Micky Mur
Ilustrado por
Laura Vivancos Gómez-Mansilla.
La naturaleza lo es todo, está en todas partes, es tierna, cálida y, a la vez, fría e implacable. Todo tiene su momento y su lugar para que ocurra, su principio y su final, ¿y qué mejor momento para contar esta historia que el final del otoño y el principio del invierno? Las hojas ya han caído, algunos valientes árboles se desvisten para pasar los meses más fríos del año; entre ellos paseaba un solitario y hambriento zorro
que husmeaba por aquí y por allá en busca de algo que echarse a la boca, pues hacía días que no comía nada, y notaba que su estómago ya casi había desaparecido. En su búsqueda de comida, el zorro vio entre los árboles y a lo lejos a una yegua con sus dos crías; este se acercó ansioso para ver mejor el tamaño de las crías, ya que con la yegua no tenía ninguna posibilidad. Cuando estaba a una distancia prudente, observó claramente que ambas crías eran demasiado grandes para él, pero antes de irse con las zarpas vacías, no pudo evitar escuchar lo que decía la yegua: —No os preocupéis, hijos míos, pronto llegaremos al jardín más grande que hayáis visto jamás —les dijo madre Luna a sus pequeñas criaturas que, aunque ya eran mucho más grandes que el
zorro, no tenían ni tres meses de edad, y continuó hablando—: Allí donde vamos hay pastos por todos sitios, verdes y exuberantes, que llegan hasta donde la vista alcanza a ver y más allá. —¿Sí? ¿En serio? —preguntaron los potrillos. —Sí —respondió Luna. «¡Ajá! Si hay pastos para ellos, también habrá insectos y animales pequeños a los que me pueda zampar», pensó el zorro. Con solo pensarlo se le hacía la boca agua; y mientras los seguía iba escuchando las historias de abundancia y prosperidad que contaba la yegua a sus hambrientos potrillos para subirles el ánimo. —También hay árboles grandiosos para protegernos de las lluvias y el viento, riachuelos llenos de peces y de agua cristalina y viva —seguía contando Luna.
—¿Y cuánto falta para llegar, mamá? —quiso saber Negro—. No demasiado, pero primero debemos cruzar el Gran Paso —contestó Luna—. ¿Y qué es eso? —preguntó Blanco. —Pues es un estrecho pasadizo entre las montañas, es el único y solo podemos pasar por allí —respondió Luna tajante y con cierta preocupación, pues sabía que era un camino peligroso, mas no tenían otra opción—. Pero ya está bien de preguntas, vamos a encontrar un sitio para pasar la noche y continuaremos el camino mañana. El zorro decidió hacer lo mismo, pues no tenía mejor alternativa que seguirlos hasta encontrar el oasis prometido. A la mañana siguiente, se encontraban muy cerca del Gran Paso y el
astuto zorro había escuchado todo cuanto se decían entre la madre y sus crías con su finísimo oído. De hecho, se podía ver claramente el entusiasmo a flor de piel. —Ya falta poco, cuando lleguemos al Gran Paso será coser y cantar, en un abrir y cerrar de ojos estaréis pastando por las mejores tierras que vuestras patitas hayan pisado jamás —les dijo Luna, entusiasmada. Miraban con ojitos de esperanza los portillos a su mamá mientras ella les decía estas alentadoras palabras. «Pronto gozaré yo también del paraíso escondido del que tanto hablan, y por fin podré saciar mi hambre», se decía para sí el zorro mientras permanecía camuflado entre las rocas y desniveles que se iba encontrando.
