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Así es la vida
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“Vengo del futuro. Dejaste la tostadora encendida”.
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Cuando noté que mi
esposo estaba dando muchas vueltas en la cama, le pregunté si estaba bien. Él contestó, dormido: “Sí, hablé con el caballo y no tenía ninguna sugerencia o solución para el proyecto”. —Ann Anderson, Estados Unidos
Buena suerte al robar mi casa. El sistema de seguridad que tengo es un montón de piezas de Lego esparcidas por el suelo. —@MOMMAJESSIEC
Alguien: ¿Qué te inspira a levantarte de la cama todos los días? Yo: Básicamente, mi vejiga.
—@LHLODDER
Organicé una venta
de garaje en mi casa, acompañada por mi pequeño perro, un terrier color arena. Pronto apareció el primer cliente, que se tomó
Una de las frases definitorias de 2020 y 2021: “Tienes el micrófono apagado”.
—WAUBGESHIG RICE, escritor
su tiempo para observar y revisar todos los objetos en exhibición. Después de un rato, logró encontrar algo de su interés. “Disculpe, ¿cuánto cuesta el perrito?”, inquirió. —Mildred RossDrum, Estados Unidos
9:30 a. m. Desayuno. 12:30 p. m. Almuerzo. 2:30–7:30 p. m. Un flujo constante e inconmensurable de bocadillos cada vez menos saludables. 8:00 p. m. Cena. —AMBER RUFFIN, comediante
A los 5 años me caí de un columpio. A los 21 salté desde la mesa de un bar. Y a los 38 me lastimé mientras dormía por culpa de una mala postura. —@ABBYHASISSUES
Mi mamá, de más de 80 años, se negaba a hacerse una prueba de audición. No obstante, cambió de idea un día que fuimos juntas al shopping. Estando ahí, se volvió hacia mí y comentó: “Vaya, ¡cuántos jóvenes usan aparatos auditivos! Quizá no sea tan malo después de todo”. En realidad, ellos llevaban audífonos inalámbricos. —ANNETTE FERNáNDEZ, Canadá
Cuando jugaba con mi hijo Luke, de siete años, solía dejarlo ganar. Pero luego decidí que debería aprender que en la vida las cosas no siempre son como uno quiere. Así que gané el siguiente juego. Esto claramente le molestó. Más tarde, en el supermercado dijo en voz alta, mientras estábamos en la fila de la caja para pagar: —No vuelvas a pegarme, mama, no me gusta que hagas eso. Las miradas punzantes de los demás clientes fueron como miles agujas pinchándome al mismo tiempo. —AVA JACOBS, Australia
Acabo de ver a un sujeto caminando por la calle mientras comía helado directamente de un envase tamaño familiar. Está decidido: lo contrataré como mi entrenador de vida. —@GOLDENGATEBLOND
Mi madre, quUna noche, mi marido me sorprendió y me invitó a celebrar el aniversario de nuestra primera cita. Recordé al hombre del que me había enamorado. Cuando llegamos al cine, descubrí que la película que deberíamos haber estado mirando había comenzado una hora antes en otro lugar. Ahí, recordé al hombre con el que me casé. —@GOODSHEWRITES
Si los investigadores se equivocan, un inocente puede acabar en la cárcel. Las investigaciones modernas ayudan a evitar sentencias erróneas.
Ute Eberle
El fuego arrasó la casa de una sola planta situada en la pequeña ciudad de Corsicana, a unos 90 kilómetros al sur de Dallas, en el estado de Texas, Estados Unidos. Las llamas devoraron las habitaciones, consumieron los muebles y el humo se coló por las ventanas. Todd Willingham pudo salvarse en el último momento: descalzo y con el torso desnudo se abalanzó a través de la puerta de la casa. Fue el 23 de diciembre de 1991.
Algunos testigos contaron que Willingham había intentado desesperadamente entrar en la casa en llamas. Sus “bebés” continuaban dentro, gritaba. Este mecánico, de 23 años, estaba a solas con sus hijas Amber, de dos años, y las gemelas de un año Karmon y Kameron, mientras su mujer buscaba regalos navideños.
Pero otros testigos declararon que
Willingham había observado pasivamente cómo su casa era devorada por las llamas. Si algo le preocupaba era su auto, que alejó de allí. Las tres niñas fallecieron en el incendio. Conmocionados, los vecinos reunieron dinero para ayudarles a enterrar a sus hijas.
No obstante, cuando los investigadores de la oficina estatal Antiincendios de Texas revisaron las ruinas, encontraron motivos para sospechar. En el pasillo delante de la habitación de las niñas, el suelo estaba carbonizado, igual que el umbral de la puerta de la casa y una escalera que iba de la entrada hacia el sótano. Daba la impresión de que alguien había vertido líquido inflamable prendiendo fuego después. Esto no solo provocó el incendio, sino que las llamas también habían bloqueado intencionadamente las vías de escape.
La policía detuvo al padre. Un jurado consideró que Todd Willingham era culpable, y en 2004 se ejecutó la condena de muerte, basada en parte en una frase contenida en el informe del jefe de los investigadores del incendio: “El fuego no miente”. Sin embargo, ¿entendemos el lenguaje del fuego?
Años después, tuvo lugar un incendio cerca de Washington DC. En un primer momento, las llamas habían surgido en una papelera, pero rápidamente pasaron al sofá y a un sillón. Llegaron a una planta artificial con una tira de luces y de ahí pasaron a una mesita y a la cesta que estaba encima. Una espesa humareda se concentró bajo del techo de la habitación y avanzó hasta salir de la estancia.
Un grupo de hombres y mujeres se apostaban alrededor del incendio en actitud relajada observando las llamas con mucha atención. Porque lo que las llamas devoraban en este caso era la habitación de un piso modelo, construida dentro de una especie de contenedor. Se trata probablemente del mayor laboratorio de incendios del mundo, dirigido por la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF), un institución judicial de los Estados Unidos.
El Laboratorio de Investigación de Incendios (FRL, por sus siglas en inglés) se creó en 2003. Aunque nadie del FRL lo diría de esta manera, uno de los objetivos de los científicos consiste en evitar muertes como la de Todd Willingham. Poco después de ser sentenciado a muerte, surgieron dudas con respecto al dictamen del investigador del incendio. Era posible que las manchas negras en el suelo de la casa no se debieran al vertido de combustible. Podrían haber surgido cuando las llamas arrasaron los pasillos durante el incendio.
Si hubiese sido así, el sistema judicial habría ejecutado a un inocente. Porque un investigador de incendios se habría basado en su experiencia, que a menudo puede llevarle a error.
“80 grados”, dice uno de los colaboradores del FRL. Está leyendo en la pantalla de un monitor la velocidad a la que se calienta el aire de la
De media, los residentes solo tienen cuatro minutos para ponerse a salvo en caso de incendio.
