Un viaje por Extremadura con Giuseppe Baretti

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Boa ’ De "V IA JE D E LO N D R ES A GÉNOVA A TRAVÉS D E ING LA TERRA , PO R TU G A L, ESPA ÑA Y FRA NCIA " (1760)

“UN VIAJE POR

EXTREMADURA CON

GIUSEPPE BARETTI”

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L A bril de 2010 "D ÍA D E L LIB RO "


PRESENTACIÓN

Edita: Caja de Extremadura Dep. Legal: CC-632-2010 Composición e impresión: Imprenta “La Victoria” C/ La Merced, 5 - PLASENCIA

D entro del m arco del “D ía de la C ultura y del Patrim onio H istóricoA rtístico” que la C onfederación E spañola de C ajas de A horros (C E C A ) ha hecho coincidir con el “D ia del L ibro”, la C aja de E xtrem adura, com o cada 23 de abril desde hace ahora una década, se concita con los escolares extrem eños p ara celebrar conjuntam ente la fecha m ás cervantina de nues­ tro calendario. Y lo hace de la m anera m ás adecuada a la efem éride: obse­ quiándoles con un libro e invitándoles a su lectura, a la lectura al fin. C om o es y a sabido, las sucesivas entregas van conform ando la curiosa colección “V isiones de E xtrem adura” , biblioteca en ciernes de tem a, asun­ to o autor extrem eños, todo un reto en el despliegue de acciones de la O bra Sociocultural de nuestra Entidad. Al fin prim ordial de prom oción del libro y de fom ento de la lectura, pues, añádese este otro interés de contribuir a la recuperación de la m em oria cultural de nuestra tierra y difundirla, p o r­ que esta es u n a p ru eb a m ás de la id entificación de la C aja con E xtrem adura y con los extrem eños. C orren tiem pos de dificultades económ icas las cuales exigen necesarias m edidas de contención, austeridad y m ayor y m ejor control de los gastos, y en esta línea la C aja de E xtrem adura está trabajando con rigor y seriedad; pero quiere tam bién perm anecer fiel a sus com prom isos -la fidelidad es una señal identitaria irrenunciable- com o éste de im pulso en el conocim iento de los valores culturales propios p ara su m ejor conoci­ m iento y valoración por propios y p o r extraños. Por eso saludam os la edición de este librito en que se contienen la crónica viajera de un ilustre italiano de nacim iento pero inglés de v o ca­ ción, G iuseppe B aretti quien dos siglos atrás se sintió atraído p o r estas tie­ rras, las transitó y nos legó p o r escrito sus im presiones en “Viaje de Londres a G enova p o r Inglaterra, Portugal, E spaña y F ra n c ia ” con el deseo de que sea favorablem ente acogida p o r la com unidad escolar extre­ m eña, destinataria de su publicación. VÍCTOR M . BRAVO CAÑADAS PRESIDENTE D E LA C A JA DE EX TR EM A D U R A

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PRÓLOGO “Viaje por Extremadura con Giuseppe M. Baretti” Entre los numerosos viajeros ingleses o de habla inglesa que, por los más variados motivos, recorrieron España y atravesaron en no pocas ocasiones las tierras extremeñas a lo largo de los siglos XVIII y XIX figura de manera des­ tacada Giuseppe Marcoantonio Baretti (Turín, 1719-Londres, 1789), autor de “Viaje de Londres a Genova a través de Inglaterra, Portugal, España y Francia” (Londres, 1770), versión completa en inglés de una anterior edición italiana publicada sólo en parte por causa de la censura. Escrito en forma de “cartas” familiares dirigidas a sus hermanos ( “Lettere F am iliari”), recoge con minuciosidad las incidencias diarias del largo trayecto -noventa y nueve días de viaje, los que van del 13 de agosto de 1760, fecha de su salida de Londres, al 18 de diciembre en que llega a Génova-, cuyo itinerario no quiso acortar deliberadamente para así conocer más y mejor la península ibérica: “Voy a través de Portugal y España más bien que p o r Holanda, porque de Holanda he oído y leído bastante, mientras que sé muy poco de Portugal y menos de España, pues hay sólo información muy imperfecta sobre ambos p a íse s”, declara Baretti en la carta Ia donde da noticia de su partida. A este interés infor­ mativo debe añadirse la actitud con que encara el viaje: “No hice aquel viaje como las postas y los arrieros, sino que m e fu i deteniendo, viendo y observan­ do a do parecióm e que había cosa de ver y observar (...) habiéndome yo dete­ nido en aquellas ciudades de España que saliéronme al encuentro el tiempo que me pareció bastante, si no para informarme a fondo a lo menos para tomar un pequeño baño de las costumbres, genio, carácter y estado actual de los españoles, y en particular de su literatura”, declara en otro lugar y momento. Las largas jom adas de este primer viaje (hubo un segundo de más corta duración, cuatro meses, que discurrió por itinerario distinto y del que también dejó constancia escrita) quedan reflejadas en ochenta y nueve “car­ tas” de las cuales nueve corresponden al tránsito por Extremadura , con entra­ da en “Badajoz, 22 de septiembre de 1760, al anochecer” y salida por “Naval Moral, 30 de septiembre de 1760”, fechando las siete restantes en Talavera la Real, Mérida, Miajadas, Jaraicejo y Almaraz, las que se recogen precisamente en este librito (Cartas XXXVIII-XLVI).

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Esta técnica de la “carta-diario” que emplea Baretti en su relato via­ jero le vino sugerida, según confesión propia, por un amigo y benefactor suyo al tiempo que guía y conductor de sus estudios de literatura inglesa con el que compartió, además de notas de carácter, gustos y aficiones: "En las descrip­ ciones que siguen espero m ostrar que no he regateado esfuerzos para, en algu­ na medida, llevar conmigo al lector, hacerle ver lo que vi, oír lo que oí, sentir lo que sentí, y hasta pensar e imaginar lo que yo mismo pensé e imaginé. Si este método resultara agradable y lograra el honor de una recepción fa vo ra ­ ble a mi trabajo, lo deberé en gran parte a mi más respetado amigo, el doctor Samuel Johnson, que me lo sugirió cuando emprendí mi prim er viaje a España. Fue él quien me exhortó a escribir todos los días y con la mayor minu­ ciosidad posible; fu e él quien señaló los temas que más interesarían y más deleitarían en una futura publicación. ” Según podrá comprobar inmediatamente el lector, el resultado de esa voluntad estilística de Baretti es un cuadro muy animado y vivo de la Extremadura de la época (segunda mitad del s. XVIII) en el que conviven las noticias de los caminos y lugares por donde transcurre el viaje, las historias sobre sus poblaciones, las costumbres de sus habitantes junto con las conver­ saciones con las gentes con quienes se topa. N ada parece ni resulta ajeno al interés de nuestro autor-viajero; cualquier asunto por insignificante que pudie­ ra parecer suscita su curiosidad, sin obviar la emisión de juicios y reflexiones sobre lo que ve y oye. Esta capacidad de observación y de receptividad para con todo lo que ve y oye debe asociarse a la condición del periodista que fue Baretti, fundador y redactor único de la “Frusta Letteraria”, un periódico de enorme influencia desde el que ejerció con rigor la crítica bajo seudónimo sobre los más variados temas y asuntos, lo que le acarreó numerosos sinsabo­ res; una aventura periodística que se une a las otras tareas y oficios de traduc­ tor, preceptor, lexicógrafo y ensayista en que hubo de ocupar su azarosa vida y su inteligencia, nada común, urgido las más de las veces por pura necesidad. En fin, dejemos constancia de una última nota del “ Viaje” de Baretti: se trata del segundo libro sobre España publicado en inglés en el s. XVIII; le precedió “Cartas que conciernen a la Nación Española” (1763) del reveren­ do Edward Clarke escritas durante su estancia en M adrid los dos años anterio­ res. Sólo queda ya invitar a la lectura de este interesante relato pues a esta finalidad principal obedece la publicación, en la certeza de que hallará en ella el lector materia para ampliar el conocimiento de nuestro pasado y deleitarse, un binomio que preside nuestras “Visiones de Extrem adura”. TEÓFILO GONZÁLEZ PORRAS A B R IL D E 2010

“UN VIAJE POR

EXTREMADURA CON

GIUSEPPE BARETTI’


CARTA XXXVIII Asuntos amorosos, vacas blancas, un cardenal, un viejo amigo, y una carta portuguesa Badajoz, 22 de septiembre de 1760, al anochecer Tengo suerte de marcharme de estas regiones. Si me quedase, aunque fuese por muy poco tiempo, me volvería loco, aun cuando soy bastante viejo como para ser juicioso. Sí, si yo me demorase aquí por un momento nada más, mi filosofía, que se ha mantenido bravamente por diez años sin ceder ante las repetidas hostilidades de la belleza inglesa, mi pobre, mi tonta, mi despreciable filosofía se rendiría ante un poder que me avergüenzo de nombrar. Pero dejadme seguir el hilo de mi his­ toria con mi método acostumbrado. Eran las nueve de la mañana cuando todavía no había cerrado los ojos. Ver bailar y los nervios de escribir me habían encendido demasiado la mente. Me levanté y fui a la temblo­ rosa galería donde algunos de los hombres estaban comiendo carne asada y olivas aderezadas con las cuatro mujeres españolas. Un extraño desayuno, pensé. Cuando entré las mujeres me saludaron con la cabeza y sonrieron, y los hom­ bres me invitaron a hacer lo que ellos estaban haciendo, lo cual decliné. La gente dice que los españoles desayunan siem­ pre chocolate. Quizá lo hacen cuando están en casa; pero aquí el rumor general era rotundamente desmentido. Como habían visto cuánto me había complacido, des­ pués del desayuno bailaron otro poco de fandango para cum­ plimentarme: una muestra de cortesía española que no debería pasar desapercibida. Pero mientras algunos estaban bailando así, otros se estaban afeitando en la misma estancia. Esto en 11


