Este libro presenta un recorrido por una Barcelona llena de contrastes, de miserias espeluznantes y de ostentosas riquezas, de escasez para unos y de excesos para otros, sometida a un intenso estado policial; un retrato, entre los muchos posibles, desde el punto de vista del ocio y la vida nocturna de una ciudad que se instaló en la doble moral durante los años de la posguerra. Desde las zonas tradicionales y populares del Barrio Chino, el Paralelo, La Rambla o Escudellers, pasando por la lujosa geografía que surgió y se extendió por el Eixample y la Diagonal. Una mirada extensa, complementada con una numerosa ilustración gráfica cuya finalidad es sumergir al lector en este periodo de la historia de la ciudad.
VIDA NOCTURNA EN LA BARCELONA DE LA POSGUERRA (1939-1952)
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CUANDO LA RIQUEZA SE CODEABA CON EL HAMBRE VIDA NOCTURNA EN LA BARCELONA DE LA POSGUERRA (1939-1952)
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CUANDO LA RIQUEZA SE CODEABA CON EL HAMBRE VIDA NOCTURNA EN LA BARCELONA DE LA POSGUERRA (1939-1952)
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ÍNDICE 7
Agradecimientos
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Vida nocturna en la Barcelona de la posguerra (1939-1952)
17
Un Barrio Chino trágico y sin leyenda
69
La Rambla, inmersa en una atmósfera de degradación y represión policial
115
Un renqueante y desvirtuado Paral·lel se pone en marcha
191
La nueva topografía del ocio en el Eixample
251
La Diagonal, la seducción de una época
331 Notas
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AGRADECIMIENTOS Al profesor e historiador Albert Domènech, que, con su habitual generosidad, me ha cedido un documento inédito titulado «Liga española contra la pública inmoralidad. Memoria resumen de la moralidad en Barcelona, 1943-1944», que me ha sido de gran utilidad, además de algunas imágenes de su colección. Agradecer también la colaboración de Jordi Pujol Baulenas, Andreu Valldeperas Jorba, Enric H. March y Miquel Barcelonauta, que me han facilitado imágenes valiosas de la época; estos dos últimos de sus magníficos blogs, «Bereshit: la reconstrucció de Barcelona i altres mons» y «Barcelofília. Inventari de la Barcelona desapareguda», respectivamente. Y, especialmente, a Laura, por su apoyo y colaboración constantes.
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Se acababa de pasar una Guerra Civil fratricida y comenzaba una posguerra terrible; una posguerra de hambre, miseria y penalidades, de represión política, venganzas y fusilamientos; en suma, una posguerra de vencedores y vencidos. Fueron los años del racionamiento, del plato único, de los sucedáneos, de la chapa del Auxilio Social, de la tarjeta del fumador, de los cortes en el fluido eléctrico, de la falta de carburante, del cierre de fronteras, de un proceso de españolización contundente que implicaba una desnaturalización de la identidad de la ciudad… Y, como consecuencia del racionamiento, surgió el fenómeno del estraperlo, que marcó la vida barcelonesa durante más de una década. El resultado fue una Barcelona de contrastes extremos, con unas clases medias que no tenían medios suficientes para recurrir al mercado negro y, sobre todo, unos estamentos más bajos y pobres, sometidos a todas las carencias del momento; mientras las clases altas, la burguesía y los estraperlistas no solo vivían al margen de penurias, sino que se enriquecían. Por si esto no bastara, Barcelona se vio inmersa en lo que las autoridades franquistas denominaron «una cruzada moral y religiosa», que fue ejecutada de manera implacable y que afectó a todas las actividades y sectores sociales. Apareció entonces en escena una entidad que primero se llamó Cruzada pro Moralidad Ciudadana hasta que, a principios de 1941, se transformó en la Liga Española Contra la Pública