La mujer de la SARA BERTRAND+ALEJANDRA ACOSTA
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Sara Bertrand vive y trabaja
Alejandra Acosta, diseñadora
en Santiago de Chile. Estudió
editorial e ilustradora. Vive
historia y periodismo en la Universidad Católica de Chile, donde dicta el
y trabaja en Santiago de
curso "Apreciación estética
desempeña como docente de "Taller de ilustración" en la
de los libros juveniles".
Chile. De forma paralela a su trabajo como autora, se
Ha trabajado en diarios, revistas y en la radio. Ganó la beca de creación literaria
Universidad del Desarrollo y en la Universidad del
del Consejo Nacional de
"Gestión y producción de publicaciones ilustradas" en
la Cultura y las Artes con
Cuentos inoxidables y la de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano con "Los acordes del mandinga". Además, fue vencedora del concurso Alimón de Tragaluz Editores, junto al escritor Francisco Montaña, con Nuestro gordo. Ha publicado en Francia, Colombia, Ecuador, Bolivia, México, Venezuela y España. Su novela juvenil Ejercicio de supervivencia fue traducida al francés.
Pacífico, y es profesora de
el Diplomado de Ilustración de la Pontificia Universidad Católica. Ha ganado la Medalla Colibrí de IBBY Chile en mención Ilustración, con
Aventuras y orígenes de los pájaros (2012), El Árbol (2013) y Pajarario (2015). Ha sido finalista en los concursos internacionales de álbum ilustrado de las editoriales Kalandraka, Nostra y Fondo de Cultura Económica.
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LA MUJER DE LA GUARDA SARA BERTRAND+ALEJANDRA ACOSTA
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Algo como un relรกmpago helado me recorriรณ la espalda lydia davis
En las tardes
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extendidas de verano, o bien en noches claras de luna llena, se puede ver a la mujer más bella del mundo arriba de su caballo azul. Eso me contó ella. Tan solo un par de segundos, como un sueño dentro de otro sueño, como el cielo partido por un soplo, una estrella fugaz que pasa con su estela astral. Y entonces: la figura recortada sobre el caballo. Calcula que la mujer ha recorrido más de cien mil veces la distancia que va de Kilimanjaro a la Patagonia,
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aunque no parece cansada. Lleva apuro, sí. Se detiene unos instantes y se marcha como un rayo, quizás a otro lugar que demanda el ojo que lleva en una mano. —¿Cuál ojo? —pregunté. —Uno mágico, que todo lo ve —me contestó. Un ojo que no duerme y le señala adónde debe dirigirse y a qué velocidad. En la otra mano, dijo, sostiene un cuenco dorado. Algunos piensan que el cuenco lleva escrita una canción que repite como un mantra mientras va de un lado a otro. Pero con la emoción y la sorpresa, ella no logró distinguir nada en el dorado resplandeciente. Tenía apenas ocho años cuando la vio por primera vez. Claro que no se dijeron nada. Ella ni siquiera se atrevió a preguntar su nombre. Se quedó así: con la camisa de dormir hasta los tobillos y sus pies pelados, mirándola como se mira a un fantasma. Le sorprendió el color azul de su caballo, sus aperos
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dorados, la montura tejida en rojos, verdes, blancos y amarillos, con pompones colgándole por la barriga. Sus pezuñas casi tan doradas como sus riendas y la mirada sagaz, casi impertinente. Había olvidado su bicicleta fuera de casa y se los topó cuando fue a recogerla. A la mujer y el caballo. Su primer impulso, dijo, fue gritar, ¿para qué sirven los gritos si no? Pero la mujer, con un gesto parsimonioso, se llevó el dedo índice a la boca y dejó escapar un soplo: —Shhh. Ella no llegó a gritar. Abrió la boca, sí, un poco. Un gesto inconsciente. Y entonces, se fijó en el hombre que estaba tendido en la calle, sobre el pavimento. La mujer se inclinó delicadamente. ¿Estaría muerto? Tampoco preguntó. Y no supo discriminar, porque nunca había visto un muerto de verdad. Es decir, cuando murió su madre, algunas de sus tías le aseguraron que se había ido al Cielo; otras, batiendo los brazos en el aire, que se
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había marchado para no volver; y unas pocas señalaron que su espíritu quedaría por siempre en la casa. Pero ella no la tocó, tampoco la abrazó ni la besó por última vez, sino que la adivinó debajo de un vidrio cuando ya estaba dentro de un cajón. Preguntó: —¿Cómo va a respirar? Sus tías respondieron: —No pienses estupideces, anda a cuidar a tus hermanos. Así es que miró a ese hombre tirado sobre la acera con la curiosidad con que se mira a un muerto. También, diría después, observó que había una extraña quietud en el animal, algo que contrastaba con los movimientos de la mujer más bella del mundo: pequeña, decidida, revolvía su cuenco y agitaba sus manos. Dijo que la mujer era apenas unos centímetros más alta que ella, que entonces andaba por el metro treinta de estatura, que sus manos finas caían sobre el hombre
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como notas musicales y que hubo un destello venido del cuenco, como chispas de fuegos artificiales, aunque —diría que no mentía— le pareció que danzaban hasta llegar a la boca del hombre tendido. Y ella permanecía parada, sin atreverse a decir nada de nada, con los pies congelándose al contacto del pavimento duro y frío, excepto por un sonido extraño, mezcla de miedo y sorpresa, que se escapó de su boca cuando vio que el hombre comenzaba a reaccionar: —Ahhh… ¿Estaría soñando? No era cualquier hombre. ¡Era su papá! La mujer más bella del mundo se acercó a pasos cortos, como si caminara sobre un andamio. Todavía le relucían las yemas de los dedos cuando le tomó las mejillas y sonrió. Eso fue todo. Después, subió a su caballo y se alejó. Ni tiempo tuvo de protestar, porque su padre se quejaba. Entonces, corrió a su lado.
