El clan de los no dormidos

Page 1

ÂżTienes miedo...

...a dormirte?

El clan de los

o n

dormidos Rosa FernĂĄndez



OPERAcIÓN DULCE AMANECER Todo empezó aquí. Mi habitación está pintada en tonos verdes y naranjas. Mi madre dijo que como ya era mayor había que darle un cambio a las paredes. Antes eran azul celeste y tenían una cenefa de ositos marrones que conjuntaban con mi colcha. Pero me explicó que había que buscar colores «dinámicos», «positivos» y «estimulantes». Así, de pronto, sin más explicación, ni consulta previa, ni si quiera echarlo a pares o nones. Me quedé con la sensación de que tal vez, lo que quisiera indicarme era que me veía como a una niña «sosa», «negativa» y «lela». (Mejor no jugar a cómo la veo yo a ella por las mañanas con los pelos alborotados o cuando llega de trabajar arrastrando los pies y lanzando los tacones por la entrada). La lámpara que colgaba del techo y la que estaba sobre la mesita irradiaba una luz tenue y cálida. También 3


tenían forma de osito. Esta última no iluminaba toda la habitación, pero me dejaba entrever las siluetas y las formas de mi armario, de la cesta de los peluches y de mi cama. Lo cambió todo desde que fue a una tienda sueca, donde se volvió loca entre pasillos, en un laberinto donde a mí lo único que me apetecía era recorrerlo todo al revés, en sentido contrario al estipulado. Me arrastraba como el que tira solo de un brazo sin más cuerpo detrás, así que yo me iba dando contra los carritos de todo el mundo. Refunfuñaba que los suecos eran muy cuadriculados (y otras cosas que prefiero no escribir aquí, para no generar un problema diplomático) y a mí me apetecía decirle que ella era muy poliédrica a la hora de cambiar mi cuarto. Pero me callé o me hice la sueca, llámalo como quieras. Finalmente, compró unas cortinas con dibujos de animales verdes y naranjas. Y eso, según explicó, le abocó a cambiar el resto de la habitación, de MI HABITACIÓN. Quitó las lámparas y el interruptor que yo podía activar desde mi cama. Ahora todo es de esos colores que parecen de perro «rabioso». Me gustaba más antes, sobre todo por el tema de la luz. Me llamo Marina y tengo doce años. No quiero ser dinámica, ni positiva, ni estimulada. En realidad, visto lo visto, y por mi vaga experiencia, tampoco quiero ser mayor y mucho menos dormirme sola. No me dan miedo los fantasmas, ni las brujas, ni los vampiros, ni siquiera los telediarios, que ya es decir. Solo tengo mie4


do a no despertarme. ¿Tan raro es? (Si a alguien le pasa, por favor, que se ponga en contacto conmigo). A veces, estoy dormida y tengo una pesadilla. Es algo raro. Dentro del sueño sé que estoy soñando, y trato por todos los medios de abrir los ojos, pero no puedo. He desarrollado técnicas que en ocasiones me sirven, como dejarme atrapar si en la pesadilla me están siguiendo. En el momento que mi captor estira sus garras y me toca, me asusto tanto que me despierto con un sobresalto. Otras, sueño que estoy a punto de caerme por un precipicio. Entonces me armo de valor y doy un paso al vacío y de la impresión también me despierto. Pero no siempre estas técnicas me sirven. Sobre todo si mi habitación está oscura, porque al abrir los ojos y no poder tomar contacto con la realidad, el sueño me vence y vuelvo a verme envuelta en la misma historia de la que intentaba huir. En ocasiones incluso mi cabeza sabe que estoy durmiendo y trata de despertarse, pero mi cuerpo no responde. Me concentro en una pierna o en un brazo y procuro por todos los medios ordenarles que se muevan, aunque sea un ligero espasmo. Pero no hay manera. Busco relajarme, no ponerme nerviosa y lo vuelvo a intentar una y otra vez. Pero solo logro despertarme cuando mi madre entra en la habitación y de forma brusca sube la persiana. El ruido y la luz entrando de sopetón, son la mayor de mis alegrías, hasta sus pelambreras me reconfortan por familiares. Por fin, regreso al mundo de los vivos. 5


6


Y esta se ha convertido en la batalla silenciosa de todas mis noches. Una batalla que he tratado de ganar con otras argucias. De más pequeña, me levantaba de la cama e iba a la habitación de mis padres. Les decía que había tenido una pesadilla y que me dejaran dormir con ellos. Dio resultado unas cuantas veces. Cuando eso falló, volvía a aparecer en su cuarto con una dolencia generalizada, que adornaba con espasmos o lágrimas de saliva. Mi padre refunfuñaba que eran excusas y que retornarse a mi cama. Aunque no lo daba por perdido. Oía cómo mi madre le comentaba bajito: «Mira que si es verdad…». La duda razonable se imponía. Así que al rato regresaba y me quejaba con más intensidad. Ella levantaba las mantas y me mostraba el hueco donde podía meterme. Cuando eso empezó a fallar, ideé una estrategia más directa al corazón. Me acercaba y le susurraba que quería que me abrazase. Entonces ni siquiera consultaba con mi padre. Directamente levantaba las mantas y me acurrucaba sin mover ni una ceja. ¡Hum, cómo me gusta quedarme allí! Pero llegó un momento en el que tampoco eso tenía efecto. Así que me inventé que me angustiaba ir al colegio al día siguiente, y que por eso no podía dormirme. No estuvo mal. Me sirvió unas semanas. Mi madre fue a hablar con mi profesora y esta le dijo que efectivamente tenía problemas de socialización, (vamos, lo que viene a ser que no jugaba con mis 7


