La venganza de las chachas

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LA VENGANZA DE LAS CHACHAS GABRIEL SANTANDER



LA VENGANZA DE LAS CHACHAS GABRIEL SANTANDER

• Premio Casa de las Américas 2011. Novela


Título: La venganza de las chachas 1a edición, Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2011 1a edición en México, Mafia Rosa Ediciones, 2015 D.R. © Gabriel Santander D.R. © Mafia Rosa Ediciones ISBN: 978-607-00-8775-2 Editor responsable: Víctor Jaramillo Diseño: Benito López Martínez Fotografía de portada: Dulce Pinzón, de la serie: La verdadera historia de los superhéroes Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, archivada o transmitida, en cualquier sistema —electrónico, mecánico, de fotorreproducción, de almacenamiento en memoria o cualquier otro—, sin hacerse acreedor a las sanciones establecidas en las leyes, salvo con el permiso expreso del titular del copyright. Las características tipográficas, de composición, diseño, formato, corrección son propiedad del editor. Impreso en México


Cristóbal Colón descubrió América, yo descubrí la infancia. Víctor Hugo

Todo poeta busca una manera de vengarse del mundo. Leopoldo María Panero

¿Quién fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio corazón? Antonio Gamoneda



A Víctor y Juan Carlos, inconfundibles; a Noemí, amiga; a Néstor, asombro de mi vida. A mi madre, origen de todo.



¿

I

En qué puñetero momento quitaron la pimienta de las mesas? Solo quedó el salero y nadie en el mundo volvió a preguntar por la pimienta. Fue cuando comenzó a irse todo a la mierda. En vez de especias ahora tenemos una cagada de pájaro sobre el mantel. Estas digresiones sobre la decadencia de Occidente e Irapuato eran dichas en voz alta por Chanel Número 5. Ahora, después de que Chusa la escuchara, había un motivo para conocerse. Las dos veían girar la centrífuga llevándose, alegóricamente, las manchas de sus vidas. A la lavandería Spin, ambas, forasteras, afincadas por el azar y la truculencia en Irapuato, acudían regularmente a lo que por derecho propio llamaron «operación lavado». Un día, cuando más allá de la pimienta, era irreprochable que entre ellas había algo que comunicar, Chusa vio que en la gran lavadora SpeedQueen que había tomado Chanel Número 5, solo giraban calcetines. Parecían en mal estado, con su elástico aniquilado y, en su mayor parte, de rombos rojos e imágenes calcadas de los muros de un kínder público. Chanel tenía la mirada clavada en las figuras que viraban. Chusa Polanco, buscándo hacerle plática a su compañera de lavado, optó por el tema del resorte. —Los calcetines ya no los hacen como antes. —Si me ve absorta, no es en los calcetines sino en mi vida. A mí lo único que me preocupa es el sabor de mala leche que ha dejado la humanidad en mi sentido del gusto. No se crea, ando dramática. —Debí de suponerlo; no la culpo, esta ciudad es tan aburrida. —Mi nombre es Chanel Número 5 Molina. —Y el mío, Chusa Polanco y me dicen Chusa, sin el Polanco. —Sería un descaro no comentarte algo sobre mi nombre. —De usted depende, ¿Chanel? —No me quedó de otra. Mis padres eran algo pretenciosos y encontraron una excelente forma de arrollar una existencia poniéndome de nombre Chanel Número 5. Al poco rato conversaban como si tuvieran una cita labrada en los renglones de la Biblia. —Mis padres murieron hace algunos años en un accidente de aviación. Venían de Brasilia y se montaron con todo y vida en una turbina en mal estado. No creas que no me dolió, por esos días tenía mucha

