Terrenales y enterrados

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Y ENTERRADOS

En mi patria se están secando los pinos. El agua llega pesadamente, en chorros enredados, bajo una lá mina de aceites groseros, arrastrando la espina de algún que otro pescadito cansado. El río me es negro desde que puedo recordar o suponer, y entonces yo azuzaba contra el agua el agua de mi alimento, para que se abre vase, como los pobres burros negros. Yo sé bien que, en unas tierras extrañas y remotas, y sin embargo en España, se están gestando grandes trabajos con aguas extensas, directas e inconmensurables, agua laboriosa que acierta con aquella raíz que fecunda. Si nos la confiaran, los pinos se secarían igual.

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Como las piedras que restan en los sotos abrasan y revientan, las milicias de los hormigueros se han estable cido en los arrabales de la ribera, donde los yeseros emé ritos de mi abuelo echan canas y extinguen la codorniz. El viejo que sufre en la punta de la lengua, en edad aún sensitiva, el mordisco rabioso y la úlcera de ácido, ya no es racional y comienza a advertirse bolas de bilis en sus órganos malos. Entonces se va a a la casa del vecino fa vorecido, le acaricia la prole, le elogia la bodega. «Despué de los trovos que le he cantao y los cantalupos de feria», habrá forzado a admitir a un viandante inocente antes de aquello otro, «no me va a poder negar don Pepote un poco de favor, un socorro por lo que es perpetuo». En efecto, don Pepote, que estaba a la sazón vareando la higuera de don Luis, convoca un cónclave mañanero en su portal. Llegan ocho señores, tarde, se enseñan las escopetas, las leontinas, gozan del orujo antiguo, el de los quintos por los que aún vagan algunas trazas de las viejas gripes españolas, de gérmenes que circulan hace un siglo en el insomnio del vidriote cargado de tardes, y se des piden. Y se van a la Confederación Hidrográfica con las manos en cuenco. Nosotros esperamos quince minutos, y luego vamos a recogerlos de entre los bares.

Me he acostumbrado a acechar frente al río, acaso por si encontrara cuerpos ahogados o libracos arro

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jados aún inéditos. He mirado mucho en dirección al río y sin ningún propósito, sin comprender más que lo mucho que ya conocía, pero no puedo arrepentirme de ello, nunca será posible. Porque fue entonces cuando decidí volverme sabio. Me limité a una sala de la que no sabía salir y pedí que no se me comprase más leche ni lechugas, sino solo volúmenes valiosos, o, si no lo eran, que me los dieran robados. Allí originé mis primeras barbas y mis versos, y recuperé las exactas y la familia ridad con el círculo, recomenzando mi juicio con los dedos mismos y hasta secarme las entendederas, que recompuse con el vigor de los puños. Al advertir que marchaba de frente y desbocado a conocerlo todo, dor mí, olvidé, me enamoré más según lo había previsto, de eso no me olvidé, y así sobrevino la necesidad de volverme a acomodar en el montón de cañas partidas, y cedió la desesperanza y todo cuanto aquí queda sacu dido ya no merece su clara importancia.

Pero era tarde. Porque, sin haberlo sabido yo, por mucho que lo sospechase, nuestros concejales habían deliberado hondamente con hondos vasos, y yo era ya un cultón, digo más, uno de los grandes cultones inscri tos en el registro oficial y popular de mi patria.

Yo amaba los domingos. Madrugaba y todo me enardecía, sin permitirme estarme echado ni tolerar la

