1Se acabó estar muerta

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SE ACABÓ ESTAR MUERTA

El bar estaba muy concurrido a aquellas horas, las voces, risotadas y golpes en la barra se mezclaban con el humo creando una especie de fragor, como el de una gran ola acercándose a la costa. Aicha, aturdida por la algarabía, se quedó parada en el umbral, sin decidirse a entrar. Al principio se dedicaba a la venta ambulante, falsificaciones de Gucci y de Prada. No le iba mal, porque mucha gente cree que llevar esa marca, sea legal o no, le transfiere algún tipo de influencia sobrenatural sobre los demás, pero una noche la policía estuvo a punto de cogerla y tuvo que abandonar la mercancía para salvarse. Desde entonces quedó fuera del negocio — ¿cómo pagar lo que había perdido?— y llevaba varios meses sobreviviendo a base de pequeños trabajos, un día aquí, otro allá, la mayor parte del tiempo sin ocupación alguna. La habitación del piso decrépito donde vivía tenía un ventanuco imposible de cerrar por completo, por donde se colaba con frecuencia una corriente de aire húmedo y susurrante. Desde allí veía el mar de plástico, los techos blancos de los invernaderos y el constante trasiego de trabajadores hacia los campos de fresas, la mayoría mujeres. Algunas eran rubias, altas y níveas, flotaban como gaviotas sobre el asfalto. Llevaban la camiseta anudada por encima del ombligo, dejando ver las caderas brillantes por el sudor. Otras, en cambio, se deslizaban con el simple óvalo del rostro a la intemperie. A veces un coche se paraba junto a la hilera de mujeres, daba las luces o avanzaba y frenaba repetidamente, mientras sus ocupantes sacaban los brazos por la ventanilla como pulpos. Aicha contemplaba la reacción de las mujeres; aunque la mayoría seguía su camino agachando la cabeza como hormigas obreras, otras maldecían encarándose con los ocupantes del vehículo, incluso algunas aceptaban subir y se abría la puerta, de la que salía un vapor denso y azufrado. Las mujeres trabajaban en los invernaderos, desde donde salía el cordón umbilical con la paga semanal como en un oleoducto, animando la supervivencia de sus familias, hijos y maridos en paro que quedaban a la espera, comatosos, peregrinando los viernes a la oficina de correos para recoger la dádiva. Como eran poco frecuentes las peleas con sangre y las borracheras, los empresarios las preferían a los hombres. Aicha había entablado amistad con las que, ocasionalmente, bajaban al pueblo. Le contaban que los sábados por la noche algunos borrachos se acercaban a los barracones donde dormían, con todo tipo de proposiciones y les pasaban billetes arrugados bajo la puerta. Los mal bebidos, incluso se lanzaban como carneros, haciendo crujir los goznes y entonces tenían que avisar a la policía. Corrían historias

