Viendo las elecciones pasar… La imposibilidad de acción en las sociedades democráticas actuales

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El 7 de noviembre de 1968, tan sólo unos meses después del celebérrimo mayo del 68, Beate Klarsfeld hacía su primera aparición pública en la sesión de clausura del congreso nacional que el partido de la Unión Democristiana celebraba en Berlín Occidental. Infiltrada como periodista, antes de que finalizara el congreso, lograba acercarse al entonces canciller de la República Federal Alemana, Kurt Georg Kiesinger, al que daba una bofetada al tiempo que gritaba “Kiesinger nazi, dimite”. Una acción espectacular que sirvió como reclamo para los medios de comunicación, sirvió también para recordar a la sociedad que no podía seguir callando ante la inmunidad de la que estaban gozando antiguos nazis, ocupando ahora puestos de responsabilidad en la administración de la República Federal Alemana. Kiesinger, por ejemplo, había sido miembro del Partido Nacionalsocialista entre 1933 y 1945 y ejercido como número dos de la sección responsable de propaganda del Ministerio de Exteriores de la Alemania nazi. Dos años antes, en 1966, Beate Klarsfeld ya recordaba desde las páginas del diario parisiense Combat, el pasado del canciller y su inadecuación para el cargo, en un artículo que le costaría su puesto en la oficina de la Alianza Franco-Alemana para la Juventud. En esta nueva ocasión, sería condenada a un año de prisión —y posteriormente absuelta— por este acto que anunciaba el relevo de una nueva generación que se rebelaba ante la autoridad familiar y estatal, negándose a perpetuar el silencio en torno a los errores políticos cometidos en el pasado. Se iniciaba así una campaña contra Kiesinger y Adolf von Thadden, cabezas del Partido Nacional Demócrata en las elecciones del siguiente año. Beate Klarsfeld formó un partido de extremaizquierda, a la cabeza del cual recorrió el país, para concienciar a los jóvenes y a

los grupos políticos minoritarios, sobre la importancia del cambio. En otra de sus acciones activistas, el partido que lideraba izó una gran bandera nazi en la plaza principal de Stuttgart en protesta por la apertura de un congreso neo-nazi que allí se celebraba. La lucha iniciada tres años atrás, concluía con la victoria del Partido Social Demócrata, la caída de Kiesinger del poder y la elección de Willy Brandt como nuevo canciller, quien había sido oponente al nazismo y refugiado durante la Segunda Guerra Mundial. El objetivo de Beate Klarsfeld se veía cumplido; su lucha contra los nazis, sin embargo, no había hecho sino comenzar. En 1969, aún se daban unas circunstancias posibles para producir, mediante una acción activista, un cambio en el rumbo de la política. Casi cuarenta años después, si algo caracteriza a las clases sociales acomodadas de cualquiera de los gobiernos democráticos occidentales, es una insatisfacción profunda generalizada y, aún así, se echan de menos conductas que produzcan tal “golpe” de efecto. La ciudadanía se muestra inconforme ante los movimientos de unos políticos a los que, sin embargo, revalida con su voto. Tan sólo unos días antes de escribir este artículo y tras haber sido derrotado en los comicios celebrados dos años atrás, Silvio Berlusconi volvía a convertirse en Primer Ministro de la República Italiana, gracias a una mayoría absoluta en las dos cámaras legislativas, tras unas elecciones celebradas anticipadamente ante las crisis internas del gobierno de su adversario, Romano Prodi. Más insólita aún, fue la reelección de George W. Bush, que en 2004, a pesar del 11-S, de la guerra de Afganistán, de la invasión ilegal de Irak, de las torturas en Abu Ghraib, del déficit público estadounidense y del apoyo constante a los ataques contra palestinos, chechenos o kurdos —siempre

en pro de la guerra contra el terrorismo, eso sí—, se aseguraba cuatro años más de mandato. Los ciudadanos parecen haber quedado relegados a una posición estática de espectadores que sólo son invitados cada cuatro o cinco años —en función de la legislación constitucional de cada estado-, a participar del simulacro de normalidad e interacción democrática que son las elecciones. Durante la jornada electoral, el ciudadano asiste al colegio electoral que le han asignado— y que le recuerdan reiteradamente durante los meses precedentes mediante el envío de numerosas comunicaciones postales—, se involucra por unos instantes en el espectáculo de la democracia y después es abandonado a su suerte hasta la siguiente ocasión. “Uno aparca fuera, hace cola estando dentro y es completamente abandonado al salir”, decía Jean Baudrillard en La precesión de los simulacros, donde el protagonista de esta infinita soledad era el visitante de Disneylandia, quien era acogido en el interior del parque por el calor que desprenden las masas y por el reflejo de la América real que simula el recinto a través de sus cientos de representaciones en miniatura —que hacen prácticamente imposible la concentración sobre un solo objeto. El mismo sujeto era inmediatamente desahuciado al salir de este espacio protegido, momento en el que toda la atención se concentraba sobre un único elemento: su coche, que le hacía consciente de la mediocridad y la inmundicia del mundo que existe fuera del complejo temático. “No, nunca; yo siempre me he sentido orgulloso de mi papel en la ceremonia electoral”, era una de las posibles respuestas que nos ofrecía el cuestionario de Domingo Mestre en su Plan de Fomento de la Higiene Democrática y la Pulcritud Electoral, presentado en InterAcciones Electorales, a la pregunta ¿alguna vez ha sentido usted asco


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