CATEGORÍA C EL PINTOR ...................................................................................................................................... 1 AL CAER LA NOCHE ........................................................................................................................ 4 SUEÑOS TEÑIDOS DE NEGRO ........................................................................................................ 6 DE GRANDES CENAS… ................................................................................................................... 8
EL PINTOR En todos los países la noche viene acompañada de ambiguas formas e ilusiones ópticas que aterran a ciertas mentes… pero que un artista se enfrente a sus propios miedos como lo hizo Rogelio Reyes sobrepasaba cualquier límite. No era un día cualquiera o, por mejor decir, se trataba de un día en el que ese pintor frustrado y solitario que lloraba cada noche ante la tenue luz de su palmatoria, ese a quien hemos dado en llamar Rogelio Reyes, iba al encuentro de sus familiares. Solo había cambiado algo desde su última visita: ahora pisaba las antiguas lápidas que conformaban el suelo del camposanto cuando el recinto no había hecho más que abrir. Estaba solo en el cementerio. Si fue un ruido, un reflejo o, quizás, una llamada en el silencio de la mañana… no lo sabremos, porque no me lo dijeron; pero lo que sí sabemos hoy es que Rogelio se giró y, en el mismo rincón en el que quemaban los ataúdes que habían sido atacados por los xilófagos —como le había contado su padre cuarenta años antes—, vio una escena que le atormentó durante los pocos días de vida que le restaban. Cuando se acercaba a ese lugar, habiendo dejado sobre las gradas del mausoleo que se erigía ante la tumba de sus padres los tres claveles de color sangre que había podido hurtar de un vivero próximo, observó cómo la copa de un ciprés que se mecía por el frío viento matutino proyectaba su sombra sobre los rescoldos de llamas y astillas de viejos féretros. Rogelio, aun siendo más cobarde que persona de cierto arrojo, decidió adentrarse en la esquina, asomando el mosaico lívido de su rostro desfigurado por aquel tenebroso incendio en su taller; y ya no pudo jamás olvidar lo que vio: un pianista cuya sonata parecía languidecer en los últimos agudos, pero que no acaba. El pintor sentía más frío a cada tecla que el músico hundía entre las sombras, se percibía en un lugar tan estrecho que apenas podía agitar sus frágiles y huesudos brazos, advertía una presión que le obligaba a mantenerse impávido. La melodía se acompasaba, ahora, por el sonido de un agudo violín que le recordaba el concertino de aquella muestra a la que fue con Víctor. Un lúgubre ritmo de timbal allanaba la base de tan extraña sinfonía. Rogelio aceleraba su ritmo cardíaco al
tiempo que el timbal lo hacía, resonando con mayor estridencia ese violín que le provocaba un dolor en los dedos cuyo origen desconocía. Y de pronto comenzó a sentir un calor asfixiante, a tener una sensación oscura de ahogo y a sudar como nunca antes lo había hecho. Se descubrió a sí mismo arañando el interior de una caja que contenía un humo pétreo y unas llamas insurgentes. Rogelio oyó una voz que decía «ya era hora», y cerró, despacio, sus párpados. Todavía hoy intento recordar quién me contó esta inquietante historia.
Ismael López Martín
AL CAER LA NOCHE En todos los países la noche viene acompañada de ambiguas formas e ilusiones ópticas que aterran a ciertas mentes, pero los monstruos continúan sueltos. El hermano Razvan se rascó la cicatriz del antebrazo y se bajó la manga del hábito para ocultar el tatuaje con el que intentaba enmascararla. Bajó la calle empedrada guarecido junto a la pared, tratando de camuflarse con la noche. La niebla cortaba sus pasos y difuminaba su silueta. Dejó atrás el recinto y a sus hermanos recogidos en las celdas. Se había retirado en el refectorio con la excusa de una indigestión y, mientras el resto rezaba las completas, salió por la puerta trasera del monasterio. Inventaba pretextos diferentes para echarse a la calle y conseguir su propósito. Sonaron amortiguadas las doce desde la torre de la iglesia de San Juan. No respiraba un alma a la altura del pórtico del Santo. Continuó camino hacia la parte nueva de la ciudad, ya más animada. Las luces amarillentas de intramuros, casi mortecinas, dieron paso a otras rojizas. Se adentraba en el barrio de las damas negras, como eran conocidas por la comarca. Se despojó de la túnica, la dobló y la guardó en una talega que llevaba cruzada. Su atuendo se mimetizó con el entorno. De algunos locales salían vaharadas de guisos, olores a fritos y especias. De otros se escapaban los alientos fétidos de borrachos que apestaban a vino y tabaco. Desde las puertas, asomando solo la cabeza, buscaba a su presa. En un tugurio protegido por un cortinón, la halló. Se rascó de nuevo la herida más reciente. Una pareja, sentada en