otros países habría supuesto una intolerable falta de educa­ ción; pero aquí no es nada. Esta gente vive verdaderamente sans fagon, o por decirlo mejor, á la Tartare. Cuando acabó este corto baile, las mujeres se fueron a misa a pesar de que continuaba lloviendo mucho. A las muje­ res españolas parece que, como a las portuguesas, les gusta oír misa todos los días del año. A las italianas sólo los domingos y días de precepto, especialmente cuando son jóvenes. En con­ secuencia fueron a coger las mantillas, que son los velos blan­ cos con que se cubren la cabeza y la parte superior del cuerpo. No necesito deciros que durante la noche yo había mirado más bien a menudo los ojos de Paolita, y que ella me había hecho entender claramente varias veces que no le desagradaba la pre­ ferencia que le daba a ella sobre la morena Teresuela, e inclu­ so sobre su guapa hermana; y, puesto a ello, puedo también deciros que cuando fuimos a ver la fogata, en la oscuridad alguien me dio un pellizco en el brazo y rozó su mano con la mía. Las mujeres y los hombres dejaron la galería y fueron a la iglesia. Pero apenas habían alcanzado el pie de la escale­ ra cuando vuelve Paolita a coger su guante. Subió los escalo­ nes con tal celeridad, y apareció ante mí de forma tan inespe­ rada, que casi perdí la vista de la sorpresa. ‘‘Dios te de mil años de bien, estrangero”, dijo retirándose el velo y hablán­ dome al oído. No tenía preparada otra contestación más que darle un beso en el ojo derecho, y otro en el izquierdo; y antes de que pudiera recobrarme, había volado. ¡Se ha ido! ¡Y me ha dejado, no puedo decir en qué condición! ¡Por qué tenía que olvidar un guante, o volver a desearme bien! También yo se lo deseo, y con mil corazones que tuviera, pero sólo soy un viajero en este país; y, lo que es peor, he viajado ya más allá de mis cuarenta años. ¡Por qué pensó en su guante! ¡Oh, Sénecas, Boecios, vosotros todos los

sabios, cuyas páginas una vez leí con alguna atención, humil­ demente os pido perdón por haberlas leído, como me doy cuenta ahora, con tan poco provecho! ¡Una mirada, un pelliz­ co, una nada, han probado ser más fuertes que una docena de vosotros, y han puesto instantáneamente patas arriba esa vasta colección de sabiduría que he estado reuniendo durante años y años de vuestros volúmenes! Pero ¡no pensemos más en ella y dejadme seguir con mi narración! La larga vigilia me había hecho retrasar la salida, y así dejé Elvas a las tres de la tarde. La lluvia continuaba cayendo. Cuando llevábamos dos horas cruzamos un torrente llamado Caya, que es en ese lugar la frontera entre Portugal y España. Aunque ese torrente se puede cruzar a pie enjuto casi todo el año, estaba ahora tan crecido por la lluvia, que lavó la barriga de mis muías, así que perdí toda esperanza de tener las can­ ciones que Paolita me había prometido, viendo claramente que los asnos en que las dos hermanas debían cabalgar de vuelta a Badajoz no podrían vadear el Caya esa noche. Pero ¡veis! Aquí está ella de nuevo. ¡Vete muchacha, vete! No pensaré más en ti. ¡Tengo cuarenta años! Desde Elvas a ese torrente mis pensamientos no fueron agradables. Sin embargo, sentí una súbita alegría cuando alcancé el lado opuesto del torrente. Por fin Portugal quedaba tras de mí, y los calesseros (no más calesseiros) me asegura­ ron que a partir de entonces viajaría mucho mejor. No más estallages en España, sino posadas. No más echarse en el suelo sobre esteras y paja, sino en camas altas rellenas de lana, y sábanas limpias cada noche, si usted quiere. Badajoz, antiguamente Pax Augusta, es una ciudad fortificada construida en una pequeña eminencia, a una legua más o menos del Caya. Entramos por un puente de piedra sobre el río Guadiana. Ese puente es uno de los más largos y magníficos que he visto hasta ahora. Si fuese un poco más

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ancho haría honor al mismo Támesis. Es el paseo favorito de los pacenses al anochecer. Me gustó mucho al llegar al Guadiana ver a lo largo de la margen opuesta a la ciudad un gran rebaño de vacas blancas como la leche. Su número no era menor de quinientas, que es más de las que contiene el Allemtejo y la Estremadura Portugueza. Al menos puedo afir­ mar que no vi una sola de Aldeagallega a Villa Vizosa inclusi­ ve. En Elvas en verdad vi alguna, pero era por la feria que tenían allí. ¿De dónde sacan los portugueses tantos toros como matan en el anfiteatro de Campo Pequeño los domingos? ¿Y de dónde los bueyes que arrastran sus chirriantes carretas, o la carne del carnicero que se come en su metrópoli? Supongo que tienen alguna provincia al oeste del Tajo más fértil y abun­ dante en pastos que las dos arriba nombradas. En el extremo norte del puente de Badajoz hay una puerta flanqueada por dos torres redondas de piedra o maz­ morras. Detrás de esta puerta me dieron la bienvenida a España dos individuos a quienes a primera vista confundí con dos jesuítas, pues se cubrían los dos con capas negras que lle­ gaban hasta el suelo y llevaban sombreros de ala ancha en la cabeza. Pero por su diligencia conmigo me di cuenta de que eran aduaneros. Me pidieron que ordenara a los calesseros ir hasta la Aduana, donde abrieron y registraron mis baúles; pero no de la forma salvaje que se practica en Inglaterra, donde un tosco truhán descompone todas tus cosas sin ninguna discre­ ción, te descose las casacas si tiene la menor sospecha de que hay encajes escondidos entre el forro y la tela; y cuando te ha vejado mucho, obtiene de ti algunos chelines como recom­ pensa por su grosería y brutalidad. Esta, entre otras muchas, es la inconveniencia que los viajeros deshonestos han traído sobre los honestos. La mayoría de los seres humanos son ladrones; y muchos de ellos están perpetuamente tratando de defraudar a los soberanos de

sus derechos por medio de lo que se llama contrabando. Los que han sido comisionados para recaudar estos tributos no pueden leer la decencia o la picardía en la cara de los que van y vienen y distinguir al contrabandista del caballero. Por lo tanto, exponen a todos indistintamente a la molestia de ser registrados. En Inglaterra son completamente insufribles. Allí, a veces, me he escandalizado de ver incluso a las señoras tra­ tadas con una indecencia que los más rudos bárbaros se aver­ gonzarían de practicar. El gobierno español, parece, actúa con más generosidad a este respecto que el inglés, y no piensa que el contrabando que los viajeros puedan esconder en un baúl sea un objeto de mucha atención o una disminución de las ren­ tas públicas digna de consideración. La Posada de Santa Lucía, donde me apeé, no es mucho mejor que un estallage portugués. Sin embargo, sus muros son sólidos, el techo no está resquebrajado, y el suelo no está pavimentado con piedras como la calle. Aquí, como en Portugal, las ventanas no tienen vidrios, solo postigos que dejan la luz fuera cuando tratas de protegerte de la lluvia, el viento o el frío. Ni cajones, ni roperos, ni espejos. Aquí dice Batiste, tales piezas de ajuar no están á la mode comme en France. Aquí las sillas se tambalean y las mesas están gra­ sicntas, exactamente como en los estallages. Pero las camas altas son una cosa que no tienen los estallages, y en cuanto a este señor (no más senhor) posadero, seríamos los mejores amigos del mundo si yo fijara mi residencia en Badajoz. Toca la guitarra mejor que cualquiera que yo haya oído hasta ahora, y su cortesía es igual a su habilidad musical. Tocaba mientras me afeitaba para desenfadar a usted, dijo; esto es para divertirme mientras tanto. ¿Podría llevar más lejos su cortesía? En cuanto llegué despaché a Batiste con una nota para el cardenal Acciaioli, informando a Su Eminencia de mi lle­

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gada y pidiendo licencia para ser admitido al bacio della sacra porpora y ofrecerle mis servicios para Italia, adonde iba sin dilación. Mientras esperaba la respuesta, un caballero se pre­ cipitó en mi cámara y me abrazó, antes de que yo me diera cuenta, gritando ben trovato, ben trovato. Clavé en él la vista, miré, y no le conocía. “¿Cómo? ¿No conoce a su viejo amigo milanés, Merosio?” “¿Ah, doctor, es usted?” Era uno de mis compañeros favoritos de juventud. Se había encontrado con Batiste, a quien había conocido en Lisboa, en la calle. “¿Qué haces aquí, Batiste?” “Señor, estoy con mi antiguo amo, el señor tal, y vamos a Italia.” “¿Qué? ¿Mi viejo amigo de Turín?” “Sí señor, es de Turín. Si es usted amigo suyo vaya a la posada y lo verá.” Esto fue, como podéis imaginar, una deli­ ciosa sorpresa para el doctor y para mí. Nos hicimos mutua­ mente un montón de preguntas en un momento, y no podía­ mos salir del asombro ante tan bell ’incontro en un rincón tan remoto del mundo como Badajoz. El cardenal, a quien mi nombre no le era completamen­ te desconocido, me mandó palabra de que estaría contento de verme, y a él fui con Merosio, que es su médico. Me recibió con amabilidad, y parecía muy complacido con la alegría que bri­ llaba en los ojos de dos amigos que se han encontrado inespe­ radamente en la ribera del Guadiana. Allí pasé una velada muy agradable, y Portugal, Roma e Inglaterra nos dieron tema de conversación durante cinco horas. Con Su Eminencia hay un joven monsignore, su sobrino, y varios caballeros italianos, todos cordialmente cansados de su larga estancia aquí, y todos deseando cambiarla por Roma. Badajoz, dicen, no es una resi­ dencia muy cardenalicia. Exceptuando al gobernador, conde de la Roca, y dos o tres oficiales de la guarnición que han visto mundo, no hay en él gente preparada para la conversación. Los pacenses, que quizá no vieron nunca un cardenal dentro de sus murallas desde que se construyeron, rinden a Su Eminencia una

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especie de respeto que raya en adoración, o idolatría, como él lo llamó, que devuelve con innumerables bendiciones cuando sale. Pero este intercambio de afecto no mejora las cosas para él, y sus días pasan lánguidos, más que sosegados. ¿Y cómo pasa las noches? ¡Felices nosotros, oscuros mortales, a quienes lo único que nos turba el sueño es la dureza de un colchón y el pensa­ miento de Paolita! No siempre es malo ser un oscuro mortal y estar por debajo de la atención de reyes y papas. No necesito deciros qué accidente trajo a un hombre de su importancia a esta ciudad. Los periódicos os han informa­ do del trato que recibió en Lisboa, y cuán duramente fue expulsado de allí con todo su séquito. Fui lo bastante atrevido como para preguntarle la razón. “Creo verdaderamente”, dijo, “que quienes lo hicieron no lo saben mejor que yo. Me traje­ ron una orden escrita de abandonar Lisboa en una hora; pero los cincuenta soldados que trajeron esa orden no me dieron ni un minuto. Su comandante me precipitó en un barco sin darme tiempo a cerrar mi escritorio, me hizo cruzar el Tajo, y me vio en el Caya en cuatro días. En el camino no tuve una cama y apenas algo de comer; y todo esto sin yo saber por qué. Pero venga a verme cuando esté en Italia y entonces le diré más cosas. Aquí”, añadió con una sonrisa, “debo ser un gran polí­ tico y no decir nada.” Mañana pienso hacer lo mismo que hoy y andar no más de tres leguas. Pasaré toda la mañana con mi amigo, que, como un verdadero milanés, sufre por la situación de su amo, aunque no sabe más de sus asuntos que yo. Terminaré ésta con la carta escrita por Dom Luiz da Cunha, secretario de Estado, al cardenal, y mandada con el oficial que debía acompañarle hasta el Caya.

