En el nombre de los tulipanes
Dansk Bergen
En el nombre de los tulipanes
Sus ojos encostrados todavía supuraban restos de aquel líquido rojo y ardiente que intentaba secar con el pañuelo de tela que su abuela le había regalado años atrás. Aunque el rostro de Rosa estaba plagado de abolladuras violáceas y amarillentas, ya apenas sentía molestia al palparlas. Después de tantos años sufriendo la furia iracunda de su marido, lo que más dolor le generaba era el hueco infinito que poblaba su alma. Poco a poco, había aprendido a convivir con los golpes, pero no con las eternas noches carentes de estrellas que cubrían su existencia. Cada tarde, cuando escuchaba cómo se iba acercando aquel odioso tintineo de llaves, sus músculos se iban atenazando hasta convertirse en rígidas estacas. Instantes después, la puerta de su casa se abría, y entonces Rosa intentaba formar una sonrisa con el hilo de carne en el que se habían convertido sus agrietados labios tras una década de llanto. Su marido, que todavía disfrutaba del tambaleo propio de una indigna borrachera, irrumpía en el salón con ganas de besarla, y entonces ella prefería cerrar los ojos e intentar que todo acabase cuanto antes. Aquella noche en la que Rosa apenas podía despegar los párpados, todavía cubiertos con el lametazo de unas heridas que nunca terminaban de cicatrizar, se descubrió a sí misma saliendo a la terraza del salón. Llevaba años sin hacerlo, sin embargo, le sorprendió ver una extraña figura en el balcón situado justo frente al suyo. Cuando sus pies se posaron sobre los azulejos grisáceos del suelo, cubiertos por un manto de hojas anaranjadas, descubrió que el frescor de aquel otoño no era tan desagradable como había imaginado. Al levantar la vista, se percató de que delante de ella, a apenas dos metros, una mujer la miraba fijamente desde la terraza contigua. ―Hola… Me llamo Ana ―saludó. ―Hola, yo soy Rosa ―respondió tímidamente. ―Ya sabía cómo te llamabas ―profirió aquella joven de tez nívea y sonrisa sincera. ―¿Ah sí? ―preguntó Rosa, extrañada―. ¿Y de qué me conoces? ―Te oigo llorar todos los días ―concluyó.
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―Ah… Y, ¿se puede saber por qué riegas los tulipanes a las tres de la madrugada?―añadió Rosa, mientras apuntaba con el dedo a la regadera que Ana portaba en la mano. ―Porque acaban de florecer, y quiero cuidarlos para que resistan al invierno ―respondió—. Y tú, ¿qué haces aquí? —Pues… No lo sé. Te vi y sentí curiosidad. —Entonces me alegro mucho de que hayas sentido curiosidad. Tenía ganas de coincidir contigo. ―Vaya… ¿por qué deseabas coincidir conmigo? ―preguntó una desconcertada Rosa. ―Porque quería que supieras mi nombre. Así, si algún día quieres escapar de ahí dentro, solo tienes que gritarlo. Y con ésta frase, Ana dejó de regar los tulipanes y se deslizó elegantemente hacia el interior de su casa. Desde que tuvo lugar aquel fugaz encuentro, Rosa se acercaba todas las noches a la puerta del balcón para comprobar sigilosamente si Ana estaba en el suyo. Y efectivamente, no faltaba ni una sola de las madrugadas a su cita con los tulipanes. La sonrisa que mantenía aquella mujer mientras mimaba sus flores, conseguía reportar a Rosa la paz que llevaba siglos sin sentir, así que decidió observarla en la oscuridad de cada noche, escondida tras los pliegues de la cortina. Con el paso de los días, empezó a sentir una imperiosa necesidad de conocer más a aquella mujer. Y de disfrutar de la tranquilidad que le transmitía. En una ocasión, no pudo conformarse sólo con mirarla, y sucumbió a la tentación de cruzar de nuevo la puerta del balcón para salir a su encuentro. Aquella fue la primera de muchas madrugadas de conversación, en las que Ana conseguía que Rosa recuperara transitoriamente su alegría, su valentía, su belleza. Aunque todo se esfumara cuando volvía a entrar en casa, aquellos pocos minutos de su compañía merecían la pena. Esos secretos minutos se convirtieron en la única motivación en la vida de Rosa, por lo que ella procuraba no romper el silencio sepulcral que reinaba en su casa cada vez que abría la puerta de la terraza a las tres de la mañana, y así evitar que su marido se despertara. Si él llegaba a enterarse de aquello, su situación sería aún peor, si es que acaso podía serlo.
