Un café en los Alpes

Page 1


PARTE 1 CAPÍTULO 1

Intenté abrir los ojos, pero un rayo de sol me deslumbró y tuve que cerrarlos de nuevo inmediatamente. Moviendo la cabeza hacia un lado, conseguí que la sombra se posara en mi cara, permitiéndome vislumbrar dónde estaba. Solté un suspiro y me froté los ojos.

—Uf, menos mal, estoy en mi cama —dije en voz alta.

Después de las copas de ayer por la noche y el deplorable estado en el que me encontraba en la madrugada, no estaba segura si había entrado en mi casa o dormido en cama ajena después de haber hecho, vete tú a saber qué. Tenía la boca seca y pastosa. Un pinchazo craneal me recordó la tremenda resaca que sufría, cosa que me hizo replantearme si tenía cuerpo para salir de la cama.

Necesitaba calmar ese dolor de cabeza si no quería volverme loca, así que me levanté y fui hasta la cocina, donde se encontraba el cajón de las medicinas. Siendo sincera, me costó llegar. Cada paso que daba era como una nueva meta, de esas que te planteas la noche de fin de año como propósito para el año siguiente. Nunca, y creo que nunca, he bebido de esa manera tan demencial. Salir de fiesta para celebrar que había acabado el primer año de universidad siendo, a nivel de estudios, todo un éxito, así que era algo para celebrar. Aunque quizá habría bastado con alguna copa de menos.

Abrí el cajón, y allí se encontraban todas las medicinas habidas y por haber que se pueden encontrar en una farmacia. Siempre he pensado que

mi botiquín no coincidía con la edad que tenía. Cogí un analgésico con la esperanza de que hiciera efecto con la mayor rapidez posible. Me lo tomé con agua fresquista que guardaba en la nevera. Dejé el vaso encima de la encimera de la cocina y volví como pude a la cama, dispuesta a descansar un poco. No hay nada mejor en la vida que querer dormir y poder hacerlo en ese mismo momento. Así que, tan pronto me tumbé en la cama, me tapé con las sábanas, no fuera a venir el coco para llevarme, y quedé tan dormida que no recuerdo ni el momento exacto en el que volví a cerrar los ojos para volver a abrirlos dos horas más tarde.

Seguía un poco aturdida, pero por suerte, el dolor de cabeza se había marchado de mi cabeza para no regresar en una buena temporada. Era domingo y no tenía nada que hacer, ningún compromiso, ni familiar ni con ninguna amistad.

Me puse un cojín entre la cabeza y la almohada, uno de esos cojines que siempre hay de más en una cama perfectamente hecha. La decoración de la casa me afectaba mucho a mi vida diaria, a mi estado de ánimo. No podía tener en casa nada que destacara en exceso del resto de la decoración.

A pesar de ser una cama para mí sola, era de metro ochenta de ancho y dos metros de largo. Nunca supe por qué insistí tanto en que fuera de dos metros de largo; yo mido no más de metro sesenta. Encima de la cama siempre tenía dos almohadas, una de esas ergonómicas que tienen la forma de la cabeza para poder descansarla de la mejor manera posible, y una almohada normal que siempre utilizaba como algo a lo que abrazar durante la noche. No podían faltar los cuatro cojines, dos grandes y dos más pequeños que eran distribuidos concienzudamente en la cama para que quedara perfecta.

Medio incorporada, y todavía con los brazos extendidos, me quedé unos minutos quieta, disfrutando del silencio, tanto de mi casa como de mi mente. Cogí el libro que tenía encima de la mesita de noche, un libro que explicaba una historia de amor imposible de una escritora muy poco conocida pero que me habían recomendado, y me dispuse a disfrutar de un domingo de tranquilidad. Disfrutaba mucho con la lectura, podía pasarme

Un café en los Alpes días enteros sentada en un sillón, con luz cálida, una copa de vino y un buen libro en la mano.

Abrí el libro por donde lo dejé por última vez, fijándome en el punto de libro que me hizo mi sobrina Carlota cuando estaba en infantil, así que os podéis imaginar lo bonito y bien hecho que estaba. En este caso me daba igual la estética; creo que nunca le he tenido tanto afecto a un objeto como lo tenía a ese punto de libro que me acompañaba en cada lectura. Relajé el cuello acomodándome en el cojín y comencé a leer:

«PAULA:

Eran las primeras luces del alba cuando el susurro de una oportunidad acarició mi alma; un mensaje de Cris en mi móvil me explicaba que la madre de Alejandro, una mujer de sonrisa tierna y manos incansables estaba al timón de un gran evento. Como quien encuentra un tesoro escondido, mi corazón dio un salto con un simple pensamiento de esperanza. Al aceptar participar en ello, tal vez lo vería.