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CARTA Que de Orden de S. Magestade escreveo o secretario de Estado Dom Luiz da Cunha ao Cardinal Acciaioli para sahir da Corte de Lisboa. Eminentissimo e reverndissimo Senhor: Sua Magestade, usando do justo, real, e supremo poder, que por todos os direitos Ihe compete, para conservar illeza a sua authoridade regia, e preservar os seus vassallos de escándalos prejudiciaes á tranquilidade publica dos seus reinos: Me manda intimar a Vossa Eminencia que logo inme­ diatamente á apresentacáo desta carta haja Vossa Eminencia de sahir desta corte para a outra banda do Tejo, e haja de sahir via recta destes reinos no precizo termo de quattro días. Para o decente transporte de Vossa Eminencia se acháo promptos os reaes escaleres na praya fronteira á caza da habitando de Vossa Eminencia. E para que Vossa Eminencia possa entrar nelles, e seguir a sua viagem e camino, sem o menor receyo de insul­ tos contrarios á proteccáo que Sua Magestade quer sempre que em todos os cazos ache e seus dominios a immunidade do carácter de que Vossa Eminencia se acha revestido; Manda a dito Senhor ao mesmo tempo acompanhar a Vossa Eminencia até a fronteira desde reino por huma decoroza e competente escolta militar. Fico para servir a Vossa Eminencia com o maior obse­ quio. Déos guarde a Vossa Eminencia muitos annos. Pago a 14 de Junho de 1760. De Vossa Eminencia obsequiozissimo servidor, D.Luiz d a C u n h a

En inglés: CARTA Que por orden de Su Majestad Dom Luiz da Cunha, secretario de Estado, escribió al cardenal Acciaioli para que inmediatamente saliese de la corte de Lisboa. Eminentísimo y reverendísimo Señor. Su Majestad, haciendo uso de su justo, real y supremo poder al cual tiene toda clase de derechos, para conservar inviolable su real autoridad y preservar a sus súbditos de escándalos que pudieran ser perjudiciales para la tranquilidad pública de sus reinos, me manda informar a Vuestra Eminencia, que, en cuanto ésta le sea presentada, debe aban­ donar inmediatamente esta corte y pasar a la ribera opuesta del Tajo, para salir seguidamente de estos reinos al término de cuatro días. Para el decente transporte de Vuestra Eminencia, las reales falúas estarán listas ante la casa habitada por Su Eminencia. Y para que Su Eminencia pueda entrar en ellas y con­ tinuar su viaje sin el menor miedo de insultos contrarios a la protección que Su Majestad garantiza en todo momento en sus dominios a la inmunidad del carácter del que Su Eminencia se halla revestido, el dicho Señor manda al mismo tiempo que Su Eminencia sea acompañado hasta la frontera de este reino por una decorosa y competente escolta militar. Quedo al servicio de Su Eminencia con el mayor obse­ quio. Dios guarde a Vuestra Eminencia muchos años. En el palacio, 14 de junio de 1760. De Su Eminencia el más obse­ quioso servidor, D.Luiz

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da Cunha


CARTA XXXIX Lección para escritores ambulantes Badajoz, 23 de septiembre de 1760, por la mañana temprano Anoche tuve la curiosidad de volver a leer todas mis cartas que tienen fecha portuguesa: luego, rumiando un poco el con­ tenido, me dije a mí mismo: “Bien, supongamos que alguna vez se te metiera en la cabeza imprimir estas cartas, ¿cómo piensas que las recibiría la gente? Tú sabes, señor viajero, que antes de aventurarse a imprimir, todo hombre considerado debe hacerse esta pregunta dos veces. Por tanto, permíteme preguntártelo otra vez, ¿qué dirá la gente de tu trabajo cuando se imprima?”. El amor propio contesta sin ninguna duda que todos los mortales se alegrarán de su publicación. Que los hombres más atareados y las mujeres más cuidadosas dejarán sus asun­ tos, como también sus placeres, para disfrutar de una obra tan deliciosa. Que todos se unirán a coro para aplaudir la elegan­ cia de mi lenguaje, la rapidez de mi estilo, la variedad de mis pensamientos y la justeza de mis observaciones. Que todo el mundo me llamará un agradable pintor de objetos materiales, me considerará un hábil indagador de costumbres y maneras, e infaliblemente me colocará entre los más esmerados, bri­ llantes e instructivos escritores que Italia o cualquier otro país produjo nunca. Pero el amor propio, hermanos, el amor propio es un picaro traidor en quien nadie debe confiar nunca. El amor pro­ pio aprovecha toda oportunidad para halagar y lisonjear y lle­

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var a un hombre el error, y no hay nadie vivo que no haya teni­ do muchas razones para desconfiar de sus sugerencias; y ahora que he inspeccionado tranquilamente el tout ensemble de mis cartas portugueses, y predeterminado durante una hora el efec­ to que pueden producir en las mentes de la generosidad de mis lectores, declaro que no estoy tan completamente satisfecho con ese tout ensemble como estaba con cada una de las cartas cuando las escribí a intervalos de veinticuatro horas. Tengo cierta aprensión de que alguno de mis lectores las encuentre demasiado sarcásticas y, lo que sería peor, que le llevasen a formar opiniones sobre los portugueses que nunca pretendí comunicar. Si cada una de estas cartas fuera leída separada del resto, estoy seguro de que nadie sospecharía en mí malignidad y mala voluntad hacia los portugueses y su país. La descrip­ ción de malas posadas en una región rara vez frecuentada por viajeros, la relación de la necedad de un barbero o la imperti­ nencia de una moza, y otras cosas parecidas, serían quizá divertidas durante el corto tiempo empleado en la lectura, y no dejaría detrás ninguna impresión de deshonor para Portugal y la generalidad de sus habitantes. Cada carta no tendría otro efecto que el que produce en la mente de quien lo lee el bur­ lesco Capitolo escrito por nuestro poeta Bemi1 a su amigo el famoso Fracastorius2 en vituperio de Settignano (un pueblo en territorio veronés); y todo el mundo se reiría probablemente del tema de la pintura y también del humor del pintor, como es el caso de ese Capitolo. Pero temo que mis relatos burles­ cos, tomados todos juntos, produzcan un efecto diferente del que produciría uno solo, y me pongan a un mismo nivel con esos viajeros enfadados e insolentes que en los países que des­ criben buscan sólo motivos para condenar y desaprobar. 1. Francesco Bemi (1497-1535). 2. Girolamo Fracastoro (1483-1553), médico y humanista italiano.

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Por lo tanto, para que mi lector no forme a causa de mis cartas (si las publico, como es mi intención) más ideas desfavorables sobre los portugueses que las que pretendo, le advertiré aquí que observe que, aunque la proporción de cen­ sura y ridículo puede ser en ellas mayor que la de alabanza y encomio, sin embargo, no debe precipitarse a deducir de mi testimonio que ambos, el país y los portugueses, no merezcan su estima. He visto muy poco de los dos, y no he tenido medios de dar ningún juicio sobre las clases media y alta. Por lo tanto, si algún lector se encontrara dispuesto a tomar mi palabra y dar crédito implícito a mis cartas, que controle su imaginación y no confunda esas dos clases con la más baja. El cardenal Acciaioli (cuya sinceridad es mayor que su política) y los caballeros de su séquito, que no tienen grandes razones para estar enamorados de los portugueses, me han asegurado que en ambas clases, la alta y la media, hay muchas personas estimables en Lisboa; y lo poco que he dicho de los ermitaños del Convento de Corcho, el párroco de Arrayolos, el magistra­ do de Villa Vizosa y algunos otros, deberían convencer a mis lectores de que no intento hacerles ver Portugal como un país completamente privado de cortesía y hospitalidad. Ciertamente, no tengo una gran opinión de su literatura y artes o de su plebe; y mi desdén es la consecuencia natural de mis observaciones, aunque éstas sean muy precipitadas, muy superficiales. No olvidemos, sin embargo, que las artes y la literatura no pueden ser muy cultivadas en países de pequeña extensión, como es Portugal; y respecto a la parte más baja de cualquier nación, hay siempre una amplia diferencia entre las maneras que prevalecen en una gran metrópoli y en el país que depende de ella. Todas las metrópolis abundan en vicios casi desconocidos para los habitantes de los pequeños pueblos y aldeas, y esta reflexión debe servir para equilibrar las que he hecho condenando a los picaros que me tiraron piedras en el

valle de Alcántara. Estoy persuadido de que una tal aventura sólo la hubiera encontrado en los alrededores de una metrópoli. Ojalá hubiese estado en mi poder ir a visitar la univer­ sidad de Coimbra y el reino del Algarve, no mencionado casi en ninguna parte más que en la moneda portuguesa. Una des­ cripción de ese reino y esa universidad posiblemente hubieran mejorado mis ideas sobre el pueblo portugués; y también lamento que en este viaje no me haya sido posible vagabun­ dear un poco por las riberas del Minho y del Douro y exami­ nar cuidadosamente las costumbres y maneras de los que beben de su caudal. Mas ¿qué vale desear cuando no somos lo bastante ricos para satisfacer ni nuestra curiosidad ni la de nuestros amigos? Pero puesto a desear desearé que algún via­ jero futuro, que posea suficiente tiempo, riqueza y sagacidad, venga a esta parte de Europa y dé una descripción de ella más amplia y más circunstancial. El mundo literario necesita infor­ mación completa de un país del cual ni siquiera su capital ha sido aún descrita.

CARTA XL Esbozo de las aventuras de una señora. Venid a ver el reloj. Poesía talavereña Talaverola,1 23 de septiembre de 1760 Merosio vino a veme esta mañana temprano y me informó muy minuciosamente de lo que le ha sucedido desde que nos separamos en Milán, y qué serie de accidentes le ha traído finalmente a Badajoz con el cardenal Acciaioli. Además de las suyas contó las aventuras de su esposa, una inglesa con quien se casó hace unos años en Lisboa. Aunque su nombre había 1. Talayera la Real (Badajoz).