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—Vamos, papá —le pidió con cariño y haciendo un esfuerzo brutal para su figura, logró ponerlo de pie. —Grrmm, grrmm —gruñó el padre, alegando quién sabe contra quién, cuando llegó hasta su cama y se tendió. Ella lo miró un buen rato, dijo. Que lo miró hasta que su padre volvió a dormirse. Solo entonces recordó su bicicleta tirada en la vereda, abandonada a las inclemencias de la noche, y volvió corriendo para recogerla. La dejó recostada en el patio trasero y echó llave a la cerradura. Así le había enseñado su papá: echa llave a la puerta, Jacinta, que llegaré tarde.
Esa noche no se le olvidó. Quedó guardada en su memoria, quizás, más profundamente, en su corazón de niña. ¿Quién sería la misteriosa mujer? Y sobre
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todo, ¿a quién preguntarle sin arriesgarse a hacer el ridículo? Temía lo que opinaran los demás. Que se burlaran sus hermanos, unos mellizos poco menores que ella y que siempre le pedían que los cargara. —De a uno solo —respondía ella y los alzaba. Pero el otro quedaba reclamando en el suelo: —Upa, upa, upa. No, definitivamente a ellos no. Así es que habló con María. La señora que los esperaba cuando llegaban de la escuela y les daba la leche. A ella y a sus hermanos. Los mellizos que siempre derramaban el chocolate caliente y se limpiaban la boca con la manga de sus suéteres. De la mugre que sumaban, al final del día había que bañarlos, pero lo hacía ella, porque las partes privadas no se le muestran a nadie, le había enseñado su padre. —¿Y yo puedo ver a mis hermanos? —Es diferente, Jacinta, tú eres su hermana mayor.
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Así es que los metía a la tina, los refregaba con un pedazo de toalla y jabón y después, mucho después, cuando ya estaban con sus pijamas viendo monitos por televisión, se metía ella. Delgada, pequeña, tan distinta a sus hermanos. No demoraba mucho, no más se refregaba las piernas y los brazos; a veces, también, el cuello y cuando tenía tiempo, el pelo. Así es que entró a la cocina dispuesta a averiguar. —María… —¿Sabes a qué hora llegará tu padre hoy? —Dijo que iba a retrasarse. —¡Ja! ¡Qué novedad!, como si no supiera todo lo que tengo que hacer en casa, ya se lo dije yo… —Puedo cuidar a mis hermanos. La conversación era la misma todas las tardes. —¡Ay, qué desastre! Si no tuviera tanto que hacer, no importaría, me quedaría para ayudarte. —María…
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—Tendré que apurarme. —María… —insistió ella. La mujer se dio vuelta para mirarla. —¿Qué? Y ella, sin darle posibilidad de escape, le contó que había visto a una mujer sobre un caballo azul, que las riendas eran de oro y las pezuñas, también. Que la mujer llevaba un cuenco en una mano y en la otra un ojo, y que había salvado a su papá de morir en la calle. Así le dijo. María, que era grande y gruesa, rio acompañada de su barriga. Tomándosela con las dos manos, arriba y abajo, a carcajada limpia. —¿Dijiste que iba sobre un caballo azul? —Sí. —¿Y cómo sabes que era azul si estaba oscuro? —preguntó. —Porque lo vi.
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LA MUJER DE LA GUARDA
primera edición
julio de 2016
© Sara Bertrand, 2015 © Alejandra Acosta, 2016 © Babel Libros, 2016 Calle 39A Nº 20-55, Bogotá Teléfono +571 2458495 editorial@babellibros.com.co
edición
María Osorio Beatriz Peña Trujillo a s i s t e n t e d e e d i c i ó n María Carreño r e v i s i ó n d e t e x t o
diseño de colección
Camila Cesarino Costa isbn
978-958-8954-10-3
Impreso en Colombia por Panamericana Formas e Impresos S.A. Todos los derechos reservados. Bajo las condiciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.
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CORAZÓN DE LEÓN ANTONIO UNGAR + SANTIAGO GUEVARA LA MUJER DE LA GUARDA SARA BERTRAND + ALEJANDRA ACOSTA LOS IRLANDESES JAIRO BUITRAGO + SANTIAGO GUEVARA LOS AHOGADOS MARÍA TERESA ANDRUETTO + DANIEL RABANAL
Jacinta quiere saber cómo hará su mamá para respirar dentro del ataúd y sus tías le dicen que mejor vaya a cuidar a sus hermanos. Jacinta recuerda de su madre el sonido de la cuchara golpeando contra el vaso cuando revolvía la leche hasta dejarla sin grumos. Jacinta ríe con sus hermanos y su papá cuando él puede llegar temprano del trabajo y comen juntos y al final él les saca de las
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orejas chicles y caramelos. Jacinta es un bicho raro en un mundo donde los demás niños tienen madre. Jacinta no tiene un ángel de la guarda pero una mujer que viaja en un caballo azul vela por ella.