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MARCELO GARCÍA (Oviedo, 1979) Instrucciones psicóticas para no seguir en épocas de crisis
Si hay un tipo suficientemente loco o un complot de más de uno, supongo que el mejor lugar para comenzar la búsqueda es, sin duda, la cafetería del Campus de Humanidades. No me preguntéis porque estoy tan seguro. Y ya lo sé, la Facultad de Psicología de la Plaza Feijoo también sería un buen sitio para empezar a buscar a semejante chiflado pero los muchachos que estudian literatura, filosofía o historia más o menos moderna en el Campus del Milán lo hacen en aulas que, apenas veinte años atrás, eran los barracones de unos inocentes reclutas militares procedentes de todos los oscuros rincones geográficos del país a los que, a veces, la disciplina o las novatadas empujaban a disparar su fusil en la dirección contraria a la de la diana de entrenamiento así que, si creéis en los fenómenos paranormales, tal vez estéis de acuerdo con los tipos que me han contratado en que, éste, podría tratarse del lugar perfecto para que las impregnaciones parapsicológicas conviertan a los chavales en los recipientes de almas ajenas ideales para llevar a cabo cualquier tipo de locura programada… en fin, las doce de la mañana y acabo de pedir una cerveza. Trato de reequilibrar el PH de mi flujo sanguíneo mientras echo un primer vistazo al campo de mi investigación. Ahora os pediré que me dejéis solo durante un ratito. Necesito tiempo para ir tergiversando convenientemente mis primeras impresiones. DE: Lady Black
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PARA: Lobo Huidizo ASUNTO: ¿A quién demonios le importa? Vale, tú no me respondas, la verdad es que me da lo mismo. Todo esto no es más que una bonita mierda de diseño y, a fin de cuentas, ¿a quién le importa un carajo?.... Sí, ahora soy famosa y dentro de poco me entrevistarán en la tele cada quince días pero ni siquiera eso puede cambiar mi código genético de inspiración determinista. Te has dado cuenta, ¿verdad?... Hoy ya no soy yo. Soy la otra, una de ellas, la que te gritaba cosas irreproducibles en la esquina de Cimadevilla, la misma que se volvía loca cuando decías que querías más a tu gato que a mí, quiero decir, que a ella… porque ésta no soy yo, no debería serlo. El martes estuve ahí, o sea, en Madrid. Ese es ahora tu ahí, ¿verdad? (…) Finjo leer el periódico mientras busco patrones de comportamiento entre la multitud que abarrota esta cafetería. Me pregunto si las aulas estarán igual de llenas y llego a la conclusión de que soy muy gracioso. Pido la cuarta cerveza de la mañana y supongo que, en breve, la cosa comenzará a írseme de las manos pero resulta indispensable. Estoy prácticamente convencido de que las bebidas alcohólicas de baja graduación potencian mi sentido arácnido, me refiero a que me resulta más fácil interpretar a las personas con, digamos, media docena de cervezas de más. Otro efecto secundario es la agudización de mi capacidad auditiva y entonces me es posible diseccionar el ruido ambiental hasta aislar, entre las gilipolleces, fragmentos conversacionales potencialmente significativos. (…) Pero bueno, para una primera jornada laboral, no está nada mal; sin levantarme del taburete ya he identificado cuatro o cinco presuntas manzanas podridas de manera que, con la sensación del trabajo bien hecho, dejo la facultad en busca de mi habitación con la seria intención de bajar la persiana y dormir un poco para contrarrestar éste incipiente dolor de cabeza. -‐-‐-‐ Titanic. La cafetería tenía nombre de barco hundido. Me pregunto si eso será una pista. (p. 51-‐57)
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ABRAHAM AGUERA (Villaviciosa, 1974) Las reliquias del silencio
Dejaron atrás la rotonda de la plaza de la Cruz Roja, enfilando la avenida de Víctor Chávarri como dos auténticos desequilibrados, empeñados en demostrarse la hombría el uno al otro a fuerza de acelerador. La carrera duró poco; porque poco antes de la calle La Luna el semáforo se puso en rojo. Una cruel mueca de satisfacción asomó al rostro de Evaristo, que no detuvo su marcha hasta no tener el culo del todoterreno a su alcance. Calculó con frialdad el alcance del impacto y dejó que su pequeño utilitario embistiese por detrás el mastodóntico chasis negro. (…) Le hizo gracia la manera en la que se subía las mangas ese coscorria mal parido, como si su desafiante gesto pudiese intimidarle. Esperó a que se acercase lo suficiente. —¡Te voy a matar, panchito de mierda! —gritaba a voz en grito—, ¡Sal de tu puto coche ahora mismo, que te voy a romper en pedazos, hijo de puta! No le dio tiempo a terminar su amenaza. Por la ventanilla del pequeño coche ya asomaba el aterrador cañón de la Heckler & Koch .45. Sonó un pequeño estornudo y la oreja derecha de su pendenciero provocador se volatilizó desintegrada. Una mueca de sorpresa precedió a la escena de terror que se sucedió a continuación. El gordo propietario del todoterreno echó a correr hacia su coche para intentar ponerse a salvo antes incluso de que la sangre comenzase a brotar del pequeño cráter que antes ocupaba su oreja. (…) Maldijo el momento en el que se había dejado llevar por el impulso de humillar a ese panchito de mierda montado en su asqueroso Opel Corsa. Cerró los ojos. “Me va a matar este mono por gilipollas. Miriam nunca me lo perdonará”.