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El mes de diciembre llegó sin avisar para Ana y Rosa, que a pesar del recital de copos de nieve que iba acumulándose sobre el suelo de sus terrazas, seguían hablándose ocultas tras la oscuridad. La última noche de otoño, Rosa aguardaba ansiosa detrás del sofá a que el reloj marcara las tres. Pasó las horas previas a la llegada del deseado momento limándose con la lengua los restos de un diente malherido que aquella misma tarde había saltado por los aires al entrar en contacto con el furioso puño de su marido. Se sentía tremendamente angustiada. Perdida. Hundida. Y sobre todo, cansada. Cuando Ana apareció ante sus ojos, sumida en el riego de sus tulipanes, Rosa abrió con desesperación la puerta y le mostró las secuelas de la última paliza que había recibido. Y como si no estuviera contemplando aquello, Ana le dijo: ―Todavía no te he dicho que soy escritora. ―Y… ¿Qué escribes? ―cuestionó Rosa, todavía meditando sobre por qué Ana no había prestado atención a sus heridas. ―De todo. Depende. Ahora estoy centrada en una novela de amor ―musitó Ana. ―¿Un amor imposible entre dos jóvenes, tal vez? ―No. Un amor de una mujer hacia sí misma. ―Ah… Y, ¿tendrá un bonito final? ―inquirió Rosa. ―Todavía no lo sé… Pero a lo mejor tú sí que lo sabes. ―¿Yo?, ¿por qué dices eso? ―Porque la protagonista de mi libro eres tú. Y eres tú quien tiene que acabarlo. Después de aquella desconcertante y breve conversación, Rosa volvió a entrar en casa cual errático fantasma, y se transformó en un ovillo bajo la manta del sofá. Su cabeza comenzó a girar sin rumbo y sin pausa, intentando reflexionar sobre lo que Ana había querido decirle con sus últimas palabras. Tratando de encontrar una respuesta, los párpados de Rosa comenzaron a cerrarse lentamente, emprendiendo un inesperado viaje al más profundo de sus sueños. Allí, en aquella realidad paralela de papel mojado, ella corría libre entre los árboles caducos, que le ofrecían cobijo en sus verdes semblantes. Saltaba y brincaba sin miedo, dejando que sus piernas corrieran eternamente por extensas laderas de esperanza. Sentada entre los pliegues de las nubes petalosas, sonriente, Ana la miraba mientras le gritaba: «Tienes que
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acabar con esta historia». Y el viento, que peinaba con su canto suave a los siempre divertidos gorriones, traía en su melodía nuevas palabras de su amiga: «Puedes hacerlo, Rosa. No estás sola». Y entonces Rosa, mientras yacía dormida en el sofá, comenzó a sentir cómo su mente se hacía cada vez más fuerte. Más valiente. Y tan segura se iba notando, que poco a poco sus huesos fueron despertando del somnoliento letargo en el que llevaban años sumidos. Su brazo, torpe y todavía aturdido, empezó a despegarse del magullado cuerpo del que formaba parte, hasta lograr elevarse unos centímetros por encima de su cabeza. Finalmente, su mano, acabó empotrándose casi sin aliento sobre un teléfono que aguardaba perezoso sobre la mesa del salón. Servicio de atención a mujeres víctimas de violencia, buenas noches, le atiende María. Hola… Necesito ayuda. Y así fue como Rosa puso fin a su triste historia. La noche siguiente a la detención de su marido, Rosa aguardó impaciente en la puerta del balcón a que Ana hiciera acto de presencia. Quería agradecerle todo lo que había hecho por ayudarla. Quería contarle que por fin había sido capaz de acabar su historia. Pero no apareció. Ni ella, ni tampoco los bellos tulipanes que con tanto amor y entusiasmo cuidaba cada madrugada. En su lugar, un cartel de color verde parduzco sujetaba una ristra de letras irregulares en las que se leía «Se alquila». Rosa esperó intranquila a que el sol traspasara las ventanas del salón para vestirse con rapidez y abrir la puerta de su casa. Emprendió camino hasta el piso de Ana por el pasillo del edificio. Cuando llegó al 2ºB, se percató de que la puerta estaba abierta. ¿Hola? exclamó Rosa, con la esperanza de que su amiga todavía no se hubiera marchado. Hola, ¿te puedo ayudar? respondió una voz que provenía del interior, y que iba acercándose poco a poco al lugar donde se encontraba Rosa. La silueta de una mujer de unos cincuenta años, de cabello rubio y aspecto cuidado, fue acercándose lentamente por el pasillo. Pues sí… Mire, estoy buscando a Ana, la chica que vive aquí preguntó Rosa.
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Creo que te confundes. Aquí no vive nadie. Esta es mi casa y estoy intentando alquilarla respondió la mujer de forma educada y amable. Pero… No, no. Mire, aquí tiene que vivir Ana. Si ayer mismo estuve hablando con ella por el balcón de esta casa. Es una chica alta, morena y con la piel clara… Y sus tulipanes acababan de florecer hacía apenas un mes… Los cuidaba todos los días. Lo siento, bonita, pero mi casa lleva vacía más de diez años. Hace mucho tiempo que no vive nadie aquí. Además… ¿Los tulipanes no florecen en primavera? Y al escuchar aquella frase, Rosa giró sobre sus pasos y volvió a su casa, sin poder evitar que una enorme sonrisa poblara su rostro. Aquel era el comienzo de su nueva historia. En el nombre de los tulipanes.