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* Cumplí esa promesa en el año 1765 y pasé unos pocos meses en Ancona con él. Murió poco después de que yo dejara el lugar y, como mis amigos anconianos me escribieron, fue senti­ do universalmente.

muchos aspectos muy desagradable para un hombre de sus cualidades, hábitos y temperamento social. Temo que los tra­ bajos que sufrió en Lisboa perjudiquen su salud. Alrededor de la una de la tarde me despedí de él, de mi amigo y del lugar de nacimiento de Paolita con el corazón lleno del más sincero pesar, y después de cabalgar dos horas cruzamos un torrente llamado Guadixa. Hoy ha visto sólo una cabaña en el espacio de tres leguas. Este pueblo de Talaverola es pequeño, y la única cosa pomposa que he observado en él es la corta ins­ cripción de la puerta de la posada: Mesón por los Cavalleros. Sería más apropiado si dijera por los muleteros. Sin embargo, se le puede considerar como un castillo encantado construido por Armida para Rinaldo comparado con los estallages. Mientras hacía tiempo delante del mesón esperando la cena, un puñado de niñas vino a ver al estrangero. Cuando les preguntaba su nombre y otras cuestiones igualmente impor­ tantes, saqué el reloj. Una de ellas, al verlo, me preguntó qué era. “Un relox”, dije, “que me dize las horas. ” “¿Habla el relox?”, replicó la vivaracha niña. “Mira aquí, querida”, le dije. “Cuando esta aguja apunta a esta marca, es la una; cuando a ésta, son las dos, y así.” “Pero ¿cómo va la aguja”, dijo la niña, “de una marca a la otra y le le dice la hora que quiere saber?” La pregunta era un tanto difícil, pues no sabía qué palabras usar para satisfacer su curiosidad. Para ahorrarme el trabajo de una larga explicación que podría al final resultar incomprensible, le puse el reloj en el oído y le hice notar el tictac interior. No podéis imaginar su impresión al oírlo. Nunca he visto un rostro tan marcado por la sorpresa como el suyo. Todas sus amiguitas tuvieron que tener el reloj pegado al oído, y era muy divertido ver el efec­ to que producía en sus pequeñas mentes. Incapaces de conte­ ner el asombro causado por el ruidito, algunas de ellas corrie­ ron por la calle, llamando a la chiquillería de pueblo, y la tra­

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sido mencionado allí en el Café Inglés, no pude sospechar que se trataba de la esposa de mi amigo, ya que su nombre fue mal pronunciado por los que hablaron de ella. Parece que es un ser asombroso. Ha estado en las cuatro partes del mundo y habla varias lenguas, entre ellas la de los indios de los alrededores de Goa, donde residió como dama de honor de la infortunada virreina, marquesa de Távora, que fue decapitada en Lisboa con el duque D'Aveiro. Ha estado también en Japón con su primer marido, un médico holandés con quien se había casado en Batavia; y sólo hace poco fue redimida de una larga escla­ vitud, y pasó de Marruecos a Gibraltar en el buque inglés que fue a Berbería para recoger a muchos cautivos de la nación inglesa que naufragaron el año pasado (si no me equivoco) en un barco de guerra llamado el Litchfield. Tres años antes un pirata de Salé había apresado a la señora Merosio en un barco portugués, y habría pasado el resto de su vida en cautividad si no hubiese sido inglesa. Como tal fue redimida con la tripula­ ción del Litchfield. Poco después de ser vendida en Marruecos llegó a ser gran favorita de una sultana a su vez favorita, y estuvo allí tiempo bastante para aprender la lengua. Informó a su marido desde Gibraltar de que los presentes que su ama le había hecho cuando se vio forzada a separarse de ella serían más que suficientes para vivir el resto de sus días tranquila­ mente. Él ha querido que tome el camino de Italia y se reúna con él en Génova o Milán. La narración de su vida haría un buen libro, y si la veo en algún lugar de Italia la animaré a ello y le ofreceré mis servicios para ese trabajo. El cardenal, cortésmente, me ha hecho prometer que le haré una visita cuando estemos todos en el lado bueno de los Alpes.* Sentí de veras dejarle en un lugar que debe de ser en


jeron alrededor de mí para ver y oír el relox del cavallero. ¡Feliz el niño o la niña que podía oírlo dos veces merced a mi principesca condescendencia! ¡Quién pudiera haber pensado que tenía a mi alcance el medio de hacerlos a todos tan feli­ ces! Y varios de los hombres y mujeres que corrieron al bulli­ cio de las criaturas me tomaron por el más respetable hidalgo gracias solamente a mi reloj. Así pasé una hora inmensamen­ te complacido con su asombro y su inocente alegría. Medid ahora vosotros la proporción de conocimiento que hay entre Londres, París o Roma, y el pueblo de Talaverola en la Estremadura española. Al volver a entrar en el mesón, y al inspeccionar sus muebles, vi en un rincón, colgado en la pared, un cepillo con esta inscripción: O tu honrado Cavallero Que llegáis a este Mesón Da un ochavo a las almas, Yponlo en este Cajón. Mira que la obra es buena Del divino Concistorio, Y lo admite de mano ajena Para que salgar1 de pena Las almas del Purgatorio. Aquí no hay relojes, dije yo, pero hay poetas; y para pasar otro rato traduje esos versos en italiano así: Signor dabbene e bello Qui giunto a suo grand'agio, Deh lasci un quattrinello Dell ’anime in sufragio! Vossignoria Illustrissima

Fará cosa gratissima Al santo Concistorio Con pecunia pochissima Per chi sta in Purgatorio. Y con esto me despido del Píndaro del Guadixa, o el bardo talaverolano; llamadlo como queráis.

CARTA XLI Tedio de la uniformidad. Adelfas. Semillas de melón. El General Muza Mérida, 26 de septiembre de 1760 El Spectator1 inglés nos aconseja que llevemos una relación minuciosa de lo que hacemos todos los días para que cuando leamos más tarde podamos ver cómo ha pasado nuestro tiem­ po, nos avergoncemos de la manera que lo hemos gastado, y lo empleemos mejor en el futuro. Para explicar por qué de entre los muchos que han oído tan buen consejo, ninguno, quizá, lo siguió nunca, pueden darse muchas razones. Pero la mejor, en mi opinión, es que un diario tal sería uniforme, y la uniformidad es una cosa muy aburrida. Cada página sería como la anterior porque en gene­ ral los hombres hacen hoy y harán mañana lo que hicieron ayer y antes de ayer. Muy pocas son las vidas tan diversifica­ das que permitan pasar rápidamente de una actividad a otra; y escribir y leer una y otra vez la misma historia sólo conse­ guiría agravar el tedio de la uniformidad. 1. Periódico fundado en 1711.

1. Léase salgan.

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Sin embargo, es providencial que la uniformidad sea desagradable. Si al hombre no le moviera una invencible aver­ sión a ella, con seguridad que se abandonaría a la ociosidad después de proveer a la necesidad presente, y su cuidado casi nunca prevendría las necesidades de mañana. Nuestra aver­ sión a la uniformidad nos hace odiar la cárcel sobre todas las cosas porque allí la vida pasa con mayor uniformidad que en ningún otro sitio. ¿Y por qué deseamos todos un crecimiento incesante de nuestra riqueza, sino porque sabemos que las riquezas proporcionan los medios más eficaces para hacer la vida variada? Realmente todos nuestros esfuerzos tienden a ese fin, y pienso que todos los hombres dedicarían, si pudie­ ran, parte de su vida a viajar porque suponen que ello propor­ ciona mucha variedad. Pero yo, que lo he experimentado varias veces, no soy completamente de esas opinión. ¿Qué estoy haciendo ahora mismo sino lo mismo una y otra vez? Por la mañana me levanto temprano de una mala cama, monto en la calesa hasta la hora de la comida; entonces me apeo y como; después vuelvo a montar en la calesa hasta la hora de la cena; entonces me apeo y ceno; luego me acuesto en otra mala cama. Ni hablo más, ni veo más objetos que cuando estaba en la inmensa metrópoli de Inglaterra, donde un hombre puede vivir cien años y, sin embargo, ver todos los días muchas, muchas cosas que serán nuevas para el hombre que más haya visto. Entre los recursos que me ayudarán a romper lo más posible esta uniformidad he optado por escribir una narración minuciosa de este viaje; pero entre los muchos inconvenientes de este recurso, uno es que difícilmente puedo librarme de comenzar las cartas uniformemente con “Esta mañana”. Para evitar tan desagradable monotonía me veo en los mayores apuros. Todas las noches someto mi mente a no pequeños tor­ mentos y recurro a diversas estratagemas para escapar de ella

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por vosotros y por mí. Unas veces el remedio será alegre, otras, soso. Soso o no, debo decir ahora que esta maña salí de Talaverola a las ocho, y no he dicho, ni visto, ni hecho nada en todo el día que pudiera consolarme de la aburrida uniformi­ dad. He observado solamente que las adelfas (laurel rosa) que se cultivan con tanto cuidado en nuestros jardines italianos por su hermosa flor, crecen espontáneamente en las riberas del Guadiana. Después de esta información poco importante, debo daros otra igual de insignificante: y es que hacia mediodía nos sentamos Batista, los calesseros y yo a la orilla del Guadiana para comer lo que habíamos trido con nosotros, pues no hay posada alguna entre Talaverola y Mérida, a pesar de que dista seis leguas una de otra, excepto una llamada Lobón que ya he olvidado si es venta o una aldea. Hacia las ocho de la noche entramos en esta ciudad de Mérida por un puente casi tan bello como el de Badajoz. Pocos ríos de Europa pueden alardear de dos puentes tan nobles como éstos que adornan el Guadiana. No lejos de Talaverola com­ pramos a un campesino unos melones que resultaron ser tan buenos como los mejores de Antalupo en la Romaña, Malamocco cerca de Venecia, Caravaggio en Lombardía, o Cambiagno en el Piamonte; y éste es uno de los sucesos poco importantes de hoy. Le había encargado a Batiste que guardaralas semillas, las cuales me proponía plantar en casa para contri­ buir con mi óbolo a la propagación de las cosas buenas de este mundo; pero el atolondrado mozo olvidó mi orden y las tiró. He dado un paseo por las calles de Mérida. El padre Mariana dice en su historia que Muza, un general de Marruecos, mirando esta ciudad desde lejos, sintió un fuerte deseo de hacerse amo de ella, y lo consiguió con esta estrata­ gema: como los habitantes se defendían con la mayor obstina­ ción sabiendo que era viejo y esperando que muriera pronto y, como es lógico, el sitio fuera levantado, el general Muza se tiñó

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el pelo blanco de negro; después les envió un mensaje diciéndoles que le alegraría tratar con ellos y poner fin al sitio. Ellos satisficieron su deseo, pero sus delegados, viéndolo rejuvene­ cido, se aterrorizaron tanto que aconsejaron la rendición. Creo que en tiempos pasados Mérida fue un noble lugar, cuando se llamaba Augusta Emérita y era la metrópoli de Lusitania; pero el tiempo la ha cambiado. Se pueden ver muchas antigüedades, pues fue una vez una floreciente colo­ nia romana. Los emeritenses no parecen preocuparse mucho de esos restos, y, sin embargo, están orgullosos de ellos. Por lo menos el posadero me lo pareció. Es lo que en español se llama un agradable hablador. Y me ha dicho que incluso el puente es obra romana. No he tenido tiempo de verificar su aserto; pero es realmente un noble puente, largo, amplio, y todo de piedra tallada.

