuidadosamente hasta la jeringa. Sus leves saltitos son suficientes para hacer girar la jeringa sobre sí misma, y hacerle perder el delicado equilibrio. Cae silenciosamente sobre el caminito de piedra suelta que lleva al centro de la plaza y se parte en dos. La paloma vuela velozmente hacia el árbol más cercano. La jeringa, como el segundo muchacho al encontrar al primero en aquella misma banca, se ha dividido, se ha astillado. Pocas horas faltaran para que la cuidadora de la plaza largue un suspiro y junte cuidadosamente los brillantes trozos de cristal con grueso guantes amarillos, cuestionándose entre porqués la resignada aceptación de su oficio. El solo ve grises Hoja en blanco. El perro negro ladra a los hombres vestidos de rojo. Ladra, para quien lo viera en la distancia, a coloridos globos rojos, flotando a algunos pies del suelo, empujados por una perfecta briza invernal. La baba del perro cae sobre el terso césped verde. Las gotas caen espesas y reposan sobre la superficie elástica de la hierba. Algunas de ellas son rápidamente absorbidas y robándole al césped su tinte azulado reflejan el océano en la altura. Saltando de diestra a siniestra el perro no deja de ladrar a aquellos que ahora se internan en un inmenso campo de girasoles. Los girasoles parecen seguirlos con la mirada, formando tres círculos que se desplazan junto a ellos. Asoma el hocico del perro cada vez que intenta saltar sobre los gigantes dorados para no perder de vista los globos. Los hombres se detienen al ingresar en un triángulo de tierra sin girasoles. En medio del triángulo se yergue una columna de marfil blanco, de la misma altura que los girasoles, y sobre ella un alfiler, blanquísimo también, que flotando a un palmo de la columna apunta al norte. El perro deja de ladrar. Los globos se acercan al alfiler sin detenerse y formando fila se presionan unos a otros contra el extremo sin punta. Una vez que todos reventaron el perro orina la columna. Mermelada de Frutilla
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Se le había caído el pelo porque se le había muerto el perro. No es que su compulsión por rascarse hubiese tenido algo que ver. Tampoco la histeria de su madre, que le llegaba desde la cocina, por cumplirse el trigésimo tercer año de convivencia. Ni la histeria de la vecina, hacía algunas horas en la puerta principal, cuando descubrió que espiaba a su hija adolescente. Ni la de su abuela paterna, en el geriátrico, que hubiese preferido no heredarle a nadie el apellido de su esposo. Y mucho menos la histeria de su propio padre, ya irreconocible bajo dos metros de tierra, que se había ido por un ataque al corazón ocasionado por la fuerza imparable de la naturaleza que eran para ambos las frutillas con crema. Con la puerta del baño trabada Mauricio se hallaba semi sumergido en la bañadera, con la vista clavada al techo y los oídos llenos de agua. En realidad no había demasiada agua en la que sumergirse, puesto que su cuerpo ovalado cabía apenas en la concavidad en la que reposaba. Sabiendo que le costaría varios empujones tratar de despegarse, se limitaba a perder la vista más en el cielo raso amarillento que en su propio cuerpo, que sobra decir, le repugnaba. Allí, pasándose la mano por la cabeza para humedecerla, recordó el pelaje sedoso de su perro, y pensó que de alguna forma al morir este se había llevado con él todo el pelo que le quedaba. Tras un suspiro que hizo ondas en el agua que cubría su flácido abdomen se propuso enumerar las muertes que no le quitarían nada. Se rascó sin éxito una picazón incipiente en la nuca y comenzó la cuenta con su madre. Así llegó a la vecina, y luego a la hija de la vecina: Azul. Sintió un cosquilleo en parte baja de la su cintura. Hizo un esfuerzo enorme por incorporarse y verse a sí mismo, listo para el esfuerzo de flexionar sus brazos y