Día tras día, mis manos se movieron al ritmo de la esperanza. Los ramos de flores cobraban vida, las mesas se vestían de gala y cada rincón de la finca brillaba. Aún con las uñas de su futura mujer entre mis manos, Leonor, mi mente no dejaba de divagar y pensar en él. Leonor es bella, sí, pero con un aire de superioridad que contrasta con el noble corazón de Alejandro. Con ella delante, una ola de ansiedad inundó mi pecho, no dejándome respirar.

Mientras el reloj seguía su danza, mi mirada se deslizaba hacia los pasillos buscando un momento de calma. Ansiaba capturar con mi teléfono un instante frente a su habitación y lanzarlo al universo de Instagram. Como una botella con mensaje en un océano digital, soñaba que Alejandro lo vería y sentiría el impulso de buscarme.

Con el peso de nuestro adiós aún en los hombros, me imaginaba que quizás no deseaba verme. Pero el corazón es un rebelde soñador, y el mío no cesaba en su empeño. Acepté sumergirme en la organización de

su boda, como alguien que necesita hacer unas prácticas laborales, aferrada a la dulce ilusión de que, al cruzar nuestras miradas, las palabras fluirían como un río tranquilo y, quizás, nos llevarían al puerto seguro de nuestros brazos».

El tono de un mensaje en el móvil me sobresaltó, dándome uno de esos sustos que te hacen dar un pequeño brinco. Miré hacia la mesita de noche, de color rojo, donde había dejado mi móvil cargándose, y di un vuelco en la cama para cogerlo de manera apresurada al intuir de quién procedía el mensaje.

Daniel, aquel por el que morían mis huesos, por el que habría hecho cualquier cosa y el que llevaba siempre en mente. No había un día en el que no pensara en él, que no pensara en sus labios y su posible forma de besar, y, por supuesto, en sus manos grandes y bien hechas. En un momento de lucidez, me vino a la mente una imagen de la pasada noche de Daniel en la discoteca. ¡Madre mía! Coincidí con él y ni siquiera recuerdo si nos llegamos a saludar o hablar. Qué pésimo, salir de fiesta para luego no acordarme de nada. En ese preciso momento, prometí no volver a emborracharme como lo hice esa noche.

En el mensaje del móvil podía leer:

Daniel: «Ayer estabas guapísima. Espero que te hayas despertado sin resaca, aunque lo dudo por todas las copas que llegaste a consumir. Por cierto, como gané la apuesta, me debes un baile».

Seguro que hice algo propio de mí, algo de lo que me arrepentiré en cuanto lo sepa, algo que hace una persona que se desinhibe en grandes escalas cuando su lengua toca una gota de alcohol. Puedo decir que era de borrachera fácil. Con alcohol me convertía en una persona más extrovertida, más valiente, más simpática, más cariñosa, pero mucho menos cabal. No quiero ni imaginar qué tipo de apuesta hice para que me apostara un baile con él.

Mientras mi mente iba a mil por hora intentando recordar algún momento con él, a mi estómago le dio un tirón que me subió hasta las pes-

Un café en los Alpes tañas. Una sensación entre nerviosismo y ansiedad que sientes cuando piensas en la persona de la que estás perdidamente enamorada. A Daniel lo conocí en la universidad.

Fue en el primer curso de medicina, en la primera clase. Yo llegaba tarde como siempre; siempre llegaba tarde a todos los lugares y quedadas. Es como si mi reloj interno nunca se pusiera de acuerdo con el mundo real. Cada año, en Navidad, uno siempre se propone mejorar ciertos aspectos de su vida, deseos que todavía no he alcanzado hasta el momento; pues bien, mi deseo era ser puntual.

Entré por la puerta el primer día de clase. Clase de anatomía, nada menos. Y menuda anatomía había en clase, sobre todo él, al fondo, sobresalía por su altura y corpulencia. El profesor aún no estaba presente, menos mal, porque menuda vergüenza habría pasado, el primer día y tarde. Por suerte, y ya iréis viendo por qué digo «por suerte», no había sitios delante, así que me tocó ir hacia el fondo. Justo delante de él había un asiento, así que me senté. Un «hola» vino de la parte de atrás mío. Me giré para corresponderle el saludo y ahí estaba.

Un chico muy guapo, labios gruesos, pómulos marcados, ojos grandes y muy oscuros, buen cuerpo, a pesar de que el escritorio le tapaba gran parte de él. Un «hola» tembloroso salió de mi boca mientras me recuperaba de tal portento de hombre. Mi «hola» fue ridículo, con voz quebrada y demasiado aguda para lo que normalmente la tengo. En ese preciso momento, con solo ese «hola» que me acompañará en todos mis recuerdos con él, supe que estaba perdidamente enamorada. Nunca había creído en el amor a primera vista hasta ese momento.

En ese instante no sabía si sería correspondido, pero era cierto una cosa: Daniel fue mi primer amor real. No es que no haya tenido relaciones con otros chicos, los tuve, pero allí en el olvido se quedaron. Lo que sentí por Daniel desde aquel día, nunca lo había sentido por nadie.

Llegué a la universidad sola, quiero decir, no tenía amistades que iniciara el curso conmigo. Todos mis amigos habían decidido tomar caminos diferentes al mío. Pero no me importaba, nunca se me dio mal relacionarme con la gente. La gente me gusta. No es que sea una

«relaciones públicas», pero nunca me ha dado vergüenza hablar con nadie, a excepción de Daniel. Cada vez que me hablaba, cada vez que me miraba, me hacía pequeña, y una cosa que nadie había conseguido hasta el momento: acelerarme las pulsaciones con solo una sonrisa. Ya os podéis imaginar lo que pasaba si me rozaba la mano accidentalmente o a propósito, cosa que nunca supe.

Poco a poco y clase tras clase, nos fuimos conociendo. Se creó un grupo de amigos muy bonito donde estábamos todos a gusto y no había mal rollo de ninguna clase. Nos ayudábamos en los trabajos, tanto grupales como individuales, quedábamos en la biblioteca para estudiar y salíamos de fiesta juntos los jueves. Los jueves porque es popularmente conocido que es el día en que los universitarios salen de fiesta, llamado: jueves universitario.

Daniel siempre estaba ahí, en el grupo. Se volvió parte de mi vida durante mi primer año de universidad, y fuimos forjando una relación estrecha de amistad. Lo único que me pesaba en nuestra relación es que él no era de Barcelona, así que debía marcharse a su casa la mayoría de los fines de semana, no asistiendo a las quedadas si se daban en sábado. Él vivía fuera de Barcelona y venía cada semana a un piso compartido para poder asistir a clase. Como él, había mucha gente que se desplaza a estudiar durante los años de universidad, diría que un porcentaje muy elevado, y la única manera de poder hacerlo, por el alto precio de alquiler de los pisos en la ciudad, era compartirlos con otros estudiantes.

Tardé unos minutos en recomponerme de ese mensaje; mi cabeza iba a estallar. La resaca no me dejaba pensar con claridad y no recuerdo el momento exacto en el que hicimos la apuesta. Me vienen recuerdos de instantes a la cabeza de algún momento a su lado, brindando por nosotros y bailando de manera normal con mis amigas. Cogí el móvil y llamé a Carol.

—Dime, preciosa —siempre me recibía con buenas palabras—. ¿Se te ha quitado ya la resaca? Porque ayer la pillaste muy buena.

—Lo sé, las medicinas ya están luchando en esa batalla, necesito saber si tú recuerdas algo de lo que pasó ayer por la noche.

café en los Alpes

—¿Como por ejemplo que estuvo tu queridísimo Daniel bailando muy pegado a ti? —lo hizo con tono de interrogación y emoción cuando seguidamente soltó una carcajada.

—¡No me jodas! Ay madre, maldita resaca, y yo, ¿cómo no me puedo acordar de ello?

—Porque te bebiste la discoteca entera, guapa.

—Joder, mira que ayer no tenía ganas de salir, cuando me lo propusiste estaba tirada en el sofá de casa con el pijama puesto y a punto de empezar a ver una película. Mira que eres lianta.

—Sí, claro, ahora échame la culpa de tu incontinencia con el alcohol cuando te animas. Emma, es normal que te animes, y sé que no bebiste mucho, era coña, es que te sienta muy mal beber, dos copas ya te dejan tirada en el suelo.

—Carol, prométeme que la próxima vez me dejas una y no más.

—Bueno, ya me lo recordarás —dijo mientras volvía a reír, parecía que le pudiera estar leyendo el pensamiento, esta con tal de pasárselo bien no me corta el grifo, esta me anima.

—Bueno a ver, cuéntame cómo pasó. ¿En qué momento Daniel se acercó a mí a bailar?

—¿Te acuerdas dónde fuimos de fiesta o tengo que explicarte desde que saliste de casa?

—Joder, no seas así, claro que me acuerdo, fuimos a Razzmataz y allí nos encontramos con Marta y Pablo —Marta y Pablo son dos compañeros de clase con los que formaba grupo—, nos fuimos a pedir una copa y estuvimos entre una planta y otra. A partir de ese momento empiezo a tener fallos en la memoria.

Carol era una persona muy lanzada, muy vividora del momento y si se sale, ella sale. Es por ello, que muchas veces me daba reparo salir con ella. Salía de casa con Carol, pero no sabía si volvería con o sin ella. Sin parecer lo que no es, casi siempre acaba con alguien en la discoteca por el que me dejaba tirada. Así que no tenía otra que volver sola hasta casa.