CARTA XLII Un extraño coronel y un cura bondadoso. Muchachos y muchachas saltando por mis quartillos

MÉRIDA

Meaxaras (o Miajadas), 27 de septiembre de 1760 Cuando os diga que estoy en un pueblo que apenas contiene cuatrocientas almas, pronto llegaréis a la conclusión de que mi carta de hoy será tan insípida como la de ayer. Desearía poder llenar mi relación diaria con materia interesante; pero tened en cuenta que viajo sin parar a través de un país muy poco pobla­ do, y que poco se puede decir cuando hay poco que ver. Sin embargo, la carta de hoy será más entretenida que la última. Esta mañana (no puedo evitar esta expresión) cruza­ mos temprano el este de la comarca de Mérida, que es muy fértil en algunas partes, y nos detuvimos en una aldea llamada San Pedro distante unas dos leguas, y allí comimos, aunque eran sólo las nueve, porque estábamos seguros de que no encontraríamos ninguna otra venta desde allí hasta este Meaxaras que está a cinco largas leguas de distancia de San Pedro. Mientras nos ocupábamos en quitar la cáscara a un melón de buen tamaño de Mérida (cuyas semillas ciertamente guardaré), un coche feísimo, tirado por dos jamelgos medio muertos de hambre, entró en la posada. Iba en él un caballero anciano, coronel de un regimiento de caballería llamado De la Reyna. Le precedían media docena de sus soldados a caballo. En cuanto se apeó del coche entró en la estancia donde yo estaba comiendo con mi gente; o sea, Batiste y los calesseros. Me levanté, le ofrecí asiento y le invité a compartir mis vian­

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das, que no eran malas, pues las perdices y otra caza son muy abundantes en estos páramos y se pueden comprar a los cam­ pesinos o a los posaderos casi por nada. Pero el coronel esta­ ba de mal humor, me dio las gracias fríamente, volvió la espal­ da, y salió afuera a esperar mi marcha para tomar posesión de la estancia, que es la única de la posada. Pero impacientándo­ se más y más, como supongo, corrió al establo, y quizá para descargar su mal humor, ordenó que mis cuatro muías fueran inmediatamente desalojadas de él para hacer sitio a sus dos jamelgos y a los caballos de sus caballeros. Fue una suerte que no pasará de ahí y no se le acuriera echarme a mí también del cuarto. Si hubiera pensado esto y ordenado a sus guereros rodearme, yo, ciertamente, me habría rendido a discreción, así como Batiste, pues somos completamente ignorantes en el arte de atacar y defender plazas. Sin embargo, su indignación se había desfogado contra las muías; y aquí, de paso, quisiera que observarais cómo la habilidad prevalece sobre la fuerza cor­ poral. Las cuatro bestias tienen ciertamente diez, si no veinte veces más fuerza que él y todos sus compañeros juntos; con todo, fueron prestamente sacadas al corral, a pesar de que los calesseros corrieron a decirle, en actitud obsequiosa, que las muías acababan de terminar de comer la cebada (acabada la cevada) y que el cavallero (refiriéndose a mí) se iba en tres minutos. Esto no hubiese ocurrido en Inglaterra, donde la gente corriente está más a la par con coroneles y generales que en España. Un inglés Yago, o un inglés Dom Manuelo, en una ocasión semejante hubiera mostrado un puño cerrado al viejo gruñón; y sus soldados no hubiesen soñado en tocar las muías más que en comerlas. Pero todos los países tienen normas pro­ pias que producen este y aquel bien, y sujetas a este y aquel mal. Mis pobres conductores, todos sus miembros temblan­ do de terror, vinieron corriendo a decirme lo que les había

ocurrido y me pidieron que huyera inmediatamente de aquel formidable enemigo de muías. Pero yo había visto desde la ventana a todo el regimiento avanzando hacia la posada y como quería observarlo, les dije que fueran despacio y me esperasen a alguna distancia. El regimiento es en verdad muy selecto. Hermosos caballos, hombres gallardos, todos bien armados y muy bien vestidos. Después de satisfacer mi curiosidad, y haber mirado a algunas de las esposas de los oficiales que venían en coche y se apearon en la posada, fui a reunirme con mis tímidos calesseros, y a continuar nuestro viaje a través de un desierto para llegar a Meaxaras muy tarde, al anochecer. Aquí cené obede­ ciendo a esa inevitable uniformidad de la que hablé ayer. Después fúi a dar un paseo por el pueblo. Atisbé las ruinas de un castillo y hacia allí dirigí mis pasos. Cerca de aquellas rui­ nas, en una piedra, completamente solo, estaba sentado un clé­ rigo. Le hice una reverencia, me hizo una reverencia. ‘‘Criado de vosted, Señor Cura. ” “Criado de vosted, Cavallero. ” “Por favor ¿qué ruinas son esas?” “Las de un castillo moro”, dijo el cura con aire afable, y sin más ceremonia se enfrascó en su historia y me informé de su construcción y ruina con la mayor y más veloz facundia que he oído nunca, para mi no pequeña satisfacción. Quisiera encontrarme con hombres así durante el resto de viaje. Nos separamos después de una hora entera de plática sobre los moros, pueblo que fúe una vez poderoso en esta misma provincia de la Estremadura española. Piensa que algunos de sus descendientes están todavía ocultos en varias partes de país, viviendo abiertamente como cristianos, pero practicando secretamente algo de mahometanismo. “Sin embargo”, dijo, “su miedo a ser descubiertos ha sido siempre tan grande desde el edicto de expulsión general de 1610, que no osando hablar árabe ni siquiera entre ellos por miedo a ser oídos, lo han perdido, y con él la mayor parte de su religión,

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que desaparecerá por sí sola totalmente dentro de poco tiem­ po, y todos seremos Chistianos viejos* probablemente antes de que haya pasado otro siglo.” Si yo pudiera visitar las partes menos frecuentadas de Granada y Andalucía averiguaría más acerca de estos moriscos y sus restos. A juzgar por los monu­ mentos que han dejado en todas partes de este reino, parece haber sido una raza de hombres esforzados. Como la luna brillaba mucho, después de separarme del buen cura anduve un rato dando vueltas alrededor del pue­ blo. Al volver una esquina me encontré con algunos hombres y mujeres sentados en bancos, hablando y disfrutando de la frescura de la noche, mientras algunos niños de ambos sexos jugaban en medio de la calle. “Muchachito. ”, le dije a una niña vivaracha que me hizo una espontánea cortesía, “¿quieres decirme el camino a la posada de Tía Morena?” En este país llaman tía a las mujeres viejas de baja posición. “Vuelva esa esquina”, dijo la niña, “y es la segunda casa a la izquierda.” “Toma esto por tu amabilidad”, dije dándole una moneda pequeña. Sus compañeros de juego que me vieron recompensar así una respuesta, me rodearon inmediatamente. “Señor, Señor, deme un quartillo también. ” Distribuí todos los que tenía, y cada cual habría tenido el suyo de no ser porque en un momento sus gritos atrajeron más muchachos y muchachas de la vecindad. “Ya mí también, Señor; y a mí, y a mí. ” Uno me tiraba de la casaca, otro me cogía de la mano o del brazo, otro me llamaba por un buen nombre, otro por otro. Al ver que mis monedas eran menos que ellos, les dije que no me quedaba ninguna. Pero que encontraría más si venían conmigo a Tía Morena. ¿Pensáis que hablé a sordos? No. Todos a una mos­ * Cristianos viejos es un título que los españoles se dan a sí mismos para que otros conoz­ can que no descienden de judíos o moros que, cuando se convierten, se llaman cristianos nuevos.

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traron gran alegría ante el inesperado ofrecimiento, y rodeado de ellos fui a la Tía. Ella había oído el ruido desde lejos y tembló al oírlo acercarse; y Batiste, que distinguió mi voz entre cincuenta, dedujo inmediatamente que yo estaba en un apuro y corrió arriba por su alfanje. Llamé a la Tía con una voz imperiosa y le mandé que me trajese inmediatamente todos los quartillos que tuviera en su cajón. Después, empu­ jando a los muchachos y muchachas atropelladamente hacia el patio, pedí a dos hombretones que cerraran la verja y dejaran abierto únicamente el portillo para que mi gente menuda salie­ ra de una en una, encargándoles muy estrictamente no dejar entrar a ninguno que yo hubiese mandado fuera. Los chichos y chicas se apretaban contra mí por un quartillo y todos querían ser el primero en recibirlo. Sin embargo, haciendo señas a uno de ellos, “Quién eres tú?”, le dije con voz de true­ no. “Yo soy Phelipito, Señor. ” “Bien, Phelipito, salta y grita, Biva el rey”. El pequeño Felipe saltó y gritó, recibiendo su quartillo y se lo llevó al portillo. “Quién eres tú?” “Soy Teresita, soy Massia, soy Pepito, soy Antonieto, soy esto y soy aquello. ” “Salta y grita. ” Todos dijeron su nombre y gritaron Biva el rey, y todos fueron despedidos sucesivamente con un quartillo cada uno, especialmente los chicos; porque en cuan­ to a las chicas, y las más altas en particular, tengo la impresión de que llevaban más de uno. ¡Ay! Es imposible guardar la pro­ pia integridad cuando tientan las doncellas; y ser completa­ mente imparcial no es una cualidad innata en el hombre cuan­ do ellas se cruzan en su camino. Sea esto como quiera, desde que Meaxaras fue llama­ da así por los moros en tiempos de Alderhamen, sus habitan­ tes no habían tenido nunca una noche tan alegre como ésta. El tumulto fue grande, y muchas fueron las orejas de chicos y chicas que tiré cuando los picarillos, deslizándose entre las piernas de los hombres que guardaban el portillo, volvían por

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otro salto, otro Biva, otro quartillo. Cacé a varios de ellos que estaban deslizándose así, y alegaron que acababan de entrar y no habían recibido aún su parte; pero no era difícil descubrir inmediatamente a los que habían dicho una mentira, porque al preguntarles abruptamente su nombre, los que ya habían dado el suyo no sabían ofrecer otro inmediatamente, y cuando titu­ beaban les cogía de las orejas y les tiraba de ellas, y les hacía gritar como cerdos. Es cierto que a las chicas, por mi ternura hacia ellas, no les hacía demasiado daño, e incluso les ponía un quartillo en la mano mientras las tenía cogidas de una oreja; pero las traviesas aldeanillas gritaban tan fuerte como si las estuviera desollando, y así ocultaban a los chicos la distin­ ción que recibían. Puedo dar fe de que os hubierais quedado atónitos de su sagacidad y de lo pronto que entendieron mi juego. Algunas de ellas incluso apretaban la mano del donan­ te, y le miraban con una dulce sonrisa sin cesar en sus falsos gritos. ¿Debo decíroslo todo? Una de ellas tenía inmediata­ mente más de diez quartillos; y ¿por qué? Porque se llamaba Paolita. Ese nombre era demasiado poderoso para que mi imparcialidad pudiera resistir. Finalmente cuando todos los quartillos se hubieron acabado, los despedí con una pequeña exhortación para que fueran buenos chicos y buenas chicas, y la fiesta terminó con una aclamación general al cavallero. Todos se fúeron más contentos por la forma de la cosa que por la cosa misma, y yo, como de costumbre, tomé la pluma y el tintero.

