LA YAYA Y LAS CHUPITRUCES

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María Cruz Moreno Cánovas

El monstruo del alzhéimer

ILustrado por

Mª Jesús Pellús Fenoll


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Capítulo 1

LOS ENCÍCLOPES CABEZONES Me llamo Luis, tengo 11 años y soy hijo único. Me dan mucha «barria» dos cosas: Uno, invertir las letras de las palabras y, por ejemplo, decir «barria» en lugar de «rabia», que me suele pasar, y debe ser algo genético, porque mi madre, de vez en cuando, me pregunta si me apetecen unas «cocretas». Y dos, que la gente que no te conoce te pregunte cuántos hermanos tienes. ¿Por qué nadie pregunta si tienes bisabuela? Porque sí, es verdad, no tengo hermanos, pero tengo una bisabuela y muy poca gente la tiene. Nadie en casa la llama «bisabuela», para nosotros es la «yaya». El «yayo» murió hace un año y medio y, desde entonces, la yaya presenta comportamientos un tanto extraños. Dice mi abuela que tiene «demencia senil», yo digo que «está en otro mundo». Una de esas veces que le pregunté cómo estaba, me contestó que «lo importante es que estuvieran bien las chupitruces», a lo que mi padre puso el mismo gesto que cuando mi madre dice «cocreta», y mi madre pensó en voz alta que «se fue cuando el yayo».

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Los fines de semana vamos a verla y yo, a veces, pido quedarme a dormir, porque me encanta cómo cocina Anita, que es la joven que la cuida. Bueno, me encanta cómo cocina, cómo canta, cómo anda…, pero, sobre todo, me encanta la paciencia que tiene con la yaya y la dulzura con la que le contesta cuatro veces la misma pregunta en un período de diez minutos... En realidad, puede que esté un poco enamorado de ella.

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A veces, me invade una alegría suprema de pensar que quizá, ahora no, porque para ella soy invisible, pero dentro de trece años, quizá… puede que se fije en mí. Aunque mi amigo Perico me baja de las nubes de un pescozón apostillando, con sorna, que ella siempre tendrá 13 años más que yo, por lo que siempre seré invisible. Yo no le hago ni caso, de ilusiones se vive. Bueno, volviendo al tema de la yaya, que me pongo a hablar de Anita y no hay quien me pare. Uno de esos viernes que llegaba con mi mochila llena de calzoncillos (es una manía de mi madre, y eso que hace ya ocho años que no me hago mis necesidades encima), dispuesto a pasar un finde tranquilo/romántico con mi yaya y mi ángel; la primera, me arrastró de la mano hacia el cuarto de baño y, asegurándose de que nadie nos escuchaba, susurró en mi oído: —Luisete, esta noche vendrán a buscarme miembros del ejército. —Bueno, yaya, me estás dando miedo, menos mal que mi madre es precavida y me ha llenado la mochila de calzoncillos —bromeé para quitar peso al comentario. No, no lo entiendes, los encíclopes cabezones, son los miembros del ejército, los manda el ser malvado —aseguró con espanto. «¿Los encíclopes cabezones?», «¿el ser malvado?», «¿pero qué clase de paranoia estaba sufriendo la pobre yaya?», no paraba de preguntarme a mí mismo, mientras observaba su rostro, aún más arrugado por la preocupación. «¿Acaso no había sufrido ya bastante en la vida?». —Pero ¿quiénes son los «encíclopes», yaya? —pregunté entre curioso y compasivo, dispuesto a profundizar en aquella fantasía que la angustiaba. No continué con el interrogatorio y, en su lugar, la llevé hasta la habitación, la cogí de la mano con el fin de acercarla a la inofensiva realidad a través de la calidez del contacto humano, y recurrí al único tema que conseguía tranquilizarla de forma natural: «Háblame del yayo».

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—¿Sabes que el yayo era el único maestro que había en el pueblo? —me informó, ya con otro gesto, como si hubiera olvidado la conversación anterior. Y yo, que había escuchado esa historia como un millón de veces, puse cara de sorprendido para que continuara en esa paz que solo él le proporcionaba. —Hoy duermo aquí, no te preocupes —le dije a Ana. Normalmente es ella la que duerme con la yaya, y yo, en la habitación contigua; pero hoy me sentía en la obligación de prestarle ayuda moral a mi pobre bisabuela. —Bueno, no dudes en llamarme para cualquier cosa, Luis. Cuando la yaya parecía dormir ya profundamente, escuché unos pasos en el salón. «Vaya, Anita tampoco puede dormir, quizá la pared que separa su habitación de la nuestra no haya sido capaz de amortiguar los estruendosos ronquidos de la yaya. O quizá haya venido la Sociedad Protectora de Animales, pensando que ocultábamos un oso descomunal en peligro de extinción y vengan con dardos del sueño para devolverlo a su hábitat», pensé. Pues cuál fue mi sorpresa al comprobar que no era, ni una cosa, ni la otra. Había sentados en el sofá tres hombres cuya cabeza era de un tamaño similar a la pelota de fitness de mamá. O, para que lo entendáis bien, no podríais abarcarla con un abrazo. Y, sin embargo, el resto del cuerpo era de un tamaño normal. Yo, entre sobrecogido y atemorizado, sin poder apartar la vista de aquellos inmensos cráneos, escondido detrás de la puerta, escuché algo sobre «nos llevamos a los dos». Recordé entonces las advertencias que la yaya me hizo en el aseo la noche anterior y justo en ese mismo momento, los que ella llamaba «los encíclopes cabezones» abrieron la puerta de una patada, haciéndome caer al suelo de un plumazo y perder el conocimiento.

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Aunque no sepas quién soy, sabes que te quiero y siempre te querré.

ISBN 978-84-19339-48-5

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788419

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