Vanessa Rico
Al otro lado de su existencia
DE LA INFANCIA A LOS 17 AÑOS
De sus primeros años de vida (hasta los cinco años
aproximadamente), Martina no tenía muchos recuerdos, solo los contados por su madre. Era una niña que lloraba por todo. Recuerda fotos, y en casi todas aparecía llorando. Su madre la contó que lloraba tanto que a veces la tenía que dejar sola hasta que se la pasara. La carga mental que su madre tenía con el hogar y el cuidado de su hermano mayor en ese momento, más su marido, le era difícil poder estar en todo. Martina era una niña tímida, muy obediente y responsable. En el colegio siempre sacó buenas notas. Cuando cursaba 3º de EGB, tenía un profesor que si se le olvi-
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daban los deberes o le preguntaba la lección y no se lo sabía, le pegaba un tirón de orejas o un cachete en la cara con la palma de la mano vuelta. No dejaba apenas marcas. Recuerda al menos dos veces y no seguidas, que le pegó ese tirón de orejas y cachete en la cara. En esos momentos ella se aguantaba las lágrimas. Era una situación normal, pero sentía muchas ganas de llorar. A los compañeros tampoco les gustaba ese trato. Martina no se lo decía a su madre porque posiblemente le daría la razón al profesor por no haber hecho los deberes ese día o no haber estudiado la lección. Entre los compañeros hablaban de que en cursos superiores iba a ser peor, el profesor les pegaría con una regla en la mano, en caso de no hacer los deberes o no saberse la lección. Esa actitud le hacía pasar algo de miedo a Martina. Sobre los ocho años, su familia decidió mudarse a otra vivienda más grande en la misma localidad, y eso conllevó a un cambio de colegio. Martina estaba contenta con ese paso, pero a la vez le daba miedo lo desconocido. Otros compañeros nuevos, otro profesor, otras normas… Comenzó su curso con ánimo, y a medida que iban pasando las semanas, esos ánimos iban disminuyendo. Tenía un profesor que pegaba gritos si no hacías los deberes o no te sabías la lección. No eran hacia ella, pero sí hacia sus compañeros. La intensidad de los gritos de algunos días la hacía taparse los oídos
Al otro lado de su existencia
con disimulo. Martina dudaba de si era mejor un tirón de orejas o cachete en la cara, como hacía el profesor de 3º de EGB, o de unos gritos a los compañeros. Bajó un poco las notas y sus ánimos seguían disminuyendo sin ella saber el motivo. Tampoco se lo contaba a su madre porque pensaba que esa situación era normal. Al final pasó de curso y ahí quedó. Por esa época, sus padres compraron una bicicleta a su hermano David, y la de este pasó a Martina. En ese mismo verano, su abuelo Lázaro le dijo a Martina que cogiera la bicicleta y que se fuera con él. A este le encantaba ir por el campo. Se había criado en un pueblecito muy pequeño y tenía buenos recuerdos de su infancia. Es por ello que decidió compartirlo con Martina. Algunas veces también se unía su hermano David. Martina siempre se acuerda de aquellos veranos con su abuelo a pleno sol por el campo. En el barrio a donde se mudaron, Martina se hizo amiga de Victoria. Con ella compartía momentos de juego. En la misma calle se juntaban con otras niñas de su edad y saltaban a la goma, un juego de moda por aquella época. A las alturas lo llamaba ella. El máximo era conseguir superar saltar la goma con el brazo extendido. Martina lo conseguía. Por aquel entonces, también estaban sus hermanos David y Roberto. Ellos quedaban con sus amigos a ju-