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oculta compañía que se esfuerza en seguirme algunos pasos. A la tarde me retiraba al Cabezo, donde acaba mi tierra y se erigen las cuatro torres cuchillas, arrui nadas y sinuosas, donde algunos maquis se fortificaron tres semanas con armas pirotécnicas, más bellas que impacientes, que no se han comenzado a manifestar hasta este último año, en montoncito todavía, y con ametralladoras, que hay ya quienes las niegan, y acaba ron comiendo tartas de pólvora y casacas de comisario. Yo nunca alcancé aquella frontera, pero sé que desde las atalayas no se llega a visitar la mitad de lo que yo abarco si mi padre me encuscaleta en sus hombros, y sé que el Rosqui viajó allí a despachar a la novia y volvió pálido y solo y no sé cómo y que ya no se separa de su facón. A la tarde, todo lo que allí crece o permanece se enrarece, las sombras van atacando a trompicones, es forzándose en anular espacios, y se aclaran al cubrir los barrancos, donde todas las piedras se parecen y deam bulan intrépidos alacranes. Hay también una cabina, no tan mínima y defendida por mosquetones simples, sin utilidad ni relevancia; el pueblo parece eludirla cuando se la presiente en la conversación; yo, por no despreciar y no engrandecer el triunfo de quien la levantara, tam bién me callo. A tal sitio voy yo, mientras mi gente rue ga por mí, en esas tardes dominicales que se dan solo en mi patria, unas tardes entre castellanas y béticas y

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ninguna de estas únicas opciones, cuando los cultones estamos todos lóbregos y los escritos van ya camino de las editoriales y de irse al traste.

No sé probar si lo que seguirá se dio en domingo; la memoria se me baraja con los espasmos de pecho, y también he vivido ratos crueles hozando bajo las pie dras, entonces, cuando valía más que un Dios y no me rebajaba a vivir de estas crónicas de embestida, de celda y sopa. Pero, aun habiendo podido olvidar aquello, lo cierto es que sé mucho todavía.

Y es que a la tarde quise subir del río al café, el único que conozco y que, por ahora, ignoran todos los sajones que se están comiendo mi patria. Entré y pagué con algo que escribió otro y algo de lástima. Bebiendo bien y pobremente, se me fue el día sin que viniera la noche y salí a una calle vacía e incomple ta, que había que soñarse la mitad central para poder caminar un poco ancho por ella. Renqueé remontan do la avanzadilla de mi pueblo, que son unas pocas casas ensartadas en un poco de muro indestructible, atracadas de balcones y rejas frondosas, con un ga raje profundo y en el que que todos fingen pensar si pasan, por conservar la costumbre del pensamiento, donde duermen un danés y un gato siniestro que se instalaron allí el mismo día por puertas opuestas. A dos pasos más allá de la esquina, la ruta se encamina

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directamente hacia la plaza, hacia el corazón de mi corazón de patriota aprisionado. El trayecto es breve, de un minuto vuelto al reposo; es ese el gran minuto de mi canción cotidiana. No sé yo qué cielo me cu bre, si deslumbra o si llueven ascuas, que nunca ten dré color en los ojos sino para conocer mi tierra, que me empuja adelante y hacia sí, la única pasión que aún me quema la carne, que me la plantea cubierta de llagas duras. Entro por donde el humillo tiende a establo y alfalfa, donde perdura el duelo de orgu llo entre los hombres del campo peritos en químicos agrícolas y los estudiantes resignados de vientre y ca jón atestados de habas. Me sale al paso un regimiento de gitanos progresistas en patinetes, las camisas con mangas y afeitados como salvajes, que me reconocen los rasgos de culto y de carpanta y fingen ignorar mi indiferencia hacia su desprecio. Desaparecen tras el ángulo convexo de un bloque de adosados intermina bles; yo me pierdo por el extremo contrario, volvemos a encontrarnos, ellos son dos menos y no me ven. En tanto que me atribulan estas cosas, llego a la casa de mi padre y doy recio en la puerta resquebrajada, de rrumbando pegotes de témpera y telarañas con fauna muerta. Mi padre suele vivir allí, en una terraza rasa y bombardeada, con habitaciones de puerta única y columna al centro, paredes galvanizadas y arrasadas de

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óxido, camas frescas, muebles conservados en jaulas y, en ocasiones habituales, mi padre, que lucha con un langostino.

