Espejos de bolsillo. Aforismos selectos de Oscar Wilde
Espejos de bolsillo. Aforismos selectos
Colección Quaderna 1
Oscar Wilde (Dublín, Irlanda, 1854-París, Francia, 1900) fue uno de los dramaturgos más reconocidos de su época. Escribió, entre otras obras, La importancia de llamarse Ernesto, El abanico de Lady Windermere, Salomé (de próxima aparición en este sello editorial) y Un esposo ideal. También escribió poesía (La esfinge y La balada de la cárcel de Reading, esta última también de próxima aparición) y novelas (El retrato de Dorian Grey y Téleny), además de cuentos para niños (El príncipe feliz y otros cuentos). Sus restos descansan en el cementerio parisino de Père Lachaise.
Espejos de bolsillo. Aforismos selectos de Oscar Wilde Hern谩n Bravo Varela Selecci贸n, traducci贸n y pr贸logo
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Benito López Martínez Víctor Espíndola Villegas
Distribución mundial Espejos de bolsillo. Aforismos selectos/ Oscar Wilde Primera edición: febrero de 2010 D.R. © 2010, Hernán Bravo Varela, de la selección, traducción y prólogo D.R. © 2010, de la edición en español para todo el mundo: Sergio José Rodríguez Téllez (Quimera ediciones) Querétaro 172-6, Roma, 06700, Cuauhtémoc, México. quimera@anodis.com Tel.: 55 64 43 38. ISBN: 978-607-00-2526-6 Ninguna parte de este libro, incluyendo las características gráficas, puede ser reproducido por ningún medio sin el permiso de los titulares del copyright. Impreso y hecho en México/ Printed and made in Mexico
Prólogo
Lo obvio debería ser el objeto de una rigurosa contemplación antes que ser despachado con una simple ojeada. Bajo esa hipótesis, toda evidencia lógica o científica debería parecernos sospechosa; algo en ella invita a archivarla en la carpeta de misterios no resueltos hasta que pueda revelarnos, poco a poco, su secreto a voces. Ninguna evidencia busca ser conquistada, sino descubierta. No basta el sentido común para captar la esencia de lo obvio: se requiere de un sexto sentido (la persona entera) que integre y agudice los cinco sentidos restantes para poder observar lo evidente. Paul Valéry escribió que «la piel es lo más profundo que hay en el hombre». Por eso, una obviedad dicha u oída resulta entrañable: porque genera una conmovedora igualdad de condiciones. Quienes la dicen y oyen —ricos y pobres, ilustrados y analfabetas— se comunican automáticamente a través de una fórmula gastada que, si se piensa con cuidado, oculta un mensaje de asombrosas proporciones metafóricas.
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Por extraño que parezca al exquisito o puritano, el ingenio siempre acusa recibo de la obviedad. Uno (elegante, mordaz, brillante, irrepetible) y otra (tosca, inocente, mediocre, populachera) se atraen y se repelen; es decir, se aparean con la misma pasión con la que después se arman de palabras, se perdonan y vuelven a citarse sin remedio, avergonzados. La historia del ingenio y la obviedad es la historia de un amor vivaz pero enfermizo; la farsa de dos espejos enfrentados que aseguran, cada uno por su parte, ser la cosa y no lo que reflejan. ¿Cuál sería el resumen de esta historia amorosa o farsa egoísta? El ingenio, proclive a lo mundano, abandona su mansión por las noches. La obviedad, esa puta que de tanto hacer la calle nos parece una parte sustancial de ella, acepta acompañarlo sin fijar tarifa. La obviedad se abandona fugaz y esperanzadamente a los brazos del ingenio, mientras éste consigue olvidarse por un momento de su soledad. El ingenio creerá toparse con el amor del vulgo («el cariño del público») en las caricias que la obviedad habrá de prodigarle. Si el ingenio es el hijo agradecido de un diálogo estéril, la obviedad es la madre orgullosa de un diálogo fecundo. No por nada la obviedad posee más fuerza física que el ingenio: en su protección de los gustos y
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clases populares, la masa la protege y el poder la asiste. La democracia en que se ampara la obviedad no es otra cosa que la tiranía de unos cuantos con su verdad a solas. Pero el ingenio, más ligado al ademán verbal que al acto sin palabras, resulta enérgico y letal como un golpe a la mandíbula, pero sutil como el conteo a diez en el oído absorto del boxeador que cae a la lona. Gracián mismo advertía la dificultad que existe en elegir uno de dos tipos de agudeza: la que pasa al hecho o la que para en el decir. Hijuela de aquella otra: qué varones sean más famosos, los eminentes en el discurrir o los insignes en el obrar. Pero fiel a su moral didáctica, Gracián se inclina por decir que Son más los desempeños por el dicho. Acúdese en ellos con una razón tan relevante, quan pronta y impensada, sacada a fuerça de Ingenio de los más arcanos senos del discurso; de suerte que, assí como en los desempeños por la obra sale de la dificultad el Ingenio, hallando el único medio, en estos se desempeña con una ingeniosa sutil razón.