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habitación del piso modelo. Solo han pasado tres minutos desde que las primeras llamas surgieran en la papelera. El humo debajo del techo se concentra cada vez más. El fuego comienza a despedir tanto calor que los investigadores que se encuentran cerca de la habitación retroceden instintivamente.
“520 grados”, avisa el colaborador. El cristal se rompe produciendo un fuerte chasquido. De repente, todo lo que hay en la habitación está en llamas. El aire de la estancia ha alcanzado una temperatura tan alta que todos los objetos se incendian de golpe, incluso los que están fuera del alcance del fuego. Los bomberos con trajes de protección comienzan a extinguir el incendio.
Las enseñanzas que extraen del laboratorio pueden resultar muy útiles. Por ejemplo, en España, los bomberos apagan un fuego doméstico cada tres minutos y medio. Se supone que hasta un 20 por ciento de los incendios de mayor alcance son provocados.
Para los investigadores esto supone una responsabilidad enorme. “El hecho de que alguien pueda ir a la cárcel debido a mi labor es un gran peso para mí”, dice Lenwood Reeves, uno de los agentes especiales del laboratorio de incendios. Está de guardia seis meses al año. Si en cualquier parte de los Estados Unidos estalla un incendio complicado, él se traslada al lugar de los hechos para aclarar las circunstancias.
En el laboratorio de la ATF, Reeves interpreta las huellas del incendio en la habitación del piso modelo. Señala la pared trasera: el humo y el calor han dejado unas formas en “V” que sobresalen en la negrura general. Eso significa que el fuego actuó durante un tiempo especialmente largo y a temperaturas muy altas. El pico de la “V” señala justo el lugar en el que se encontraba la papelera. “Casi como si fuera una flecha”, dice Reeves.
En el caso de un incendio real, el agente especial Reeves intentaría descubrir qué objeto señala la “V”. ¿Un enchufe con un cortocircuito? ¿Un
radiador eléctrico defectuoso? ¿O una papelera a la que alguien tiró una colilla encendida? No todas las marcas de incendios admiten una lectura tan clara. En el caso del incendio de la habitación del piso modelo fue decisivo que se extinguiera tan rápidamente. Aunque la habitación se calentó tanto que todo se incendió de golpe —un fenómeno que los expertos denominan “flashover”— el incendio no superó esa fase en una proporción considerable.
Si el fuego avanza sin impedimento pasada la fase del flashover, se produce una fuerte crepitación generalizada que es más intensa cuanto mayor sea la entrada de aire. Esto significa que en un incendio de larga duración, los lugares muy carbonizados no indican con seguridad el lugar donde comenzó el incendio. De hecho, incluso los expertos muy experimentados tienen dificultades para interpretar las huellas correctamente.
Este extremo se demostró cuando
CAUSAS DE INCENDIOS
Según un estudio de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), de España, la mayor parte de los incendios domésticos se originan en el comedor, seguidos del dormitorio y cocina. El sistemaeléctrico, como una instalación defectuosa, una mala utilización o una subida anómala de la corriente eléctrica, el uso de estufas y chimeneas, velas. encendidas sin vigilancia, la cocina y el almacenamiento de productosinflamables, son las principales causas de incendios en el ámbito doméstico. los investigadores de distintas habitaciones del piso modelo dejaron que el fuego ardiese durante tiempo pasado el flashover. A continuación, se encargó a inspectores de incendios que no habían observado el fuego que buscasen el origen de las llamas. Cuanto más tiempo esté activo el incendio, más errores cometen los investigadores. En algunos ensayos, se alcanzaron errores de más del 90 por ciento, una cifra espeluznante.
Los expertos del laboratorio especial son indispensables, y no solo porque el fuego muestra comportamientos tan complejos. También los materiales que lo nutren han ido modificándose. Antes, las casas contenían sobre todo materiales naturales como la piedra, la madera o el algodón, es decir, sustancias que se inflaman mal o lentamente. En la actualidad tanto sofás, colchones, cortinas como alfombras contienen materiales artificiales que se inflaman en un abrir y cerrar de ojos.
Hoy, el habitante de una casa suele disponer de un promedio de cuatro minutos para escapar de un fuego. En 2019 se registraron 125 fallecidos por incendios en viviendas. La mayor parte de las víctimas mueren por inhalación de gases, incluso antes de que los alcancen las llamas. Si aparece un cadáver después de un incendio, los investigadores no solo deben aclarar si el incendio fue provocado o no. Deben comprobar si la persona fallecida ha sido víctima de un acto de violencia y si el incendio es una pantalla.
Aclarar estas preguntas es una especialidad de Elayne Pope, una antropóloga forense estadounidense cuyo trabajo consiste en analizar víctimas de incendios. En el marco de sus investigaciones, hasta el momento Pope ha prendido fuego a más de cien cadáveres. Los ha incinerado en contenedores de basura; los ha depositado en camas que ha quemado posteriormente; los ha introducido en maleteros de coches convertidos poco después en cenizas humeantes. Actúa así para aclarar los mitos del fuego.
Muchos expertos creyeron durante bastante tiempo que el cráneo humano explota cuando se quema, algo que parece lógico: el cerebro contiene cierta cantidad de agua que con el fuego se pone a hervir provocando presión. Por eso parecía sospechoso que el cráneo de un cadáver estuviese bastante entero. Según esa teoría, el vapor debió escaparse a tiempo, por ejemplo a través de fisuras óseas producidas porque alguien había golpeado la cabeza de la víctima con un objeto y lo había hecho antes de declararse el incendio.
Para comprobar esta teoría, Pope quemó unos 40 cráneos humanos. “Ni uno solo explotó”, declaró la antropóloga. Está convencida de que los cráneos de víctimas de incendios suelen estallar por la caída de escombros durante el incendio.
Pope también eliminó otra leyenda utilizando cámaras especiales que le permitieron demostrar que las personas fallecidas se mueven durante el incendio. Casi siempre adoptan posturas como la de un boxeador en posición de defensa. Antes, “los investigadores creían que la víctima se había defendido de un agresor”, dice Pope. No obstante, este fenómeno se basa en unas simples leyes mecánicas. Los músculos y tendones del cuerpo se encogen debido al calor colocando las extremidades en ángulo.
En consecuencia, un detective debería sospechar cuando un cadáver no se encuentra en esa posición típica de defensa. Eso quiere decir que es posible que sus brazos y piernas estaban atados. Por espantosas que sean estas pruebas, sin ellas los investigadores podrían sacar conclusiones erróneas cuando intentan aclarar los detalles y sospechar de alguien como autor de un crimen. O podrían no reconocer un acto de violencia.
El riesgo de condenas erróneas es considerable. La alemana Monika de Montgazon fue declarada culpable en 2005 cuando su padre, enfermo de cáncer, falleció en un incendio en la casa donde vivían los dos. Un laboratorio creyó haber encontrado residuos de etanol en el lugar del incendio. De Montgazon estuvo en la cárcel casi dos años y medio, antes de que fuera puesta en libertad a raíz de un segundo juicio. Es posible que su padre estuviera fumando en la cama. ¿Es posible que Todd Willingham hubiera salido libre si hubiera tenido más tiempo? Él mantuvo su inocencia hasta el mismo día de su ejecución.
