Cristian Cousseau
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Al CĂrculo de Escritores Mistelistas
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Creo que el universo quiere que lo observen. Creo que, aunque no lo parezca, el universo se posiciona a favor de la conciencia, que recompensa la inteligencia en parte porque disfruta de su elegancia cuando lo observa. ¿Y quién soy yo, que vivo en mitad de la historia, para decirle al universo que algo – o mi observación de algo – es temporal?
JOHN GREEN The Fault in Our Stars
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00000001 (Capítulo I): Superviviente Alzó la vista hacía la noche perpetua. La galaxia Andrómeda brillaba en el medio del cielo, en un ángulo de casi cuarentaicinco grados, detrás de la tenebrosa masa de nubes inmóviles. Se tomó las rodillas para levantarse y las sintió frías. Tomó impulso y se puso de pie. Desde la lejanía una tormenta de arena corría a su encuentro, rojiza y violenta, tapándole el horizonte. Intentó llamar por ayuda pero no salió sonido alguno. Se esforzó por comenzar a andar y sintió un fuerte dolor en la nuca que lo hizo tambalearse. Sintió el aire caliente que traía la tormenta y pronto buscó refugio. Veía piezas metálicas encendidas con fuegos azules todo a su alrededor, piezas irreconocibles cuyas almas de máquinas se extinguirían una vez que la tormenta barriera el lugar. No podía recordar su propia existencia, ni lo que lo había llevado allí, ni las instrucciones que debía seguir. Todo lo que le quedaba era refugiarse, por lo que rápidamente corrió hacía un túmulo de piezas metálicas y comenzó a escavar. Sus manos mecánicas apenas podían rasgar el duro caparazón de la tierra seca, y le dolían con cada intento, pero no necesitaba demasiado. La tormenta comenzó a oírse justó cuando, cuerpo a tierra, logró taparse con las piezas en su pequeño ataúd. El suelo tembló mientras la onda de choque pasaba sobre él. Las piezas se calentaron insoportablemente sobre su cuerpo, hasta que de su pequeña boca salió un silbido agudísimo. Estuvo consiente todo el tiempo. Cuando la tormenta lo dejó atrás y continuó destruyendo apenas podía moverse. Calculó que la bomba debió tener una fuerza de entre treinta a cuarenta kilotones, y que había sido arrojada al norte, a unos cuarenta kilómetros. El aire fuera de su escondite seguía cargado de neutrinos enloquecidos, por lo que la temperatura era altísima. En un chequeo rápido advirtió que había perdido el brazo izquierdo por ser el que había usado para taparse. Tuvo suerte de que sus sensores de tacto fallaran por el calor. Aun así intentó sacudir su brazo fantasma sin la menor esperanza: no sirvió de nada más que para recordarle lo dañado que tenía en el resto del cuerpo. Intentó en vano juntar la fuerza necesaria con el brazo derecho para salir del ataúd. Pensó en esperar a que el calor del exterior menguara, o hasta que su brazo recuperar 6
fuerzas, pero la idea de esperar no le atrajo con aquellas placas metálicas cargadas de radioactividad sobre él. Entonces pensó en apagarse, volver a escapar, esta vez hacía un lugar en el que no hubiera bombas ni tormentas. Si no lo reanimaban estaba bien, no le quedaba mucho más que perder, y si le quedaba moriría sin recordarlo. Justo cuando estaba por darse por vencido tuvo una epifanía de rememoración: él era un androide médico, por lo que podía repararse a sí mismo. El problema estaba en que para repararse debía reiniciar sus sensores táctiles y sufrir todo el dolor del brazo amputado. Permaneció entre la tierra y las piezas semi fundidas de su refugio hasta que su brazo derecho recuperó parte de su energía. Afuera no se oía nada, por lo que asumió que la bomba había sido un hecho aislado, quizás algún reactor primitivo que había colapsado sobre sí mismo. Le llegaba olor a lo que parecía plástico quemado desde todas direcciones, magnificado por el hecho de que tenía la visión impedida. Lo aterro la idea de que el olor viniera de sí mismo, siendo una posibilidad muy real que sus pulmones hubieran colapsado como aquel posible reactor. Entonces fue hora. Concentró parte de la energía que le quedaba en reiniciar sus sensores y cargar la palma de su mano sana, y se retorció en preparación para la masiva cauterización. Pero no sintió nada. Su mano derecha dejó el muñón izquierdo perfectamente sellado con tan solo unos minutos de contacto. Pronto estuvo de pie junto al que habría visto como su ataúd, mirando nuevamente al horizonte. La herida en la nuca, aquella que probablemente le borrara la memoria, parecía haber inutilizado sus sensores táctiles, pero eso no explicaba cómo había sentido sus rodillas frías o el dolor al escavar con sus manos desnudas, o siquiera el calor en el rostro de la tormenta pasada. Sin pensárselo demasiado se predispuso a moverse hacia el sur. El paisaje, extraño de por si cuando había aterrizado en él, era nuevamente irreconocible. Las partes mecánicas habían desaparecido así como los fuegos. Tenía frente a él kilómetros y kilómetros de tierra carbonizada y gris, desnudada de cualquier punto de referencia. Por ello fue grande su sorpresa cuando, buscando nuevamente a Andrómeda para ubicarse, noto islotes de tierra sana flotando en el aire, como nubes aún más oscuras que el cielo, lejos en la altura. Intentó captar alguna señal, alguna onda emitida en la distancia que delatara la ocupación de alguna de las islas, pero se decepcionó pronto. Cuando, luego de un par de horas, detuvo la marcha hacia el sur para revisarse las piernas e intentar hacer alguna reparación, se dio cuenta de que las islas lo seguían, lenta y casi imperceptiblemente. Eran dos, y se movían junto a él, hacia el sur. Volvió a intentar captar alguna señal pero solo se encontró con el ruido blanco que había dejado la bomba. Hizo algunos metros y miró nuevamente a la altura: las islas se habían vuelto a mover. Continuó avanzando y mirando hacia atrás varias veces más, hasta que se convenció de 7
que eran inofensivas, que se trataba de tierra rica en metales que había sido magnetizada de alguna forma, para la cual el funcionaba como una diminuta pieza metálica, un diminuto imán. No pasó demasiado tiempo caminando desorientado con sus guardianes pétreos hasta que comenzó a sentir nuevamente el frío. Reviso sus sensores y todo indicaba que estaban destrozados, y aun así poco a poco el frío le penetró hasta lo más profundo del exoesqueleto. Según sus cálculos la zona habría sido en un primer momento desértica, lo que sumaba la posibilidad de una prueba nuclear a sus hipótesis sobre el origen de la bomba. Lo animó la idea de que podría terminar de repararse ahora que el frío lo impermeabilizaba a la radioactividad, pero para su desgracia se dio cuenta de que la helada misma podría acabarlo. Para su suerte una de las sombras inmensas de las islas le señaló un refugio, proyectada por la débil luz del sol rojo que se filtraba por el capullo de nubes. Una duna de tierra marchita se elevaba en dirección sur, creando un bucle en el paisaje, una cueva de tierra como una ola de mar congelada. Llegó al bucle justo cuando empezó a nevar cenizas. Los metales de su cuerpo crujían al andar, habiendo sido sometidos tanto al calor como al frío extremo. Se dejó caer por la duna sintiendo como sus articulaciones se contraían por el deslizamiento contra la tierra y, haciendo uso de las pocas fuerzas que le quedaban, se incorporó. La fatiga dio lugar a la sorpresa y el temor cuando descubrió un puesto de infantería oculto entre las paredes de la cueva-duna. Se le ocurrió la terrible idea de que la bomba había sido lanzada como parte de la ofensiva en una guerra. Pero aun así no tenía otro lugar al dónde ir. Si es que había bandos, ya no importaban. Desafortunadamente, a tan solo algunos pasos de la entrada del edificio ovalado, se quedó sin energía. Despertó en su interior, justo en el medio de la única habitación ovalada, como él, totalmente blanca. Su brazo faltante había sido remplazado con lo que parecía un arma de algún tipo, y sus quemaduras habían sido reforzadas con un material que no pudo reconocer. Cuando quiso levantarse sintió nuevamente el dolor punzante en la nuca, que lo devolvió a la camilla. Entonces oyó una voz eléctrica y femenina: - Doctora Anton reestablecida. Daño crítico al sistema de evocación. Daño crítico al sistema de comunicación. Reposo. Reposo obligatorio. Reposo indefinido. Por primera vez se le ocurría la idea de que podía ser una ginoide, un androide hembra. Y se llamaba Anton, probable diminutivo del antiquísimo nombre Antonia, la que es bella como una flor. Recordó de inmediato que nunca le había gustado su nombre. Cuando pasó el mareo y volvió a intentar incorporarse, la voz 8
femenina, que parecía venir simultáneamente de todos los rincones de la habitación, habló nuevamente: - Reposo. Reposo obligatorio. Apenas apoyó los pies sobre el piso un brazo cibernético salió de la cúpula en el centro del techo y le empujó el pecho hacía la camilla. Anton intentó ordenar a la computadora que la liberara, pero por el daño crítico que había recibido su sistema de comunicación no salió más que un débil quejido, tapado por otro brazo que rápidamente se apresuró a cerrarle la boca. Intentó, manteniendo la calma, comunicarse por ondas electromagnéticas: - Frecuencia cerrada. Reposo obligatorio. Ejecutando apagado por resistencia. Entonces comprendió porque el puesto estaba abandonado. Los brazos cibernéticos la presionaron contra la camilla hasta que le fue imposible moverse, y otros surgieron. Escudriño la habitación buscando una salida y entonces las vio. Una serie de armas camufladas con el mismo blanco de las paredes la rodeaba en todas direcciones, formando un círculo perfecto. No fue hasta el momento en el que los brazos comenzaron a forzar las placas de su pecho cuando decidió dispararle con su nuevo brazo a la silueta de una granada magnética justo frente a ella. La única esperanza era que la computadora del puesto no tuviese una interfaz orgánica, y que ella, Anton, si la tuviera. Habiendo fallado en recordarlo disparó un haz ultravioleta que fue a parar a centímetros de la granada. Recién al tercer intento, cuando comenzaba a sentir el dolor de su pecho abierto, le dio de lleno, y esta explotó silenciosamente, en una nube azulada que envolvió todo. Cuando recuperó la visión los brazos se habían congelado en el aire, y la computadora repetía frenética: - To. Dos. Dan. Ñan. To. Dos. Dan. Ñan. To. Dos. Dan. Ñan. To. Dos. Dan. Ñan. To. Dos. Dan. Ñan. Tardó unos instantes en recuperar la movilidad total, por suerte no así los brazos, que permanecieron suspendidos. Lo primero que hizo fue inspeccionar de cerca las paredes curvas, confirmando que estaban cargadas de armas que retomaban su color original una vez que ella se acercaba. Dado que no había salida visible se predispuso a buscar algún tipo de consola para operar la computadora, y obligarla a dejarla ir. Una vez evidenciado su camuflaje no le fue difícil encontrarla, estaba justo debajo de la camilla, emergiendo desde un costado tras presionar un botón invisible a sus pies, que elevaba el respaldo. Su primera maniobra habría sido remover su brazo izquierdo convertido en arma, pero una corazonada la convenció de mantenerlo y buscar alguna forma de que pudiese reacomodarse en un brazo común y corriente, manteniéndolo escondido. Tras algunos intentos fallidos fue recordando poco a poco como manipular la interface, descubriendo que de hecho se trataba de un puesto bastante desactualizado. Los brazos recuperaron movilidad bajo su comando, dóciles aun por la descarga magnética, y tras realizar 9
el cambio allí mismo donde ella estaba parada, procedió a buscar la salida. Un segmento rectangular de la pared blanca descendió a su lado. Antes de irse, y quizás reconociéndose como ginoide, desarmó un lanzagranadas y cerró un segmento del cañón sobre su cuello, para proteger su nuca herida. Solo le quedaba una tarea más. Usando el amplio espectro de la computadora busco por señales cercanas, y una saltó inmediatamente en la pantalla, moviéndose no muy lejos de allí, a gran altura. Corrió hacia el exterior sin más miramientos. El frío de la noche desértica había pasado, si es que podía llamárselo noche, y una delgada capa de ceniza se había depositado hasta donde llegaba la vista. Al salir no se percató de que el edificio blanco había cambiado de ubicación de donde ella lo viera por primera vez, como si la estructura entera se hubiese movido para atraparla dentro. Corrió siguiendo el origen de la señal emitiendo constantemente una señal propia de auxilio. Ahora que conocía las inclemencias del clima de la región no podría arriesgarse a pasar otra noche a la intemperie, por lo que tenía que hacer valer cada electrón de su renovada energía. Corrió mirando al cielo gris hasta que vio una figura extraña. Pensó por un instante que se trataba de otra isla que estaba atrayendo hacia sí, pero confirmó al girar la vista que todas habían rodeado el puesto y ya no la seguían. Esforzó su sistema de visión pero no pudo reconocer la figura definidamente, porque esta salía y entraba constantemente de entre los nubarrones, como errante. Justo cuando se le ocurrió lanzar un tiro al aire para llamar su atención lo vio descender en vertiginosa picada. Pudo identificar lo que ella creía era una aeronave justo cuando comenzó a recibir una señal de auxilio ajena. Lo vio detenidamente después de que aterrizara como un relámpago a algunos metros, y entonces recordó que vivía en un mundo habitado solo por maquinas. El colosal halcón metálico había caído afectado por los residuos de radiactividad de la bomba, y una de sus alas yacía hecha trizas bajo el resto de su cuerpo. Este se limitaba a mover la cabeza de un lado a otro, en silencio, como un juguete roto que intentara seguir cumpliendo su función a pesar del terrible dolor. La primera reacción de Anton fue correr a calmarlo, cumpliendo sin saberlo sus deberes de doctora. A su tacto el halcón respondió con una serie de alaridos entrecortados. Fue cuando procedió a revisar el ala que la bestia mecánica se puso en guardia, alzándose velozmente en sus dos patas para desplomarse poco después. Haciendo el esfuerzo de recordar sus habilidades regeneradoras Anton consiguió tranquilizarlo con una leve inyección magnética salida de su dedo índice, para la sorpresa de ambos. Entonces, concentrando su renovada energía en ambas manos procedió a unir el tronco del ala con el torso metálico del ave, y luego el cúbito con el tronco, y luego el radio con el cúbito, creyendo que lo hacía sin la menor idea. No paso demasiado tiempo hasta que el ala completa estuvo unida nuevamente a la bestia, y esta comenzó a despabilarse. Por la velocidad en que 10
se reincorporó era seguro que el halcón también contaba con una interfaz orgánica, quizás células de algún espécimen extinto que compartiera la misma estructura, y por lo tanto la misma ferocidad. Pero Anton estaba demasiado cansada para huir inmediatamente, puesto que a pesar de las reparaciones su propio cuerpo no estaba en óptimas condiciones. Intentó lo más que pudo arrastrarse fuera de su alcance, pero rápidamente el ave se le puso en frente. La miró fijamente a los ojos, como analizándola. Ella le mantuvo la mirada y comenzó a retroceder. Ni siquiera llegó a ver cuándo le destrozó la pierna izquierda. De una estocada con su afiladísimo pico le rompió la rodilla en un abrir y cerrar de ojos, y ella sintió cada milímetro de la herida recién abierta, pero su chillido no espantó al ave, que en seguida volvió a buscar con sus ojos blancos los suyos. Cuando volvieron a encontrarse ella pudo esquivarlo. El pico se hundió varios palmos en la tierra cenicienta y quedo atorado. Entonces Anton aprovechó la oportunidad y le saltó a la cabeza, enviando directamente en ella la mayor descarga de la que fue capaz. La bestia volvió a caer aturdida y, no sin esfuerzo, ella consiguió montarla, sintiendo como su pierna, casi desprendida, colgaba sobre uno de los flancos. De la tormenta de ideas que inundaron su cabeza una, bajo la forma del recuerdo, se quedó con ella: la fusión de interfaces. Un viejo último recurso de los médicos de guerra que consistía en unirse con los altos mandos heridos de muerte para perpetuar su vida en estado larvario, y así continuar conjuntamente el desempeño de sus obligaciones. El monstruo bajo ella le sacudió las últimas dudas. La fusión de interfaces con dos enlaces cargados habría sido la última de las hipótesis que se hubiese imaginado como causantes de una explosión como la que había sobrevivido, pero, una vez más, no tenía otra opción. Transfirió toda su energía a las puntas de sus dedos y los hundió en la nuca metálica, buscando las conexiones vivas de la bestia. Esta enloqueció bajo ella y comenzó a correr como si intentara tomar vuelo, y así lo hizo. Se elevó con la misma velocidad con que la había visto descender, mientras Anton luchaba por tomar el control. Pasaron junto a las islas flotantes y se perdieron entre las nubes negras. Siguió una turbulencia espantosa y, finalmente, un suspiro. El halcón-ginoide estaba volando, y creía comprender las últimas palabras de la computadora. 00000010 (Capítulo II): Mimesis De repente Anton se halló unida al lomo del halcón. Sentía correr por su pequeño exoesqueleto un nivel de energía que le era desconocido, por lo que en principio le costó controlarse. Descendió la velocidad y planeo sobre las islas y las sobrevoló, gozosa como nunca se imaginaba que había estado. Finalmente las 11
manchas de tierra tomaron forma y color definidos, y resultando mucho más grandes de lo que se hubiese imaginado. Con perímetros de entre treinta y cuarenta metros Anton calculó un peso total máximo de ciento veinte toneladas, presumiendo que fueran totalmente sólidas, cosa que rápidamente acudió a confirmar. Cuando se posó en el centro de una de ellas (la más grande de las dos), la recibió un pequeño temblor, posiblemente el campo magnético reaccionando con su sobrecarga. Por el puro placer de la curiosidad sobrevoló detenidamente también las otra, y no pudo evitar dar un picotazo a la tierra. Dio de lleno con un sólido metálico bajo la superficie e inmediatamente comenzó a cavar alternando con sus patas. Lo que descubrió la lleno de aun más preguntas, allí donde el recuerdo dejaba otro vacío: un robot enorme en posición fetal parecía dormir enterrado en la tierra, y temblaba. Poco después había descubierto un robot durmiente también en la otra. Sus picotazos no los inmutaban y eran tan masivos que no podría cargarlos de ninguna manera, y quizás aún más frustrante: no había ojos abiertos a los que mirar. Siguió picoteando sus corazas, en apariencia impenetrables, hasta que Andrómeda en el cielo le recordó el camino, y velozmente abrió alas y voló en dirección sur. En cuestión de minutos llegó al límite de la zona de daño de la onda de choque, recibiéndola lo que parecía un mar interior. La devastación había sido tal que solo la masa de agua reverdecida había podido contener la tormenta. Planeó pasando la costa y divisó en el horizonte una línea negra que lo cortaba verticalmente, sin principio ni fin, por lo que la tomó como un error en la adaptación de los sistemas de visión. A medida que se iba acercando pudo confirmar que se trataba efectivamente de una torre, negra como la noche perpetua, probablemente hecha de fibra de carbono en el medio de aquel mar verde. Disminuyó la velocidad de vuelo y se ladeo para un acercamiento de inspección cuando un zumbido parecido al de su propia arma rompió la calma. El rayo dio de lleno en uno de los costados del halcón y comenzaron a caer, inertes, desde la altura. Sus manos se separaron de la bestia mientras sus ojos, blancos por la fusión, volvieron a la normalidad. Inexplicablemente había quedado suspendida en el medio del aire, incapaz de moverse. Cuando dedujo que se trataba de un campo antigravitacional estaba siendo arrastrada lentamente hacía la torre oscura, sintiendo que había perdido, nuevamente, una parte de sí. Vio como el halcón caía de lleno en las aguas e inmediatamente comenzaba a desintegrarse. Intentó cambiar su brazo izquierdo en el arma pero el campo invisible que la rodeaba no la dejó moverse en lo más mínimo. Todos los sistemas habían sido separados del contacto con el exterior de la burbuja, salvo el visual. Fue gracias a este que pudo determinar la altura a la que se encontraba, de espaldas a la torre, y confirmar que la esfera se estaba elevando diagonalmente hasta su centro visible. Flotó sobre el mar corrosivo con la sensación de que 12
estaba siendo observada, y de un segundo a otro se encontró rodeada por halcones mecánicos. Sin origen aparente estos, tras girar unos instantes en torno a ella, comenzaron a embestir la burbuja. Pero el nuevo terror no duraría demasiado. Una explosión de luz negra que pareció salir de ella misma, atravesó la burbuja y los ahuyentó. Pronto calculó que estaba arribando a la torre. Y llegó la oscuridad. Lo primero que sintió fueron sus pies delicadamente posados en tierra húmeda. Ambos, puesto que su pierna herida parecía haber sido reparada. Todos los sistemas se reiniciaban, como si hubiese hibernado durante un largo tiempo. La sorprendió al alzar la vista un cielo ajeno, azul y despejado, sin noche perpetua, sin capullo de nubes de tormenta. Incluso un sol diminuto y amarillo le devolvía la mirada, jovial contra las demás estrellas, que saldrían en algunas horas. Parecía hallarse en un estuario, teniendo en cuenta la composición del suelo. Un océano azul se extendía frente a ella hacia el sudeste, océano sin fin a pesar de su visión renovada tras la fusión, una masa de agua de semejantes proporciones que hubiese creído imposible de existir. El agua salada del océano parecía unirse a la dulce del río a sus espaldas y correr en pequeñas ondas alrededor de islotes verdes. Cuando recordó el mar verde el agua ahora corriendo en sus pies le resultó tan ajena que la hizo saltar hacía atrás. Pero no pasó nada. Corría fría y cristalina como nunca la hubiese visto, helada. Y allí estaban sus propias huellas, como si las viera por primera vez. De repente sintió la necesidad de hundir las manos en la tierra, quizás un residuo de su unión orgánica, o un reflejo infantil. Cuando tomó el coraje para hacerlo la detuvo un diminuto crustáceo emergiendo de la tierra misma, entre diminutas burbujas. Su brazo derecho se transfiguró inmediatamente en el arma de rayos ultravioletas y apuntó al centro de su caparazón. Fue entonces que descubrió que no era un animal mecánico, lo que terminó de confundirla, poniendo en duda una de los pocos recuerdos solidos que creía haber recuperado: no todos eran mecánicos. El arma desapareció mientras el simpático crustáceo comenzaba su marcha hacía el océano, con una forma de desplazamiento que Anton tenía la certeza de nunca haber visto antes. Lo persiguió algunos pasos hasta que decidió tomarlo. El pequeño animal marino no era mucho más grande que su mano, y no pesaba más de doscientos gramos. La sorprendió la irregularidad del tamaño de uno de sus apéndices en forma de pinza, que parecía ser una adaptación biológica similar a la de su brazo-arma. Cuando procedió a examinarlo la pinza se cerró con un chasquido en uno de sus dedos, e inmediatamente tuvo el reflejo de cerrar el puño con todas sus fuerzas. Antes de que llegara a volver a abrirlo un arco colosal apareció frente a ella, de la nada, justo en frente de su puño. El crustáceo destrozado cayó de su mano, ya sin producir burbujas, lo que la hubiese decepcionado si no hubiese sido por su 13
nuevo descubrimiento. El arco, que le hubiese resultado imposible reconocer como Arco del Triunfo, era una mole de piedra maciza de cincuenta metros de altura. Lo primero que llamó su atención fueron los relieves que decoraban la cara, o portal, que la invitaba a entrar. Gigantescos seres, algunos alados como ella cuando se unió al halcón, otros no, parecían luchar, con armas tan extrañas como ellos mismos. Por las medidas del relieve Anton infirió que su altura promedio sería de unos tres metros, el doble que la suya, y de alguna forma creía recordar sus rostros, como si hubiese visto una estructura similar en algún otro ser. Cuando rodeó la estructura ante ella confirmó que esta poseía cuatro caras, con dos relieves en la cara con la que primero se había topado y dos mirando al mar, y con una entrada en cada una de ellas, de las cuales emanaba una fría luz blanca que no dejaba ver más allá. La luz parecía distorsionar el espacio a su alrededor, como si se tratara de energía pura. Recobrando algo de su método analítico Anton completó el círculo en el lugar exacto en el que había visto el arco aparecer, notando que el crustáceo había desaparecido sin dejar rastro. Entonces se armó nuevamente, y corrió hacía la luz. Había hecho solo algunos pasos en la blancura cuando se encontró intentando empujar el delgado cristal de una capsula de regeneración orgánica en lo que parecía un pequeño salón de máquinas. Cuando advirtió que su brazo-arma había desaparecido la capsula se abrió, como si confirmara que el sujeto en su interior había recuperado la conciencia. Cayó Anton pesadamente fuera de ella, volviendo a sentir la rodilla izquierda, como si esta nunca hubiese sido reparada, o como si solo lo hubiese sido a medias. Se incorporó y apenas tuvo tiempo para analizar la habitación en la que se encontraba cuando apareció, desde una delgadísima abertura rectangular en lo alto de la pared opuesta, un ser que no recordaba haber visto nunca. Entonces pronunció Anton sus primeras palabras: - ¿Quién anda ahí? La sorprendió la delicadeza con lo que lo dijo. El ser oscuro, que pareció surgir como una sombra de la abertura, y que resultó ser levemente menos alto que las figuras de los relieves, se le acercó reptando. Era una vieja especie de androide, increíblemente oscuro y delgado, posiblemente del mismo material que la torre. Aquellos ojos grises eran los primeros ojos reales que Anton veía desde que despertara en el desierto, pero cuando los suyos propios se aclimataron a la penumbra lo que vio le causó sentimientos encontrados. No fue que el androide oscuro se hubiera deslizado hasta allí caminando por el techo irregular de la habitación, cosa que podía atribuirse a la falla de algún sistema de gravedad, ni que los ojos grises la miraran como si los pies no estuviesen anclados a la tierra, es decir, que el androide tuviera el rostro girado. Sino que había un enojo sumamente civilizado en esos ojos:
