Atrapad a Pielhueso

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Atrapad Pielhuesoa

Ilustrado

por Beatrix Suárez
Eliseo Alonso Rojo
Mateo Alonso Garzon ,

Hace mucho, muchísimo tiempo, tanto que ni los más viejos del lugar lo recuerdan, existió en algún lugar desconocido un reino con su típico rey, su típica reina, su típica princesa, su típico tesoro y su típico castillo con su mazmorra.

De aquel gran reino, tan solo nos quedó una vieja historia, que es la que vamos a relatar a continuación.

Sucedió que, en aquel idílico lugar coronado por un majestuoso castillo, con un pueblo de casitas blancas y un molino, rodeado por grandes bosques, ríos y montañas, transcurría la vida como en cualquier reino gobernado por su rey.

Los aldeanos y campesinos, al igual que el molinero, el herrero, el carpintero, y el zapatero, trabajaban duro para pagar sus impuestos, pero sobre todo reinaba la paz entre aquellos hombres y mujeres. Era un reino de alegría en el que todo funcionaba en perfecta armonía.

En esta historia, de entre todos los habitantes de Catakis, que así se llamaba nuestro reino, nuestro protagonista es Mateo, un niño de diez años, el hijo del molinero, que, aun siendo todo lo humilde que era su familia, era un niño feliz y muy inteligente. Era un poco bajito para su edad, pero con unas grandes habilidades y capaz de ganar a la carrera a cualquier niño que lo retara.

Mateo siempre mostraba a sus amigos una mancha de nacimiento que cubría parte de su mano derecha, diciendo que aquella marca de magia, como así le llamaban sus abuelos, era el distintivo de alguien cuyo destino sería hacer algo grande por su reino. Mostraba aquella mancha de vino como quien mostrara su pase para convertirse algún día en un gran caballero del rey.

A Mateo le encantaba acompañar a su padre después del colegio, montado en la carreta tirada por Burrunchico, el asno, a recoger los sacos de grano por las diferentes aldeas del reino.

Aunque era un trabajo duro el de su padre, ya que tenía que cargar los pesados sacos para luego moler, disfrutaba de su trabajo.

Él y su familia eran muy queridos por los habitantes del reino, y los campesinos siempre obsequiaban al niño con algún dulce casero que luego comía por el camino subido en los sacos de grano. Solía comer uno o dos por el camino, y el resto los guardaba para sus dos hermanitos pequeños, Noah y Marco.

Mateo era un niño muy aplicado en la escuela y le encantaba acudir los domingos a la plaza del pueblo con su inseparable perro Pepón a escuchar a los trovadores y títeres, historias y leyendas de grandes caballeros de armadura, dragones y brujas narigudas. Pero lo que más le obsesionaba a Mateo era poder entrar algún día en el imponente castillo del rey, algo inalcanzable para el hijo del molinero.

Su padre había ido en una ocasión, cuando se habían celebrado las bodas de los reyes, y le contaba a Mateo antes de dormir lo grande que era el palacio, con sus pasillos llenos de armaduras, grandes salones de baile, donde se podían celebrar grandes banquetes. Todas las noches, Mateo soñaba que corría por esos pasillos infinitos, subía a las almenas a contemplar desde lo más alto la grandiosidad de aquel reino y jugaba al escondite con su perro Pepón por los pasadizos secretos del castillo.

La vida transcurría feliz en el reino hasta que, cierto día, aquella paz se vio perturbada por los gritos de Abelardo, el vendedor de melones. Sería media tarde cuando apareció corriendo por la calle principal, gritando y moviendo los brazos. Su rostro desencajado era de espanto, como si hubiese visto a la mismísima bruja de los pantanos.

Dos soldados de la guardia le cortaron el paso y lo tiraron al suelo, pensando que aquel hombre estaba fuera de sí y que corría hacia algún lugar para cometer una locura.

Poco a poco, los lugareños se fueron acercando y rodeando a Abelardo, quien, al verse protegido por tanta multitud, comenzó a relajarse y, en un tono más comprensible, aunque todavía balbuceando, decía:

—¡Pielhueso! ¡Pielhueso!

Las caras de los allí presentes palidecieron al escuchar aquel nombre. No podía ser..., aquel nombre hacía generaciones que no se había vuelto a pronunciar en el reino de Catakis.

Los más viejos del lugar recordaban aquellas historias que sus abuelos les contaban alrededor del fuego en las noches de invierno.

Pielhueso no era otro que un ser que habitaba en las ciénagas del reino, más allá de las montañas y del bosque Perdido, un ser al que le atribuían poderes sobrenaturales. Se decía que podía medir tres metros de alto y tener la fuerza de diez hombres. Solo las leyendas hablaban de su magia y su aspecto aterrador, pero nadie de los allí presentes podía decir que lo había visto nunca, ni los más viejos del lugar. Entonces, ¿cómo podía ser que Abelardo dijera que había visto a aquella criatura si nadie más la había visto nunca?

Cuenta la historia que Pielhueso había sido un joven campe-

sino al que un rey había desterrado a las tierras más oscuras del reino por haber querido escapar con su hija, la princesa, de la que estaba locamente enamorado. Lo habían despojado de todas sus tierras y posesiones, y lo habían condenado a la más absoluta de las soledades en las ciénagas, donde las posibilidades de supervivencia eran mínimas. Allí había pasado largos años conviviendo con las alimañas hasta el punto de convertirse en una más de ellas, comiendo lo que ellas comían, haciendo que su cuerpo se transformara en un ser oscuro y triste como la ciénaga donde habitaba.

Jamás se le había vuelto a ver, pero los exploradores y aventureros que se perdían por aquellas tierras regresaban con terribles historias en las que afirmaban que, en las noches de luna, habían visto a un ser enorme, enjuto y con dimensiones desproporcionadas, vagando por la ciénaga, y al que siempre acompañaba el eterno silencio.

Aquellos que conseguían regresar y encontrar el camino de vuelta eran acusados de tener alucinaciones al haber estado solos vagando por aquellos terribles lugares, por lo que sus historias pasaron a ser leyendas y la figura de Pielhueso tan solo fruto de la imaginación de aquellos perturbados hombres. Pero continuemos con nuestra fábula...

Una vez calmado Abelardo por los guardias, decidieron llevarlo en presencia del gobernador para que le expusiera lo que le había ocurrido aquella tarde en los campos. Le dieron de beber agua, se sacudió sus polvorientas ropas y lo condujeron hasta Villa Almuiña, la residencia del gobernador.

Cuando estuvo ante aquel imponente hombre de estatura más bien baja, ataviado con los trajes más caros, pero muy entrado en carnes, este le preguntó:

—Y bien, Abelardo... ¿qué dices que te ocurrió esta tarde en el campo mientras hacías tus labores para llegar en ese estado de demencia al pueblo? Dime, buen hombre...

—Señor gobernador, es probable que no me crea lo que a continuación le voy a relatar. Puedo asegurarle que no he bebido nada ni estoy bajo hechizo ninguno, pero le juro por mis hijos que lo que he visto hoy no es fruto de mi imaginación, sino tan real como que por el día sale el sol y de noche la luna.

—Está bien, prosiga.

—Estando yo sentado a descansar debajo de la higuera después de una jornada dura bajo el sol, me estaba quedando dormido cuando escuché rebuznar a mi burro Federico. Es un animal muy particular y no suele rebuznar a no ser que vea al lobo, pero esta tarde su sonido era aterrador, como si la misma muerte lo viniese a buscar. Enseguida me levanté de un salto y me dirigí al lugar donde había dejado hacía media hora a Federico. Cuál fue mi sorpresa al observar en la lejanía, cómo una figura alta llevaba a mi burro arrastrado con la cuerda y se introducía en el bosque, no sin antes darse la vuelta y dirigirme la mirada con unos ojos grandes y negros que jamás podré olvidar... Quedé petrificado sin poder mover un solo hueso mientras aquel ser me observaba y se desvanecía entre los árboles.

Tras relatar lo sucedido aquella tarde, el gobernador quedó en silencio durante unos minutos con la mirada perdida hasta que concluyó:

—Consideraremos tu historia como algo fruto de la imaginación, teniendo en cuenta las horas que habías trabajado y el calor que hacía en ese momento, que pudo provocar que tuvieras una alucinación. Por otro lado, mandaremos una patrulla por la zona para intentar localizar al burro y traerlo de vuelta antes de que se adentre en el bosque oscuro y las fieras lo devoren. Podéis retiraros.

Y así sucedió, Abelardo fue acompañado fuera de las estancias del gobernador y, a partir de aquel día, fue la comidilla del pueblo. Que si había perdido la cabeza, que le estaba bien empleado por haber maltratado al burro durante años cargándolo de trabajo, que vaya historias para atemorizar a los vecinos... En fin, el tiempo transcurrió y volvió la normalidad al pueblo.

En la búsqueda de un monstruo devorador de animales, los soldados encuentran a Pielhueso, que en la oscuridad de la noche les enseñará una valiosa lección sobre el respeto y el cuidado hacia todas las criaturas.

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