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CARTA XLIII Montones de piedras con cruces. Extraña manera de componer inscripciones. Una valiente inglesa

Truxillo, 27 de septiembre de 1760 El poco cuidado que tienen en estas provincias de los caminos públicos habría puesto mi cabeza en peligro si no me hubiese apeado a menudo durante las seis leguas que hay de Meaxaras a esta ciudad. Sin embargo, en mi opinión podrían arreglarse y hacerlos durables con no mucho gasto, pues el terreno es por todas partes seco y firme. Esta Truxillo (en tiempos antiguos Turris Julii) tiene desde lejos un hermoso aspecto, pues se levanta sobre una elevación del terreno; pero cuando se llega a ella resulta una ciudad muy desagradable. Las calles están mal pavimentadas con pedernales rotos, las casas construidas irregularmente y muy bajas. A la distancia de un tiro de flecha de la puerta por donde entré, hay muchos montones de piedra mal unidas con argamasa, desparramadas a ambos lados del camino real. En cada montón se ha levantado una cruz de madera. Supongo que los trujillanos tienen más devoción a la cruz que sus veci­ nos, puesto que tienen más de treinta de estas cruces delante de ese portal. Muy pocas casas tienen cristales en las ventanas, solamente postigos, como las de los pueblos portugueses. Estuve media hora ante el portal opuesto a aquel por el cual había entrado esforzándome en descifrar una inscripción que había sobre un arco, aunque sin resultado. Tanto el arco

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como la inscripción son modernos. Las abreviaturas de la ins­ cripción son de un gusto muy extraño. Quizá el autor pensó que imitaba las de los antiguos romanos; pero entre los anti­ guos romanos y los trujillanos modernos hay apenas tanta diferencia como entre su forma de componer inscripciones. Supongamos que uno de estos sabios quiere expresar Charles Emanuel o f Sardinia:1 primero escribe el diptongo CE en tamaño más bien grande: después en el nudo del diptongo escribe una k pequeña y una s pequeña, y así, en su opinión, el significado se expresa claramente. ¡Ved qué trabajos se prepa­ ran aquí a los Gravius Gronovius del futuro! Olvidé deciros que la posada de Meaxaras (o Miajadas, como otros lo pronuncian) es pasablemente buena y tía Morena una mujer muy cordial y servicial. Esta posada de Truxillo es todavía mejor que la de Meaxaras pero en ambas hay que enviar por cualquier cosa que quieras a las tiendas de la vecindad;2 y parece ser que es la costumbre española, en estos lugares, de proveer sólo de aposento y luz, y del uso del hogar para cocinar los alimentos, que son preparados por la gente de la casa si no se tiene sirviente que lo haga. Esta posa­ dera, que es una mujer joven y guapa, está ahora deshacién­ dose en lágrimas; y tiene razón bastante para afligirse, pues la viruela ha matado a sus dos hijos esta mañana. Cuando se lo dijeron se desmayó, de cuyo desmayo apenas la pudieron recobrar en una hora. Después se sentó un gran rato pensativa y callada. He estado esta media hora oyéndola bramar, y de verdad que ha despertado toda mi conmiseración. Nunca he visto el dolor expresado tan frenéticamente, ni oído palabras tan lacerantes. Los españoles tienen fama de estar dotados de la mayor sensibilidad de sentimiento, y creo que esta carac­ terística suya se expresa con mucha fuerza en su rostro, lleno 1. Carlos Manuel rey de Cerdeña.

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de expresión, tanto en hombres como en mujeres. ¡Pobre posa­ dera! Ojalá sus hijos hubiesen sido vacunados como muchos de Inglaterra. Pero en esta parte del mundo, no sólo no se ha adoptado la vacuna, sino que todavía ni siquiera se conoce. ¡Es sorprendente lo despacio que se extiende una mala prácti­ ca, por útil que sea! He oído, cuando estaba en Inglaterra, que nuestros paisanos empiezan a adaptar la vacuna y me alegro de ello. Esta es casi la única cosa racional en que los italianos no han sentado el ejemplo para las otras naciones de Europa. Si la hubiesen conocido en los dorados tiempos de los Medici, probablemente en estos tiempos se practicaría en toda Europa, y esta pobre mujer no estaría abrumada por esta tempestad de dolor que sacude ahora toda su alma. No teniendo nada que añadir sobre Truxillo, bien puedo, para llenar una página, deciros una bonita cosa que una joven conocida mía hizo en Londres. Era muy hermosa, pero muy pobre, y tenía que trabajar duramente con la aguja para ganarse el pan. Un caballero de buena posición la lisonjeó con esperanzas de matrimonio; pero, como yo tenía razones para creer, con vistas a tenerla en peores términos. Después de cortejarla muchos meses, fue un día a decirle que se iba al campo por algún tiempo y repitió sus pro­ mesas con el mayor ardor. “Pero ¿porqué no se casa conmigo antes de irse?”, le dijo la ingenua joven. “Ha estado prome­ tiéndomelo todos los días, y no veo por qué tiene que prome­ ter cuando es su propio amo.” Mi astuto pisaverde se sorprendió un poco ante estas sinceras palabras que pensaba que la modestia femenina no le permitiría pronunciar, porque ella era en verdad una joven modesta. Pero encontrándose apremiado de esta forma, para seguir aplazándolo decentemente, le dijo que él no hubiese retardado el asunto tanto tiempo a no ser por una razón que no había osado decirle nunca. “¿Y cuál es esa razón?”, dijo ella

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alarmada. “Es que, querida, usted no ha tenido todavía la virue­ la; si la tuviera después del matrimonio y destruyera su belle­ za, yo soy un hombre como los demás y probablemente me arrepentiría, pues, como sabe, esa belleza es lo que mayoritariamente induce a los hombres a amar a las mujeres, y todas las otras buenas cualidades no valen nada sin ella.” “Bueno”, dijo ella, “sus razones son justas. Váyase al campo, venga a verme cuando vuelva y no hablaremos más de matrimonio hasta que haya tenido la viruela y veamos qué efectos produce.” En cuanto él se fue se hizo vacunar. En unas semanas estaba completamente bien y su bonita cara no había sufrido daño alguno. El amante volvió y quedó completamente venci­ do por esta prueba valerosa de su afecto. Se casó con ella sin demora, y ahora es muy feliz con su digna esposa. Nuestras jóvenes italianas quizá puedan amar con más ardor que las británicas, pero ¿conocéis a alguna que pudiera amar tan bien como mi amiga inglesa? Dejemos aparte a los ingleses en cuanto a buen sentido natural, digáis lo que digáis a favor de la imaginación italiana.

CARTA XLIV Por la cuesta abajo. Borracho, o bota Zarayzejo, 28 de septiembre de 1760 Dejamos Truxillo esta mañana a las diez y durante tres leguas el camino fue muy bueno. Pero cuando nos acercábamos a la Sierra de Mirabete, que es una larga cadena de montañas, me vi obligado a apearme y andar las otras dos leguas hasta Zarayzejo. Ascendimos unas colinas; luego descendimos; luego pasamos un puente sobre un torrente; luego ascendimos

de nuevo. Cuando descendíamos hacia el torrente nos vimos obligados a sujetar los coches, lo cual nos costó mucho traba­ jo. En la abrupta subida opuesta las fatigas fueron todavía mayores y, lo que es peor, fueron en vano. El camino en la pendiente era tan accidentado y tan estrecho, que una de las ruedas no encontró bastante sitio, y abajo fueron calesa, las muías y Yago, y abajo habrían ido arrastrados Dom Manuelo, Batiste y su amo, si no hubiésemos soltando las cuerdas con las que sujetábamos la calesa haciendo los mayores esfuerzos para mantenerla derecha. Llegué a pensar que la dureza de las piedras habría sido fatal para el pobre Yago; pero no sufrió más que dos o tres contusiones, aunque cayó de una altura muy escarpada y rodó por lo menos veinte pies. La calesa tenía parte de los arreos rotos, pero pronto se arreglaron con cuerdas, y las muías resul­ taron ilesas. Con la ayuda de las otras dos muías que habían subido felizmente la cuesta con la otra calesa, logramos sacar a la mía de aquella hondonada, echando todos una mano y no sin peligro de caemos entre las rocas del declive. A tales accidentes se exponen los que van en calesa por esas desoladas regiones, donde pocas personas viajan porque los caminos son malos, y donde los caminos son malos porque pocas personas viajan. Media hora después de haber subido esta difícil cues­ ta llegué, todavía a pie, a Zarayzejo, agotado de fatiga y de caminar bajo el ardor del sol que se reflejaba en las rocas que cubrían el paisaje. El hombre de la posada me dijo a la llega­ da que este es un pueblo pequeño y miserable, donde no hay nada que ver digno de notarse, por tanto me arrojé en una cama y dormí hasta que fue completamente de noche. Olvidé deciros que ayer comimos en Puerto Santa Cruz, otro pueblo miserable que está situado al pie de una alta y desnuda colina; pero la comida de hoy la hicimos en esa abrupta pendiente.

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Sentados en los riscos, después de haber puesto la calesa en pie. Bebimos nuestro vino tour á tour de un pellejo que llaman borracho y bota, tanto los españoles como los portugueses. El nuestro contiene alrededor de cinco galones, y lo llenamos siempre que encontramos buen licor. Ayer, en Santa Cruz, refrescamos el pellejo en un arroyo dejándolo allí una hora entera; pero hoy nos hemos visto obligados a beber caliente, algo poco agradable en en día tan caluroso. ¡Qué diferencia entre viajar por España o por Inglaterra!

