Ernesto Umberto Saba
Traducci贸n Guillermo Fern谩ndez
Ernesto
Colección THÉLEMA
Ernesto Umberto Saba
Traducci贸n Guillermo Fern谩ndez
Diseño de la colección: Formación: Fotografía de portada:
Benito López Martínez Ricardo Castillo Triángulo de la serie Tipos (2005), Sebastián Freire (www.sebastianfreire.com.ar)
Ernesto/ Umberto Saba Primera edición: agosto de 2007 D.R. © 2007, Guillermo Fernández, de la traducción del italiano D.R. © 2007, Quimera ediciones: Versalles 65, mezanine, Juárez, 06600, Cuauhtémoc, México. Tel.: 10 54 32 14 quimera@anodis.com ISBN: 978-970-95563-2-2 Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler, el almacenamiento o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa por escrito de los titulares de los derechos reservados. Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico
Primer episodio
Me gustaría, ahora que soy viejo, pintar, con tranquila inocencia, el mundo maravilloso De El blanco Señor inmaculado, en Recuerdos-Relatos —¿Qué tiene? ¿Está cansado? —No. Estoy enojado. —¿Con quién? —Con el patrón. Con ese usurero. Un florín y medio por cargar y descargar dos carros. —Usted tiene razón. Este diálogo (que refiero en dialecto, como los siguientes; un dialecto algo suavizado y con una ortografía italianizada en lo posible, con la esperanza de que el lector –si este relato llega a tener un lector– pueda traducirlo por sí mismo) tenía lugar en Trieste, en los últimos años del siglo XIX. Los interlocutores eran un hombre –un jornalero a destajo– y un muchacho. El hombre estaba sentado en un montón de costales de harina, en una bodega de la calle... Tenía en la cabeza un gran pañuelo rojo, que caía sobre sus hombros (para proteger el cuello de la frotación de los costales). Era un hombre joven, aunque parecía –cosa que notaba Ernesto– un poco cansado; su aspecto tenía algo de gitano, pero muy tenue y domesticado. Ernesto era un muchacho de dieciséis años, practicante de comercio en una empresa que compraba harina a los grandes molinos de Hungría, para revenderla a los panaderos de la ciudad. Sus cabellos eran castaños, rizados y ligeros; sus ojos eran de color avellana (como los de ciertos perros de aguas); caminaba un poco descoyuntado,
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con la gracia de la adolescencia que se cree carente de gracia y le teme al ridículo. En ese momento estaba en pie, apoyado en la puerta abierta de la bodega, esperando el regreso del carro, que no debía tardar, con la última carga de la jornada. Ernesto lo miraba, como si lo viera por primera vez, aunque, por necesidades del trabajo y un poco también por simpatía, lo conociera y le hablara desde meses atrás. El hombre tenía la cabeza entre las manos, en actitud –pensaba Ernesto– de cansancio; o –como él decía– de enojo. —Usted tiene razón –repitió Ernesto–, el patrón es un usurero; yo también lo odio. Pero, mirándolo bien, parecía improbable que él pudiera odiar realmente a alguien. —Y cuando me manda a la plaza a llamar a un hombre, y me dice cuánto se le va a pagar, me siento muy mal. Lo llamo siempre a usted, pero me da vergüenza ofrecerle tan poco. Es el trabajo que menos me gusta hacer. El hombre dejó su actitud pensativa y miró con ternura a Ernesto. —Sé –dijo– que usted es bueno. Cuando usted sea patrón, cosa que le deseo, no va a tratar a la gente que trabaje para usted como me trata su patrón actual. Un florín y medio por tres carros –prosiguió– y sólo dos hombres. Ese ladrón lo consigue pagando muy poco: no sabe lo que es romperse el lomo, sobre todo ahora que comienza el calor. Hasta dos florines por hombre sería muy poco. Si usted no estuviera aquí, que me cae muy bien, sólo pensaría en la hora de descargar el carro, para terminar la jornada y poder acostarme en mi cama. Era un día de primavera ya avanzada y la calle estaba llena de sol. Pero, dentro de la bodega, estaba fresco, con una frescura húmeda, olorosa a harina. —¿Por qué no se sienta? –dijo el hombre después de un breve silencio–. Acomódese aquí –y señaló un lugar muy cerca del suyo–. Si tiene miedo de ensuciarse, le pongo mi saco debajo. Y se dispuso a hacerlo, porque, a la espera del carro, estaba ya en mangas de camisa. —No es necesario –respondió Ernesto–. La harina no ensucia;