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—Cuando uno empieza una guerra tiene que estar seguro de poder ganarla, hijueputa —la voz de su asesino sonaba extrañamente tranquila. Aterradoramente tranquila. (…) Malasangre estaba a punto de apretar el curvado gatillo cuando reparó en las dos pequeñas sillitas de bebé. Estaban ocupadas por una pareja de niñas que le observaban con los ojos agrandados por el miedo. La mayor de ellas no tendría más de cuatro años; y la pequeña apenas era un bebé recién nacido. ¿Cómo era posible que un padre de familia cargado con unos niños se empeñase en un desafío de una manera tan absurda? Malasangre bajó la pistola. No sería él quien privase a esas niñas de una infancia como la de cualquier niño. Estaba cansado de obligar a niños a asistir a entierros injustos; estaba harto de arrebatar los sueños a víctimas de las decisiones arbitrarias de unos jefes sin escrúpulos. No quería los fantasmas de esas dos niñas acompañándole en sus sueños. (…) Un corro de curiosos se había apelotonado alrededor de ellos, atentos al desenlace de la desigual confrontación. Nadie se había atrevido a moverse de su sitio; pero muchos de ellos hablaban atropelladamente a través de sus teléfonos móviles. Algunos incluso se dedicaban a grabarlo con una morbosa y macabra satisfacción. Se metió en su Opel Corsa y haciendo caso omiso a los pitidos de los coches que le rodeaban rebasó al todoterreno negro. Cuando lanzó un vistazo a su interior pudo ver a un padre aterrado abrazando a unas niñas que lloraban desconsoladas. Podía dar las gracias de que no fuesen solamente ellas quienes le llorasen. Dejó a la derecha el teatro Campoamor y miró de reojo la maternal escultura de Botero mientras unas sirenas policiales anunciaban la llegada de la policía al lugar en el que se acababa de desarrollar su singular duelo a vida o muerte. Otro coche de policía se le cruzó antes de enfilar la bulliciosa calle Uría. Muchos de los transeúntes le dirigían una desdeñosa mirada al advertir su coche destrozado; pero a nadie parecía extrañarle la apariencia de su vehículo. Tan solo era otro inmigrante a bordo de un coche destartalado. Otra boca a la que alimentar, otra voz descontenta; otras manos dispuestas a trabajar por una tarifa aún más irrisoria.
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OLGA RICO (Puentedeume, La Coruña, 1954) Cuando el pasado despierta
Por aquellos días, Gonzalo tuvo que ir a la ciudad para encontrarse con un importante paciente que se alojaba en un lujoso hotel. Se trataba de un mandatario extranjero que había venido en viaje privado para hacerse una pruebas en la clínica. Gonzalo le pidió a Elvira que lo acompañara; últimamente parecía no poder hacer nada sin ella. Elvira decidió aprovechar el viaje a la ciudad para comer con Eugenia; desde que trabajaba en la clínica se veían muy poco. Mientras Gonzalo fue al hotel a desayunar con el mandatario, Elvira prefirió dar un paseo. Caminaba lentamente y se paraba de vez en cuando en algún escaparate. Los débiles rayos del sol sacaban brillo a las paredes húmedas y una brisa helada le cortaba el aliento. Era época de rebajas y mucha gente salía de las tiendas con bolsas. Elvira entró en una, probó algunas prendas, pero al final no compró nada. En realidad lo que le apetecía era pasear. A las doce se dirigió al hotel; había quedado con Gonzalo para visitar uno de los centros de acogida. Luego se quedaría a comer con Eugenia. Subía distraída por la calle cuando, frente al hotel, Lorenzo, vestido de calle y con sus inconfundibles gafas tipo aviador, parecía dar órdenes a dos policías uniformados que estaban con él. Elvira se paró en seco, vivamente agitada. Con un rápido movimiento, se dirigió a los soportales, abrigando la esperanza de no ser vista. Una vez allí, pegó la nariz al escaparate de una pastelería, se cubrió un poco las mejillas con la melena que llevaba suelta y se quedó contemplando a las personas que dentro desayunaban en