Inmoralidad, que actuaba como complemento de la acción policial. Por otro lado, la policía quedó encargada del control, reglamentación, vigilancia y represión de la prostitución, registrando en un fichero el número de casas y meublés existentes en la ciudad. En última instancia, era el gobernador civil, a cuyas órdenes estaba la policía, quien concedía las autorizaciones o imponía las sanciones pertinentes. Poco después, en noviembre de 1940, se restablecieron los reconocimientos sanitarios, lo que significaba que para ejercer la prostitución legalmente era imprescindible poseer la llamada cartilla sanitaria. El régimen optaba claramente por el reglamentarismo y la tolerancia como mal menor, anulando por el Decreto de 27 de noviembre de 1941 la prohibición de la prostitución decretada en 1935. Pero la tolerancia admitida y defendida como necesidad social implicaba la demonización de las prostitutas. En otras palabras, las mujeres fueron consideradas las principales responsables de la inmoralidad pública y, como constituían un peligro, se crearon establecimientos penitenciarios especiales destinados al internamiento de reincidentes en infracciones relacionadas con la prostitución.1 La puesta en marcha del Patronato de Protección de la Mujer, dependiente del Ministerio de Justicia, en noviembre de 1941, enfatizaba la dirección escogida. Constituida formalmente en marzo de 1942, su finalidad consistía en «impedir su explotación, apartarlas del vicio [a las jóvenes] y educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica».2 Es decir, promovía una política de saneamiento moral y defensa de las tradiciones coercitiva, censurando, prohibiendo y reprimiendo cualquier manifestación pública considerada indecorosa.
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Folleto contra las enfermedades venéreas, 1940 Archivo particular Enric H. March
En esta Barcelona, «ciudad de hambres históricas y de caras mirando al vacío, en la que muchas mujeres sobrevivieron gracias a su sexo, a sus teléfonos secretos y a las señales que sus labios dibujan en el aire»,3 la eclosión de la prostitución fue de una envergadura brutal. Viudas, separadas, esposas de detenidos, jóvenes menores de edad… que no formaban parte de este mundo se lanzaron a la calle como única salida para poder subsistir ella y los suyos, ofreciéndose a cambio de dinero y comida. Fruto de esta extrema pobreza surgió otra forma clandestina de prostitución todavía más precaria que adquirió gran relevancia popular: las llamadas «pajilleras», que, por una o dos pesetas, masturbaban a los parroquianos que lo solicitaban en descampados cercanos o alrededor de cuarteles y, sobre todo, en los cines de barrio aprovechando la oscuridad del lugar y, claro está, contando con la complicidad pagada de los acomodadores. Muchos cines de barrio, por no decir todos,
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Puestos de venta ambulante en las calles del Barrio Chino (1953) Josep Postius Arxiu FotogrĂ fic de Barcelona
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vieron desfilar en algún momento a estas mujeres, que sin duda era un claro reflejo de la situación desesperada que sufría gran parte de la población. Y, según Juan Marsé, «no solo había chicas jóvenes, sino que la mayoría eran señoras que se sacaban el sobresueldo mensual».4 Un informe de la delegación del Patronato de la Mujer constataba la existencia en 1943 de 101 meublés y 120 casas de prostitución censadas. Dos años después, en otro informe emitido, la suma de los dos tipos de establecimientos alcanzaba la cifra de 383, y se cuantificaba el número de mujeres que pública o clandestinamente ejercían la prostitución en cincuenta mil.5
Hubo ganas de reanudar la existencia truncada, de empezar de nuevo, de volver a las alegres andadas, ganas perceptibles a todos los niveles sociales.»