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- Somos Sag-ein-stein, protectores de la Crisálida y del Recuerdo del Hombre. Y usted, Doc-to-ra, ha perturbado nuestra simulación. Su voz, en total discordancia con su figura delgadísima, era profunda y monótona, como si el cansancio y los milenios la hubiesen erosionado lentamente. - ¿El estuario era una simulación? ¿Dónde estoy ahora? - Preguntas. Preguntas. Preguntas. Dijo Sageinstein deslizándose hacía un pilar con una esfera metálica, en el centro de la habitación, que al contacto con la larguísima mano, que desafiaba la gravedad, brilló con la misma luz blanca del portal. Un brazo cibernético salió de la esfera a toda velocidad y se posó gentilmente sobre el hombro de una Anton todavía alarmada. Entonces la información fluyó y Anton recordó. Los Sageinstein eran una serie de androides con millones de años de antigüedad, originados de una interface orgánica originaria y viva de un Homo Spatialis, uno de los antiguos pobladores del planeta. Interfaz clonada a medida que fuese necesaria a través del tiempo, sin desgaste, no como las construcciones artificiales con las que estaban hechos la mayoría de los androides no oficiales. Su objetivo principal era mantener la cúpula electromagnética del planeta en funcionamiento, tanto como para protegerlo a este de invasiones exteriores y del sol debilitado como para evitar que cualquiera lo abandonara. Y a su vez mantener la simulación de la Tierra primitiva, haciendo perdurar el recuerdo de su grandeza como punto cósmico desde el cual la humanidad se habría lanzado a las estrellas, para algún día volver. - ¿Qué hice para perturbar la simulación? - Está terminantemente prohibido alterar la información de los agentes biológicos de la simulación. - No comprendo. - Aplastó un Cyr-to-grap-sus Al-ti-ma-nus. Anton se lamentó por el pequeño cangrejo, y justo cuando estaba por preguntar dónde estaban recordó que seguía conectada. Era difícil decirlo. Los cuarteles de Sageinstein estaban diseminados por el límite de la moribunda atmosfera, casi en el rango del cinturón de partículas que habría sido un satélite natural, y se conectaban únicamente por teletransportadores, moviéndose constantemente. Sageinstein 55-4-2, a quien Anton tenía en frente, aun tocando la esfera y ya con expresión más de aburrimiento que de enojo, sería uno de varios que se turnaran para hacer guardia a través de los siglos. - Los Ferrumavis son parte de la seguridad terrestre, hace mucho dejamos de controlamos. Justificó Sageinstein como leyéndole el pensamiento, sin lugar a dudas hablando de los halcones. Entonces Anton buscó información sobre la bomba, y no encontró más que los daños que había ocasionado. La torre oscura que se había 15
encontrado en el medio del mar era uno de varios puestos terrestres que había todo a lo ancho del globo, justamente desde donde se mantenía el poder del capullo de nubes. La onda de choque había debilitado la defensa primaria de la torre, volviéndola visible y vulnerable, y había activado como última medida el fuego que la había derribado. No el mar, sino la torre misma había detenido la tormenta. En cuanto a la bomba en sí su origen seguía en las sombras, tal como el origen de Anton misma. En el caso de la primera podía suponerse que se trataba de un enfrentamiento aislado entre facciones mecánicas, las cuales contuviera la cúpula de escapar del planeta. Facciones cuyos ancestros habrían servido a los hombres, y que al guiar su propia evolución habrían terminado repitiendo la adolescencia de estos, estancándose en ella. De cualquier modo en el caso de Anton no existía registro alguno. Si pertenecía a alguna de las facciones o si era una ginoide libre era un misterio. Junto con la pérdida de su sistema de evocación parecía haberse borrado toda su existencia, hasta el punto de que la base de datos en constante actualización de los Sageinstein no tenía registro siquiera de cuando había sido construida. - ¿Hay alguna forma de buscar mi sistema de evocación? - Lo intentamos tras reparar su sistema de comunicación, Doc-to-ra. Los resultados señalaron sistemas compatibles pero ninguno que le pertenezca. Puede volver a intentarlo si le apetece, pero por-fa-vor apresúrese. Fue en vano. No había señales de su sistema en todo el planeta, ni siquiera en todo el sistema solar. Tan solo cuatro puntos en el globo, señalando pérdidas ajenas. Parecía que el suyo se había esfumado sin más, tan solo dejando la memoria de su nombre. - Hay compatibilidad orgánica, Doc-to-ra. Podría presumirse… se ha terminado el tiempo. El brazo cibernético se le desprendió del hombro y desapareció tan rápido como había aparecido. Entonces el androide quitó la mano de la esfera. - Sígame. Una compuerta diminuta se abrió bajo la abertura rectangular, como si la habitación hubiese adivinado su altura. El androide se deslizó hacía ella sin quitarle los ojos de encima. Anton avanzó lentamente, aun desconfiada, y notó que la habitación que dejaban estaba repleta de capsulas de regeneración como en la que ella había despertado, todas salvo la suya grises por el desuso, cubriendo todas las paredes excepto la de la abertura. Hubiese deseado poder mantener el flujo de información por más tiempo, puesto que con cada segundo le surgían más preguntas: sobre la compatibilidad orgánica de los sistemas, sobre las torres, sobre la burbuja que la había salvado, sobre los hombres. Desgraciadamente no
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le quedaba más opción que seguir el protocolo del androide negro, y adentrarse con él en la luz blanca que acababa de surgir de las aberturas. Fueron teletransportados a una habitación varias veces más grande, con la misma penumbra metálica pero con una proporción considerablemente menor de oxígeno en el ambiente. Apenas arribaron la diminuta compuerta por la que había llegado se cerró, y una mucho más grande se abrió frente a sus ojos. Vio, por vez primera, el sol rojo en toda su torcida majestuosidad, y casi lo encontró desconocido, recordando tan solo la insinuación de aquel sol que iluminaba débilmente los cielos inmóviles del planeta. Se acercó al visor. La masa ígnea rotaba lentamente sobre sí misma en el espacio, no muy lejos de su mundo, en un espacio vacío de estrellas. - Siguiendo el pro-to-co-lo de falta por destrucción de organismos virtuales, y pasado su tiempo de resolución y arrepentimiento, Doc-to-ra An-ton, se la condena a implosión por vacío. Que su cuerpo descanse en el cosmos. Anton se quedó helada al ver descender una pantalla de cristal junto al Sageinstein, que se había ubicado convenientemente en una esquina de la habitación sin que ella lo advirtiera, y que sostenía nuevamente un pilar con una esfera. - ¡No! ¡Sageinstein! ¡Puedo ayudarte! - El veredicto es ineludible, Doc-to-ra. - ¡Puedo llenar el vacío en la base de datos! El visor vibró por la circulación de energía. Anton midió la resistencia del cristal y confirmó que la potencia de su arma no le haría siquiera un rasguño. - ¡La bomba que dañó la torre! ¡Puedo investigar su origen! Comenzó la descompresurización. - ¡Me necesitan! ¡Sageinstein! Sageinstein quitó la mano de la esfera, inexpresivo, mientras Anton luchaba por mantener su sistema respiratorio cerrado. - No necesitamos a nadie, Doc-to-ra. Pero aceptamos su propuesta. El sector del visor se reabasteció de oxigeno mientras la pantalla de cristal descendía lentamente. Sageinstein se deslizó hacía ella. - Cumplirá la condena creando nueva información. La prove-e-remos de las herramientas necesarias para la tarea, Doc-to-ra, y será enviada de inmediato al lugar de impacto. Luego estará por su cuenta. La ginoide se incorporó, y al instante que el androide oscuro cesaba su habla, surgieron otros dos portales. - Sígame. En esta ocasión terminaron en una habitación tan masiva que podían verse las partículas lunares siendo atraídas, tras los numerosísimos ventanales, por la 17
gravedad de la misma. Pronto la luz rojiza y monótona que recorría las alturas de la habitación dio lugar a las que se iban encendiendo con el andar del Sageinstein. Avanzaban por una serie de puentes que parecían recorrer en línea recta el centro del complejo semi-circular, y a pesar de la oscuridad que empañaba la vista de halcón de Anton, pudo determinar que se hallaban a, por lo menos, trecientos metros del suelo cóncavo. Con cada luz blanca que iluminaba el paso del androide, y que se extinguía al dejarla atrás, Anton veía más y más seres como él, colgados del techo perfectamente plano, uno al lado del otro, como si durmieran cubriendo sus torcidos rostros con sus larguísimas manos, en la oscuridad. Eran millones, un ejército durmiente de Sageinstein. Llegaron entonces a lo que parecía el centro del semi círculo: - Proceda a la cámara nanorobótica, Doc-to-ra. Se repararan sus componentes defectuosos y se instalará un sistema de evocación provisorio, al que tendremos acceso en todo momento. Y justo cuando ella estaba a punto de preguntar: - A pesar de la a-si-me-tría con su oficio, se le permitirá portar su arma. La cámara resultó ser sumamente parecida al puesto de infantería que se había encontrado en el desierto. Una vez acostada en la camilla la cúpula se abrió de par en par, y una nube de robots diminutos descendió sobre ella, filtrándose por todos sus rincones. El collar hecho con el lanzagranadas desapareció por unos intentes, y reapareció tras sentir un leve cosquilleo en la nuca. Su pierna maltrecha se elevó en el aire y descendió totalmente reconstruida, y las placas de su pecho volvieron a encajar a la perfección. Le sorprendió que en puestos tan similares hubiese tenido experiencias tan distintas. Salió de allí como una ginoide nueva. - Sígame. - No. Antes vas a tener que responderme algunas preguntas. - Preguntas. Preguntas. - ¿Por qué ingresé directamente a la simulación virtual y no al cuartel? ¿Qué fue el campo de protección que me arrastró a la torre? - Las Agujas no solo mantienen en su lugar la Crisálida sino que son puentes hacia la simulación. Solo podemos ingresar los Sag-ein-stein, o quien comparta similitudes con nuestra interfaz orgánica. - ¿Es posible? De repente Anton tomó conciencia de lo radicalmente diferentes que eran. - Dada la variabilidad finita de las construcciones artificiales, es po-si-ble. Contamos con que las defensas los neutralicen. - ¿Y la burbuja? - No hay información. Sígame.
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Continuaron por los puentes, entre los Sageinstein dormidos, hasta que se detuvieron inesperadamente, sin motivo aparente. - El teletransportador la enviará al lugar de impacto, Doc-to-ra. - ¿Podré rastrear de alguna forma los otros sistemas de evocación perdidos? - Se le designará un guardián capaz de hacerlo. - ¿Guardián? - Un Ferrumavis. Por-fa-vor parece en el centro del círculo. - ¿Podré volver aquí? - No. Y sin aviso el teletransportador la disparó hacía el lugar desde el que había venido. 00000011 (Capítulo III): Los Otros Cuando alzó la vista estaba inclinada en el centro del gigantesco cráter que había dejado la bomba, nuevamente mirando hacia las nubes inmóviles. Se alegró de volver a ver a Andrómeda e inmediatamente comenzó su investigación. Sus lecturas indicaban que ya no había radiación, lo que llamó su atención de primera mano. Con cuatrocientos metros de diámetro y ciento veinte de profundidad notó tres escalonamientos que surgían exactamente a cuarenta metros de distancia el uno del otro, en las profundidades, posiblemente ocasionados por los pulsos electromagnéticos posteriores al contacto. La tormenta que le había arrancado el brazo había surgido del desplazamiento de quince millones de toneladas de roca y tierra, bruscamente volatilizadas. No había signos visibles de un combate anterior, o siquiera de que otras bombas hubiesen sido lanzadas. La bomba única había borrado definitivamente cualquier registro grabado en la arena. Trató entonces de calcular la altura de caída, teniendo como referencia la disposición del cráter. Nada. La altura máxima del lanzamiento, teniendo en cuenta la altura máxima que se podía alcanzar hasta el escudo de nubes, no alcanzaba para que quien la lanzara tuviera tiempo a huir. Tan solo una leve curvatura hacía el noroeste delataba un origen posible, pero insustancial, puesto que habría desaparecido segundos después. Y la posibilidad de que hubiese sido lanzada más allá del capullo estaba descartada de antemano. Concluyó Anton que a falta de mejores conclusiones se trataba efectivamente de una lucha terrestre, y se dispuso a dirigirse al noroeste, cuando recordó a su guardián. El solo pensamiento pareció enviar una señal que fue prontamente respondida. Un halcón mecánico apareció velozmente desde el sur, como una mancha aún más negra que las nubes en el horizonte. Anton la recibió en guardia. Era considerablemente más pequeña que las que había visto antes, y de una 19
negrura similar a la fibra de carbono de la torre, pero lo que más la sorprendió fueron sus ojos, no blancos como los de los otros sino de vivas pupilas amarillas como los suyos, como si los nanobots hubiesen hecho mucho más que repararla. El halcón aterrizó a pocos metros de donde ella se hallaba, aun dentro del cráter, e inmediatamente, dócil, contrajo sus alas y bajo la cabeza, listo para la fusión de interfaces. Con sumo cuidado Anton montó a la bestia, y antes de que tuviera tiempo para pensar volaban hechas una hacía el oeste. Con la esperanza de determinar la ubicación de los bandos, el motivo de su lucha, o por lo menos alguna explicación esclarecedora, sobrevolaron veinte kilómetros de tierra baldía (la mitad del radio de explosión de la bomba) sin divisar nada significativo más que algunas dunas, hasta que con sus renovados ojos de halcón la ginoide divisó un pequeño objeto metálico medio hundido en la tierra. Se acercaron velozmente y desmontó. Parecía un apéndice mecánico de alguna índole, en perfecto estado, que continuaba dentro de la tierra. Le ordenó al halcón que escavara y así lo hizo. El apéndice era una extremidad acorazada cuya punta había sobresalido de la tierra, pero que en realidad formaba parte de un conjunto mucho más masivo. El halcón continuó escavando pero fue en vano. La extremidad crecía en espesor y profundidad con cada zarpazo. Entonces Anton le ordenó que se detuviera, a lo que este respondió, con el gestó ineludible de su naturaleza, picoteando el eslabón más pequeño de la coraza. La tierra comenzó a temblar bajo ellos, no como si el objeto metálico reaccionara a una carga eléctrica sino como un verdadero terremoto. Apenas tuvo tiempo de volver a montarse cuando la extremidad comenzó a emerger de la tierra por su propia cuenta, y el último eslabón se dilató e infló como un ojo monstruoso. Anton creyó que se trataría de otro de los tantos robots que había encontrado dormidos, pero a diferencia de estos, este no tardó en atacar. En realidad no se parecía a nada en los registros de los Sageinstein, ni nada que pudiese recordar. Cuando vio a esa nueva monstruosidad totalmente erguida, desde la altura, le pareció que el desierto mismo la estaba atacando. Tres apéndices como el que había encontrado salían del extremo superior de su cuerpo cilíndrico y alargado, terminando este en una cola que se bifurcaba a tres cuartos del cuerpo, posiblemente la que le permitía esa altura. No fue hasta que incontables fauces tomaron forma entre cada una de las secciones de placas blindadas que Anton comprendió por completó en lo que la había metido su curiosidad. Pensándose segura en la altura, la primera mordida casi la destroza por la mitad. Entonces comenzó la huida. Voló a toda velocidad hacia el oeste, pero la colosal babosa plateada la seguía de cerca, semi enterrándose y saliendo disparada en el aire en cada oportunidad que la perdía de vista, usando sus múltiples bocas para excavar y su cola para impulsarse. La velocidad tras la unión era solo una fracción de la que alcanzaría el halcón volando por su cuenta, por lo que pronto tuvo los tres ojos del coloso justo a su 20
espalda. Se le ocurrió volar en círculos alrededor de los ojos y luego ascender y perderse en las nubes bajas, pero los ojos estaban en perfecta sincronía, y la siguieron en un ángulo de trecientos sesenta grados sin ningún problema. Con cara giro que daba para intentar despistarla perdía velocidad, y las mandíbulas se acercaban más. A pesar de haber avanzado, no había, en varios kilómetros a la redonda, lugar para esconderse. Se le ocurrió entonces la descabellada idea de continuar a toda velocidad hasta el límite de la onda de choque, donde, a pesar de que sus cálculos indicaban que no continuaba el mar interior, bien podía haber algún afluente lo suficientemente corrosivo como para detener al monstruo. Pero necesitaba tiempo, puesto que si mantenían esas velocidades constantes no tardaría en alcanzarla. Imploró que el afluente continuara subterráneamente y giró nuevamente alrededor de los ojos. Rápidamente intentó crear un ángulo ciego hiriendo de un zarpazo uno de ellos, pero otro fue a embestirla y la derribó en el aire. Cayó varios metros hasta que finalmente pudo estabilizarse y esquivar un coletazo a ras del suelo, dado por la cola bífida que, enroscada, había estallado peligrosamente cerca. El estruendo fue tal que la ensordeció, mientras que intentaba mantener el control con ambas alas heridas. La babosa se hundió inmediatamente al verla tan cerca de la superficie, y Anton intentó con todas sus fuerzas elevarse. Esquivó la mordida cambiando el ángulo de vuelo a último momento, pero no podría esquivar otra. Entonces vio en la distancia, para su disgusto, no un afluente del mar verde sino lo que parecía una ciudad. Mantuvo la altura y aceleró lo más que pudo la velocidad y su pensamiento. No podía arrastrar al coloso plateado hacia allí. Acababa de pasar el límite de la onda de choque y, a algunos kilómetros aun de la ciudad, decidió usar lo único que le quedaba: su arma. Sus cálculos señalaban que no tenía la potencia necesaria para traspasar la coraza blindada, pero por lo menos podía intentar cegar algún ojo momentáneamente para dirigir a la bestia en otra dirección. Apenas esta volvió a meterse bajo tierra agudizó su sistema visual y cambio su brazo. Entonces descendió a pocos metros del suelo y bajó la velocidad. Vio, como si el tiempo se hubiese desacelerado, emerger a la babosa frente a ella tras el salto, y disparó varias veces intentando dar al ojo del medio. El rayo ultravioleta dio de lleno en el primer intento y traspaso el ojo de lado a lado. La bestia calló pesadamente contra la arena, replegando inmediatamente el apéndice del ojo herido y continuando la cacería. Parecía que los nanobots realmente le habían dado las herramientas necesarias. Sin perder tiempo apuntó nuevamente, pero la babosa la sorprendió saltando lejos de su alcance. Justo cuando estaba por caer sobre ella con todas sus bocas abiertas un explosión de plasma destrozó la placa en que la cola se bifurcaba, y la babosa volvió a caer.
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Había sido el cañón de plasma de una aeronave que se dirigía hacia ella, parte de una flotilla. Entonces vio su oportunidad y antes de que la bestia se reincorporara comenzó a girar en torno. Las dos antenas restantes finalmente se confundieron y enredaron entre sí. Aprovechó la oportunidad para desarmar otro de los ojos y ascendió. El tiro de gracia volvió a darlo el cañón, justo en el centro de la boca principal mientras le rugía a Anton en el cielo. La bestia cayó para no levantarse, y la ginoide-halcón descendió aun con el arma en alto. La flotilla aterrizó cerca del cuerpo inmóvil del monstruo, mientras Anton se mantenía a vuelo, a una distancia prudencial. Pudo observar que las aeronaves eran todas distintas, hasta el punto de que parecían estar construidas con partes recicladas de máquinas diferentes. Primero se abrió la que contenía el cañón de plasma, y luego la siguieron las demás. De ellas descendieron androides tan dispares como sus transportes. - Magnifico Ferrumavis, señorita. Dijo rápidamente el segundo androide en salir, aún más chico que ella, con los ojos tan grandes y redondos como el resto de su cuerpo anaranjado. - Primero lo primero Hawkins. Continuó el primero, casi tan alto como los Sageinstein pero de un color azul profundo, y con una cicatriz que le cortaba el ojo izquierdo. Tomaron posiciones los cinco androides que habían dejado la nave, todos sin excepción portando armas, y apuntaron inmediatamente al cuerpo destruido de la babosa plateada. Rayos de varios salieron disparados, y los colosales restos volaron por los aires, rematados por un tercer cañonazo. Entonces se abrió el cristal de la nave con el cañón y un androide igual a Anton gritó a viva voz: - ¡Terminación completa Capitán! - Perfecto. ¡En posiciones! Entonces todos bajaron las armas y se giraron hacia Anton, incluido el pequeño androide blanco, que corrió a su lugar junto al resto. - ¿Quiénes son usted…? - Está frente a la guardia de Ciudad Oasis, señorita. - Habló el Capitán mirándola con su único ojo. - Antes de las introducciones pertinentes nos gustaría que detallara su intención. - Lo mismo iba a pedirles. ¿Qué fue eso de atacar los restos de la babosa? - ¿¡Babosa!? - Chilló Hawkins, el de los ojos enormes. - Se trataba de un Symbion, señorita. Una clase de autómata extremófilo que puede regenerarse desde cualquiera de sus eslabones. - Completó el Capitán. - Y este era mucho más grande que los últimos. - Habló un androide corto y macizo, de color negro y rasgos pronunciados. - Y ella es tan chiquita… Remarcable. - Le respondió uno igual a él, a su lado. 22
- Por nuestras mediciones entendemos que pretendía esquivar la ciudad, ¿no es así? - Volvió el Capitán tras callarlos alzando dos dedos en su dirección. - Esperaba encontrar un afluente del mar verde por esta zona, y usarlo a mi ventaja. - Contestó Anton. - No hubiese servido de nada. Pero se aprecia el gesto. ¡Descansen! Todos se pusieron las armas a los hombros, y el Capitán se le acercó señalando que tenía las manos vacías. Anton cambió su brazo-arma ante la sorpresa de los androides negros. - Cualquiera sea el motivo que la trajo hasta aquí no puede ser tan malo. Así que vamos a confiar en usted. Déjeme presentarnos: este es Hawkins, quizás escuchó su nombre antes, reconocido bioingeniero. Aquellos dos que no pueden dejar de hablar son Nomon y Poron, el primero hace demolición, el segundo construcción. Ese pálido pequeñín es Antenor, nuestro francotirador. - ¡Soy más alto que ella! - Chilló Antenor deteniendo su camino de vuelta a la nave. - Aquella es Manzer. - Siguió el Capitán, señalando a una ginoide roja, que tras alejarse se había inclinado posando una de sus cuatro manos en la arena. - Excelente estratega. Y finalmente estoy yo: el Capitán, un poco de todas las anteriores. Un placer. Era la primera sonrisa que Anton veía desde su pérdida, por lo que sintió que la mejor forma de corresponderla era con otra: - Yo soy Anton, doctora. Y este es mi guardián… Cyr. - Pensó que no estaba mal bautizar al halcón con el nombre del crustáceo cuyo sacrificio fue su condición de existencia, o por lo menos bautizarlo con lo poco que se acordaba del nombre. Justo cuando el Capitán volvía a hablar también lo hacía Cyr en el sistema de locación de Anton, señalando que uno de los sistemas de evocación se encontraba en la ciudad. - Parece dañado. ¿Va a poder repararlo? - No tengo fuerzas. - Mintió Anton. Sabiendo que infiltrarse en la ciudad y localizar el sistema sería mucho más fácil si los seguía. - ¡Los escoltaremos a la ciudad para que lo reparen entonces! La guardia volvió a distribuirse en las cuatro naves al llamado del Capitán, y tras los impulsos sónicos iniciales tomaron altura en perfecta sincronía. La ginoide hiso su parte y poco después estaban volando hacia Ciudad Oasis, brillante en el horizonte, con Andrómeda a la derecha. Dejaron atrás el desierto y se internaron en la tundra. Pronto divisó Anton un cementerio de partes mecánicas irreconocibles, que se extendía por varios cientos de metros en la planicie manchada de hierba. Se le ocurrió que se trataban de restos de Symbiones, por el tamaño, o restos acumulados de guerras pasadas, quizás de ambos, llamando su atención como la flora parecía reclamarlos. Por primera vez se hacía la idea de 23
que el mundo sobre el que se movía aun podía engendrar vida. Pasado el cementerio la ciudad circular creció en la distancia y en un abrir y cerrar de ojos la tuvieron en frente. Similar a las naves, cada uno de sus edificios parecía construido con los más diversos materiales, manteniendo en general baja altura. No la sorprendió el hecho de que fuese más pequeña de lo que imaginaba, ilusión fundada en la apretada aglomeración de sus construcciones contra el vacío de los alrededores. Aun así, el conjunto disímil, entre ruina y obra en eterno estado de construcción, le causo un extraño sentimiento de familiaridad. Descendieron en una zona marcada, en el medio del lugar, que apenas contaba con espacio suficiente para el aterrizaje de una nave más, y por poco siquiera de Anton y Cyr. Los guardianes descendieron y Anton desmontó: - Será mejor que nos acompañe al refugio, Doctora Anton. Entre el frío y la lluvia acida que se aproxima será una larga noche. - Dijo el Capitán tras acercarse. - ¿Precipitaciones del mar verde? - Exactamente. Nosotros lo llamamos Mar Glauco. - ¿Y las naves? - ¡Está llena de preguntas Doctora! ¿Vio las piezas metálicas al venir hacia aquí? - Cómo perdérmelas. - Bueno, las piezas crean campos protectores en las zonas en las que están enterradas, y por ello allí la hierba puede crecer. Estas naves, al igual que gran parte de las instalaciones que nos rodean están hechas en gran medida con esas piezas. - Dijo señalando alrededor. - No muy vistosas pero cumplen su trabajo. Ahora sígame por favor. La llevaron a un edificio con forma de cúpula en el que encontraron a varios androides más que parecían esperarlos, sorprendidos cuando la vieron arribar con Cyr andando a su lado, dócil. El Capitán procedió a intercambiar palabras con algunos de ellos, dando la impresión de que presentaba un informe, y Anton tomó asiento en uno de los tantos cilindros iluminados de verde que lindaban las paredes circulares, como vio que lo había hecho el resto de la guardia en el otro extremo de la habitación. A pesar de su nerviosismo agradeció el instante de paz, aquella paz que por no recordarla no había existido nunca. Tras perderse intentando adivinar los diferentes metales que componían los grisáceos muros revisó las alas de Cyr, que se había tirado a sus pies, aparentemente compartiendo su tranquilidad, y cuando quiso rever la ubicación del sistema de evocación con más detalle fue interrumpida por el Capitán que regresaba: - Se le ha informado al Programador de su presencia Doctora, y ha aceptado ofrecerle refugio el tiempo que necesite. - Anton abrió la boca para preguntar.