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unas pequeñas mesitas. Su corazón comenzó a latir con fuerza al notar en su espalda el calor de un cuerpo que se había colocado demasiado cerca. –Hola Elvira. –Su voz cálida la hizo girarse ligeramente. Su cuerpo, fuerte y musculoso, la tenía prácticamente acorralada. A ella el pulso se le había desbocado y, a pesar del frío reinante, comenzó a sudar. —Aquí hace mucho frío, ¿entramos a tomar un café? Me gustaría hablar contigo. Lorenzo, al contrario que ella, daba muestras de una gran tranquilidad. Elvira asintió con la cabeza, tratando de disimular su turbación. Lorenzo le puso la mano en la espalda y la condujo al interior. Dentro el ambiente era muy agradable, olía a café y a bollos recién hechos. La gente que se encontraba desayunando hablaba en tono bajo. Una relajante música de piano sonaba lejana. Se sentaron en una pequeña mesita que estaba colocada al lado de la cristalera. La camarera se acercó enseguida y los dos pidieron café. Elvira se había quitado el abrigo. Un fino jersey, muy ajustado, ponía de manifiesto su voluptuosa figura, lo que provocó que, durante unos instantes, Lorenzo no pudiera evitar mantener sus ojos clavados en su cuerpo. Ella no decía nada, apenas se atrevía a levantar la vista; él, sin embargo, no se cansaba de contemplarla buscando su mirada con ansia. Elvira tosió nerviosamente y recuperó fuerzas. –Lo siento, pero no tengo mucho tiempo –dijo dedicándole una fría sonrisa. (p. 47-‐49)
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MANUEL HERRERO MONTOTO (Oviedo, 1950) Omara en el París de las maravillas
El coche bajaba saltándose los semáforos en ámbar. Dejaban el parque a su derecha. Un bosque de árboles disfrazados de gigantes y cabezudos. Sorprendía al visitante, y a él, también, después de tantos años, la frondosidad de aquel inmenso tiesto en medio del hormigón y el ladrillo. Fueron muchas las horas que gastó Coldo en el parque, su parque. Bajo los álamos y los castaños de indias fumó el primer Celtas corto, dio el primer beso a una niña un día y al siguiente le toco el chichi. Entendió y analizó lo que era la falta de libertad mientras contemplaba a dos osos secuestrados de la montaña, Petra y Perico, enjaulados y encabronados entre los barrotes de una celda de planta circular y bóveda esférica que concretaba la infinitud de su hábitat en la cordillera a una ridícula plataforma de circo. También tomó contacto con la injusticia a través de otro animal, éste de la selva africana, una orangutana que se llamaba Koka, también prisionera e indignada pues le faltaba Tarzán de los monos. Coldo y la pandilla enseñaron a Koka, aunque es posible que ella conociese la actividad por instinto natural, a masturbarse. Con que Coldo y un amigo emularan a una pareja en acto contranatural, la mona daba unos saltitos y de inmediato a florearse el chumino. Las chavalas que paseaban por allí, de casualidad, gracias a Coldo y los suyos, reían y se calentaban. Y en la noche de su habitación repetían ellas la jugada de la mona. Teresa le confesó a Coldo que se asistía con una foto de Paul Anka y Coldo le dijo que era tonta del culo, le desveló que el cantante era marica.
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Bueno, a lo que vamos, Coldo sintió una punzada en lo más profundo de su alma cuando el diario local dio la noticia: “Koka, la orangutana del parque, ejecutada”. Por lo visto, una tarde aciaga dio en pasear por el parque el señor arzobispo con dos de sus acólitos preferidos. Al pasar por delante de la jaula de Koka, algo golifó la mona que la estimuló el hipotálamo y como una loca, fuera de sí, con un frenesí desconocido se pajeó hasta la extenuación. Tiempo le faltó al gerifalte eclesiástico y pederasta para elaborar un informe a las autoridades municipales denunciando la escandalosa y pecaminosa actitud de la mona Koka, nada edificante para los niños, y por el bien de la educación de las criaturas, y el buen gusto de la ciudad, debiera el primate desaparecer del mapa. Koka fue fusilada al amanecer, como en tiempos de guerra, pues se utilizó en un ensayo cuartelero de ejecución. Dicen que la mona cuando vio formar el pelotón, tan juntitos todos y con aquello entre las manos, se puso a lo suyo y murió felizmente acribillada a balazos. El taxi invadió bruscamente la arteria principal, giró a la derecha y por imposición del rojo se detuvo justo delante de la estatura sedente de un prohombre de la ciudad. (p. 11-‐12)
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TITO MONTERO (Oviedo, 1978) Charlize Theron y las democracias ardientes. Ardemocracia
