¿Recuerdas, Juana?, Babel 2007

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frontera

HELENA IRIARTE

¿RECUERDAS, JUANA?



frontera


iriarte bartolomeu helena campos de queirós Traducción de Beatriz Peña


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¿Recuerdas, Juana?


l a maĂąana


está amaneciendo, juana , amaneciendo el día alto y azul. ¿No sientes que el calor alza la mano para que salgamos? Anda, apresúrate, que este caserón es frío y el coro mañanero de las monjas dice un lamento solitario y viejo que hace siglos busca en vano una respuesta de Dios y me entristece. Mira el sol, ahora se alza sobre el mundo, se tiende manso sobre el césped del jardín y nos espera. Corre, Juana, corre a abrazarlo para que no se escape. Deja atrás a tu sombra y a mí


y cuando te canses, apoya el cuerpo contra el tronco del pino, toca la yerba húmeda aún por el rocío y levanta la cara y mira el cielo. No importa que no hables, quizá si yo lo hago, ocurra hoy el milagro. Te conozco, Juana. Te conozco bien desde que viniste al mundo aquel día de agosto. Eras pequeña y feíta como casi todos los recién nacidos; por eso tu madre esperó: te transformarías en una rubia de ojos claros como las niñas de las revistas extranjeras. Sin embargo, el tiempo sólo acentuó tus rasgos: cabello y ojos negros y una piel oscura y tersa que brillaba como la madera fina, pero que hacía llorar de vergüenza a tu madre cuando iban a visitarte. Por fortuna no podías entender lo que decían en voz baja y no te lastimaban la ambigüedad de las palabras ni el gesto compasivo que endurecía su sonrisa. Tenías los ojos grandes y bien abiertos, pero no sé cómo mirabas el mundo alto y redondo que sólo se dejaba ver de frente. Tu padre se volvía loco por ti y al mirar tu piel de arcilla, sentía que reparabas con tu color los agravios hechos a sus viejos por la arrogancia de tu familia materna. Temprano te llegó ese amor y antes 8

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de que las palabras te sirvieran para pedir dulces, las enlazabas a medias y con una elemental tonada le ibas inventando una canción —papá niño clavel— y cuanta cosa linda hallabas entre los objetos y el sonido. De eso nada sabes; ocurría antes de que encontraras el cabo del hilo de tu memoria que no había abierto los ojos, ni siquiera para guardar chispas de luz; cuando era apenas vacío y oscuro recinto, cuando sólo yo puedo saber lo que ocurría porque lo oí mil veces. Al acercarse la noche ibas adivinando su presencia en la oscuridad del aire; afinabas los sentidos para oír la cerradura de la puerta, los pasos, el crujir de la escalera, el silbido con que se anunciaba. Entonces, para ti se abría el mundo en arcos luminosos. Nada recuerdas, pero eso no modifica la huella honda, la forma tersa que quedó en algún lugar de tu alma y que se fue grabando como el dibujo en la cera, en el comienzo de la claridad de tu memoria. Tu cuerpo iba creciendo con un profundo y claro manantial de ternura; ya podías andar buscando trozos de mundo en las mesas, en el patio y los rincones. Mira, ¿no te reconoces en las fotografías? l a mañana

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No, aún es temprano. Pero pronto aquí, allá saltan destellos que iluminan la niebla; sombra y luz, perfiles de la realidad guardados por el extraño capricho de tu primera memoria: los brillos rotos de un cuarzo sobre una mesa negra, una muñeca de trapo, la ancha curva de la escalera y en esa curva del aire la mano del abuelo. ¿Por qué sólo su mano que atajaba el miedo de caerte por el otro extremo, el más angosto? ¿Por qué nada sabes de su rostro? La imagen está quieta, no hay nada más: la mano alta y morena, áspera y firme acercándose a tu cabeza, a tu hombro, en el aire como una paloma de papel encerado. No sé si ocurrió alguna vez y de ahí tu miedo; sólo sentí que lo dijiste a gritos, a nadie porque nadie te oyó. Siempre pensé que te lo habías inventado, pero lloraste mucho. ¡Ojalá hubiera sido cierto! Entonces, quizá alguien, tal vez Barbarita, habría corrido a levantarte del suelo a donde imaginaste caer. Pero ni siquiera tú misma sabías, entre tanto retazo, cuál era de percal y cuál de sueño. Eran sensaciones puras, con anchas alas de significados cambiantes que apenas logro descifrar; sin embargo, se aclaran si las coloco al lado de las 10