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- Me imaginó que tendrá todavía muchas preguntas que hacerme, pero primero deberá responderme algunas pocas a mí, si le parece bien. - Anton asintió sin demasiada opción. - Primero: ¿Qué la trae por estas tierras? Parece una ginoide libre que puede cuidarse muy bien por su cuenta. - Estoy siguiendo el rastro de una detonación y… - Dudó. - ¿De algún tipo de bomba? ¿Y? - Sí, de una bomba varios kilómetros en el desierto, y buscando un sistema de evocación perdido. - Interesante. Segundo: ¿De dónde viene? El Doctor de por aquí jamás hubiese podido luchar como usted. - No lo sé. Desperté en el medio del desierto sin ningún recuerdo. Es una larga historia. - Debió haber sido difícil. Entonces asumo que no tiene sentido preguntarle por su afiliación a las facciones. ¡Antenor, ven aquí un segundo! - Gritó llamando al pequeño androide blanco parecido a ella. Este se acercó de mala gana. - ¿Reconoces de algún lado a la Doctora? - No. Nunca la había visto antes. Que seamos de la misma serie de quiere decir que nos conozcamos entre todos. ¿Puedo volver? Nomon y Poron están viendo quien puede aguantar más con sus sistemas de respiración cerra… - Anda. - Antenor parece bastante nuevo en esto. - Observó Anton. - Lo es. Ha estado con nosotros tan solo algunas décadas. Quizás no lo recuerdes pero los androides de la serie Ants son reconocidos por su intuición y precisión, y por ello son excelentes doctores. Era el ayudante del antiguo Doctor, el Programador lo rediseño para ser nuestro francotirador después de la calamidad. - Se lamentó el Capitán. - ¿La calamidad? - La última de una serie de guerras entre androides y robots, entre el Programador y el Ingeniero. Cuando terminó ambos bandos quedamos destrozados, y nos fuimos segregando en sub facciones, quedando a merced de los Symbiones y todo tipo de bestias. - ¿Entonces alguna sub facción puede haber lanzado la bomba? - No lo creo. Un siglo después de la guerra apenas tenemos lugar donde escondernos. No tendría sentido desperdiciar una bomba magnética de esa magnitud en el desierto. - ¿Y quién es ese Programador? ¿Por qué entabló guerra con los robots? - Es a quien reconocemos todos los androides como gobernador, a pesar de nuestras diferencias. Algunos dicen que es tan viejo como el mito de los hombres, o que incluso vivió entre ellos. Al principio pensamos que peleábamos por la 25
supremacía de quienes tuvieran interfaz orgánica, pero cuando terminó la guerra se hizo claro que era mucho más complicado que eso. - ¿Dijiste que Antenor era ayudante de otro Doctor? - Sí. Algunos meses luego de la calamidad el viejo Doctor y Antenor desaparecieron. Encontramos a Antenor con su sistema de evocación unos días después, totalmente destrozado, pero por suerte pudimos salvar algo de su interfaz para reconstruirlo. - ¿Dónde se encuentra ahora el sistema? - En manos del Programador. Mañana… - Lo interrumpió el golpe fuertísimo de la caída de uno de los androides negros, desmayado tras aguantar la respiración, y el vitoreo de Antenor. Anton no pudo distinguir si el que se había desmayado era Nomon o Poron. El Capitán los miró de reojo y continuó: - Mañana mismo solicitaré asamblea y podrá preguntarle usted misma. Ahora será mejor que recupere fuerzas y asimile tanta información nueva. El cilindro sobre el que está sentada es una cámara nanorobótica, si se para en ella reaccionará a su información de serie y la descenderá al interior. Cyr puede esperarla a un lado, mañana nos encargaremos de él. 00000100 (Capítulo IV): El Programador La despertó el bramido de Cyr. Cuando dejó la cámara encontró a Hawkins escondido detrás de uno de los cilindros al otro lado de la habitación, ya totalmente vacía. Parte de su redondeada figura se dejaba ver a los lados, totalmente inmóvil. Entonces alzó lentamente la cabeza. - Disculpe señorita, quise llamarla pero su Ferrumavis no me lo permitía. - No importa. ¿Ya han arreglado la asamblea? - Sí. El Capitán la está esperando en el centro de teletransportación, cerca de donde aterrizamos ayer. - Guíeme. Hawkins se levantó lentamente y apuró el paso hacía la salida, Anton lo siguió, y tras ella Cyr. Dejaron la cúpula gris y recorrieron la ciudad bajo la débil luz nueva del sol rojo, luz que, al reflejarse y magnificarse entre los metales, les daba un llamativo brillo llameante. Entonces la ginoide pudo contemplar la ciudad en pleno funcionamiento. Vio varios tipos diferentes de aerostatos surcando el cielo platinado, y calculó que funcionaban con el mismo sistema de expansión que los ojos del Symbion que había enfrentado. Como no recordaba haberlos visto el día anterior asumió que surcarían el cielo tras la lluvia recolectando algún tipo de material en estado gaseoso, posiblemente sulfuro, puesto que le llegaba su aroma caracterismo a través del viento cálido y este era relativamente fácil de transformar 26
en energía. El mismo viento le recordó sus maltrechos sensores de tacto, agradeciendo el hecho de no haber vuelto a tener que ponerlos a prueba, y presumiendo su restitución en alguna de sus múltiples reparaciones. Cuando llegaron a la zona de aterrizaje había visto edificios de todos los tamaños y formas, tan cerca los unos de los otros que la geometría de su emplazamiento la hizo pensar en laberintos circulares. Varios androides diferentes gravitaban por los alrededores, algunos arrastrando placas metálicas y otros células frescas de energía solar. Muchos simplemente conversando y algunos pocos puliendo o enseñando armas. Y finalmente llegaron al centro de teletransportación, un edificio que por su altura superior parecía estar envuelto en llamas. La recibió el Capitán: - Espero que haya recuperado todo su porte, Doctora. El Programador no concede demasiadas asambleas. - Estoy en óptimas condiciones Capitán. Si es tan amable. Tras despedirse de Hawkins entraron por una de las tres grandes compuertas que daban al hall. Este, totalmente vacío y manteniendo la altura de la entrada, (que Anton calculó, debía ser de aproximadamente tres metros) se extendía por una decena de metros más y luego se comprimía hasta transformarse en un pasillo blanco, que continuaba extendiéndose al noroeste, hasta donde daba la vista, como si cortara el laberinto desde el centro hasta uno de sus extremos. A diferencia del resto de la ciudad ese edificio parecía hecho del mismo material, uno que Anton no pudo reconocer, como si se tratara de una única pieza inmensa de metal verde oscuro. Antes de internarse en el pasillo el Capitán la detuvo: - Cyr tendrá que quedarse en el hall. No se permiten ninguna clase de seres no antropomorfos. - Está bien. - Le señaló Anton simultáneamente a Cyr y a él, cuando el primero la miró fijamente a los ojos. El halcón se desplazó hacía una de las esquinas más cercanas a las compuertas y se recostó allí, sin quitarle los ojos de encima. El Capitán la guío hasta la entrada del pasillo y le indicó que se parara firmemente a su lado. Entonces una porción del suelo de metal verde se elevó bajo sus pies y comenzó a deslizarse lentamente por el pasillo, tomando velocidad, mientras Anton notaba como aumentaba levemente la gravedad. - Ahora estamos en una zona cerrada, no se sorprenda si no puede enviar señales al exterior. Y no le recomendaría usar su brazo-arma, este sector esta colmado de ondas sónicas que lo harían explotar al instante. - ¿Tendría algún motivo para usarla? - No. A decir verdad tanta seguridad me parece exagerada teniendo en cuenta que el Programador vive en una nave. - ¿Una nave?
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- Si, ya la verá. Vive surcando el cielo, nunca pasa demasiado tiempo en el mismo lugar. Es el sujeto más apasionado que conozco, así que no me sorprende que se allá apasionado también con la seguridad. Ahora mantenga silencio Doctora, a partir de este punto puede oírnos. Varios anillos de un verde brillante comenzaron a aparecer intermitentemente rodeando todas las paredes del pasillo, con más frecuencia a medida que la velocidad de deslizamiento aumentaba. Pronto alcanzaron, según los cálculos de la ginoide, los treinta kilómetros por hora, y las paredes se tiñeron de luz verde. La vista del Capitán permaneció atenta en el horizonte todo el recorrido, hasta que se vislumbró la salida y los anillos volvieron a intercalarse con la pared blanca, entonces lo escuchó suspirar. La velocidad disminuyó lentamente hasta que se hallaron en la arcada hacia un hall similar al anterior, pero varias veces más amplio. Cuando bajaron del deslizador el techo verde oscuro se abrió ante ellos, lentamente hacia los lados, derramándose en las paredes, dando la sensación de que el metal del que estaba compuesto se había vuelto líquido. La luz del sol rojo se filtró en la habitación, y de la altura descendió lentamente una nave triangular, con su cúspide en punta hacia ellos. La materia de la que estaba hecha le recordó a Anton el sistema de camuflaje del puesto de infantería, de una transparencia engañosa que la fundía con el entorno, y la volvía apenas distinguible. Aun así pudieron ver como la nave se hundía en el suelo, dejando escapar de su base la misma luz verde del pasillo, y como, desde uno de sus afilados lados, se habría una compuerta hacia la brillante luz del interior. Inmediatamente salieron de ella cuatro androides macizos y casi tan altos como el Capitán, pero transparentes, marchando apenas distinguibles de la nave o la habitación por la luz que se filtraba de las coyunturas de sus partes. En pares se apostaron a ambos lados de la entrada al hall, manteniendo la vista en alto, cada par hacia la pared opuesta, sin mirarlos a ellos. Entonces descendió el Programador, y cinco pequeñísimos ojos rojos sin pupilas giraron hacia ellos desde el costado de la nave. Entonces oyeron la carrera apurada de una serie de piernas invisibles en su dirección, y los ojos se detuvieron justo frente a ellos. Los vieron moverse cada uno individualmente del otro, como si los examinaran, y sin previo aviso el Programador y sus guardias tomaron forma. El recuero de los arácnidos de la antigua Tierra se hizo tan patente en la mente de Anton que esta apenas pudo reconocerlo como otro androide. La alargada cabeza plateada, vacía salvo por los puntos rojos, daba lugar a un cuello tan negro que esta parecía flotar en el aire. El cuello se unía a un torso también plateado, amplió pero encorvado hacía adelante, del que surgían, a cada lado, cuatro brazos delgadísimos, cuyas puntas de los dedos (cuatro en cada mano) emitían también una luz roja. El torso se contraía hacía la altura de la cintura, y se sostenía curvándose hacia atrás en un abdomen también negrísimo, 28
del que salían, nuevamente, cuatro extremidades plateadas delgadísimas, en punta. Sin dejar demasiado tiempo a las primeras impresiones habló el Capitán: - Programador, esta es la Doctora Anton, quien busca el sistema de evocación del viejo Doctor Antidio. Entonces se oyeron lo que parecían una serie de zumbidos y chirridos alternados con suma rapidez proviniendo del abdomen del Programador, que el sistema de comunicación de Anton reconoció inmediatamente como código binario: - 01000010 01101001 01100101 01101110 01110110 01100101 01101110 01101001 01100100 01100001 00100000 01110011 01100101 01100001 00101100 00100000 01000100 01101111 01100011 01110100 01101111 01110010 01100001 00101110 00100000 - Es un placer. - Respondió Anton, aun dudando. - (No tema. Conozco sus intenciones y deseo ayudarla, pero deberá hacer algo para ganarse el sistema.) - ¿Qué debo hacer? - (Competirá en una simulación virtual contra otros androides de mi elección. El Capitán le explicará en detalle. Realmente es bella como una flor Doctora. Cuídese. Buena suerte.) Los ojos volvieron a la nave tan rápido como habían llegado, y los guardianes, que compartían con su protegido el brillo plateado y la cabeza alargada, lo siguieron. Anton se quedó pasmada, jamás ocurriéndosele la idea de que debería competir por el sistema. El Capitán se dirigió a ella justo cuando la nave triangular comenzaba a elevarse. - Quizás olvidé mencionarle que también es un sujeto de pocas palabras. - Y sonrió ante la sincera perplejidad de la ginoide. - Que no la engañen las apariencias Doctora, el Programador ha protegido Ciudad Oasis desde su fundación. Ahora, por favor, acompáñeme al centro de la habitación. La nave ascendió hasta tomar la altura en la que antes se había encontrado el techo, y de donde había surgido la luz verde en su aterrizaje surgieron cuatro haces cilíndricos de una luz blanca similar a la de los portales de los Sageinstein, formando un círculo. - ¿Por qué una simulación? - Es una forma pacífica de arreglar disputas Doctora. Comprenderá que en tiempos como estos, en más de una ocasión, varios androides reclaman la misma pieza mecánica, el mismo oficio o la misma arma. Las simulaciones les permiten luchar por sus objetivos en un ambiente en el que no pueden hacerse daño real, y a la vez competir en igualdad de condiciones, a la sombra del Programador. - ¿Cuál es mi objetivo entonces? ¿Es un combate?
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- No, más bien una carrera. Deberá competir con otros tres androides por encontrar primero la esfera de luz dorada que la traerá de vuelta. Esta puede estar en cualquier lado, así que esté atenta. Si el sistema significa tanto para usted deberá apresurarse, pero descuide, pueden volarla en pedazos en la simulación pero volverá intacta. - ¿Qué pasa con el sistema si no obtengo la luz dorada primera? - Será del ganador, sin objeción. El Programador organiza las simulaciones solo cuando más de un androide reclama el mismo objeto, que parece ser su caso. Los iluminó la luz verde del pasillo y pronto tres androides se bajaban del deslizador metálico. Uno de ellos era Manzer, la ginoide roja que acompañaba al Capitán. De los otros dos, al primero lo había visto en la cúpula de las cámaras nanorobóticas, compuesto de tantas placas de diferentes metales que parecía a punto de desarmarse, con la cabeza ladeada al costado y los ojos blancos y vacíos. En cuanto al último, no lo había visto nunca, un androide pequeño y ágil color ámbar, con afiladas púas metálicas saliéndole de codos y rodillas. El Capitán les designó a cada uno un haz de luz: - Es importante que recuerden que se tratará de un ambiente finito pero cambiante, así que cuiden donde pisan. Y tras desearle buena suerte a Manzer y a ella, se paró en el centro. Anton sintió como si el piso temblara bajo sus pies, y escuchó los zumbidos del Programador llegándole de lo alto. No pudo determinar si este comenzó a hablar en el hall o en el bosque en el que ahora se hallaba: - (Comiencen.) 00000101 (Capítulo V): Todos Dañan Desde las plataformas plateadas en las que habían aparecido cada uno salió corriendo en una dirección diferente, salvo el androide ciego, que desplegó de las placas de su cintura un par de cadenas retractiles y se perdió en la altura. Anton se apresuró a hacer un paneó general del ecosistema. No había ningún tipo de señal en varios kilómetros a la redonda, ni indició de alguna marca eléctrica característica. Entonces confirmó la bioticidad de los árboles, que veía por primera vez, y estimó una altura promedio de seis a siete metros. La hierba bajo sus pies era rica en monóxido de dihidrógeno, por lo que previó posibles precipitaciones de similar composición. Sus sistemas sensoriales olfativo y táctil captaron una corriente de polvillo de arena viniendo del este, así que allí se dirigió, cambiando su brazo-arma y comenzando a trazar coordenadas, teniendo como referencia los tres soles amarillos que brillaban en el cielo formando un triángulo, inmóviles.
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Pasó poco tiempo cuando en su carrera a través de los arboles sintió movimiento en las ramas a su lado. El androide ámbar la sorprendió saltando sobre ella desde esa dirección, pero Anton llegó a refugiarse tras uno de los grandes troncos. Cuando rodeó el árbol para dispararle lo vio subir velozmente a la altura, hundiendo sus codos y rodillas en la madera para trepar y huir fuera de su vista. Se mantuvo alerta, con el arma en alto y poco a poco retrocediendo hacía el este. Ya era el segundo androide que veía desplazarse por sobre el follaje, y no le sorprendería que Manzer usara sus cuatro brazos con el mismo propósito. Vio la sombra del pequeño androide en su viaje de un árbol a otro y le disparó con toda su potencia al árbol de destino. No esperó a ver dónde aterrizaba y salió corriendo, oyendo el derrumbe efectivo de la madera tras ella. Corrió y corrió, mientras sus sensores le afirmaban que la fuente de la arenilla se encontraba cada vez más y más cerca, sin confirmación de su sistema de visión. Corrió en línea recta y, para su sorpresa, se halló arribando al círculo de plataformas plateadas del que habían salido, diciéndole sus sistemas que la arena había quedado atrás de ella. Había descubierto las coordenadas limites hacía este y oeste, y se había transportado de un punto al otro del ambiente finito. Aun así le quedaba mucho terreno que explorar, y la esfera dorada no tenía por qué hallarse a ras de tierra. De todas formas, alguno de los otros androides también parecía haber vuelto al lugar, puesto que un pozo gigantesco se abría donde antes había estado el centro del círculo. El humo de la tierra chamuscada indicaba que el viento cambiaba, y Anton se dio cuenta de que era una trampa apenas a tiempo para alejarse. El androide ciego disparó un lanzacohetes salido de su hombro derecho apenas sintió la intromisión de otro aroma entre el humo, y ahora podría reconocerla en cualquier punto del mapa. Anton se perdió entre los árboles del norte, aturdida. Se le ocurrió apagar su propio sistema olfativo y luego revolcarse por la hierba húmeda, a fin de que el agua le hiciera más difícil la tarea al androide ciego. Cuando volvió a erguirse sintió la caída simultanea de varios árboles al norte, y se encontró sin previo aviso en lo que parecía un claro, sobre una montaña helada. La temperatura había descendido drásticamente. Colosales montañas se elevaban en los lejanos alrededores, desapareciendo la nieve cualquier posible escondite. Fue cuando vio a Manzer en el norte, tan sorprendida como ella, que advirtió una inesperada ventaja: sería difícil seguir el blanco sobre blanco de su cuerpo contra la nieve. Vio a Manzer esquivar al androide ámbar mientras este se deslizaba sobre sus rodillas en su dirección e intentaba embestirla con sus codos en alto, y entonces el reflejo en la nieve la hizo alzar la vista hacia los tres soles en el cielo despejado. Le disparó al androide ámbar mientras este se alejaba hacia el oeste, y lo vio caer ante un disparo certero de Manzer. Con el viento polar le llegó la idea: los soles no solo eran un posible eje de coordenadas, sino que podían ser 31
la triangulación de las coordenadas mismas. Calculó pronto que el centro del triángulo se hallaba dentro de las latitudes de la simulación, y allí se dirigió, corriendo lo mejor que podía sobre la espesa nieve, ahora huyendo de Manzer. Divisó en la lejanía al androide ciego, luchando febrilmente por mover su pesado cuerpo en el delicado terreno que iba cediendo a su peso, y lo vio saltar propulsado por alguna clase de combustión proveniente de su espalda. Al ver la nieve derretirse bajo él se le ocurrió usar su rayo ultravioleta para hacerse camino, pero como descubriría segundos después, mover esa cantidad de nieve a esa velocidad solo podía traer problemas. Se desató una avalancha que borró la zona de aterrizaje del androide ciego de un segundo a otro, y lo arrastró con él. Manzer y Anton comenzaron una carrera fuera de su alcance, pero la nieve bajo ellas comenzaba a tirarlas lentamente hacia el sur. Se hallaron entonces en una gigantesca cueva subterránea. Toda la nieve había desaparecido bajo sus pies, y ahora corría en forma líquida en diminutos afluentes. Los soles habían desaparecido y no había más señal de ellos que la débil luz que se filtraba por las grietas del techo de la cueva. Manzer no tardó en disparar a las estalactitas sobre Anton, que esta neutralizó sin caer en la cuenta de que se trataba de una distracción. La ginoide roja se acercó a toda velocidad y la embistió contra una de las paredes. La vio alejarse mientras se le desprendía el brazo-arma. Sin tiempo siquiera para pensar en repararlo comenzó una torpe carrera dentro de la colosal cueva, que se dirigía para su temor hacía las coordenadas del centro del triángulo solar. Esforzó al máximo su sistema de visión siguiendo la roja figura de Manzer hasta que la vio desaparecer en una curva especialmente pronunciada. Cuando se acercó la vio con el rostro ferozmente aprisionado contra la pared norte, y con sus dos brazos derechos maltrechos por el androide ciego, que había salido disparado como un misil hacía ella desde un agujero hirviente en la pared sur. Anton tomó valor y pasó a toda velocidad detrás de ellos, lo suficientemente rápido como para saltar la primera cadena retráctil, pero no lo suficiente para evadir la segunda, que se ancló dolorosamente en medio de su espalda. Inmediatamente se giró y la tomó con su brazo sano, con ello intentando que ejerciera el menor daño posible. Manzer, en el otro extremo, pateaba el abdomen acorazado del androide ciego sin ningún éxito, y este continuaba hundiéndola en la pared. Entonces Anton tiró de la cadena con todas sus fuerzas, moviendo al androide lo suficiente para que uno de los brazos de Manzer pudiera zafarse. Un rayo de neutrinos le atravesó el pecho de lado a lado, pero en lugar de caer, el androide permaneció inmóvil, y las cadenas se retrajeron. Anton debió soltarla, pero por fortuna sus sensores táctiles habían sido prevenidos, y no sintió como la separaban de su omoplato izquierdo. Corrió a más no poder los pocos metros que la separaban de las coordenadas hasta que sus cálculos dieron que la esfera se encontraba justo frente a ella, justo detrás de 32
aquel último muro gris. Intentó derribarlo chocándolo con su lado sano, pero no tenía caso, era demasiado pequeña. Vio la esfera de luz al ser transportada a lo que parecía una amplia llanura. Esta flotaba en el aire, a pocos centímetros del suelo, al alcance de la mano, tan dorada como las hierbas que crecían hasta donde daba la vista, pequeña y brillante como ella misma. Pero apenas estiró el brazo sintió un rayo de neutrinos cortándolo a la altura del codo, y cayó. Manzer pasó como un relámpago rojo sobre ella y abrazó la esfera con sus brazos sanos, crispando su rostro deformado. Anton apenas tuvo tiempo de dirigirle la mirada cuando oyó una terrible explosión a sus espaldas mesclada con los zumbidos del Programador anunciando a Manzer como ganadora. El fuego final del androide ciego lo cubrió todo, como si se hubiese detonado otra bomba. Lo primero que vio al volver de la simulación virtual fue como la luz blanca sobre ella se extinguía. El Capitán, todavía en el centro, tenía en sus manos un pequeño aparato rectangular y grisáceo, lleno de rectángulos más pequeños que parecían deslizarse por su superficie de forma horizontal, despidiendo cada vez que alcanzaban una esquina una luz multicolor. Manzer se le había acercado: - Una primer victoria prometedora Comandante Manzer. - ¿Comandante? - Increpó Anton al unírseles. - Así es Doctora Anton. Manzer es la Comandante de todas las fuerzas que guardan Ciudad Oasis, y la última de su serie. ¿No habrá pensado que nuestro grupo era el único? Después de todo fuimos la ciudad capital del imperio de los androides. - Es un honor Capitán. - Respondió Manzer con una voz tan femenina como nunca hubiese escuchado antes la ginoide. - Pero me temo que no hay tiempo para celebrarlo. Uno de los participantes de la simulación es un infiltrado. - ¡El androide ciego! - Exclamó Anton al verlo a este subirse al deslizador. - No. El infiltrado sabía que Tiresias levantaría sospechas y lo usó a su favor. Lo confirmé al herirlo en la montaña helada. - ¡Detengan al robot ámbar! - Gritó el Capitán, al tiempo que este saltaba hacia ellos. Manzer consiguió frenarlo en medio del aire con un certero disparo de una de sus manos, que salió desprendida como un cohete justo entre sus los ojos, ahora blancos de furia. El robot cayó y se reincorporó inmediatamente, surgiendo de su rostro destrozado más púas afiladas. Cuando el Capitán quiso apresarlo ya había saltado nuevamente, esta vez hacía el pasillo, y comenzaba a trepar velozmente por el techo. La nave del Programador tomó altura mientras ellos dejaban el hall y se perdió, invisible, en el cielo nublado. Saltearon el deslizador y corrieron por el 33
pasillo blanco, Manzer y el Capitán adelante con Anton por detrás. Se escuchó una explosión y les llegó una gruesa nube de humo. Encontraron a Tiresias despedazado. Un agujero enorme se había abierto en el techo desde el cual se filtraba la luz del sol rojo, dando directamente a la ciudad. - Debe haber planeado esto desde el principio. - Exclamó Manzer, ya perdiendo su languidez característica. - No hay otra opción que enfrentarlo en combate abierto. Ha visto demasiado como para dejarlo escapar. ¡Síganme! - Señaló el Capitán, para luego saltar velozmente al exterior. Manzer lo siguió inmediatamente, pero justo antes de saltar recibió una descarga de rayo ultravioleta, disparado por detrás. El brazo que llevaba el sistema de evocación cayó inerte, y Anton lo tomó sin dejar de apuntar mientras Manzer se retorcía. Cuando se escucharon disparos arriba había comenzado a correr nuevamente por el pasillo, escudada por el humo, sin pensarlo dos veces. Desactivó sus sensores de tacto y, abriendo una de las placas de su pecho, guardó el sistema, para luego volver a cerrarla. Pasó las líneas verdes, y las vio esfumarse paulatinamente. Entonces vio el primer hall en la distancia y le llegaron los gritos del exterior. Calculó que el robot ámbar le daría el tiempo suficiente para fusionarse con Cyr y desaparecer, pero cuando volvió a pisar el suelo verde oscuro de la salida la cabeza casi le estalla. Cyr no estaba allí, y le llegaba en bucle una desgarradora señal de auxilio, como un grito de dolor. Intentó enfocarse y dejó el centro de teletransportación atravesando una de las grandes compuertas. La ubicación de la señal no estaba lejos. Vio a androides de toda índole corriendo hacia los edificios, y a otros, en armas, dirigiéndose hacia donde ella había venido, a través del laberinto de la ciudad, como los anticuerpos de un organismo gigantesco. Corrió en la dirección opuesta hasta que se halló frente a un edificio multiforme que no tuvo tiempo de contemplar, desde el cual parecía residir la señal, e inmediatamente hizo ceder la entrada. Jamás hubiese previsto lo que encontraría dentro: Hawkins, el regordete androide bioingeniero, examinaba las entrañas de Cyr, apostado con gruesos clavos magnetizados contra uno de los muros del laboratorio. Sin mediar palabra Anton le disparó hasta que casi no le quedó energía. Sus partes quedaron desparramadas por toda la habitación, irreconocibles. La señal de auxilio cesó, y usando su energía restante procedió la ginoide a liberar a su guardián. El halcón Ferrumavis cayó pesadamente, sin fuerzas para levantarse. Inmediatamente pensó en la fusión de interfaces, pero sabía que de nada le serviría hacer sobrevivir a la bestia, puesto que ese estado no haría más que estorbarla en su huida. Aun así decidió dejarle una parte de sí. Se conectó a su interface neuronal posando su mano sana donde antes había realizado la unión y le transfirió todo el conocimiento recuperado sobre su oficio como Doctora, para luego tomar de él las 34