Lo supe en cuanto le vi correr hacia mí. Él, Orlando, era incapaz de entender lo que veía. Su cerebro no podía procesarlo. No estaba preparado para tan bajo nivel de civismo. Llegó jadeando y pronto, una vez recobrado el aliento, me grito: –¡Está ardiendo! ¿Por qué no hacen nada? ¿No oyen los gritos? Es algo horrible…. Pobre Orlando, No era capaz de entender nada. Era lógico. Él procedía de un mundo muy diferente. Un lugar en el que el corazón controlaba la mente y las acciones del hombre. Una tierra en la que el odio había gobernado más allá de las ideologías durante gran parte del último siglo. Un odio instigado por los poderosos y que los políticos y los militares nacionales se habían encargado de incentivar hasta la masacre. –¿Pero es que van a quedarse todos ahí parados sin hacer nada? ¿Tan sólo van a mirar hasta que lleguen los bomberos? –Los bomberos no van a venir, Orlando. Me miro extrañado. Pude ver que para sus ojos acababa de convertirme en un animal, en un salvaje. Así que, pese a que no me gusta sermonear al prójimo como si fuese un vulgar comercial, decidí que era hora de explicárselo todo. Conocía a Orlando desde hacia un par de meses. Era un tipo majo, chileno de rasgos europeos. Había llegado a la ciudad en la última oleada. Volvíamos a estar otra vez en la cresta de la ola y, como solía pasar en estas épocas de bonanza, la inmigración no hacía más que crecer. Nos dirigimos a un café cercano con grandes ventanales que permitían disfrutar del resplandor de las llamas. Un digno espectáculo. El cielo,
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nublado como casi siempre, se había convertido en el espejo de la verdad absoluta. Orlando empezó a respirar apresuradamente (…) Llegó el camarero. –¿Qué vana tomar –A mí me apetece algo fresco. –El ambiente es extremo, sofocante –¿Y a ti, Orlando? No contestó se limitó a vomitar sobre los mocasines del camarero. (…) Orlando cuidaba a mi anciano vecino del 4ºB. No tardamos en congeniar. Era un chico amable y risueño que saludaba con extrema amabilidad cuando uno se lo encontraba en el ascensor o en el rellano. Excesivamente cariñoso con el viejo, pronto me enteré de que, en realidad, era ingeniero, pero no había encontrado ningún trabajo acorde a su titulación desde que había llegado el país (…) –¿Por qué? –titubeó Orlando. –Es lo más civilizado –¿Civilizado? ¿Cómo podéis…? ¿Cómo puedes…? –Demasiados años aguantando (…) –Esto no es normal. –No lo es, no ¿Pero es normal que hagan lo que se les antoja como si fuesen los dueños de nuestros destino? –Se supone que éste es un país civilizado. – Cada vez más, de hecho. Éste es el siguiente avance de una democracia madura. Es la única manera de tenerlos controlados. Les dimos el poder del pueblo, nuestra confianza, y la vendieron al mejor postor. Si nos engañan, lo pagan (…) –Es muy simple, Orlando. En cuanto nos engañan, los quemamos. No hay concesiones. Los encerramos en el Parlamento un día cualquiera y los calcinamos. Luego elegimos otros que llegan con la lección bien aprendida. Los ricos siguen siendo ricos y los pobres, pobres… Pero con respeto. Sin ensañamiento, sin engaños. El fuego es lo que ha hecho que nuestra democracia sobreviva. (…) Orlando no contestó. Se limitó a vomitar sobe mis zapatos. (relato completo, p. 19-‐26)
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CARMEN RUIZ TILVE (Oviedo, 1941) Las dos caras de Jano
La luz del otoño, en el patio porticado, repartía el sol como en una plaza de toros y a mediodía la mitad del cuadrilátero estaba en sombras y todos se apiñaban en el ángulo del sol, alrededor de las columnas, aprovechando el tiempo entre clase y clase para estirar las piernas y el corazón. Se empezaban a hacer corrillos, incluso a la sombra, y algunos atravesaban la pedrera transversalmente para saludar a conocidos de otros cursos. Todo resultaba desmesurado para los nuevos y a pesar de que el edificio no era excesivamente grande ni solmene, el contraste con las aulas del instituto, tan luminosas y a la vez tan frías, subrayaba el cambio. Lupina no solía salir al patio entre clase y clase y quedaba en el banco, el mismo que acotó el primer día, pasando apuntes, consultando en el diccionario los últimos matices de la traducción o adelantando lecturas. Pronto, mientras sonaban las campanas del reloj de la torre del observatorio, en la primera semana, se le acercó un chico, que por su aire no era de primero, preguntándole, con el salvoconducto de su sonrisa luminosa, si podía acompañarla un momento a la salida. Emparejados salieron a la calle, rebasando las cadenas, y hechas las inevitables presentaciones, Martín le dijo que era de Burgos y que estudiaba a la vez derecho, por imposición paterna, y filosofía, por inclinación personal. Su padre era un ilustre abogado burgalés, y lo dijo son jactancia, de ésos de despacho con muebles de estilo renacimiento español, en lo más céntrico del Espolón, empeñado en que sus cuatro hijos varones, como los cuatro evangelistas, heredasen el negocio y por eso los