compañeros en el recreo, que me apalancaba en una esquina y que incluso a veces me quedaba dormida). —¡Cómo para no quedarme dormida! —pensaba yo. —Debes interactuar con el resto de tus amigos. Si tienes algún problema en la escuela espero que me lo cuentes —me pidió con tono de tutorial de Youtube para padres de hijos preadolescentes. «¿Qué problema voy a tener?¿No se darán cuenta de que no quiero dormirme por las noches por mucho que me las pinten de verde y naranja?», pensaba yo. En fin, que lo he intentado casi todo para escalar la cama de mis padres, pero creo sinceramente que esa es una cumbre que ya no voy a volver a pisar. De hecho, un día se juntaron los dos y me plantearon un «tercer grado» en la salita, donde ellos suelen ver la televisión después de cenar. Me llamaron a capítulo y me señalaron con el dedo índice el camino inequívoco que conduce a mi habitación. Apostillaron también que «bajo ningún concepto» saliese de ella. Y antes de que plantease alguna objeción, mi padre añadió en tono taxativo: —¡Ni para mear, Marina! ¡Ni para mear! Ahora estoy aquí metida, entre estas cuatro paredes verdes y naranjas, sin ninguna luz tenue que me deje ver al menos las siluetas de mi armario o de la cesta de peluches que mi madre, por cierto, cambió ahora sin consulta previa por Barbies esqueléticas, que eso sí, tienen un plástico tan bueno que ni se pueden abrazar. Pero no me he dado por vencida. 8


Antes de encerrarme en mi cuarto, he dicho que iba a recoger en mi mochila los deberes del colegio, y he logrado conseguir tres herramientas que me serán vitales para enfrentarme a la inagotable, inacabable, oscura y puñetera noche. Este es el aprovisionamiento efectuado: 1. Un flexo. El que mi madre también compró en la tienda sueca para que estudiara sin cansar la vista. (Como si no me agotase entera). 2. Una libreta. La que tiene encima del microondas para tomar nota de recetas de cocina que luego nunca prepara. 3. Un bolígrafo. Bueno, no, en realidad no es un bolígrafo cualquiera. Le he cogido la estilográfica que le regalaron a mi padre en la oficina por su cuarenta cumpleaños. Ese día dijo complacido: «¡Vaya detallazo del jefe! ¿Eh? Sabe lo que valgo». Mientras, mi madre daba saltitos a su alrededor y palmitas tontuelas. (Qué raritos son. Si a mí me dicen que valgo un bolígrafo, por dignidad no me alegraría, y menos, lo guardaría para no usarlo. Ni que con él fuesen también los veinte años que lleva pegado a una fotocopiadora, aunque él a fotocopiar lo llama TSDT: Técnico Superior de Duplicación de Textos).

Muy bien. He tenido que tomar decisiones rápidas, pero creo que he realizado una buena elección para ga9


narle la batalla a esta noche. Esconderé mis herramientas debajo del colchón, y solo cuando estén dormidos, dará comienzo mi operación. Lo escribiré todo con buena letra (redondita, en cursiva, en negrita, la que elija) para que quede constancia, y a todas mis aventuras les pondré un nombre como hacen en las películas bélicas, que por cierto, nunca veo, pero que siempre tienen títulos como Tormenta del Desierto o El Día D. A la mía la llamaré: Operación Dulce Amanecer. Pero ahora debo quedarme muy quieta, bajo mis mantas. Respirar muy acompasado para que crean que estoy dormida. Tengo que aguantar así hasta que ellos apaguen el televisor, hasta que oiga el ruido del grifo del baño y a mis padres cepillándose los dientes. Me tengo que estar muy calladita hasta que escuche el ruido de la cisterna del baño, hasta que oiga el «clock, clock» de los zapatos cuando ellos se descalzan, hasta que estalle la madera de la cama, cuando se recuestan en ella…, y un rato más, hasta que se escuchen los ronquidos de mi padre y el último bostezo de mi madre. Entonces sí. Entonces habrá dado comienzo la «Operación Dulce Amanecer».

10


CAPíTULO 1

JOSUNE, LA PITONISA. La casa está en silencio. Siempre me ha molestado el silencio por la noche porque tengo la extraña habilidad de oírlo. Estas cosas que me ocurren no se las cuento a nadie, ni siquiera a Nora y a Martín, mis amigos de clase, porque no quiero que me cuelguen la etiqueta de «rara». Ellos seguro que no lo harían. Pero otros compañeros si se enterasen, sé que no tardarían ni cinco segundos en corearlo. Conozco a una chica que se la pusieron en Infantil. Se llamaba María Luisa Martínez y se comía el material escolar. Llegó a Secundaria con el estigma de «la rara», aunque hacía años ya que no probaba ni las esquinas de las tapas de los libros, ni un trozo de goma de borrar —de esas de Milán que huelen pero no saben a nata—, ni tan siquiera el capuchón del «boli bic». Pero 11


TO CUEN S PAR

ALARGAR A-VIDA -L

A

Marina es una niña que tiene pánico a dormirse sola. Para evitarlo, escribirá historias sobre sus vecinos del bloque, en las que la realidad y la ficción son difíciles de discernir. El cuento que tienes entre tus manos habla del miedo a ser diferente, del temor a no ser aceptados, y sobre las etiquetas que pesan en la adolescencia. Prejuicios que se superan con dos herramientas fundamentales: la creatividad para minimizar problemas y el diálogo y arrope familiar.

babidibulibros.com ISBN 978-84-18297-73-1

9 788418

297731


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.