Premio de Narrativa Breve Barbadillo Versos 1891 Relatos ganadores
Los niños de las botas del “no”. Sentado en el centro Manuel Barbadillo Rodríguez.
Barbadillo Versos 1891 es un amontillado muy viejo procedente de una de las botas que regaló Antonio Barbadillo, a finales del siglo XIX, a cada uno de sus 5 hijos con motivo de sus bautizos. Estas vasijas de madera se conservan en la Sacristía, la bodega reservada para las herencias de familia, y están marcadas con cada fecha y un “no” que significa no vender al tratarse de un legado familiar. En Barbadillo se conocen como “las botas del no de los niños”. Versos 1891 y este premio literario son parte del homenaje a uno de esos niños, Manuel Barbadillo Rodríguez, el bodeguero poeta, en el 125 aniversario de su nacimiento.
Ejemplar nยบ:
de 1891
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Primera Edición
© del texto: Miguel Fuentes García, Juan Manuel Sainz y Yanira Marimón © de la edición: Ier Premio de Narrativa Breve. Barbadillo Versos 1891. Relatos ganadores C/Luis de Eguilaz, 11. Apdo.25 11540 Sanlúcar de Barrameda www.barbadillo.com Depósito Legal: ISBN: Ilustración, maquetación y diseño de cubierta, Luciano Rosch-Creación Gráfica Impresión: Santa Teresa Industrias Gráficas S.A
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Índice
• Prólogo
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• Homenaje a Don Manuel Barbadillo 1891–1986
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• Versos 1891: Las botas del no …………………………………… 09 • Miguel Fuentes García: “Una nueva aventura de Jim Hawkins” (1er premio) …………………………………… 10 • Juan Manuel Sainz: “El mosto amargo” (2º premio) …………………………………… 24 • Yanira Marimón: “El amontillado y mi soledad” (3er premio) …………………………………… 46
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Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo
Prólogo Todo cuanto rodea la elaboración del vino, desde el cultivo de las viñas hasta su reposada crianza en silenciosas bodegas, desborda lo que suele ser el marco normal de una empresa y de un negocio. Las costumbres, cuidados y ritos necesarios para conseguir un buen vino, contaminan a todos los que intervienen en tan exigente labor. Por eso no debe extrañar que frente a otros empresarios, el bodeguero manifieste una sensibilidad y una cultural especial. La que proporciona ese trato continuo con un producto que, desde que se planta la cepa, hasta que, una vez envejecido, se embotella, reclama una atención continua y una rara sabiduría, aprendida a lo largo de muchas generaciones. Por eso no debe extrañar que en estos ambientes bodegueros la literatura y el arte hayan cobrado tanta vida. El vino bebido y degustado alimenta y estimula la creación y gracias a su influencia han surgido algunas de las mejores obras artísticas. Pero también conmueve a los que, día a día, participan en su crianza. Un buen vino no deja de ser una obra artística y, por tanto, no debe extrañar la frecuente tendencia de muchos bodegueros de convertir sus vivencias en literatura. El mejor ejemplo lo tuvimos en Manuel Barbadillo Rodríguez que supo armoniosamente compaginar su labor bodeguera y una dedicación a la literatura con el mismo espíritu de entrega, esfuerzo y dedicación. Si logró criar grandes vinos no menos significativos fueron las decenas de libros que escribió y publicó. Volcó su entusiasmo y sabiduría sobre sus manzanillas, amontillados y olorosos, pero con el mismo calor cuidaba sus versos, narraciones y biografías. Su hijo, Antonio Pedro Barbadillo Romero, recogió esa doble herencia y responsabilidad. Y su entrega a la cotidiana tarea de 6
afianzar y potenciar la bodega familiar no le impidió dedicar muchas horas a la escritura, recopilando una documentadísima historia de la bodega, al mismo que prestaba con sus colaboraciones en la prensa atención a la vida sanluqueña. Sin olvidar la atmósfera literaria de la que supo y gustó rodearse. Los literatos siempre tuvieron abiertas las puertas de su despacho y la bodega se enriqueció con la admiración y el cariño que le prestaron tantos hombres de letras. Por tanto, este premio viene a consolidar una tradición y una familiaridad ya existente. En Barbadillo las botas y la literatura siempre han formado parte del mismo paisaje. Se alimentan y benefician mutuamente. Ni una copa sin un verso, ni un verso sin una copa.
Nota del jurado
José Jurado Morales Alberto González Troyano Joaquín Márquez Caballero Pedro Ugarte Tamayo Manuel Barbadillo
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Homenaje a Don Manuel Barbadillo 1891–1986 La historia de este Amontillado comienza con la fundación de la compañía en 1821, cuando el abuelo de Manuel, Don Benigno Barbadillo vuelve a España tras 20 años en Méjico y compra una bodega en el centro de Sanlúcar de Barrameda. Fue en 1827 cuando se exporta la primera bota con la palabra “Manzanilla” hacia Filadelfia. En 1844 sale el primer Amontillado para la isla de Jersey. Al final del 1800 la compañía familiar fue creciendo de manera ininterrumpida y ahora posee 17 Bodegas a lo largo de todo Sanlúcar de Barrameda, así como 500 hectáreas de viñedos propios. En 1891, cuando nació Manuel Barbadillo, recibió, como era de costumbre, una bota de amontillado viejo de su padre Don Antonio Barbadillo. Sus cuatro hermanos recibirían el mismo regalo años más tarde. Mientras su bota de amontillado envejecía junto a las de sus hermanos, Manuel Barbadillo creció para convertirse en una de las figuras más respetadas y decisivas en la configuración del Marco de Jerez. Gracias a su conocimiento, dedicación y guía, Barbadillo se convirtió en una de las mejores bodegas de España. Don Manuel también se convirtió en un prolífico escritor con más de 80 publicaciones. Entre sus libros, se incluyen algunos de los más influyentes sobre los Jereces, Alrededor del vino de Jerez y El Vino de la alegría (La Manzanilla de Sanlúcar), así como el conmovedor diario escrito durante la Guerra Civil que fue publicado póstumamente Excidio. Pero sobre todo, fue conocido 8
como poeta con 22 libros de versos publicados. Con el permiso de su nieto, Manuel Barbadillo Eyzaguirre, se han embotellado tan solo 100 botellas de este increíble amontillado.
Versos 1891: Las botas del no El amontillado Versos es excepcional y único ya que proviene de una única bota dedicada a Manuel Barbadillo en 1891, vino que por aquel entonces era viejo. Esta, junto con las otras cuatro botas pertenecientes a sus hermanos, son conocidas como “las botas de los niños”. En 1988 el hijo de Don Manuel, Toto Barbadillo, hace referencia a estas botas en su libro Historias de Bodegas Barbadillo. El “no” escrito en ellas significaba que no podían usarse con fines comerciales. En un principio, estas botas se guardaron en la Bodega del Castillo y en la actualidad se conservan en la Sacristía de la Casa de la Cilla. Hasta llegar a la ubicación actual, las cinco botas pasaron por las bodegas de la Sirena y de la calle Sevilla.
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UNA NUEVA AVENTURA DE JIM HAWKIN Miguel Fuentes GarcÃa
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enigno se estaba muriendo. Lo sabíamos todos. Incluso él. Parecía una vieja linterna que casi no alumbra, con las pilas agotadas. Yo intenté darle algo de fuerza, y aunque entonces no le veía el sentido, ahora me alegro de haber estado con él. Acudí al centro de ayuda social para impresionar a una chica. Pensaba que sería un aburrimiento, pero mi proyecto de ligue siempre hablaba de cooperar y decidí pasar a la acción. Yo no soy de los que hablan y luego no hacen nada. Si creo en algo, lo hago. Suponía que mi amiga iba a caer en mis brazos al verme tan decidido, que iba a premiar mi dedicación con sudorosas sesiones de cama. Después de apuntarme, descubrí que mi amiga no era tan interesante y que además sus ganas de ayudar eran simples intenciones; demasiado esfuerzo para una conciencia escasa. Dado que mi interés por su intelecto no existía y el suyo por mi físico era igualmente escaso, la relación no pasó de una breve amistad. Pero allí estaba yo, embarcado en aquella aventura. Mi primer viejo, Antonio, era un tipo simpático que tenía una vida social entretenida en una residencia de ancianos. Billar, cartas, dominó y los domingos bailoteo. Se había apuntado al programa porque le gustaba charlar con gente joven, decía. En realidad solo hablaba él, me contaba sus batallitas, yo me limitaba a escucharle y me iba en cuanto pasaba la hora que le dedicaba, tres días a la semana. También le gustaba, supongo, que le pagase el café. A las tres semanas le concedieron plaza en otra residencia, más cerca de donde vivía uno de sus hijos, y me quedé sin viejo durante una semana. Entonces me asignaron a Benigno.