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lanzaba al mundo de los códigos. La filosofía era cosa suya, venida de la influencia de un jesuita que había sido su tutor en las frías aulas de Carrión de los Condes. Martín hablaba mientras cruzaban la plaza y se lamentaba de la soledad en compañía del colegio mayor y de sus intentos de convertirse en el espíritu Santo, incapaz de estar a un tiempo en clase de latín y de derecho civil. Acabáramos. Lupina, de reojo, le miraba el perfil, ya Tirreno arriba, y apreciaba su mentón, dorada la barba por la luz de mediodía, no perfectamente rasurado. Él la miró en aquel momento, para subrayar la fuerza de sus argumentos de sabio solitario y pasó por ella sus ojos claros, de color cambiante según el estado de ánimo, como comprobaría más tarde. En la esquina siguiente se despidieron, y ya a última hora él hilvanó la razón de sus interés por ella: la había visto quedar en el aula en los descansos y él necesitaba como el comer hacerse con los apuntes y reforzar la sintaxis latina, por lo menos. Podían verse alguna tarde y ella sería su ángel de la guarda. Y volvió a sonreír como la principio, con la misma luz. Lupina llegó tarde a comer y su madre la sometió, mientras servía la sopa de letras, al tercer grado, mediante el eficaz método de las respuestas supuestas que solía serle infalible. Sin saber por qué, fuera de lo que era su costumbre, Lupina ocultó la existencia del burgalés de pro, iniciando así una trastienda mental que llevaba años de retraso. Buscaron un sitio para verse, los martes, a partir de las cinco, y algo tan sencillo no resultó fácil. En la biblioteca no podía ser, porque había que sentarse en mesas individuales y no se podía hablar, protegido el silencio por el ir y venir de un conserje de bata azul y botones dorados que parecía tener el oído más fino de todo Carbayo y volvía la cabeza como ave de presa, al menor rumor. Los cafetones cercanos a la Universidad tampoco eran propios de aquellas horas, pues o bien estaban ocupados por profesores sesteantes que amoldaban sus cuerpos muelles a la gutapercha sin color de los asientos o se llenaban de bulliciosos tertulianos, que al tiempo que mordían el puro lanzaban sobre el mármol veteado de los veladores el hueso ruidoso de las fichas de dominó. (p. 133-‐135)
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LUIS ARIAS ARGÜELLES-‐MERES (Lanio, Salas, 1957) Un tren a Cuba
Tras la apaciguada etapa de tregua, a últimos de septiembre, tío Alejandro se instaló en Oviedo en una fonda que entonces regentaba una antigua ama de llaves de los Condes de R. (…) Desde las primeras clases a las que asistió, se hizo a la idea de que los estudiantes en las aulas desempeñaban el mismo papel que los feligreses en las iglesias durante los sermones. Eran un mero pretexto para que aquellos señores dijesen en voz alta sus pensamientos acerca de lo divino y de lo humano. A eso se reducía su función. (…) Fue consciente muy pronto de que en realidad no estaba allí para aprender, sino para hacer bulto. (…) Su asignatura preferida era el Derecho Romano; no las leyes en sí, sino aquel mundo en el que veía una majestuosa grandeza, tan lejana en los años transcurridos como en la prosa del entorno que le tocaba vivir. Grandeza era la fuerza del amor y de la aventura con la muchacha madrileña. Grandeza era la atracción que sobre él seguía ejerciendo el paraíso de la edad dorada. Grandeza era la de una civilización a la que, por mucho que ampliase sus dominios, el mundo siempre le quedaba pequeño. Era el universo de los romanos un escenario nutrido de pasiones. (…) Había algo, empero, mucho más atractivo aún que los romanos: la vida nocturna de aquella pequeña ciudad de provincias que no hacía mucho tiempo había inspirado una de las mejores novelas de nuestro idioma, aunque no estaba Alejandro para devaneos literarios, si bien los que tuvo lo fueron, sin proponérselo ni imaginárselo.