La regeneración de las costumbres comportaba asimismo la instauración de un nuevo horario para los cafés, bares y espectáculos públicos, cuya orden de finales de 1940 disponía: «Los espectáculos públicos terminarán a las doce en punto de la noche o antes. Los cafés, bares y establecimientos análogos cerrarán, lo más tarde, a la una de la madrugada, sin que a esta hora pueda quedar público dentro del establecimiento. A la misma hora, y con la misma condición, cerrarán los salones de baile, salas de fiestas, casinos y círculos de recreo.»6 Estas disposiciones solo podían ser alteradas en casos concretos y de forma temporal, para lo cual era necesario solicitar autorización para prorrogar la hora de cierre. Entre los motivos más recurrentes, se hallaban el organizar un homenaje a algún artista o la celebración de una fiesta privada.7 El rigor y control ejercido en este punto se fue suavizando sobre todo al acabar la Segunda Guerra Mundial. A finales de septiembre de 1946, se establecía un nuevo horario más flexible y permisivo. Con respecto a los teatros, estos ganaron una hora y podían terminar las representaciones a la una de la madrugada, prorrogable en los días de estreno u homenaje media hora más, previa autorización. Los más beneficiados fueron los restaurantes, bares, cafés y salas de fiesta, que ampliaban su horario hasta las 2.15, y las vísperas y festivos hasta las 2.45 horas.8 Otro elemento fundamental en la política represiva fue la censura en el mundo del espectáculo. Una censura estricta y minuciosa que afectaba a todos los detalles de la actuación: textos, vestuario, canciones, programas de las orquestas…, cuyo incumplimiento acarreaba desde multas pecuniarias, que podían ser cuantiosas, hasta el cierre del establecimiento. Ninguna obra o pieza teatral de cualquier clase que fuera —variedades, circo o números en salas de fiestas— podía representarse sin llevar el sello de censura correspondiente. Se tenían que facilitar dos ejemplares de la obra, además de una solicitud donde debía constar el título, el autor y la empresa o compañía que la iba a poner en escena. En el caso de las comedias musicales (operetas y revistas), había que entregar los
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figurines del vestuario por duplicado. Las disposiciones señalaban cinco posibles calificaciones: aprobado sin más; con tachaduras; con el requisito de celebrar un ensayo general; por un número limitado o para las funciones de noche, y autorizado para menores de catorce años o de catorce a dieciséis años inclusive.9 Después venía lo más importante: la inspección. Un ejército de inspectores se presentaba en teatros, salas de fiestas, boîtes, nidos de arte, cafés… para verificar los extremos apuntados, vigilando especialmente las transparencias en el vestuario y, sobre todo, que los gestos y ademanes no fueran procaces. Pero ni este contexto de miseria generalizada y de restricciones de todo tipo ni las políticas represivas del régimen, que estaban en su punto más álgido, pudieron evitar el inicio de uno de los periodos más legendarios de la vida nocturna barcelonesa. Impulsada socialmente por el enriquecimiento proporcionado por el mercado negro, los nuevos ricos estraperlistas, la alta burguesía de siempre y otras gentes con posibilidades se lanzaron de cabeza a recuperar el tiempo perdido. Si su protagonismo fue determinante, no es menos cierto que los deseos de disfrutar de la vida no era algo exclusivo de ellos. Y así lo testimoniaba el periodista Sempronio: «Hubo ganas de reanudar la existencia truncada, de empezar de nuevo, de volver a las alegres andadas, ganas perceptibles a todos los niveles sociales […]. En la calle hacíanse los imposibles para fomentar la alegría. Y no solamente entre la gente bien […]. También el pueblo procuraba divertirse.»10 Fue la gran época del jazz. A pesar de la fuerte oposición inicial del régimen contra toda costumbre y manifestación extranjera, principalmente si era de origen anglosajón, su influencia sobre todos los campos de la música se consolidó y la aceptación fue total. Y