Los brillantes edificios de Willemstad, la capital de Curazao, existen desde la época colonial.
Cur
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Flamencos, playas y mucha historia, en ocasiones, oscura: esta isla del Caribe es mucho más que un colorido licor.
Victoria De Silverio de hemispheres
azao
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SUMÉRJASE
Estoy 12 grados al norte del ecuador y a unos 65 kilómetros de la costa de Venezuela, en Curazao, una angosta isla del Caribe, así que no debería sorprenderme el calor que hace. Curazao parece un paraíso oculto, donde los flamencos, rosas como el atardecer, se alimentan en salinas todo el año, donde docenas de playas de coral te atraen con sus aguas intensamente azules y donde los locales encienden un arcoíris de fuegos artificiales todos los jueves por la noche, solo para celebrar que el fin de semana está a la vuelta de la esquina.
Es otoño y los vientos alisios han hecho que los divi-divis, unos árboles regordetes de corteza seca y maltratada, y coronados con extravagantes mechones, se inclinen como en una caricatura. Pero hoy los vientos están durmiendo la siesta, así que me unto protector solar y me propongo explorar la histórica capital, Willemstad, patrimonio de la humanidad por la UNESCO.
Fundada en 1634 por la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, Willemstad siempre ha sido, de cierta forma, un cosmopolita puerto comercial. Fue la capital de las antiguas Antillas Neerlandesas hasta 2010, cuando Curazao pasó a ser un país más del Reino de los Países Bajos.
Tras pasar épocas difíciles y de abandono, ahora Willemstad está viviendo una gran renovación gracias a los artistas y empresarios que han creado un nuevo espíritu de orgullo cívico. Hoy, el pulso de la ciudad, de 125.000 habitantes, late con una mezcla de 50 culturas distintas y tres idiomas oficiales: neerlandés, inglés y la lengua criolla original de la isla, el papiamento.
Dejo mi hotel en el distrito de Pietermaai, donde los comerciantes, banqueros y capitanes de barco construyeron sus ornamentadas mansiones durante los siglos XVIII y XIX. Muchos de estos edificios han sido restaurados y convertidos en hoteles y modernos restaurantes con patios abiertos. Sus fachadas de alegres colores parecen un menú de sabores —lima, limón, mora azul—; y las elegantes molduras blancas, el merengue.
Dentro de la de frambuesa está Beans, una cafetería con frescos originales en el techo y suelos de mosaico. En la terraza con vistas al mar, me bebo un café y un pastechi caliente de bacalao (una especie de empanada con láminas) antes de reunirme con mi amiga Damaris, que nació en la isla y trabaja en el Kas di Pal’i Mashi, un museo dedicado a la adaptación de los afro-curazoleños después del esclavismo.
Nuestro primer destino es Scharloo, un tranquilo barrio que aún tiene
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En sentido horario, desde arriba: uno de los muchos restaurantes en el colorido distrito Pietermaai de Willemstad. Una tortuga marina en las aguas de la costa de Curazao. Los flamencos se alimentan todo el año en las salinas de la isla. pinta de aldea gracias a Street Art Skalo, una organización que recluta a artistas para pintar las fachadas y los muros de los edificios. En la avenida principal, Scharlooweg, Damaris saluda a un hombre en pantalón corto lleno de pintura y un polo rosa: “Bon dia!” Es Francis Sling, uno de los artistas más reconocidos de la isla. Diecisiete de sus pinturas decoran la Cámara de Curazao, en La Haya (Países Bajos), y su Romance de las Tres de la Tarde —un enorme mural de dos pájaros posados sobre una rama— está a la vuelta de la esquina. Nos encontramos con Sling en su estudio, donde recorta una obra de arte en trozos para venderlos. “Todos quieren postales”, dice, “pero estas son como las piezas de un rompecabezas”. Compro un par de pendientes de trozos dispares de una pintura y lo dejamos volver al trabajo.
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Cruzamos el Puente Reina Juliana, con sus 56 metros el más alto del Caribe, hasta Otrobanda, donde se estableció una gran cantidad de esclavos tras ser liberados, a mediados del siglo XIX, y nos dirigimos al spa Kura Hulanda. Muy bien conservada, la aldea es un crudo recuerdo del oscuro pasado de la isla, cuando Willemstad era una popular escala en el mercado transatlántico de esclavos. La que antes era la residencia de un antiguo comerciante de esclavos, ahora es el Museo Kura Hulanda, donde está la mayor colección de artefactos africanos del Caribe. En el patio se vendían personas al mejor postor: de un par de pilares cuelga una campana para llamar a los esclavos a trabajar y una viga donde los Por suerte es jueves, la noche en la amarraban para azotarlos. Una cruda, que todos salen a recibir las Vibras pero conmovedora cápsula temporal. Punda. En cada esquina vemos artis-
Al atardecer cruzamos la Bahía Sint tas y artesanos mostrando su obra o Anna por el puente peatonal Reina bandas tocando. Los diversos ritmos Emma. Delante nuestro aparece el se combinan con múltiples lenguas. paisaje más icónico de Curazao: las Pasamos la impresionante sinagoga coloridas mansiones a orillas de la Mikve Israel-Emanuel. Construida en ribera Handelskade, en el distrito 1732, es la sinagoga más antigua de Punda. Según cuenta la historia, en occidente aún en uso. A la vuelta de el siglo XIX un gobernador de la isla la esquina encontramos bailarines folse quejó que el sol que reflejaban los clóricos con trajes naranjas. Entramos edificios blancos le causaba migra- en el café La Bohème por las vistas y ñas, así que ordenó pintarlos de co- para comer arepas de pollo al curry. lores brillantes. “Años después de su Cuando música y baile paran, otro muerte se descubrió que era dueño de grupo empieza a cantar. Es el cumla fábrica que fabricaba la pintura”, me pleaños de alguien y cantan en papiacuenta Damaris entre risas. mento, neerlandés, español e inglés.
Las pinturas y murales del artista Francis Sling han sido exhibidos tanto en las calles de Williemstad como en La Haya.
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Cuando la canción termina, los aplausos se ahogan bajo el tronido de los fuegos artificiales de la bahía. Brindamos por los buenos deseos.
Al día siguiente me traslado desde mi alojamiento en el este, una antigua plantación de sal convertida en hotel boutique hasta Eric ATV Adventures para adentrarme en moto en el desierto de la costa norte. Veo que muchos de los moteros van vestidos como profesionales y están llenos de tatuajes, y me pregunto si necesito unas clases antes de intentar esto. Leo, nuestro guía, no me anima: “Eres 18”, avisa; “quiero que vuelvan los 18”.