––¡Padre! ––clamé con vigor, con toda mi garganta de hombre que estoy perdiendo a fuerza de callar––. No, no te agazapes, porque te huelo, y quizá tú a mí más. Sal y ábreme, viejo, aunque la casa se caiga. Aun que no te convenga, que la verdad es que no. Baja.

––No. Tú me dices papá de papases, el que todo lo puede. Y luego te vienes conmigo a confesarte, gajo de impío. Considera. O eso, o te quedas al se reno. Mientras, hablamos, si te parece y si no me confundes. ¿Qué tienes?

Dis, que paso el hambre. Que no me da el verso, que me aprietan unos plazos que ya no espero. Que quiero mandarlo todo patria abajo y dormir dos días. Resuelto el asunto, tengo redaños para volarme el pen samiento o ir a verla.

––No quisiera que entrases. Ando en lo que es mío, y la idea de estar tú aquí, que no tu presencia, tu idea, me pone viejo y es como si te acabase de alumbrar. Y yo no te pensaba recibir, pero te obedezco; ¿por qué me tienes que dominar así, culto mío? Si es que no te siento como fruto, no te distingo a ti entre cuatro sabios. No como mi padre me conocía, con una caña fuerte en cada flanco. Entiéndeme, que no veo mal ninguno en

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que nacieras, pero para qué de mí… Anda, pasa. Me tratas de usted, te vas al fondo, y, si te hablo, te das las vueltas, y si hay visita, babeas. Así pasaremos el trago, como se pueda.

Mi padre desapareció tomando un cayado y retumbó en las escaleras. Continué castigando la puerta, me en grandecí desahuciando comejenes con los abdómenes reventados, inquiriendo con la cuña de los dedos hasta la mitad del grosor de esta puerta, que ha detenido ba las y toros en su tiempo, pero ya cede. Mi padre estre mece de un tranco, siempre, los últimos peldaños y me arrebata las maderas en un tirón directo. Nos interro gamos quedamente, muy quietos, y al poco me vence. Es que en el umbral encuentra su elemento, me somete la voluntad, no menos que ella cuando me revivía con sus largas mentiras. Y entro, indiscutiblemente entro, al tiempo que me alejo de algo, sin vacilaciones, reserván dolas para lo que de verdad delatase importancia.

Me he comprometido, no solo conmigo, a dormir más de una jornada. Eso era lo que estaba buscando.

En la casa de mi padre hay una noche absoluta. No sucede nada, no se espera nada. El día es cuando tene mos luz. Cuando es de noche, es noche, sin una franja, ni un hilo, ni asombro, ni una mota que interrumpa la vista ciega. Los muebles no tienen perfiles, ninguno

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cruje, a las carcomas las despedazó una larva, a esa la sepultó un torrente de serrín, que se pudre en el silen cio de los hongos. Todo lo exterior está alejado de mí por una puerta bien conservada de madera de olivo, y que es también de fresno y álamo y de cañas y raíces grandes que ni hace falta apretar. Por las calles fluirán carretas, pocas, coches de pobre, vespas flamantes que tullirán a sus viejos, borregos fugitivos, España entera, cediéndole su tiempo, que no van a sonar en esta casa, donde es de noche sin necesidad de saber de ello, por que no hay luz ninguna, sino la que entra de una vez y por todas partes y forma las cosas y el día. Entonces hay que lamerse los lagrimones y ya renace la voluntad de proseguir con la roca que cayera sobre cada uno. Entonces me incorporo sobre los músculos de mis ma nos y me habla el vientre.

––Padre, oiga, no se haga el dios. Compóngame al gún desayuno. El pueblo se está dentelleando los puños y las puñetas y no se va a curar por mucha cara de as ceta que le enseñen. Si es que eso no es orgullo, no es engolamiento, eso hay que dejarlo entre bobería y ansia de extinguirse.

Mi padre me permite expresar lo que pienso, siem pre limitando el registro culto a los estratos de dentellear o engolado, aunque lo debo rehuir si su propósito es escuchar o entender, o si existe un verdadero propósito.