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Y agrega: No basta dar cualquier razón para que sea desempeño, sino que es menester que participe de sutileza. Si algún escritor adoptó los consejos de Gracián; si algún hombre participó «de sutileza» para alcanzar una forma rotunda y refinada del desdén, ése fue Oscar Wilde (1854-1900). El irlandés errante; el aprendiz del ideario estético y la prosa perfecta de Walter Pater y John Ruskin; el dramaturgo que se murió de risa en la cara de sus contemporáneos; el amante y asesino confeso de sí mismo, fue sobre todo un aforista. Más aún: si Wilde «erró» con fortuna en el ensayo, el cuento, la novela, el teatro, la poesía, la crónica y la epístola, fue porque su escritura tendió entre un género y otro esos puentes de ingenio y agudeza llamados aforismos. En realidad, el aforismo es la «enorme minucia» o «nadería» que une el millar de páginas que escribió nuestro autor. Al menos para Wilde, el aforismo redime al lugar común del eterno retorno de su realidad al hacer conscientes los modos y modas que la lengua conserva en los hablantes. Gracias al aforismo, un refranero
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chabacano, cierta sentencia lapidaria o algún consejo insulso recupera su razón de ser y encarna una antítesis insospechada: la obviedad de fondo, expuesta en toda su miseria, irradia ahora el esplendor de su origen. «Sólo los superficiales no juzgan por las apariencias», dijo Wilde en El retrato de Dorian Grey. De igual forma, sólo ellos podrán juzgar el interior del hombre a través de estas sentencias públicas. Sólo los superficiales de corazón, los verdaderos, podrán reflejarse en estos despiadados y engañosos espejos de bolsillo.
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Nota del traductor
La presente selección de aforismos no pretende ser exhaustiva, mucho menos íntegra. Wilde no debe ser leído de cabo a rabo, sino a discreción del ocio, inmersos en la suprema distracción de nuestros propios placeres. Espejos de bolsillo fue pensado con esa misma fe —es decir, de manera irresponsable. Sin embargo, cabe señalar que para su realización consulté dos ediciones: Oscar Wilde. The Major Works (Oscar Wilde. Obras mayores), publicada en 1989 por la Oxford University Press, y The Works of Oscar Wilde (Las obras de Oscar Wilde), impresa en 1995 por JG Press. Salvo por De profundis, su carta más conocida, dejé fuera la correspondencia del irlandés. Con la temeridad que implica no seguir la extraordinaria «aproximación» de José Emilio Pacheco, traduje unos cuantos aforismos provenientes de aquella epístola, los cuales fueron dispuestos en el penúltimo apartado («De las cartas y pláticas con Wilde»). La poesía de Wilde no fue reacia al aforismo. Así lo prueban dos extractos incluidos de su poema ma-
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yor, La balada de la cárcel de Reading. Aunque siguen el cuerpo de una traducción publicada en el 2000 por el sello Ácrono, llevé a cabo algunas enmiendas de importancia. Decidí cerrar este volumen con dos colecciones de aforismos: «Frases y filosofías para el uso de los jóvenes» y «Algunas máximas para la enseñanza de los sobreeducados». Ambas fueron publicadas en 1894 con independencia del resto de la obra de Wilde, y representan sus únicos aforismos «intencionales». Finalmente, agradezco la atenta lectura de Alejandro Crotto y Ezequiel Zaidenwerg. Debo a ambos, poetas y traductores de excepción, el azogado de estos espejos.
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De El crítico como artista (1890)
¡Ah, no digas que estás de acuerdo conmigo! Cuando la gente lo está, siempre tengo la sensación de haberme equivocado. Un poco de sinceridad es peligroso, y en exceso es absolutamente fatal. No hay más pecado que la estupidez. Mientras se juzgue a la guerra de malvada, será fascinante. Cuando se le considere soez, dejará de ser popular.
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