alcanzarlo, pero no se había excitado para nada. Aun así le sorprendió nunca antes haberlo encontrado tan similar a una frutilla. Entonces recordó como lo hacía su perro, y todavía con Azul en mente murió ahogado por el mórbido peso del recuerdo. Sin quitarle nada a nadie. La Cautiva Levantó la vista del punto final de “El Matadero” y no pudo evitar pensar que ella misma estaba sobreviviendo a sus nietos. Esos criollos que practicaban la adoración rosista casi como una religión se habían vuelto ahora los ciegos repetidores de sus propias normas políticas. Ahora son humanistas universitarios, pero en su pseudoanarquismo se filtra la repetición mecánica de la norma política aprendida como única. Son ahora el producto de la máquina de reproductibilidad técnica que es el estado. La sangre no solo bovina que corrió en esos mataderos fluyó hacía norte y sur, hacia la republica plateada todo. Entendió no sin esfuerzo que la nueva caridad humanista es un paño para una herida vieja. La sangre ha cuajado en la herida de la nación adolescente, y más que enseñarle a defenderse se quiere hacer desaparecer sus heridas. Habiendo leído antes “La Cautiva” tampoco pudo evitar pensar que el salvajismo no solo se llevaba en la sangre, sino que se absorbía de la tierra. Lo de ahora era un malón controlado. Tan hambriento de cambios que aún se fuga de su campo de visión la propia vida, el propio cuerpo, por concepciones incuestionadas, o siquiera absorbidas a medias. La tierra le ganó al hombre desde su inmensidad
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inabarcable, y este tomó de ella solo la riqueza poética que le sirvió para cantar su réquiem, y no quedo nada de brillante en su sangre argenta. Partita El encierro llevaba extraños pensamientos a la mente de G…. En sus insomnios sentía la dilación del tiempo en su propia piel, en su estómago, en la puntas de sus dedos. Cada sueño que le robaba a la noche hacía que se distorsionara más su humanidad, como si la estática del monitor frente al cual perdía las horas se estuviese transfiriendo a él mismo. Los deseos de la carne parecían acelerarse. El hambre constante lo obligaba a ir de una habitación a otra, prendiendo y apagando luces, sediento en todo momento, hambriento más por el placer mismo de devorar que por la insaciabilidad de una gula imaginada. Asimismo su sexo le pedía a gritos ser complacido, como si la sangre fluyera bajo aquellas estrellas omnipresentes como fluye el agua. Por ello se masturbaba furiosamente siempre que tenía la oportunidad, algunas veces porque su hombría así lo requería, otras solo por el recuerdo del placer pasado. También solía llorar, como si se tratase de una liberación de fluidos cualquiera, y muchas veces esforzándose por hacerlo a través de una falsa piedad hacia sí mismo. Ningún vecino recuerda el sonido de su voz, pero si su lloriqueo al escuchar los solos para violín de Beethoven, que rompían ocasionalmente el ruido de su frenético tecleo. Justamente fue el alto volumen de la Partita No.2 in D Minor a altas horas de la noche lo que nos alertó de que se había colgado. Una roca en los anillos de Saturno Una roca en los anillos de Saturno me comprendería a la perfección. Quiere ser algo para lo que solo nació en su imaginación. Siente en sus entrañas que no está hecha del material del mundo que la gobierna. Se enorgullece de ser puro hielo y esquirlas, pues su pretendida solides la consuela y la diferencia tanto del abismo como de su etéreo maestro. Choca a su pesar, pues lo único que desea es unirse a otros y de alguna forma nutrirse de sus entrañas sin provocar herida alguna. Quiere girar cada vez con más velocidad, hasta disolverse contra las torpes espaldas de sus hermanas, que al retrasarse la hieren sin saberlo: pues nunca miran hacia atrás. Y a su vez quiere acercarse a la grandeza etérea del