Aprendo a girar en los escarpados senderos y eso me permite concentrarme en los cactus y arbustos que arrastra el viento. Nuestro convoy pasa delante de una granja de avestruces en dirección a una plantación de aloe vera. Fila tras fila de plantas cultivadas por su gel rico en nutrientes, que es transformado en ungüentos para la piel y elíxires saludables.
Cuando alcanzamos la costa, vemos cómo las olas ruedan hasta estrellarse en las losas de piedra volcánica. Mientras el agua que salpican me refresca los brazos tostados por el sol, Leo nos da una clase de historia.
“Cuando los soldados y esclavos finalmente llegaron aquí tras tiempo en altamar, venían enfermos de escorbuto. Al comer naranjas Laraha, muy amargas pero con gran cantidad de vitamina C, se curaron milagrosamente. Así, de la palabra “cura” en español, tenemos “Curazao”. (Otra explicación: el nombre proviene de Queracao, el gentilicio con el que los nativos de la isla se identifican). Me despido del convoy y manejo por la costa hasta Kas di Piskado Purunchi, un restaurante familiar en la casa de un pescador. Anthony, su hijo, me guía a través de la cocina hasta un antiguo muelle que ahora es un comedor sobre el agua. Mamá Gina atiende las mesas; abraza a los
EL FAMOSO LICOR DE CURAZAO
Como querían un dulce recuerdo de casa, los colonos españoles trajeron semillas de naranja valenciana a Curazao, pero el fiero sol de la isla y el árido clima produjeron una fruta verde y amarga. En 1896, Edgar Senior y Haim Mendes Chumaceiro inventaron un aperitivo en su farmacia de Willemstad con cáscaras de naranja de Valencia secadas al sol durante cinco días. Los diversos colores del licor, que incluyen un profundo tono azul, fueron hechos con colorante artificial. La bebida ha sido popular desde entonces.
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Grote Knip es una de las pintorescas playas en el menos desarrollado oeste de Curazao. comensales y ríe como si se tratara de una reunión familiar. Papá Calvin se asoma por un lateral del muelle para que un pescador le entregue un guaju. En segundos, Calvin está limpiando y fileteando este pescado azul.
Está delicioso. Cuando le pregunto a Anthony por la salsa roja y cremosa que viene con el funchi casero (un tipo de polenta), sonríe. “Es la salsa de la abuela, me temo que es secreto”.
Después de una caminata al atardecer, manejo hasta el Zest Beach Café, un moderno lugar con mesas de picnic en la playa Jan Thiel. Entierro mis pies en la arena y bebo una copa de vino tinto y como un plato de langostinos tigre bañados en otra deliciosa salsa. El mozo me dice que es una mezcla de cebollas picadas, una delicia picante de Indonesia llamada sambal, y “mucha mantequilla: el chef es francés”. Unto hasta la última gota con un pan tostado a la parrilla y luego camino hasta la orilla para zambullirme bajo las estrellas. A la mañana siguiente voy con Damaris a Westpunt, el pintoresco occidente de la isla, donde están sus playas más bellas y vírgenes. Llegar ahí es sencillo: una carretera polvorienta de dos carriles atraviesa todo el centro de la isla durante 65 kilómetros, por llanuras tostadas por el sol y colinas bajas. Treinta minutos después nos detenemos a admirar una colonia de flamencos en una pequeña laguna. “Todos los polluelos nacen blancos”, dice Damaris, “y reciben su color por un acto de amor. Cuando sus madres los alimentan, los bebés se van volviendo más rosas, y las madres, menos”. Nadamos en Playa Porto Mari y continuamos nuestro recorrido por las demás playas. En cada una —Lagun, Klein Knip, Grote Knip— hay sombrillas de palma, camiones de bocadillos y hombres jugando al dominó sobre mesas de cartas. Llegamos a playa Piskado, donde he reservado una excursión de esnórquel
en un vehículo llamado Seabob. Se me acerca un hombre con una paca de heno en vez de barba. Se presenta como Andy y me ayuda a ponerme el visor y me enseña cómo controlar el aparato que parece salido de una película de James Bond. Es como un jetski en miniatura, aunque todo lo que debo hacer es agarrarme a él; su velocidad máxima es 14 kilómetros por hora y si lo apuntas abajo, puedes hundirte casi dos metros.
“¿Has visto anguilas de jardín?”, pregunta Andy. “¡Sígueme!” Cruzamos rápido la cala y me sumerjo, para descubrir cientos de hebras marrones y largas, como gusanos que salen de la arena. En cuanto nos acercamos, se esfuman. Salimos a la superficie al lado de un grupo de tortugas marinas y cruzamos una densa nube de peces.
De vuelta a tierra firme, Damaris y yo visitamos Jaanchie’s, en la avenida principal de Westpunt. Desde 1936, dos generaciones han servido platos locales en un edificio tipo rancho naranja cubierto de buganvillas rojas.
Jaanchie, un hombre elegante con una brillante guayabera blanca (prenda icónica en Latinoamérica y Caribe), acerca una silla y recita el menú. “Hay de todo, incluso estofado de cabra o ternera y, ¿por qué no prueban la iguana? Pero con cuidado; nunca se sabe cuándo surtirá efecto”.
Damaris susurra: “se cuenta que es una Viagra natural”.
Nos ponen un plato de “bocados de iguana” al curry. Lo pruebo, para mostrar a Damaris que no tengo miedo.
Después de comer conduzco hasta Playa Santa Cruz para dar un paseo en barco con el legendario capitán Goodlife. Me da la bienvenida con unas gafas muy setenteras y una camisa de flores y me dice que llego tarde. Me ofrece también un abrazo y una cerveza. Subimos al barco con tres de sus hijos.
Paramos a hacer esnórquel sobre un buque de carga hundido hace más de 20 años, ahora una concurrida metrópolis de peces hambrientos. Aguanto la respiración y nado por debajo de una larga repisa de roca para alcanzar una caverna submarina, la famosa Habitación Azul, donde la luz del sol atraviesa el agua clara.
Es tarde cuando vuelvo al otro lado de la isla, así que paro en una camioneta de comida al lado de la carretera, un componente esencial del estilo de vida en Curazao, que suele incluir fiesta y comida toda la noche.
Devoro costillas con patatas. Sentada en medio de juerguistas, recuerdo algo que me dijo Damaris: “celebramos cualquier cosa como excusa para reunirnos y cocinar. Pero en cuanto se acaba la comida, se acaba la fiesta”. Y entonces, me limpio las manos y voy a darme una última zambullida.
de la reVista hemispheres para united airlines (1 de enero, 2020), copyright © 2020 de inK para united airlines.
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Nació con una malformación y llena de líquido en la cabeza. Los médicos le dieron pocas probabilidades de sobrevivir. Pero sus padres se negaron a tirar la toalla. Katie McCabe
Todo lo
Amor que tenían era
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SSandy Church estaba desesperada por ver a su hija recién nacida. Pero cuando la llevaron en silla de ruedas hasta la ventana de la unidad de cuidados intensivos pediátricos (UCIP), una sombra se cernió sobre ella.