ubicaciones de los tres sistemas restantes. Luego se dirigió a la entrada y apuntó cuidadosamente, disparando sin fallar. La selló antes de dirigirse a la zona de aterrizaje, segura de que tendría más éxito como Soldado. Las naves de los guardianes todavía estaban allí, por lo que Anton abordó la que poseía el cañón de plasma y despegó inmediatamente. Al sobrevolar la ciudad y ver como los androides habían rodeado al robot que crecía púas con cada disparo, volvió a tener el mismo sentimiento de familiaridad de cuando había llegado allí por primera vez. Tomó el sistema de su pecho y se dispuso a dirigirse a algún punto seguro a medio camino de la próxima ubicación, para poder analizarlo. Al cambiar el sistema de evocación provisorio que le habían dado los Sageinstein con el del Doctor Antidio, recordaría un fragmento de esa vida. 00000110 (Capítulo VI): Evocación del Dr. Antidio [ - Antonia, necesito más energía. ¡Rápido! - El puesto está al máximo Doctor. ¡No tenemos el equipo necesario aquí! - La perdemos, la perdemos… Manzer, ¡manténgase despierta! Antonia, ¡envié una señal a la Ciudad! - Ya lo hice Doctor, deberían estar aquí en cualquier momento. Justo cuando Antonia terminó de hablar todo el puesto de infantería se sacudió. - ¡Nos han alcanzado! - Gritó el Doctor. - ¡Doctor, debemos abandonar el puesto! - No sobrevivirá si la dejamos en estas condiciones. Antonia, voy a hacer la fusión de interfaces. Hágase a un lado. El puesto volvió a temblar mientras la ginoide intentaba reubicar la energía desde la consola de la computadora a los escudos magnéticos. La camilla se dobló y la ginoide roja, Manzer, se inclinó con ella. La mitad de su cuerpo había sido alcanzado por algún tipo de explosión, por lo que la mayoría de sus sistemas se habían anulado. El Doctor posó sus manos en la parte sana de su rostro y se concentró en buscar su interfaz orgánica. Fueron golpeados por otra explosión, que arrojó a Antonia contra las paredes circulares de la habitación blanca, dejándola inconsciente. De un segundo a otro el Doctor desapareció, mientras la computadora parecía hacer cortocircuito. La mitad herida de Manzer comenzó a regenerarse velozmente, creciéndole dos brazos más bajo los anteriores y ensanchándose su torso. Manzer-Antidio despertó sobresaltado para descubrir que los brazos cibernéticos de la cúpula sobre la habitación intentaban estrangular a Antonia. Inmediatamente corrió a socorrerla cortándolos con un rayo de neutrinos ultravioletas. La cargó afuera justo al tiempo que los brazos comenzaban a regenerarse entre sí. 35
Corrió en la tormenta de arena buscando señales de la nave de rescate, pero solo se encontró con el tronar metálico del combate. Corriendo el riesgo de delatar su posición, envió una señal a una compañía de androides que ubicó avanzando desde el noroeste. Allí se dirigió intentando escudarse en la tormenta de arena, tropezando con los exoesqueletos de los caídos, tanto androides como robots, envueltos en los fuegos azules de sus últimos suspiros. Al intentar reubicarse en el caos, notó un objeto blanco más allá del polvo. Entonces advirtió que el puesto que acababa de dejar lo había seguido. El edificio ovalado había tomado altura sostenido por una serie de larguísimas patas blancas, que lo elevaban varios metros en el aire. Apenas alcanzó a esquivar el latigazo de uno de los brazos cibernéticos, salidos sorpresivamente de su compuerta abierta. Cuerpo a tierra intentó alejarse fútilmente de la estructura enloquecida, aún con Antonia en brazos, pero esta lo tomó pronto por las piernas. Sin poder dispararle por su falta de visión abrió fuego a ciegas, a la altura. Oyó la nave de rescate acercándose y continuó disparando, pero cuando confirmó que estaba lo suficientemente cerca como para retirarlos, la vio caer. La explosión ahuyentó al edificio ovalado, y le permitió arrastrarse fuera de su alcance. Se incorporó y continuó su carrera hacia el oeste, hacia donde la tormenta se estaba disipando, pero confirmó nefastamente que esta no se disipaba por la falta de combate en la zona, sino por la victoria abrumadora de los robots. Pronto Manzer-Antidio estuvo rodeado de pequeños enemigos furiosos que no conocían el dolor. El primer disparo dio en el sistema de comunicación de Antonia, arrancándola de sus brazos y por centímetros no quitándole la vida. Inmediatamente tomó armas con sus cuatro brazos y abrió fuego, deslizándose hacia ella. Sin previo aviso un robot gigantesco apareció tras los pequeños contra los que intercambiaba disparos, casi enloqueciendo sus sensores visuales. La antropomórfica mole metálica pasó sobre ellos, y grande fue la sorpresa de Manzer-Antidio cuando vio que quienes le habían atacado antes también le disparaban. Los robots atacaban al robot, y de un pisotón este destruyó a varios de ellos. Lo vio inclinarse y de un puñetazo lo hizo volar por los aires, separándolos de la unión orgánica. Cuando cayó, el Doctor lo vio tomar a Antonia de entre la arena y desaparecer inmediatamente, sin dejar más rastro que sus huellas. Lo último que recordaba era la llegada del Capitán y su compañía, que tras eliminar a los robots restantes lo arrastró junto con la reformada Manzer a la ciudad. ] Allí, en la nave robada aterrizada en lo alto de una formación rocosa, en el medio del desierto inconmensurable, Anton intentó recuperar el aliento y tranquilizarse. El recuerdo se le hizo tan vivido que necesitaría tiempo para acoplarlo a sus propias memorias anteriores. Corriendo el collar del lanzagranadas 36
sintió el sistema ajeno y se detuvo a pensar, perdida en el horizonte rojo. Justamente aquel mismo collar, que había tomado del puesto de infantería defectuoso, le permitió comenzar a hilar. El recuerdo del Doctor Antidio explicaba su malfunción, ocasionada por el choque continuo de su escudo magnético con las descargas del exterior. Ello había tenido lugar en pleno proceso de la calamidad, es decir, la última gran guerra entre androides y robots, hacía más de cien años atrás. Se había visto a sí misma como ayudante del Doctor, lo que implicaba de por sí toda una serie de recuerdos perdidos. Significaba que ella misma era originaria de Ciudad Oasis. Ciudad a la que ya no podría regresar tras atacar a la Comandante Manzer, aquella misma ginoide que su maestro hubiese luchado por salvar, y aquella que compitiera por la memoria de su salvador. De allí había surgido, en el primer momento en que había dado con el puesto de infantería tras perder la memoria, el recuerdo de la fusión de interfaces, e incluso el de como operar la consola. Pero aun así ciertas cosas la inquietaban: ¿Por qué nadie en la ciudad la recordaba, ni siquiera el Doctor tras verla siendo raptada? ¿Qué era el gigantesco robot que la había raptado y desaparecido? ¿Cómo había desaparecido, tiempo después, el Doctor? ¿Qué papel jugaba Antenor en todo eso, reemplazándola como asistente? Y aún más importante: ¿Dónde había estado ella esos cien años hasta el presente y la explosión de la bomba? Con una mezcla de tristeza e incertidumbre decidió ahondar más en la memoria, justo en los momentos finales en que sirviera a su antiguo portador. [ - Por cosas como estas nunca quise tener ayudantes. - Se lo juro Doctor, ¡el robot estaba ahí y me hablaba! - ¡Cuantas veces lo tengo que repetir Antenor! - Ya sé que no debemos dejar la Ciudad, ¿pero no podría siquiera verlo? Parecía herido, y se dice que la guerra ha terminado. - Podría volver a estallar en cualquier momento, y si estaba herido no podía ser un robot. Un robot solo recibe daño directo al procesador neuronal, que varía de ubicación de uno a otro, y se apaga inmediatamente. - Pero no tenía interfaz orgánica… - Exclamó Antenor mirando al suelo. - ¿¡Así que intentaste fusionarte con un extraño además de dejar la ciudad!? - Me llamaba Doctor, desde la tundra, desde fuera del muro. Quizás sea algo que nunca hemos visto antes. - Quizás, pero eso no justifi… - Antenor lo interrumpió. - Quizás se trate de un híbrido. Aquella fue la idea, tras la larga insistencia, que finalmente lo convenció. El Doctor, habiendo vivido gran parte de su vida como médico de guerra, había visto lo suficiente como para desear febrilmente la paz, tanto que incluso había intentado concebir, en la teoría, una raza hibrida que acabara con la disputa. 37
- Los híbridos son imposibles, pequeño. - No pierde nada con echarle un vistazo. El Doctor alzó la vista hacía el techo del cuartel, perdido en sus pensamientos. Finalmente lo miró y le dijo en voz baja: - Lo veremos pero bajo mis condiciones. Iremos durante la próxima lluvia, en el vehículo acorazado más rápido y seguro que podamos encontrar. - Tengo un contacto en las compuertas que nos dejará pasar. - Susurró Antenor emocionado. - Entonces está decidido. Se incorporaron y la compuerta líquida descendió frente a ellos. Dejando la habitación verde oscura salieron al hall del centro de teletransportación, y luego tomaron direcciones diferentes al traspasar las compuertas. ] Anton se detuvo. La idea de un híbrido le había causado profundos sentimientos encontrados, casi como si no le pertenecieran. Advirtió que para ese entonces ya nadie la recordaba, y continuó indagando. [ La lluvia acida arreciaba con violencia cuando llegaron al linde del muro: - ¡Somos nosotros! - Le gritó Antenor a un androide que le daba la espalda, perdida su mirada hacia el este. Apostado en la altura, al cubierto bajo una bóveda de cristal sobre la muralla metálica, este pareció saludarlo. Entonces la negra silueta se agachó y tocó el muro con ambas manos. El muro perfectamente circular, que no dejaba ver entrada o salida alguna cual el contorno de un laberinto, respondió. Una sección se deshizo en una breve lluvia metálica y el vehículo blindado desde el cual Antenor se había anunciado pasó rápidamente. El muro se reformó tras ellos, apenas terminó de pasar su perímetro la rueda trasera. - Nunca pensé que iba a cobrarle un favor por salvarlo. - Se lamentó Antenor. - La línea entre el deseo y la ambición es delgada, pequeño. Y la segunda nos transforma en robots sin que siquiera lo advirtamos. - Sentenció el Doctor. - Es algo delicado de tratar. Ahora, ¿en qué dirección? No quiero pasar más tiempo del necesario aquí afuera. - Hacia el norte Doctor. La cueva no está demasiado lejos. El pequeño vehículo plateado se volvió entonces invisible salvó por las marcas momentáneas que dejaba en los charcos de ácido. Se internaron velozmente en la tundra circundante guiados por sensores de calor, puesto que, como Antenor le había explicado antes, el robot que buscaban ardía por dentro con temperaturas descomunales. No mucho después pasaban por un cementerio de piezas mecánicas: - Realmente espero que haya terminado. 38
- Todos lo esperamos. Se toparon con una serie de cuevas y con la señal de calor en el interior de una de ellas en el límite de la tundra con el desierto. El Doctor disminuyó la velocidad e ingresó con todo el sigilo que le permitía el vehículo, y entonces se dispuso a tomar armas antes de salir. - ¿¡Que va a hacer con ellas!? ¡No serán necesarias! - ¡Yo seré el juez de eso! Descargas eléctricas surcaron el domo del cielo mientras ellos descendían, preparando sus sistemas de visión para la oscuridad. Antenor se adelantó y corrió hacía una roca que cubría el interior de la cueva. Sobre ella yacía recostado un ser como no viera el Doctor en toda su vida. Su coraza era pálida y rosada en ciertos sectores, y tan tersa que no se advertía ninguna unión. De su mandíbula y cabeza parecían surgir diminutos cables color tierra, en menor proporción en el resto de su cuerpo. El ser se levantó lentamente, sujetándose el brazo derecho. - ¡Tiene un arma entre las piernas! - Gritó el Doctor apuntándole inmediatamente. - ¡No Doctor! ¡No es un arma! Le pregunté que era y ni siquiera él sabe. Miré, vea su brazo. Antenor se acercó al ser intentando calmarlo y le descubrió el brazo. - ¿Qué es ese líquido rojo? - Le preguntó señalando la herida. - No se parece a nada que haya visto antes. ¿Alguna clase de fluido de reparación? - Podría ser. Miré, tóquele la frente. El Doctor bajó el arma y posó delicadamente la mano en la frente del ser, que lo observaba con los ojos abiertos de par en par. - Su temperatura corporal debe estar por sobre los cuarenta grados. - ¿Tendrá algo que ver con la herida? - Inquirió rápidamente Antenor. - Puede ser. No lo sé con certeza… Me recuerda a los síntomas por envenenamiento con gas de pantano. Fascinante. ¿Me dijiste que podía hablar? - Si, pregúntele cualquier cosa. El Doctor lo miró fijamente a los ojos, del mismo marrón que los cables. - ¿Qué eres? - No lo sé. - Le respondió el ser sin apartar la mirada, con una voz grave y vibrante como no hubiese oído nunca. - ¿De dónde vienes? - Del desierto. Lo único que recuerdo son las… - Lo interrumpió un estruendo fuertísimo en una de las paredes de la cueva. Inmediatamente lo siguió otro y una mano gigantesca apareció por la entrada, tomó el vehículo plateado y lo arrastró hacía el exterior. El ser palideció aún más y comenzó a arañar la roca del interior de la cueva, como si intentara moverla. 39
- ¡En nombre del Programador! ¿¡Que es eso!? - ¡Parece alguna especie de robot gigante! - Gritó el Doctor, y continuó: - ¡Uno de nosotros debe salir para llamar su atención o va a aplastarnos a todos! Antenor se adelantó pero el Doctor lo arrojó a un costado con la culata del arma y corrió hacia la salida, desactivando sus sensores de tacto. La gigantesca mano volvió a aparecer en la lluvia del exterior en el momento preciso para tomarlo por los brazos. Antenor corrió hacia él y llegó a tomarlo por los hombros, al momento que oía chillar al ser a sus espaldas. Pero la fuerza del pequeño androide no fue nada contra la del gigante, y el Doctor se le escapó de las manos, llegando solo a tomar de su nuca su sistema de evocación. Hubo una pausa en la que solo se escuchó la lluvia golpeando contra el gigante y los gritos del ser, aterrorizado. Entonces se oyó el exoesqueleto del Doctor sediento, y le siguió un golpe tras otro a las paredes de la cueva. Lo último que registraban los restos destrozados del Doctor era el intento de Antenor de volver sobre sus pasos y salvar al ser, sobre el cual la cueva colapsaría segundos después, y la carrera desesperada del androide hacia el vehículo hecho trizas mientras el gigante desaparecía sin dejar rastro. ] Una tempestad, parecida a la lluvia acida que había destrozado al antiguo Antenor, cayó sobre la mente de la ginoide. ¡El ser era un Homo Spatialis como los que había visto representados en la simulación de los Sageinstein! ¿Cómo era posible? ¡No eran un mito! Y el robot gigante, ¿acaso al desaparecer también lo hacían de la memoria de quien lo viera? ¿Sino cómo era que el Doctor no lo recordaba tras la calamidad? La golpeó como un relámpago. Ella había visto ya a los robots gigantes, y lo había olvidado. ¡Eran las islas que la habían seguido por el cielo! 00000111 (Capítulo VII): Solve et Coagula Tras pensarlo largamente Anton se decidió por continuar su búsqueda de los sistemas por sobre volver a inspeccionar las islas. Si bien ahora contaba con el cañón de plasma, en aquella ocasión no había podido siquiera causarles un rasguño. Y en todo caso necesitaba primero más respuestas. Con ello en mente volvió a guardar el sistema de Antidio en su pecho y tomó vuelo. Formaciones rocosas erosionadas por un viento suave pero constante se extendían afiladas en el desierto, hasta donde daba la vista, con una altura promedio de quince a veinte metros. Habiendo escapado hacia el este desde Ciudad Oasis el próximo sistema debería ubicarse delante suyo, en algún punto 40
del yermo aparentemente interminable. Lo sobrevoló con prisa, con Andrómeda a sus espaldas, haciendo un reconocimiento del terreno a medida que las formaciones se sucedían bajo ella. Por la forma de las rocas infirió que se encontraba fuera del alcance de la lluvia acida, por lo que no la sorprendió, en el momento en que las formaciones comenzaron a espaciarse, observar indicios de vegetación. Sin la lluvia no eran necesarias las piezas metálicas ni sus campos protectores para el crecimiento de la hierba, que crecía allí por su cuenta rompiendo la simbiosis y formando altos y tupidos arbustos triangulares, con sus bases apuntadas al gran sol rojo. Pasó sobre un grupo de dichos arbustos y tuvo la impresión de que estos se giraban levemente en su dirección. Continuó sin prestarles demasiada atención, más concentrada en constatar una vez más la ubicación del sistema, cuando advirtió que cubrían cada vez más desierto bajo ella. Los descubrió vibrando a su paso, como si se comunicaran, y entonces vio a uno elevarse. Era en realidad una especie de bestia del desierto, baja y corpulenta, cual una tortuga sextúpeda, la que cargaba el arbusto. La ginoide giró sobre ella para verla mejor, al tiempo que esta sacudía la arena de su caparazón y dejaba entrever sus placas doradas. Pronto otras la siguieron, como si el bosque de arbustos del desierto se alzara, listo para algún tipo de migración. Sin demasiado esfuerzo confirmó Anton que se trataba de un animal que se alimentaba de energía solar, tanto por el tamaño de la vegetación en relación a sus cuerpos como por la magnitud de su manada, que como recordaba en ese momento, era demasiado grande para tratarse de un grupo de metalivoros, cuya práctica común era el canibalismo. Tuvo la sensación, tras el recuerdo, de que había estudiado un espécimen de la misma especie en el pasado, pero no pudo recordar su nombre. Se dispuso a seguir su camino cuando los vio erguirse en los dos pares de patas traseras y observar al este, tantos a la vez que emulaban las corrientes del Mar Glauco. Apenas tuvo tiempo para maravillarse con la versatilidad de sus caparazones cuando comenzaron a correr en la dirección opuesta, como una estampida. Entonces vio la amenaza saltar de una de las formaciones rocosas hacia la ventanilla de su nave. El tigre bicéfalo, oscuro como la noche perpetua, golpeó y calló al vacío. Una manada que alcanzaba la decena saltó de otras formaciones, en emboscada, acorralando al grupo de tortugas metálicas que había quedado en el centro. En este caso la ginoide si recordaba sus nombres: se trataba de los Carnifactores, el terror del noroeste. El que la había golpeado se levantó rápidamente tras la caída y atacó inmediatamente a la tortuga que tenía más cerca, tomándola del cuello con una de sus fauces y desgarrándole el rostro sin boca con la otra, intentando hacerle perder la visión, el único sentido que le permitiría escapar. De modo similar comenzaron a atacar el resto de los Carnifactores, en ocasiones sosteniendo uno la base de los arbustos y otros inmovilizando a la presa. Al ver huir al resto de las tortugas abandonando a 41
las rezagadas cruzó por la mente de Anton usar su cañón para ahuyentarlos, pero desistió inmediatamente. Si ese era el orden del mundo, como había aprendido tras su enfrentamiento con el Symbion, ella no tenía por qué interferir. Justo cuando el primer Carnifactor arrancaba la primer pieza metálica y esta bajaba por una de sus gargantas hacia sus acéticas entrañas, Anton se perdía entre las nubes y tomaba velocidad. La señal cobró fuerza inesperadamente. Cuando volvió a descender las rocas y los arbustos habían dado lugar a una cordillera que se extendía hacía norte y sur, abarcando todo el horizonte. Por alguna razón que escapaba a su capacidad de visión Anton intuyó la existencia de una segunda torre oscura en la lejanía, y lo confirmó detectando sus defensas a través de la nave. Recordó entonces la similitud de su interfaz orgánica con la de los Sageinstein y no pudo evitar pensar que no se trataba de una casualidad. Aún así, siguiendo la negativa del Sageinstein 55-4-2 a que regresara al cuartel, descendió antes de llegar a las montañas, descubriendo para su alivio que el sistema de evocación perdido se hallaba fuera de su alcance. Tras descender de la nave procedió a activar su sistema de camuflaje y a fijar coordenadas para su pronta ubicación en caso de necesitarla para huir. Frente a ella se extendía una serie de altiplanos arenosos, coronadas sus cimas de manchones rojos, que según sus mediciones se debían a grandes acumulaciones de óxido de hierro. Avanzó sobre ellos con su brazo-arma preparado, lista para afrontar el peligro en cada nueva subida, pero nada se le interpuso. A poco menos de medio kilómetro de la ubicación del sistema advirtió en la lejanía lo que parecía un refugio, contra una de las caras de la base de la montaña. Escaneó la zona en busca de cualquier tipo de señal pero no encontró nada. Usando su antigua visión de halcón buscó posibles habitantes, pero el refugio se le mostró vacío. Sin otra opción que acercarse tomó un rodeo por los altiplanos para dirigirse allí desde el este. Una vez que alcanzó la montaña la sorprendió observar que esta estaba en gran medida formada de hierro, sólido y rojizo, como si un desplazamiento tectónico colosal hubiese elevado miles y miles de toneladas a la altura, creando una barrera artificial. Entonces el recuerdo, recuperado por el temor pasado como en el caso de los Carnifactores, la golpeó como un rayo. Inmediatamente miró en todas direcciones buscando señales de movimiento. La Muralla de Hierro enmarcaba el territorio de los robots, y la curvatura que había visto en el horizonte podía significar solo una cosa: ella estaba dentro de su territorio. Su anhelo por el sistema superó por poco su instinto de huir hacía la nave. Llegó a la entrada del refugio sin dejar de apuntar a su interior y solo la recibió el viento que corría por ella. El refugio estaba construido con rocas minerales desprendidas de la montaña y encajadas las unas con las otras. En su interior, vació de toda estructura, la ginoide halló una serie de objetos que la confundieron. 42
En primera instancia, apoyadas sobre una de las esquinas, una serie de ramas de arbustos con largos dientes metálicos empotrados en las puntas. A su lado, sobre la pared que daba a la montaña, lo que parecía un gran asiento rectangular, también hecho de ramas entrecruzadas. Y en la pared opuesta una serie de redondeles de metal rojo aplanado a fuerza de golpes, sin uso aparente. Anton había tomado uno de estos últimos intentando encontrarles una aplicación posible cuando una sombra la sorprendió por detrás. Disparó inmediatamente y el rayo se perdió en el exterior. La sombra alzó las manos: - ¡TRANQU1LA! ¡N0 QU1ER0 HACERLE DAÑ0! Esas palabras, que delataban la presencia de un androide, salieron de lo que a todas luces parecía un robot. - ¿Qué se supone que eres? - N0 L0 SE, QU1ZAS PUEDA DEC1RMEL0. La mole, vestida con un exoesqueleto hecho del metal de la montaña, se quitó una especie de protector craneal, y reveló un rostro que la ginoide nunca hubiese esperado encontrarse allí. - ¿Manzer? - ¿MANZER? AH0RA QUE L0 D1CE… CRE0 QUE ME LLAM0 MANC10. El rostro era el mismo, pero no había indicio de los cuatro brazos cuyo origen Anton había presenciado en la memoria del Doctor. Recordó las palabras del Capitán, que le había dicho que Manzer era la última de su serie. - ¿De dónde venís? - HE ESTAD0 EN EL DES1ERTO DESDE QUE TENG0 MEM0R1A. ¿P0DR1A BAJAR EL ARMA? Como si la idea no fuese suya, se le ocurrió que Mancio podía ser un androide herido en la calamidad, dado por muerto, que había huido tras perder la memoria, y que la había reemplazado con otra que, como se traducía en su sistema de comunicación, le era incompatible. - Estoy buscando un sistema de evocación perdido. - Dijo Anton bajando el arma. - N0 SE A QUE SE REF1ERE. - Le respondió Mancio volviendo a alzar los brazos segundos después, con Anton apuntándole nuevamente. - ¡Date vuelta! El androide se giró y Anton confirmó que llevaba el sistema en su nuca, pero este no se parecía en nada al que llevaba ella en su pecho, sino que era mucho más antiguo. - El rectángulo en tu nuca, eso necesito. - Mancio se volvió a girar sin quitar los ojos del arma. - SE L0 CAMB10 P0R EL ARMA. - Ni pensarlo, puedo matar… - Entonces el androide silbó. 43
Al instante una tortuga mecánica, revestida con la misma armadura, pasó junto a la puerta y el saltó sobre ella, desapareciendo de su vista. Anton corrió afuera para encontrar que estaba rodeada por un grupo de tortugas gigantescas, todas acorazadas con el rojo de la montaña. Pronto apuntó a la cabeza desnuda de Mancio, mientras oía los arbustos sacudirse a su alrededor. - AH0RA L0S D0S P0DEM0S MATARN0S AQU1 M1SM0. La tortuga sobre la que montaba el androide se alzó sobre sus patas traseras, amenazante. Anton calculó que si saltaba con la suficiente fuerza aun tendría un buen ángulo de disparo, pero sabía que si fallaba caería a una muerte segura. Sintió el viento suave que bajaba de la montaña en su flanco derecho, y los dedos de esa mano presionaron con fuerza la izquierda. Cuando afrontó la idea de que el arma de rayos ultravioletas era su única defensa recordó el cañón de plasma. Arriesgar su vida en ese enfrentamiento no tenía sentido después de todo lo que había sufrido, y de no podía arriesgarse a pender el sistema teniéndolo tan cerca. - De acuerdo. - Dijo desactivando comenzando a separar cuidadosamente la estructura del arma de la de su brazo. La tortuga descendió, y de ella bajó Mancio, en apariencia tan aliviado como ella. - GRAC1AS. N0 QU1SE AMENAZARLA PER0 N0 ME DEJ0 ALTERNAT1VA. HUB1ESE 0D1AD0 ATACAR A M1 PR1MER V1S1TA. Con esas palabras en mente Anton consiguió sacar el arma. La serie de tubos rectangulares unidos por la cámara ovalada brilló, tan blancos como ella, en su mano sana. Se los extendió a Mancio. - ANTES ENTREM0S AL REFUG10. Así lo hicieron y el androide se sentó en el lecho rectangular. Las tortugas se dispersaron, solo quedando la primera que había aparecido, apostada en la entrada. - ¿QUE ME HARA QU1TARME EL RECTANGUL0? - Vas a recuperar parte de las memorias anteriores a tu llegada al desierto, y perder las que no te pertenecen. - ¿V0Y A PERDER LAS QUE H1CE AQU1? - Lo dudo, tengo razones para pensar que pasaste aquí muchísimo tiempo. - ES C1ERT0… ¿QU1EN ES MANZER? - Vas a recordarlo cuando te lo quites. - B1EN. Mancio procedió a desvestirse del resto del exoesqueleto, dejando cuidadosamente cada una de sus partes bajo el lecho. A pesar de que le faltaban las piernas Anton pudo confirmar que efectivamente se trataba de un androide de la serie Manxs. Entonces lo vio palparse la nuca, reconociendo el contraste del relieve del sistema con el del resto de su estructura. Sin pensarlo mucho más lo 44
arrancó de su encaje. Sus ojos se cerraron y cayó pesadamente sobre el lecho. Anton dejó su brazo-arma junto al androide inconsciente y tomó el sistema de su puño cerrado, oyendo una vez más el movimiento de los arbustos tras ella. Segundos después Mancio regresó: - Manzer… ¡Manzer era mi hermana! ¡Fuimos hechos con la misma interfaz orgánica! - Eso parece. - Le respondió Anton, esperando sacar de sus recuerdos algo que le sirviera para recuperar los suyos. - Ciudad Oasis, la guerra, los robots, ¿cuánto ha pasado de todo eso? - Más de cien años desde que la guerra terminó. Mancio se incorporó llevándose las manos al rostro, como constatando su propia integridad, tomó el brazo-arma y lo examinó unos instantes, para luego mirarla: - Sé que sos una ginoide doctora, ¿pero por qué no te recuerdo? - Nadie parece hacerlo. Yo también perdí mi sistema de evocación. - El que yo tenía lo encontré en el desierto, cuando me arrastré fuera del campo de batalla. Yo… hui. - ¿Dónde lo encontraste? Específicamente. - Anton tuvo la súbita esperanza de que el Sageinstein estuviese equivocado, y de que el sistema que tenía en su mano se tratara del suyo. - No recuerdo las coordenadas. Apenas se cómo sobreviví. - ¿Cómo llegaste hasta las montañas tan malherido? - Preguntó la ginoide señalándole las piernas. - Aquél Arboraurum. - Señaló Mancio hacía la entrada. - Al principio viví sobre su lomo, defendiéndolo con mi arma de los Carnifactores y a cambio tomando energía de su arbusto. Pero en cierta ocasión una de esas bestias me desarmó, y no tuvimos otra opción que huir aún más al este. Ahí fue cuando aprendí a hacer esas lanzas, como si las recordara de otra vida. - Probablemente así sea. Mancio se miró las manos, más rojas que las paredes de la montaña, curtidas por el trabajo del metal, y luego volvió a alzar la vista. - El caso es que nos topamos con la Muralla de Hierro, e inmediatamente recordé que no debía estar aquí, pero en cada ocasión que intentamos volver hacia el oeste nos detuvieron los Carnifactores, y en otras los mismos robots. - ¿¡Hay robots en la zona!? - Preguntó Anton, temiendo por su nave. - He visto pocos, quizás uno cada un par de años. Haciendo reconocimiento del perímetro. - ¿Y por qué no seguiste intentando huir? - Desistí del regreso porque los Carnifactores parecían crecer en número cada vez que lo intentábamos, y en su lugar construí este refugio para vivir escondido