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basta con sacudírsela y luego no se ve nada. Además, no me importa que se vea o no. Impidió que el hombre extendiera su saco, y se sentó junto a él, sonriendo. El hombre también sonrió. Ya no parecía cansado ni enojado. —Después –dijo–, si me lo permite, yo lo limpio. Estuvieron un rato en silencio, mirándose. —Usted es buen muchacho –repitió el hombre–, y también hermoso. Es tan hermoso que da gusto mirarlo. —¿Hermoso yo? –dijo Ernesto, lleno de risa–. Nadie me lo había dicho nunca. —¿Ni siquiera su mamá? —Mucho menos ella. No recuerdo que jamás me haya dado un beso o que me haya acariciado. Ella siempre decía, y sigue diciendo, que no es bueno mimar a los niños. —¿Y le hubiera gustado que lo besara su mamá? —Sí, cuando era niño. Ahora ya no me importa. Pero querría que, por lo menos, me dirigiera una palabra amable. —¿No se la dice nunca? —No, nunca –respondió Ernesto–, o muy raras veces. —¡Qué lástima –dijo el hombre– que yo sea tan pobre y tan mal vestido! —¿Por qué? –preguntó Ernesto. —Porque, de no ser así, me gustaría mucho ser amigo suyo y poder salir a pasear juntos los domingos. —No soy rico –dijo Ernesto–. ¿Sabe lo que gano? —No, pero sus padres deben de ser ricos... ¿Cuánto gana usted? —Treinta coronas al mes. Y debo darle veinte a mi mamá. Es cierto que ella me viste, pero a mí me queda muy poco. Ernesto usaba trajes ya hechos, cosa que no decía de buen grado, y le hubiera gustado vestir bien, como lo hacían, tiempo atrás, ciertos compañeros suyos de la escuela. —Pero, mientras tanto, usted practica. —No me agrada ser empleado –respondió Ernesto–; me gustaría hacer otras cosas.
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Así como hay dos tipos de viajeros, hay dos tipos de lectores: los que
gustan de transitar siempre por territorios conocidos o reconocibles y los que se atreven a aventurarse en el descubrimiento de “Otras voces, otros ámbitos”, como decía Capote. Estos últimos prefieren ser sorprendidos por los autores que leen. Y a éstos, la lectura de Ernesto les depara varias sorpresas: el estilo de su autor, Umberto Saba, es ágil y conciso: ninguna palabra está de más, ninguna de menos: no en balde Saba es conocido principalmente por su producción poética: profeta en su tierra, poeta en su tierra, Saba acumuló logros y reconocimientos a lo largo de su fructífera carrera. Pero no nada más en el terreno estilístico nos ofrece sorpresas Ernesto: escrita en 1953, varios años antes de los movimientos de liberación gay y de que el mismo término “gay” fuera acuñado, la novela presenta de manera insólitamente natural la apasionada relación de dos hombres, una relación que rompe barreras de clase, de edad y algunos tabús. No sólo eso: el lenguaje en el que se expresan los protagonistas es directo, audaz, con no pocas obscenidades. Revelar más aspectos de la trama sería injusto para el lector ávido de novedad y de proyectos literarios refrescantes como pocos: que empiece, pues, la lectura. Luis Zapata Ernesto no es un libro consolatorio. Rechaza ese ambiguo privilegio. No es una educación sentimental, como la entendemos de Flaubert en adelante. En Saba existe más bien el sentimiento de la educación y de su libertad, sin traumas ni complejos, al igual que una hoja que se amplía o estrecha en el aire, con nervaduras sencillas o irregulares; pero siempre hoja, verde y próxima a acoger junto a ella la plenitud de la flor y luego del fruto. En el amor de Ernesto Umberto Saba relata el nacimiento de todos los amores; todos son fenómenos naturales: el terremoto de la adolescencia, el confluir de un agua paralela en el mismo río, el curso de éste hacia el delta y, en fin, la unión con el mar, entre tantas corrientes y peces libres. Sergio Miniussi
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