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gar al escondite. Todos tenían esos momentos de juego tras hacer los deberes del colegio. Martina además, durante el curso lectivo, estaba en un equipo de baloncesto donde entrenaba dos días entre semana y jugaban un partido los fines de semana. Ella era la única deportista de sus tres hermanos. Cuando anochecía, ella y sus hermanos siempre tenían que avisar a sus padres llamando al portero. En el verano, que era la época que más tiempo podían estar en la calle, se reunían con más vecinos. Incluso a veces había algún papá con ellos. Cuando llegaban las nueve de la tarde, Martina avisaba por el portero: —Papá, estoy aquí con las amigas —dijo Martina. —Vamos, súbete. —¡Y Roberto qué! —dijo Martina. —Vamos, que te subas a casa te he dicho. Su hermano David se cansaba de jugar con los amigos y solía irse el primero. Ella entendía que tenía que estar ya en casa porque estaba su hermano mayor, pero no entendía por qué no podía quedarse más tiempo con sus amigas si su hermano Roberto, que era más pequeño, sí podía. Eso la hacía sentirse mal. Esta situación repetida le fue sacando el carácter a Martina. Otro de los días que volvió a quedar con sus amigas, su hermano David se fue pronto a casa, y al ratito, su
hermano Roberto le dijo que también se iba y que se fuera con él. Martina no le hizo caso y se quedó. Al rato volvió su hermano David, mandado por su padre, para que Martina se subiera a casa: —¡Aún no era la hora! —le dijo a su padre. —Tus hermanos ya estaban en casa antes que tú —dijo su padre. —¡Y qué tiene que ver eso! —dijo Martina. —A mí no me contestes ¿eh? —respondió su padre. Sus amigas se quedaban más tiempo, y a Martina la daba mucha rabia tenerse que ir la primera. Lo que hacía era llegar unos diez minutos más tarde, pero eso le suponía que su padre se enfadara y que su madre la castigara algunos días. Cada vez que salía, ella llegaba tarde intencionadamente, pero a la vez se ponía nerviosa por la reacción de su padre. Sobre los doce años, Martina empezó poco a poco a ayudar a su madre con las tareas del hogar. Su hermano Lorenzo tenía cuatro años. En ese año ya estaban todos en el colegio, y María aprovechaba por la tarde y quedaba con unas amigas para tomar café. Sus hijos y su marido estaban igual de atendidos. Un día de esos, llegó su marido Francisco antes de tiempo. La cena aún no estaba preparada y le dijo a su mujer: —¿Y la cena?
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—Aún no me ha dado tiempo —dijo María. —A que para estar con las amigas sí que te da tiempo —contestó Francisco. María se calló, hizo la cena como cualquier día y volvió a quedar con sus amigas al día siguiente. En realidad estaba disgustada, pero se mantenía callada por la reacción de su marido. Ella sabía que tenía demasiada carga y tan solo Martina la ayudaba algo con lo que le iba enseñando. Algunos días hacía los comentarios de… «es que tu padre se cabrea porque quede con las amigas un rato». Con esa edad Martina lo veía normal, pero a la vez le molestaba esa actitud de su padre hacia su madre. Llegó el verano de ese año y Martina quería ir todos los días a la piscina con su amiga Victoria, pero su madre le puso la condición de que tenía que cuidar a su hermano pequeño hasta las seis de la tarde, y luego irse a la piscina. No le molestaba estar con su hermano, pero no entendía por qué tenía que ser ella si también lo podían hacer sus otros hermanos. Por aquella época sin saber nunca el porqué, estando en casa, su hermano Roberto le provocaba discusiones hasta que le pegaba. Normalmente lo hacía cuando no había nadie delante. Martina, para ser niña, siempre había tenido mucha fuerza, pero su hermano Roberto le pegaba de una forma que le daba miedo y
la dejaba paralizada. Algunas veces su madre la defendía tirándole la zapatilla a su hermano, pero otras se la tiraba a los dos, o les daba un manotazo por haberse pegado. Martina, que era sensible, lloraba hasta cansarse, y cada vez que lloraba, se reían sus hermanos y además le decían que era una llorona. Cada vez que Martina se sentía mal o lloraba, se encerraba en su habitación con sus muñecas hasta encontrarse mejor. Dos años después, alrededor de los catorce, Martina empezó a quedar con las amigas para ir al centro del pueblo. Ellas se daban un paseo, se compraban caramelos, se reían de las bromas de algunos chicos que se encontraban por la calle y se volvían a casa. Ya no tenía que llamar al portero, pero sí tenía que cumplir con el horario de las diez en verano. Ella siempre había sido una niña corpulenta. Por este motivo, algunos chicos por la calle la insultaban diciéndole «gorda». Hacía oídos sordos, pero realmente le molestaba. En casa, las peleas con su hermano Roberto pasaron también a ser insultos de gorda y fea. En realidad Martina era una chica muy atractiva y le costaba aceptar que sus propios hermanos fueran quienes la insultaran. Ella sabía que ni estaba gorda ni era fea, pero a la vez se sentía un poco acomplejada. Ella era la más corpulenta de las