titán que es su axis mundi, y unirse a él, pero no se da cuenta que más que lo primero, lo segundo es lo que la está haciendo pedazos. Y en la lejanía solo es la joyería de un dedo que la penetra y la desgarra, el dedo de un mundo inflado de inmundicias y lleno de tempestades. Coma Nadie la impulsaba. La camilla avanzaba lentamente, como por inercia. Al inclinar la cabeza desde su posición de reposo confirmó que las paredes estaban cubiertas con el mismo tipo de azulejo blanco que cubría el techo. Sin fuerzas para incorporarse intentó verse los pies y solo vio luz blanca. Entonces oyó una voz a su izquierda y giró la cabeza nuevamente. Una anciana palidísima con la cabeza
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cubierta de intravenosas de un rojo brillante le devolvió la vista y le dijo que le iban a quitar algo. Él le gritó que no gritara. En un parpadeo la anciana se trasformó en un puñado de brazas que le cayeron en el costado izquierdo. No tenía fuerza para gritar, asique lloró. Al abrir los ojos tras presionarlos fuertemente se encontró sentado en otra camilla. Levantó la vista de sus rodillas y vio que se hallaba en un mundo blanco. No había nada en el horizonte, si es que había horizonte, puesto que no había nada sobre él. La tierra toda era de un blanco inalterable. A su lado había una serie de instrumentos metálicos y brillantes. Aparecieron en un abrir y cerrar de ojos dos médicos vestidos también de blanco. Tenían los ojos tristes. Le dieron un globo rojo y le gritaron que lo inflara. Hizo toda la fuerza de la que eran capaces sus pulmones. Le gritaron que siguiera soplando. Despertó en un banco, en el medio de una plaza. Sintió el sol en la espalda. Al aspirar saboreó el olor a tierra mojada. Vio como las sombras de los niños que andaban en bicicleta se proyectaba delante suyo. Apretó el borde del banco con ambas manos, dispuesto a levantarse. Súbitamente sintió una punzada en el pecho. Se lo sujetó con ambas manos y cayó de costado. Se encontró mirando una vieja construcción desde la altura del cordón de la calle. Sintió calor en la parte de la cara que estaba apoyada contra el asfalto. Escucho bocinas de auto, después pies corriendo y después gritos. Pero no pudo percibir ningún movimiento, como si se hallara en un mundo sin tiempo. Le dolía respirar. El ruido aumentaba, como si se acumulara. Apretó los ojos para concentrarse. Al abrirlos se encontró en la cama de un hospital. Estaba solo. La ventana estaba abierta. Vio varios peluches acomodados cuidadosamente en una mesita blanca. Escuchó como alguien se apresuraba a hacer una llamada telefónica. Su madre y hermanos lloraron con él. Don contra Don Le hirió el costado con la parte más afilada del escudo. Este rodó y se incorporó al instante, tomándose la herida, por la que comenzaba a brotar un torrente de sangre escarlata. Lo miró a los ojos y el primero retrocedió. Pronto tomó su espada, negra como un aguijón, y dio con todas sus fuerzas en la visera de su oponente. A pesar de que el filo se había dentellado de tantos golpes este calló pesadamente para atrás, con la vista nublada del aturdimiento. Al intentar ponerse de pie recibió una patada en la parte baja de la espalda. Cayó de bruces. Justo cuando iba a recibir un segundo puntapié tomó la pierna que lo agredía, y forzando la visera destruida la mordió con todas sus fuerzas. Sancho lanzó un fortísimo alarido al ver la sangre de Quijote y como este se mordía rabiosamente a sí mismo. Ancien Régime Estoy escondido tras un enorme televisor blanco, que frio al contacto y perfectamente pulido deja escapar un débil ruido a estática, que es todo lo que oigo. Su pantalla da paralelamente a un angosto camino, tan blanco como el, que se extiende norte y sur hasta donde da la vista, delimitado en sus bordes por lo que parecen canales de agua rojiza.