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Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Según el coordinador, Benigno era un enfermo terminal, un viejito que quería que le leyesen el periódico un rato, para pasar la tarde. No contaban que durase mucho más de dos o tres semanas y como yo trabajaba en una emisora de radio, pensaban que se me daría bien eso de leer. Mi programa era musical y no hacía mucho más que presentar las canciones y ofrecer algo de información sobre los grupos, pero supongo que, aunque hubiese estado en la mesa de mezclas, también me habrían asignado a Benigno. Era el último voluntario en llegar y me había caído el muerto. Literalmente. La verdad es que no me hacía ninguna gracia. Me daba pánico pensar que el viejo se pudiese morir mientras yo le leía el periódico. No sabría qué hacer. Dejaría pasar mi tiempo y luego me iría como si tal cosa. Además no le veía el interés. ¿No sería mejor dejarlo tranquilo en sus últimos momentos? Antes de llamar a la puerta de la casa, me quedé un rato mirando al timbre sin atreverme a pulsarlo, recobrando el aliento. Había subido andando hasta el segundo piso, supongo que para retrasar unos segundos, unos minutos tal vez, mi llegada. Todavía podía irme, era una tarea voluntaria. Aquello era un marrón, podía darme la vuelta y decir que no me interesaba. Seguro que lo entenderían. Pero seguí adelante. Me abrió la puerta su hija, una solterona de casi sesenta años, que parecía agotada. Tras hacerme pasar, me llevó a la cocina donde me ofreció un café y me puso al tanto de la situación. El cáncer que tenía su padre estaba muy avanzado y el médico había dicho que en cualquier momento podía morir. Era sorprendente que aún estuviese vivo, no solo por la enfermedad, sino por su edad. Sin embargo, pese a lo débil y consumido que estaba, su cabeza funcionaba perfectamente. Creían que un poco de compañía le vendría bien y por eso estaba yo allí. Cuando dijo eso, la hija de Benigno sonrió, con esa cara de “bueno, ahora ya lo sabes todo, no hay más que contar. Así que a trabajar”. Antes de llevarme a conocer a Benigno me preguntó sobre mi formación. Al saber que no tenía estudios de psicología ni había realizado ningún cursillo de preparación para acompañar a ancianos salvo leer un par de breves manuales, se 12
sorprendió, lo cual hizo que me asustase aún más. No sabía qué esperaba esa mujer de mí, para qué suponía que había venido. Todo el miedo que tenía, que había acumulado en los últimos tres días, se fue en cuanto conocí a Benigno. No sabría decir por qué, pero, en cuanto empezamos a hablar, noté que nos íbamos a llevar bien. A él -me explicó ese primer día- le había gustado la idea de tener compañía porque su hija lo aburría, lo deprimía. No hacía más que recordarle lo poco que les quedaba de estar juntos, en vez de disfrutar de esos momentos. El anciano estaba pálido y muy delgado, no pesaría ni cuarenta kilos. Los pómulos marcados, la cara como una calavera, sin duda le quedaba poco tiempo. Pero el tiempo que le pudiera dedicar le iba a servir más que al anterior viejo, a Antonio, aunque hubiese pasado un año entero con él. El primer día le leí un rato el suplemento dominical del día anterior. Yo leía los artículos y luego le acercaba la revista y él miraba las fotos. Adornaba mi lectura con comentarios irónicos, divertidos, y la verdad es que pasamos un buen rato. Antes de darme cuenta ya había pasado la hora que tenía que dedicarle. Al siguiente día, cuando iba a visitar a Benigno, compré “La isla del tesoro”, de Stevenson, en una librería que había junto a su casa. Era una edición barata que encontré en el estante de los saldos. Había acabado recientemente “El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde” y me apeteció comprarme también esta otra novela. Cuando subía en el ascensor, se me ocurrió que podía leer la historia en voz alta. Había visto en su habitación varios libros de Julio Verne y Emilio Salgari y pensé que podría apetecerle una novela de aventuras en vez del periódico. Cuando se lo propuse a Benigno puso una cara rara y dijo que no, que mejor echábamos un vistazo al periódico. Me sorprendió y lo intenté convencer. 13
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Verás -me dijo Benigno, en tono despreocupado- te agradezco el interés, pero es que no creo que vaya a durar tanto como para que llegues hasta el final y no me gustaría irme sin saber cómo acaba. Me quedé mudo, sin saber qué decir. Me había parecido que incluso me guiñó un ojo al acabar la frase, pero tanta entereza me desconcertaba, era imposible que fuese sincero y se quedase tan tranquilo, como si tal cosa. Además, si se iba a morir, ¿qué coños le importaba el final? - Benigno, no piense usted en lo que le queda y disfrute mientras dure -me sorprendí contestándole. - Estoy cansando y si empiezas, voy a tener que aguantar hasta que hayas terminado el libro. - Hay muchos libros que podemos leer después. Si la cabeza funciona, el cuerpo aguanta lo que haga falta -dije. Aquella conversación no me gustaba, porque no sabía muy bien qué decir, ser convincente o al menos animarlo un poco. Aunque en realidad lo que más me incomodaba era mi falta de sinceridad. La intención era buena, pero ofrecerle una vida más larga a cambio de escuchar una novela de aventuras era una tontería. - No diría que no tienes tu parte de razón, pero eso no cambia las cosas. No puedo volver a ser el mismo. No puedo soñar con lo que va a pasar. Cuando sueño, es con lo que fue y ni siquiera eso me apetece. Nos quedamos unos segundos en silencio. Yo tenía un nudo en la garganta, así que no hubiese podido hablar aunque quisiera. Me descolocaba la claridad de ideas del viejo, que había aceptado completamente su situación, consciente de haber disfrutado de una vida bastante larga, solo esperando a dar el último paso. -Eso ha sido un golpe bajo, ¿eh, muchacho? Lo siento. Pero por mí no te 14
preocupes. Ya disfruté lo mío, no me puedo quejar. - No, no se preocupe. No pasa nada. - Te propongo un trato. Dejo que me leas ese libro pero a cambio tienes que traer una botella de Fino o de Manzanilla y una copa de cristal. A estas alturas no me dejan beber alcohol, ya ves qué tontería. Y es lo único que echo de menos. Un aperitivo de vez en cuando. Trae dos copas y bebe conmigo. - Jajaja -me reí con cierta sorpresa- de acuerdo. Trato hecho. Había comprado unas copas de catar, que yo creía eran las adecuadas. Lo traía todo, las copas y la botella, en una bolsa de congelación escondida dentro de mi mochila, para beberlo fresquito. Todos los días servía nuestra copita de manzanilla y le leía un par de capítulos. El libro resultó ser idóneo además, ya que cada capítulo tenía una cierta independencia dentro de la unidad general, era una pequeña aventura dentro del libro. Empezamos conociendo al viejo lobo de mar, luego a Perro Negro, y así todas las pequeñas historias. Mientras yo le hablaba de los papeles del capitán pirata, el viejo miraba al techo sin verlo, imaginándose como Jim y el doctor Livesey intentaban descifrar el mapa del tesoro. Cada vez que yo hacía una pausa para aclarar la voz o acercarle la copa, Benigno me miraba y sonreía. Yo veía su cara de felicidad y sabía que estaba disfrutando con la lectura. - Ah, interesante este Stevenson -me dijo un día, cuando me iba a marchar-. Es una pena que no haya tiempo para leer otras obras de él. ¿Más o menos, a que altura estamos de la novela? - Pues estamos en la parte tercera, y son seis -le contesté-. Pero, cuando se acabe esta, puedo conseguir otra. La de “La flecha negra” está de oferta y también es de aventuras, ambientada en Escocia. - No tientes a la suerte. Ya te dije que no pensaba quedarme sin saber el final. Pero otra novela sería demasiado. No me quedan tantas fuerzas.
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leyendo con dos copitas
Cuando ya salía de su casa, su hija, que me había acompañado a la puerta, me dijo que el médico estaba impresionado por la resistencia de su padre. Ella decía que era gracias a mí, que mis visitas lo estaban ayudando más que las medicinas que le daban. Además, me comentó en tono confidencial, poniendo su mano sobre mi brazo, Benigno tomaba unas pastillas bastante fuertes para el dolor, pero que le dejaban un poco “colocado”. Llevaba una semana tomándolas en cuanto yo me iba, en vez de tomarlas justo después de comer. Quería estar muy atento a todo lo que yo le contaba. Eso me llenó de satisfacción, me hizo saber que mis visitas tenían cierto sentido. Ese fin de semana estuve dándole muchas vueltas a la cabeza con lo que disfrutaba el viejo de la lectura y me imaginaba con lo que disfrutaría después, cuando la droga empezase a hacer efecto, deformando la historia, imaginando la solución a la intriga que cada capítulo dejaba pendiente para el siguiente. Pero, no sé por qué, tenía la impresión de que se moriría en cuanto acabase la novela. Suponía que estaba haciendo un gran esfuerzo por no defraudarme. Como si fuese su última ilusión antes de apagarse: demostrarme lo fuerte que era y aguantar hasta la última frase, la última palabra. Y luego, el descanso final. Al salir de casa de Benigno el lunes siguiente, pasé por la librería y compré otro ejemplar del libro. Habitualmente lo dejaba en casa del viejo y necesitaba tener una copia en mi casa. Ya íbamos por el capítulo XX y solo tenía XXXIV, no había tiempo que perder. Tenía que aprender todo lo que pudiese del estilo de Stevenson, inventarme la historia, escribirla e intercalarla entre los últimos capítulos. Ésa era mi idea, mi ocurrencia peregrina. Si el libro no se acababa, el viejo tendría que seguir viviendo. Esa misma noche me lo leí completo. Me dediqué a ello por entero. Por la mañana iba a la emisora, hacía mi programa y por la tarde iba a casa de Benigno a primera hora. 17
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Tras leer un par de capítulos, salía corriendo para mi casa y releía el libro, decidiendo el mejor sitio para intercalar los nuevos episodios. Me servía una copa de manzanilla, me sentaba delante del ordenador y luego leía y releía a Stevenson, después leía lo que yo había escrito, corregía el estilo, retocaba párrafos enteros, añadía nuevas ideas. Era algo casi obsesivo. Descubrí además al genio que había escrito un libro tan ameno, con un planteamiento tan perfecto, una trama tan estudiada, una aventura tan ágil. Algo de lo que no me hubiese dado cuenta si no fuese por este análisis tan profundo. Pero esa admiración por el autor también me hacía muchas veces desfallecer. ¿Cómo podría yo imaginarme esos paisajes, esas islas perdidas, esa fresca descripción del ambiente? Y lo que es peor, ¿qué pasaría al comenzar la parte sexta, cuando empezase a leer lo que yo había escrito? ¿Se enteraría Benigno del engaño? O, más bien, ¿cómo no iba a darse cuenta, ya que con anterioridad yo jamás había escrito nada? ¿Cómo compararme con Stevenson? El viernes siguiente llegó el momento. Había impreso mis dos capítulos en unas hojas del mismo tamaño que el libro y las puse en medio. Cuando empecé a leer, pensé que Benigno se había dado cuenta porque puso una cara un poco rara, pero luego todo fue como siempre. No se enteró de nada. Yo estaba exultante, fue fantástico. Lo había conseguido. Mis dos capítulos habían funcionado. Y además tenía varias ideas para continuar con nuevas historias. Cuando me iba a marchar, Benigno me dijo: - Oye, hijo, verás. Ya sé que solo vienes entre semana, pero es que no quiero perderme el final del libro y tendríamos que darnos un poco de prisa. Me gustaría, vamos, solo si es posible, no quiero abusar, pero... ¿podrías venir también el fin de semana? Será por poco tiempo, así que... - Claro, Benigno. No se preocupe -le contesté. 18
