Érase una vez una niña llamada Eva, que vivía con sus padres y su gato Miau en un pueblecito cerca de la ciudad.
Todas las noches, Eva tardaba en cepillarse los dientes para no ir a la cama, pues le daba miedo la oscuridad.
—¡Eva! Tus dientes deben estar brillantes ya. ¡Venga, a la cama! —gritaba mamá.
—Estoy acabando, mamá —decía Eva.
Una noche, Eva terminó de cepillarse los dientes y fue a su cama con mamá.
—Un cuento, por fa... ¡No te vayas!
—Mañana hay que levantarse temprano para ir al cole.
—No te vayas —repetía Eva con voz triste.
—Venga, cariño, hay que descansar —Le dio un beso en la frente y le dijo—: ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, mamá, te quiero!
—¡Y yo a ti, cariño!
Mamá apagó las luces y salió del dormitorio. Todo estaba oscuro, y el viento soplaba fuera. Eva no podía mirar, tenía mucho miedo y empezó a llorar.
Su gatito Miau entró en la habitación y la abrazó, pero Eva no se calmaba.
El viento silbaba y silbaba, y Eva no paraba de llorar, cuando de pronto...
«¡Pop!». Una pequeña explosión seguida de una luz blanca ocurrió, aunque
Eva no pudo verla porque estaba tapada.
—¡Hola! —dijo una voz agradable.
Eva asomó la cabeza y vio un lápiz con una luz amarilla flotando en el aire.