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Mi padre ha pasado la noche agarrado al borde de la colcha, en silencio, en cólera, con los párpados en ten sión, asegurándose siempre de quedar a mi vista en el momento de dormirme y en cada uno de mis desve los, porque en esta ocasión los tuve. Está enfrentado al acuario, instruyéndose en la guerra de castas entre los krill y gambas blancas, que ahora, tras aquello, sí son verdaderamente blancas, y el cangrejo desarmado, con sus amputaciones, sus bastardías, sus sindicatos contra la depredación y los cárteles para el racionamiento de la espinaca rallada que cae despacio al plato de corales. Si mi padre lo piensa, si se piensa bien a sí mismo, verá que, por pequeñito que sea el efecto sobre sus actos y sus súbitas resoluciones, está viendo marisco coleante en cada punto de sudor o de saliva, que los números se le presentan inicialmente en vagos conjuntos de carabi neros, que ve una mutilación y una atrocidad en recor tarse los bigotes (y debe hacerlo, Dios, desde la raíz y hasta que le duela en los gritos) y los cree encrespados y cada vez más útiles. Y, más que sus seres puntiagudos, son los trescientos litros del tanque los que le han de formado las percepciones, le hacen dudar de la respi ración, le retardan el movimiento por lo mucho que le exige el comprender y dar respuesta a aquello que reci be del mundo, que le llega mezclado con el pulso de la bomba. Puedo suponer que, a no ser que me resuelva a

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desguazar los cristales con las manos desnudas y frente a él mismo, esa agua acabará por concederme un impe dido, una rara especie de cultón sensorial, muy distinto de mi padre y de los vivos, como ya lo es a intervalos, y particularmente tras estas noches. Por eso supe que devolvería lo dicho al cabo de unos minutos o un breve rato. Y luego:

––El hambre, sí. Sí; pero a ti se te está encontrando cultivando tu teoría en las vidas de hombres viejos, y, más de una vez, en mi terraza, y descubriéndoles el ori gen de su angustia, de sus buenas rentas. ¿Te parece ra zonable, decía, que seas tú quien me pides para tu gas tro, y tú quien se presenta como lúcido y como líder? Porque no puedes existir así, sufriendo por todos noso tros, por todas las muertes de todos nuestros muertos, y continuar imparcial, no puedes, aunque sepas cómo. Esa hambre que traes, una que me roza a mí después de un buen y gran pastel de corza gerundobarreñino, no se entiende con la filosofía que sabes, y de que la sabes no quiero dudar (a mis años, y en todos mis años, me he evitado siempre la duda, mientras sea posible, y lo es, desde luego). Por tanto, tú no puedes pasar hambre. Que eso te dé fuerza. Un día me lo retribuirás, si supie ras cómo dar conmigo. Duérmete otra vez. Quise disentir; teniendo la razón y razones, no sé por qué solo lo quise. Bajo el suelo, al calor de sus

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fisuras enlodadas, un molusco apuraba ciertas raíces (y esto, ¿quién puede negármelo, si yo no lo sabía?). Me cubrí de algo amplio que por allí se ahongaba y me figuré, sin derivarlo de nada conocido, una ba talla de mil contra otros que eran menos y menos diestros, pero llevando pequeños caballos y resueltos a dejarse apresar. Les dispuse su llano, sus vascones emboscados, sus vinos ocultos y desperdigados. Vi entonces a mi padre, indudablemente el mismo, in menso y lúcido, diluyendo la retaguardia de mi crea ción; con pena y calma tuve que dormir. Todo lo existente me era propicio.

Procuré recomponer las filas, pero ya se me han ma tado muchos, ya demasiado desfigurados como para incluirse en la crónica instantánea que inicio y disuelvo al despertar. Desperté ocho veces y la sangre de mi na riz vascularizada por mis manos se confundía con mi sueño reciente y me llenaba de estupor, digo de alguna otra cosa, pero bien lleno.