La petición me pilló por sorpresa. No podía negarme, pero era una faena. Pensaba dedicar el fin de semana a pulir las nuevas ideas y, en vez de eso, tenía que darme prisa y preparar nuevos capítulos. Me fui para casa y me puse a escribir, a retocar, a repasar la acción, a buscar los cabos sueltos. Seguro que Stevenson había dedicado meses, quizás varios años, a escribir este libro y yo tenía que hacerlo contrarreloj. La tarea que me había impuesto me superaba y ni siquiera estaba seguro de estar haciéndolo bien. Yo tenía buena intención pero el pobre viejo lo pasaba mal. Vamos, una putada. Él queriendo morirse y yo alargando su sufrimiento. Apenas dormí el viernes, pero el sábado me presenté a la hora habitual en casa de Benigno con mis dos nuevos capítulos y tampoco notó nada. Y así seguí, el domingo, y el resto de la semana. Escribiendo mis historias, durante todo el tiempo que me dejaba mi trabajo, robándole horas al sueño. Pero para mi sorpresa, disfrutaba haciéndolo. Continuamente se me ocurrían nuevas ideas, nuevas situaciones, nuevos capítulos que iba añadiendo al libro original. Apenas hacía otra cosa, además de ir a la emisora, incluso allí o en la calle, al volver a casa, anotaba en una libreta pequeña lo que se me ocurría, para que no se me olvidase. Tras una semana de escritura compulsiva, me enteré que me habían aceptado para un taller de radio que empezaba el siguiente viernes y duraba todo el fin de semana. No podía faltar, era una oportunidad y tenía que ir. Como era miércoles, apenas tenía dos días para escribir los capítulos correspondientes a la lectura de cinco. Iba algo adelantado pero, aun así, parecía demasiada tarea. Pensé en dejar el taller, pero era muy importante para mi currículo, ya había pagado la inscripción y el alojamiento y, al fin y al cabo, cualquier día moriría Benigno y mi vida tenía que seguir adelante. Hablé con el coordinador del programa de ayuda y me puse en contacto con mi sustituto. De nuestro trato de la copita de Manzanilla no le dije 19
Escribiendo por la noche
nada, tampoco quería implicarle, pero de los textos sí tuve que darle algún detalle, le expliqué lo que tenía que hacer y el viernes antes de marchar le dejé los capítulos correspondientes a los tres días que iba a estar fuera. Había logrado escribir algo digno, aunque me había costado. Le había dedicado todo el tiempo que había podido, incluso el jueves me había escapado antes de la emisora diciendo que no me encontraba bien. No tenía buena cara, apenas había dormido. El viernes, en cuanto me senté en el autobús para ir a mi curso, me dormí, agotado, y fui soñando todo el viaje con barcos piratas, con tesoros, con islas de fina arena y altas palmeras. Tampoco pude el fin de semana olvidarme de mis tareas. Aunque el curso me distrajo, aún tuve tiempo para escribir un par de capítulos más, lo justo para la lectura del lunes. Mis compañeros debieron pensar que era un poco raro, encerrarme en mi habitación en vez de ir a cenar con ellos. De nuevo había trabajado hasta altas horas de la noche, comiendo un bocadillo en la habitación y emborrachándome de Fino, al que estaba empezando a acostumbrarme. El cansancio empezaba a hacer mella y me hacía pensar en abandonar. No estaba seguro de poder aguantar este ritmo mucho tiempo más. En cierto modo, mi esfuerzo parecía frenar la caída del viejo, como si fuese una balanza: cuanto más cansado estuviese yo, más fuerzas tomaba Benigno. El mismo lunes, cuando estaba en la emisora, me llamó el coordinador. Benigno había fallecido el viernes por la noche y lo habían enterrado el domingo. Su hija había dejado una caja para mí en su oficina del Centro de Ayuda. Se había acercado con intención de saludarme personalmente para agradecerme la ayuda, por acompañar a su padre en esos últimos días, pensando que yo estaría allí. Supongo que me alegré. Me habría gustado leerle lo último que había escrito, ver su cara sonriente, mirando al techo, como si estuviese 21
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo proyectando en imágenes lo que yo le iba contando. Incluso había comprado una botella mejor, un Palo Cortado que me habían recomendado en la tienda. Pero la tarea que me había impuesto era agotadora. No sólo para mí, también para Benigno. Por la tarde me acerqué al Centro de Ayuda y recogí la caja. Eran sus libros de aventuras, sus libros de Julio Verne, de Walter Scott. Una nota de su hija decía “Mi padre me indicó que te los diese. Gracias por todo”. También vi a mi sustituto, y le pedí los capítulos que yo había escrito. - Ah, sí, aquí están -me dijo-. Por cierto, no se lo pude leer porque me olvidé aquí los papeles. Pero como tenías marcado el sitio por donde ibas, pues nada, le leí lo que quedaba y acabamos el libro, que quedaban muy poquitas hojas. Después de aquella experiencia dejé de ayudar en el centro. Seguramente el resto de los ancianos se parecerían al primero con el que había estado, no serían tan difíciles, pero decidí que había tenido suficiente. Desde entonces no he dejado de escribir ni de beber generosos. Ahora distingo una manzanilla de un fino, amontillado palo cortado. Y disfruto enormemente de la escritura, le dedico el tiempo que puedo, aunque sin la obsesión de aquellos días. Siempre llevo conmigo un bolígrafo y escribo notas con las ideas que se me ocurren. A veces me pregunto si realmente escribía por mantener vivo al viejo o si lo hacía por mí propia satisfacción. Hace poco, cuando publiqué “Una nueva aventura de Jim Hawkins”, me preguntaron acerca de mis inicios en la literatura, qué era lo que me había impulsado a escribir. No conté la verdad, dije que desde pequeño había inventado historias. La dedicatoria en la primera página estaba bien clara “Para Benigno, por ayudarme a descubrir el placer de escribir”. Benigno, le dije al periodista que me entrevistaba, fue un profesor que 22
tuve en primaria, que nos mandaba escribir muchas redacciones. Puestos a inventar, no fui muy original, pero no quería explicar algo tan personal. En mi librería, cada vez más repleta de libros, tengo la colección que Benigno me regaló, en la que no falta, además de las dos copias de “La isla del Tesoro” que yo había comprado, la que el viejo ya tenía y que yo nunca había visto.
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EL MOSTO AMARGO Juan Manuel Sainz
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“Piense lo que le he dicho, porque, a lo peor, mañana no vienen a vendimiar ni las moscas”
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Jerez. 10 de septiembre de 1915. Finca “Los Cernícalos”.
ebían oler los viñedos de don Aurelio Armenteros y don Prudencio Beltrán a racimo de uva recién cortado y a sudor
de labriego, pero lo cierto es que hedían a muerto. Un día como ese tendrían que moverse las cuadrillas entre las cepas, las cabezas de los campesinos cubiertas por sombreros de paja; las acémilas con los serones cargados con el fruto de la tierra y la soleá de alguna vendimiadora cuyo quejío pareciera nacer de entre los sarmientos, pero lo único que había allí era un silencio que amedrantaba el ánimo. El aire caliente de esa tarde, cerca ya el final del estío, estaba plagado de moscas tan negras como el luto que se cernía sobre las propiedades que el sargento Manuel Alfaro podía ver desde su montura. El guardia civil recorrió al trote el camino de tierra albariza que se abría paso entre las cepas a medio vendimiar, mientras un zumbido redoblaba destemplado, anunciando la desgracia. Cuando llegó al final de la vereda, donde estaba la finca de Armenteros, vio a varias mujeres llorando, sentadas en un poyete, cerca del lagar; un buen puñado de hombres de aspecto misérrimo y sucio haciendo corro, cabizbajos, y el dueño de las viñas hablando con el cabo Ramón Campoy, quien había llegado momentos antes que su superior. 25
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Antes de echar el pie a tierra el mando observó la escena y encogió la nariz, repelido por la fetidez que atrapaba el ambiente. Luego se giró y observó Jerez a lo lejos. Distinguió la ermita de Guía, la torre de San Miguel y algunas casuchas de extramuros, cerca de la Puerta de Rota. Bien que le gustaría al sargento estar a la sombra, en La Pandilla o en algún otro tabanco, echándose al coleto un vaso de amontillado, y no en el campo, con ese sol que le achicharraba el cogote y empapaba su camisa. Para colmo, tenía que tratar con esos hombres con los que no casaba bien: dos de los más poderosos bodegueros de Jerez, pero también enemistados entre ellos, aunque no tenían más remedio que verse porque sus extensos viñedos lindaban, dando alguna vez que otra trabajo a la Autoridad, pleito va, pleito viene, por un quíteme allá esas pajas -o mejor decir, esas cepas-. Dos fanfarrones, en fin, dispuestos a apretar aquí o allá para sacarle ventaja comercial a su adversario, si bien en las últimas semanas corría por la ciudad el rumor de que algunas cosas estaban cambiando entre ellos, y que incluso proyectaban algún negocio conjunto. - Buenos días, cabo. ¿Qué es eso de que hay tres muertos? -preguntó Alfaro mientras Campoy, con aire marcial, lo saludaba antes de informarle. - En realidad son cuatro fiambres -corrigió el cabo, un muchacho rubicundo, que sudaba a chorros bajo su tricornio. - ¿Cuatro? -El superior enarcó las cejas y descabalgó. - Intoxicados por alimentos en mal estado. Fiebres tifoideas, ha explicado el médico. El doctor se ha ido hace un rato, pero me ha dicho que está a su disposición por si necesita algo. Aquí tengo sus señas. Hay varios enfermos -prosiguió el joven- algunos peor que otros, pero ninguno grave. Dos muertos están en aquel chamizo, que es donde duerme la cuadrilla. El otro… el otro, mi sargento, es el hijo de don Aurelio, aquí presente -el cabo dijo eso último temiendo haber sido muy brusco. 26
El mando dirigió, incrédulo, la mirada al terrateniente y éste asintió apesadumbrado. - Mi hijo Jaime está en su alcoba, sargento -dijo con un hilo de voz. - Mis condolencias -acertó a decir Alfaro-.Vaya a su casa si así lo desea. Ahora iremos a verle. - El otro muerto -intervino el joven Ramón- está en las cuadras de don Prudencio, que espera nuestra visita. - ¿Se sabe cómo ha pasado? -La pregunta del superior mientras Campoy le guiaba hacia la casa de los jornaleros en realidad no parecía dirigida a su subordinado, sino a todos los presentes. - Aquí dicen que ayer hubo jarana -contestó el otro guardia secándose el sudor con su pañuelo mientras se detenía a los pies de los cadáveres cubiertos por un lienzo polvoriento, sobre el que¡ revoloteaban los insectos. - ¿Jarana? -repitió el sargento destapando los cuerpos con una mano y tapándose la nariz con la otra. - Eso dicen estos -respondió el joven refiriéndose a parte de las dos cuadrillas que aguardaban a la puerta de la casucha, entre curiosos y asustados-. Ayer celebraron una cena con sus patrones. Sé que suena extraño, pero los empleados y los eventuales que han venido a hacer la vendimia dicen que don Prudencio y don Aurelio firmaron las paces poco antes de comenzar a recoger la uva, hace unos días, e incluso que planean negocios juntos. - Sí, algo de eso se rumorea -contestó Manuel Alfaro observando los dos cuerpos tendidos, sin vida. - El doctor ha explicado que algo en mal estado, quizá los huevos o las chacinas, han provocado las fiebres. Pero dice que ha habido suerte de que no hayan muerto más personas. El sargento Alfaro chascó la lengua y miró los cadáveres. Dos adultos; un hombre y una mujer, yacían sobre sus precarios catres, pálidos, la boca 27
Dos Guardias con don Aurelio
entreabierta, la mirada de pasmo de quien recibe la inesperada visita de la muerte, y restos de inmundicias en la comisura de los labios y sobre el pecho. - Sus nombres son: Ana Serrano y Facundo Ramírez -habló Campoy-. La mujer era temporera, me dicen. De Lebrija. No tiene parentesco con el otro finado, señor, un eventual que pasaba gran parte del año trabajando en esta finca. - Vamos a hablar con don Aurelio. Luego pasamos por “El Cortijillo”, a ver qué nos cuenta don Prudencio. ¡Carajo con la fiesta, cabo! -concluyó el sargento con aire funesto.