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con los Arboraurum. Quizás con esta arma tengamos otra oportunidad. - Vio a la ginoide contemplar el sistema en su mano. - ¿Cómo llegaste aquí? - Tengo una nave. Ahora que lo pienso. - Dudó. - Podría llevarte. - No. Agradezco la oferta pero no puedo abandonar a los Arboraurum, hemos pasado demasiado juntos. - Entonces sigo mi camino. - Exclamó Anton, dirigiéndose a la entrada y buscando las palabras justas para aquel androide cuya debilidad comenzaba a exasperarla. - Antes de irte, ¿podrías decirme como esta Manzer? Parecías conocerla. - Bien, todavía protegiendo Ciudad Oasis. - Mintió, a la vez que el Arboraurum se corría, dejándola pasar. 00001000 (Capítulo VIII): Evocación de la Homo Spatialis [ Se levantó de la cama exactamente a las 5:54 de la mañana. Aún le quedan dos informes que revisar antes de presentarse al laboratorio. Había dormido desnuda porque el calor la incomodaba, removiendo en su cabeza ideas viejas y transformándolas en posibilidades nuevas, que se veía obligada a decir en voz alta para que quedaran registradas. Miró unos instantes el cielo estrellado de su cuarto y se incorporó. Al contacto de su pies con la alfombra las luces de las paredes se encendieron, mudando lo que antes había sido una representación tridimensional de un bosque por la de un jardín de flores, y el cielo estrellado por el amanecer. Se miró los pies abriendo los ojos de par en par para despabilarse, y buscó sus guantes en el estante móvil contiguo a la cama. Los dedos entraron en los guantes, y señaló al techo. El amanecer se trasformó en un panel de pronóstico del clima. Miró hacia arriba y volvió a repetir el gesto, como si quisiera presionar algo en el techo sin elevar el brazo. Una débil lluvia tomó el lugar del panel, como vista desde el suelo, a lo que ella respondió con un suspiro y otro levantamiento de su dedo índice, tras el cual volvió el amanecer. Lentamente se paró junto a la cama, todavía desnuda, y señaló al jardín-pared frente a ella. Dos puertas se abrieron para revelar un vestidor, que (continuando la ilusión de ser un jardín de flores) se extendía varios metros dentro de la pared, como un pasillo. Varias luces se encendieron en el estante móvil, de las cuales, tras pensarlo unos instantes, ella presionó dos. El estante se movió rápidamente en línea recta por la pared hacía la única entrada, y se perdió en la oscuridad de la habitación siguiente. Entonces ella se dirigió al pasillo arrastrando los pies. Caminó hasta el fondo acariciando las prendas a la derecha hasta que distinguió un conjunto de 46
pollera negra y camisa blanca, que sacó con cuidado. Tras ponérselo realizó el mismo recorrido, solo que esta vez sobre la izquierda y en un estante superior, hasta que a la mitad del camino encontró un par de zapatos que le parecieron dignos de un día de lluvia. El pasillo se cerró tras ella justo en el momento en el que el estante móvil regresaba con un capuchino y tres tostados. Apenas mirándolo de reojo señaló hacia la habitación a oscuras, y el estante hacia allí se dirigió. Ella se desperezó y caminó hasta el frente de su cama, y allí parada chasqueó los dedos. Del jardín-pared surgieron tres espejos, dos de ellos en ángulo sobre el que daba contra la pared, en los que ella confirmó que el cuello de su camisa estaba derecho. Tras buscar indicios de ojeras se paró firmemente frente a este y chasqueó los dedos nuevamente, y una serie de disparos de aire caliente acomodaron su desordenado cabello rubio. Lamentándose una vez del maltrato que ocasionaba el aire caliente a su pelo enrulado se encaminó a la habitación siguiente, desapareciendo los espejos cuando ella dejó de mirarse. Al transponer el umbral de la entrada las luces de la habitación se encendieron, continuando el jardín de flores en ella, y las de la habitación anterior se apagaron. Una mesa redonda, perfectamente blanca, la esperaba con el desayuno y los informes sobre ella. Tomó asiento en una de las cuatro sillas, la más cercana a ella, y sintió como el asiento se calentaba de acuerdo con la temperatura de su cuerpo. Golpeó suavemente la mesa con su dedo meñique y confirmó que eran las 6:15. Le dio un pequeño sorbo al capuchino y tomo el primero de los informes. Inmediatamente lamentó la mala redacción. Leyó las primeras tres páginas y lo encontró tan saturado de tecnicismos que cuando volvió a mirar la hora eran las 6:30. Respiró hondo y terminó su segundo tostado, procediendo a leer el resumen, e incluso en él tuvo que leer varias veces las dos últimas oraciones: “La confirmación de la posibilidad de existencia de vida basada en interfaces orgánicas queda por verse, siendo los resultados prometedores. Más estudios serán necesarios en cuanto al desarrollo simétrico de estas en agentes no finitos.” Cuando las comprendió terminó el café de un tragó y ojeó rápidamente las paginas finales. Si el informe decía lo que ella pensaba estaban al borde de un descubrimiento científico de proporciones incalculables. Y efectivamente, los resultados mostraban, a pesar de lo sobrecargados que estaban en su pretensión de cientificidad, que cierto tipo de vida en cuerpos mecánicos era posible. El segundo informe exploraba, teóricamente, las limitaciones de tal organismo, y específicamente “su adaptabilidad en situaciones variables”. Corrió la taza y el plato blancos, ahora vacíos, hacia el centro de la mesa, y estos se esfumaron como cayendo a través de ella. Alzó la vista al amanecertecho y pronto se perdió en sus pensamientos, intentando imaginar el mundo una vez que el Proyecto Andrómeda estuviese completo. Pero lo que imaginó le pareció horrible. Los androides en los que llevaba años trabajando con su equipo 47
de investigación estaban lejos de estar listos, y ni en Marte ni en la Europa jupiteriana había habido muchos más progresos. La simulación más exacta que habían podido realizar, como la narraba el segundo informe, preveía una nula o casi inexistente capacidad de evolución intelectual en aquellos nuevos organismos a pesar de su interfaz orgánica. No pudo evitar imaginarse un mundo de adolescentes metálicos, fanáticos de las armas. Muy lejos estaban de alcanzar el objetivo inicial de volver rehabitable la Tierra, o siquiera de protegerla. Faltaba mucho para que se realizara lo que le quitaba el sueño. Recordó entonces las anotaciones orales de la noche anterior, y previo a constatar que eran las 7:00 en punto, apuntó su mano derecha a la pared frente a ella, cerrándola de modo que todos sus dedos tocaran simultáneamente su pulgar. Una débil luz verde surgió de las puntas del guante, emergiendo de la pared una pantalla blanca que la ocupó en su totalidad. Tras algunos movimientos más de su mano una onda de audio ocupó la pantalla en lo que debía ser su registró de sueño, junto a un medidor de respiración y otro de temperatura. Escuchándose a si misma se levantó de la silla, y caminó hacia una de las esquinas del jardín-habitación, lista para su chequeo diario. Se detuvo a algunos pasos de la pared, todavía mirando a la pantalla, y una plataforma circular, blanca y dorada, se elevó bajo sus pies. Entonces un cilindro de cristal descendió del techo envolviéndola - “necesidad de biodiversidad” - y una luz verde procedió a escanearla - “pensamiento unilateral” -, de arriba abajo. Los resultados - “psicosis por longevidad” - saltaron en la pantalla debajo de la onda de audio, señalando que el envenenamiento por radiación se mantenía controlable, y entonces vio el pico en el audio y escuchó la palabra que sería la solución a su insomnio, como si la hubiese soñado: -“Crisálida” - ] Anton volvió a si misma totalmente perpleja. No solo no se trataba de su sistema de evocación sino que las memorias en las que estaba hurgando ni siquiera pertenecían a un androide. ¿Podía tratarse de los recuerdos de uno de los creadores? ¿Cómo habían quedado registrados? La pieza metálica que sentía en su nuca debía tener miles de millones de años si es que había pertenecido a una hembra Homo Spatialis. ¿Cómo había ido a parar a las manos de Mancio? La estremeció la idea de estar presenciando el origen de la Crisálida, y pensó en quitárselo rápidamente y destruirlo. Volver a él solo le traería más dudas, y ninguna respuesta. Perdió la vista en el cielo gris del norte desde la altura de la Muralla de Hierro, donde se había escondido lista para dirigirse a la tercera ubicación. Pero cuando vio entre las nubes a su izquierda las luces de Andrómeda le ganó la curiosidad. [ Al salir al pasillo ya no había jardines de flores, por lo que no pudo evitar quedarse viendo el visor. La lluvia artificial caía delicadamente sobre sus hombros, 48
cubriendo a su alrededor el pequeño bosque de árboles bajos y humedeciendo el camino de piedras que lo cruzaba. De frente a la entrada de su residencia y tras ese bosque, el visor la llamaba. Estaban en una zona de la atmósfera lo suficientemente baja como para que pudieran apreciarse aun los intrincados relieves, luces y sombras del planeta, rodeados por el brillante anillo de escombros de la vieja Luna. Cada mañana, después de alistarse para sus deberes diarios y partir exactamente a las 7:20 con el tiempo justo para llegar al laboratorio, el visor siempre le robaba unos minutos. En cada ocasión la superficie terrestre, llena de cicatrices, despertaba sus más primitivos instintos maternales, como si se tratara de un niño herido que necesitara cuidado, tras cuya triste contemplación se recordara que ese niño no era suyo, que ella lo había herido, y que como el monstruo que se sentía necesitaba huir. La idea de ser padresmonstruos del planeta se había asentado con el paso del tiempo, hasta que todos en el satélite artificial Pandora desearon con todas sus fuerzas, como mínimo, dejar al niño protegido en su inminente ausencia. Comenzó a caminar por el camino de piedras a través del bosque y el colosal túnel de cristal que daba al mundo, y en una esquina, antes de internarse en el teletransportador que la llevaría al piso de los laboratorios, contempló parte del progreso de sus esfuerzos. Sobre uno de los lados de Pandora toda clase de grúas espaciales trabajaban sin descanso, preparando lo que sería el cuartel de los protectores de la tierra. Tomó el teletransportador con la determinación renovada de que esos cuarteles no quedaran inhabitados. Se paró de vista al visor en el primer pasillo sin salida del túnel, donde se internaba el camino de piedras. Se tocó el pulgar primero con el índice y luego con el anular, y una luz blanca salida del techo y el suelo cubierto de hierba la hizo desaparecer. ] Por la curvatura en el horizonte del campo de visión, Anton confirmó, se trataba de la construcción de la habitación principal de los cuarteles de los Sageinstein, como ya había visto, semicircular. Sí el objetivo del Proyecto Andrómeda era la creación de androides con interfaces orgánicas, y posteriormente de los Sageinstein, ¿sería Pandora la nave-satélite en la que los hombres habían partido a las estrellas? [ Despertó bañada en sudor, sintiendo que no había dormido realmente. El cielo estrellado sobre ella se le hizo en exceso brillante, por lo que se giró pronto a buscar sus guantes en el estante móvil. Al girarse la sorprendió una arcada, y no pudo más que vomitar a un lado de la cama. Inmediatamente surgió de la entrada de la habitación una nube de nanorobots que se encargó de limpiar la alfombra, mientras ella intentaba incorporarse. Trabajosamente se sentó y buscó los guantes. El jardín-pared no tardó en aparecer. Presionó dos botones en el estante 49
y este salió disparado hacia la sala contigua. Intentando aplacar las náuseas alzó la vista hacia la sección del jardín-pared que ocupaba el ropero, buscando la lejanía. El estante regresó con un recipiente con agua y un vaso de jugo de naranja. Usó el primero para hacer buches y luego le dio un pequeño sorbo al jugo. Cuando lo volvía a depositar sobre el estante le sorprendió la delgadez de su propio brazo. Se detuvo unos instantes a mirarse esa mano, y después la otra, como reconociendo que al fin y al cabo esas eran las herramientas principales de todas su vida, y que manos no muy diferentes habían construido todo lo que la rodeaba en ese momento. En un arranque de esperanza se puso de pie de golpe junto a la cama, desnuda pero no de ambiciones, y tomando el vaso de jugo lo vació de un trago. Lo sintió caer pesadamente en su estómago y apuntando abrió el pasillo. Se internó en él volviendo a mirarse las manos y se decidió por la misma ropa que había usado el día del descubrimiento, salvo por los zapatos. Salió de él con paso decidido y en un acto reflejo chasqueó los dedos en el frente de su cama. Constató la simetría de su camisa y, hallándose ojerosa, presionó el espejo el punto en el que las bolsas bajo sus ojos se reflejaban, y estas desaparecieron inmediatamente de su rostro. Se alejó de él sin chasquear los dedos nuevamente, puesto que ya no había nada que peinar. En la habitación siguiente la esperaba, sobre la mesa blanca, una pila de informes sin leer, a los que no les prestó la más mínima atención. Se sentó pesadamente en la silla acostumbrada y golpeado la mesa con el meñique vio que eran las 7:15, exactamente un año después de haberle propuesto la idea de la Crisálida protectora al Consejo. Señaló a la pared opuesta y apareció la pantalla. Respiró hondo y se dispuso a hacerse el chequeo diario antes de partir al laboratorio. Sabiendo de antemano los resultados, el espacio entre la silla y la esquina florida de la habitación se le hizo enorme. Se paró en la plataforma circular, sintiendo que se desvanecía, y el cilindro cristalino la rodeó. Los resultados titilaban en rojo en la pantalla al momento en que ella se desmayaba. El niño había vencido a otro monstruo. - ¡Los signos vitales son débiles! - Le oyó decir a un hombre que caminaba a un lado de la camilla en la que la transportaban. - ¿Estás seguro de que no se puede hacer más? - Le respondió uno al otro lado, un compañero del equipo de investigación. - Ella misma lo dispuso así. - Sentenció el que parecía el médico, y entonces la vio intentando abrir los ojos, tras el respirador: - Doctora Sageinstein, ¿puede oírme? - Ella parpadeó una vez. - ¿Seguimos con el protocolo? - Volvió a parpadear. Sintió como el compañero le tomaba la mano y oyó al médico gritar: - ¡Que la lleven al laboratorio, voy a cerciorarme de que estén todos allí! 50
Sintió como los diminutos pies de los robots que la cargaban se detenían justo al final del camino de piedras, y vio la luz blanca. ] 00001001 (Capítulo IX): Tricéfala Lejos estaba la explosión de la bomba de sus pensamientos tras desentrañar el origen de los Sageinstein, aquél que ni siquiera ellos conocían y que sin duda saldaría su deuda. Una vez más, deslumbrada por lo que le devolvía el pasado, la ginoide sentía que sus descubrimientos no eran fortuitos, que los misterios que revelaba y que se le planteaban crecían a la par, volviendo su propia memoria algo cada vez más preciado, y urgente de encontrar. Con la sensación de que comenzaba a comprender un esquema de las cosas en el que siempre se había sentido diminuta unió su brazo al cañón de plasma, sabiendo que este no podría transformarse ya en el brazo perdido, y como buena Soldado, tomó rumbo hacia el norte dejando la Muralla de Hierro, dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias. El desierto fue dando lugar paulatinamente a una serie de pequeños lagos con la misma composición que el Mar Glauco, sumamente llamativos contra el dorado y rojo de la arena y el óxido de hierro. Estos, como en el caso de los Arboraurums, se volvían una masa verde y compacta en la distancia, y no demasiado lejos daban lugar a un pantano. Anton sobrevoló con la nave a ras del suelo reconociendo el terreno, y pudo observar que las lagunas no tenían demasiada profundidad, quizás tan solo unos cincuenta centímetros en promedio. Se trataba efectivamente de agua estancada, abandonada por lluvias pasajeras que no habían vuelto en mucho tiempo, y que el débil sol rojo no había podido evaporar. No había avanzado demasiado cuando comenzó a advertir humos de tonos violáceos sobre las lagunas, como si la persistencia del ácido hubiese corroído el óxido de hierro hasta su límite y lo hubiese volatilizado. El suave viento del noreste lo barría hacia ella desde la derecha, por lo que debió ascender para recuperar la visión. A pesar de la desolación del páramo se le ocurrió que era un paisaje digno de verse, una colorida escena de la que el mundo era capaz incluso en su parcial aniquilación. Saboreando lo que le traía su sistema de visión el descubrimiento de una última parte del cuadro la volvió a la realidad. Exoesqueletos vacíos y carcazas robóticas comenzaron a aparecer desparramados por las orillas del pantano, partes cercenadas que habían intentado en un último intento desesperado dejar las aguas esmeraldas. Y lo que parecía un campamento en la distancia. Antes de tener tiempo siquiera a girar la nave para buscar un lugar en el cual descenderla un rayo la interceptó en el medio del aire. Perdió altura rápidamente 51
pero Anton consiguió estabilizarla, y cuando se dispuso a abrir la compuerta y responder al fuego del campamento con su cañón, dos rayos más terminaron de destruir su sistema de levitación. Cayó inmóvil hacia uno de los lagos. La nave golpeó duramente contra la orilla, soportando el daño estructural gracias a la baja altura, y comenzó a hundirse rápidamente del lado de la compuerta. A fuerza de disparos de cañón Anton consiguió abrirse paso por el lado opuesto saltando al exterior. Aturdida y golpeada se arrastró por la arena cuando dos rayos más pasaron junto a ella. Entonces captó una señal que no estaba dirigida a ella: - “¡No era un robot General!” - “¡No podemos arriesgarnos! Cesen el fuego y manden por los Minocerontes. ¡Ni un solo androide más será abducido!” - “¡De acuerdo mi General! ¡Por el Creador!” Vio una serie de figuras verde oscuras y corpulentas acercándose a toda velocidad desde el centro del pantano, donde estaba el campamento. Cuando pudo incorporarse vio que corrían en línea recta hacia ella, atravesando las lagunas y la arena por igual. Apuntó su cañón sosteniéndolo con la mano derecha, buscando la precisión de francotirador necesaria para un primer tiro efectivo, puesto que, por la velocidad con la que se acercaban, no tendría tiempo para un segundo. Apuntó y esperó, y cuando las figuras tomaron las formas de tres toros metálicos el cañonazo dirigido hacia el que estaba en la posición central lo despedazó en la carrera. El impulso tiró a la ginoide hacia atrás. Cuando reaccionó tenía a las otras dos bestias prácticamente encima. Logró esquivarlas saltando justo en el momento en que iban a arrollarla. Los Minocerontes, que frenaron inmediatamente y recomenzaron la carrera con sus ocho afilados cuernos en su dirección, estaban sedientos de metal vivo. Sus fauces se abrieron de par en par para dejar escapar el fuego azul de sus entrañas vacías mientras que, ciegas, olían la energía corriendo por todos los sistemas de la ginoide. Anton se asentó en la arena, pensando en correr en la dirección de la que habían venido, pero pronto supo que alejarse aún más solo empeoraría la cacería. Vio a los toros metálicos tomar velocidad bajando las cabezas y, totalmente en contra del instinto de supervivencia que la había salvado tantas veces, decidió correr hacia ellos con el cañón en alto. La carrera no duró demasiado. Los cálculos de Anton, habiendo determinado la velocidad máxima de las bestias y la suya propia, le permitieron señalar el momento exacto en el cual disparar su cañón tras volver a saltar sobre ellas. Pero no había contado con que las mismas podían saltar también. Como en cámara lenta vio pasar al primer Minoceronte bajo ella, y disparó alcanzándole la parte trasera, pero no se esperó el salto del segundo, que la atravesó de lado a lado con dos de sus cuernos al embestirla en el aire. La primer bestia cayó y rodó sobre sí misma empujada por su propia velocidad, magullándose contra la arena. La segunda cayó pesadamente con Anton ensartada por el costado, e 52
inmediatamente empezó a sacudir su poderosa cabeza. Atravesando el dolor la ginoide llegó a posar su mano en el rostro hirviente del toro, antes de ser despedazada, y comenzó la fusión de interfaces. Su torso se unió al cráneo de la bestia e inmediatamente sintió como el fuego azul la inundaba por dentro. Anton-Minoceronte rugió en dirección al Minoceronte herido e inmediatamente comenzó su carrera hacia él. No solo lo veía, intentando en vano incorporarse, sino que olía las cargas eléctricas pasando por sus uniones y escapando por su parte trasera mutilada. Lo alcanzó en cuestión de segundos y no se detuvo. Perforó su lomo metálico e inclinando su mano sana una vez más sobre él volvió a fusionarse a la carrera. Una segunda cabeza bovina surgió bajo su torso, con sus respectivos cuernos, y un segundo par de patas delanteras apareció delante de las anteriores. Anton-BiMinoceronte se había transformado en una monstruosidad, y el olor del campamento la atraía hacia allí. Sus seis poderosas patas movieron la arena bajo ella como una estampida de un solo individuo, mientras que sus dos fauces bovinas no cesaban de escupir fuego. Se dirigió de lleno a una de las lagunas y la atravesó, oliendo al conglomerado de androides no mucho más adelante. Alguien gritó en la señal extraña que antes había captado, sin que ella pudiera comprenderlo, y varios disparos volaron a su alrededor sin poder tocarla por su velocidad. Vio el campamento en la distancia por unos segundos, hecho de los mismos materiales disimiles que Ciudad Oasis, y este desapareció en un instante. Oliendo un sistema de camuflaje cargó el cañón y disparó varias veces. Los rayos ahora le llegaban cada vez desde más cerca. Cuando el camuflaje cedió a su bombardeo vio a un grupo de androides apostados los unos junto a los otros en el centro del pequeño campamento y los atravesó como si ella misma fuese un rayo. Quienes recibieron la envestida no volvieron a levantarse. El grupo de androides que consiguió esquivarla tomó rápidamente nuevas posiciones al cubierto de las construcciones, mientras que Anton-BiMinoceronte despedazaba a los camaradas lo suficientemente desafortunados como para no morir bajo sus cascos, y quedar ensartados en sus cuernos. Las cabezas se sacudían saltando de un lado a otro, férreamente enfurecidas, mientras el brazo con el cañón buscaba impulsos eléctricos. Algunos rayos más surcaron el aire y se perdieron sin dar en el objetivo, el cual tenía plena conciencia de que su única debilidad era su falta de maniobrabilidad. Entonces, apenas algunos metros más al norte del centro del campamento, la triforme Anton volvió a disparar, y las placas enclenques del edificio a su derecha volaron por los aires al igual que los androides que lo usaban para cubrirse. Se oyeron gritos proviniendo del interior mientras se derrumbaba el primero de los cuatro edificios dispuestos en forma de cuadrado que conformaban el campamento. Pero duraron poco, interrumpidos por otra ráfaga de rayos, de los cuales uno fue a parar al cañón, desprendiéndolo del cuerpo de la ginoide. Al 53
zumbido del disparo le siguió inmediatamente un rugido y un océano de fuego, y no faltó mucho para que nada quedara en pie. 00001010 (Capítulo X): Ídolos de arena Anton recuperó la conciencia semienterrada en la arena, peligrosamente al borde de una de las lagunas de ácido. Al incorporarse advirtió que aún tenía su brazo-cañón, y como si lo hubiese soñado se palpó buscando las heridas de los cuernos que la habían atravesado, pero se encontró intacta. Aun así amarga fue su sorpresa cuando, buscando los sistemas de evocación que llevaba en su pecho, los encontró carbonizados por el fuego de las bestias que la había recorrido. Los restos de su nave flotaban a algunos metros, en la misma laguna cerca de la cual había despertado. Intentó ubicarse en el medio del pantano usando a Andrómeda, y confirmó que no estaba lejos del campamento en el que se hallaba el tercer sistema, pero no pudo verlo por ninguna parte. Hizo un paneo del área y tras confirmar la existencia de un sistema de camuflaje resolvió rodear la laguna hacia el norte e intentar encontrarlo. Cuando iba a medio camino vio lo que le parecieron una serie de sombras antropomórficas desaparecer cerca de la orilla opuesta. Se apresuró a rodear la laguna y se detuvo donde le pareció haberlas visto, pero no había nada. Entonces las vio nuevamente, incluso con mas nitidez, no muy lejos siguiendo el borde del lago. Corrió lo más rápido que pudo pero cuando llegó al lugar habían desaparecido. Se reubicó y advirtió que estaba justo donde había empezado, junto a los restos de su nave. Las sombras aparecieron una tercera vez, esta vez por donde ella había terminado el rodeo, y justo cuando estaba por volver a seguirlas se le ocurrió una alocada idea: su nave no se había desintegrado, como lo había hecho el halcón en el Mar Glauco, sino que se estaba hundiendo. La laguna frente a la que estaba no era acida, sino que era la desorientadora parte externa de un camuflaje convencional. Las sombras desaparecieron mientras Anton se predisponía a comprobar su teoría, inclinada en la orilla de la laguna. Desactivó por un instante sus sensores de tacto y hundió el cañón intentando mantener la calma. Para su alivió el líquido de la laguna era, efectivamente, inofensivo, y claramente había sido tratado de algún modo que emulaba al acido de forma indistinguible a la vista. Inmediatamente saltó a su nave y tomó de ella lo único que aún podría servirle: el sistema de camuflaje, sintiendo que le sería útil más adelante. Se preguntó si todos los pequeños lagos del pantano tendrían las mismas propiedades artificiales, pero lejos de estar dispuesta a comprobarlo metió los pies en el agua y comenzó a andar. Trabajosamente llegó al centro, sintiendo como la arena cedía ante sus pisadas metálicas, y finalmente se topó con la pared de lo que le pareció una edificación. El sistema de camuflaje 54
entero se desvaneció a su tacto, y una diminuta isla artificial apareció frente a ella. Seis edificios cilíndricos dispuestos en círculo, con techos cortados en diferentes ángulos y a diferentes alturas aparecieron frente a sus ojos. Subió a tierra y se dirigió al centro del círculo con su brazo-cañón en alto, alerta en todas direcciones. Oyó bajarse una compuerta y se giró inmediatamente hacia el edificio blanco a sus espaldas. - Tranquila. No vamos a hacerte daño. - Le escuchó decir a una ginoide amarilla y de cabeza desproporcionadamente grande, que se asomaba lentamente por la entrada. - ¿Quién sos? ¿Qué haces aquí? - Yo soy Opalia. Somos androides… - Exclamó mientras varios androides más salían de los edificios circundantes, y Anton los rodeaba apuntándoles con el cañón, para luego volver a ella: - …que escapamos al Pantano Espejo desde La Colmena. - Anton recordó súbitamente que La Colmena era el nombre que daban los androides a la ciudad de los robots. - ¿Qué hacían allí? - Los robots nos raptaron, pero algunos pudimos huir. - ¿¡Los raptaron!? - El sistema de respiración de Anton se aceleró, y corrió a tomar a Opalia por el cuello con su mano libre, sin advertir que esta frenaba a los androides a su alrededor, que ahora la apuntaban con todo tipo de armas. - ¿¡Cuándo!? - La mayoría hace tan solo algunos años. Los que se quedan allá no sobreviven mucho más. - Respondió la ginoide amarilla rápidamente, sujetando con ambos brazos el brazo que la sujetaba. - ¿¡Cómo los raptaron!? - Escuadrones de robots, casi siempre estando nosotros en misiones de exploración, lejos de Ciudad Oasis. - ¿Nadie recuerda robots gigantes? - Se giró Anton para preguntarles a todos, y se sorprendió al ver que le estaban apuntando. - No. Los asaltos parecían cuidadosamente organizados, furtivos. - Explicó Opalia, confundida. A Anton le daba la sensación de que su gran cabeza se empequeñecía y engrandecía en simultáneo con su respiración acelerada. La soltó: - ¿Por qué te interesan los robots gigantes? - No importa. Solo… solo… aléjense. Hizo algunos pasos hacia atrás tomándose el rostro, al centro del círculo de construcciones, aun apuntándole. - Probablemente todavía sientas los efectos del envenenamiento. - ¿Envenenamiento? - Anton sujetó con firmeza su brazo-cañón. 55
- Si, envenenamiento por los gases que exhuma el pantano. Los debes haber visto desde tu nave. Anton recordó los humos violáceos que había visto al acercarse, coloreando la escena entre las lagunas, el óxido y la arena. La ginoide amarilla continuó: - Te vimos caer con tu nave cerca de nuestra orilla e íbamos a socorrerte, pero fuimos atacados poco después. La amenaza ya ha cesado, así que si te apetece podemos revisarte. Quizás fuese el tono de sus palabras o su similitud con aquella ginoide, o quizás la distorsión de sus sentidos en un nivel que ya no podía negar lo que hizo a Anton bajar el brazo-cañón, pero en todo caso se sintió algo aliviada de que la carnicería que pensaba que había llevado a cabo hubiese sido tan solo parte de su imaginación. - Bien. - Sentenció Opalia haciendo bajar las armas con un gesto a los demás androides, e invitándola a entrar tras ella en el edificio cilíndrico del que ella había salido. Este resultó ser mucho más alto por dentro de lo que la ginoide hubiese imaginado. Las paredes redondeadas, tan blancas como el exterior, se alzaban en un círculo perfecto hasta perderse en un corte ovalado, que le parecía a Anton alguna clase de primitivo recolector de energía solar. - La distribución de los edificios nos permite recolectar energía de forma efectiva en cualquier momento del día. - Le explicó Opalia al verla mirando la altura. - Ahora por favor, parate en el centro. Grande fue la sorpresa de la ginoide cuando bajo sus pies surgió una plataforma con la imagen de un Sageinstein cincelada cuidadosamente en ella. Un cilindro de cristal bajó desde el ovalo en la altura y la rodeó, a la vez que los ojos del Sageinstein de la plataforma se abrían, y parecían escanearla con la misma luz verde que había visto en el recuerdo de la hembra Homo Spatialis. - ¿Quién es ese androide? - Le preguntó a Opalia a través del cristal, aparentando ignorancia y recordando el objetivo que la había llevado allí. - Es el Creador, quien nos inventó a todos. - ¿Cómo podes saber eso? - Lo vimos en su memoria, todos podemos verlo. Por eso no volvimos a Ciudad Oasis y nos quedamos aquí, donde la encontramos. Mientras la luz verde la escaneaba por segunda vez Anton luchaba por ordenar sus ideas. Bajo ningún punto de vista tenía sentido que los Sageinstein hubiesen creado a androides y robots si luego se preocuparían tan empedernidamente en evitar el contacto con ellos. Si la creencia de Opalia tenía algo de verdad debía tratarse de alguien totalmente diferente a los Sageinstein, que solo compartiera con ellos su forma. O quizás, fuese tan solo un invento del conjunto de psiquis 56