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fotografías de aquel tiempo, de lo que dibujabas a escondidas en las paredes del patio, de las voces que aún oigo sonar. ¿No te acuerdas? Era una tarde que de pronto se oscureció por la tormenta. Estabas sola y te envolviste en la manta para no ver la repentina luz de los cuchillos entrando por los vidrios de la ventana, para protegerte de la retardada y retumbante tromba de los truenos que bajaban furiosos a romperte el pecho. Después no hay nada; es como si todo hubiera cesado de repente y terminara la borrasca para la memoria y los sentidos. Y salta otra imagen: desnuda, contra una pared, mirabas al hombre de blanco que te hacía caminar, detenerte, seguir; daba órdenes y te miraba; te miraba tu madre y tenías frío; no veías bien lo que él decía que miraras ni entendías lo que debías hacer; ella decía que obedecieras, pero nunca supiste qué. Y eran aquellas flores que bordeaban los caminitos del parque; ¿no recuerdas su blancura? ¿No te asombra aún el capullo redondeado hecho de otras flores diminutas? Luego alzabas la cara para mirar el cielo detrás de las ramas altas de los eucaliptos, para sonreírle a tu padre que te llevaba l a mañana

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al carrusel. Allí esperabas ansiosa porque ya se acercaba el momento de partir; despacio, arribaabajo-arriba, bien asida de la rienda y de la espesa crin de madera pintada de tu caballito que no se dejaba alcanzar por los otros que también corrían en sube y baja sobre su agujero. Al pasar frente a tu padre lo saludabas una y otra vez con la mano abierta, hasta que en una vuelta ya volabas sobre el parque, la ciudad y las montañas; el sube y baja era entonces entre nubes y movías la mano para decirle adiós a papá y a esos niños que se habían quedado abajo con sus pobres caballos, sube y baja en su varilla y girando sobre el pequeño redondel de madera. Y era, era, érase una vez una niña que se llamaba Juana. Juana, ¿te acuerdas? ¿Puedes reconocerte en mí como entonces, cuando te disfrazabas frente a esos espejos altos de los armarios viejos? Yo sí recuerdo; te vestías de princesa; así las habías visto en las láminas de los libros de cuentos y en tu afiebrada imaginación que creó una variada retahíla de nombres que en ti evocaban maravillosas figuras, y el mismo rango tenían Blancanieves, la Bella Durmiente y aquellas de quienes alguna vez oíste hablar: la Dama de las Camelias, María 12

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Antonieta, Dulcinea y Madame Bovary. Con los retazos que sacabas de aquel baúl las recreabas y corrías por el cuarto con el caballito de palo entre la falda de retal de seda, tafetán, tul y moaré que apenas rozaba los prados de nubes y de florecitas blancas. Y guardabas el secreto hasta que al regresar tu padre le contabas de tus viajes y aventuras; le hablabas de las hadas, los gnomos y las brujas y los dos se reían del enano jorobado que se había salido de las páginas de un cuento para encontrarse contigo detrás de la luna del espejo y jugar a la Marisola o darte la mano en los pasos del Materilerileró y del Reloj de Jerusalén. La vida andaba al ritmo de la fantasía y de la presencia de tu padre; por eso tu mamá se quejaba, que eras consentida, que sólo te gustaba jugar y cantar cosas sin tino, que lo desordenabas todo y que no ayudabas a arreglar la casa. Pero pronto te olvidaba y podías regresar a tu mundo con las botas del Marqués de Carabás. Cuando entraste al colegio, casi nada cambió; regresabas con la maleta llena de cuadernos y libros de los que tenías que memorizar cosas incomprensibles; pero eso no te importaba. Frente l a mañana