Hacienda “Los Cernícalos”. Tres días antes. A Facundo Ramírez no le tiembla la voz cuando don Aurelio Armenteros lo recibe en el salón de la finca. El vinatero no está solo, le acompaña Jaime, su único hijo, quien heredará junto a Marina, su prometida, todas las propiedades, y quien ya conoce muchos de los secretos para manejar con mano de hierro el negocio. Jaime, huérfano de madre desde hace dos años, espera de pie lo que el temporero haya venido a decir. Aurelio está sentado en una butaca que hay en el centro del salón, que es una estancia amplia, con una chimenea apagada a esas alturas del año, un cuadro enorme del fundador de las bodegas, un par de cabezas de toro disecados que cuelgan en la pared y varios muebles de ébano. Hay también una excelente colección de venencias, unas cubas para el trasiego con el escudo de la firma vinatera, y un grabado firmado por el pintor holandés Van Hereer en el que se ve a cuatro hombres pisando uvas en un lagar. La sala se guarece del sol sombreada con gruesas esteras de esparto que cubren las ventanas y un par de modernos ventiladores de aspa que giran 29
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo en el techo de madera. Entra poca luz, pero el Cyma de oro macizo que rodea la muñeca de Armenteros es un objeto hipnótico que brilla y del que el labriego apenas puede apartar los ojos. - Espero que traigas las botas limpias, Facundo, y que te hayas aseado para venir aquí -le espeta don Aurelio, desabrido, mientras cruza las piernas y agita un pie, intranquilo y deseando acabar con la visita cuanto antes. El otro apenas asiente con la gorra apretada entre las manos y el pecho. Luego carraspea y habla. - En nombre de mis compañeros vengo a decirle a usted… a ustedes que… que si no mejoran nuestras condiciones de trabajo nos veremos obligados a abandonar sus propiedades mañana mismo. Aurelio Armenteros, que escucha a Facundo con una copa de oloroso que acaba de servirse, muda el rostro y mira idiotizado a su hijo por lo que acaba de oír, pero después da un sorbo, estudia el vino al trasluz y empieza a reír. Primero con una mueca, luego con sonoras carcajadas. - Pero vamos a ver: ¿se puede saber de qué me hablas? ¿Crees que puedes venir aquí, a mi casa, plantarte delante de mí, paleto, y amenazarme? ¿A mí? ¿A Aurelio Armenteros Mencías? ¿Os habéis vuelto locos o qué coño os habéis creído? - Solo queremos que se nos pague lo justo -contesta Facundo sin arredrarse-. Y usted no hace más que abusar de nosotros. No hay muchos que paguen el jornal como lo paga usted. Eso lo saben aquí y en… - ¡Mira, Facundo! -interrumpe Armenteros soltando el catavino sobre la mesita que tiene delante con tal fuerza que la base de cristal se quiebra-: el jornal que pago antes de empezar cada vendimia es el que 30
pacto contigo y con ese subnormal que tienes por primo, de modo que ya me diréis a santo de qué tengo yo que subir el salario ahora. - Mi padre -interviene Jaime- os paga puntualmente. Coméis a nuestra costa el tiempo que dura la recogida. ¿Qué derecho tenéis para exigirnos? - El derecho que nos asiste, señorito- contesta el labriego. - ¡Óyeme bien, Facundo! -Aurelio se levanta del asiento-: si no fuera por mí estabais todos muertos de hambre, pidiendo limosna en la puerta de Santiago o en San Mateo. - No se confunda usted -habla el jornalero con tono decidido-: las obras de caridad las hacen las Hermanitas de los Pobres. Usted nos paga por trabajar duro, de sol a sol. Y buen beneficio que saca luego. Mírese, hombre. Si nada más ese reloj que lleva daría de comer a unas pocas de familias lo menos dos años o más. Tie… - ¿Cómo te atrev…? Escúchame, desgraciado -interrumpe Armenteros -: ¿tú has venido aquí borracho, verdad? El vinatero, que cumple ese mismo día cincuenta y cinco años, tiene la cara roja de ira, los puños cerrados y el corazón latiendo fuerte en el pecho. - Venga. Se acabó la reunión. Fuera de aquí, que mañana hay que ir al tajo. Y dame las gracias por no romperte la cara. Y si no te despido es porque tu padre, que es un buen hombre y trabajó aquí sin rechistar toda la vida, se muere del disgusto -le dice Aurelio deseando perderlo de vista. Facundo, pasmado, parece no saber qué le toca hacer o decir hasta que Jaime le grita: - ¡Que te vayas a la calle, mamarracho! ¿No has oído a mi padre? ¡Fuera! Facundo Martínez gira y se encamina hacia la puerta, pero después de poner la mano en el picaporte, habla. 31
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo - Piense lo que le he dicho, don Aurelio, porque a lo peor mañana no vienen a vendimiar ni las moscas. Pero no se apure el señor, que solo tendrá que mirar para lo de don Prudencio o para los viñedos de los Carrizosa o los Torres-Láinez. Allí estaremos, trabajando y cobrando un sueldo, y no un donativo. Y le digo que se lo piense porque sus empleados fijos también me escuchan a mí. Se van a quedar ustedes más solo que la una -les advierte mirando a los dos-: los trabajadores solo exigimos un trato justo, nada más. Va a salirles a ustedes el mosto amargo este año, ya lo verán -sentencia el temporero. Hay un gesto triunfal en la mirada de Facundo y un tono de voz demoledor, a pesar de la media jumera que trae. Aurelio Armenteros, furioso, nota que el labio inferior se le descuelga y le tiembla. - Llévatelo -le pide a Jaime. - Padre, cálmese -templa su hijo. Luego acompaña a Facundo fuera y deja al vinatero a solas en el salón. - ¡Me cago en todos los muertos de esta gentuza! Y Prudencio… ¡De modo que hablando de tratos conmigo y me quiere apuñalar por la espalda! -aúlla, tomado por la ira. Luego va a por otro catavino y se sirve más oloroso que se bebe de un solo trago. Los dos números de la Guardia Civil agradecen que Aurelio Armenteros los atienda en el salón, lejos de las miradas de los empleados, de las moscas y del calor sofocante. - De modo que usted y don Prudencio celebraron ayer una fiesta aquí, con las dos cuadrillas -habló el sargento Alfaro, quien se negó, muy a su pesar, a aceptar la invitación desganada de don Aurelio para que probaran una copa de palo cortado. 32
- Así es. Sé que a todos les suena extraño: don Prudencio Beltrán y don Aurelio Armenteros compartiendo mesa y mantel, pero hemos cerrado un trato para unas exportaciones y, además, era hora de firmar la paz. Pero miren qué desgracia. Quise limar asperezas definitivamente y celebrar el acuerdo -continuó-, de modo que dispusimos todo para la comida. Y eso es todo lo que puedo contarles. Eso y que tengo tres muertos en la finca, incluido mi pobre Jaime. ¡Mi pobre Jaime! ¡Veinte años, por el am or de Dios! ¡Solo tenía veinte años! El sargento Alfaro y el cabo Manuel Campoy dejaron que el hombre se desahogara, luego el que estaba al mando preguntó: -Una cosa, don Aurelio: ¿me puede decir en qué consistió exactamente el ágape? -Alfaro se quedó mirando a don Aurelio. Era un hombre alto, ancho de hombros y barriga prominente. Tenía los ojos negros, frente amplia, patillas y un mostacho medio canoso, imponente, que ocultaba su labio superior y le apagaba un poco la voz. - Así, de memoria… Como podrá entender, yo no preparé las viandas. Para eso están las cocineras de las dos fincas, que fueron las encargadas de preparar todo. Sea lo que sea, fue mortal. Ya me he enterado de que hay gente enferma en las dos haciendas. Yo mismo llevo toda la mañana mareado y con vómitos. De todas formas creo recordar que hubo picadillo de tomates, pimientos fritos, gazpacho, tortilla de patatas, chacinas… y vino, naturalmente -sonríe sin ganas ante la obviedad-. El doctor Nebreda ha dictaminado fiebres tifoideas, o eso creo. Oigan, ¿no estarán pensando que todo esto ha sido premeditado? ¿Quién querría hacer algo así? - Ni pensamos ni dejamos de pensar, señor. Pero debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para aclarar lo ocurrido, aunque no parece haber muchas dudas al respecto -añade el sargento, grave-. Aun así 33
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo veremos qué nos puede decir don Prudencio y el personal de su cocina. - No seré yo quien ponga la mano en el fuego por Beltrán -aseguró Aurelio-, pero me consta que ha perdido a un hombre de confianza, y que buena parte de su plantilla anda en las letrinas, echando las asaduras. Esto, desde luego, no nos conviene a ninguno de los dos, aunque a mí, como entenderán, la vendimia poco puede importarme ahora. - Lamentamos muchísimo lo de su hijo. - Muchas gracias -contestó Armenteros. Y digan: ¿Necesitan ustedes ver el cadáver de Jaime? Está aquí mismo, en su alcoba. Los dos guardias civiles se miraron pero el sargento le contestó que no es necesario de ninguna manera. - Dele cristiana sepultura y que se reúna con su señora madre en el cielo -le dijo Manuel Alfaro antes de dirigirse a las cocinas de la finca. Aurelio Armenteros da buena cuenta de la botella de oloroso. Ora sentado en la butaca, ora asomado a la ventana, enrollado el esparto que mitiga la fuerza del sol, piensa -mientras se pregunta dónde estará Jaime- en todo lo que ha oído, sin saber exactamente cómo maniobrar y recelando de lo que Facundo le ha dicho. ¿Y si todo es un farol, una argucia? ¿Y si ni Prudencio ni el resto de bodegueros le ha ofertado a nadie de mi gente un puesto de trabajo?, piensa Aurelio. Terminada la botella, cuando la noche se ha echado sobre la campiña, sale de la casa y se aleja de la finca caminando entre las viñas, que conoce como la palma de su mano. Es aquel un buen sitio para reflexionar, para tratar de tomar una decisión que evite, si aquello que ha dicho Facundo es cierto, el más absoluto desastre. 34