una butaca de terciopelo granate, se besaba con pasión. Frotaban sus cuerpos y restregaban sus fluidos —salivas y sudores— por los cuellos despejados, detrás de las orejas, los brazos. Parecían ajenos al mundo. En aquel local, todos aparentaban ser ciegos, indiferentes a los movimientos de los demás. El monje entró en el garito y pidió una copa. Ginebra con hielo, susurró al camarero para no delatar su voz. Se sentó en un taburete y presenció la sucia escena de la pareja desde el fondo de la barra. Pero la mujer lo descubrió y se le acercó. Arrebolada por la pasión, le musitó unas palabras al oído. Siguieron unas carcajadas que retumbaron por las paredes tapizadas en seda púrpura. Después, le besó en la mejilla y regresó a sus asuntos, como si nunca le hubiera visto. El monje pagó y se alejó calle arriba con paso acelerado, parecía que el mundo febril de ese lado de la ciudad lo perseguía. Se vistió con el hábito y sacó una navaja pequeña, una hoja de apenas dos centímetros. De camino al monasterio, fue rajando la
piel del antebrazo con pequeños cortes sobre el tatuaje, un dibujo que representaba a Dios en la cruz para no distanciarse de su fe. En realidad, pensaba en ella. Absorbía cada uno de sus pensamientos. Pero aún estaba lo suficientemente enamorado como para sacrificarla. Soledad García Garrido
SUEÑOS TEÑIDOS DE NEGRO En todos los países la noche viene acompañada de ambiguas formas e ilusiones ópticas que aterran a ciertas mentes, pero por desgracia ella no era una simple ilusión óptica. Harley y Jennifer eran mellizas, tenían los mismos ojos azules y el mismo pelo castaño, vivían con su madre Helen. Había algo que llevaba atormentando a las gemelas desde que tenían uso de razón, puesto que una vez al mes había alguien que desaparecía, pero lo más extraño era que ni siquiera los propios padres recordaban a esa persona. Las dos gemelas eran ayudantes en la biblioteca y ese día se habían quedado más tarde Helen estaba nerviosa puesto que todavía no lo había hecho y ella ya estaría en camino ¡Que iba a hacer! Entonces apareció , no en su forma original sino como un cuervo. Helen le suplicó, pero ella no iba a ceder. La encargada dijo que salía . De repente se oyó un tremendo ruido, como si el mundo se hubiese partido por la mitad, para luego ir seguido de un súbdito silencio. Ella había llegado. La puerta se abrió y se oyó una sedosa voz. Extrañadas, se giraron, allí se encontraba una chica. Era alta, estaba muy delgada y tenía la piel nívea, iba descalza y tenía las piernas llenas de arañazos de los cuales salía un líquido negro, su pelo era largo y color azabache. Cuando se giró, lo que vieron las horrorizo con el terror más indómito, sus ojos…Eran dos cuencas vacías y profundas, como un pozo sin fondo, de las cuales salía un líquido negro y espeso. Harley buscó la mano de Jennifer, pero no la encontró. Se empezó a oír una suave melodía de violín, fue tornándose más sombría y con el volumen muy alto, la música paso de ser suave, a ser un horrible y atroz sonido. Las notas se habían introducido en su cerebro formando un torbellino de locura interminable, aunque lo único que era capaz de ver era a ella, al final, esperándola, para continuar con su sufrimiento. Jennifer abrió los ojos, solo había oscuridad, se hallaba en un pozo sin principio, había un líquido espeso y negro de putrefacto olor. Se vió así misma intentando escapar, pero sintió algo que la agarraba del pie y no la soltaba, después la empezó a hundir, el líquido le entraba por la boca, la nariz, los ojos, no podía respirar, a pesar de que el líquido era negro pudo distinguir dos círculos brillantes en la oscuridad, era ella. Entonces todo paro y se encontraron en un lugar que no conocían. Allí estaba su madre con el rostro inundado de lagrimas, también había un cuervo. Su madre decia; Lo siento, pero no he podido, todo es mi culpa, dijo entre sollozos, vosotras nacisteis muertas, erais tan bonitas… no podía dejaros ir, así que tuve que pactar con ella, pero para salvaros tenía
que hacer un sacrificio al mes, con mi condición de que todo el mundo olvidase a esa persona, menos vosotras, pero no he traído el sacrificio… Vosotras nunca habéis existido dijo el cuervo; sois fruto de mí, pero ahora vais a desaparecer.
DE GRANDES CENAS… En todos los países la noche viene acompañada de ambiguas formas e ilusiones ópticas que aterran a ciertas mentes...pero en aquella fatídica noche, Nicolás se incorporó súbitamente a la par que sus manos fueron a atenazar su garganta. Inspiró como si quisiera coger de una vez todo el aire de la habitación. Notó la acidez y amargura de la hiel abrasándole la garganta. Esfuerzo baldío. Parecía que el aire hubiera huido despavorido al ver su cara y ojos descompuestos y abiertos hasta el dolor. El pánico se apoderó de su mente y tras muchos fragmentos de pesadilla oyó, atónito, la voz de ultratumba de su madre diciéndole: de grandes cenas… Enrique Verdión Mora