“¿Cuán grave es, Tim?”, le preguntó a su marido. A su memoria acudió la voz susurrante del doctor: “Oh, no”, al ver la cabeza agrandada del bebé por ultrasonido. Segundos después del nacimiento de Leah, la enfermera se la llevó pero Sandy estaba demasiado aturdida por los analgésicos como para preguntar.
Se pasó las 24 horas siguientes a la cesárea de urgencia delirando con fiebre por una infección pélvica masiva. ¿Dónde está Leah?, se preguntaba. Después, cuando ella y su marido se acercaron a la entrada de la UCIP,
Sandy se estremeció: “tiene la cabeza un poquito grande, ¿no, Tim?”, preguntó, luchando contra el pánico.
Su marido, alto y rubio, se quedó callado mientras pasaban junto a una fila de incubadoras y se paraban lentamente. Allí, en una incubadora, yacía una niñita atrapada en un laberinto de tubos. Tenía la cabeza tan grande que las orejas le quedaban por el cuello. “¡No! ¡no!”, susurró Sandy. Se sintió avergonzada de expresar en voz alta el pensamiento que le había venido a la mente: no puede ser mi hija. Tim, blanco y enmudecido, la tomó de la mano. “¿Qué es lo que le pasa?”, se lamentó Sandy. “Hidrocefalia”, les dijo a Tim y Sandy esa tarde uno de los médicos responsables. “No sabemos exactamente por qué, pero en algunos bebés el sistema normal de drenaje del cerebro se apaga antes del nacimiento. El líquido se acumula en la cabeza y comprime el tejido cerebral. Su bebé es el caso más grave que he visto” .
El médico les dijo que el bebé podría morir. Sandy luchó por contener las lágrimas.
“¿Pero si viviera?”, preguntó Tim.
“Según la experiencia, tendría pocas probabilidades de cualquier cosa que no fuera un estado vegetativo”.
El resultado de la tomografía computada que recibió el doctor Robert Wood, neurocirujano, a la mañana siguiente le hizo cuestionarse si “el muy pocas probabilidades” había sido una sobrestimación.
La imagen mostraba un pozo de oscuridad dentro de la cabeza mal formada de Leah. Donde debería estar la parte pensante de su cerebro, prácticamente no había nada más que líquido.
Desde hacía años, los médicos sabían que la hidrocefalia podía ser tratada con una derivación, o válvula unidireccional, en el cerebro del bebé. En el caso de Leah, la derivación permitiría que el exceso de líquido drenara por un tubo hacia una cavidad alrededor del estómago, donde podría ser reabsorbido por el cuerpo.
“La operación de derivación puede ser letal en sí misma cuando se realiza
en un bebé con un estado de salud tan grave,” informó Wood al equipo médico reunido para discutir el caso en Billings, Montana, Estados Unidos. “¿Asumimos ese riesgo? Puede que hagamos pasar a la familia por el trauma de una cirugía de alto riesgo y aún así terminar con una persona que no sea capaz de hacer nada más que respirar”.
Hizo una pausa. “Con tan poca masa cerebral, también tenemos que considerar si habrá algo que soporte el cráneo, una vez que el líquido comience a drenar”. Durante los días siguientes, un equipo formado por tres pediatras y dos neurocirujanos reflexionaron sobre el caso de Leah.
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Luchando por su vida
En el pasillo de la sala neuroquirúrgica, Leah Marie Church luchaba con todas sus fuerzas. Tres días después de su nacimiento el 1 de septiembre de 1985, su cuerpito de 47 centímetros se retorcía en la incubadora.
Tim se había marchado antes del amanecer hacia el rancho a 130 kilómetros donde trabajaba como peón: perder otro día en plena temporada de cosecha podría costarle el puesto.
Sola y asustada, Sandy deseaba visitar a Leah. Pidió a las enfermeras que la llevaran con la silla de ruedas. Cuando vio la enorme cabeza de Leah girada de lado, sintió de nuevo el horror del día anterior. Pero también sintió algo más en el fondo de su ser: que este bebé le pertenecía.
Vacilante, llegó hasta la incubadora, y luego se apartó. “Tengo miedo de hacerle daño”, confió al enfermero Paul Franko, que estaba monitoreando los signos vitales de Leah.
“No tengas miedo. Leah está muy necesitada de abrazos y caricias.”
Con cuidado para no mover los cables de los electrodos, Sandy acarició la redondeada barriguita. Leah inclinó su cuerpo hacia Sandy, como si tuviera ansias de su contacto.
Franko rio. “¿Ves lo que te decía?”
Hipnotizada, Sandy acarició el
puño cerrado de Leah. Relajándose rápidamente, Leah le agarró el dedo.
“Conoces a mamá, ¿verdad, cariño?”, susurró Sandy. Miró los ojos de Leah, su diminuta nariz y el arco perfecto de su boca. Por primera vez, Sandy se dio cuenta de lo exquisitamente bonita que era Leah.
“Es como si me pidiera que luchara por ella”, dijo Sandy. “Pero los médicos dicen que no hay nada por lo que luchar”. “¿Nada por lo que luchar?, Franko parecía incrédulo. “Déjame que te cuente algo de tu hijita. Anoche, estaba cambiando a Leah, sujetando la puerta de la incubadora con el codo. Se me resbaló el codo y la
puerta se cerró con un golpe. Leah dio un salto. Se sobresaltó, Sandy: ¡un bebé que se supone que está sordo!”
Franko abrió el orificio de la incubadora y acarició el brazo de Leah. Ella respondió a la caricia. “Por supuesto que hay una personita ahí”, insistió.
Más allá de toda razón
Cualquier esperanza desapareció cuando Sandy y Tim hablaron sobre los peligros de la derivación.
“Hay una probabilidad significativa
de que su hija muera de hemorragia cerebral en la operación”, dijo Wood. “O de infarto cerebral o infección después de la intervención”.
Sandy buscó la mano de Tim.
“Si sobrevive, no existen evidencias de que pueda oír, ver o pensar. Su bebé casi no tiene cerebro…”. Sujetó la negra imagen de la tomografía a la luz.
“Técnicamente, su hija tiene hidrocefalia, pero está muy cerca de anencefalia. Eso significa no tener cerebro”.
Sandy y Tim se quedaron en silencio.
“Leah puede morir con o sin cirugía”, continuó Wood. “Y si sobreviviera”, añadió, “podría acabar en un estado vegetativo persistente”.
Un deseo de luchar por su hija se apoderó de Sandy desde lo más profundo. “Me niego a creer que no hay futuro para mi hija”, dijo. “Quiero que le realicen la derivación.”
Lo dijo con toda el alma. Pero más tarde, a solas con Tim, todo se volvió más gris. “¿Y si Paul Franko se equivoca?”, preguntó angustiada Sandy.
Desde el día en que conoció a su tranquilo e inquebrantable marido, él siempre supo qué era lo correcto, incluso cuando nadie más lo sabía.