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Oviedo, de día, era una ciudad triste y lluviosa, en la que había que madrugar para asistir a las clases. Se alegraba un poco la ciudad a última hora de la mañana. (…) A media tarde, las cosas se ponían mejor. En el Palacio de los condes de R donde había vivido provisionalmente con su familia años atrás, se reunía con el condesito y su primo. Se fumaban puros, se tomaban copas, se hablaba de mujeres y se criticaba a los profesores. Lo mejor de todo eran los planes que se urdían para la noche. (…) Alejandro estaba descubriendo una libertad condicionada por algo tan prosaico como el dinero del que no disponía. Se las ingeniaba como podía, sableando a su madre, a su hermana mayor y, sobre todo, a la tía Cándida, por carta. El condesito le insistía siempre en que no se preocupara por el vil metal, para eso estaba él y además sólo era una cuestión de tiempo. Estaba claro que Alejandro también heredaría el cargo de administrador de los condes de R. Para eso estudiaba Derecho. Aunque él personalmente quizá no lo tuviese tan diáfano. El flamante alumno universitario, en compañía de sus inseparables amigos, no tardó en transitar los salones de juego. (…) La cena, frugal y triste en la sórdida pensión. Poco después, los tres futuros rentistas y juristas iniciaban su tránsito nocturno. La primera copa en un conocido café, no era el colofón a nada, sino el aperitivo. La copa rascaba la garganta en cada trago advirtiendo de las emociones fuertes que la velada iba a deparar. La ceniza de los cigarros era como un reloj de arena. Ya se había quemado, quizá tontamente, parte de la incendiaria noche, y allí estaba la inerte materia gris para atestiguarlo. Tras ella, permanecía el resto del cigarro que a cada chupada ardía con brasas que restallaban, como las pasiones ocultas, muy bajito. La humareda de los tres fumadores hacía luz de gas a la pasión, diluía la realidad. El humo de los habanos danzaba silencioso ante sus ojos señalando que algo estaba empezando a deformarse. Atrás quedaba el aburrimiento. Las volutas eran la prueba tangible del hechizo que cada noche se inauguraba en el cafetón. La humareda separaba la noche del día, la realidad del deseo. Con la nube gris se levantaba el telón. Y el brillo de los impecables zapatos, negros y relucientes, encendía los ojos de la noche, iluminando los pasos secretos e inconfesables de los tres adolescentes que ya habían dejado de adolecer de falta de libertad.
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ARMANDO MURIAS (Caboalles, Villablino, 1955) Nómadas
Éstos y unos cuantos brebajes más los lanzaron como una catapulta ardiente al cercano Café Suizo. En la entrada, el cuerpo despanzurrado del portero dormitaba el sopor del día recostado sobre un cartel que dejaba leer: HOY GRAN DEBUT
LAS VEDETTES
EN OVIEDO
En su cara —grasienta como un pote de berzas repleto de matanza— una cicatriz rencorosa le atravesaba el labio superior y le apuntaba hacia el lóbulo de la oreja izquierda. Con sigilo, guardaron el dinero en el bolsillo y apuraron unos certeros pasos hacia dentro del local aprovechando el cansancio del feroz cancerbero. Dentro, se revolvieron con agilidad husmeando en todas las esquinas, porque quizá intentaban descubrir en un instante todos los secretos que el garito ocultaba, y al mismo tiempo querían estar seguros de la ira del colérico portero, que ya había despertado, o por lo menos era capaz de emitir unos alaridos cargados de puro fuego para poner orden en la entrada donde se agolpaba una legión de candorosa clientela. A medida que pasaban los minutos el gentío aumentaba, hasta el punto que era difícil buscar un espacio donde colocar los pies sobre el suelo. Una impulsiva muchedumbre arrastró a Ricardo hasta donde un pianista de ojos glaciares movía las teclas con el hastío que da la repetición mecánica de los mismos sonidos todas las noches. De sus labios le colgaba una colilla humeante. Detrás de él,
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un adolescente avejentado o un viejo disfrazado de joven cubría de delgados hilos de babas el sobado sombrero de fieltro negro del artista, la mano derecha sujetaba con desgana un vaso rayado de duralex con un líquido oscuro dentro, y los ojos intentaban seguir el movimiento de los dedos del pianista sobre las teclas. Ricardo, parapetado por el pesado cuerpo del piano, observó que unas nacaradas manos femeninas en la otra parte, en las teclas de los agudos, las aporreaban sin control ni concierto. Al lado del piano, cerca de donde los impávidos dioses anhelan el encuentro con la dulce belleza de la ebriedad, unas chapas circulares y un bombo remendado con piezas superpuestas ponían el ritmo impulsado por el percusionista, un hombre huesudo como los palillos que manejaba con sus nerviosas manos. La visera de la gorra casi ocultaba su cara, de donde sólo sobresalía un asimétrico bigote gris, engominado en unas puntas que querían estar erectas. Los ojos de Ricardo seguían los graciosos movimientos de las manos que se escurrían ágilmente por encima de las teclas de los agudos, a la derecha de los repetidos movimientos del artista. Como si pasara la anhelante lengua por la superficie curva de un Chupa-‐Chups, subió la ingrávida mirada a lo largo de todo el cuerpo femenino hasta encontrar en su cara una sonrisa igual de dulce que los carajillos que prepara doña Josefa en la trastienda del café cantante. Las miradas quedaron reflejadas en unos ojos cómplices durante un instante que para ellos debió representar toda la eternidad. Y Ricardo, ignorando la corvada y flaca figura del aturdido pianista, imitó los movimientos de la muchacha y juntos siguieron el enardecido ritmo que marcaban las inquietas piernas de las vedettes que bailaban con frenesí y excitación encima de sus cabezas, golpeando con sus tacones las tablas carcomidas y decrépitas del escenario, hasta que las voces atipladas y cubiertas del acné primaveral se unieron a la devoción coral de las que cantaban “Llegó el amor, tenía que llegar”. A duras penas pudieron verse cara a cara en aquel zoco nocturno, laberinto caliente, hediondo, seboso y húmedo de pasiones encontradas, aunque algo más tarde descubrieron juntos que en esta carrera de ratas, que es la vida, el amor tenía que llegarle a Ricardo en Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo.