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tarea, mis tíos insistieron tanto en que no me preocupara, que alguien se haría cargo de mí y que con el dinero del banco a mi nombre “tenía asegurado mi futuro”; de acuerdo, la urna con forma de alcatraz, un buen epitafio y a otra cosa. Entonces estaba por cumplir dieciocho años. Un par de años después, en un torneo de voleibol, conocí a mi actual marido —relataba Chanel mientras vaciaba Tide en el compartimiento del detergente—. Al principio creí que su estupidez era consecuencia de los infomerciales y demasiadas mañanas con Odisea Burbujas. Al poco pude confirmarlo, pero a diferencia de tantos, parecía bien intencionado. Me conquistó cuando quedé convencida de que no estaba interesado en la pequeña fortuna de la familia, y como se estaba quedando pelón, me dio buena espina. El capital alcanzaba para sustentar un matrimonio sin necesidad de trabajar ninguno de los dos, al menos por un buen tiempo. Pero él quería trabajar y mudarse a Irapuato en busca de un negocio propio. —¿De manera que, como yo, no tienes nada que te ligue a esta caldera del diablo? —Ismael Berruecos es el nombre del sujeto. Todo pintaba próspero y mar de miel y aunque no era la meta de mi vida, después de tantos bandazos buscaba alguna estabilidad, edulcorada con el fingimiento y la cortedad como visión. El segundo marido con que me encontré era engañoso. ¿Cómo descubrí que, además de tener la cabeza entre las nalgas, era marrullero? Si se me hubiese informado a tiempo mis providencias habría sabido elegir. Esposo de la hermana de mi anterior marido, antes de que terminaran de divorciarse yo ya estaba divorciada. Y luego se me fue metiendo hasta pasar de concuño a marido, siempre arrepentida pues antes, sin pena, le llamaba, voz en cuello, el concuño idiota. Pero, ¿cómo empezó su hasta entonces inconstante pero maleante proceder? No quiero decir que me mosqueo a la primera, nada de eso, por el contrario, soy de las que sostienen palmeras y mascan chicle apenas anuncia ciclones, devaluaciones y holocaustos Radio Irapuato. Debido al contexto hablaré de la palabrita chocante: complot, era víctima de un complot; casada, sin hijos ni plantas que regar, espaciadamente cogida y en un suburbio de los Estados Unidos del Bajío. Sin querer, frente al maridete, se me sale una tarde en la que dábamos vueltas por el mall de Cibeles: «solo quiero divertirme». Lo cual fue mi password al inframundo. «Ah, sí...», aportó el maquiavélico esposo, y sin avisar sacó un encendedor muy mono para prender el Lucky Strike y de paso, dice él que en un descuido, quemarme la peluca rojiza que él, antes, tanto me

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chuleaba. Estábamos frente a la heladería Baskin Robbins y el heladero chismoso sacó una cubeta de elastómero verde bilis y apagó la combustible cabellera. «Disculpa, disculpa, fue el fogonazo, qué cosa —risa que risa—, gajes del fumar, si te cuidaras un poco más... ahora, que si te quieres divertir...». Pensé que lo más razonable era seguirle la risa y no darle importancia a ese atentado fraguado entre la bisutería sentimental y la crueldad de los pelones. —¿Pasó el tiempo que se desperdicia haciéndose uno de la vista gorda? —No lo quise admitir, quise pensar que todo era una invención mía. Lo de Amway en un principio me pareció razonable... —¿Tu marido es agente de Amway? —En teoría. Nunca reparé que el pollino necesitaba someterse a una secta para más o menos articular una que otra idea. La lavadora de Chusa cumplió su ciclo e interrumpió la conversación.

II Cuando Chusa llegó, Chanel Número 5 ya había cargado la lavadora, retomó la plática en el mismo punto que la había dejado. —Pero en fin, una culpa cargaba. Aquí en Irapuato, en nuestra casa de Strawberry Fields, decidió ponerse a trabajar. No pudo ocurrírsele nada mejor que convertirse en agente de Amway. Me sacó de la jugada sin preguntarme. Además, me prohibió fumar. ¿Hasta aquí está claro?... —Sí, nunca se sabe en qué momento saltan los conejos de tu vida. —Matrimoniada by old fashion way, mi único lujo, entendamos por esto vicio, era el cigarrillo. Claro, procuraba que el esposo no encontrara una cueva de león cada vez que abriera la boca, por eso no escatimaba en la higiene bucal. Un día el maridete me soltó un besito muy hipócrita, luego mascó un parlamento: «lavarse la boca tres veces al día es algo que los demás agradecen». »Caí de bruces, cayó en ese momento mi matrimonio de bruces y, por cierto, ni cuenta me di. Nunca le había importado mi aliento, tampoco era tan malo, y, no obstante, desde ese momento comenzó la cantaleta que tres días después terminó con la afirmación de que se