—Al grano, Carol —le dije con tono amistoso, queriendo avanzar en la conversación.

—Pues que nos encontramos a Daniel con sus compañeros de piso. Que, por cierto, me lie con uno de ellos —dijo con voz animada.

—Jolines, Carol, es que no hay día que salgas y no te líes con alguien.

—¿Qué quieres que haga? Si el chico me gusta y yo estoy soltera y sin compromiso, ¿qué me lo impide?

—No, no, si impedírtelo está claro que nadie te lo impide, pero es que me da miedo que algún día te vayas con algún tarado.

—Bueno, esta conversación se está derivando por un sendero que me gusta —me dijo cortando en seco la conversación que siempre iniciábamos pero que nunca acababa bien—, hablando de Daniel, ¿qué tal besa?

—¡¿Qué dices?! ¡Yo me acordaría de algo así! —dije entre risas mientras sentía que mi cuerpo se acaloraba de abajo a arriba. Carol se rio a carcajadas, lógicamente estaba de broma; ella sí que sabe cómo sacarme los colores.

Después de un buen rato de conversación, no acabé sacando nada en claro. Ella se fue con el amigo de Daniel y parece ser que me dejó, como siempre, sola. Bueno, esta vez sola..., no estaba. Me dejó con la mejor compañía que me hubiera gustado tener. Lástima que no me acordara de nada o, mejor dicho, de casi nada.

Me quedé mirando el móvil, intentando decidir qué hacer con ese mensaje, si contestar o no. Tuve una especie de parálisis por análisis, uno de esos momentos en los que tu mente paraliza tu cuerpo para que no hagas ninguna tontería.

¿Por qué el amor es tan complicado? Hubo una vez en que lanzando esta pregunta al aire me contestaron: el amor no es lo complicado, nosotros lo queremos complicar, lo queremos ensalzar porque el amor es aquello por lo que el hombre ha movido montañas y guerras.

En cierta parte tiene razón, ¿Cuántas guerras se han librado por culpa de un amor o desamor?

Nos complicamos la vida con amores imposibles. Nos guardamos nuestros sentimientos por miedo al rechazo, porque se vive mucho mejor enamorado, aunque no te corresponda, que con una estaca en el corazón que recordarás durante el resto de tu vida. Podemos compararnos con la

Un café en los Alpes leyenda del conde Drácula, donde una simple astilla clavada en el órgano que bombea sangre por nuestras venas podría destruir su inmortalidad. Un agujero oscuro de desesperanza y tristeza nos acecha cada vez que a nuestra mente se le ocurre pensar en diferentes situaciones, donde el amor de nuestra vida nos dice: hasta aquí y no más. Tenemos tanto miedo al rechazo por la persona que es capaz de removernos carne y huesos que podemos vivir años sin delatar todo lo que pasa por nuestra mente, sin tocar a esa persona por miedo a molestarla y que la relación no vuelva a ser la misma. Intentamos acercarnos a ella para que el aroma de su piel se nos quede impregnado en nuestros recuerdos esenciales, su olor corporal, su colonia, que cada vez que la recordemos, seremos capaces de transportarnos hacia un país mágico donde la historia de amor florece como la más bella de las flores.

Pensé por un momento en el mensaje de Daniel. Quizás empezaría con un «¡Hola!, ¿qué tal estás?». Demasiado formal. Intentemos esta otra: «¡Hey, hola! ¡Lo de anoche estuvo genial!». Definitivamente, no es la manera, puesto que no sé lo que pasó anoche.

Al final, tras dos taquicardias seguidas y una sudoración excesiva en las manos, cogí el móvil entre mis manos y decidí enviarle un mensaje:

Emma: «¡Hola, Daniel! ¿Cómo estás tú? ¡Gracias por esas palabras! Jajajaja. Yo no recuerdo ninguna apuesta».

Pues ya estaba, mensaje enviado, correcto o no.

El haber enviado el mensaje me produjo una sensación de nerviosismo que me hizo revisar el móvil cada cinco minutos durante la siguiente hora, esperando una contestación. Pero nada, no contestó. Así que decidí tomarme el día para mí, para mi lectura, para cuidarme y mimarme, para dedicarme una comida sana, de esas a las que le dedicas tiempo para cocinarla tal y como a uno le gusta. Porque para eso está el tiempo, para emplearlo en aquello a lo que a uno le sienta bien. Cocinar para uno mismo con tranquilidad, cortar las verduras en silencio, cuidadosamente, para luego incorporarlas a una sartén para cocinarse a fuego lento durante un buen rato hasta que suelten todo ese jugo tan rico que luego se convertirá en una estupenda salsa que acompañará a un bacalao. Qué importante es

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.