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al espejo, disfrazada de conquistador, de Virgen o de apóstol, recitabas las respuestas del catecismo que inflamaban tus sueños de mártir porque eras cristiana por la gracia de Dios; o con un casco de papel milano jurabas fidelidad y vasallaje al rey mi señor. Mártir-Cristiana, Niña-Princesa, Abanderado en la guerra contra los infieles, Limosnera y Pirata, Hada Madrina y Labradora, olvidabas entonces quién eras en realidad y al recordarlo volvías a chuparte el dedo en el rincón de la escalera y no podías bajar ni subir porque las piernas te las ataba el miedo. Y volvías a alelarte en el patio del colegio donde nadie quería jugar contigo, donde no te miraban y si lo hacían era para empujarte y hacerte caer enredada en los pies insidiosos. Después te olvidaban y corrían con sus burlas y alharacas, a jugar con el lazo y el balón. Al regresar a la casa arrastrando tu invisible envoltura, corrías a buscarte en el fondo del espejo que te transformaba, según quisieras usar la corona de papel de estaño, los retazos de tul o la casaca y la espada de palo, para atravesar en tu velero el mar bravo entonando aquella canción que mecía con las olas tu largo viaje: 14

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A la luz de la pálida luna en un barco pirata nací. A bogar fue la voz que en la cuna escuchando a mi padre aprendí. Tarará tarará tararí.

Y mirabas la canción de plata, la noche en el agua blanqueada por la luna y al niño pirata con su padre que le enseñaba a bogar-cantar-bogar y lo arrullaba porque los piratas no tenían mamá ni comían pasteles de arracacha y tú querías ser como él y en el agua del espejo seguías remando y te reías porque nadie, nadie, ni siquiera la tía monja que había venido de España y decía saberlo todo y leer en los ojos los malos pensamientos de las niñas, nadie podía saber que no eras Juana la alelada, la huraña, la que era tan morena que no se veía de noche ni tampoco de día; la que sólo volvía a ser cuando llegaba tu padre. Nadie podía saber que eras mucho más que Juana, que eras todos aquellos personajes que iban saliendo del espejo, uno a uno con su canción favorita, su fórmula mágica entre jirones de tela y de papel y su modo de hablar, de quemarse en la hoguera, de cambiar el mundo con l a mañana

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la punta de una vara de rosa o de surcar el mar entre la seda y los reflejos de un vidrio oscurecido. Al anochecer, cuando se lo contabas a tu padre, volvía a revivir cada figura con su historia al hombro y él creía que eran cuentos y lo dejaba pasar entre mimos, caricias, historias que hacían brotar nuevas imágenes ante tus ojos, como las miles de estrellas de los fuegos artificiales que en las noches de aguinaldos saltaban y subían a iluminar la bóveda del cielo. Eran las dos de la tarde cuando fue a buscarte porque no oías las puertas que se abrían empujando el aire y volvían a cerrarse con estrépito; no oías las voces que te llamaban por uno de tus nombres, el que giraba fuera del espejo, solo, perdido y sin sus trajes; tu nombre —Juana, Juana, ¿dónde estás metida? Juana, sal de ahí niña tonta—. Y por primera vez en el espejo apareció tu madre, alta y extraña, más blanca que otros días. Te miró desde atrás, al frente, a tu imagen que la miraba en el espejo y al mirarte destruía tu mundo, el mar, el bosque, el castillo y tus figuras; tu noche bajo la luz de plata. —Sal de ahí, ¿no me oyes?—. Y antes de que comenzaras a obedecer te sacó zarandeándote, 16