se produjo también una resurrección de las variedades. Otro gran periodista, Sebastià Gasch, recordando este periodo escribió: «Hubimos de aguardar a los postreros cuarenta y a los primeros cincuenta para que el music-hall conociera otra época dorada en Barcelona. Roma, Viena y Berlín volvieron a soltar sobre nuestra ciudad algo muy dulce: cataratas de plumas, suave sabor de melodías y sugestivas sonrisas de mujer. Fue la época del estraperlo y las noches barcelonesas renacieron de sus cenizas.»11 Este libro presenta un recorrido por esa Barcelona llena de contrastes, de miserias espeluznantes y de ostentosas riquezas, de escasez para unos y de excesos para otros, sometida a un intenso estado policial; un retrato, entre los muchos posibles, desde el punto de vista del ocio y la vida nocturna de una ciudad que se instaló en la doble moral durante estos años. Desde las zonas tradicionales y populares del Barrio Chino, el Paralelo, La Rambla o Escudellers, pasando por la lujosa geografía que surgió y se extendió por el Eixample y la Diagonal. Una mirada extensa, complementada con una numerosa ilustración gráfica cuya finalidad es sumergir al lector en este periodo de la historia de la ciudad. Paco Villar
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EL BARRIO CHINO
UN BARRIO CHINO TRÁGICO Y SIN LEYENDA
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a terrible posguerra que padeció la ciudad transformó el Barrio Chino de las Drassanes en la sede del mercado más mísero y trágico que ha conocido Barcelona en muchos años. El en otro tiempo reclamo turístico internacional quedó sepultado bajo una atmósfera tremendamente lúgubre y atroz. Los bombardeos durante la Guerra Civil habían creado un paisaje urbano desolador: había fincas en estado de ruina total junto a otras afectadas solo parcialmente, muchas de ellas habitadas con el peligro que ello suponía; solares llenos de escombros rebosantes de basura infecta; comercios tapiados a cal y canto… Allí solo se veía a gente derrotada, devorada por el hambre y por todo tipo de enfermedades, que miraba la muerte cara a cara. Los más favorecidos vestían andrajos y calzaban alpargatas, pero era frecuente encontrar individuos que llevaban el cuerpo envuelto en periódicos para protegerse del frío y utilizaban cartones y paños enrollados como zapatos.
Portadilla: Mercado ambulante en la calle del Cid (1949) Ramón Dimas Colección particular
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Pero las bombas no lograron por si solas despejar el camino para que la piqueta demoledora borrase del mapa aquellas callejuelas tristemente célebres para los nuevos tiempos que se avecinaban, y el Ayuntamiento recuperó en 1941 el antiguo proyecto de abrir una gran vía que uniese las Drassanes y la calle de Muntaner, dividiendo el distrito quinto
Era el fin del Barrio Chino tradicional desde un punto de vista urbanístico, porque desde el policial era ya un hecho.»
en dos.1 El proyecto, que en su primer tramo debía llegar a la calle del Conde del Asalto (actualmente Nou de la Rambla), preveía la desaparición en su totalidad de las calles del Migdia y de Cirés, y afectaba de pleno las del Portal de Santa Madrona, del Cid y del Arc del Teatre. Era el fin del Barrio Chino tradicional desde un punto de vista urbanístico, porque desde el policial era ya un hecho. Y la propaganda del régimen se encargaba de proclamar a los cuatro vientos que Franco, con su cruzada santa, había sido el causante directo de su defunción: «No era necesaria la revolución del 36 para que Barcelona aumentase ante el mundo un derecho a la capitalidad de una internacional: la de la anarquía. Otro internacional capitalizaba: la pornografía. Forasteros de todas las regiones y de todos los bajos fondos mediterráneos habían acampado en el triángulo que cubría el Paralelo, La Rambla y Atarazanas, tomándolo como corte cosmopolita de todos los bajos fondos europeos. En el perímetro que cubrían estos tres lados había uno de los mejores escondites para el hampa internacional. Uno de los cánceres más crueles de los tiempos