La chica Juan Jorge Araujo
Ilustrado por Carles Carreras
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Hacía apenas un siglo
que el encanto se encontraba allí, en ese bosque tupido, en ese vergel natural donde se dan la mano la fértil tierra y el cielo azul celeste. Fue cuando Tasmán, un momoy rebelde muy distinto a los pacíficos seres de los de su especie y todos sus servidores, mudaron el encanto después de provocar un gran diluvio de agua y producirse una inmensa riada. Tasmán era de pequeña estatura, pero de gran robustez. Gozaba de una larga barba y casi siempre llevaba puesto un sombrero hecho de palma. Vestía un pantalón ancho, o al menos así se le veía, y una elegante chaqueta de palto. 3
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Su escueta figura lucía engañosa si se veía a primera vista. Nadie podría imaginarse que se trataba del único dueño y señor de todo lo que habitaba en aquel bosque. De las aguas, fuentes, lloviznas, neblina, ríos y lagunas; de los árboles y plantas, regados por su valles y laderas; y de los animales que llenan de alegría y vida todo su entorno. Todo en aquellos parajes le obedecen: el fiero Caté, gigante medio hombre, su fiel servidor, ese mismo ser responsable de las crecientes de agua, cada vez que el encanto realiza su mudanza; los copitos seres parecidos a un hurón, que son blancos como cal, y al enrollarse entre los pies o cruzar por entre el medio de las piernas de los mortales, los dejan tan inmovilizados que cuando se percatan aparecen en medio de la nada. En pleno centro de una hacienda o en la mitad de la espesura de alguna montaña. No solo estos seres, toda la naturaleza estaba bajo su dominio; los cursos de agua con un simple murmullo cambiaban de sentido o de pronto se paraban; las frutas silvestres, con un guiño suyo, se encendían en la oscuras noches, pareciendo las luces brillantes de un belén con sus distintos colores; o los pájaros y aves, cuando sentían su penetrante silbido, cantaban como la más afinada de las orquestas; la brisa, con el chas4
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quido de sus dedos, corría entre las ramas de los frondosos árboles, repartiendo sus perfumados olores y llevando el polen a todos los lugares del ancho bosque. Las aguas de sus predios eran reconocidas por su claridad y frescura. Y desde un poblado cercano subían los vecinos a recogerla en alguna de sus fuentes que brotaban, o llenaban sus recipientes en la pequeña cascada de un estrecho valle. Esta agua cristalina, rodando por el cauce, la buscaba una madre con su hija Aura. Esta mujer, así como otras del pueblo, nunca dejaron adentrarse solas a las chicas en aquel entramado verde, porque desde hacía muchos años se decía que un espíritu del bosque, un ente de la naturaleza, sentía predilección por las chicas guapas, y eran muchas las desaparecidas en los últimos años entre sus sombras y malezas. Aura era la doncella más hermosa de la comarca. Su piel era blanca y fina como una rosa. Destacaba su rubia cabellera ondulada, y sus almendrados y grandes ojos violetas. Tenía unas piernas muy largas que le daban un porte más esbelto y elegante que el resto de las jovencitas de aquella villa. Disfrutaba de los placeres juveniles como cualquier chica a su edad, pero aunque se sentía muy contenta con su vida, nunca había entendido por 6
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qué a ella y a las demás mujeres le tenían prohibido entrar solas en aquel enigmático lugar. Ella deseaba enormemente ir con sus amigas a arrancar flores como las calas, orquídeas moradas o blancas; a recoger la variedad de frutas ofrecidas por esos montes: moras silvestres, manzanas de montañas, caimitos morados, guamos o parchitas. Bañarse en las frías aguas de la cascada, aguas frescas venidas desde las cumbres, provenientes de lagunas glaciares. Ver la variedad de colores de los muchos pájaros que se dan citas entre las ramas de árboles, y disfrutar de todos sus cantos que alegran los corazones. Se imaginaba correteando entre los árboles jugando al escondite, y quién sabe si algún día, conocería a algún muchacho del otro lado del bosque, donde existía un poblado y del que se decía que los hombres eran muy guapos y valientes. Soñaba con conocer a uno de esos jóvenes apuestos, que la cautivara para siempre en ese bosque donde también venían a cazar algunas veces y a cortar madera para la carpintería. Recién cumplidos los veinte años, su madre dijo concederle lo que ella pidiera, si estaba en su mano y de acuerdo a sus limitaciones económicas. Pero su hija no estaba pensando en joyas o vestidos, pensaba en algo sin muchas pretensiones. 7
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Entonces, ilusionada la muchacha con la promesa, dijo: —Madre, ¿me dejarás por fin ir sola al bosque para buscar el agua que tanto ha saciado nuestra sed y con la cual hemos elaborado nuestra comida todos estos años? La mujer al principio no cedió, pues recordaba las palabras de su madre y de la infinidad de casos acontecidos en lo profundo del bosque. Trató de cambiar de tema, entregándole el regalo mandado a hacer con la costurera del pueblo: Un bello vestido azul y una blusa color salmón, que cuando se los puso desató un aire de pureza y una sensualidad prodigiosa. De su cuerpo salía una mezcla exuberante de fragancia; del vestido, un olor a fresco tulipán; y de la blusa, un aroma a dulce y suave melocotón. —Ningún hombre se resistirá al verte tan hermosa —dijo la madre al verla. Sin embargo, la idea no se escapó de su mente y siguió insistiendo a su madre con su deseo de ir a esa montaña boscosa. La mujer salía del apuro diciéndole que pronto la dejaría correr sola como el aire y vagar por el monte. Ella, al ver la férrea actitud de su madre en no dejarla ir, habló con una amiga para que juntas pudieran convencerla de entrar a aquel paraíso natural. La madre, muy a su pesar y a regañadien9
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tes, aceptó con la condición de que fueran las dos, o incluso invitaran a otra. Las muchachas brincaron de contentas, pues por fin, ambas lograron soltarse de las riendas de sus madres. El día esperado había llegado, se prepararon cada una con su tinaja, y Aura fue con un canasto a recoger las frutas y flores que viese en el camino. ¡Adoraba las flores! Despedida por sus preocupadas madres, emprendieron la subida al entramado verde, al que tantas veces las habían acompañado. De una vez se propagó la voz entre las sombras del boscaje, y en pocos minutos llegó a oídos del señor Tasmán. Supo de inmediato cuántas venían, eran dos guapas muchachas, una sobre todo, le contaron que era irresistible por su influjo de mujer y por la pureza de su piel de virgen. Cuando estaban en la cascada llenando su tinaja con la cristalina agua, pudo verlas por un ojo tallado en la piedra de uno de los riscos, que era como un espejo. Pudo ver a las muchachas jugando con el agua y riéndose de sus juegos juveniles, divirtiéndose sin cortapisa. Las dos les gustaron mucho, pero preguntó quién era la rubia de ojos violeta y mejillas rosadas. —Es Aura, la hija de la posadera —le respondió unos de los servidores. 11
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En lo más profundo de una montaña boscosa, un rebelde momoy, muy distinto al resto de sus pacíficos hermanos, tiene subyugado a todos cuantos viven allí. Toda la naturaleza y los seres sobrenaturales le obedecen en sus incontables caprichos, pues posee poderes fantásticos. Sin embargo, un buen día conoce a una hermosa joven, y esto traerá grandes consecuencias en la vida de ambos y la más grande historia jamás contada sobre la magia y el hechizo de los colores.
ISBN 978-84-17448-94-3
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9 788417 448943