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Pegado al margen contrario del camino veo otro televisor, este mirando al sur y dejando al desnudo su costado de suaves curvas también blancas. Sobre él yace alguien sentado, tan blanco y pulido como el televisor, o como yo mismo, como si hubiese sido recortado de una hoja de papel delicadísima. Al mirar hacia arriba un gigantesco sol rojo me devuelve la mirada. Hago un esfuerzo en vano por verlo mejor: a pesar de abarcar una gran porción del cielo no es más que un manchón borroso. Me pego más al televisor que me esconde y me asomo sobre una de sus esquinas para mirar hacia el norte. Justo entonces aparece desde el sur una especie de sanguijuela blanca, arrastrándose pesadamente por el camino. Temo que se dirija hacia mí y me escondo tras el aparato, pero esta sigue su camino inalterable. Entonces veo llegar desde el norte otro sujeto igual a mí, arrastrando pesadamente los pies en dirección a la sanguijuela. Un momento después, justo cuando pasan frente a la pantalla que antes mencione, la sanguijuela se hincha enormemente y lo aprisiona hasta hacerlo desaparecer. Solo quedan de él delgados hilos de agua roja, que resbalan por la lisa superficie del camino hacia los canales, y una especie de gas rojizo que se eleva velozmente y se pierde en la altura. Luego la sanguijuela se encoje a su tamaño original y prosigue su camino. Inmediatamente corro hacia el televisor en el que estaba sentado el otro sujeto, inmutable durante toda la escena, con la vista fija hacia el sur. Salto el segundo canal y al no recibir respuesta a mis señas subo dificultosamente donde él se halla. Mi primera reacción es tomarle el brazo y señalarle el norte, pero apenas lo toco la pantalla del televisor sobre el que estamos se apaga. Se incorpora y salta desde la altura, llevándome consigo. Entonces caigo en la cuenta de que era yo el que estaba perdido entre canales, luchando en vano no solo contra la estrella roja que lo único que deseaba era apagarme sino también contra esas monstruosas bestias de estática, que solo deseaban mi sangre. Facewall Tenía la cuenta en autologin por lo que con presionar tan solo en una pestaña nueva ya estuvo allí. No fuese que el navegador olvidara a quien ingresaba a diario en él. Inmediatamente en el “Inicio” deslizo la rueda del mousse hacia abajo, no sin antes lamentar una vez más su testaruda resistencia. Fugazmente entrevió, entre nombres y páginas a las que no recordaba haberse unido, vacías fotos de concientización sobre el maltrato animal y de platos pretendidamente gourmet. Alguna que otra foto o tema de una banda que un fanático promocionaba sin el menor éxito y propagando política encubierta de debate, y paso a su “Perfil”. El hecho de cliquear en su nombre sin duda le daba una ilusión de pertenencia, de propiedad, que solo podía lograr la estratagema bien pensada de un sitio tan monótono, no solo en cuanto personalización sino en cuanto a las normas implícitas de lo compartible. Nuevamente giro la ruda del mousse hacia abajo, esta vez mas suelta por haber entrado en calor. De alguna forma esta revisión de la propia “Publicación” (que de por si en cuanto publicación le daba cierto aire de importancia), le permitía a reconocerse a sí mismo en el tiempo. No en vano se había implementado la organización al modo “línea de tiempo” hacía algún tiempo,
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y esta había fallado rotundamente. Con el reconocimiento de los malos chistes que compartían en su “Muro” los pocos amigos reales que usaban ese mismo medio, o en los temas musicales que él mismo compartía, de algún modo gritándole en forma de enigma al resto de su potencial audiencia que escucharan con el (o a él), no se sintió tan diferente de las personas en el “Inicio”. Quizás de eso se tratará en general Facebook: de pertenecer desdoblando la propia personalidad en una serie cuantificable de gustos. De codificarse a uno mismo en pequeños paquetes de información, esperando, como si de carnada arrojada a un mar inmenso se tratase, que alguien los consuma y se sorprenda, contribuyendo al delicado ego del pescador. Cuando llegó lo suficientemente atrás en el tiempo se detuvo en la foto de una fiesta que, siendo parte de la repetición mecánica de los pequeños placeres humanos, no recordaba. ¿Cómo