modernos. ¿Quién debía lamentarlo más, nosotros los barceloneses o la justicia considerada en abstracto? El caso es que hasta que la liberación de Franco acabó con el barrio y con los focos de proyección anarquista e impresión pornográfica, un sencillo problema de urbanidad habíase convertido, por dejadez oficial y por afán de cosmopolitismo y de literatura francesa decadente, en una formidable atracción internacional de turismo más o menos averiado.»2 En 1944, los expedientes de expropiación de los inmuebles que formaban las aceras de las calles del Migdia y de Cirés estaban concluidos y, dos años después, se finalizaba todo el tramo afectado hasta la calle del Conde del Asalto. Solo quedaba iniciar la última fase: el derribo. Sobre el papel todo parecía estar bien planificado; sin embargo, el asunto era de calado, ya que solo en la zona comprendida entre les Drassanes y la calle del Arc del Teatre residían mil once personas, lo que hacía presagiar a las autoridades municipales que, entre esta última y la mencionada del Conde del Asalto, el número de habitantes sería aún superior.3 ¿Dónde iría a vivir toda esta gente cuando uno de los mayores problemas que sufría la ciudad era la escasez de vivienda social? El problema de la vivienda ralentizó el proyecto de la reforma más de una década. No se hizo nada o muy
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poca cosa durante los años de la posguerra, dejando a la vista un paisaje torturado. La futura avenida de García Morato en su primer tramo no se terminó hasta el año 1964, y de ahí nunca pasó. El Barrio Chino no desapareció, simplemente se acercó a otras calles que ya contaban con un pasado suficientemente escabroso como para ostentar sin problemas el célebre apelativo. La calle de Les Tàpies, con la sala de fiestas Barcelona de Noche como máxima atracción, se erigió en el centro neurálgico de un Barrio Chino sin anarquistas, sin tráfico de drogas a gran escala, con mucha menos pornografía, pero con una oferta sexual extrema que el hambre y la falta de recursos habían disparado. Desde que el mando militar ordenara la apertura de las casas de prostitución a los pocos días de entrar las tropas franquistas en la ciudad, el barrio era un constante hervidero. Madame Petit, el célebre burdel de la calle del Arc del Teatre, estaba a rebosar de soldados el 17 de abril de 1939, «no solo el salón principal sino las escaleras que conducían a las habitaciones», declaraba la encargada ante la denuncia de un soldado al que le fue sustraída la cartera.4 Había, entre las prostitutas, mujeres que se habían lanzado a esta vida por pura necesidad, mujeres como Ramona P., que el 19 de abril de 1939, «por hallarse sin trabajo, fue a la calle de Les Tàpies para ver si ejerciendo la prostitución podía ganarse algún dinero con que atender a sus tres hijos, pues se hallaba separada de su marido».5 La prostitución clandestina alcanzó proporciones alarmantes durante los primeros años, en especial la de menores de edad, que se propagó por todos los rincones del distrito a pesar de estar fuertemente perseguida por la policía. En ningún otro lugar de la ciudad fueron tan visibles las llamadas «pajilleras» como en el distrito quinto. Se las podía encontrar en casi todos los cines, pero había uno en especial que por su capacidad se llevaba la palma: «El Diana era el cine de las pajilleras, que, vestidas con una bata, sin nada debajo, de pie tras las filas de butacas o en alguna silla del fondo, hacían trabajos manuales a peseta.»6 Los cines, algunos de los cuales ofrecían al público después de la sesión cinematográfica «fines de fiesta» con números de variedades, constituyeron en una época tan dura más que una distracción, una evasión. Para muchas personas, como el escritor Paco González Ledesma, que los recordaba con cierta nostalgia de juventud, representaron toda una experiencia vital: «Los cines de barrio, casi todos desaparecidos, tenían un largo historial de pulgas veteranas, meriendas a base de atún, pajilleras de plantilla y chavales que iban allí a aprender lo que es la vida. Fueron la