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de capataces que entraban con llave cuando dormían y se dedicaban a tantear bajo las sábanas, saciando su perversión sin prisa, seguros de que nadie se atrevería a denunciarles. También se hablaba de los cobertizos, infiernos de uralita donde se ejercía la prostitución a punta de vudú. Aicha esperó junto a la puerta. Se había aferrado a aquel número de teléfono con irracional entusiasmo. Observó sus manos ajadas pero fuertes. —Eres inmigrante, eres negra, y además mujer, ¿de qué esperas vivir? La frase que le espetó, casi escupió aquel comerciante chino como una flema que le molestara en la garganta, cuando se negó a seguir vendiendo falsificaciones y ser carne de calabozo, resonaba en su cabeza puntualmente como el tañido de la campana marcando las horas. Por fin abrió la puerta y entró. Las miradas no le molestaron, estaba acostumbrada. Se sentó en una mesa y pidió un café con leche. Aguardó, vigilando el umbral de la puerta. Al cabo de diez minutos, una boca sonriente se paró en la misma entrada, observando en derredor y clavó los ojos en ella. Al encaminarse hacia su mesa, Aicha se levantó levemente y le dio la mano. El hombre se sentó y pidió otro café. Luego se dirigió a la joven: —Y bien, ¿tienes experiencia? Aicha reconoció la voz con la que había hablado por teléfono, el marcado acento apenas disimulado y observó la hilera de surcos en la frente del extraño, como las láminas de una persiana veneciana, su boca carnosa y el modo en el que se relamía al hablar. El camarero llegó con el café. —Sí, he trabajado en el campo desde muy niña. La joven acompañó su afirmación con un gesto de la cabeza. El hombre rompió el sobre del azúcar, que vertió en la taza. Luego preguntó: —La finca está lejos. ¿Tienes transporte? Aicha encogió los labios, pensó en los barracones: —La verdad es que no tengo. Podría ir caminando. El hombre esbozó una sonrisa y movió la cucharilla despacio, la levantó y dejó que el café mezclado con el azúcar cayera de nuevo en la taza. —Escucha. El jornal son cinco euros la hora o si lo prefieres, puedes ganar según los kilos que recojas. Si no tienes transporte nosotros ponemos una furgoneta, pero son tres euros por el viaje de ida y tres por el de vuelta. No tienes que preocuparte porque se te descuentan del jornal.

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Aicha apartó el café con una mano y buscó su bolso tanteando la mesa. Luego respiró hondo. Pensó en esos cinco euros, en los meses que llevaba sin trabajo. Recordó las nubes de polvo ardiente que casi sepultaban su pequeña aldea los días de viento, los jóvenes mirando con codicia las aguas turbulentas del estrecho y la playa de Almería donde le hicieron bajar de la patera, sosteniendo un niño entre sus brazos como salvoconducto. A la joven no le gustó cómo le miraba el desconocido. Estiró lo que pudo su pañuelo para cubrirse el pelo. — ¿Estás casada? — Si, mi marido me espera fuera. El hombre la escrutó desnudando sus pensamientos. En un segundo ya sabía que estaba mintiendo.

Acababa de amanecer cuando los soldados llegaron a su aldea. Aicha rememoró, sin poder evitarlo, los gritos, los disparos, su entrada en la casa antes de que pudiera ocultarse. Por suerte nada arraigó en su cuerpo y no tuvo que soportar la vergüenza de las muchachas que quedaron encinta. Era extraño verlas, nueve meses después, amamantando en silencio, casi a escondidas, a aquellos extraños frutos del odio, por otra parte hermosos. Los recuerdos removieron su semblante y comenzó a respirar pesadamente. El hombre, ajeno al drama que revivía tras las pupilas de Aicha, continuó dando vueltas al café y se dirigió a ella en su idioma: —Yo te puedo llevar en mi coche, gratis. Me encargo de proporcionar jornaleros a los agricultores de la zona. Mucho trabajo aquí y allá —se puso a señalar moviendo la mano como si dirigiera una orquesta— pasa por mis manos. Aicha escuchó, mecida por el sonido familiar de su lengua, y reconoció la misma cadencia lenta, persuasiva, que empleó su padre cuando la llamó muy serio para comunicarle que había arreglado su matrimonio con un hombre que ya tenía mujer y era veinte años mayor que ella. Su madre estaba a su lado, agachando la cabeza con resignación, pensando que su historia se repetía como una maldición en su única hija. Asumiendo que como ella no se rebelaría, porque la tradición pesaba como el plomo y quizá diciéndose a sí misma que había tenido suerte, porque su futuro marido tenía fama de ser un hombre bueno y compasivo. En la verborrea del desconocido revivieron las palabras del padre y su mirada satisfecha. —Eres joven, ¿cuántos años tienes?