recordar una fiesta entre tantos fines de semanas únicos solo en la fecha que ocupaban, o entre las fiestas de los demás “Amigos”? Una pose, no menos atractiva por lo exagerada, de una desconocida con la que le habían sacado una foto que no recordaba le causo curiosidad. Cliqueó entonces en la foto pero solo se vio “Etiquetado” a sí mismo. ¿Cómo podía ser que la foto le gustara a tanta gente? Qué clase de criterio impulsaría comentarios monosílabos sobre el baile ahora estático de un hombre y una mujer, que salvo por las poses podría pasar por totalmente natural. Se quedó mirando unos segundos la foto, buscando alguna irregularidad llamativa que en principio hubiese pasado desapercibida, algún detalle que en su ebrio intento de resultar fotogénico hubiese causado el efecto contrario. Perplejo cliqueó en la diminuta mano con el pulgar hacia arriba y el globo de diálogo que abría la sección de “Comentarios”, justo bajo su nombre. Sin demasiado esfuerzo pudo deducir que se trataba de un travesti. Tras pasar por todas las contrariedades que podría causarle a un “Usuario” promedio tal descubrimiento cayó en la cuenta de que el “Muro” no se trataba tan solo de una pared blanca que se suponía uno debía colorear de sí mismo, sino que era un “Muro” en cuanto a que cada experiencia se transformaba en un ladrillo, perfectamente igual al anterior, sobre el que parecía continuamente necesario arrojarse intentando dejar un quiebre que sobresaliera y permitiese la rememoración. Old Smugler El viejo relee las últimas líneas que acaba de escribir. Dice la última oración en voz alta y nota la garganta reseca. Deja la silla junto a la máquina de escribir y se dirige a una de sus bibliotecas. Tras palpar unos instantes la parte alta toma con cuidado una botella de whisky. Arrastrando los pies se dirige a la cocina. Toma un vaso que se estaba escurriendo en el lavaplatos. Limpia los bordes humedecidos con la manga de su camisa. Con la última frase aun en mente intenta llenarlo y se da cuenta de que no queda whisky. Piensa en el mercado coreano que abrieron hace poco a unas cuadras. Se lamenta de no haber comprado las dos botellas que estaban de oferta. Recuerda que el Old Smugler era asqueroso. Deja la botella vacía en la mesada de la cocina. Busca sus mocasines. Se saca las pantuflas. Se calza los mocasines. Busca las llaves del auto. No las encuentra. Recuerda que ya no puede manejar. Destraba la puerta para salir. Sale al pórtico y siente frío. Entra
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y recoge su campera del perchero de pie. Va al baño con la campera en mano. Se pasa la mano por la frente entrecana. Se pone la campera. Piensa en la mujer del dueño del mercado coreano. Se acomoda la solapa mirándose al espejo. Sale del baño. Sale de la casa. Sale a la calle. Cierra la puerta con media vuelta de llave. Se mete las manos en los bolsillos. Descubre que estaba atardeciendo. Ve a una vecina anciana barriendo la vereda. La saluda inclinando la cabeza. Cruza a la vereda de enfrente. Nota que se estaba nublando. Camina media cuadra y gira. Ve a lo lejos un auto entrando a una cochera. Llega a donde había estado el auto cuando se está cerrando el portón. Camina media cuadra mirándose los pies. Estima el tiempo del cambio de semáforo al acercarse para cruzar la calle. Al cruzar se cruza desde la vereda opuesta un perro negro. Lo ve alejarse. Camina media cuadra y se saca las manos de los bolsillos. Oye pajaritos en la distancia. Entra al mercado coreano. Se dirige de memoria al estante de los whiskys. Se acomoda los lentes para ver los precios. Escucha el diálogo ininteligible de los empleados. Toma una botella redondeada y la aleja para verla mejor. La toma del pico y se dirige a la caja registradora. Siente como los pies le resbalan en el piso recién encerado. Se ubica tras un niño que pide golosinas a una mujer mayor. Asiente al comentario de la mujer sobre los niños. Escucha a la mujer del dueño preguntarle a la mujer mayor si no tiene monedas. Mira el estante de golosinas mientras la mujer mayor le dice a la mujer del dueño que se quede con el vuelto. Espera a que la mujer del dueño ayude a la mujer mayor con las bolsas. Saluda en voz baja a la mujer del dueño. Afirma que solo llevará el whisky. Busca en sus bolsillos la billetera. No encuentra la