“Mientras Leah esté viva”, respondió Tim, “merece cada oportunidad”.
La mañana del 11 de septiembre,
Alzando al bebé por primera vez, Sandy miró a los ojos de su hija.
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Sandy y Tim acompañaron a su hija hasta la puerta del quirófano. Cuando se llevaron a Leah, Sandy caminó hasta la capilla del hospital y rezó: “Por favor, Dios, no la dejes morir.”
Sandy y Tim se habían conocido una mañana helada de febrero de 1984. Ella era una chica guapa de 19 años rebosante de energía. Él era un hombre tranquilo de 35 años, tímido y franco, que trabajaba en un rancho para poder comprar su propio ganado.
Este hombre grande y fuerte tenía la mirada más dulce que Sandy había visto. Los modales más amables y la voz más vigorosa. Aunque acababan de conocerse, sabía que era la persona con la que quería pasar el resto de su vida.
Cinco semanas más tarde, Sandy y
Tim entraron en el palacio de justicia de Hysham y contrajeron matrimonio, luego iniciaron su vida juntos en la pequeña población. Para ambos, una casa llena de niños parecía lo más natural del mundo.
“Puede que tenga que esperar un poco más”, le aconsejó el médico cuando ella y Tim fueron a hacerse pruebas el invierno siguiente para ver por qué no se quedaba embarazada. “Sospecho que tiene una obstrucción tubárica, pero el diagnóstico tiene que ser confirmado con una radiografía especial.”
Las pruebas tendrían que esperar. Cuando un mes después, Sandy comenzó a sentirse cansada y con náuseas, su médico le hizo una prueba más y anunció, riendo, “ha sucedido lo imposible. Estás embarazada”.
Si algún niño tenía que llegar al mundo, se dijeron mutuamente ella y Tim, era este para demostrar que el experto se equivocaba.
Excepto amor
La bebé que salió de la intervención poco después de las once del 11 de septiembre era una pequeña masa de vendas y tubos de oxígeno. Pero estaba viva. Eso ya era un milagro.
“¿Cuándo podemos tomarla?”, preguntó Sandy.
“En cuanto le quitemos el oxígeno y los médicos den el visto bueno puedes alzarla en brazos,” prometió Paul Franko.
Esa misma semana, las enfermeras pusieron a Leah en brazos de Sandy por primera vez. Se sentó clavando su mirada en los ojos separados de Leah, de un azul claro, como los de Tim, que la miraban entre las vendas.
“Sandy, hay un problema con la derivación”, escuchó que decía Tim. Luego el doctor Wood explicó que la válvula de presión media que había instalado no estaba haciendo su trabajo. La cabeza de Leah seguía creciendo y la incisión amenazaba con abrirse.
Sandy estaba aún más devastada que al principio. “Ahora tiene que emprender otra lucha”, le dijo a Tim.
Leah estaba produciendo líquido cefalorraquídeo a un ritmo normal, pero no contaba con la superficie cerebral que normalmente absorbe el líquido. La derivación tenía que eliminar todo el líquido y ahí subyacía el nuevo problema.
La única manera de estabilizar el crecimiento de la cabeza de Leah y mantenerla viva parecía ser el bombeo manual mediante la presión directamente en el punto donde se había implantado la derivación.
Dos semanas más tarde, Wood llevó de nuevo a Leah al quirófano y sustituyó la válvula de derivación original por una de baja presión. El líquido comenzó a drenar más rápido, pero su cabeza seguía creciendo más de un centímetro al día.
Los neurocirujanos se vieron obligados a recurrir a la punción ventricular, un procedimiento delicado y
peligroso. El doctor Wood insertó una aguja en el cráneo de Leah y succionó suavemente el exceso de líquido craneal con una jeringuilla. Funcionó, al menos temporalmente.
Pero, ¿a cuántos procedimientos más así podría sobrevivir Leah? Cada día que pasaba, Sandy y Tim se sentían más cerca del momento que habían estado temiendo. Poco a poco, la elección tomó forma: ¿dónde querían que estuviera Leah cuando llegara el momento de su muerte?
Si llevaban a Leah al lúgubre hotel del centro donde vivían, tendrían que bombear su derivación a mano, a todas horas, y llevarla al hospital varias veces a la semana para que le drenaran la cabeza. Y al final, ¿moriría de todos modos?
Algo más había sucedido desde el nacimiento de Leah: Tim había perdido su trabajo. Su empleador necesitaba mano de obra con la que poder contar siete días a la semana.
“No hay elección, Sandy. Vamos a tener que vender las vacas,” dijo Tim en voz baja. Sandy se alejó, pensando lo orgulloso que estaba su marido el día que le mostró por primera vez el inicio de su propia ganado por la que tanto había luchado.
Ella sabía que podrían pasar meses antes de que Tim encontrara otro trabajo. Tendrían que vender todo lo demás, sus muebles, su ropa, sus anillos de boda, todo para poder estar con Leah. Después, necesitarían la ayuda del gobierno.
Tim y Sandy no tenían ingresos, ningún seguro, ni conocimientos médicos, ni hogar, ningún futuro. Si no fuera por el amor, no tendrían nada.
Sandy y Tim salieron del hospital una noche de octubre. “No puedo dejar de preocuparme ante la idea de que nos despertemos una mañana y encontremos a Leah muerta”, se angustió Sandy. “La quiero demasiado para verla morir.”
Tim abrió la puerta de la habitación del hotel y encendió la luz. Tomó las manos de Sandy.
“No hay nada que decidir”, le dijo dulcemente. “Leah es nuestra responsabilidad, y de nadie más. Somos los únicos a quienes tiene y tenemos que quererla hasta el final.”
Sandy comenzó a temblar. “Es justamente eso, Tim. Eso es lo que no puedo afrontar. Cada minuto, me siento más unida a ella…”.
No podía seguir. La perspectiva de que Leah muriera en sus brazos era demasiado terrible como para contemplarla. Pero también lo era la idea de abandonarla.
Tim no se detuvo. “Se merece que la abracemos, acunemos, amemos y besemos cada minuto hasta que le llegue el momento. No se merece que la dejemos en manos de extraños”.
Sandy quería salir corriendo. Desesperada, se volvió contra su marido. Cuando escuchó su voz, estridente y frenética, apenas la reconoció como la suya propia.
“Vete, Tim, por favor. Vete y no vuelvas,” gritó ella, sin saber ni de dónde procedían esas palabras. Pálido, se abotonó el abrigo y salió por la puerta. Sandy corrió fuera, llamándolo, pero el pasillo estaba vacío.
Las enfermeras de pediatría de cuidados intensivos miraron hacia arriba, sorprendidas, cuando Tim Church entró a las diez de la mañana, solo. “He venido a ver a Leah”, dijo.
Deslizó una mecedora junto a la cuna de Leah, se inclinó y la tomó en
brazos. Leah acurrucó su cabeza hinchada y llena de suturas en su pecho. ¿Qué haría él, se preguntaba, si Leah moría en sus brazos?