JARAICEJO

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CARTA XLV Mucho que ver. Países muy fértiles en escritores. La cuestión del edicto discutida. Si se construyeran canales. La excelencia requiere obstáculos. Cepillos de limosnas. Plantas olorosas. Cabras y ovejas. No hay trigales Almaraz, 29 de septiembre de 1760 Quien hace un largo viaje debe levantarse temprano y no hacer como yo esta mañana. Hoy no he podido viajar más que cuatro leguas. Es verdad que han sido tan malas que valían por ocho. Las dos primeras las hicimos subiendo, las otras dos bajando; pero tanto el ascenso como el descenso eran tan empinados y pedregosos, que me vi obligado a andar poco menos que todo el camino, y a través de tales ata­ jos que resultaron más largos que el camino principal. A las dos de la tarde llegamos a un pueblo llamado Casas del Puerto, donde con unos pocos quartillos me procuré la com­ pañía de algunos muchachos y muchachas que vinieron a mostrarme el camino a través de un espeso bosque, bailando y saltando delante de mi durante más de una legua. Esto era una diversión agradable que hizo mi caminar menos desa­ gradable. Sin embargo, no era nada comparado con el rego­ cijo de Meaxaras. Durante tres días hemos ido por montañas muy altas, y en parte muy arboladas. Esta mañana el tiempo era algo llu­ vioso. Si hubiese hecho bueno habría subido una escarpada colina y visitado el castillo de Mirabete, que se levanta en la cima más elevada de esta provincia. Ese castillo está a una

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legua de Zarayzejo y fue obra de los moriscos. Ellos dieron nombre árabe a casi todas las ciudades, pueblos, montañas, valles y ríos de esta región que poseyeron durante muchos siglos, y muchos de esos nombres se conservan todavía. Quisiera saber árabe para poder rastrear su significado y su origen: pero mis vanos deseos no tienen nunca fin. Ese castillo de Mirabete, del que toda la sierra ha tomado su denominación, está ahora completamente deshabi­ tado, aunque no completamente arruinado. Me dijo un pastor que hay mucho que ver, particularmente algunos mosaicos de piedra y paredes incrustadas con piezas de mármol, algunas de color. De verdad, si pudiera permitirme el gasto, recorrería toda España, a pesar de sus malos alojamientos, y visitaría particularmente las cimas de sus numerosas montañas, en las cuales especialmente gustaban los moriscos de construir. La satisfacción que obtendría a consecuencia de mis descubri­ mientos y observaciones, recompensaría con largueza la fati­ ga de tal vagabundeo. Son innumerables los objetos de curio­ sidad esparcidos por este extenso reino que merecen ser vis­ tos, examinados y descritos. Italia, Francia e Inglaterra pueden considerarse justamente como los países más fértiles en escri­ tores que hayan existidos; sin embargo, sorprende lo poco que se encuentra en sus lenguas sobre el estado de España tanto antes como después de que los moriscos la abandonaran. De esa nación que poseyó la mayor parte de su territorio durante varios siglos, y estuvo en ella de 713 a 1610, apenas sabemos alguna cosa referente a su vida doméstica, sus leyes, arte, ciencias, comercio, manufacturas y agricultura. Sin embargo, un millón de ellos existía todavía hace no más de dos siglos, según algunos autores. Mariana, en el suplemento a su propia historia, solo dice en términos generales que el número de los que fueron expulsados de España era increíble. Ese número increíble, o ese millón, fue expulsado del

reino en 1610 por un edicto formidable de Felipe III. En esta edad que abunda en grandes filósofos infinitamente más que ninguna otra, ha sido, y todavía es, moda estigmatizar a los españoles de esas época por haber sido culpables de un tal error político como privar a su reino de golpe de ese vasto número de habitantes. Monsieur de Voltaire y toda la tribu de sus admiradores, han comentado muy profundamente este tema, y se han esforzado en presentar esa expulsión como no menos inhumana que impolítica.¿Cómo?, dicen esas sabias cabezas, ¿privar a un millón de personas de sus hogares y des­ terrarlas, hombres, mujeres y niños? ¡Locura irreparable y crueldad sólo igualada por la matanza de San Bartolomé! Estas exclamaciones parecen tan plausibles que casi temo proferir una palabra en descargo de Felipe III, aunque tengo alguna sospecha de que la demostración de humanidad que hacen nuestros ingenios en boga, tienen cierta tendencia a promover la irreligiosidad y favorecer la rebelión. Sin embar­ go, recordemos con respecto a ese famoso edicto, que todos los réprobos españoles de aquellos tiempos, sus rebeldes, trai­ dores y picaros de todas denominaciones, solían refugiarse y encontrar escondite, si no protección, entre los moriscos; y que esos mahometanos, aunque de tiempos sojuzgados, todavía se consideraban a sí mismos como amos legítimos de todo el país, y como consecuencia de esta creencia cooperaban abierta o secretamente con franceses, ingleses, africanos, y con todos los enemigos de España; y así la tenían en incesan­ te inquietud, sospecha y alarma. Considerando esto sólo con imparcialidad, ¿podemos realmente condenar ese edicto que no hizo sino llevarles a su patria original? Es más, ¿podemos abstenemos de elogiar a los españoles por su gran moderación en solamente deportar a los moriscos? Es verdad que, actuando como lo hicieron, los españo­ les se privaron de un vasto número de artistas, agricultores y

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soldados. Pero así y todo actuaron como hubiese actuado el gobernador de una ciudadela si hubiera creído que una parte de su guarnición había resuelto rebelarse y ponerse al lado de sus sitiadores en el momento en que se produjera un asalto general. Yo debo, dice el gobernador, o bien conducir a estos traidores fuera de las murallas, o matarlos a todos, o perecer yo mismo. Si los mato el mundo me acusará de crueldad; y si los expulso se sumarán al número del ejército sitiados. Hermanos soldados, ¿qué debo hacer? No manchemos nues­ tras manos de tanta sangre; pero son traidores y debemos libramos de ellos. Se irán y acrecentarán el ejército de nues­ tros enemigos y dejarán nuestra guarnición incompleta, pero los que queden actuarán con unanimidad. Entonces sólo ten­ dremos que temer a nuestros enemigos: perderemos en núme­ ro, pero ganamos en fuerza. Con toda probabilidad éste fue el razonamiento de Felipe III y su consejo cuando se decidió la expulsión de los moriscos. Uno de dos grandes males tenía que sufrirse, y se eligió el menor. Por qué ha de llamárseles bárbaros por ello, está más allá de mi comprensión. De los muchos escritores que han hecho mención de los moriscos, ninguno me satisfizo salvo Navagero; quien, sin embargo, habló muy poco de ellos en esas cartas que escribió, cuando era embajador de los venecianos ante el emperador Carlos V, a nuestro gran coleccionista de viajes Giambattista Rannusio. De esas cartas compuestas por Navagero de su pro­ pio diario, deducimos que los moriscos, en sus vestidos, cos­ tumbres y maneras, como también en su lenguaje, eran muy diferentes de cualquier nación europea; dignos por tanto de haber sido estudiados por un filósofo europeo con mayor aten­ ción de la que Navegero parece haber puesto en ello. Sus artes y sus ciencias no eran ni pocas ni despreciables. Los eruditos citan a menudo los nombres de sus historiadores y médicos,

pero realmente sólo sus nombres. Los españoles saben por tra­ dición que los moriscos poseían también un buen número de poetas. Pero su producción está ahora perdida para Europa y no sabemos si África la ha preservado. Su conocimiento de la agricultura es bien conocido y accesible a todos, y los restos de sus construcciones, especial­ mente las de Granada descritas por Navagero y otros, dan tes­ timonio de su pericia en la arquitectura. Pero la incuria euro­ pea ha tolerado que sus logros se hundan en el olvido. Somos ahora perfectamente ignorantes del dialecto árabe que habla­ ban; ignorantes de sus ciencias, artes y peculiaridades carac­ terísticas. Sin embargo, un viajero atento y curioso podría recoger todavía en este país material suficiente para una inte­ resante pintura de esas gentes, describiendo con exactitud las ruinas de sus antiguas moradas que todavía existen, buscando la tradición en las canciones, romances y crónicas antiguos, tanto españoles como árabes que todavía se conservan entre el pueblo, o permanecen ocultos en las bibliotecas, y llegar a conclusiones de lo que una vez fue por lo que todavía se con­ serva. Si un rey de España conociere bien qué país tiene, sería, en mi opinión, uno de los monarcas más poderosos del mundo. Ábranse canales a través de las provincias para que puedan regarse fácilmente, cosa que puede hacer en pocos años un monarca absoluto y rico como es el rey de España, y lo será por mucho tiempo. Establézcase una economía estricta y foméntese la agricultura con liberalidad, y la natural fecun­ didad del suelo español alimentará a muchos más millones de los que ahora contiene. Este es el criterio uniforme de todos los españoles razonables con los que he conversado antes de venir a estas regiones; y desde que he visto Estremadura pien­ so que tienen razón. Entre otras cosas he observado que en las zonas más altas de esta provincia crecen naturalmente encinas


cuya bellotas son casi tan buenas para comer como nuestras almendras o mejor nuestras castañas. Pero nada se hace para aumentar en número de esos árboles. Si se cultivasen donde­ quiera que crecen, Estremadura sola podría abasteces a media Europa de buenos jamones, pues innumerables cerdos podrían alimentarse aquí sin apenas gasto como me han dicho que se hace un poco más hacia Madrid; y no podéis imaginar lo bue­ nos que son los cerdos que se alimentan de bellotas de encina. Pero ni en este, ni en ningún otro cultivo, se piensa mucho en esas partes, y tanto las montañas como los valles están mise­ rablemente descuidados; como consecuencia, la provincia está muy poco poblada, y pocos, o ninguno de sus habitantes, pare­ ce opulento. Comen poco, van cubiertos de andrajos y se alo­ jan pobremente. Es verdad que necesitan muy poco para man­ tener alma y cuerpo juntos, porque son sin duda la gente más sobria que hay sobre la faz de la tierra. No tienen ambición en el vestir, pues ni siquiera sus sacerdotes se cubren con una buena capa. Como consecuencia están endurecidos por su áspera forma de vida, que pueden dormir sobre el desnudo suelo en invierno y hasta al sereno en verano sin reparo. Viviendo de esta manera descuidada disfrutan ciertamente de una especie de felicidad, satisfechos con el presente porque no conocen nada mejor, y perfectamente despreocupados del futuro; y prueba suficiente de que no son muy infelices, son su alegre apariencia y, en general, su buena salud. Pero no es el interés de su rey que lleven una vida de indolencia, no obs­ tante lo felices que puedan ser; ni el suyo propio, creo yo, es pasarse la vida tomando el sol en sórdida y hambrienta negli­ gencia cuando podrían tener abundancia, y quizá elegancia, con cuidado sin ansiedad, y trabajo sin fatiga. Los montes extremeños contienen asimismo mármoles muy finos de diferentes tonalidades, pero desde que los moris­ cos fueron expulsados, quizá no haya vuelto a levantarse en

esta provincia un edificio de mármol. Es claro que los moris­ cos eran infinitamente más trabajadores e industriosos que sus sucesores, si damos crédito a los innumerables restos de casti­ llos y torres que han dejado por todos estos riscos y rocas. El castillo de Mirabete, ya mencionado, no sólo era un gran edi­ ficio, sino que además estaba rodeado de un jardín cuyos muros están en buena parte todavía en pie; y quienes lo plan­ taron deben haber dispuesto de algún arroyo para regarlo a la altura en que se encontraba. Pero los españoles que durante sus guerras con los moriscos eran una raza de hombres valien­ tes, se volvieron perezosos en cuanto se libraron de ellos, y degeneraron en una inactividad que sólo puede imaginarse errando por Estremadura y comparando su estado presente con el de antaño. Esto lo hicieron los romanos después de haber aniquilado Cartago; decayeron tan deprisa como los españoles después de la completa recuperación y apacible posesión de su antiguo reino. Así otras naciones han declinado en su grande­ za en cuanto sus enemigos y rivales fueron privados de poder hacer daño. Para que la virtud pueda conservarse viva y alti­ va, son necesarios obstáculos y rivalidad, de otra manera enmohece y perece. Esto le sucederá a los ingleses, la nación más valiente del mundo actual. Una vez que tomen posesión de todo el circuito de comercio a lo que aspiran desde hace mucho y están camino de conseguir, la primera consecuencia de su posesión será inmensas riquezas, la segunda afeminamiento, y la tercera vicios y locuras suficientes para aniqui­ lar sus industria y su valentía; y alguna nación pobre y deses­ perada les hará lo que ellos están haciendo ahora a otros. Pero no nos perdamos en esta especie de razonamiento telescópico. En cuanto llega el viajero a un lugar de Estremadura, se ve abordado por un mendigo o mendiga que con un cepillo en la mano, le pedirá una Lemosnita por las almas. El núme­