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arrastrándote como una muñeca por entre un reguero de objetos extraños, de tirajos de telas que se iban quedando enredados al voltear de caminos pedregosos, bosques, zarzas, puertas y escaleras; al llegar a la parte más ancha te sacudió los brazos, los apretó y te clavó la mirada para gritarte, en medio de los últimos ecos de un cuento y de los andrajos de tul, para sacudirte hasta que la corona quedó colgando en tu espalda y el caucho te lastimó la garganta, para decirte en un alarido largo que tu padre acababa de morir. Morir, ¿morirse como los niños mártires? Tu madre te arrancó la corona y al hacerlo te quedó marcada una línea roja como gargantilla; la tiró al suelo, la pisoteó con furia y te dijo loca y fantasiosa y tonta y alelada. Después, como en un sueño, la viste bajar gritando —se murió se murió, ahora qué es lo que voy a hacer—. Al principio no entendiste porque los que se morían en el espejo luego se levantaban, se cambiaban de telas y seguían la vida en otro paisaje y con otro corazón. Pero ya no había espejo y viste cómo lo traían cargado y no quiso silbar, desgonzado, y no te dijo nada, muerto, y no te pudo mirar. Tu madre lloraba y él no respondía l a mañana

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y de repente, como si hubiera entrado un rayo haciendo añicos todos los cristales, comprendiste; pero un tropel inmediato de luces y sonidos estalló en tu cerebro para borrar la palabra y su significado, la imagen que acababas de ver. No pudiste acercarte a tu padre; las mujeres sacaron unas sábanas del cuarto donde te disfrazabas y se encerraron con él para amortajarlo, dijeron; no fue porque tú lo preguntaras porque estabas lejos, porque el tropel de sirenas y martillos seguía ululando y golpeando contra las sienes y el pecho. Pegada al rincón de la escalera, no te habías podido mover; los hombres subían corriendo, volaban como sombras frente a ti y nadie te vio en aquellas horas primeras de esa tarde; pero tú lo veías todo; pegada a la pared creías no poder desprenderte de allí; tal vez habías quedado pintada como aquellos monos que una vez dibujaste en los muros recién encalados del patio. Eras un puente, un ángel invisible que vio entrar los cirios, los altos candelabros, la caja oscura y larga. Entonces te paralizó la muerte. Envuelto en las sábanas de jugar, como un atado de trapos, pasó frente a ti sin mirarte; rígido, alto sobre los hombros 18

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de los hombres, con los ojos cerrados, él tampoco te tuvo en cuenta al pasar. Las sirenas aullaron con más fuerza, el martilleo te quebró el pecho y el cuerpo se te anegó en sudor. Lo miraste desde tu rincón, viste que era él pero que ya no era, que le habían quitado algo; era él pero parecía su sombra y él mismo se le había quedado atrás. Y viste cómo lo pusieron con cuidado dentro de la caja y allí seguía quieto, con su rostro de cera, quieto, mirando sin mirar, sin sentir el aroma pegajoso de las flores que lo empezaban a cubrir. El olor te acosaba; y el silbido penetrante, el dolor en el vientre, el aguijón en la cintura, en las ingles y no pudiste soportarlo más. Algo tibio te cubrió las piernas y se enfrió al entrapar las medias, los zapatos, al caer al escalón ancho y deshacerse en pánico cuando comprendiste que te acababas de orinar. Barbarita corrió a arrancarte de la pared y mientras te abrazaba limpió el charco con la punta del delantal. Tal vez recuerdas que lloraba y decía que las lágrimas eran por ti, que te llevó al cuarto a limpiarte las piernas y que cuando lo hacía entró una señora muy seria que puso sobre la cama un atado para que te vistieran con esa ropa que alguien acababa de traer. Barbarita l a mañana