“Papi está aquí, Leah,” susurró empezando a llorar. “No estás sola”.
Lentamente, Leah cerró los ojos.
“Que sueñes con los angelitos Leah. Pronto te irás a casa”, le dijo. Y luego se fue.
“Tenemos que hablar”, dijo Tim a Sandy. “He estado con Leah.”
Se sentaron en la cama. “Si quieres marcharte, vete”, dijo. “Pero yo me quedo con Leah”.
Sandy se quedó callada. Su miedo había estado a punto de acabar con todo. Ahora, lo tenía muy claro: los tres eran inseparables.
“Los dos nos quedamos con Leah”, dijo.
Llevarían a Leah a casa y la querrían tanto como pudieran.
Día a día
Una vez que Sandy y Tim tuvieron a Leah con ellos, no pararon de besarla y abrazarla.
“Ya estás en casa con mamá y papá,” le dijeron la primera noche, cuando por fin la metieron en el cajón de la cómoda que hacía de cuna. Cuando lloraba con dolor por la presión den-
tro de la cabeza, la tomaban en brazos. Cuando se relajaba, se retorcía y se acurrucaba, estaban pendientes. Cuando dormía, estaban pendientes.
“¿No se cansan?”, se maravillaba la trabajadora social June Collins, especialista en niños discapacitados que había sido asignada para supervisar el cuidado de Leah.
“No, realmente no estamos cansados”, le dijo Sandy. “No todavía, por el momento”.
“Dentro de poco ya no la tendremos con nosotros”, explicó Tim.
Cientos de veces cada día, a todas horas, Sandy y Tim tenían que bombear la válvula de derivación a mano. Presionaban, Sandy durante el día y Tim por la noche. Estaban atentos a la advertencia de la enfermera: “Un
Sandy y Tim tenían que bombear a mano la bomba de derivación cientos de veces.
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ciclo perdido podría significar la diferencia entre la vida y la muerte.”
Cuatro veces al día, medían la cabeza de Leah, que seguía creciendo, tal y como les había advertido Wood. Cada dos días, la llevaban al hospital para la punción con la aguja y la extracción del líquido con la jeringa.
Era difícil ver al bebé retorcerse y gritar mientras los cirujanos insertaban la larga aguja en la parte superior de su cráneo y sacaban el líquido; difícil ignorar las miradas y los susurros de extraños.
“Nunca he dejado de tener miedo”, eliminaban líquido, esperaban que sucediera lo peor. El líquido cefalorraquídeo, con sus nutrientes vitales, estaba destinado a ser reabsorbido por el cuerpo. Extraerlo fuera significaba poner en riesgo el equilibrio electrolítico del cuerpo, con consecuencias fatales.
“Ningún niño puede sobrevivir a esto indefinidamente”, advirtió Wood.
Las palabras del médico enfurecieron a Sandy y Tim, pero en algún lugar entre el bombeo y la punción ventricular y la espera, habían comenzado a preguntarse exactamente a qué era a lo que se estaban aferrando.
Una mañana de diciembre Leah les dio un atisbo de respuesta.
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confió Sandy a Collins mientras avanzaba noviembre. “Todas las mañanas me despierto preguntándome si ese será el día que la perderemos”.
“No hay nadie que pueda hacer lo que estás haciendo y no sentirse abrumado”, dijo Collins. “Lo único que puedes hacer es ir día a día”.
Sandy y Tim apenas sabían que había vida más allá de su habitación de hotel, hospitales, médicos y agujas. En algún lugar había trabajo para Tim, y una oportunidad de comenzar a reconstruir. Existía incluso la posibilidad de tener más hijos. Pero mientras Leah viviera, solo existía el hoy.
De alguna manera, la niña continuó venciendo a la muerte. Cada vez que los médicos le punzaban la cabeza y
El interior de la persona
“Dejen que haga un poco de café”, dijo Sandy a June Collins y a Tim desde la cocina de la habitación del hotel.
En la otra habitación, Tim tomó a Leah y se sentó en una silla, ajustando la cabeza de la niña en el hueco de su brazo. La acurrucó suavemente. De repente, al otro lado de la pared, la hervidora cayó al suelo con un golpe.
Leah se sobresaltó por el ruido.
Tim y Collins se miraron fijamente, y luego gritaron: “¡Sandy! ¡Ven aquí!”
Sandy entró corriendo desde la cocina.
“¡Leah ha escuchado eso, Sandy!” Tim estaba temblando de emoción.
“¿Estás seguro?”, preguntó Sandy.
“Si, de verdad”, dijo Collins. “Ha tratado de girarse hacia el lugar de donde venía el sonido”.
Esa mañana, Sandy le contó al doctor Wood lo sucedido. “¡Mi hija puede oír! Estoy absolutamente segura de ello”.
El cirujano sacudió la cabeza, pensando en todas las parejas cuyos hijos habían sufrido daños cerebrales en 20 años. Había aprendido que mantener la esperanza sin pruebas era condenar a los padres a una caída devastadora. Reflexionó sobre la exploración de la tomografía de Leah. “Simplemente, no veo nada con lo que pueda oír”, respondió finalmente.
Pero Sandy y Tim estaban seguros de que podía oír. Así que empezaron a hablarle. Mientras bombeaban su derivación, la alimentaban, le cambiaban los pañales, le contaban todo lo que estaban haciendo.
Leah siempre se calmaba con el sonido de sus voces, y se acurrucaba y daba patadas. Cuando le cantaban, estaban seguros de que ella sonreía. “Siento que está luchando para salir adelante”, dijo Sandy a Tim.
Lentamente, el miedo a que Leah muriera fue desapareciendo de sus mentes. Era imposible precisar en qué momento exacto se abrieron a la esperanza de futuro. Podía haber sido cuando el enorme y blando bulto de su cabeza se redujo visiblemente, lo que indicaba que su derivación finalmente había comenzado a mantener el nivel de la producción de fluidos. Pero cualquiera que fuera la causa de la esperanza, ahí estaba.
Ahora no era necesario bombear la derivación con tanta frecuencia, y los médicos dejaron de realizar las terribles punciones en la cabeza. Y comenzaban a ver a la pequeña y aguerrida persona que los médicos dijeron que no podría sobrevivir. Observaron que cuando sostenían el oso de peluche rojo de Leah, ella lo agarraba.
A medida que el invierno daba paso a la primavera, Leah cada vez estaba más despierta. Y al mismo tiempo, Sandy y Tim comenzaron a reconstruir sus vidas.
Tim encontró trabajo en un rancho a 30 kilómetros de Billings. Al sol de abril, Sandy se sentaba con Leah a la sombra del remolque del rancho que ahora llamaban casa, y veían a Tim manejar el tractor. Sandy agarraba la pequeña mano de Leah y saludaba a Tim.