Como siento sed, sé que mi padre está emborra chando un pino que no es de su propiedad, pero que arroja los ramajes sobre su parapeto y despierta la in quietud y la superstición en su espíritu céltico (que no es en absoluto un buen adjetivo, pero me resulta per sonalmente imprescindible, como no se verá en este relato). Mil veces ha esgrimido las sierras frente a él y

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en la cumbre, brincando con cuatro dedos para ganar la estatura de la piña más alta, sin resolverse a nada; tres veces ha descargado las jarras con escolopendras, las que le recogen sus furtivos por las casas recientes que aguardan el advenimiento de unos alemanes de trato delicado y engañoso, para hostigar al vecino, aunque está convencido de que nada va a conseguir. Y ese es su motivo. Y el pino quien lo sufre.

––¡Padre, tráeme el Memento adonde estoy, que te caricaturizo! ––fue lo que gemí o pensé o inicié ultra humanamente dentro de los afectuosos mecanismos de mi padre. Él, como yo no esperaría, se volvió, sin permitir que nada se recortase contra su sombra, y me ofreció ese Memento, y esto fue así porque no hay otro en su casa, ni nada que valga más o que me atreva a confiarle.

Es una obra bien pulida, comprensible con algo de interés y de encierro, en la que desperdicié un tiempo que no le correspondía y que no habría sabido en qué emplear. No llegué a abstraerme en ella, no se me dilu yeron los oídos, ni el ansia de perderme poco antes de haberla concluido, ni alcanzaba tampoco a desvelarme como si, si hubiese esperado algo de la vida o del sue ño, lo esperase de ella, ni quedó desplazado en el proce so el instante prefijado de mi suicidio. Me he decidido a no abandonarla cerca del fuego.

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Uno de los capítulos (yo empleo una denominación distinta, sí, aunque tanto o más hispánica, y que con esto solo excede a la palabra) logró ser el primero; los que siguen están incluidos allí mismo, fraccionados en un desorden simple. Tras ellos, muchas páginas solita rias que se han blanqueado en pocos meses. En el acto siguiente, mi refutación de la existencia del castellanis mo, y, desde ahí, la de Castilla. Del mismo modo, me obstino en abstenerme de equiparar esta existencia a cualquier suerte de camino o viaje incierto, finito, sin autoridad sobre su final; de nombrar el amor, el cáncer, los negocios, no según lo que infligen, son o soportan, sino con guerras y batallas y los viejos militarismos.

Mi padre nada me dificulta, pero de cualquier otro individuo definido y coterráneo me podría valer para aportar naturaleza humana a mi creación. Para ello, mantenemos monólogos superpuestos, sin interrum pirlos, completándolos. No diré, no por ahora, que al guna de nuestras frases se haya premeditado, que no se origine por completo a partir del momento y de la esencia; y, pese a ello, el producto siempre es magnífi co, sin que eso nos satisfaga, y así es que continuamos. Despreciando esa vaga concisión o cansancio de Rulfo, que desprecia o derrota a Occidente, a sus indios y al teólogo; cuestionado y, ya antes, depuesto el genio que pudiera aparentar el inventario de Molly Bloom, solo

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Esta es la narración de los recuer dos y leyendas surgidos durante una marcha a través de calles y campos singulares. El caminante es uno de los más afamados cultones de su tiempo, un precursor de la forma ción voluntaria y exhaustiva formado entre una raza de hombres bru tales, que teme las consecuencias de su obra y que está enamorado de Carmi. Piensa en viajar hacia su cercanía y, en el trayecto, la me moria retrocede días, años, meses, y puede recuperar así la ferocidad de un sacerdote en su afición, las tribulaciones de un pajarero, la an tigua instauración local de una na ción islámica, la documentación que ofrece el cementerio, la reunión de los cultones en la ópera, entre otros hechos de la historia local reciente.

mirahadas.com I N S PIR I N GSOIRUC I T Y ISBN 978-84-19454-38-6 9 788419 454386

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