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fue poniéndote prenda sobre prenda hasta llegar a las medias; pensaste entonces que tus piernas no eran tuyas, que con ellas no podrías correr, que así, negras, eran las piernas de los cojos, de los ladrones y las patas de los chulos y los espantajos. La sala, el comedor, la entrada, tu rincón de la escalera, la casa toda se fue llenando de gente vestida de negro y nadie te veía, nadie te vio hasta ese momento en que lanzada por una fuerza irracional y ciega atravesaste los cuerpos, las piernas, la quietud de la gente, su silencio y corriste hacia él. Entonces te vieron pero ya nadie podía detenerte; te vimos aferrada a la caja rozando apenas la sábana que lo envolvía hasta la punta de los pies. Incrédula, lo mirabas, buscabas en sus mejillas pálidas el amplio y claro arco de la risa, el pecho ancho y sonoro, la calidez de la voz y las palabras; pero nada ocurrió; estaba vacío como una tinaja rota, rígido como los santos que te asustaban en la iglesia. El frío te estremeció, te encharcó los ojos y te llenó de voces la garganta. Lo llamaste a gritos entre la gente de negro que se acercaba a mirarte entre turbada y curiosa; lo llamabas y sacudías la caja para que se levantara, para que volviera del vértigo, de la palidez 20

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silenciosa, de la ausencia; para que te dijera que todo era una broma, un juego porque a él también le gustaba disfrazarse. Inútiles, sin embargo, fueron tus gritos y tu pesadumbre un escándalo que llenó de estupor a la gente que te miraba y no lo podía creer. El tiempo se detuvo hasta que una mano tibia te alejó suavemente para que no lo llamaras más. Y tú seguías gritándole que te oyera, rogándole que no se estuviera más entre esas flores que te quitaban el aire y esas cintas moradas y esas mujeres que no sonreían ni sabían hablar. De regreso de un largo sueño te levantaste despacio, abriste la puerta; del primer piso subía un murmullo que fue tomando forma de canon, de repetido y lóbrego diálogo profundo, monótono que no lograbas entender pero que era, lo sabías, para impedir que tu padre se levantara a buscar su guitarra y se pusiera a cantar aquella canción, ¿te acuerdas? Comenzaste a tararearla y entonces el arco de su risa se llenó de música y volviste a sentir que la tonada lentamente iba saliendo de su boca: Farolito que alumbras apenas mi calle desierta cuántas noches me viste llorando llamar a su puerta l a mañana

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Y te vi sola, en el centro del cuarto, con un trajecito negro que te quedaba grande, con unas medias negras, flojas, caídas sobre los zapatos negros, dar vueltas, girar y girar con los brazos en alto, abiertos sobre la cabeza y el rostro bañado en lágrimas mientras cantabas: Sin llevarle más que una canción un pedazo de mi corazón sin llevarle más nada que un beso

Entre tanto, subía como un lamento el coro sin música, el triste y negro estribillo sin fin: Brille para él ya la luz perpetua

Y tú bailabas mirando el arco de la risa; girabas y tornabas a girar y no parabas de cantar porque era mentira que él estuviera muerto; todo era un engaño y para romper el hechizo tenías que bailar, cantar su canción para no oír la horrible letanía del réquiem detenido en el tiempo que se negaba a pasar.

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Brille para él ya la luz perpetua

Como la música bullía con más fuerza te descalzaste y en puntillas fuiste a buscarla a su estudio; estaba ahí en el rincón, como ayer, como siempre que descansaba en el forro de terciopelo gris. La tomaste con cuidado, como él te enseñó, la recostaste contra el pecho y tocaste suavecito sus cuerdas para volver a ver la risa y cantaste en voz muy baja para que nadie sino él pudiera oírte en medio del ronco y negro coro que se alzaba monótono: Brille para él ya la luz perpetua

Abrazada a la guitarra te encontró al amanecer Barbarita; te llevó al baño y te peinó aprisa —aprisa porque hay que ir a la iglesia, porque pronto se lo llevan, porque lo van a enterrar—. Encima de las telas negras te puso un abrigo negro, ajeno y trató de que las medias no se volvieran a caer. Al bajar la escalera el canon se había silenciado; te sorprendió que hubiera vuelto la luz de la mañana y corriste a buscar a tu papá; pero no podías verlo, no estaba l a mañana