A pocos metros de la entrada al estrecho pasadizo, Luna se paró en seco y su rostro se puso pálido, como si hubiera visto un fantasma, y negando con la cabeza repetía cual disco rayado: —No puede ser, no puede ser, no puede ser… —Pero ¿qué es lo que ocurre, mamá? —preguntó Blanco, confuso. Luna se detuvo ante un montón de rocas que impedían el paso. —¡Pero dinos qué es lo que ocurre, madre! ¿Por dónde seguimos ahora? ¡¡¡Mamá, mamá!!! —replicó Negro, el otro potrillo. Estas palabras la sacaron de su estado de shock, y esta se alejó para dar un relincho tan fuerte que resonó como un estruendo entre la fisura de las montañas y entonces le dijo entre lágrimas a su tierna cría:
—Este era el camino, el único camino. —¿Cómo? ¿Y qué hacemos ahora? —dijo Blanco. —No nos podemos quedar aquí, mamá —añadió Negro. —¡Callaos ya! ¡No me dejáis pensar! Consiguieron sacar a Luna de quicio con sus reproches, y se pusieron aún más histéricas las crías hasta que decidió zanjar el asunto; las sacó del camino como reprimenda, y con todo el ánimo que le quedaba en ese momento las devolvió a la realidad: —No podemos perder la calma; si la perdemos, jamás podremos resolver esto. Confiáis en mí, ¿verdad? —Sí, mamá, pero… —No hay peros que valgan, algo se me ocurrirá… Decía esto intentando que no percibieran el miedo y la desesperación que sentía
por dentro, pues sabía que nada podían hacer ante tan pesado problema. No podían dar marcha atrás y tampoco podían continuar, estaban en un punto muerto. Pero Luna se negaba a retroceder. El zorro, que presenció toda la escena, no pudo hacer otra cosa que decepcionarse. «¡Maldita sea! ¿Qué demonios hago yo ahora? Aquí no me pienso quedar. Bueno, de perdidos al río, daré un rodeo y, con un poco de suerte, encontraré otra entrada», resolvió el zorro. Tomó la decisión contraria que la yegua y se dio media vuelta, pero por un camino distinto al que habían tomado en la ida. Tras un rato andando, se encontró por el camino a una fortísima gorila, que iba justo en la dirección opuesta. No tenían nada en común por el momento,
pero la gorila, a pesar de su apariencia intimidante, no dudó en dirigirse educadamente al zorro: —¿Sabes qué es lo que hay en la dirección contraria a la que vas? —inquirió la gorila. El zorro, que no tenía demasiado interés en pararse a charlar con la gorila, pues su estómago no lo dejaba pensar en otra cosa que no fuese comida, le contestó: —Sí, un montón de rocas. Y siguió andando impasible, dejando a la gorila un poco pasmada en mitad de la senda. El zorro, desmoralizado y hambriento, seguía su camino cuando de repente, le azotó una brisa de aire que rápidamente le subió los ánimos. Era un olor muy fuerte, era el olor de una presa; enseguida su cerebro mandó señales a las
glándulas salivales y pronto se le hizo la boca agua. A los pocos metros tuvo contacto visual con su presa, era un pequeño roedor. —Por fin, mi primer bocado en días —dijo para sí el zorro. Se relamía mientras se acercaba, acechando con sumo cuidado a su presa. El pequeño roedor, que seguía husmeando entre las rocas, no tenía ni idea del peligro que corría. Pero ese día el destino parecía burlarse del zorro, porque justo antes de que diera el salto definitivo, su presa se giró y pudo verlo directamente. Ambos se miraron y, sin pensárselo dos veces, la pequeña criatura salió corriendo y gritando: —¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayuda! Chillaba y chillaba la ratoncita mientras corría, perseguida por su cazador.
Nake es un astuto zorro solitario, cuyo único pensamiento era conseguir alimento para seguir adelante un día más, hasta que descubre por casualidad, la existencia de un paraíso misterioso, perdido entre las montañas. Se pone en marcha sin pensarlo dos veces, pero cuando está a punto de conseguir entrar en ese oasis, se encuentra con que el paso está cerrado, dejándolo a él y a muchos otros animales más en la estacada. Será en ese momento cuando Nake y los demás animales tendrán que aprender a trabajar en equipo y mantenerse unidos ante la adversidad o, si no, a perecer en el intento. ¿Lo conseguirán?
Valores Implícitos: En esta obra se destaca la importancia de la unión como familia y como grupo en momentos de crisis, pero también muestra de forma realista y esperanzadora, cómo a pesar de ser tan diferentes, si tenemos un objetivo en común y no nos dejamos cegar por el orgullo o el interés individual, sino escuchando nuestra bondad interior, nuestra solidaridad, la amistad y el afecto que nos une, al final descubriremos que nada es imposible.
ISBN 978-84-19454-11-9
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A partir de 8 años 9
788419
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