billetera. Escucha a la mujer del dueño decir que no tiene importancia, se lo pagará la próxima. Dice que anda despistado. La oye decir que ella también anda despistada, que ese día no recordaba si había encerado los pisos y los encero una segunda vez. Dice que el whisky les vendría bien a los dos. Ve asomar una levísima sonrisa de dientes desparejos. La ve mirar por un segundo al otro extremo del local. Se despide deseándole un buen día. La escucha desearle lo mismo con su acento apenas perceptible, sin mirarlo a los ojos. Sale del mercado escuchando el motor de los autos que pasan. El perro negro ladrará a la mitad del tercer vaso. Ciudad Biomecánica ¿Qué pensaría un engranaje al saber que forma parte de la manecilla que marca los minutos para los hombres? Así se sentiría quien entrara a la ciudad biomecánica que imagino. Un riel automático arrastraría los pies inmóviles del observador. Muros de un gris metálico cortarían el cielo en dos, dejando ver sobre ellos una inalterable oscuridad, entre manchones más oscuros de aceite quemado. A nuestra derecha una cinta mecánica arrastraría con trabajo lo que parecieran vagones herrumbrados, tan basta en su extensión que nos figuraríamos una sierpe mecánica inalterable, que surgiera desde nuestras espaldas para perderse en el horizonte. A nuestra izquierda un muro blanco, fértil en grietas que dejarían entrever el ladrillo crudo que lo compondría, una barrera infranqueable si no fuera por las diminutas ventanas de barrotes en cruz que, sucediéndose sin aparente orden, dejarían escapar una luz mortecina producto de la danza del fuego que se agitaría
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tras ellas. Frente nuestro, advertiríamos, con la paulatina desaceleración de nuestro cuerpo, una retorcida ciudadela. Esbeltas figuras antropomórficas de cráneos alargados hasta las acidas nubes contemplarían nuestra llegada, entre edificios que parecerían mantener el equilibrio por leyes físicas extraordinarias. De las figuras, algunas estarían erguidas en dos piernas, otras sosteniendo las rodillas vencidas con sus diminutas manos, y otras cuyas cabezas al ras del suelo recordarían a quien ha sido corroído por la arena de sus años, parecerían a punto de colapsar bajo su propio peso. Aun así sus cabezas alargadas hasta el infinito se perderían en la altura, formando a la vista una jungla de espinas negras. El avance del riel continuaría, y tras ellas otras figuras más bajas se dejarían entrever, macizas pero no infinitas, robustas contra la herrumbre y a su vez inexpresivas en su dureza. De alguna manera más deformes que las anteriores, monstruosas en su perfección. Todas iguales a sí mismas. Entonces la cinta de la derecha se detendría de repente, no así la nuestra, y las diminutas ventanas comenzarían a sucederse con mayor frecuencia. La luz y la sombra se interpolarían velozmente en nuestros ojos siempre abiertos. Comenzaríamos a ver otros tipos de figuras, tan bellas que parecieran no pertenecer a esa ciudad de sombras y fuegos fatuos. Nos recordarían a nosotros mismos, o a nuestras aspiraciones, o quizás estaríamos viéndonos en ellas idealizados. Nos recordarían la sexualidad de los engranajes que se encajan a la fuerza, la delicadeza de un péndulo que se esfuerza por favorecer un lado de la balanza, las primeras bocanadas de humo de un motor que se ha acelerado precipitadamente en su intento de ser más de lo que es. Pero también las dejaríamos atrás, junto con las construcciones que irían dando lugar a un desierto de carbón y arena. Las veríamos empequeñecerse frente a nuestros ojos. Y de pronto recordaríamos a la sierpe que nos siguió todo el camino, y pensaríamos en el horizonte, pero lo encontraríamos vedado por la oscuridad. Temeríamos por primera vez desde que nos hallamos en aquella ciudad metálica. Las luces y sombras se intercalarían cada vez con mayor violencia, hasta que nos pareciera ver, tras la figura más pequeña, la deforme parte delantera de una locomotora hecha añicos. Y entre destellos de luz las ventanas desaparecerían, y solo veríamos el primigenio fuego del que nosotros mismos estamos hechos en las monstruosas fauces de aquella locomotora. Antes de sentir la arena en nuestro rostro y gatear desesperados para huir de ella, hiriendo nuestras rodillas humanas para alcanzar las formas infinitas.