heridas de los androides tras el rapto, el nacimiento de otra facción construida en base a ídolos de arena, destinada a extinguirse. Opalia interrumpió sus pensamientos: - El envenenamiento es complicado de sobrellevar. En el caso de los androides eleva la temperatura casi hasta el punto de fundición y produce alucinaciones en todos los sistemas, pero raramente es letal y no vuelve a suceder si ya se ha sido expuesto. - ¿Qué pasa en el caso de los robots? - Preguntó Anton ya entreviendo el tamaño natural de la cabeza de la ginoide. - Afecta sus procesadores neuronales para siempre. Es irreparable. Y por ello damos gracias al Creador. - El pantano resulta ser entonces un excelente escondite. - Exactamente. Entre los humos y las lagunas acidas puede volverse un laberinto sumamente mortífero para quien no lo conozca. Anton se perdió mirando la plataforma bajo sus pies, y cuando estaba pasando el tercer haz de luz sobre ella preguntó: - ¿Por qué creen que los robots los raptaron? No es práctica común de ellos tomar prisioneros. - Tenemos razones para pensar que están experimentando con interfaces orgánicas, y que por ello nos… - Una señal sonó en el medio de su respuesta: - “Todos a la plaza, tenemos a la bestia.” La luz verde desapareció y el cilindro de cristal que la envolvía volvió a perderse en la altura, dejándola libre. - Parece que el General ha regresado. Si ya estas mejor me gustaría que me acompañes. La ginoide bajó la plataforma y la acompañó, sin tener la menor idea de lo que se encontraría afuera. Al salir al centro de la isla la sorprendieron tres androides montados en Minocerontes, lo que fue suficiente para alertarla, sin contar a la hembra de Homo Spatialis que había arrojado uno de ellos al centro del grupo de androides curiosos que acababa de dejar los edificios. - Tranquila. Los Minocerontes son bestias luxivoras que habitan el pantano. Son inofensivos. - Le señaló Opalia al verla tomar su brazo-cañón. Y realmente se parecían poco a las figuras verde oscuras que Anton había imaginado, o que quizás había visto en la distancia antes de colapsar. Mucho más pequeños en conjunto, sus cuernos eran redondeados y planos en las puntas, útiles solo para remover la arena o para captar luz y, al igual que los Arboraurums, carecían de bocas, dejando lugar a cuatro diminutos ojos tras los cuales no se entreveía más fuego que el de la débil luz que estaban acostumbrados a absorber. Aun así uno de ellos estaba salpicado de fluido rojo, por lo que la ginoide no pudo más que correr hacia el túmulo de androides temiendo lo peor. 57
Se hizo lugar entre los que la observaban y tocó su frente, encontrándola todavía más fría que su mano metálica. La hembra Homo Spatialis yacía inerte en el suelo, con el pecho reventado en una maraña de cables y placas rojas y blancas, y con varias quemaduras en piernas y brazos. Sabía que era una hembra por los recuerdos del segundo sistema de evocación, en los que otra hembra se había mirado en un espejo, compartiendo varios de los mismos rasgos, y porque no le salían cables marrones del mentón ni le colgaba nada de entre las piernas, como al ser que había visto el Doctor Antidio. Su rostro, crispado en un último gesto de dolor final, no se parecía a nada que hubiese visto antes, puesto que, como desafortunadamente había aprendido, los androides relajaban sus rasgos faciales al apagarse. De su sistema de respiración habían emanado dos delgadas líneas de fluido rojo, que ya se habían secado, probablemente surgidas por la fuerte presión ejercida en el pecho. No había manchas rosadas en ninguna parte, sino que la superficie entera de su cuerpo presentaba un blanco tan pálido como las construcciones que la rodeaban, sorprendiendo a Anton como cambiaban los cuerpos humanos cuando recibían daño fatal. Al mirarle detenidamente los brazos pudo ver en el derecho una especie de placa aún más blanca que la cubierta, saliendo del interior de este como si se hubiera partido. Primero se le ocurrió que debía tener alguna especie de esqueleto interno, y luego que seguramente había intentado defenderse de la embestida de los Minocerontes con ese mismo brazo. En la mano del otro brazo, aun cerrada con fuerza, entrevió una afilada roca de metal rojo, y pensó en la Muralla de Hierro. Buscó a Opalia para pedirle explicaciones y la encontró hablando con uno de los androides que había llegado montado, del color de los Minocerontes, de torso largo y encorvado sobre sí mismo, presumiblemente el General. - ¿Dónde la encontraron? - Los interrumpió tras acercarse. - Lo mismo podría preguntar de usted. - Inquirió el General mordazmente. - Ella es la Doctora Anton, de quien le estaba hablando. - Respondió Opalia, y ante la sorpresa de Anton de que supiera su nombre: - El escaneo señaló que te crearon en Ciudad Oasis, así que no tenemos nada que temer. Como le decía, cayó cerca de la orilla de nuestra laguna, envenenada por los gases del pantano. - ¿Qué te trajo tan lejos? - Le preguntó el General, sin hacer esfuerzo por ocultar su desconfianza. - Busco mi sistema de evocación perdido. - ¿Y que te hizo pensar que lo encontrarías por aquí? - Los Sageinstein me lo dijeron. - Respondió Anton, sabiendo que la verdad la llevaría lejos. - ¿¡Los Sageinstein!? - Exclamó alarmado el General, y continuó: - ¿Qué pruebas tenés de que siquiera existan? 58
Anton corrió su collar lanzagranadas y sacó su sistema de evocación provisorio, para luego mostrárselo. El General lo tomó, temblándole ambas manos: - Es un honor. - Para luego inclinar la cabeza en señal de respeto. - Es igual al sistema del Creador, General. - Observó Opalia, emocionada como la viera Anton por primera vez. - Así es. Es idéntico. - Respondió este mientras se lo devolvía a Anton. - ¿En qué podemos ayudarla Doctora? Si me permite remendar mi descortesía anterior. - Me gustaría ver el sistema del que llaman su Creador, pero antes respóndanme: ¿Por qué tanta seguridad? ¿Por qué quedarse en el pantano y no volver a Ciudad Oasis? - Como Opalia le ha contado pensamos que los robots están tomando androides prisioneros para experimentar con nuestras interfaces orgánicas. Con que fin último no estamos seguros, pero a través de los años hemos visto toda clase de monstruos como el que nos atacó hoy. - Dijo señalando al cadáver de la Homo Spatialis. - Nos quedamos porque aquí nos une y nos protege nuestra lealtad hacia el Creador, y porque es aquí donde él hizo el sacrificio máximo para crearnos a todos. - Continuó Opalia. - ¿Qué saben de los Sageinstein? - Que eran hermanos del Creador, y que lo rechazaron. Pero sin cuyo rechazo nosotros nunca hubiéramos existido. - ¿Cómo saben eso? ¿Lo vieron en su sistema? - Si, todos podemos ver en sus recuerdos. Ese es otro de los milagros del Creador, y prueba de que estamos unidos a él. Anton recordó la compatibilidad orgánica de la que le había hablado el Sageinstein 55-4-2, y lo encontró difícil de creer, pero en lugar de cuestionarlos pasó al tema que necesitaba su atención inmediata. - ¿Dónde la encontraron entonces? - Dijo moviendo su cabeza en dirección a la mujer muerta, a lo que el General le respondió: - No muy lejos de aquí, hacia el sur, por eso podemos confirmar que proviene de La Colmena. Quizás haya captado nuestra señal al atacarla, Doctora. La avistamos hurgando en las entrañas de un Minoceronte, como si buscara algo. Parecía inmune a nuestros disparos, por lo que nos vimos obligados a atacarla con todo. Tememos que se trate de una nueva arma de los robots creada con tecnología androide. Anton hizo uso de toda su fuerza de voluntad para tragarse la oscura verdad, y mantenerla oculta frente a los androides que tenía en frente, que ahora no podía ver más que como lo que eran: adolescentes metálicos, fanáticos de las armas, a quienes la verdad enloquecería. 59
00001011 (Capítulo XI): Evocación del Creador Una vez que consiguió convencerlos de que se deshicieran del cadáver de la mujer en una de las lagunas la llevaron a otra de las construcciones cilíndricas, en esta ocasión a la más alta del conjunto. Entraron, ella y Opalia siguiendo al General, y se encontraron en una habitación decagonal construida interiormente con lo que parecían partes de numerosos androides y robots diferentes. En las paredes y perdiéndose en la altura, se repetía el gravado del Sageinstein Creador, parado, al contrario de estos, con su cuerpo y rostro en la misma dirección, como lo había visto Anton en la plataforma. Una delgada y retorcida columna oscura se alzaba del centro de la habitación, sosteniendo un sistema de evocación en dirección a la compuerta en cuyo umbral ellos estaban parados: - Sea bienvenida a la Habitación del Creador, Doctora. - La introdujo Opalia. - Confiamos en que encuentre en el sistema más respuestas de las que nosotros podemos darle. - La alentó el General. En el centro de aquella habitación, en la construcción norte de aquella isla, en el centro de la laguna, en el centro de aquel pantano, Anton se entregó a las memorias del primer poblador de la Tierra abandonada. [ No había quedado nada, solo un desierto que se extendía en todas direcciones, barrido por las inclemencias climáticas. Todavía estaba caminando pero no recordaba cuando había comenzado. Tenía que haber comenzado en algún momento. Las huellas que dejaba en la arena lo seguían, y se perdían en la distancia tras él. Eran sus huellas, pero él no sentía que fuesen sus pies los que las dejaran. En ocasiones se miraba incluso las manos, y las encontraba extrañas, demasiado negras, demasiado largas. Cada vez que lo hacía tenía la sensación de que había conocido a alguien más, no sabía si negro y largo como él, pero alguien al fin, que también tenía la costumbre de mirarse las manos. La idea de haber conocido a alguien lo impulsaba a seguir caminando, pensando que alguien lo esperaba en algún lugar del inmenso desierto. A pesar de su infinita soledad no sentía tristeza, porque ni siquiera estaba seguro de haberla sentido alguna vez. Poco a poco descubrió que su mente estaba llena de palabras cuyo significado se había perdido, palabras que designaban sentimientos y cosas que no existían entre la arena, y que por lo tanto bien podrían nunca haber existido. Lo único que sabía era que caminaba y recordaba el gesto de mirarse las manos, y por ello él mismo existía, entre el desierto y la cúpula de nubes.
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Muchas veces, como con el desierto, se preguntó que había más allá de las nubes inmóviles, y no pudo imaginarse más que estratos y estratos superpuestos de las mismas nubes, hasta el infinito. Una vez se detuvo e intentó penetrar el cielo con sus ojos y le pareció ver una sombra roja, que se movía tan lento que debió pasar varias horas mirándola para percibir su movimiento. No se había detenido más porque quería encontrar a quien lo esperaba en el desierto lo antes posible, pero tenía la sospecha de que había algo más en el cielo. Sin poder determinar cuándo, en cierto momento avanzaba por una duna especialmente alta y lo vio: una espiral luminosa, aún más grande que la sombra roja, y se sintió observado desde ese entonces. No mucho después comenzó a hablarles a los objetos en el cielo, pareciéndole también su voz extraña. Los llamó, al primero, Sol, y al segundo, Andrómeda, como si hubiese visto los nombres escritos en la arena. Les contaba de las variaciones del terreno, del tamaño de las dunas y de cuantas veces se había caído esa jornada, hasta que se retiraban de su campo de visión y los despedía. Cuando Andrómeda se retiraba aprovechaba para mirarse las manos, y en ocasiones las hundía en la arena frente a él y continuaba caminando, viendo como esta se le escurría. Como no tenía palabras para la noche y el día, solo los diferenciaba porque en la primera hacía más frío y en el segundo había más luz. Sol jugaba apareciendo y desapareciendo entre un momento y otro, mientras que Andrómeda prefería la noche para brillar. Fue una noche en la que el frío, como de costumbre, lo estaba haciendo avanzar con mayor lentitud, cuando Andrómeda le señaló una línea en la lejanía, tan negra como él mismo, que cortaba el horizonte verticalmente, surgiendo de la arena y perdiéndose en las nubes. Caminó hacia ella lo más rápido que pudo, temiendo que desapareciera con la llegada de la luz. Cayó algunas veces pero se incorporó rápidamente, convencido de que alguien habitaba esa torre. Cuando Sol comenzaba a entreverse a sus espaldas llegó a su base, y sin saber que más hacer la abrazó. Fue transportado a un lugar totalmente diferente. La arena bajo él se había vuelto blanca, y mucho más fina al tacto, como lo comprobó de inmediato. Se encontraba en la orilla de una playa que se extendía hacia los lados y abrazaba el mar, y extasiado, comenzaron a llegarle palabras que había olvidado, y que de repente tenían frente a él sentido y existencia: blanco, caracol, espiral, hermoso, viento, calor, orilla, agua, mar, azul, pez, comida, algas, plantas, verde, sal, olas, espuma, plateado, aves, alas, cielo, feliz, celeste, distancia, estrella, amarillo, día. Pero apenas un instante después de fijar los ojos en aquel Sol rejuvenecido fue arrancado de la escena por un vacío negro, y se encontró temblando de frío junto a la torre oscura, nuevamente en su mundo. Entonces vio descender desde la 61
altura a un ser igual a sí mismo, o por lo menos con sus mismos pies y manos, que se deslizaba por la torre en su dirección, confundiéndose su figura negra con esta. Tras pararse retrocedió algunos pasos, y lo sorprendió notar que la cabeza del ser y su cuerpo estaban en diferentes direcciones que las suyas. Este, habiendo llegado a algunos pasos de la base de la torre se detuvo, y lo observó un instante, tras el cual estiró uno de sus largos brazos negros en su dirección. El hizo lo mismo, acercándose lentamente hasta que las palmas de sus largas manos se tocaron. Sintió una ola de calor recorriéndole todo el cuerpo, proveniente de esa mano, como si el ser lo estuviese reconociendo, y entonces oyó sus primeras y últimas palabras: - Solo los Sag-ein-stein pueden ascender. Inmediatamente el ser soltó su mano, y lo vio perderse en la altura, tan rápido como había aparecido. Totalmente confundido pensó en abrazar nuevamente la torre, y cuando lo hizo un campo de fuerza, surgido como una explosión, lo empujo por los aires arrastrándolo por la arena hasta que perdió el conocimiento. Lo recobró cuando la sombra de Sol se erguía en medio del cielo nuboso, y al mirar en la dirección en la que había ido hacia la torre no encontró más que la continuación inalterable del desierto. Se miró las manos buscando respuestas, arrodillado en la arena, pero no encontró más que el recuerdo del océano azul visto desde la playa. Andrómeda le devolvió la mirada desde el horizonte, e inmediatamente calculó a través de ella la ubicación de la torre. Caminó hacia allí hasta que Sol volvió a desaparecer, y de improvisto chocó con el muro invisible que lo había alejado. No podía verlo, ni al muro que le evitaba el paso ni a la torre tras él. Lo golpeó con toda la fuerza de la que era capaz. Lo pateó, lo empujó, lo chocó, lo abrazó exhausto. Poco después de haber recuperado aquella fugaz felicidad recuperó también una ira que le duraría hasta el resto de sus días, signada por la duda: ¿Por qué? Permaneció junto al muro muchos días y noches más, recuperando fuerzas lentamente a través de la luz de Sol, e intentando conciliar los recuerdos de aquel mundo con el del suyo. Durante esos días se sintió solo por primera vez, sabiendo entonces que el único otro ser que había en el mundo lo rechazaba. Su impotencia frente al muro inalterable lo llenó de rencor hacia Sageinstein, un día tras otro, hasta que se convenció, a pesar del tiempo incontable que había pasado vagando por el desierto, de que no podía ser el único sobre la faz del planeta. Debía haber alguien más, quizás el alguien de quien recordara el gesto de las manos fuese otro. Un día se separó del muro para no regresar, y recomenzó su camina perdiéndose entre las dunas, acompañado de Sol y Andrómeda, y dispuesto a crear su propia playa en algún lugar del mundo. ]
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Anton dejó un instante el sistema en la columna oscura, mientras, en la penumbra de la habitación decagonal, se le ocurrían dos extrañas ideas: había visto a la hembra Homo Spatialis del segundo sistema mirarse las manos de una forma similar, y recordaba a alguien junto al médico sosteniéndole la mano en gesto de intimidad, mientras la llevaban al laboratorio. Y si lo pensaba bien, ella tampoco tenía a nadie en el mundo. [ La marcha continuó hasta que los días se volvieron, nuevamente, imposibles de contar. Impulsado tanto por el fantasma de las manos de alguien como por el odio a Sageinstein anduvo hasta que en algún punto sin coordenadas halló un depósito de metales, que surgían de entre la arena, desde las entrañas de la tierra, y se regocijó. No podía crear nada a partir de la arena, pero esos metales eran la materia prima de su propia existencia, y por lo tanto podían serlo también de otras. Bajo la luz titilante de Sol escarbó noche y día con sus manos desnudas, centímetro a centímetro en la arena, como si buscara en ella, enloquecido, otra torre oscura. Cuando la roca bajo el desierto le hizo imposible continuar había olvidado a sus etéreos acompañantes. Ahora en el desierto había un agujero, y en el agujero un yacimiento de variados metales, que se retorcían y danzaban sobre sí mismos, brillantes y salvajes, pero inertes. Con el recuerdo de la playa como un ideal soñado luchó por darles forma, peleando poco a poco por recuperar un conocimiento que sentía de otra vida, que le llegaba más allá de la arena y las nubes, como un goteo de luz. Muchas formas le dio al metal, de peces y de aves, que sintió vacías. Pero no se detuvo nunca, puesto que si bien ya no caminaba, su mente corría tras las formas, las partes, las ideas, en ese poso en ninguna parte. Tanto corrió sobre sí mismo que a través del tiempo se encontró en habitaciones, laboratorios, campamentos y ciudades que él mismo había creado, pero que no reconocía en la locura de su labor. Corrió buscando a alguien, hasta que finalmente lo comprendió: los peces, las aves y alguien estaban vivos, él no. Entonces se halló en un sector totalmente diferente de su conocimiento recuperado: la capacidad de dar vida. Vagó por sus laboratorios y ciudades, mientras corría dentro de su propia mente, hasta que encontró la respuesta en el cielo. ¡Era hijo de sus olvidados acompañantes! ¡Sol era su padre y Andrómeda su madre! ¡Había sido tan obvio que lo había pasado por alto! ¡Allí estaban la energía y la forma de la creación! Pasaría mucho tiempo más hasta que las gotas de luz de su reconocimiento llenaran sus expectativas, y finalmente recordara lo que le daba vida a él mismo: su interfaz orgánica. Para ese momento las construcciones que nacieran de los metales crudos y las formas inanimadas habrían danzado con el frío y el viento del desierto, en una puja por la resistencia de la existencia. Y una noche elegida, tras arrebatarle al olvido la estructura elíptica de la vida y sus materiales, una de sus 63
creaciones se movió en sus manos, por cuenta propia, y le siguieron muchas más. Nacieron así de la arena y el metal los Ferrumavis, los Symbiones, los Arboraurums, los Carnifactores, los Minocerontes, y muchísimas otras bestias que devolverían la vida a la Tierra abandonada. Y por algún tiempo él recuperó alguna fracción de la única felicidad que conocía, pero pronto se dio cuenta de que no era suficiente. Las bestias no eran más que eso, y el necesitaba una mente en la que sentirse reflejado, una mente que contemplara a sus padres con su misma fascinación y que constituyera con él una resistencia al desierto. Pero estaba más allá de sus capacidades. Poco a poco la idea de una soledad mental inevitable se irguió sobre él, llevándolo a despreciar a sus primeras creaciones, y a alejarse de ellas. Cuando advirtió que evitándolas estaba haciendo lo mismo que Sageinstein le había hecho a él rozó el borde de la locura. Incendió sus laboratorios y herramientas, sus ciudades y materiales, con un fuego azul devorador de metales que ardería por tanto tiempo que crearía precipitaciones acidas, y volvió al desierto, solo con sus manos y sus padres, intentando olvidar aquel paraíso perdido y entregarse a la caminata sin fin de la que el mismo había surgido. Indecible la cantidad de tiempo que vagó nuevamente por el desierto, huyendo de la oscuridad que crecía dentro de sí mismo, hasta que surgió de su creciente demencia una última gota de luz. Se detuvo por última vez, y aplicando lo que había recuperado con la creación de las bestias comenzó a manipular su propia interfaz. Luchó a través de su propio dolor hasta que consiguió hacer nacer de sí mismo otros dos seres, diferentes a él pero su continuación: el Programador, perpetuador sus ideas, y el Ingeniero, perpetuador de su técnica. El primero tendría la capacidad de crear interfaces, tomando como mapa la de su creador, y el segundo podría darle soporte a estas, a través de las memorias de su otra vida. Sabiendo esto el no-Sageinstein caería por última vez en la arena, hecho nada más que un caparazón vacío como el caracol que habría visto en la playa, siendo lavado por las mareas de viento frío y la lluvia acida hasta desaparecer. Cerrando finalmente las manos de sus padres sus ojos exhaustos. ] 00001100 (Capítulo XII): Siembra Se halló aun pensando en el Creador mientras montaba al Minoceronte que los habitantes del pantano le habían cedido, en dirección a la ubicación del próximo sistema. Por primera vez se preguntó qué haría una vez que lo consiguiera, que reuniera todos las partes disponibles del rompecabezas de su existencia, como si se hubiese visto reflejada en aquel androide perdido en el desierto, que sin conformarse con crear a las bestias habría continuado hasta su muerte. Se vio 64
forzada a alejar ese pensamiento cuando se topó nuevamente con la Muralla de Hierro, y se mantuvo alerta. En algún punto en el sur Mancio debía estar luchando su camino fuera del territorio de los robots, o quizás ya estuviese afuera, androide digno de la envidia del no-Sageinstein. La señal del cuarto sistema la guiaba justamente hacia la sección del desierto entre las cuevas donde el Doctor Antidio había encontrado al hombre y donde comenzaban las formaciones rocosas, que había atravesado en la nave para llegar allí. Ante la confusión de no haberlo sentido antes la sorprendió advertir que este se movía, lenta pero perceptiblemente hacia las cuevas. Cabalgó al Minoceronte rodeando el perímetro de las montañas rojas hasta que las lagunas verdes quedaron detrás de ella. La bestia avanzaba como un rayo, cortando la arena con sus fuertes pisadas, con una velocidad que la ginoide no creía posible dada su corpulenta estructura. Alcanzaban los noventa kilómetros por hora cuando vieron a una manada de Carnifactores bajar de las montañas a su izquierda. Saltaban desordenadamente de pico en pico, chocándose entre sí, con los ojos fijos en la presa. Comenzaron a perseguirlos apenas pasaron a su lado, con una determinación que solo podía deberse a un hambre funesto, y la carrera del Minoceronte se aceleró aún más. A pesar de no estar fusionados Anton podía sentir las vibraciones de su lomo, el cual empezaba a perder estabilidad. Al mirar hacia atrás pudo confirmar que era una persecución inútil: los Carnifactores corrían tras ellos a toda velocidad, como una marea de sombras, pero jamás los alcanzarían. No pasaría demasiado hasta que los superaran y los dejaran atrás, pero el Minoceronte no lo sabía, y corría cada vez más rápido. De seguir así podrían pasar dos cosas: que callera por su falta de estabilidad y los despedazara a ambos arrastrado por su propia velocidad, o que agotara su energía y los Carnifactores lo alcanzaran. Afortunadamente, y justamente por no estar unidos, la ginoide contaba con la movilidad suficiente para llevar a cabo una tercer alternativa: usar su cañón. Disparó dos veces a la marea de sombras pero el tiro se perdió por la vibración del arma y la homogeneidad negra con la que se camuflaban las bestias. Entonces recalculó el ángulo de disparó y abrió fuego una tercera vez, justo en el camino de la manada, donde una fracción de segundo después el proyectil daría contra uno de ellos. El Carnifactor cayó e inmediatamente, ante el asombro de Anton, fue despedazado por el resto de las sombras, que se plegaron sobre él y parecieron olvidarse del aterrorizado Minoceronte, oyéndose en la distancia el aullido final de su ahora única cabeza. Paulatinamente la velocidad del toro metálico descendería y volverían a hallarse solos entre el desierto y las afiladas montañas. El resto del trayecto hacia el sudoeste pasó sin complicaciones, pero aun así, cuando se acercaban al punto señalado, ligeramente más cerca de las cuevas que cuando lo había sentido por primera vez, el Minoceronte estaba exhausto. La 65
carrera acelerada había consumido gran parte de su energía, por lo que pronto caería rendido, cual una estatua durmiente, hasta que consiguiera devorar la suficiente luz solar como para volver en sí. Luchando contra su pesadumbre creciente la ginoide había conseguido arrastrarlo hasta allí, solo para encontrar que el sistema no se hallaba en ninguna parte. Su primer instinto le señaló que debía estar indefectiblemente hundido en las homogéneas arenas, siendo movido por el viento creciente. Tras calcular las posibilidades, teniendo en cuenta que la cabeza del Minoceronte, que sería su única herramienta de excavación, estaba por caer rendida sobre la arena en la que podrían tardar días en encontrar algo tan pequeño como un sistema de evocación, la embargó la desesperación. Desmontó, y parada en el medio de la zona señalada miró en todas direcciones, sin la menor idea de por dónde empezar, o siquiera de si podría hacerlo. Entonces, al girarse trecientos sesenta grados sintió una leve vibración bajo sus pies, y al volver la vista a la bestia exhausta la encontró levitando en el medio del aire, sin causa aparente. Rápidamente escaneó el lugar, y descubrió que se trataba de un campo de fuerza magnético cuyo centro se hallaba bajo ellos. Le sorprendió no haberlo deducido antes: el sistema no se hallaba en el desierto, sino en las cuevas, y alguien o algo estaba peleando su camino fuera de ellas. Sin siquiera pensarlo abandonó al Minoceronte, que solo retrasaría su carrera, y se dirigió hacia las cuevas con toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas. Usando el punto en el que había surgido el campo de fuerza comenzó a trazar un mapa estimativo de la distribución de los túneles, que reconfiguraba a medida que sentía otros campos explotando a su alrededor. El sol rojo se ponía frente a ella cuando alcanzó el conjunto de cuevas. El túnel dentro del que se movía el sistema parecía tratarse de una curva perfecta hacia el sudeste, sin lugar a duda hecho artificialmente. Sin tiempo para pensar en que era lo que conectaban las cuevas Anton se internó en una de ellas, no muy lejos de donde habría sido destrozado el Doctor Antidio. Las paredes interiores se hundían en una oscuridad tan impenetrable que ni siquiera sus ojos de halcón podrían traspasarla, y las explosiones magnéticas se acercaban rápidamente, por lo que la ginoide tomó la determinación de escabullirse entre las rocas y esperar a lo que fuera que saliera de ellas con su cañón listo. Sintió algunos temblores más, cada vez con mayor fuerza, y de repente estos cesaron. Se aceleró su sistema de respiración al comprobar que el objetivo aún se movía pero ya no se generaban campos. Mantuvo la vista clavada en la ahora silenciosa oscuridad hasta que le llegó una brillante luz azul desde el interior del túnel, y pronto las sombras de decenas de cuerpos ennegrecieron incluso la entrada de la cueva. El Capitán apareció frente a ella con la mitad del cuerpo cubierto en llamas azules, con un lanzagranadas magnético en una mano y el sistema en la otra. - ¿¡Capitán!? 66