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Aicha se revolvió en su asiento. Esa noche, la noche que arreglaron su matrimonio, fue cuando las historias tantas veces oídas sobre Europa se desbordaron anegando su cabeza. La esperanza, la posibilidad de vivir sin estar sometida al poder arbitrario del hombre, le infundió el valor necesario para escapar y unirse a la caravana humana que atravesaba el desierto hacia la costa norte de Marruecos. —Me quiero ir ya. No me interesa. El desconocido dejó de mover el café y apartando la cucharilla, se acercó la taza a la boca. Dio un primer sorbo y lo posó suavemente sobre la mesa. Aicha se estaba levantando de la silla, pero él todavía no estaba dispuesto a dejarla marchar. —Espera un poco—. Se incorporó levemente de la silla al mismo tiempo que ella y le mostró la mano haciendo un gesto para retenerla— Te digo que trabajo no te va a faltar. Y es sólo de vez en cuando. Muchas lo hacen, como tienen costumbre no les importa. Conozco un capataz con el que también te puedes entender. Si te portas bien, al contar las cajas te pondrá de más y ganarás bastante. Aicha pensó en las palabras de su madre, después de que se marcharan los soldados: —Piensa que ya has muerto para no sufrir. Los muertos no sienten. Se levantó de la silla contrariada. No estaba dispuesta a resignarse, esta vez no. Recordó el campamento cerca de Nador, las largas caminatas para acarrear agua, las persecuciones de la policía, los chantajes, la cantidad de veces que intentaron seducirla a cambio de pan duro, o directamente la forzaron, mientras ella se convencía de que estaba muerta y no podía sentir, los meses a la intemperie hasta que pudo subir a la patera y arribar a Europa. El hombre la agarró entonces de la mano con suavidad. —No te vayas, vamos a hablar. Pero Aicha ya estaba en la calle. Sentía una gran presión en el pecho y sudaba copiosamente. Por la puerta pasó una fila de mujeres que regresaba de los invernaderos. Repararon en el estado de la joven, se acercaron y la rodearon preguntándole qué le pasaba. El hombre retrocedió y regresó al interior del bar.

Días después, Aicha esperaba en una parada de autobús. Acababa de salir de las clases nocturnas donde aprendía a leer y escribir en español. Le gustaba la filigrana de la letra “a” con la que finalizaba el maestro la vocal en la pizarra, la sinuosa voluptuosidad de la “m”, las charlas con los compañeros al acabar la clase. El autobús

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dio el intermitente para parar y la joven subió y se sentó en el asiento libre más cercano al conductor. La visión de los invernaderos, que reflejaban el sol en su ocaso como un espejo, le turbó. Rebuscó en su bolso y sacó un libro que le había prestado el profesor. Deslizó los dedos por las hojas, hasta dar con el punto donde lo había dejado. Aunque le costaba seguir la narración, se había enganchado gracias al personaje principal, una mujer lánguida pero fuerte, que pugnaba en un mundo gobernado por la desigualdad, injusto, como el que había conocido Aicha, contra el que luchaba con sus armas y al que enseñaba los dientes. La joven leía muy despacio, moviendo los labios y siguiendo la estela de los renglones con la punta del dedo. Esa lentitud ralentizaba la acción y las palabras la envolvían como una lengua de niebla. Aicha recordó otra vez Nador, la bruma que se levantaba sobre las aguas del estrecho como un muro infranqueable, los jirones de ropa adheridos a la valla de Melilla, agitados por el siroco. Apretó sus manos y las imaginó convertidas en arietes. Las imaginó derribando una tras otra las barreras que se levantaban contra ella, como monstruosas olas encrestadas por una tormenta, contra el color de su piel, contra su cultura, contra su condición de mujer, contra su palpable pobreza. Entonces pensó otra vez en las palabras de su madre, las masticó con furia, triturándolas, las escupió contra el cristal y se dijo, escrutándose en su reflejo y contemplando la llama desafiante que bailaba en sus ojos: —Se acabó estar muerta.

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