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Hambre
Hambre
Era la siesta y nadie apuraba. Por suerte, porque su boca ya no podía dar grandes mordidas y sus pocos dientes se encontraban demasiado gastados. Comió despacio, saboreando cada bocado y cuidándose de no provocar ni el más mínimo ruido, ni siquiera al masticar: sus oídos flaqueaban y quería estar alerta a cualquier interrupción desde el bosque. El esfuerzo por tragar, reflejado en sus ojos empequeñecidos y en los movimientos de su angosta garganta, no impidió el goce más sublime. Hasta chupó los huesitos; ya cerca del anochecer.
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Había sobrevivido a un invierno helado y solitario. De ninguna manera iba a contentarse con la mermelada de frutillas encomendada por su hija.
Una vez satisfecha, le encontró nuevo uso a la caperuza roja: con ella se limpió la cara, para luego volver a arrebujarse calentita en la cama.
Mauro Zoladz Buenos Aires (Argentina)