En mitad de sus posesiones, ebrio, con el viento de levante que empieza a soplar, trata de encontrar una solución que evite subir el salario a los jornaleros. En ello está cuando, distante ya de la hacienda, decide aliviar la vejiga. Es en ese momento cuando oye un murmullo entre las cepas. Armenteros termina de orinar, sobresaltado y a la par sorprendido. Muy despacio se agacha a escuchar. Le cuesta creerlo, pero le parece reconocer, aunque está lejos, la voz de su hijo Jaime, quien habla con otra persona cuya voz también le es familiar, aunque no pude ver a ninguno de los dos. Allí acuclillado y borracho, don Aurelio atiende primero con curiosidad, pero al poco no puede evitar pasmarse al entender que la otra voz es sin duda la de Facundo Ramírez. Armenteros se pregunta qué diablos hace su hijo allí con el temporero. Pronto su duda va a obtener una dura respuesta: hay risas, charlas y ruidos de besos. Luego solo se escucha el aire que sopla. El hombre siente que una vaharada le ciega la vista y le hace hervir la sangre. Está a punto de dar un salto y caer donde quiera que estén los dos. Desea matar a Facundo y dar una paliza a Jaime o acabar igualmente con él, pero se contiene. Aquello puede ser un escándalo mayúsculo y una afrenta que no está dispuesto a permitir. Antes está la bodega, el negocio, y si sale a la luz lo que acaba de descubrir, Aurelio sabe que las consecuencias pueden ser catastróficas. ¿Qué dirían en Jerez? ¿Qué dirían sus clientes, sus empleados, don Prudencio? Todos. Sin dar crédito al descubrimiento, se vuelve a la finca dando bandazos, entre beodo e iracundo, con la bilis en la garganta, rogando a Dios por tener fuerzas para contenerse y no moler a palos a Jaime en cuanto lo vea aparecer. 35
Cuando llega a casa no saluda al servicio. Tiene una fuerte jaqueca y, una y otra vez, escucha la voz de Jaime mezclada con el viento de levante y los arrumacos. Luego, sin apenas darse cuenta, don Aurelio se duerme. La improvisada reunión entre los dos poderosos bodegueros se produce a primera hora de la mañana. Es el propio Aurelio quien, aún con la boca trapajosa y la resaca golpeándole las sienes, se presenta solo en “El Cortijillo”. Quiere evitar a toda costa encontrarse con su hijo, de modo que tiene planeado ausentarse de la finca todo el tiempo que sea preciso. Don Prudencio Beltrán sabe que algo muy grave tiene que pasar para que Armenteros vaya allí sin avisar y a esas horas. - No me andaré con preámbulos -le dice Aurelio, ojeroso y compungido mientras le sirven una taza de café -: ¿es cierto que has ofertado trabajo a mis empleados, incluidos los fijos? Si es así, te ruego… te exijo que… - ¿De qué hablas, Aurelio? ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? -le interrumpe el otro, atónito-. Hemos estado horas y horas negociando contratos con los ingleses, estudiando las producciones conjuntas, haciendo números. Además, tengo la plantilla completa y es posible que incluso haya despidos cuando acabe la vendimia. -Don Prudencio, haciendo honor a su nombre, habla pausado mientras echa azúcar a su taza de té. - Entonces… - Entonces nada. ¡Por Dios! ¿De dónde has sacado ese disparate? - De uno de mis temporeros. - Facundo Ramírez, ¿me equivoco? -Prudencio Beltrán pronuncia el nombre antes de dar un sorbo a la infusión y a Aurelio la sangre le bulle como hierro en una fundición. - ¿Cómo sabes que…? - Tenía que hablarte yo del pájaro ese. ¿Sabes que no hace mucho se afilió 37
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo a no sé qué sindicato? Parece ser que va a reuniones y todo eso, y que está muy bien considerado. No es de extrañar que allí le estén llenando la cabeza de pajaritos. Y me preocupa, créeme. Un sindicalista de pacotilla como ese no debía inquietarnos, pero ya me han dicho mis hombres que ha estado sermoneándoles con derechos sobre esto y sobre lo otro. Y lon peor es que hay quienes empiezan a reaccionar ante sus arengas. - No tenía noticias de nada de eso, y sí, es preocupante. Podría despedirlo, a pesar de la estima que le tengo a su padre, pero mucho me temo que en pocas horas tendría un puñado de sindicalistas y anarquistas entrando por la cancela del cortijo. -Aurelio Armenteros obvia a su nuevo socio lo que ha descubierto la noche anterior. De hecho, prefiere no pensarlo, pero aun así, pregunta: - ¿Y qué se te ocurre? Don Prudencio se queda un rato observando la taza ya vacía. Luego mira a Aurelio y, simplemente, dice: - Daremos una fiesta mañana mismo -le anuncia. Armenteros muda el gesto y no oculta su enojo. - No estoy para chuflas, Prudencio -le advierte. - A ver, ¿estamos los dos de acuerdo en que hay que quitarse de en medio a ese indeseable? - Naturalmente. - Esos elementos empiezan sin hacer ruido y terminan haciendo más daño que la filoxera. Ya he tenido algún altercado con mis hombres por culpa del tal Facundo. Hasta me han hablado de una huelga. ¿Qué te parece? Esto se va a poner feo si no buscamos remedio, créeme, Aurelio. Y el remedio pasa por acabar con él. - Ya, pero, ¿cómo? -Hay en el tono de Armenteros algo de temor, pero 38
asiente convencido: si algo llega a su cabeza cuando se le menciona a Facundo es matarlo. - Ricina. Pero no solo para él. Si no queremos levantar sospechas habrá que poner veneno aquí y allá, en pequeñas cantidades, pero se hará de forma que Ramírez deje de ser un problema. - ¿Y si muere alguien más? Beltrán se encoge de hombros. - En la guerra mueren inocentes, Aurelio -se limita a decir-. ¿Cuándo lo haremos? - Mañana, a ser posible -contesta Aurelio. - Sí. Estas cosas, cuanto antes, mejor. - Ya. ¿Pero qué pasa con el resto? ¿Qué podemos hacer para que no les pase nada? Me preocupa eso. Debes entenderlo. Prudencio Beltrán enarca las cejas y vuelve a servirse té. Luego toma la taza y se encoge ligeramente de hombros: - Repartiremos en pocas cantidades veneno con el vino, pero nos aseguraremos de que Facundo tome suficiente cantidad para que no incordie más. Y si pasa algo no habrá forma de descubrirnos, no guardes cuidado -concluye. - Está bien -acepta Aurelio levantándose para después estrechar la mano a Beltrán. - La comida será mañana -le dice Prudencio -aquí, en mi finca. Empezaremos a la siete. Di a todos que están invitados y avisa a tus cocineras para que preparen lo que creas conveniente. Pero de esto ni una palabra a tu hijo, Aurelio. Me consta que será tu digno sucesor, pero es joven, es posible que tenga otra forma de pensar; puede que no apruebe nuestros métodos. 39
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo - ¡Por supuesto, Prudencio! -le dice antes de irse. Luego, camino de “Los Cernícalos”, no tiene duda de que no seguirá permitiendo que Jaime continúe poniendo en peligro la reputación de la bodega, y que puede aprovechar la oportunidad de la fiesta para impedir cualquier riesgo de escándalo. Después de interrogar a las dos cocineras de la finca “Los Cernícalos”, propiedad de don Aurelio y comprobar que nada tienen que ver con lo acaecido la tarde-noche anterior, se dirigieron a “El Cortijillo”, donde preguntaron al servicio de don Prudencio Beltrán y al propio dueño de la hacienda, quien vino a contarles lo mismo que don Aurelio. Con toda la información recabada, los dos guardias esperaron al juez de guardia para que ordenara el levantamiento de los cadáveres. Luego se marcharon al cuartel a rellenar el pertinente parte para remitirlo al juzgado. -Le pediremos información al médico que atendió a esta gente y aquí paz y después gloria. -Ni podrido de dinero hasta las cejas se libra uno del infortunio -añadió Alfaro a su subordinado cuando, ya a caballo, abandonaban los viñedos. -Y que lo diga usted, mi sargento. Y que lo diga -contestó el cabo. El reloj que cuelga de la pared de la habitación del señorito Jaime marca las siete menos cuarto de la mañana. Don Aurelio, resacoso y ajeno aún a que ya son tres los muertos tras la celebración de la fiesta, está sentado a la orilla de la cama de su hijo. Lo mira sin compasión. Él mismo se ha encargado durante el banquete de administrar la dosis a la botella de donde le sirve vino a su heredero, pero lo cierto es que no 40
ha debido ser suficiente porque el muchacho apenas se ha levantado a vomitar una vez, solo tiene algo de fiebre y no parece que su vida corra peligro. - ¿Te encuentras mejor? -pregunta su padre, pero Jaime, débil y soñoliento, asiente. - Algo ha debido sentarme mal -contesta-. Seguro que en un rato estoy mejor. Don Aurelio no dice nada. Durante un momento se queda pensando en la escena de los viñedos, en esa voz que le taladra los oídos: las risitas, los arrumacos y los besos que no vio, pero cuyo ruido escucha una y otra vez, atormentándole, horadándole los tímpanos. No puede evitar que aquello se repita una vez y otra. Y otra más. Entonces se pregunta por qué, pero no es capaz de trasladar la cuestión a su hijo, a quien imagina en brazos de Facundo Ramírez, haciendo cosas que prefiere no pensar siquiera. Es entonces cuando, viendo que la ricina no hace el efecto deseado, toma un cojín de la butaca que hay junto a la ventana del dormitorio, se acerca a Jaime, que dormita, y, con decisión se lo coloca a su hijo en la cara. Lo hace con fuerza, ajeno a los gemidos, a las manos del muchacho que pugnan sin éxito por liberarse de aquello que le asfixia sin remisión. Hay súplicas que el padre no entiende ni quiere entende Mientras aprieta el almohadón contra la cara de su hijo las sábanas se revuelven, cruje la cama, se sale la ropa por los pies por el pataleo del joven. De repente el movimiento cesa, pero Aurelio aún tapa durante un buen rato la cara de Jaime, hasta que entiende que está muerto. Luego aparta el cojín, lo coloca en su sitio y llama a gritos al servicio. 41
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EL PERIÓDICO DEL GUADALETE. 11 de septiembre. 1915 Página 3