Su único ojo miró enloquecido en todas direcciones hasta que finalmente la vio alzarse tras la roca y le apuntó de inmediato con el lanzagranadas. Intentó disparar varias veces, pero el lanzagranadas estaba vacío. Una fracción de segundo después decenas de brazos de todas las formas y tamaños lo habían tomado por las piernas, y había desaparecido en la oscuridad. Anton se adentró inmediatamente en el túnel siguiendo la luz azul mientras oía en la distancia el desplazamiento de una multitud de pies robóticos. Calculó un número de seres cercano a la veintena y avanzó con el cañón en alto. Los siguió lo más rápido que pudo intentando no perderlos de vista, pero la persecución no duró demasiado, puesto que no mucho después la luz dejó de moverse. Entonces se oyeron una serie de golpes, como descargas eléctricas, y a los gritos del Capitán le siguió la restauración del silencio. Usando la curvatura del túnel como escudo la ginoide se inclinó para ver la escena, y sin previo aviso cuatro robots saltaron a su encuentro. Consiguió inhabilitar a uno con un disparo que lo atravesó y fue a dar contra las paredes del túnel, causando el desprendimiento de una cortina de polvo que los rodeo al instante, pero no pudo hacer nada contra el resto. Uno de ellos saltó rápidamente a la boca de su cañón sujetándose a él con firmeza, y tras inmolarse en una potente descarga eléctrica el brazo de la ginoide cayó inmóvil. Los otros dos la arrojaron rápidamente al suelo cavernoso y con el mismo mecanismo inmovilizaron su pecho y su otro brazo. El polvo no se había disipado cuando sintió a otros tomarla por las piernas y luchó en vano por alejarlos. Le fue imposible calcular el tiempo que la arrastraron por el túnel, pero era seguro que este se internaba profundamente en las entrañas del desierto. Luchó por mover sus extremidades sin el menor éxito: las descargas de los robots parecían especialmente diseñadas para contrarrestar la circulación de energía de los androides. Intentó comunicarse con el Capitán enviándole señales en todas las frecuencias imaginables, pero no recibió nada. Buscó señales del Minoceronte abandonado para poder ubicarse, pero estaban demasiado profundo bajo la tierra. Durante todo el trayecto, y tras haber apagado sus sensores de tacto, solo vio la luz del fuego azul reflejada en el techo rocoso, y tuvo la sensación de que caía en caída libre hacía la boca de una bestia enorme. Cuando desistió de luchar contra su inmovilidad e intentó deducir los motivos del actuar de los robots una terrible idea le llegó desde la oscuridad a sus pies: podrían haber tomado el sistema de las manos paralizadas del Capitán sin esfuerzo, pero claramente los necesitaban vivos, y si se trataba de un rapto, como en caso de los androides del Pantano Espejo, solo podían estar dirigiéndose a La Colmena. En las paredes de la cueva comenzaron a apreciarse manchones de un metal negrísimo, allí donde la roca había cedido, que palpitaban atravesados por series de circuitos de un rojo incandescente. Una compuerta se abrió en la distancia 67
emitiendo un largo chirrido que le heló la sangre, y el fuego que consumía al Capitán menguó rápidamente y se extinguió, apagada por la corriente de aire proveniente del final de túnel. Sin querer averiguar la magnitud del lugar al que la llevaban para que se generase semejante corriente, Anton pensó en el último recurso que le quedaba, aquel que por poco había usado cuando se halló malherida bajo las partes metálicas tras la explosión de la bomba: apagarse. Sus posibilidades de escapar de La Colmena eran prácticamente nulas, y bien podía conformarse con lo que había descubierto de su pasado a través de los sistemas que había recuperado, sabiendo mucho más del mundo a través de ellos que lo que habría sabido si nunca hubiese perdido el suyo. Había recorrido tierras lejanas y conocido toda clase de biomas y criaturas, e incluso había tenido en sus manos sistemas tan antiguos como los androides mismos. Estaba a punto de hacerlo, mientras traspasaban la masiva compuerta, cuando lo que oyó la hizo cambiar de idea. 00001101 (Capítulo XIII): Anagnórisis Le llegaron simultáneamente los gritos desgarradores tanto de androides como de Homo Spatialis, desde todas direcciones, como si la compuerta hubiese contenido el sonido mientras se acercaban, y la colmó una ira de la que no se creía capas, ni como Doctora ni como Soldado. Habían arribado a una ciudad subterránea inmensa, cuyas paredes de palpitante metal negro se perdían en la altura desafiando cualquier tipo de medición. A pesar de su posición, todavía paralizada de espaldas en el suelo y firmemente sujetada por los robots, Anton pudo ver escaleras del mismo material que parecían levitar de un lado a otro, conectándose entre sí y deshaciéndose para formar nuevas uniones, mientras transportaban escuadrones enteros de robots, cuyo número sobrepasaba cualquier estimación posible. Los que llevaban al Capitán se detuvieron no muy lejos de la compuerta y se arrojaron sobre él nuevamente. Lo examinaron unos instantes hasta que le arrebataron el sistema, y luego procedieron a unirse a los que la llevaban a ella, que finalmente le habían soltado las piernas y la examinaban también. La manosearon por lo que le pareció a la ginoide una eternidad, hasta que comenzaron a forzar las placas de su pecho en busca de los sistemas de evocación destruidos que ella guardaba aún allí. Sin poder defenderse unió su grito silencioso a los que la rodeaban, mientras sentía como se hundían los dedos metálicos de sus atacantes en las uniones de su caja torácica, y como el metal blanco cedía lentamente a la fuerza. La desesperación dio lugar a la sorpresa cuando salió de su pecho el mismo destello de luz negra que cuando había caído del halcón frente a la torre oscura. Los robots la soltaron 68
inmediatamente y se alejaron retorciéndose en la oscuridad, quedando ella y el Capitán solos e inmóviles en la entrada de la ciudad. Las placas de su pecho tomaron su forma original mientras Anton intentaba dejar de lado las explicaciones y arrastrarse hacia la salida, cayendo en la cuenta de que seguía sin poder moverse. La contemplación forzada a la que estaba sometida debido a su posición le permitió ver, gracias a la débil iluminación, incontables semiesferas empotradas en las paredes sobre ella, aún más negras que estas, que también se perdían, en números incalculables, en la altura. Para su horror no pasó demasiado hasta que una dejó la pared transformándose en una esfera completa, y descendió lentamente sobre el Capitán, devorándolo en su impenetrable negrura. Los gritos continuaban penetrando el aire, y al ser absorbido por la esfera le dio la impresión a la ginoide de escuchar también el del Capitán. Otra se separó de la pared no muy lejos y descendió sobre ella. Como la úvula de una bestia de fuego y metal negro la empujó dentro suyo, y al tragarla todas las luces se apagaron. En un principio no sintió nada, solo la pérdida total de dirección mientras flotaba con sus sensores de tacto apagados y su propia renovada furia. Fue cuando la esfera volvió a tomar su lugar en la inmensa pared que sus sensores se reiniciaron automáticamente, y sintió como de esta surgían haces de luz roja que la desgarraban. Inmediatamente pudo moverse, pero ya era demasiado tarde: los haces de luz le atravesaban piernas y brazos, por lo que si continuaba resistiéndose terminaría despedazándose a sí misma. Luchó contra su propio instinto para mantener la cordura e intentó apagar nuevamente sus sensores de tacto, teniendo éxito. Confinada en ese nuevo y terrible ataúd la semiesfera la obligaba a mantenerse inmóvil y a ciegas, vedándole la posibilidad de prever cualquier movimiento de los robots. Incluso si conseguía disparar su brazo-cañón, solo conseguiría volarse a sí misma. Pronto se hizo evidente, una vez que confirmó que aún le llegaban los tortuosos aullidos del exterior, que solo le quedaba una esperanza: intentar entrar en razón con el Capitán. - ¡Capitán! ¿Puede oírme? - La única respuesta fueron los gritos, ininteligibles en la distancia. - ¡Capitán!... - No hubo respuesta, pero le pareció oír un alarido no muy lejos de ella. - ¡Sé que puede oírme! - Gritó la ginoide a todo pulmón. - Doctora. - ¡Capitán! ¿¡Qué hacía aquí!? - ¡NO! - El grito le llegó fuerte y claro, como si se lo hubiese gritado en el rostro. - No voy a responder una sola pregunta suya. ¡Usted me hizo esto Doctora! Anton guardó silencio.
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- Lo que le hizo a la guardia… No tiene idea de a cuantos perdimos porque la Comandante no podía pelear. - ¡No me dejaron opción! - ¡SIEMPRE HAY UNA OPCION! ¡Rompió todos los protocolos y puso en peligro al Programador! - ¡El Programador no necesita ser defendido! ¿¡No se dan cuenta de que es todo un capricho suyo!? ¡PATETICOS NIÑOS DE OJALATA! - La voz de Anton se distorsionó, como si ya no fuese la suya. Su ira había hablado por ella. No se oyó nada desde la esfera del Capitán, hasta que preguntó: - ¿Un capricho? - He visto cosas a través de las memorias que ni siquiera podría imaginarse Capitán. He visto a los creadores de los creadores luchar una y otra vez por dar vida, estando inconformes siempre con el resultado, sin excepción… Los gritos del exterior parecieron apagarse por un instante mientras Anton sentía su propia respiración. Perdió la vista en el reflejo de los haces de luz en la nebulosa negrura de la esfera, y continuó: - Fuimos creados para acompañar a un ser solitario en el desierto, Capitán. No tiene idea de lo insignificante que son sus bajas en el gran esquema de las cosas... - Hubo una pausa. - Ha cambiado mucho Doctora. - No he tenido opción. - Aun así eso no la redime de sus crímenes. - Sentenció el Capitán. - Quizás no, pero ya se da una idea de la magnitud de la situación en la que me vi arrastrada. Por ello, por favor, respóndame: ¿Qué hacía aquí? - Quizás se halla dado una idea errónea de cómo funcionan las cosas en Ciudad Oasis durante su última visita Doctora, pero déjeme decirle que funcionan con muchas más rigurosidad de la que usted cree. - Anton se contuvo de decirle que ella también había sido creada allí. - Cuando finalmente pudimos reducir al robot ámbar el Programador me culpó a mí por el ataque y su escape, con justas razones. Mi incompetencia me llevó al destierro, el peor destino que puede dársele a un androide. Pero verá, el Programador me dio una posibilidad de redención: no recuperar el sistema robado, que según él ya estaba manchado por sus memorias Doctora, sino investigar la ubicación del sistema original de Hawkins. - ¿¡Hawkins!? ¿Qué había de malo con el sistema de Hawkins? - A pesar de la brutalidad de su ataque pudimos reconstruirlo, y allí nos dimos cuenta de que su sistema de evocación había sido reemplazado por un artefacto de origen robótico. El robot ámbar no nos había atacado solo. Con ese descubrimiento advertimos que los robots se habían estado infiltrando en la ciudad por lo menos desde el fin de la calamidad, utilizando esa especie de control mental 70
para analizar nuestras debilidades. - Inmediatamente Anton pensó en los androides del Pantano Espejo, raptados en el desierto para experimentación. - Así que se me encomendó la tarea de seguir el rastro del aparato que controlaba a Hawkins, y ello me llevó aquí, donde encontré su sistema original para pronto descubrir que puede resultar fácil entrar, pero para nada salir… - La ginoide permaneció en silencio, intentando procesar la información. - ¿Qué hace usted aquí? - Preguntó el Capitán. - Aquí se encuentra el último de los sistemas compatibles conmigo. - Parece que su escape la llevó a toda clase de lugares. - Así es, y este parece ser el peor de ellos. Aun así he conocido androides que se jactan de haber escapado. - Si es cierto lo han hecho de una forma que desconozco… y seguramente no por los túneles. ¿Le dijeron? - Nunca podría haber previsto que yo misma me encontraría en el centro de La Colmena, pero creo que salieron por la superficie. - Respondió la ginoide triangulando la ubicación en la que creía que se encontraban con las cuevas y el pantano. E inquirió inmediatamente: - ¿Dónde estaba el sistema? ¿Cómo se las arregló para pasar desapercibido? - No se apresure Doctora. Ya no soy su aliado. - ¡NO HAY TIEMPO PARA ESTO! - Solo respóndame: ¿Cómo era el ser en el desierto que antes mencionaba? Anton respiró hondo. - ¿Alguna vez escuchó hablar de los Sageinstein? - Si, el Programador nos ha contado leyendas sobre ellos. - Bueno. Igual pero diferente. - ¿Diferente en qué sentido? - Físicamente su rostro estaba en la misma dirección que su cuerpo, e intelectualmente los superaba con creces. - Fascinante. En una ocasión el Programador nos contó que los Sageinstein tenían esa particularidad porque les evitaba el sometimiento a la corporalidad, y los obligaba a primar la mente por sobre todas las cosas. Pareciera que ambos son necesarios. - No me sorprendería que fuese el caso. - ¿Ese ser tenía nombre? - No que yo sepa. Quienes guardaban su memoria lo llamaban el Creador. - Digno ser por el cual pelear ese Sageinstein completo… ¿Por qué pelea usted Doctora? Anton no respondió. - ¿Y quien lo creó a él? - Una mujer en una nave. Una Homo Spatialis. 71
- Increíble... - Le resultará aún más increíble saber que muchos de los gritos que escuchamos provienen de réplicas de hombres. - ¡Imposible! Para crear un hombre uniendo interfaces orgánicas se necesitarían… millones de androides. - Desde la esfera del Capitán llegó un aullido que se unió al coro de fondo. Ambos mantuvieron silencio por unos minutos. - ¿Sabe porque mantuve la cicatriz de mi ojo cuando pude repararla? - No tengo idea. - Para recordarme cuantas veces estuve cerca de mi destrucción durante la guerra. Para recordarme lo importante que era para mí el Programador. No somos tan diferentes Doctora, usted cambió una de sus manos, que antes había utilizado para sanar, en un arma, y yo mi ojo en algo más. - No entiendo, ¿con él pudo infiltrarse? - Mi ojo emite un pulso electromagnético que confunde a los robots, y que según mis cálculos, con el tiempo suficiente, puede deshacer estas esferas. El problema es que hacer después. Anton recordó el sistema de camuflaje que había tomado de su nave hundida, afortunadamente todavía unido a si cintura gracias a la luz que había alejado a los robots. - ¡Tengo un sistema de camuflaje! Creo que tiene la fuerza suficiente para cubrirnos a ambos. - Bien. Solo queda el problema de recuperar el sistema, los detalles de la huida los veremos cuando lleguemos a ese punto. - ¿Dónde lo encontró antes? - Fue un arduo camino. No recuerdo cuanto tiempo estuve vagando entre túneles y escaleras pero varias veces el pulso de mi ojo se quedó sin energía, y tuve que absorberla de los robots que se me acercaran demasiado, por ello el pútrido fuego azul. Aun así creo que puedo llevarnos hasta la habitación donde lo encontré. Pero antes deberíamos pasar por los cuartos de armas. No podemos contar solo con su cañón porque sin duda estará mejor guardada que la última vez. - ¿De allí había tomado el lanzagranadas? - Efectivamente. Los robots no pueden calcular con nuestra exactitud las variaciones y proporciones del entorno, por lo que, si bien en combate son feroces, son pésimos guardias. No debería ser muy difícil con su camuflaje. - Parece que no tiene otra opción que confiar en mí. - Señaló Anton. - No me ha dado opción. - Respondió el Capitán, y a la ginoide le dio la impresión de que, en circunstancias mejores, lo hubiese visto sonreír.
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Aun así, no pudo alejar de su mente el sonido de los disparos vacíos con los que la había sorprendido en la entrada de la cueva. 00001110 (Capítulo XIV): La Colmena Las esferas se partieron como si estuviesen hechas de cristal, y ambos cayeron. Consiguieron aterrizar sin demasiado alboroto contra el suelo de metal oscuro e inmediatamente se cubrieron con el sistema de camuflaje, tal como lo habían planeado. Por unos segundos le pareció a Anton que los robots que ahora guardaban la compuerta los habían visto. Recién se tranquilizó cuando los vio volver las miradas a la oscuridad de la ciudadela, de espaldas a la puerta, y entonces el Capitán le señaló que lo siguiera. Avanzaron contra la pared, entre las luces y sombras que esta proyectaba, alejándose de la entrada. Poco a poco los márgenes de la ciudad robótica comenzaron a entreverse más allá de la zona de las esferas, y las escaleras flotantes se continuaron en la distancia, recortadas por la luz roja que ellas mismas emitían. A medida que avanzaban las construcciones iban acercándose a la pared, como si la forma de la ciudad fuese un cuadrado que estuviese metido dentro de un cuadrado mayor, que fuesen las paredes. Las edificaciones, rectángulos verticales sin salidas o entradas aparentes, alcanzaban sin excepción, en un análisis detenido, los cinco metros y cincuenticuatro centímetros. Al internarse entre ellas dos cosas habían llamado la atención de la ginoide: la cantidad de esferas apostadas en las inmensas paredes, cuya magnitud crecía a medida que tomaban perspectiva y se alejaban, y la velocidad con la que se movía el Capitán. - No se quede atrás Doctora. La Colmena está compuesta de cuatro niveles y recién acabamos de dejar el primero. - ¿En cuál está el cuarto de armas? - En el tercero. El tiempo es esencial, debemos llegar a él antes de que se den cuenta de que desaparecimos. Continuaron andando agazapados para minimizar el ruido hasta que dejaron atrás la línea donde empezaban los edificios. Indistinguibles, estos se alzaban dejando apenas espacio para transitar entre ellos, separados tan solo por estrechas callejuelas oscuras. Cuando Anton estaba por preguntar que función cumplían el Capitán la detuvo, y le señaló hacia la altura de uno de ellos. Las pasajeras sombras rojas de cuatro robots delataban que estaban vigilando en todas direcciones. Con un gestó de su mano sana él le indicó que se desviarían, y Anton lo siguió. - ¿No podría haber usado el ojo?
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- Confundir a cuatro hubiese causado demasiado alboroto. Pensaba en ir en línea recta y luego seguir hacia el sur, pero parece que el sudoeste es todo lo que tenemos. Esté atenta. Poco a poco los gritos fueron quedando atrás, por lo que debieron avanzar con mayor lentitud. El rodeo los llevó a avanzar zigzagueando entre las construcciones, predisponiéndolos a toda clase de sobresaltos por las formas que creaban las luces, pero no pasó demasiado hasta que vieron en la distancia el próximo límite. Se movían pegados a la pared de uno de los rectángulos cuando oyeron ruidos prevenientes de su interior. Corrieron a refugiarse en la esquina del que quedaba enfrente, cubriéndose con las sombras, cuando el suelo comenzó a temblar. El edificio sobre el que se habían apoyado se tiñó de anillos de luz roja, la cual parecía absorber del suelo sobre el que estaba asentado. Anton levantó el cañón pero el Capitán la detuvo: - No. Esperemos. Creo saber lo que pasa. Los anillos rojos cubrieron todo el edificio y separándose ruidosamente del suelo este comenzó lentamente a levitar, para luego acelerar de un segundo a otro y perderse en la altura. Inmediatamente otro edificio idéntico surgió del lugar que este había ocupado, y se irguió en la altura, sin diferencia perceptible. - ¿¡Que fue eso!? - Recuerde que estamos en la metrópolis del Ingeniero, Doctora. Estos edificios deben funcionar como microchips que puede manipular a su antojo… Y le apuesto que ese no estaba cumpliendo sus expectativas. - ¿Cómo puede tener tanto poder un robot? - Preguntó Anton, de alguna forma también preguntándose a sí misma, con los robots gigantes en mente. - Desconozco. Pero es una razón más para apresurarnos. Dejaron la esquina y continuaron velozmente. Llegaron al próximo límite alertas en todas direcciones, conscientes de que la falta de robots no podía ser buena señal. Al igual que en el primero, donde el suelo de metal oscuro daba lugar abruptamente a los edificios perfectamente alineados, el tercer nivel comenzaba con lo que parecían triángulos piramidales, en apariencia igualmente negros y herméticos, cuyas puntas no superaban los tres metros de altura. - Estaremos prácticamente al descubierto en esta zona, así que esté lista para disparar y huir si nos descubren. El cuarto no está muy lejos, pero no debemos confiarnos. Sígame de cerca. El bosque de afiladas pirámides resultó ser un verdadero laberinto bajo la débil y cambiante luz de las escaleras. En varias ocasiones el Capitán se detuvo, y contemplo la distancia, como si lo que viera no se correspondiera con el recuerdo que tenía. Aun así consiguieron avanzar lentamente al sudoeste, usando como referencia otra cualidad de las mismas pirámides. Sin previo aviso y sin seguir ningún patrón distinguible, de las puntas de algunas de ellas surgían esferas 74
oscuras como en las que habían estado encerrados, que pronto se inflaban y elevaban, levitando en dirección a las paredes del primer nivel. Delatando los puntos cardinales en su lento vuelo les hicieron posible marcar el paso en la dirección correcta, hasta que se toparon con una barrera en apariencia infranqueable: - ¿Acaso esa neblina es..? ¿Nanobots? - Preguntó Anton confundida. - Mis lecturas señalan lo mismo. - ¿Cómo se supone que vamos a pasarla? - No estaban allí la primera vez, y algo me dice que fueron diseñados para seguir las marcas energéticas de los androides. Si sos metalíferos deberíamos poder llamar su atención. - ¡Se están acercando! - ¡No les apunte directamente! ¡No les hará nada y sabrán de donde vino el disparo! Anton saltó fuera de su escondite entre las pirámides y disparó lo más lejos que pudo hacía el sur. Tras una explosión de fuego azul la neblina se arremolino y comenzó a dirigirse hacia allí. - ¡Rápido, al cuarto de armas! - Le gritó al Capitán, que atónito veía como la niebla pasaba por sobre sus cabezas. Corrieron a toda velocidad saltando entre las pirámides, mientras la masiva niebla blanca relampagueaba de rojo a su alrededor, cortándoles el campo de visión. Inmediatamente Anton advirtió como los nanobots comenzaban a colarse entre las uniones de su cuerpo, y la herían por dentro a pesar de sus sensores de tacto aún apagados. El sistema de camuflaje comenzaba a fallar cuando el Capitán le ordenó que disparara al frente. La carga de plasma dejó el cañón sin objetivo aparente, pero su recorrido removió la niebla frente a ellos lo suficiente como para que este se reubicará en el caos. Llegaron al límite del tercer nivel cuando la cortina de nanobots volvía a cerrarse y el dolor se volvía insoportable. Entonces el Capitán la tomó del brazo y disparó su cañón nuevamente. Entraron a la fuerza en un edificio ovalado, y la niebla desapareció tras ellos. Cayeron a tierra, y la ginoide sintió por unos instantes como si el fuego de su alucinada fusión con los Minocerontes volviera. Cuando pudo incorporarse y confirmar que afortunadamente habían llegado al cuarto de armas el Capitán aún se retorcía a su lado. - ¡Capitán! - ¡Aléjese! ¡No puedo contro-larlos! - Gritó este alejándola. Anton volvió a acercarse, y posando su mano en la frente metálica confirmó que los nanobots en su interior lo estaban devorando vivo, demasiado débil él para combatirlos por el dañó que había recibido en su anterior intento de huida. La ginoide miró a su alrededor buscando algo con lo que socorrerlo pero se encontró 75
con el contrario: armas negras se camuflaban en las paredes circulares, rodeándola en todas direcciones. Una vez más era víctima indirecta de guerra, como había sucedido en el puesto de infantería, y aún peor en este caso, los robots no necesitaban de reparaciones. Los brazos del Capitán comenzaron a temblar, emitiendo un sonido metálico al chocar reiteradamente contra el suelo de la habitación. La ginoide intentó en vano transferir su energía a su mano para repararlo, el daño era demasiado. - ¿¡Qué puedo hacer!? - No puedo apagarme Doc-to-ra… - Murmuró el Capitán mientras la mitad herida de su cuerpo comenzaba a brillar de azul. - Eje-cu-teme. No me deje a los ro-bots… Anton vio como el ojo herido se volvía blanco, hasta desaparecer, y toda una serie de memorias le volvieron como un relámpago a la mente. Antonia, su antiguo yo, había presenciado la misma escena una y otra vez a lo largo de incontables décadas, y cada una de aquellas muertes volvía como aguja a su interfaz orgánica. Como Doctora había visto morir a muchos más de los que había salvado, sintiendo el peso de las pérdidas sin excepción. Solo como Soldado había sido lo suficientemente ligera como para ahondar en los recuerdos del mundo y sobrevivir, yendo más allá que nadie, y advirtiendo en el camino que los sacrificios eran inevitables. - No hay tiem-po. - Exclamó el Capitán. Anton dejó su lugar junto al él y se dirigió hacia una de las armas en la pared. No podía usar su cañón porque corría el riesgo de volar todo el edificio, por lo que tomó una pistola de rayos gamma, rápida y certera. Se acercó al cuerpo tembloroso del androide y le apuntó inmediatamente entre los ojos, irreconocibles. El fuego azul llameaba ya con fuerza, alimentado por la corriente de aire proveniente del agujero que habían hecho para entrar en la habitación. Más allá la niebla aún rondaba, y un tropel de robots la atravesaba con las armas apuntadas en esa dirección. 00001111 (Capítulo XV): Omnioide Respiró hondo el aire viciado y sintió el peso del arma en su mano. Pero no pudo disparar. Vio al Capitán retorcerse a sus pies mientras el fuego azul comenzaba a consumir su lado sano, y no tuvo mucho más tiempo para debatirse: la sombra de un robot se proyectó desde el agujero en la pared. La ginoide se giró inmediatamente hacia él y disparó simultáneamente con el cañón y la pistola. La explosión lo despedazó al instante, pero también alertó a la niebla y, aturdida, la ginoide vio como esta devoraba las partes del robot, acercándosele 76
peligrosamente. Saltó sobre el Capitán y tomándolo por el cuello comenzó la fusión de interfaces. Cuando emergió del agujero varias decenas de robots habían rodeado la construcción. El Capitán-Anton resultó ser considerablemente más alto que ellos dos. Dos cicatrices conformando una cruz cruzaban sus ojos ciegos, ambos capaces de emitir pulsos electromagnéticos. Sus dos brazos superiores se habían transformado en cañones de plasma, y los dos inferiores, como en el caso de Manzer, sostenían las armas robadas. Aun así la fusión no pudo hacer nada contra el fuego azul, que manaba desde sus hombros y descendía por su espalda, a ambos lados. Apenas lo tuvieron en vista los robots comenzaron a disparar, pero él no se quedó atrás. Usó el pulso electromagnético para desorientarlos y abrió fuego sin detenerse hasta que los disparos enemigos cesaron. El mismo se sorprendió dentro de su furia al no sentir los disparos que recibía, y fue recién cuando se disipó la neblina que vio que lo rodeaba el mismo campo protector que lo había salvado de caer en el Mar Glauco, solo que en esta ocasión podía moverse dentro de él. Pronto advirtió en la distancia que más robots se acercaban, como una masa de sombra sin principio ni fin, hacia su posición. Inmediatamente saltó sobre la construcción y emprendió la retirada hacia el cuarto nivel, quemándole por dentro la energía unida del androide y la ginoide. Tras el edificio ovalado se elevaba un campo de gigantescos tubos plateados, cuyos extremos se curvaban y perdían en el suelo donde comenzaba el cuarto nivel, extendiéndose desde allí a la distancia, por sobre el suelo y uno al lado del otro, hasta una construcción circular en la lejanía. El Capitán-Anton los atravesaba a paso veloz, saltando de uno a otro para despistar a sus perseguidores, ya sin resguardo posible, cuando advirtió que lo seguían de cerca y le apuntaban, pero no disparaban. A la carrera apuntó su cañón a uno de los tubos a su derecha y disparó sin pensarlo. El cilindro plateado se despedazó sin ofrecer resistencia, y de él surgió un líquido rojizo, que al contacto con el aire se solidificó tomando altura, con la consistencia de una roca. Sin tiempo para conectar los tubos plateados con el origen del Muro de Hierro el omnioide procedió a disparar detrás suyo formando un arco, del que pronto surgió un muro de metal rojo que ralentizaría a los robots. Desde la esfera, que lo permeaba del sonido, pudo ver que la construcción circular era en realidad una masiva plataforma negra, que bajaba y subía con una velocidad irreal, creando la ilusión de solidez. Al acercarse aún más pudo confirmar que se trataba de una forma primitiva de la misma teletransportación que había visto en los cuarteles de los Sageinstein, capas de desintegrar ejércitos enteros bajo ella y reintegrarlos en la altura. Sin saber exactamente con que se encontraría en lo alto llegó al final de los tubos plateados, que volvían a internarse en el suelo antes de dar en la zona de la plataforma, y se lanzó de un saltó lo más cerca que pudo de su centro.