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FERNANDO FONSECA (Oviedo, 1956) Apabullante silencio extranjero
Por las húmedas esquinas de Ciudad Ajada Verbo Paulatino se encontró en la calle con una lluvia fina e impertinente, amarga y violeta, pulverizada al igual que una pena sin lágrimas. Podría tratarse, quién sabe, de la premonición de una lluvia poética tan sorprendente como los espejismos que por costumbre agrisaban el paisaje decimonónico de la zona vieja de Ciudad Ajada, con la trasera de la catedral gótica engullida, a la altura cercana de los tejados próximos, por el manto de agua que más que del cielo parecía proceder de las entrañas de los espíritus mudos que, a lo largo de los siglos, habían deambulado por aquellas mismas esquinas, hasta terminar hallando el descanso que ofrecía —a quienquiera que lo visitara— el pequeño cementerio de peregrinos recostado, casi a escondidas, a un lado del claustro catedralicio. Allí se aposentaron no pocos de esos espíritus en su eterna somnolencia. La premonición de la lluvia poética es algo que luego veremos. Por entre la fina lluvia asomaba cortante una especie de soledad que sólo cabe soportar en las circunstancias por las que atravesaba nuestro personaje. Se encontraba en la zona vieja de una ciudad húmeda que cuando muestra su intimidad solitaria puede alcanzar tranquilamente el rango de cruel; una ciudad que de poco tiempo acá parecía estar habitada por ectoplasmas y transeúntes ensimismados y desconocidos. De acuerdo, era su ciudad, en la que había vivido toda su vida, pero aparentaba, por decirlo con mucho adorno, haber sufrido una transformación virulenta que apuntaba a la melancolía, lo mismo que la rosa de los vientos atascada en el tejado de la Audiencia Provincial.
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Verbo Paulatino, mientras las cosas en su vida fueron derechas, había amado a su ciudad desmedidamente, tanto como se ama a una novia juvenil, sin pedirle nada a cambio. En tales pensamientos se encontraba entretenido cuando de golpe se percató de que, desde el momento en que entró en el Comedor de los Pobres, había dejado de interesarse por su antiguo compañero de colegio, Ubaldino, a fin de cuentas, el reclamo que lo había arrastrado hasta esa parte vergonzosa y a la vez bella de la ciudad, transitada no más que por taimadas sombras de lo que un día pudo haber sido un hombre corriente, una mujer cabizbaja, un perro callejero, una anciana en zapatillas de orillo, un sacerdote aún tonsurado, un tendero de instrumentos litúrgicos, la prostituta de la buhardilla, un viejo sordo vendedor de ceras, el empleado de una funeraria, la dueña de una tienda de antigüedades, el ciego de la lotería o incluso un profesor de violoncello (allí al lado se ubicaba el Conservatorio de Música, por cuyas ventanas escapaban las cansadas notas, repetidas hasta el agobio, que los alumnos sacaban de sus instrumentos al practicar con ellos). Entonces, nuestro personaje intuyó que Ubaldino pudo haber abandonado el comedor antes que él y la intriga se apropió de su pensamiento al no acertar, ni de lejos, por una posible localización ni ocupación que atribuirle en aquellos instantes a su anituguo compañero, ahora mendigo. ¿Qué hacen los mendigos a esas horas de tránsito en una ciudad como Ciudad Ajada y bajo una lluvia tan rabiosamente incómoda, qué hacen para reducir al mínimo los riesgos de la desesperación? ¿Qué techo les daría cobijo? ¿Les asistirá el sosiego necesario para conseguir la siesta en paz? ¿Buscarán un amor escondido entre las columnas de algún soportal con adornos de hiedra? ¿Dedicarán unos minutos de su tiempo lento para sopesar las ventajas de saltar por el viaducto? ¿Desparecerán momentáneamente del mundo entre el silencio húmedo que el tiempo ha venido acumulando con los siglos en el viejo claustro de la catedral? Mientras se hacía estas preguntas, unos pasos a sus espaldas lo rescataron del ensimismamiento, y razonó de inmediato que alguien lo estaba siguiendo y lo espiaba; al fin de cuentas, lo mismos que él había hecho antes con su antiguo compañero de colegio. (p. 43-‐45)
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LETICIA SÁNCHEZ RUIZ (Oviedo, 1980) Los libros luciérnaga
Todas las ciudades tienen un corazón. El de la Vieja Ciudad estaba inflamado de lluvia y de oraciones. Fueron los religiosos quienes la fundaron y la lluvia quien la bautizaba cada invierno. Solía decirse que en la Vieja Ciudad no se veía el sol porque lo tapaban las iglesias y los conventos con sus muros gruesos. Luego la ciudad fue creciendo ajena a las cruces y sin embargo tampoco llegaba demasiada luz a sus calles. “Aun así éste sigue siendo el rincón más oscuro de la ciudad” pensó Ulises delante del monasterio de las Pelayas. “Ni el sol las molesta”. El convento de San Pelayo era un edificio enorme hecho de piedra color arena. Recordaba a un castillo medieval. Estaba en el casco antiguo, cerca de la catedral, los bares nocturnos y las tiendas de souvenirs. Tenía unas ventanas pequeñas y estrechas cubiertas de barrotes marrones, como si nada de lo que había dentro de aquella fortaleza se pudiera escapar. Ulises miró el gigantesco edificio y vio que tenía alma de batalla y de silencio. (...)