CUATRO MUERTOS Y UNA VEINTENA DE AFECTADOR POR FIEBRES TIFOIDEAS TRAS UNA CELEBRACIÓN EN LA FINCA DE DON PRUDENCIO BELTRÁN ESTÉVE Entre los fallecidos está don Jaime Armenteros, hijo del conocido vinatero don Aurelio Armenteros, y tres empleados contratados para la vendimia que comenzó hace unos días Francisco Sánchez Múgica. Jerez de la Frontera
Cuatro muertos es el dramático balance de la celebración que tuvo lugar ayer por la tarde en “El Cortijillo”, propiedad de don Prudencio Beltrán, quien junto a su ahora socio en algunos proyectos de exportación, don Aurelio Armenteros, ha mostrado su desconsuelo por el terrible hecho en el que también ha muerto el heredero del imperio bodeguero, don Jaime Armenteros Ruscalleda. Lo que parecía iba a ser una rúbrica perfecta de la nueva alianza comercial Armenteros-Beltrán se ha tornado en tragedia. Algún alimento en mal estado ha sido el culpable de los sucesos que han sacudido la campiña jerezana. Puesto este periódico en contacto con el doctor Emiliano Nebreda y la autoridad competente, apenas hemos podido conocer algunos detalles de lo sucedido, si bien tanto el médico como la Guardia Civil reconocen que todo se ha debido al infortunio. En este sentido el médico recuerda que hay que extremar las precauciones en el manejo de alimentos crudos, sobre todo en los días de verano, donde es más fácil que la comida se convierta en un foco infeccioso potencial. Al parecer todo ocurrió horas después de acabada la celebración, cuando un buen número de trabajadores de las dos viñas y también el propio don Aurelio Armenteros, comenzaron a sentir los síntomas de la enfermedad: diarreas, fiebre, dolor de cabeza y vómitos, dándose la primera voz de alarma al filo de las seis y media de la mañana, cuando una de los primeros afectados, que atendía al nombre de Paulino Estrada, fue descubierto ya cadáver en las cuadras de la finca “El Cortijillo”. Muy poco después morían en “Los Cernícalos” Facundo Ramírez y Ana Serrano, ambos empleados de don Aurelio Armenteros. Al filo de las ocho de la mañana, poco antes del que el doctor Nebreda pudiera atender a los afectados, se conocía el fallecimiento, como ya está dicho, del joven don Jaime Armenteros, de veinte años de edad. La Guardia Civil llevó a cabo las correspondientes pesquisas para aclarar lo sucedido. Antes del mediodía el juez de guardia, don Juan Pedro Amate, ordenaba el levantamiento de los cadáveres. La mujer fallecida será entregada a sus familiares de Lebrija, de donde era natural. Los temporeros serán enterrados en el cementerio de Nuestra Señora de la Merced, mientras que el hijo de don Aurelio recibirá, del mismo modo, cristiana sepultura en el panteón que la familia tiene en el camposanto de nuestra ciudad. Descansen en paz las víctimas de tan triste suceso.
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EPÍLOGO
Finca “El Cortijillo”. Una semana después del sepelio de Jaime Armenteros Ninguno de los dos hombres dedica a lo ocurrido más que unas pocas palabras. - Lo siento por esos desgraciados, pero sobre todo lo lamento por tu hijo, que en paz descanse. Todavía no sé cómo pudo ocurrir -se pregunta Prudencio Beltrán. - Sin duda fue un terrible accidente. Con el bullicio, Jaime debió coger alguna botella con restos de vino envenenado -miente-, pero con bastante cantidad para…- Aurelio imposta un sollozo. Es mediodía. Hay nubes negras que barruntan tormenta. Se escucha algún trueno a lo lejos, como si el cielo quisiera espantar el verano a cañonazos. Sopla algo viento templado que barre la tierra seca de septiembre, agita las parras y sofoca el ambiente. Los dos hombres han zanjado de forma definitiva sus diferencias y ahora tienen un almuerzo de trabajo al aire libre, en la finca propiedad de Prudencio Beltrán. Hay sobre la mesa donde están reunidos infinidad de papeles que cuesta sujetar: apuntes con muchos números, balances y memorandos, pero a Aurelio le cuesta trabajo concentrarse. Está más pendiente del trasiego de los empleados que pasan por delante que de la documentación y de lo que el otro hombre le está diciendo, pero al poco vuelve a los informes hasta que algo le golpea el pecho con una fuerza feroz, le azota la espalda con un escalofrío brutal y le pone los vellos como escarpias, provocando que incluso esté a punto de tirar su copa de mosto sobre los papeles: a su espalda acaba de escuchar a Jaime. El joven ha pedido permiso para servir unos panecillos, pero es la voz de su hijo; la misma que escuchó una semana antes entre las parras, con Facundo Ramírez. 43
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Cuando Aurelio Armenteros se vuelve como un rayo, con la cara pálida como la albariza, espera horrorizado ver a Jaime, pero en realidad ve a un muchacho barbilampiño, de una edad similar a la del heredero fallecido, retirando las tazas manchadas, mientras camina hacia la cocina con andares de muchacha, la espalda recta y sin mirar atrás. De pronto el bodeguero recuerda su borrachera, la distancia entre él y las voces, el ruido del viento que azota las hojas de las vides. Recuerda también a Marina, la prometida de su hijo, y quiere que el cielo se abra y un rayo caiga sobre su cabeza y lo fulmine. - Aurelio. Aurelio, ¿te encuentras bien? -pregunta alarmado Beltrán. - ¿Quién es ese, Prudencio? No… no lo había visto antes por aquí -balbucea Aurelio sudando a chorros. - ¿Quién es qui...? Ah. Es Pedro. Lo contraté en agosto. Buen chico, con los suyo, pero en fin. - ¿Lo suyo? ¿Qué es lo su…? - ¿Pues qué va a ser? Que es maricón perdido, hombre, aunque no se le note al hablar. A mí no me molesta, mientras no me corteje -comenta jocoso Beltrán-. Si te interesa contratarlo, dentro de un par de semanas se va a la calle con el resto de eventuales contratados para la vendimia. Aurelio Armenteros Mencías enmudece. El cuerpo entero se le cubre de un sudor helado a pesar de la canícula. Una y otra vez, como en un bucle demencial, regresa a su cabeza el cojín, las manos que pugnan, los pies que se agitan, la sábana que se sale. El vinatero mira al frente y ve el interminable paisaje de viñas ribeteando las lomas de la campiña, las nubes negras que ya lo cubren todo, y, a lo lejos, su cortijo. Despacio, con la mano presa de un temblor incontrolable, sin hacer caso de la advertencia de Prudencio ante las primeras gotas 44
que caen, toma la copa con el vino nuevo. Cuando el caldo le llega a la garganta se acuerda de Facundo MartĂnez: aunque aquel mosto no es de su bodega, le sabe amargo como la hiel. Un trueno quiebra el silencio de la tarde y empieza a llover con fuerza. Todos se ponen a cubierto mientras jarrea. Solo Aurelio permanece bajo el turbiĂłn, con el catavino en una mano, como si el mundo hubiese dejado de girar.
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Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo
EL AMONTILLADO Y MI SOLEDAD Yanira Marimรณn
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L
1.
a cabeza me daba vueltas. El mundo me daba vueltas. Marta, mi amiga española, me había regalado una botella de amontillado. En realidad era el vino más exquisito que había probado en mi vida. Me había bebido la botella completa en menos de una hora, sola, sentada en el muro del malecón, de frente al mar. Miré arriba. Boqueaba por aire. Me iba a asfixiar. Entonces las vi. Dos lunas. Vi dos lunas sobre la bahía muerta de Matanzas. Me dije: “Muchacha, estás mal”. Me dije: “Muchacha, estás muy mal”. Me dije: “Muchacha, esta noche sí te vas a matar”. Pero no. Allí estaban, allí seguían. Me daba miedo matarme. Pero no. Allí estaban, de allí no se movían. Ni parpadeaban. Dos lunas luneras, sin cascabeles. Perfectas, súper-enfocadas, simétricamente silentes sobre los cielos sin cielo de una ciudad que todavía se llamaba Matanzas. Dos lunas como dos huecos blancos en el curvo universo de provincias. Dos huecos blancos rellenos de tiempo y vacíos de espacio. Como dos linternas, dos charcas, dos desmayos. Dos suicidios, dos islas, dos de lo mismo. Me daba miedo morirme. Pero no. La vida parecía seguir siendo normal. La gente mustia. La carretera brillante, con sus buses chinos atestados de turistas y camaritas con flash. Las pancartas de la austeridad y las propagandas de la ruta express hacia Varadero. El eco de las campanadas sin iglesias en el reparto Versalles. Las colinas que amortajan Matanzas y hacen de la ciudad un coliseo. La Marina y el runrún reumático de sus manantiales. La bahía honda y artera, con su ristra de grúas de ojos cíclopes, inyectados de sangre, residuos de otra época antes la revolución industrial. Los puentes que dejaron de girar sobre la bahía ante la carencia de trenes y transeúntes. Yo, que me estaba volviendo loca en lugar de matarme o hacerme matar. Por fin, sonreí. Por fin, comencé a reír a 47
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo carcajadas. Ya iba siendo hora de volverme loca o suicida o cualquier otra cosa que no fuera yo. Me arrodillé. Miré con tristeza mi botella vacía de amontillado. Me tuve que aguantar del muro del malecón. Supongo que la gente pensaría que yo estaba borracha. Y lo estaba. Sentí náuseas, sentí ganas de vomitar. Los pocos paseantes que quedaban hacían un rodeo para ignorarme. Menos mal. Pensé en la palabra socialismo, pensé en la palabra soledad. Cerré los ojos. Nunca antes los había tenido abiertos. El corazón se me quería salir por la boca y me faltaba un poco la respiración. Pensé lo peor. Y ahora me arrepentía de todo. Pobre muchacha mía de una ciudad de nombre sangriento aún llamada Matanzas, dejé de reír a carcajadas. Pobrecita yo, dejé incluso de sonreír. Comencé a rezar. Me acordé de los muertos. Me acordé del amor. Me acordé de los muertos amados. Me acordé de la muerte del amor.