universidad del Raval, fueron unos lugares beneméritos y con olor a zotal y orina fresca, que expedían unos títulos acreditadísimos y de validez indiscutible. Aquellos cines fueron la Sorbona de la vida amarga. Ya digo que casi todos han desaparecido, aunque la historia de la ciudad conserva sus nombres cargados de gloria y de mugre: el Diana, el Monumental, el Arnau, el Hora, el Rondas, el Céntrico, el Argentina, el Barcelona, el Edén, el Alarcón, el Principal Palacio. Algunos geográficamente no pertenecían al Raval, pero estaban en su Escena callejera en el Barrio Chino (1953) Josep Postius Colección particular
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alma. Un público adicto, que a lo mejor había nacido de extranjis en la calle de las Tapias, pero que soñaba morir gloriosamente en San Francisco o en un vagón del Orient Exprés, los llenaba copiosamente. No se podía pedir más por unas monedas que a lo mejor daban incluso para una bolsa de cacahuetes y hasta para tocarle los muslos a una vecinita despistada.»7 Todavía permanecían abiertos algunos establecimientos legendarios que resistían el paso del tiempo. Muchos tuvieron que españolizar su nombre, como el bar Thrink Hall, que se denominó en esta nueva etapa Covadonga; el London Bar, que prefirió ocultar su letrero antes que acatar la orden gubernativa,8 o el Cabaret Hollywood, llamado a partir de entonces Sala de Fiestas Casablanca, todos ellos en la calle del Conde del Asalto. Villa Rosa, el que fuera considerado la catedral del baile flamenco, en el Arc del Teatre, aguantaba el tipo como podía. Y a la Taverna dels Cantaires de la calle de En Robador y a la Bodega Bohemia de la calle de Lancaster, los nidos de arte más veteranos y populares del barrio, les salieron muchos competidores en un revival que no duró mucho. La mayoría de los locales nuevos que aparecieron durante estos años tuvieron en general una vida efímera o poco relevante, a excepción de dos: el bar Pastís, situado en la rambla de Santa Mònica, y el Kentucky, en la calle del Arc del Teatre. Esa industria, que giraba alrededor de la prostitución y había hecho del distrito quinto un barrio único en el mundo, estaba presente y activa como nunca, sobre todo y de manera muy intensa en el área que formaban las calles de Les Tàpies, Sant Oleguer, Sant Ramon, Barberà, un trozo de Sant Pau, En Robador, Sant Josep Oriol, Sant Rafael, Cadena… Burdeles populares con nombres tan sugestivos como El Recreo, El Jardín, La Flecha, La Paloma Blanca, La Sirena, La Cubista…, casas de gomas y de vías urinarias, en cuyos escaparates se exponían gran variedad de preservativos y donde se realizaban toda clase de lavajes y tratamientos con títulos tan expresivos como El Cupido, La Previsión, La Mascota, La Favorita, La Bola de Oro, La Japonesa… Con los meublés no había manera de confundirse: en sus rótulos y en su apariencia exterior lo dejaban claro. Los había para todos los gustos y bolsillos, tantos, que solo en la zona citada había más de veinticinco establecimientos de este tipo; eso sin contar las habitaciones particulares clandestinas o las pensiones o casas de dormir que funcionaban ilegalmente.9 Toda esta actividad prostitucional en el interior del tejido urbano generó muchas quejas vecinales, pero no sirvieron para nada. El Barrio Chino de la posguerra estableció su frontera en la calle del Hospital, una frontera tan hipotética como había sido la calle del Conde del Asalto ya que, históricamente, en la zona norte del distrito quinto existieron importantes núcleos prostitucionales que en muchos casos se habían perpetuado en el tiempo. Alguno, como el de la calle de Els Tallers, se remontaba al siglo xiv y, aunque reducido, nunca Calle del Arc de Cirés (1953) Josep Postius Arxiu Fotogràfic de Barcelona
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dejó de estar en funcionamiento. Otro foco
Al finalizar la posguerra todo seguía igual en el Barrio Chino. Había la misma miseria, y la falta de vivienda provocaba que propietarios o caseros sin escrúpulos aprovecharan la situación hasta límites insospechados.»