Los pasillos del monasterio de San Pelayo no olían a mermelada de fruta ni a la
masa de las pastas calientes, sino que desprendían olor a cola, a papel recién cortado, a pintura, a piel. Las Pelayas seguían conservando un legado que empezó hacía nueve siglos. Continuaban con la tradición monástica de encuadernar libros y restaurarlos, como se hacía en la época medieval antes de que Gutenberg trajera el laicismo de la imprenta. A partir del siglo XV, los monasterios dejaron la copistería en manos de las máquinas, pero algunos, como el de San Pelayo, se siguieron ocupando del cuidado de
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las hojas. Padre y Melquíades no sólo les aportaban su donativo mensual, también tenían a las monjas como sus encuadernadoras oficiales. Melquíades había comprado libros desvencijados en los rastros que había vendido a buen precio gracias a la mano restauradora de las pelayas. “Todo buen librero necesita muchos aliados”, le había dicho su padre. Así que como buen cliente y buen amigo, las monjas solían compartir con Melquíades algunos de sus secretos. (...)De alguna forma se sentía hermanado con ellas. Al fin y al cabo ambos se dedicaban a cuidar libros, a revisarlos, a rescatarlos de la descomposición del olvido, a dar cobijo a las páginas huérfanas. Además, sabía que no existía un trabajo más meticuloso y perfecto en toda la región y probablemente en todo el país. Mimaban los libros con una paciencia de orfebres. (…) El taller de las Pelayas parecía el laboratorio de un alquimista o el taller de algún escriba. Los pergaminos y códices compartían mesa con productos químicos y pequeñas brochas. Una de las hermanas cosía con maestría de sastre las hojas sueltas de una enciclopedia antigua. Las otras cuatro pegaban, cortaban y encajaban con un sigiloso rigor benedictino. Todas llevaban batas blancas y trabajaban sin levantar la cabeza con precisión de relojero o de pintor de miniaturas. En la parte izquierda, del lado contrario a las ventanas, se almacenaban los fascículos encuadernados, que iban desde periódicos a recetas de cocina y tesis doctorales. A la derecha, bajo los alféizares, se apilaban el resto de libros desvencijados. Sobre la mesa había pergaminos mortecinos con el tacto de un barquillo y varios amasijos de papeles roídos y mugrientos. “Ahí donde las ves han restaurado cantares mudéjares y mapas de la época medieval” le había dicho Melquíades en el ascensor, con tanto orgullo y devoción hacia las mujeres pías que hasta se le hinchó el pecho blandito. Los libros que llegaban a las manos de las Pelayas eran como insectos marrones que se enroscaban en sí mismos. En la Vieja Ciudad la causa principal de que los libros se convirtieran en bichos era la sempiterna humedad que acompañaba a la tierra, aquella lluvia constante y bautismal. La vela de las ceras, las polillas y la guadaña de los años hacían el resto. A veces, incluso se distinguían perfectamente en las hojas los dientes de los ratones. Ulises vio en aquel taller las almas de varios libros moribundos. Volaban por la habitación como si fueran fantasmas. (p. 336-‐341)
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ChMV
“Una idea que puede ser divertida y original es la de leer las obras de los autores locales o que tengan alguna relación con el lugar donde vivimos, como si a través de ellas pudiéramos ver nuestra ciudad por primera vez” (Leer y conversar: una introducción a los clubs de lectura. Trea, 2009)
Día del Libro 23 de abril de 2015
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