2. Soñé que me despertaba en el sueño, pero no me podía despertar en realidad. Hacía rato que no me pasaba eso. Es muy angustioso soñar que nos despertamos en un sueño y no podernos despertar a la realidad. Matanzas volvía a ser la ciudad de mi adolescencia. La ciudad del instituto pre-universitario, mole erigida en esos barrios más altos que cualquier mirador. Allí, hasta la casita más chata queda a la altura de un rascacielos de la capital. Soñé que yo volvía a ser aquella adolescente que nunca del todo fui. Soñé que yo no había tenido que crecer a la carrera, fuera por necia o por necesidad o por ambas. Soñé que estábamos de nuevo todos en el aula y que aún no había muerto el primero de mis muertos del alma. Soñé que ninguno de mis amiguitos de entonces estaba muerto de alma. 48
En la pared, colgaban los cuadros cadáveres de un martirologio anónimo. También un Corazón de Jesús. Lo supe sólo porque lo decía debajo. Alguien le había escrito con una crayola roja: Corazón de Jesús. Bonito nombre que ni siquiera en sueños me significaba ya nada. Afuera, por la ventana de nuestra jaula de pre-universitario, se escurrían desquiciados los años ochenta. Con su carga de tardes grises y luminosas mañanas. Todavía Cuba contaba con estaciones por aquella época. Todavía teníamos aunque fuera la estéril esperanza de escaparnos antes de enfermar. Entonces la Teacher me preguntaba: “¿dónde estuviste metida, Yani?”. Y yo no sabía qué responder. Ni a quién. Pero la Teacher volvía entonces con su cantaleta a la carga, no sé si en español o en inglés: “ay, dios mío, Yani, ¿pero qué te ha pasado? ¿dónde estuviste metida todos estos años? ¡mira para eso, dios mío, miren qué viejita se ve!” Y el aula entera reía. Todas las aulas de nuestro pre-universitario entero reían. Todos los pre-universitarios de la provincia entera reían. El mapa de Cuba entera se partía en una carcajada escalofriante. Y yo también quería romper a reír, por supuesto. El ridículo de permanecer tan seria me daba terror. Pero tenía miedo de que se me cayeran los dientes si abría la boca para reír. En el sueño yo tenía quince o dieciséis años, pero todos mis dientes, colmillos y muelas eran postizos, desde no podía recordar cuándo. Piezas de plástico, tipo ajedrez, como el arbolito de Navidad que escondíamos en casa. Entonces soñaba que quería despertarme ya, en medio de las risotadas y la sensación de molestia de una enorme prótesis dental bailando en mi boca, desajustada, provocándome arqueadas de plástico y a punto de trabárseme en la garganta. Yo boqueando por aire, asfixiándome. Y entonces las veía en el sueño. Dos lunas, también de plástico, tipo ajedrez. Dos lunas blancas sobre la bahía resucitada de Matanzas. Agua sólida, insumergible. 49
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Y me decía la Teacher, como si no fuera suficiente con toda su arenga anterior: “Yani, qué bien, muchacha”. Me decía: “Yani, muchacha, menos mal”. Me decía: “Muchacha Yani, si no despiertas ahora mismo dentro de este sueño, vas a morirte cuando por fin algo o alguien te haga despertar”.
3. Llegué. Increíblemente encontré mi casa. Abrí. Increíblemente tenía la llave. Funcionó. Ya debía de ser domingo. Tal vez, nunca se sabe. Las madrugadas en Cuba han sido siempre nuestra más prolífica fuente de confusión. Entré. Me tiré sobre el sofá. Exhausta. Mi familia roncaba la pesadilla de los justos en sus respectivos cuartos. Habitaciones aparte, vidas aparte. Prendí el televisor. Clic. Ponían una de esas entretenidas e insulsas series norteamericanas, parlamentos pirateados de otro planeta, pronunciados por personajes que nunca mueren, en una lengua ilegible con cartelitos escritos en cubano en el borde inferior de la pantalla. Es decir, abajo. Las luces plásticas del arbolito olvidado en una esquina de la sala se empeñaban en recordarme la fecha. Era el nacimiento del niño Dios. O casi, nunca se sabe. Porque en Navidad los dioses en Cuba se comportan más adultos que de costumbre. Más adulterados que nunca. Más ateos que nosotros, los humanos que deshabitamos en sus sacrosantos sueños de lo real. Me paré. Abrí la ventana que da a la calle. Volví al sofá. Me tendí. Ay. Me paré. Abrí la ventana que da al jardín. Volví al sofá. Me dejé caer. Ay. Olía a rosas, a jazmín de noche, a brujitas, a lirios, a espárragos. No olía a nada. Tragué en seco. No oía nada. Los labios del televisor se movían en vano. Limpié mis lágrimas. Las letricas del fondo de la pantalla se cambiaban por gusto. Mocos. Miopía. Analfabetosis. Me quité la ropa. Me quedé con la ropa interior. Ripios. Bocarriba. Ay. 50
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Desde mi posición se veían los cielos sin cielo de La Marina, milagro de manantiales en esa sed llamada Matanzas. Y en el cielo allí todavía estaban. Dobles, lunáticas. Poco interesantes ya en tanto lunas dormidas, dobles, sin doblaje. Ni las estrellas parecían ser ya las que eran. Lucían más bien como planetas o satélites artificiales. Ninguna estaba en el lugar en que yo las recordaba antes de caer rendida, aunque no las recordara en ningún lugar específico, a lo largo y ancho de mis inviernos de insomnio. Estrellas son estrellas. Igual nada encaja a la hora de despertar. Me dolían la ingle y los senos. Mojé mi ropita interior, como cuando niña. Ahí. Tenía insensibles las orejas y la punta de la nariz. Los cachetes me ardían. Como si nevara. Fiebre. Piel tibia, rebosante de sangre debajo. Ahí. Como subtítulos en un argot muerto. Es decir, en cubano. Pensé que todo había sido verdad. ¿Dónde yo había estado metida todos estos años? ¿Qué y a quién debía de pronto de responderle, y rápido, sin pensarlo, para que no se rieran de Yani? Pensé en la palabra socialismo, en un niño Dios que nunca se ha atrevido a crecer. ¿Qué y quién me ha pasado? ¡Mira para eso, mira qué viejita me veo! Pensé en la palabra soledad. ¿Estás bien, muchacha? ¿O estás, muchacha, bien mal? Abrí los ojos. Nunca antes los había cerrado. Decidí por el momento dejar de rezar.
4. Landy me llamaba de madrugada, siempre a punto del amanecer. Los timbrazos rajaban la atmósfera de cripta dormida de nuestra casa. Todos saltaban entonces como electrocutados en sus respectivas camas. Una tragedia cómica. Gritos, protestas, maldiciones de matanceros desvelados que de todos modos nunca lograban dormir. Landy era un latigazo de luz, poco antes del sol. 52
De manera que yo también dejé de dormir. Me sentaba al lado del teléfono en el comedor y esperaba larga, largamente por su llamada. Landy llamándome desde otra ciudad todavía llamada La Habana, que a su vez él llamaba la “capital de ninguno de los cubanos” en el mejor de los casos. En el peor, Landy negaba la existencia misma de los cubanos. Pero Landy no quería irse de Cuba. Pero Landy creía que eso a todos ya nos había pasado. Que estábamos idos. Todos, sin excepción. Que a todos sin excepción nos habían ido sin darnos cuenta de Cuba. Yo lo dejaba descargar su locura al otro lado del cable helicoidal, un alambrito estatal que nos acercaba de bahía en bahía. La mía, muy abierta de párpados. La de él, de garganta cerrada por no poder parar de disparar la furia de sus palabras. Yo lo dejaba hacer. Landy y yo nos dejábamos hacer, entre mi bahía ancha hasta de pelvis y la bahía suya de puños siempre crispados. Oírlo era respirar y robarle un poco la retórica de su rabia. Landy me parecía tan maravilloso y desolado. Landy me amanecía tan maravilloso y desolador. Landy sólo me pedía al final que por favor yo le contase de nuevo, por favor, la historia de los poemas perdidos de mi papá. Los dos sabíamos que no eran sólo los poemas lo que estaban perdidos. Los dos sabíamos que no era sólo mi papá quien se había perdido bajo la luna intraducible de Norteamérica. Los dos sabíamos que los únicos que estaban perdidos, bajo la luna siniestra del Mar Caribe, éramos él y yo: Landy y Yani tocándose a través de la estática de una empresa en moneda nacional, Yani y Landy interrumpiéndose mutuamente la tristeza terrible de sus memorias y orgasmos, él y ella con unos minutos de desfasaje a la hora sin tiempo de la salida del sol en Cuba, ella y él que no creían en la salida del sol en Cuba, pero tampoco ninguno de nosotros dos queríamos creer en lo que creíamos. 53
5. Fui al comedor. Sin prender la luz. Tampoco me hacía falta. La luna y la luna desbordaban el interior de nuestra casita, desde todos los ángulos imaginables del espacio. Fui hasta el refrigerador, un armatoste de finales de los años cincuenta. Como casi todo en mi casa. Incluidos los muebles, incluido el teléfono. Lo abrí. Sentí el frío de otra época, de otras personas en otra provincia. En otro país. En otro planeta, tal vez. Cogí un pomo de agua. Tragué. El agua siempre me da mucha más sed. Como la soledad de los sistemas sociales sin soledad. Devolví el pomo a su nicho. Cerré el refrigerador. Fui hasta el teléfono y me eché a su lado. Muchachita obediente, novia virgen de los timbrazos al alba. Como una perrita de barrio que no encuentra las formas de volver a casa, mientras se asusta de los ronquidos cruzados de sus familiares en habitaciones aisladas. Entonces oí el inicio de una ráfaga de timbrazos y salté sobre el aparato, aquel viejo monstruo de bakelita Made in The Cuban Telephone Co., indecibles décadas antes de Yani y Landy. Descolgué. Oí un tic tac digital, después una sirena de alarma, después la voz de alguien joven que simulaba ser una contestadora automática: “Ordene, ¡aquí el Puesto de Mando!” Colgué. Pasaba con más frecuencia de lo recomendado. Mi número se parecería a algún otro número militar, no sé. Igual me daba escalofríos, me dejaba en un puro temblor. El estómago palpitando, los músculos sin tono para permanecer de pie. Ni siquiera sentada. No podía evitarlo: siempre pensaba en que me darían una noticia de muerte. Y de algún modo esa voz metálica me la daba. Su mensaje anónimo me recordaba que un día esa llamada de muerte no sería a un número equivocado, sino al de nuestra casa. Entonces oí el inicio de otra ráfaga de timbrazos y salté de vuelta sobre el aparato, aquel dinosaurio de un tiempo ido que nunca se iría, bakelita horneada indecibles décadas antes de Landy y Yani. Descolgué. 55
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Oí su silencio inicial, su saliva tragando en húmedo antes de pronunciar puntualmente en mi oído: “Yani, soy yo, Landy”, a medio susurro entre una declaración de principios y una duda demencial. Como si él pudiera ser alguien más a esta hora. Como si a esta hora yo pudiera no ser tanto yo misma. Como si hubiera otra opción. Como si tuviéramos miedo de no ser del todo nosotros. Pero no. Es decir, pero sí. Todavía él era Landy en La Habana. Todavía yo era Yani en Matanzas. Todavía éramos un equipo de dos, desintegrándose: satélites artificiales de nosotros mismos, lunas miméticas de remate, espejismo mágico girando en contra de las manecillas del reloj entre dos ciudades dobles y doblegantes. - ¿Estabas dormida? - Siempre, Landy. - Contestaste tan rápido que pensé que otra vez me había salido un número equivocado. - También, Landy.
