22
El 7 de noviembre de 1968, tan sólo unos meses después del celebérrimo mayo del 68, Beate Klarsfeld hacía su primera aparición pública en la sesión de clausura del congreso nacional que el partido de la Unión Democristiana celebraba en Berlín Occidental. Infiltrada como periodista, antes de que finalizara el congreso, lograba acercarse al entonces canciller de la República Federal Alemana, Kurt Georg Kiesinger, al que daba una bofetada al tiempo que gritaba “Kiesinger nazi, dimite”. Una acción espectacular que sirvió como reclamo para los medios de comunicación, sirvió también para recordar a la sociedad que no podía seguir callando ante la inmunidad de la que estaban gozando antiguos nazis, ocupando ahora puestos de responsabilidad en la administración de la República Federal Alemana. Kiesinger, por ejemplo, había sido miembro del Partido Nacionalsocialista entre 1933 y 1945 y ejercido como número dos de la sección responsable de propaganda del Ministerio de Exteriores de la Alemania nazi. Dos años antes, en 1966, Beate Klarsfeld ya recordaba desde las páginas del diario parisiense Combat, el pasado del canciller y su inadecuación para el cargo, en un artículo que le costaría su puesto en la oficina de la Alianza Franco-Alemana para la Juventud. En esta nueva ocasión, sería condenada a un año de prisión —y posteriormente absuelta— por este acto que anunciaba el relevo de una nueva generación que se rebelaba ante la autoridad familiar y estatal, negándose a perpetuar el silencio en torno a los errores políticos cometidos en el pasado. Se iniciaba así una campaña contra Kiesinger y Adolf von Thadden, cabezas del Partido Nacional Demócrata en las elecciones del siguiente año. Beate Klarsfeld formó un partido de extremaizquierda, a la cabeza del cual recorrió el país, para concienciar a los jóvenes y a
los grupos políticos minoritarios, sobre la importancia del cambio. En otra de sus acciones activistas, el partido que lideraba izó una gran bandera nazi en la plaza principal de Stuttgart en protesta por la apertura de un congreso neo-nazi que allí se celebraba. La lucha iniciada tres años atrás, concluía con la victoria del Partido Social Demócrata, la caída de Kiesinger del poder y la elección de Willy Brandt como nuevo canciller, quien había sido oponente al nazismo y refugiado durante la Segunda Guerra Mundial. El objetivo de Beate Klarsfeld se veía cumplido; su lucha contra los nazis, sin embargo, no había hecho sino comenzar. En 1969, aún se daban unas circunstancias posibles para producir, mediante una acción activista, un cambio en el rumbo de la política. Casi cuarenta años después, si algo caracteriza a las clases sociales acomodadas de cualquiera de los gobiernos democráticos occidentales, es una insatisfacción profunda generalizada y, aún así, se echan de menos conductas que produzcan tal “golpe” de efecto. La ciudadanía se muestra inconforme ante los movimientos de unos políticos a los que, sin embargo, revalida con su voto. Tan sólo unos días antes de escribir este artículo y tras haber sido derrotado en los comicios celebrados dos años atrás, Silvio Berlusconi volvía a convertirse en Primer Ministro de la República Italiana, gracias a una mayoría absoluta en las dos cámaras legislativas, tras unas elecciones celebradas anticipadamente ante las crisis internas del gobierno de su adversario, Romano Prodi. Más insólita aún, fue la reelección de George W. Bush, que en 2004, a pesar del 11-S, de la guerra de Afganistán, de la invasión ilegal de Irak, de las torturas en Abu Ghraib, del déficit público estadounidense y del apoyo constante a los ataques contra palestinos, chechenos o kurdos —siempre
en pro de la guerra contra el terrorismo, eso sí—, se aseguraba cuatro años más de mandato. Los ciudadanos parecen haber quedado relegados a una posición estática de espectadores que sólo son invitados cada cuatro o cinco años —en función de la legislación constitucional de cada estado-, a participar del simulacro de normalidad e interacción democrática que son las elecciones. Durante la jornada electoral, el ciudadano asiste al colegio electoral que le han asignado— y que le recuerdan reiteradamente durante los meses precedentes mediante el envío de numerosas comunicaciones postales—, se involucra por unos instantes en el espectáculo de la democracia y después es abandonado a su suerte hasta la siguiente ocasión. “Uno aparca fuera, hace cola estando dentro y es completamente abandonado al salir”, decía Jean Baudrillard en La precesión de los simulacros, donde el protagonista de esta infinita soledad era el visitante de Disneylandia, quien era acogido en el interior del parque por el calor que desprenden las masas y por el reflejo de la América real que simula el recinto a través de sus cientos de representaciones en miniatura —que hacen prácticamente imposible la concentración sobre un solo objeto. El mismo sujeto era inmediatamente desahuciado al salir de este espacio protegido, momento en el que toda la atención se concentraba sobre un único elemento: su coche, que le hacía consciente de la mediocridad y la inmundicia del mundo que existe fuera del complejo temático. “No, nunca; yo siempre me he sentido orgulloso de mi papel en la ceremonia electoral”, era una de las posibles respuestas que nos ofrecía el cuestionario de Domingo Mestre en su Plan de Fomento de la Higiene Democrática y la Pulcritud Electoral, presentado en InterAcciones Electorales, a la pregunta ¿alguna vez ha sentido usted asco