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había casado con una adicta, acompañada de un anexo que, para no prolongarlo, no era otra cosa que, además de huevona y cínica, maloliente. »A diario, mi pobre casa era tomada por los vecinos cuyas actividades inciertas no interferían con el hábito de husmear. Y lo más importante: mi marido iba transformándose a grandes zancadas. —Pero veo que volviste al cigarro con muchas ganas —intervino Chusa. —Hombre —apresuró Chanel la bocanada—. No siempre fue así, a él nunca le había interesado si fumaba o no; los vecinos se encargaron de convencerlo que lo que fumaba y la que fumaba eran nocivos. Y al enemigo lo tenía en casa. Todos los días de la semana se plantaban en la sala, de las cuatro de la tarde a pasadas las diez de la noche, hasta que llegaron a cubrir el día entero. No había forma de desentenderme pues mi marido llegó a la conclusión de que si yo misma servía el café y pasaba galletitas, magdalenas y clarisas el ambiente sería más familiar y positivo. —¿Qué es lo que vendían, chucherías de Amway? —Desde lavandas para la servidumbre hasta aparatos inservibles para formar el abdomen, pasando por café descafeinado, peluches con chip musical, chocolatines de tequila y todo tipo de desmanchadores. No era gran cosa lo que obtenían; decidí comentarle a mi marido bajo razonable convencimiento: «probemos otra cosa, además no tenemos necesidad de trabajar». Demasiado tarde. Él ya solo veía un compromiso moral, así dijo, con sus colegas de Amway. Por ese tiempo resultó positiva mi prueba de embarazo. No encontraba cómo decirle; desconocía cómo lo iba a tomar. Un día, en el desayunador californiano, ascéptico como hospital, aunque amarillo, con cortinillas de perfectos cuadritos esparciendo hortera coquetería e insolente optimismo, bueno, en ese entorno, comiendo waffles integrales acompañados de un descafeinado Amway, le confirmé por las que andaba mi matriz. »Sus ojos brillaron de alegría, los míos eran relámpagos de miel y arrumacos. Otra vez tenía a mi marido, idiota, pero mío. Si es niño, tal, y si es niña, tal, esas mamadas que saben a gloria cuando reencuentras a tu pareja. El gusto me duró una semana. Los de Amway comenzaron a tratarme con sospechosa deferencia. Me llevaban cojines cuando me sentaba, no dejaban que me agachara, «oigan, pero si tengo un mes de embarazo». Una cacatúa de la misma acera, mofletuda y con ojos azules tan inexpresivos como carroñeros, hizo un comentario que me abrió los ojos: «cuidemos al bebé como si fuera nuestro». Desperté. Estaba

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cada vez peor, o como dicen aquí, más peor; a punto de ahogarme en la angustia cuando así, sin esperármela, mi marido, untado de colonia y reacomodando las almohadas, de repente, me da la cogida de mi vida. —¿Con todo y manifestación canina? —No hay otra forma. Fue en el cigarrito poscoito (que me dejó fumar sin peros), en los besitos asexuados pero contentos, cuando comenté: «me gustaría que estuviéramos más solos y dedicarnos a nuestro bebe». —Todo esplendor es sospechoso, ya brindaba el diablo en un coctel de Navidad. —Así es, Chusa. Me encanta como te arreglas el cabello. —Apenas me alacio. ¿Qué más? —Son sus palabras: «Mi amor, ese bebé nos necesita tanto a ti y a mí como a la demás gente que lo quiere, aquí va a tener una familia, una gran familia sin malicia, una familia muy bonita». —¡Qué horror! —¡Duplico el horror! Terminó la orden de lavado, ordenaron sus prendas y se despidieron.