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Exformación de una sonrisa Toda esta en la exformación. Al ver una sonrisa, que quizás sea de todas las combinaciones de movimientos musculares del rostro humano la más apetecible, se niega, a la vez que se afirman una serie de sentimientos, entre otras cosas, la tristeza. Se informa al observador con tan solo un sutilísimo movimiento que todo está bien, que se ha comprendido el mensaje anterior y que este ha creado, sea mediante el recuerdo o el sentir inmediato, una simpatía. En la exformación, que sería lo que se halla más allá de la información, es donde se aprecian en el conjunto del rostro humano las sutilezas que deben guiar el habla de quien busque la reacción positiva. Puesto que incluso en el rostro displicente siempre hay algo de amistosa comprensión, nunca sobra regalar una sonrisa al recibir un mensaje indeseado. De todas formas está siempre, está allí, e incluso pudo haber sido nuestro primer y más querido método de comunicación en cuanto especie. Espiral Cuando advirtió que se había perdido la bruma del atardecer ya se extendía a su alrededor. Retiró las manos de los bolsillos, transpiradas tras la larga caminata, y entornó los ojos para mirar por donde había venido. Los arboles le parecieron todos iguales, así que alzó la vista. La luz del atardecer le daba al denso follaje un color anaranjado. Acarició su poblado barba y perdió la vista en el suelo, como queriendo recordar algo. Miró nuevamente detrás suyo y al instante, como si se le hubiese aclarado la mente, o como si hubiese visto algo terrible en la oscuridad insipiente, corrió despavorido entre la arboleda. Se detuvo recién cuando se vio a si mismo observando absorto el suelo y sin querer se ahuyentó.
La pérdida Todos los días Lilith tomaba su vieja cámara de fotos y se perdía en la arboleda que lindaba con su patio trasero. En ocasiones no pasaba allí más que unos minutos, habiendo capturado algún pajarillo en pleno vuelo o algún escarabajo atacado por hormigas, que pudiese relacionar de alguna forma con ella misma. Alguna mariposa con una de sus delicadas alas dañada por la lluvia, la pesada nube de tormenta a punto de deshacerse en relámpagos, algún árbol avejentado dejado a su suerte frente a la impiedad climática, el sol poniente contra una flor especialmente colorida, el ámbar dorado del joven roble en el cual le gustaba sentarse. Ese día en particular, con el arribo del otoño, no veía en su camino más que la rápida decrepitud de todo lo que había visto antes. Busco tanto por cielo como por tierra, pero lo único que valió la pena recordar fue su propio reflejo en un charco de rocío de lluvia, que creció con las horas. De alguna forma estaba fotografiando todas sus fotos anteriores, en aquellas lágrimas que le devolvían la mirada y borraban lo que nunca hubiese querido ver. Príncipe
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Imagino a Lucifer, ese ángel tan hermoso, como la serpiente que conquisto a Eva. Lo imagino azul, no rojo, sino azul como la parte más profunda de los ojos de un anciano. A los griegos les tocó hablar sobre Hades, a los sacerdotes medievales sobre Satanás, a mí me toca sobre un Lucifer metalizado. Lo imagino azul, como un glaciar cuando recibe la sombra del buque rompehielos, que este no puede tocar, pero que aun así le da a su azul las grietas que lo iluminan a pesar de su resistencia. Lo imagino azul como la fría mano que lo expulso de su paraíso, ese azul que es quizás el más antinatural de los colores. Azul como los labios de una rosa azulada, que por no existir no pierde su vestido azul, ni tampoco sus labios. Lo veo como una serpiente enroscada tozudamente en la roca última de un cielo que la rechaza, vomitando su reto en oídos de ángeles sordos y su veneno en los ojos de los hombres. Lo veo… El pajarillo y el rosedal La semilla germina, triste por haber abandonado su árbol familiar, y dulce en los labios