amigas, y esos insultos de sus hermanos le hacían dudar de su físico. A esa edad empezó a estudiar en el instituto. Le comenzaron a salir muchos granos en la cara a causa de la pubertad. Tantos que algunos chicos le decían que si no se lavaba la cara. Le llegó a acomplejar un poco y se obsesionó con la limpieza de la piel. Al ser más mayor, cada vez que llegaba el fin de semana, limpiaba la mitad de la casa para poder estar luego libre. La otra mitad la limpiaba su madre. Había días que Martina estaba cansada y no le apetecía limpiar, se hubiera quedado en su habitación o directamente se hubiera ido a la calle con las amigas, como hacían sus hermanos. Si lo hacía, su madre se enfadaba, y ella a la vez se sentía culpable por no ayudarla. Cuando llegó a los diecisiete años empezó a quedar con amigas para ir a las discotecas. El horario en el que abrían era justo cuando ella tenía que estar en casa, pero volvió a forzar la situación. Si tenía que estar a las once de la noche en casa, ella llegaba a las once y media aunque estuviera aburrida. Seguía sin entender por qué su hermano Roberto tenía la misma hora que ella. Cada vez que salía y llegaban las once, sentía nervios por la reacción de su padre, pero aun así llegaba media hora tarde. En uno de esos días, cuando fue a abrir la puerta, estaba Francisco detrás de ella esperándola con el cinturón:
—¿De dónde vienes a estas horas? —dijo su padre. —¿De dónde voy a venir? —contestó Martina. —¿Ves esto? (por el cinturón). El próximo día que vengas a estas horas, te enteras —respondió su padre. A partir ese día, Martina empezó a tener más miedo, pero aun así, cada vez que salía, volvía a llegar un poco más tarde. En ese año Martina no quiso seguir estudiando más, a pesar de que su madre le había dicho muchas veces que cuanto más estudiara, mejor trabajo encontraría. Ella se puso a trabajar. Quería tener su propio dinero para comprarse sus cosas sin pedirlas a sus padres. A la vez que trabajaba, se apuntaba a cursos de formación sin aún saber qué le gustaba. Además, aprovechó ese dinero para sacarse el carnet de conducir. Desde que Martina empezó a irse algunos días con su abuelo a montar en bici por el campo y hasta los diecisiete años, practicó varios deportes de equipo. También le propuso una amiga apuntarse a hacer artes marciales, y no lo dudó. Eso la hizo ser un poquito más fuerte, y quizás la causa de que se acabaran los insultos y peleas en su casa. Martina se sentía con más poder.
106780 788419 9
«Si comprendemos el origen de la violencia de género, lograremos acabar con ella».
ISBN 978-84-19106-78-0
Este libro es una historia de superación personal basada en hechos reales. Una recopilación de varios testimonios de mujeres, víctimas de violencia machista, con datos ficticios, unidos en la misma historia. En él se detallan las banderas que identifican el maltrato psicológico hacia la mujer y hacia sus propios hijos, siempre con la misma finalidad: que no sea libre y destruirla. En estas líneas descubrirás la violencia sutil que se ejerce sobre las víctimas y que es invisible para quienes no están en ese ciclo abusivo, motivo por lo que a muchas mujeres no se las cree, y les da vergüenza o miedo decirlo. Con esta historia, la autora pretende ayudar a las víctimas de violencia de género y enseñar lo que no se ve «a puerta cerrada», para hacernos reflexionar.
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