Laika me lleva HĂŠctor FlĂłrez Herboso
sobre ruedas
Hace unos cuantos años en un pueblo, vivía una niña que iba a todos los lados montada en su silla eléctrica y acompañada de su perra. En ese valle todo el mundo sabía que esa niña se llamaba Sara, y su perra, Laika. Era un valle demasiado grande como para que todas las personas pudieran conocer a Sara y a Laika, sin embargo, la conocían porque casi todos los días ambas recorrían las distintas partes de su pueblo saludando a todas las personas que se cruzaban con ellas, y de este modo Sara le daba a Laika esos paseos que tanto le gustaba. Algunos días, la mamá y el papá de Sara aprovechaban para mandarle a su hija recados. Los fines de semana le encargaban que trajera el pan, porque como vivían en una de las últimas casas del pueblo, bastantes días se quedaba el panadero sin pan al llegar a su casa. Sara, que sabía cuándo terminaba la segunda ornada del día, llegaba a la panadería a recoger el pan recién hecho para volver corriendo a su casa, y así comer con el pan crujiente. Entre semana, mientras hacía en casa los deberes, ponía a cargar su silla eléctrica para salir a pasear con Laika, nada más acabar las tareas del cole. El paseo que más les gustaba era el del río, que solía ser el más entretenido, porque los días que más calor hacía, podían ver a los patos nadar para refrescarse, y los días después de las lluvias se oían cantar por todo el camino a los pájaros, contentos por ver el sol de nuevo; además, cuando Sara iba por este camino, tenía la suerte de ver en directo su deporte favorito, que era el piragüismo.
Un día la madre de Sara le estaba preparando la merienda y le preguntó qué quería para cenar. Y Sara, que hacía mucho que no comía macedonia, miró en el frutero para ver si había suficiente fruta para poder hacerla completa. Pero justo faltaban melocotones y fresas, que eran las favoritas de la madre y de la hija. Las dos se pusieron de acuerdo y decidieron que merecía la pena ir a la casa de Feli, que tenía una finca llena de frutales. La niña se puso muy contenta, no solo por la cena, también fue porque la casa de Feli se encontraba al final del paseo del río. Tardó mucho en llegar al lugar, pues hacía unos días que no había podido salir por culpa de la lluvia, y aprovechó el paseo para ver a los pájaros que estaban tan felices como ella y como Laika. —Feli, Feli —la llamaba a la vez que tocaba la bocina de su silla. Y al oír que la estaban llamando, salió por una de las puertas de la granja. —¡Buenos días, Feli! ¿Me podrías dar media docena de melocotones y de fresas, por favor? —le preguntó Sara al verla. Feli, como siempre, invitó a la niña a que pasara para que eligiera ella misma las frutas del árbol. Y con las frutas en su mochila, encendió de nuevo su silla eléctrica para volver a casa. —¡Adiós, Feli y gracias por todo! —le dijo antes de irse.
Al poco de salir de la granja, se encendió la luz roja de la batería, pues aquel día se le había olvidado poner a cargar su silla eléctrica. Y nada más ver la luz roja, puso la velocidad más lenta para gastar la menos batería posible. Pero no le sirvió de mucho, más o menos fue en mitad del camino donde se quedó sin batería para seguir. Y ambas tuvieron que quedarse quietas y paradas. Esperaron a ver si alguien pasaba para que las acompañara a casa, y aquella espera fue como los muchos momentos que pasaban las dos solas en casa: Sara sacó una pelota de tenis de la mochila que llevaba colgada del reposabrazos y empezó a enseñarle a Laika un nuevo truco. Aunque en casa no estaba atada como cuando iban de paseo, Sara consiguió que su perra hiciera otro truco más. Al rato de estar perfeccionando el truco, oyeron remar, ¡¡era una piragüista!! Con la cabeza girada hacia ella, gritó todo lo que pudo, y Laika, al ver a Sara tan agitada, se puso a ladrar. Esa piragüista solía ver mucho a Sara y a Laika porque entrenaba por ese río, y al observar que estaban pidiendo ayuda, paró para ver qué les pasaba. —¡Hola, chicas! Me llamo Eva, ¿necesitáis ayuda? —les preguntó la joven al salir del agua. Al explicarle Sara a Eva que se le había quedado la silla sin batería y que si la podía llevar a su casa, Eva le dio a la palanca tal y como le dijo la niña para quitar el f reno, y empezó a empujar la silla eléctrica. A Eva le costaba un poco llevar la silla por aquel camino sin asfaltar, y entonces recordó el mushing que era el deporte que practicaba antes de ser piragüista.
ISBN 978-84-18017-71-1
9 788418
017711