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ro de los que no tienen otro oficio que el de pedir por Dios es en verdad, excesivo en esta región, pues lo encuentran de mucho mérito, además de conveniente. Sin embargo en vez de pedir por Dios o por las almas, y en lugar de atormentar a los vivos para alivio de los muertos, harían mejor preocupándose de otras cosas. Además de las encinas de sus montañas, en sus valles tienen otros árboles que les proveerían fácilmente de medios efectivos para vivir mejor que con limosnas acciden­ tales. Pero las cosas han llegado a un punto en esta provincia, que si quisieran aplicarse al cultivo de la tierra, apenas podrían hacerlo a menos que el gobierno les proveyera de herramien­ tas y de maestros. A una media de las Casas del Puerto, se cruza otra vez por un puente compuesto de dos amplios arcos que, dicen es obra de los romanos. Es ese lugar las agua son de color ladri­ llo, pero tan profundas que posiblemente podrían hacerse navegables; y lo mismo podrían hacerse las del Guadiana desde Mérida hasta el mar. Pero ni una sola barca, grande o pequeña, he visto en estos dos ríos de la Estremadura españo­ la, como tapoco ninguna clase de dique, presa u otra invención destinada a sustraer una parte de esos caudales del cauce natu­ ral para dedicarla a la agricultura. El romero, el espliego, la salvia, el tomillo y otras plantas olorosas crecen abundantemente en las partes más salvajes de estas montañas y valles y hacen el viaje a pie muy agradable con su fragancia. Ayer y hoy he visto algu­ nos rebaños pequeños de cabras y ovejas, y estoy convenci­ do de que podrían tenerlos mayores si quisieran tomarse la molestia. Este pueblo de Almaraz es tan pobre como el de Zarayzejo, y lo único notable es que tiene el romanticismo de su situación. La vista desde las ventanas de la posada da sobre un paisaje rocoso no desprovisto completamente de

árboles. Apenas se ve algún campo de trigo desde Truxillo, y puedo decir desde Mérida hasta el lugar.

ALMARAZ

CARTA XLVI Llanura de nuevo. Píos frailes y bonitas muchachas. Masticando bellotas. Un extraño órgano. Viudas encendiendo velas. Bagatelas y bagatelas cuando no tengo otra cosa Naval Moral, 301 de septiembre de 1760 Son las once de la mañana y estoy sólo a dos leguas de Almaraz porque no puedo decidirme a levantarme temprano. Parece como si la pereza de este país fuera contagiosa. 1. En las dos ediciones inglesas, por error, la fecha es 23. La versión italiana dice correctamente 30.

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Mientras las muías comen su cebada bien puedo yo seguir con mi pluma. Por fin estoy fuera de las montañas y el viaje de hoy ha sido y será a través de tierra llana. A una legua de Almaraz fui a lo largo de unas viñas que pertenecen al convento de los frai­ les dominicos. ¡Qué hermosas las uvas que colgaban todo alrededor! Contiguas a estas viñas hay casas donde las uvas se almacenan y se hace el vino. Ese vino había sido muy alaba­ do por mis calesseros, y debo deciros de paso que a los dos les gusta beber más bien a la manera germánica que a la españo­ la. Como nuestro borracho estaba casi vacío, me apeé en esas casas a llenarlo. Quiero decir que entré en una posada y me sorprendió encontrar, no que pertenezcan a los frailes, sino que ellos mismos lleven la administración. Tres o cuatro de ellos, personajes graves y de mediana edad, estaban en la posada hablando con las criadas, entre las cuales no pude por menos de observar a una muy airosa y vivaz, la cabeza alta, el cuello de nieve, y unos ojos llenos de brillo. Ningún poeta osaría comparar a esa señora con una de las ninfas de Calipso. Es sobrina (uno de los frailes me lo dijo) de alguna anciana de allí, la cual es tan delgada como una columna gótica; pero es la sobrina y no la tía, la que hace de patrona y recibe el dine­ ro de los clientes. Yo no me casaría nunca para hacerme frai­ le, y nunca me haría fraile para casarme con quien me plu­ guiera; pero allí estaba yo, a punto de perder mi libertad de una manera o de otra. Bromas aparte: no debemos precipitarnos a pensar mal de nuestros vecinos; pero los vecinos deben también tener cuidado de no dar a nadie motivos para pensar mal. En Italia, si hubiera visto a frailes dirigiendo una posada propia, con guapas mozas como sirvientes, me pregunto si habría tenido la buena opinión que tengo en la exactitud en la obser­

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vancia de sus votos. Cualquiera que sea el hábito que lleve­ mos, todos somos frágiles, y se necesita mucha santidad para resistir la tentación cercana. La dama que parece una columna gótica me preguntó si era verdad que el papa había excomulgado a los portugue­ ses y les había prohibido decir sus oraciones. Ha oído algo, parece, sobre las presentes disputas entre las cortes de Roma y Lisboa; y supongo que, además de la antipatía que anima al vulgo español y portugués uno contra otro, sus buenos amos, los frailes, están de parte de Su Santidad cuando se habla de estas cuestiones en su posada. Con toda probabilidad fue esto lo que la animó a hacerme esas ridiculas preguntas. Las con­ testé negativamente, subí otra vez a mi calesa, crucé un extenso bosque de encinas, y probé sus bellotas para pasar el tiempo. Tienen un gusto muy parecido al de las castañas. No las hay en nuestra parte occidental de Italia, y nunca oí las hubiera en la oriental, que todavía no he visitado. En caso de necesidad creo que servirían de alimento tanto crudas como asadas. En Naval Moral nos apeamos a tomar un refrigerio, y mientras los calesseros comían fui a ver la iglesia que había al lado de la posada. Allí estaban cantando una misa al son de un órgano cuyos tubos, en vez de apuntar hacia arriba como en todos los órganos que he visto hasta ahora, están inclinados hacia abajo, apuntando hacia la gente, con los extremos de los tubos en forma de boca de trompetas. Un fraile estaba tocan­ do en aquel extraño órgano con sorprendente maestría. Me maravilló ver a muchas mujeres en la iglesia sentadas sobre los talones, completamente ocultas por un manto negro y con muchas candelas encendidas delante de ellas. Pregunté el sig­ nificado de aquellas luces y me contestaron que aquellas mujeres eran viudas, que las encendían para aliviar las almas de sus maridos muertos. No sé si el número de sus respectivas


candelas implicaba el número de sus respectivos maridos. Algunas sólo tenían una, otras dos o tres, otras hasta siete. Quizá sólo indicaba su mayor o menor grado de devoción o de afecto.

Postdata nocturna desde la Calzada de Oropeza. Viniendo de Naval Moral entramos en otro hermoso bosque tan hermoso como ese de Ardenna tan celebrado en nuestros libros de caballerías, al que los caballeros andantes solían ir en busca de aventuras. Después de una buena legua se abría a una vasta llanura limitada a ambos lados por altas montañas, cuyas cumbres, especialmente las de la izquierda, estaban cubiertas de nieve, desafiando al sol que otra vez calienta mucho. No había sentido su fuerza desde hace tres días porque la lluvia de la mañana y la neblina del anochecer mitigan la agudeza de sus rayos. Pero hoy he vuelto a notar su furia tanto como cuan­

do estaba al otro lado de las colinas extremeñas. Me ha pues­ to tan moreno desde la primera vez que vi la boca del tajo que, si continúa tostándome otros quince días más, cuando llegue a casa me confundiréis con el rey negro de la Dido de Metastasio; o al menos con un muchachote saboyano de esos que bajan del monte Cenis y monte Genévre todos los años en octubre y van a hacer de deshollinadores por el Piamonte y la Lombardía. Esta Calzada es el mejor pueblo que he visto desde que dejé Lisboa; y mi posadera actual, aunque joven, no es tan tímida como todas las mujeres jóvenes que he encontrado en este camino. Le gusta hablar y hacer preguntas y hemos char­ lado más de una hora. Entre otras cosas me ha asegurado que las mujeres de este lugar son las más pudorosas de toda España. Me compadece porque voy a Madrid, donde las mugeres son muy atrevidas, según le ha dicho su marido, que estuvo allí, le he dado mi palabra de que si me caso en España vendré con toda seguridad a Calzada a buscar esposa, y le pediré ayuda para conseguir la mejor, ayuda que ella ha pro­ metido cordialmente prestarme, y desea que sea pronto. Quizá no encontréis bien que os cuente ésta y otras conversaciones mias. Pero considerad que no tengo a cada momento un terremoto a mano, ni pomposos patriarcas a cada paso, ni reyes haciendo de albañiles, ni embarques de jesuítas expedidos a Civita Vecchia. Tan grandes temas no se dan todos los días, y de algo debo llenar mis cartas, o romper el plan de mi diario. Así que escribo de literatura cuando acabo de salir de una biblioteca, y garrapateo sobre mi patrona cuan­ do estoy en una posada. A un hombre que está dando cuenta completa de sus viajes espero que lo consideréis como un his­ toriador; y ya sabéis que los historiadores, como la muerte, deben llamar aequo pede, a la puerta del mendigo como a la del rey.

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PERSONAJES TÍPICOS DE EXTREMADURA


A cabóse de im prim ir este libro en los talleres de Im prenta “ La V ictoria”, de Plasencia, el día 23 d e Abril de 2010, “D ía del Libro”, al cuidado de Teófilo G onzález Porras.


CO L E C C IÓ N

“VISIONES DE EXTREMADURA” “R eferencias a E xtrem adura del M aestro C orreas y del M édico Sorapán” (2001) “En tren por E xtrem adura con G regorio M arañón” (2002) “ Un viaje rom ancesco a Yuste con Ciro Bayo” (2003) “U n viaje a Extrem adura con Federico G arcia Sánchiz” (2004) “E xtrem adura (B adajoz y C áceres) de N icolás D íaz y Pérez” (2005) “V iage a Estrem adura de Francisco de Paula M ellado” (2006) “Viaje por castillos y m onasterios en Extrem adura con Federico C arlos Saínz de R obles” (2007) “E xtrem adura y los extrem eños” de E duardo H em ández-P acheco (2008) “P or C áceres de trecho en trecho” de V íctor C ham orro (2009) “U n viaje por E xtrem adura con G iuseppe B aretti” (2010)


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