6. Únicamente un día no me llamó. Pero esa es ya otra historia. Una historia que no tiene nada que ver. Nadie a quien ver.
7. Fidelidad, fósil, futuro. Fuimos a la funeraria del reparto Bahía. Los efluvios del fuel recién derramado en la bahía llegaban hasta la capilla F. 56
Un súper tanquero belga o venezolano había cogido fuego y estuvo toda la noche anterior quemándose, coloreando el cielo de entretenimiento y horror. Los bomberos le tiraban agua desde dos helicópteros. La ciudad entera se asomó al malecón de Matanzas, insomne e ignorante de la magnitud del peligro. Se esperaba una espectacular explosión. Y nadie quería perderse la foto con nuestro primer volcán, a la hora que fuera. Pero no. Pero nada. Como en un filme mudo. Sólo un ballet de llamas y sus muecas sobreactuadas cuando el agua les caía encima. Cero selfies para una ciudadanía incivil. Al amanecer, el barco se fue apagando por sí solo, por incombustión espontánea, a falta de oxígeno y cansado de consumir carburante ruso o iraní. Recuerdo que todo ese día en la ciudad se hizo especialmente difícil respirar, incluso en las colinas más alejadas del mar. Bahía anaerobia, anegada de aceite flotante, cetáceo tóxico de fin de semana. Recuerdo que la brisa ese día traía todo tipo de paranoia sobre los patios y personas de Matanzas, todo tipo de teorías excepto consuelo. No por gusto los domingos en Cuba siguen siendo los días de menor densidad de dios. En la funeraria del reparto Bahía, en la capilla F, estuvo tendido su cuerpo hasta que se olvidaron de ella. Ese día hasta los servicios necrológicos estuvieron de fiesta, consagrados a la contemplación de las ruinas humeantes del súper tanquero. Una ponina entre sus ex-alumnos había conseguido, con gran trabajo, colgarle una coronita de flores fermentadas. Pétalos a medio podrir, hojarasca aún más apestosa que la propia bahía. Alguien había osado una plegaria en inglés: For the best and only Teacher in town. Después, durante el velorio abandonado, alguien hizo notar en español que aquel epitafio bien podía interpretarse al revés: la Teacher era la mejor 57
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo porque no había ninguna otra a la mano. Todos y todas se habían ido a practicar el inglés a tierras de mejor fonética. Y la capilla F entera reía. Todas las capillas F de nuestro pre-universitario reían. Todos los pre-universitarios F de la provincia reían. El mapa F de Cuba completa se partía en una carcajada escalofriante. Y yo también quería romper a reír, por supuesto. El ridículo de permanecer tan seria me daba terror. Pero tenía miedo de que se me cayeran los dientes si abría la boca para reír. Dientes, colmillos y muelas adolescentarios que de pronto eran postizos, desde hacía nadie a mi alrededor podía recordar cuánto. Piezas de plástico, tipo ajedrez, como el olor de las Navidades clandestinas y los sabotajes públicos en un geiser de la bahía de Matanzas.
8. - Peón 4 Rey -salías sin darme chance de réplica en la bocinillas de mi auricular. Nunca nos despedíamos sin jugar al menos una partida. - Peón 4 Dama -te respondía invariablemente yo, como única posibilidad de protesta. O al menos de abrir una puerta, antes de que saliera el sol y se calcinase la ilusión sombría de nuestra llamada. Las blancas, peón por peón. Dama por peón, las negras. Landy por Yani. Insistíamos en enredarnos con la Defensa Escandinava, corrimientos de lava entre dos ciudades a medio camino entre lo tropical y lo tétrico. Un páramo de pensamientos sobre nuestro tablero telefónico mental. Yani por Landy. Esa era la mejor resistencia contra el páramo de escenarios y escenas estériles que, cada amanecer, nos parecía nuestro tablado a dúo interprovincial. 58
9. Únicamente un día no me llamó. De eso se trata esta historia. Una historia que tiene todo que ver. Que tiene que ver con todos.
10. Me fui quedando dormida. El cielo se nubló. Tronaba. Quien ha vivido fuera de Cuba, sabe que el clima es un defecto local. Fuera de la Isla no hay clima, sólo efímeros efectos especiales. Las nubes bajas olían a ozono. Los relámpagos lo sintetizaban, a golpes de cortocircuitos que liberan electrones y fusionan oxígeno. Ingeniería estelar nocturna. Las dos lunas desaparecieron al otro lado de los algodones negros, nubarrones que lucían retocados con algún software divino digital. Olía a aguacero de invierno, en un país que se ha ido quedando sin estaciones. Sin ecología, sin etnias, si etimología, sin edad. Una isla de corcho que cada madrugada sin noche zozobra y se hunde cuando tú no estás. Los sueños son la única parte de nuestra vida que no vivimos en sucesión. Sólo en los sueños nos es dado el don demoniaco de la simultaneidad, aunque después los recordemos como sucesivos. Despertar es estar atrapado. Y ese truco que nos atormenta se llama lenguaje. Un laberinto lento, lunar. De ahí la necesidad de silenciar los exilios, de exiliar los silencios, de ser cada noche sin madrugada tan atroces como las palabras sueño, socialismo, soledad. Debo de haberme quedado rendida junto al teléfono. Si entraron retazos de lluvia por la ventana, nunca me enteré. El insoportable sol de las nueve 59
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo de la mañana en Cuba me despertó. Los lunes son mis días de cefalea. Sin trazas de lunas por ninguna parte. Entendí entonces que nuestro obsoleto amasijo de bakelita no había hecho ni tic-tac ese último amanecer. El hilo invisible entre La Habana y Matanzas se había hecho ahora invivible, mitad en simultáneo y mitad en sucesión.
11. Toda geografía es grosera. Toda distancia es delicada. Tu ciudad y la mía no serán la excepción. Olvidar es una cuestión estrictamente política. Siempre será niño quien tuvo infancia. Cuba es anterior y posterior al paréntesis de los cubanos. La sed es la esencia de los sueños en soledad simultánea. La vida tampoco está en otra parte. Te extraño, Landy. La luz provoca cáncer. Toda enfermedad se llama esperanza. Mi ciudad y la tuya tampoco serán la excepción. La política es una cuestión de olvido selectivo. Sólo quien nace huérfano es adulto. Ser cubanos es no tener contemporáneos. Toda luna imaginaria es iluminación. La esencia sucesiva del socialismo es un sueño insaciable. La vida estaba por todas partes. Me extraño, Yani.
12. Formas de no volver a casa. Comencé a anotarlas en mi diario. Escribí las estrategias para una de estas madrugadas no tener que volver, ni a La Habana ni mucho menos a Matanzas. Al escribir nos comportamos como hijos únicos. Como huérfanos a voluntad, como testigos de una guerra colectiva que nadie más que nosotros vio. Como padres que nunca parieron. Un diario es siempre el 60
testimonio de una deserción. Como las llamadas telefónicas a deshora. Como la indolencia ante la muerte, como la inercia de cara al amor. Escribir es también eso: un taparse la cara para que los astros arriba en el cielo no nos la desfiguren, por partida doble. Yo escribía, por ejemplo: 1) Cercenar nuestra infancia. 2) Arrancarnos las manos. 3) Partirse los pies. 4) Construir castillos sobre el asfalto. 5) Corear los salmos de ocasión. 6) Contar lunas como monedas. 7) Ladrarle al teléfono. 8) Callar himnos de combate. 9) Beberse el refrigerador. 10) Ahogarse en una esquina del tablero de ajedrez. 11) Ser felices en medio de una fidelidad de plástico: lo fósil, el futuro, las funerarias, el ajedrez. 12) Darle vueltas a la cabeza, darle vueltas al mundo. 13) Saber desaparecer (pero no como los poemas de mi padre, pero no como mi padre aparecido en uno de sus propios poemas).
13. Me di una ducha y salí para mi trabajo en la editorial, entre los manantiales risueños de La Marina. Preparábamos un número especial de la revista Matanzas, con un dossier de nuevo año sobre matanceros ilustres que murieron lejos de su ciudad, por motivos estrictamente biográficos. La mañana era todo trino y las muchachas con sus sayas de flores giraban como reguiletes por las aceras. El agua corría eufórica por las cunetas. La gravedad es la gloria. No tener peso es lo peor. Los muchachos con sus tatuajes de rap y reguetón me silbaban piropos intergeneracionales. Yo les sonreía de vuelta. Ellos me sonreían de vuelta. La provincia entera nos sonreía de vuelta. La patria devuelta cabía completa en el Parque de la Libertad. Y el Parque de la Libertad era en sí mismo un paraíso, imperdible. Recordé que era día feriado. Lunes al límite. Así que no habría nadie en la editorial. Pensé: “por suerte tengo encima la llave de mi trabajo”. 61
Ier Premio de Narrativa Breve Barbadillo Pensé: “ojalá funcione y me permita entrar allí por primera vez”. Pensé: “despertar es vernos solos donde siempre estamos más rodeados de gente”. Pensé: “hoy le voy a escribir un correo a Landy y, después de mandárselo, lo voy a borrar”.
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Las obras pertenecientes a Miguel Fuentes García “Una nueva aventura de Jim Hawkins” (ganadora del Premio Barbadillo Versos 1891), Juan Manuel Sainz “El mosto amargo” y Yanira Marimón “El amontillado y mi soledad” son las ganadoras del Ier Concurso de Narrativa Breve “Barbadillo Versos 1891”.