23
o vergüenza en el momento de introducir su voto en la urna? Mediante el uso, no exento de ironía, de una de las principales herramientas de medición —y orientación— de la opinión pública de las masas, nos enfrentaba directamente contra aquello que, seguramente, preferiríamos haber seguido acallando. Entonces, ¿quiere decir esto que somos capaces de autoengañarnos arrastrándonos a votar para sentir así que formamos parte del sistema y, sin embargo, no lo somos para alzar la voz contra aquello que nos oprime? Somos conscientes, en mi opinión, de la represión que suponen o han supuesto algunos sistemas de gobierno, incluso aquellos que parecían traer consigo la supresión de las clases sociales y la extinción del trabajo alienante y; a pesar de esto —o quizá, por ello—, hemos perdido la fe en los grandes discursos dominantes. Asistimos, con todo, a una inanición generalizada que parece haber agotado toda forma de contestación ante los mecanismos de autoridad hegemónicos. Y es que existen muchos elementos de control social ejercidos también por los gobiernos aparentemente liberales: la instauración de un presente perpetuo en la sociedad y la consiguiente supresión de visión histórica que conlleva; el fomento de un individualismo feroz que basa todos los sistemas de supervivencia en la competitividad extrema; la construcción, a través de los medios de comunicación, de una hiperrealidad más real que la realidad misma; etc. Pero si uno de estos mecanismos destaca sobre el resto, de manera más latente desde la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, es, sin lugar a dudas, el discurso de la seguridad necesaria fundado a partir de la constante amenaza del terrorismo; es decir, a partir del miedo. El miedo se ha consolidado como herramienta necesaria para el mantenimiento del orden, pues perturba y paraliza. El miedo, que otrora se encontraba contenido
en algunos espacios determinados donde era ejercido directamente el poder soberano, se desplaza ahora, a lo largo de todo el cuerpo social sin necesidad de un espacio físico concreto para su materialización, en gran medida, gracias a la labor de los medios de comunicación de masas en la sociedad globalizada de la información. Apropiado por unos y otros, el miedo, sin embargo, no está sino en nosotros mismos: miedo a cuestionarnos los roles que nos son dados; a lo desconocido, lo diferente, en definitiva, al otro; al giro intempestivo, al cambio, a lo trasgresor; a no conformarse con la dirección de pensamiento dominante, a quedarse en lo transversal; a ser uno mismo con todo aquello que nos conforma, lo bueno —entendido como lo públicamente aceptado— y lo menos bueno; a salir del hogar, de la patria, del territorio acotado como seguro; a que sepan más que tú… Sea cual sea la lista —que cada cual complete la suya—, somos responsables de haber puesto a disposición pública una emoción que nos pertenece y que algunos tiranos han sabido aprovechar. Nos pertenece. No deberíamos olvidar este matiz. Y del mismo modo que nos pertenece el miedo, nuestra inamovilidad también forma parte de nuestro pequeño burgués listado de propiedades. No podemos —y sobre todo, no deberíamos— seguir dilatando esa sensación de pesadumbre que las generaciones que nos anteceden se empeñan en recordarnos —e ¿imponernos? Ese sería, sin duda, el posicionamiento más fácil pues nos permite retrasar la edad adulta, escudándonos siempre en la responsabilidad del otro, evitando así la asunción de las responsabilidades que nos corresponden. En 1968, Beate Krarsfeld no se conformó con los discursos que le habían transmitido la universidad, la familia y el Estado. Mi pregunta es, ¿seguirán contentándose los protagonistas de la práctica artística y la teoría contemporánea con aquello que nos han venido contando los “expertos” de la
práctica artística y la teoría contemporánea así como los ciudadanos se conforman con aquello que les transmiten los “expertos” políticos? No hace falta señalar —y por eso no lo he hecho a lo largo de este artículo— que los ciudadanos no creen a los políticos y, por extensión, ni los discípulos a sus maestros. Simplemente participan del simulacro los unos y los otros, impulsados por el motor del miedo. Reformulemos la pregunta entonces, ¿seremos capaces de actuar para crear otra realidad alternativa a la del establishment político, social, cultural, artístico, científico, moral…, establecido? Quizá sí, o no. Sólo una cosa es segura: no lo conseguiremos si no logramos desprendernos del miedo. (…) influir sobre una persona es transmitirle nuestra propia alma. No piensa ya con sus pensamientos naturales ni se consume con sus pasiones naturales. Sus virtudes no son reales para ella. Sus pecados, si es que hay algo semejante a pecados, son prestados. Se convierte en eco de una música ajena, en actor de una obra que no fue escrita para ella. (…) Lo malo es que las gentes están asustadas de sí mismas hoy día. Han olvidado el más elevado de todos los deberes: el deber para consigo mismo. (…) El valor nos ha abandonado. Quizá no lo tuvimos nunca, en realidad. El terror de la sociedad, que es la base de la moral; el terror de Dios, que es el secreto de la religión… Éstas son las dos cosas que nos gobiernan. Y, sin embargo… Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray