Doce cuentos para recordar

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12Cuentos para recordar Ă lvaro PĂŠrez Capiello

Ilustrado por Enrique Oria



1. EL GNOMO QUE CAYÓ DEL CIELO

L

uis era un cerdito muy peculiar. Tenía los ojos grandes como canicas, las cejas arqueadas y el hocico igual a un ponquesito. En la granja era muy activo, sobre todo a la hora de apilar el heno en grandes montañas. Tan amarillas eran, que refulgían como el mismísimo sol. La familia de Luis se mostraba muy divertida… Su papá, siempre con pantalones vaqueros azules y un chaleco de cuero, miraba atento a las gallinas en el corral. ¡Uf! Esta mañana había muchos huevos que sobrenadaban entre la paja y los listones de madera. Mamá cerdita se pasaba la mañana dentro de la casa sosteniendo 3


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una lanilla muy fina para sacudir el polvo de los gabinetes. Su vestido de lunares dibujaba formas extrañas cuando era agitado por la brisa de la tarde, mientras ella se contentaba con tararear una canción… Antes de que lo pregunten, les diré que mamá cerdita se llamaba Lola, y papá cerdito, Miguel. Les encantaban los espaguetis con salsa boloñesa, y la sopa de puerros aderezada con su correspondiente toque de leche fresca. Ja, ja, ja, pero si había algo que los cerditos no podían dejar de hacer, era leer el periódico bajo la luz que proyectaba una lámpara confeccionada por decenas de cristalitos de colores. A veces, papá Miguel apelaba por sus gafas de montura dorada cuando las letras de la edición diaria eran muy chiquitas, o los dibujos le jugaban algunas bromas a sus ojos. Los cerditos guardaban un manojo de varitas de madera estampadas con números que iban del uno al cinco. Bien sujetas entre las patas, las dejaban caer sobre la mesa del comedor en completo desorden. La clave del juego era sacarlas, una por una, con la ayuda de otro de los palillos, para lo cual habrían de demostrar toda la destreza y el equilibrio posibles. Casi siempre, la ganadora era Lola, seguida muy de cerca por el pequeño Luis. ¡Ah, se me olvidaba! Al sujetarlas, no se debían mover las demás varitas, so pena de perder el turno. Sonoras carcajadas se sucedían a lo largo de la partida 4


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mientras la familia bebía jugo de fresas y mordisqueaba algunos biscochos, de esos con forma de estrellas hundidos en las profundidades de una bella lata escarlata. Un buen día, se escuchó un golpe seco en el tejado de la casa, y ante tal estruendo, todos dieron un saltito sobre la silla. ¡Qué era aquello! Las explicaciones no se hicieron esperar… ¿Será un aguacate que se desprendió del árbol y rodó por el tejado? ¡Uf, ensalada para el almuerzo, rociada por una vinagreta aderezada con un toque dulzón! Quizá, más bien se trataba de un pajarito picoteando las tejas como si fueran arándanos rojos. O, tal vez, transitando un terreno más, mucho más misterioso, podría ser un duende que pretendía romper el cielo con su filoso pico. De solo pensarlo, a Luis se le ponía el rostro blanquísimo y comenzaba a temblar inmediatamente. ¡Zas! Otro golpe inundó el ambiente. «¡Aaghgggh…! ¡El cielo se cae a pedazos!», gruñó Luis mientras corría a esconderse debajo de la cama. Allí, logró ver una sombra que se aproximaba por el pasillo principal, seguida por unos pasos que imitaban el sonido de unos zapatos de charol. Sin duda, el duende había venido a buscarle para que lo ayudara en su tarea de fracturar la gigantesca bóveda del cielo como si fuera el cascarón de un huevo golpeado por un cucharón. El cerdito se encogió de brazos y, deslizándose hasta la zona más oscura de 5


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su escondite, justo debajo del copete de madera, cerró los ojos aguardando lo peor. De pronto, una respiración acelerada le puso la carne de gallina. Unos pelos, largos y suaves, acariciaron su hocico provocándole un estornudo que sobresaltó a las mismísimas aves de corral. Solo así, Luis abrió los párpados para contemplar al gnomo más feo que había visto en toda su vida. Usaba unos pantalones bombachos estampados, con franjas horizontales azules y rojas. Su camisa se parecía a un tarro para cernir la harina, y su puntiagudo gorro tenía el aspecto de un colador verde encajado al revés en la cabeza. Una barba esponjosa, igualita a una medialuna, contrastaba con el brillo de aquellos ojos afincados como estacas en el rostro de Luis. El cerdito abandonó su improvisado escondite a través de un costado de la cama, mientras un ladrido prolongado lo detuvo justo debajo del marco de la puerta. ¡Oh, sorpresa! El gnomo no era un gnomo auténtico. Se trataba de Fido, su perrito consentido que, para variar, se encontraba disfrazado… ¡Qué gracioso! En vez de pantalón, llevaba dos medias tobilleras y, como complementos, un cernidor de metal y el colador que papá Miguel usaba para su té del mediodía. Pero sin lugar a dudas, el detalle más relevante era una barba de merengue muy bien cuidada que provenía de 6


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la tarta de limón que Lola había horneado esa misma mañana. ¡Perrito goloso! Luis sintió un gran alivio, pero todavía faltaba por develar la verdadera cara de un misterio. Si no se trataba de un gnomo, ¿qué cosa había golpeado el tejado de su casa? De pronto, «¡pam!» Un sacudón más en el tejado… Siguieron otros «¡pam, pum, pam, ratatán, pum, pam!» Tan, pero tan fuertes que parecía que la propia casa se fuera a desbaratar. Así, mamá Lola, papá Miguel, Luis y hasta el propio Fido salieron a todo ga-

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lope hasta el patio, y cuando digo «a todo galope» es ¡a todooo galope! Ellos no podrían creer lo que vieron… El gato Mustafá había organizado una fiesta con sus mejores amigos. Había mininos de larga cola; algunos blancos, otros negros, pardos y moteados que maullaban sin cesar mientras se deslizaban entre los canales, formados por las tejas rojas, como si fueran divertidos toboganes. El festín incluía música de tambores, timbales y trompetas, así como un riquísimo atún que le estiraría los bigotes a cualquiera. Ja, ja, ja. ¡Todos a celebrar! En vez de gnomos, hay gatos por montón. Miau, miau, miau, que ya el pescado se va a acabar.

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TO CUEN S PA

ALARGAR A-VIDA -L

RA

ISBN 978-84-17679-82-8

9 788417 679828


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