III Al tercer día, porque comenzó sucediendo cada tercer día, Chusa y Chanel con sus canastas plastificadas, llegaron a la cinco de la tarde a la lavandería Spin, la única de Irapuato donde dejaban fumar y donde, como era habitual, permanecerían algunas horas. —Me quedé pensando... —Lo de la cama —la interrumpió a mansalva Chanel. —Una cogida así es incierta y más viniendo de Ismael Berruecos. Para calmar los ánimos quiso repetir su hazaña que parecía comenzar escandalosa; de repente noté que repetía sin ningún motivo «nadan los peces, nadan los peces», y como que se iban sus ojos de paseo fijándose en los entrepaños del ropero. Francamente no me gustó y él, mar de desagrado, me pasó de inmediato la factura, con el IVA emocionalmente añadido, «es que estás rara, como ausente». Cómo no iba a estarlo si en su mente él andaba por toda China comunista vendiendo Amway y yo ahí, padeciendo los chiflones de aire entrando y saliendo de mi coño

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depilado pero chambeador. Andaba despistada, capeada con huevo de tontuela; ocurrió que los de Amway llegaron hasta el lecho nupcial. A mi marido le dieron a leer un tratado de Dianética mal editado y peor redactado que decía algo así como convenza con la fuerza del amor, con un apartado dedicado al arte de introducir oraciones y ganchos mentales entre suspiros, caricias y jadeos como «nadan los peces» seguidos de un «¡Hostias marrana, mañana estarás como sedita!». Hasta entonces entendí tanta cantaleta indescifrable que a nivel inconsciente seguro abriría horrendos boquetes. Se metía a cagar con el librito bajo el brazo. Un día lo olvidó sobre la tapa del váter y descubrí hasta qué punto estaba enajenado. El baño, dicho sea de paso, era un templo de productos Amway, lo cual, fuera de contexto, no está mal, pero en la cueva de Strawberry Fields bordaba una admonición. Otro día lo descubrí masturbándose viendo su caca. Too much for me. Entonces le comenté mientras me barnizaba las uñas: «quiero saber, ¿vamos a terminar contemplando el Cañón del Sumidero echándonos de pedos? Francamente no te entiendo». Bajando la guardia me aseguró que él me quería y que todo era transitorio y que ellos (los de Amway) lo presionaban mucho queriéndolo convencer de que el sexo era escatológico e improductivo, claro, como la caca, dije yo, y bueno, mujer latina echada a perder desde antes de ser parida, le di otra inmerecida oportunidad. Antes de que pasemos nuestra ropa limpia, que antes de lavada ya está limpia, a la centrífuga secadora, trataré de abreviar que no estaba sola, o así quise pensarlo en el momento. Otra de las vecinas de Amway, una que vivía por la Avenida Siempreviva, parecía decente, no daba la impresión de estar llamada por la voz de la secta, sino que aparentemente asistía a las reuniones para distraerse y comprar alguna cosilla que en estólido suspiro nos reconforta, por ejemplo, un quitamanchas. Llevaba el cervantino nombre de Teresa Cascajo e inspiraba confianza. Un día que servía refrescos y café —pues por más atenciones y mamadas, bien que me ponían a darle— me dijo al oído: «ese niño es tuyo y solo tuyo». Bueno, pensé, al menos a una persona le funciona la cabeza. —Temo que te traicionó —interrumpió Chusa. —Eso no es lo importante, pues nunca confié de tal forma como para padecer una infidelidad. Solamente me inspiraba confianza. Antes de irse me dejó, sobre el menú del restaurante de tacos árabes adherido a la puerta del refrigerador, un mensaje que decía: llámeme al 34 29... no recuerdo..., en fin, llamé cuando Ismael se duchaba y efectivamente

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La venganza de las chachas es la historia de una familia compuesta por dos mujeres estrambóticas y un niño inadaptado y acaso genial cuyo sueño es alcanzar el triunfo como escritor de musicales en un país arrasado por la globalización llamado los Estados Unidos del Bajío. El jurado que le otorgó en 2011 el premio Casa de las Américas a esta novela consideró que es una «narración desmesurada, desbordante y gozosamente eximida de las reglas de lo correcto, de la contención o de las proporciones. Presenta un mundo carnavalesco y expresionista que se deja iluminar por un lenguaje brillante [y] propone una hibridez en el plano del territorio y del lenguaje, dando cuenta de una condición contemporánea, a la vez que utiliza un humor feroz que revela y potencia las acciones».

PREMIO CASA DE LAS AMÉRICAS 2011


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