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y la gente era una mancha negra, un tropel lento y pesado que rodeaba el ataúd y lo seguía; en la casa sólo quedabas tú entre el aroma dulzón dejado por las flores. En vano buscaste la mano de tu madre porque te zumbaban los oídos y te mareaba algo marchito, empalagoso como las coronas. Y mirabas sin encontrar a nadie, sola con esa pena que no sabías cómo nombrar para decirle que se fuera. Obedeciste cuando te subieron a un automóvil que echó a andar despacio y a través de la ventanilla veías pasar las calles y en los andenes a la gente que se persignaba y se paraba a mirar. Al entrar a la iglesia Barbarita te dio la mano porque vio que te perdías entre el canto mustio y solo que subía y retumbaba por la bóveda alta donde vigilaban los santos y asomaban la cabeza los ángeles para mirar el cortejo. El cajón era un barco arrastrado por la corriente oscura de un río, iluminado por los cirios, salpicado por las flores, por los cantos que lo llamaban y lo despedían con palabras muy raras. Sin embargo, el llamado era inútil porque ellos tampoco sabían dónde estaba tu papá, porque todo parecía una mentira. Y de nuevo lo sacaron cargado unos hombres muy serios, amigos 24

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de tu padre, parecidos a los soldaditos de plomo que trataban de marchar en la vitrina del almacén de ultramarinos a donde él te llevaba a comprar enlatados y coñac. En el atrio volvió a apretarse la mancha en abrazos y lloros y palabras; perdida de la mano de Barbarita te inmovilizó el miedo de que te encerraran en aquel cajón vacío y te ahogaran las flores. Desesperada, buscabas su mano oscura entre la mancha enlutada que iba deshaciéndose; los automóviles se alineaban despacio con sus gorros de flores y te quedaste sola con las medias caídas sobre los zapatos. Cuando la turbación se hizo espanto y se te nublaron los ojos, una mano enguantada te hizo señas y como no entendías se acercó para llevarte con ella y te preguntó una voz suave, ¿recuerdas?, que si llorabas porque se había muerto tu papá. Quisiste decirle que no, que él se había quedado tocando la guitarra y que esa caja oscura estaba atosigada de flores marchitas; que llorabas porque te habías perdido de Barbarita y porque tenías ganas de hacer pipí. Sentada al lado de la señora mirabas la calle que ahora parecía lejana, irreal detrás del vidrio mojado, de la llovizna y del llanto que sin saber por qué te anegaba los ojos y tú creías que era la lluvia. l a mañana

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¿Recuerdas, Juana? 2ª edición  marzo de 2018 © Helena Iriarte, 1989 © Babel Libros, 2007 Babel Libros Calle 39a nº 20-55, Bogotá Teléfono 2458495 editorial@babellibros.com.co www.babellibros.com.co edición  María Osorio asistente de edición  María Carreño Mora revisión de texto  Beatriz Peña Trujillo isbn 978-958-8841-23-6 Hecho el depósito legal Impreso en Colombia por Panamericana Formas e Impresos s.a. Todos los derechos reservados. Bajo las condiciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.


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“Juana, tú no vas a oírme. Sé que decidiste a tu manera establecer para ti un lugar al que nadie tiene permiso de entrar, un mundo entero sólo tuyo. Pero, en este domingo luminoso, viéndote y oyéndote a escondidas (no pedí tu autorización ni me la diste), no pude contener las ansias de compartir contigo las tantas emociones que en mí despertaste con aquella conversación tuya de la que nadie más hace parte. ¿Sabes que yo también me converso con frecuencia, y me extraño y no me sé? ¿Sabes que yo también invento historias en las que el tiempo pasa diferente de lo que aconseja la gente afuera (¿dónde es afuera?) y dibujo lugares donde los muertos sobreviven y me habitan y donde las cosas tienen otra luz, otra textura?” Luiz Percival Leme Britto

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9 789588 841236


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