importante se extendía por las calles de la Valldonzella, Ramelleres, Verge, Joaquín Costa, Ferlandina, Peu de la Creu…10 Gracias a esta larga tradición, se habían ido instalando en los alrededores de la ronda de Sant Antoni algunos meublés y bares de ambiente prostitucional, convirtiendo esa vía durante la posguerra en el centro de acción de las carreristas. En la calle de Sant Erasme, 19, se hallaba el Nido de Oro, que era de los más distinguidos. No muy lejos, estaban el Rápido y el Radio, el primero situado en el número 24 de la calle del Príncep de Viana y el segundo,
en el número 39 de la calle de Sant Vicenç. El caso del Miami —Verge, 16— era muy ilustrativo. Antes de la guerra era una conocida casa de prostitución que fue posteriormente rehabilitada como meublé. Esto dio lugar a que las pupilas del prostíbulo, que tenían sus clientes habituados a la zona, empezaran a estacionarse en sus alrededores, formando un enclave que duró años. Al finalizar la posguerra todo seguía igual en el Barrio Chino. Había la misma miseria, y la falta de vivienda provocaba que propietarios o caseros sin escrúpulos aprovecharan la situación hasta límites insospechados. Se producían casos espeluznantes. En la calle de Mina, 6, piso primero, hospedería de Rosa López, la policía halló el 27 de junio de 1952 a setenta personas hospedadas en unas condiciones miserables, cuando el establecimiento solo estaba autorizado para ocho.11 En la misma calle y número, pero en los bajos, casa de dormir de Antonia Sans, se encontraron a cuarenta personas y solo tenía facultado alojar a quince.12 La primera fue multada con diez mil pesetas y treinta días de arresto, mientras que a la segunda se la sancionó con cinco mil pesetas. Otros dueños de pensiones o casas de dormir corrieron la misma suerte, como Jacinto Yagüe y Lorenzo Vilagrasa, dueños de La Paloma de Valencia y La Flor, ambas en la calle del Migdia, números 19 y 17, respectivamente.13 La situación iba mucho más allá de las pensiones y casas de dormir. El 16 de abril de 1953, la policía inspeccionaba un inmueble de la calle de Cirés, 1 bis, compuesto por tres pisos, bajos y terraza, que lo habitaban setenta y seis personas. El casero había hecho quitar las puertas de entrada de los tres pisos y convertido cada habitación en un alojamiento, por las cuales cobraba según la dimensión cantidades que oscilaban entre las veinte y noventa y seis pesetas mensuales. No había luz eléctrica en ninguna habitación, tan solo una bombilla por rellano, ni agua corriente y las seis u ocho familias
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que convivían en cada piso solo tenían un retrete a su disposición. Había, además, una familia con sus cuatro hijos hacinados en un hueco de la escalera, una madre con sus dos hijos mayores de edad en el rellano de la portería y una artista de variedades que vivía en la terraza en una barraca que se montó por su cuenta con permiso del mencionado casero, por la cual pagaba cuarenta pesetas mensuales.14 La actividad prostitucional, lejos de menguar, había aumentado, como lo demuestra una denuncia firmada por el párroco de Sant Agustí fechada el 16 de junio de 1953, en la que censuraba: «El aspecto deplorable que presentan las calles por la culpa de las mujeres de mal vivir que libremente corren por ellas ofreciendo sus favores. Esto pasa en la calle del Beato Oriol, como también en las demás calles, En Robador, San Rafael, Espalter, San Ramón, etc., por no decir todas las calles de esta demarcación, cosa a la que debería ponerse coto con urgencia, pues la teoría del mal menor en este punto es imposible de poder aplicar, pues encierra un constante mal ejemplo para los vecinos, y un deplorable efecto a los turistas que habitan en los hoteles cercanos.»15
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