VICTOR Y CLARA
Víctor era un joven con éxito. Se licenció en humanidades el primero de su promoción, cursó un máster en inteligencia emocional y se dedicaba a dar charlas y seminarios sobre la felicidad.
Creció en una familia adinerada. Su padre, un prestigioso cirujano y su madre, una eminente antropóloga,
le
proporcionaron
una
educación
privilegiada. Clara era su pareja, una brillante licenciada en INEF, que trabajaba como entrenadora de la selección catalana de gimnasia rítmica, -que conoció en una sesión fotográfica, organizada por un Dominical, dedicada a jóvenes talentos-. Salieron frecuentemente desde entonces y, meses más tarde decidieron irse a vivir a un coqueto ático donde vivían en pecado.
Buster un precioso Terrier de pelo lacio y ojos sinceros, era la mascota a la cual adoraba. A menudo, frente al espejo, mientras se afeitaba, pensaba que era imposible más feliz. El viento soplaba a su favor, pero más que una brisa, parecía
un huracán que le estaba catapultando al éxito. Constantemente se reunía con Clara y su familia en la terraza de su ático y disfrutaban de agradables veladas, en las que conversaban hasta altas horas de la madrugada, a la luz de las velas, y junto a una botella de buen vino.
Un día Víctor vio muy seria a Clara mientras desayunaban. Él le pregunto qué pasaba y ella, entre llantos, sollozó que se sentía agobiada y se le había acabado el amor; que necesitaba espació y marcharía a vivir sola con Buster. Él que no sabía cómo encajar la repentina noticia, dijo que respetaba su decisión, que no podía forzarlo a nada.
Llegó de noche al ático después de una conferencia en la universidad se sirvió un burbon, puso un CD de música relajante y echo en falta a clara. Siempre sonriente, saliéndole a recibir; Buster no estaba, ¿Quién le lamería las manos mientras agitaba la cola? Miró hacia el cielo y pensó “Ahora ya entiendo el significado de la tristeza”.