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Reapareció en medio de un estrecho pasillo con incontables ramificaciones, cuyas dimensiones no pudo determinar, tan solo que se encontraba mucho más cerca de la superficie. Una línea de luz roja cortaba al medio las paredes y el techo, con la altura mínima para que el omnioide pudiera transitarlo completamente erguido, iluminando los múltiples caminos posibles. Su primer pensamiento fue que tal ubicación no se correspondía con la magnitud de la plataforma teletransportadora, e inmediatamente se mantuvo alerta ante la posibilidad de que pudieran haberlo guidado allí adrede. Avanzó con cada uno de sus brazos apuntando en una dirección mientras giraba para no mantener ningún pasillo fuera de su campo de visión. No había ninguna compuerta o visor que le permitiera ubicarse en relación al exterior, pero la burbuja protectora aún lo rodeaba y la memoria del Capitán pronto le indicó la dirección a seguir. Poco a poco el fuego de su fiebre y la ira de la ginoide se volvieron indistinguibles, y no pasó demasiado hasta que se halló nuevamente corriendo, en esta ocasión hasta donde creía, se hallaba el centro de La Colmena. Se paró en seco al descubrir dos compuertas abiertas, enfrentadas, en el medio de uno de los pasillos, y se acercó en guardia. Su fuego azul se unió al de las paredes cuando, apoyado sobre una de ellas, miró sobre el borde de una de las compuertas, sin idea de cuán difícil le sería quitar la mirada. Frente a él se abría lo que parecía un depósito de Homo Spatialis. La luz roja que también iluminaba esa habitación volvía aún más rojo el fluido que surgía de mucho de ellos, sobre todo el de los que yacían atravesados en las paredes de los lados, irreconociblemente deformados. Muchas de sus partes, blancas y faltas de vida, flotaban en un líquido cristalino, cuidadosamente ordenadas según su similitud, en tubos de cristal que surgían del suelo y se perdían en el techo. Pero lo que más llamó la atención del omnioide fueron las cabezas cercenadas que halló unidas con cables rojos a la pared opuesta, que poco a poco se iban despertando de su tormento a medida que las recorría con la mirada, y lo miraban a él. Tanto hombres como mujeres, todos con rostros y formas diferentes, parecían gritarle sin voz, con todas sus fuerzas. Sordo al otro lado del campo de fuerza el CapitánAnton no movió su exoesqueleto un centímetro, pero comenzó a oír desde dentro de sí mismo una voz familiar, que repetía en la distancia: - “Ahora que sé lo que son, tengo que sal-varlos.”- Entonces sintió movimiento tras la compuerta en cuyo lado estaba mirando, y se giró hacia ella con todas las armas en alto. Halló al Ingeniero con la memoria firmemente esgrimida en una de sus extremidades y con dos robots a cada lado, como si hubiese estado esperándolo. Similar a un formícido de la antigua Tierra -“ sé lo que son”- resultaba imposible decir si se trataba de un androide o un robot, puesto que su estructura asemejaba mucho más a la de una bestia que a la de un ser antropomórfico. A diferencia del Programador este era mucho más pequeño y contaba con un solo par de 78
extremidades, que terminaban en tres dígitos, saliendo de la segunda sección de su cuerpo dividió en tres. Sin mediar palabra el omnioide - “tengo que” - corrió en su dirección, intercambiando disparos con los robots. Su fuego azul se agitó y creció al recibir la burbuja los disparos -“sal” -, pero estos no tardaron en caer a pesar de su robustez -“varlos”-. Fue cuando vio caer al último y apuntaba todos sus brazos hacia el Ingeniero cuando el campo protector desapareció y le llegaron los gritos de los Homo Spatialis detrás de él, aquellos que había dejado a su suerte. - “Ahora”- Entonces vio a este alzar uno de sus delgadísimos brazos y elevar un dedo. Un destelló de luz roja llenó la habitación oscura mientras los nanobots que habían quedado en el cuerpo del Capitán hacían explotar el cuerpo del omnioide en millones de fragmentos. 00010000 (Capítulo XVI): Germinación [ Lo primero que vio al abrir los ojos fueron los muros del laboratorio, pero lo primero que sintió fueron sus pulmones llenándose de aire. Sus ojos se abrieron de par en par, observando la intrincada estructura de las paredes multiformes, acostumbrándose a la débil luz que se filtraba desde el techo cristalino. Cuando bajó la mirada para analizar el suelo descubrió un par de diminutos pies de metal blanco, y piernas sobre ellos, e inclinó la cabeza hasta que su pera chocó con su pecho, y descubrió recién entonces que tenía cuerpo. Inclinada en lo que parecía una cámara hecha del mismo cristal que el techo, estiró por primera vez sus brazos, e inmediatamente se miró las manos. Una serie de uniones negras surcaban todo su cuerpo y se volvían más notables justamente en las puntas de sus dedos. Perdió la vista en ellos, moviéndolos lentamente, en ocasiones juntos y en ocasiones separados, hasta que los alejó y volvió a tocar, sin querer, la cámara que la rodeaba. Sintió el cristal tibio y lo acarició, viendo como las articulaciones de su mano acompañaban el movimiento. Apoyó ambas manos en él y volvió a acariciarlo, manteniendo el contacto, hasta que un horrendo silbido que parecía salir de él surcó el aire. Inmediatamente quitó las manos y el silbido se detuvo. Para su sorpresa la cámara se abrió, elevándose lentamente el semi cilindro de cristal que se había separado, y pronto se vio inundada de aire nuevo. Olía en él toda clase de esencias desconocidas cuando en el muro frente a ella descendió una compuerta que no había advertido en su primera inspección. Un androide igual de blanco traspaso el umbral lentamente, y le dirigió la mirada, con los ojos tan abiertos como los de ella. Se acercó y se detuvo justo a un lado de la cámara abierta, mientras ella sostenía los brazos firmemente pegados al cuerpo. Entonces escuchó sus primeras palabras. - Bienvenida Antonia. 79
El pequeño androide junto a ella acababa de emitir sonidos totalmente diferentes al zumbido, desde una cavidad en su rostro. - Ya casi esta lista. Voy a activar la inyección de información, solo tardará unos segundos. Su boca pronunció las palabras lentamente, y del mismo modo se deslizó hacia donde terminaba el cilindro, justo donde había visto sus pies por primera vez. El androide se inclinó y pareció tocar algo en la base. De un segundo a otro sintió Antonia un cosquilleo en la parte trasera de la cabeza, y descubrió que esta estaba unida a la pared tras ella, por lo que parecía una mucosidad elástica. Su mente se colmó de tantas imágenes, datos, información y sonidos y sensaciones que tuvo que cerrar los ojos, pero el malestar pasó casi de inmediato. Entonces pudo hablar: - Doctor Antidio, un placer. La mucosa que la contenía en el cilindró se desintegró y sus piernas quedaron libres. Acababa de nacer otro de incontables androides, y como ellos en su momento, Antonia se predispuso a pararse por primera vez. Tomó las esquinas de la cámara con sus manos y se esforzó por sacar el pie derecho fuera de ella. Le siguió el izquierdo, y justo cuando parecía que estaba afuera, se tambaleó peligrosamente, desacostumbrada al peso total de su cuerpo. El Doctor se le acercó rápidamente para contenerla, pero ella lo detuvo con el brazo. Volvió a apoyarse sobre la cámara y estiró las piernas, hasta que pudo mantenerse firme sin sostenerse. - De tres vueltas a la habitación de este a oeste, si es tan amable. - Le pidió el Doctor, sin duda midiendo su recién adquirida destreza física y mental. Antonia así lo hizo, apoyándose en un principio en los muros, y luego moviéndose por su cuenta. Cerró la tercera vuelta a los pies de la cámara de cristal, y el androide habló nuevamente, complacido. - ¡Excelente! Ya podemos ir al centro de aterrizaje para que contemple a Andrómeda. Sígame. Tomando fuerza con cada paso la ginoide lo siguió, deslumbrada tras pasar por el umbral de la compuerta. Allí afuera se encontraba una ciudad entera, de brillante color esmeralda. Construcciones altísimas vedaban el cielo, y parecían moverse con el leve viento del amanecer rojo, como si más allá de las apariencias su composición fuese líquida. Anduvieron durante algunos minutos, perdida Antonia en la contemplación de las múltiples formas y alturas de los edificios, hasta que arribaron a una pequeña porción de terreno enmarcada, que permitía una clara visión del cielo. - Hoy el sol está especialmente brillante. - Observó el Doctor, para luego señalar una forma espiralada en el cielo, cuya colorida figura elíptica aún se apreciaba a pleno día: 80
- ¿Qué puede decir de ella? - Es hermosa. - Respondió Antonia tras una pausa, como no había hecho ningún androide desde el principio de los tiempos. ] (Y a cientos de años luz una diosa sonreía.) 11111111 (Epílogo): Deus ex machina (¿Cómo lo sé? ¡Yo soy esa diosa! A través de los milenios me han llamado de numerosísimas formas: Madre, El ser-mundo, El ojo de Andrómeda, La Tormenta, La Calamidad, pero personalmente preferí siempre “La Artista”. Para dar algo de sentido a la mente confundida debo señalar primero que la evocación del capítulo precedente no se trataba de la que tenía el Ingeniero en sus manos, sino claramente del sistema perdido de la Doctora Antonia, y que el segundo sistema, que ella misma recuperó, me perteneció, por lo que el lector podría reconocerme como Eva Sageinstein. En efecto, como la Doctora misma dedujo, fue esa hembra Homo Spatialis quien propuso, bajo la forma del Proyecto Andrómeda, los cimientos de lo que luego sería la pequeña cosmogonía de la Tierra abandonada. Dicho Proyecto habría surgido para cumplir con dos necesidades: proteger tanto los recuerdos de los sucesos ocurridos en ella como su integridad de la Tierra. Por ello los Sageinstein, mis primeros nacidos, se autodenominarían luego protectores del Recuerdo del Hombre y de la Crisálida. Asimismo acertó la Doctora en asumir la importancia de aquel hombre que me sostuvo la mano antes de mi transformación. Se trataba de mi primer nacido biológico, que también resultaría ser el último. La antigua Tierra, por el año 5542 del hombre primitivo, cuando se dio mi transformación, llevaba ya varios siglos demasiado herida como para albergar vida biológica, e incluso demasiado herida para soportar otra terraformación. Quienes habíamos vivido lo suficiente para ser los últimos en abandonar su superficie habíamos tenido que luchar contra su intento final de extinguirnos: el envenenamiento por radiación. Fue aquel insignificante envenenamiento, nacido de la debilidad humana, lo que me permitió alcanzar la inmortalidad a través de la puesta en práctica de mis conocimientos. El estudio aplicado a las interfaces orgánicas y los sistemas de evocación me dio vida nueva, y poderes que los hombres no habrían conocido hasta ese momento. Pero mi hijo biológico no pudo ver lo mismo que yo veía. Mi transformación en un ser superior lo hirió profundamente, y lo llevó a despreciar todo por lo que habíamos trabajado. Su locura como hombre lo llevó a sabotear Pandora, la navesatélite en la que estábamos prontos a partir a las estrellas, y las fuerzas mayores requirieron un castigo acorde. En vano sería enumerar las vicisitudes por las que 81
pasamos, puesto que la Doctora vio claramente el resultado final: se lo desterró a la Tierra abandonada transformado en una de mis creaciones, despojado de todo salvo de su antigua locura. Fue entonces que me vi disociada de la raza humana por completo, y tras lanzar a la Tierra el sistema de evocación con mis recuerdos como mortal, comencé lo que sería mi acenso hacia una dominación absoluta de las fuerzas que lo habían condenado. Es de suma importancia que el lector comprenda en este punto mi similitud con los Sageinstein, que aunque única, podría decirse, es mi condición de existencia: la necesidad de acumulación de información. Pandora dejó la debilitada atmosfera terrestre apenas se completaron las reparaciones y se pusieron en funcionamiento las Agujas que sostendrían la Crisálida. Dejando atrás el cascarón vacío de mi hijo, que la Doctora llamara sabiamente no-Sageinstein, me perdí junto con la humanidad en una danza que nos llevó lejos del sistema solar, internándonos en las profundidades de la Vía Láctea. Ninguno de nosotros hubiese previsto nunca la magnitud que tendría en el tiempo la lucha contra la soledad de aquel desdichado ser. Millones de años pasaron, en los que vi caer incontables mundos, incontables civilizaciones tanto propias como ajenas, y en los que poco a poco amasé el poder-conocimiento suficiente para derrocar a la siempre creciente humanidad. Como un suspiro la hice desaparecer del cosmos, transformándome en el único recipiente de su existencia. Con el paso del tiempo no hubo una sola raza en la galaxia que se alzara en mi contra, tan grande y terrible se había vuelto mi intelecto, y entonces fue tiempo de expandir el imperio de mi mente hacia Andrómeda, galaxia hermana que había sido el objetivo final de aquel ambicioso proyecto con el que habíamos zarpado. La extinción del hombre aplacó por mucho tiempo mis propios recuerdos como uno de ellos, volviéndose insalvable la distancia e imposible el reconocimiento. Reine en Andrómeda por millones de años más, como el ser definitivo, nunca saciándose mi hambre por conocimiento. Billones de estrellas a mis pies me provenían de sus fuerzas vitales, de sus historias de vidas y muertes, hasta que en cierto momento fuera del tiempo, atraída a mi atención por la inminente fusión de la galaxia Andrómeda y mi viejo imperio de la vía Láctea, recordé la existencia de la Tierra. Cuando posé mi ojo omnipresente sobre ella el sistema solar entero me pareció extraño, como un sueño olvidado que me llenó de renovada curiosidad, y para mi sorpresa advertí que los Sageinstein no estaban solos en ella. Afortunadamente mis primeros nacidos todavía guardaban el planeta como se les había encomendado, por lo que tenía a mi disposición la simulación de la tierra completa a través del tiempo, hasta el punto en el que la abandonamos. Pero desconocía lo que había acontecido después, iniciado por mi propio hijo exiliado. De un segundo a otro mi conocimiento se había vuelto parcial, y la idea de no
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saberlo todo me aterró. Mis nietos corrían por los desiertos olvidados en el tiempo y yo había ignorado su existencia. Comencé mi recolección de información de la manera más sutil posible, intentando observar a esos organismos desconocidos sin alterarlos por mi presencia. Entonces se volvió esencial la Doctora Antonia. Su elección, como se ha visto, en pos de su percepción y para nada azarosa, demostró ser la correcta. Como lo vio ella misma aproveché la distracción de una de las incontables guerras para raptarla, usando herramientas que sus sentidos pudieran comprender, diseñadas para pasar desapercibidas: los robots gigantes. Gracias a esa delicada extracción, y tras borrar su existencia de todas las bases de datos, la tuve a mi disposición durante una centuria, en la que aprendí de ella todo lo que podía sobre esos androides extraños y olvidados, a la vez que comenzaba a recordar mi propio origen. Durante ese tiempo no me limité a examiné, sino que la preparé para una empresa aún más ambiciosa. Le quité su propia memoria y modifique su interfaz orgánica para hacerla compatible con una serie de sistemas que habían llamado mi atención. Sin que lo supiera volví su objetivo no solo explorar el mundo y permitirme verlo a través de sus ojos, sino recuperar mis propias memorias a la vez que me enseñaba como pensaba un androide desde adentro. La devolví al mismo lugar del que la había tomado y esperé. Lo que ella tomó como la explosión de una bomba, cuyo origen le permaneció oculto hasta el momento de su muerte, fue ni más ni menos que la vuelta a Andrómeda del robot que la había devuelto a la Tierra. Si tan solo se hubiese aventurado a pensar más allá, hubiese relacionado el ángulo de la explosión con Andrómeda, al noroeste, pero ello estaba fuera de sus capacidades. Sacando ventaja del hecho de que una de las Agujas se encontraba cerca del mismo punto forcé el despegue de mi herramienta lo suficiente como para inhabilitar sus defensas. Desde que recuperó la conciencia en el medio del desierto no hubo un instante en que apartara mi mirada de ella. Tras sobrevivir la tormenta, como supe que haría, las herramientas descartadas de extracciones fallidas la siguieron bajo la forma de islas flotantes, y como había previsto, pasaron desapercibidas, como meros robots durmientes. Entonces estuvo lista para infiltrarse en la Aguja, y darme la perspectiva única de verla con sus propios ojos. Parte de la preparación para la empresa que tenía delante consistió en equiparla con el campo protector, que ella viera como una burbuja, y con la luz negra, ambos dispositivos listos para reaccionar bajo mi comando. Asimismo le transferí el conocimiento de antiguas especies animales de la Tierra, que ella no podría identificar de otro modo, pero que sin duda la ayudaron en múltiples ocasiones: halcones, babosas, tortugas, tigres, toros. Gracias a ello pudo ingresar sin problemas, y habiendo confirmado gracias a mi modificación de su interfaz orgánica que la simulación de la antigua Tierra se hallaba en óptimas condiciones, 83
pronto me encontré frente a frente con una de mis creaciones. Como no podía ser de otra forma, lo que vi me decepcionó. El Sageinstein, como cualquier primera creación de una mente incompleta, surgido de la necesidad, carecía del refinamiento de mis incontables creaciones posteriores, ni siquiera comparándoseles: era un autómata avejentado y vacío, que había cumplido ordenes inalterablemente sin siquiera dejarse morir. Los hilos de la trama se movieron de tal modo que a la Doctora se le brindó la información necesaria para buscar los sistemas perdidos, aun sabiendo que el suyo no se encontraba dentro del sistema solar, y no pasó demasiado hasta que se halló en la capital de los androides. Fue allí que pude conocer la estructura de sus sociedades, sus jerarquías y códigos culturales. Pero la decepción del Sageinstein se transfirió a toda Ciudad Oasis cuando se hizo evidente que mis nietos tampoco alcanzaban mis expectativas. La variabilidad orgánica, finita por estar basada únicamente en el no-Sageinstein, había creado un mundo de copias. La tragedia de la reproducción por simbiosis había estancado cualquier capacidad de progreso, y los había obligado a diferenciarse solo por las dimensiones y colores de sus exoesqueletos y por las primitivas diferencias psíquicas entre los machos y las hembras. Tras conseguir el sistema, para lo cual tuve que intervenir haciéndola atacar por la espalda a cierta Comandante, la Doctora pudo ver en él una de las extracciones fallidas. Fue ese sistema el que me hizo modificar mi objetivo inicial de contenerme puramente a la recolección de información. Los robots, la contraparte de los androides tras la división de mi hijo el Creador, habían emprendido la tarea de utilizar las interfaces orgánicas para volver a poner a los hombres sobre la faz de la tierra, escapándoseles muchos de estos miserablemente. Mi misión se volvió en ese punto salvar la información y luego exterminarlos todos. La obtención del segundo sistema, el que yo misma había abandonado en ese mundo perdido, también necesitó de mi intervención: fui yo quien implantó la idea en su mente del origen posible de Mancio. Gracias a ese segundo descubrimiento las piezas de mis recuerdos comenzaron a caer en su lugar y pude a recordarme a mí misma como Homo Spatialis, confirmando que mi antiguo temor por un mundo dominado por seres incompletos se había vuelto realidad. Tras la recuperación de mi memoria humana el camino de la Doctora me permitió ahondar en el bioma de aquel mundo, tan letalmente herido que habría creído irrecuperable. El tercer sistema, que habría pertenecido a mi hijo, me permitió apreciar la creación de todos los seres, e iluminar al fin algo de su locura, y la búsqueda del cuarto, una vez reactivada la percepción de su señal, me permitió infiltrarme en La Colmena, el otro eje de las opuestas pero igualmente enfermas civilizaciones que gobernaban ese mundo. El lector comprenderá lo fútil de la reproducción del contenido de este último, teniendo en cuenta la insignificancia de la manipulación 84
por los robots del tal Hawkins en el gran esquema de las cosas. Una vez descubierta su ubicación la temeraria ginoide se hizo prescindible, y habría de desaparecer tan miserablemente como había aparecido. Aun así se han incluido ciertas memorias de su sistema de evocación antes de su extracción, para ilustrar el pensamiento interior de los androides en general y su elección como herramienta exploratoria en particular. Tras haber recorrido el mundo con los pies de la Doctora solo me quedó tomar en mi poder la simulación de los Sageinstein. Tal como lo supuse, fallaron en reconocerme como su legítima creadora, tanto me había alejado de lo que una vez había sido, y me vi obligada a usar la fuerza. Su número, a pesar de alcanzar los millones, no fue nada contra los poderes bajo mi dominio, y no paso demasiado hasta que la Crisálida se rompió. El cielo se abrió de par en par mientras mis fuerzas obligaban a la Tierra a dejar su largo letargo y renacer. El sol rojo brilló por primera vez en eones sobre las arenas inalterables, y finalmente los androides y los robots, el Programador y el Ingeniero, se vieron obligados a reunirse en contra de una amenaza común. Lejos del simple híbrido que había imaginado el Doctor Antidio se hallaron frente a una fuerza cósmica que no pudieron resistir, y esta transcripción de mis observaciones a través del sistema de evocación de la Doctora son la viva prueba de ello. A mí reencuentro con la Tierra le siguió la aniquilación, ¡pero de la metamorfosis de la Crisálida emergería una diosa consumada!)
Índice Prólogo Capítulo I: Superviviente Capítulo II: Mimesis Capítulo III: Los Otros Capítulo IV: El Programador Capítulo V: Todos Dañan Capítulo VI: Evocación del Dr. Antidio 85
Capítulo VII: Solve et Coagula Capítulo VIII: Evocación de la Homo Spatialis Capítulo IX: Tricéfala Capítulo X: Ídolos de arena Capítulo XI: Evocación del Creador Capítulo XII: Siembra Capítulo XIII: Anagnórisis Capítulo XIV: La Colmena Capítulo XV: Omnioide Capítulo XVI: Germinación Epílogo: Deus ex machina
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