del diminuto pajarillo que la arrastra al nido. En su vuelo este se cruza con otro y giran en torno por unos instantes. El otro pajarillo es anciano, y el joven lo sigue, escuchando atentamente lo que el primero narra con su entrecortado canto. Le cuenta sobre el invierno, sobre su madre, sobre como la conquisto su padre, sobre su abuela y como esta murió en un rosedal durante el invierno, intentando conseguir una rosa para un muchacho enamorado. Le cuenta sobre los hombres, sobre el amor, sobre cómo él tendrá que conquistar a su pareja, e incluso sobre él mismo cuando no era más que un huevecillo, y esto lo hace reír. Sin querer deja escapar la semilla que llevaba en la comisura de los labios, y esta cae, triste y dulce, hacía una pequeña laguna de rocío de lluvia. El joven desciende y escudriña el agua, viendo la semilla bajo ella y su propio reflejo a su lado. Mira al anciano, mira el agua, se ve a sí mismo y picotea con fuerza. El agua lo salpica y este retrocede. El anciano ríe y continúa su vuelo, siguiéndolo el joven al instante. Con el tiempo la semilla germinará en un rosedal. Deseo de otoño Cuando era joven solía pasarse las tardes mirando por la ventana. Rara costumbre para un niño como él, allí sentado, en soledad con sus pensamientos, mirando fijamente el árbol de la vereda del frente como si quisiera con la agudeza de sus ojos descarnar su corteza. En ocasiones, una inesperada ráfaga de viento sacudía débilmente las ramas, y así se sacudía su pensamiento anterior, para ir a perderse en otra rama, o en otra hoja. Las ramas subían fuera de la vista, o por lo menos fuera del ángulo de visión que permitía la ventana, se enredaban en los cables de tensión y se curvaban sobre el techo, como intentando ver más allá, o señalándolo. Algunas de esas ramas, las más altas, mostraban ya los signos del otoño incipiente, y habían enfrentado al niño contra la idea de su propia mortalidad, hacía ya algunos días. Le costaba creer que aquel árbol, tan grande y fuerte en comparación con su cuerpo flacucho, pudiese ir al cielo en algún momento.
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Se alegraba de empezar a ver golondrinas entre el follaje, su aleteo nervioso le enamoraba la vista, y le robaba alguna que otra sonrisa. Quería comprender que sentía el árbol al perder sus hojas, al verlo inmóvil desde la distancia, al sentir las cosquillas de las golondrinas, o al ser acariciado por el viento veraniego. Quería comprender como de una cosa tan hermosa podía salir algo aún más perfecto: algo como el libro con un marcador cerca de las primeras hojas que mantenía en su regazo cada vez que se sentaba sin éxito a leer, de frente al sol. Diente de león Tras posarse unos instantes sobre el hombro de la enorme estatua de bronce el diente de león cae en espirales. Un niño lo observa ensimismado, desatendiendo el helado de frutilla que poco a poco se calienta en su mano. Espera que el diente de león vaya hacia él, puesto que no puede perseguirlo. Tras la barandilla sobre la que observa, apenas más baja que él, el vacío se le interpone. La estatua, aunque a su misma altura, parece flotar en el aire sostenida por una delgada columna que se pierde en la distancia, mucho más abajo que las nubes más altas. El suelo bajo los pies del niño también flota en la altura, inmóvil. El diente de león planea débilmente sobre la base de la estatua y amenaza con caer hacía las nubes, pero no lo hace. Un pequeño dirigible pasa tras la estatua, silencioso en su avance, y se pierde nuevamente en la lejanía celeste. El niño vuelve la atención al diente de león y lo encuentra a pocos palmos de la barandilla. Estira su mano libre para tomarlo y sin querer deja caer su helado. Allá abajo algún otro niño llorara lágrimas rosas por no poder alcanzar a sus ídolos. Al abrir la mano advierte que el diente de león se ha aplastado, pero aun así acude rápidamente a mostrárselo a su madre.
Cristian Cousseau