Por la noche, cuando Tim llegaba a casa, levantaba a su hija dormida de la cuna, y se sentaba en la mecedora al lado. “He estado sembrando semillas todo el día, Leah. No es fácil. Primero tienes que orear el suelo…”.
“Tim”, le decía Sandy somnolienta, “deja que Leah duerma un poco. La agarras tanto, que la vas a mimar demasiado”.
“Lo sé”, respondía Tim. “Eso es lo que estoy tratando de hacer”. Leah
escuchaba, y reía, y se quedaba dormida en los brazos de su padre.
Una noche daba paso a la siguiente, y así gradualmente los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, y Tim y Sandy apenas se dieron cuenta de que para cuando Leah cumplió nueve meses, había logrado lo imposible.
Fe en Leah
La terapeuta que entró en el remolque de Sandy y Tim el 4 de junio de 1986, describió con dos palabras a la niña en los brazos de Sandy. “Absolutamente increíble”, dijo Vicki McDonough.
Sandy había esperado que retrocedería ante las cicatrices y la enorme cabeza malformada de Leah. No sabía cómo reaccionar a su entusiasmo.
McDonough se inclinó y le hizo cosquillas a Leah, quien estalló en una enorme sonrisa dejando ver sus dos dientes “¡Mira esa sonrisa!”, rio.
Sandy sintió una oleada de alivio. Ahora tenían una aliada. Incluso el nombre de la organización de apoyo familiar de Vicki McDonough, Capacitación Especial para Personas Excepcionales, prometía mucho.
“Este bebé quiere observar todo, y necesitamos ayudarlo a hacerlo hasta que pueda sujetar la cabeza erguida”, concluyó McDonough al final de su primera visita. La semana siguiente, llegó con una silla fabricada para apoyar la cabeza de Leah, un centro de actividades, e información sobre la estimulación infantil.
En junio, Leah comenzó a tratar de sujetar la cabeza. A finales de julio, estaba diciendo “mamá” y “papá”.
“He tratado de conseguir una cita con una magnífica neuróloga pediátrica que conozco, la doctora Mary Anne Guggenheim”, dijo McDonough a Sandy. “Seguro que puede ayudar a Leah.”
McDonough no pudo conseguir una cita hasta septiembre, pero a Sandy no le importó esperar ahora que cada día tenía algo nuevo que celebrar. Leah aplaudía y balbuceaba y bebía con tantas ganas que Sandy y Tim se olvidaron de que se suponía que iba a morir.
Una noche de agosto, Sandy se despertó con la sensación de que pasaba algo. Abrió la puerta de Leah y encendió la luz. Estaba rígida en el colchón empapado, con los ojos en blanco.
“¡Tim! ¡Tim!”, gritó Sandy. “Leah ha muerto.”
En un instante Tim se inclinó sobre Leah, llamándola. La levantó de la cuna y la colocó suavemente en el suelo. Tenía el cuerpo azul. De repente, Leah tuvo un espasmo y dio una bocanada de aire.
“Tengo que llevarla al hospital”, dijo Tim.
El médico de urgencias explicó: “Sufre una convulsión tonicoclónica”. Sandy y Tim caminaban de un lado a otro del pasillo, aterrorizados.
“Su hija se pondrá bien”, informó el
médico cuando salió de la sala. “Si no la hubiesen encontrado cuando lo hicieron, podría haber muerto de una insuficiencia respiratoria. Los niños hidrocefálicos pueden tener trastornos convulsivos graves.”
Cuando Tim y Sandy salieron del hospital a las cinco de la mañana, sabían que nunca dormirían relajados.
Una imagen milagrosa
A Sandy se le agolpaban las preguntas mientras ella y Vicki McDonough llevaban a Leah a la clínica de la doctora
Guggenheim el 16 de septiembre de 1986. Leah tenía ahora un año y dos semanas. Habían pasado meses desde la última vez que la había reconocido un especialista.
La puerta de la sala de espera se abrió, y Guggenheim se dirigió a Sandy. “Hola, señora Church,” dijo con una sonrisa. Luego se arrodilló. “Y esta debe ser Leah”.
Leah se sacó el biberón de la boca. “¡Hola!”, dijo.
Guggenheim agarró una rana de plástico de un montón de juguetes y la agitó en el aire. Cuando Leah la agarró, Sandy lanzó una mirada de triunfo a McDonough.
Sandy explicó la historia de Leah, desde el triste pronóstico hasta la derivación y la punción ventricular, junto con los primeros signos de desarrollo mental de Leah.
“Sabremos mucho más cuando le hagamos el electroencefalograma y una nueva tomografía”, dijo la neuróloga.
Ese mismo día, la doctora salió de la sala de reconocimiento y cerró la puerta de la oficina interior. Sacó varias hojas de imágenes de la tomografía de un sobre y tomó asiento con Sandy y McDonough. “Lo que usted está viendo, señora Church, es el cerebro de su hija”, dijo Guggenheim.
Aunque era más pequeño de lo normal, ahí estaba. Un cerebro blanco y gris, bien definido y denso en detalles. “¿Cómo puede ser?”, preguntó Sandy. “Todos los médicos nos han dicho que no tiene cerebro.”
“Bueno, el cerebro es como una esponja,” explicó Guggenheim. “En el caso de Leah, su cerebro contenía una cantidad tan enorme de líquido que probablemente hizo que fuera tan delgado y pareciera invisible. Con la derivación, el tejido del cerebro comprimido fue capaz de expandirse, y cuando eso sucedió ella comenzó a crecer y a desarrollarse, a oír, a ver, y a hablar”.
Sandy pensó en los meses lúgubres en la habitación del hotel, en las horas pasadas bombeando el fluido del
“Lo cierto es que es posible que sufra una pérdida total de memoria”, dijo el médico.
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cerebro, todo con la espe- enfrentarme a ello”, dijo ranza de aliviar su sufri- Sandy a Tim esa noche: miento. Nunca se habían “¿Por qué es mucho más dado cuenta de que era difícil esta vez?” posible la expansión del “Porque ahora conocecerebro. mos a Leah”, respondió.
“Leah claramente en- La niña rubita de un tiende la mayor parte de año que jugaba a las eslo que está pasando”, dijo A los ocho años, condidas llenaba la casa. Guggenheim. “En su de- Leah se había Cuando Leah veía a Tim sarrollo social y lingüísconvertido en una feliz por la noche, su rostro se tico, realmente creo que y activa niña. iluminaba y sus brazos es bastante normal”. se abrían de par en par.
Sandy se sentó mientras acari- “¡Hola papi!”, gritaba. ciaba la mejilla de Leah y sonreía a ¿Cómo podríamos soportar perMcDonough. derla ahora? ,se preguntó Sandy. Du-
“Todavía le queda más líquido y su rante semanas después de la visita estructura cerebral no es completa- del 15 de octubre al doctor Johnson, mente normal”, continuó la neuróloga. Sandy y Tim no hablaron ni una pala“Acostúmbrese a la idea de las opera- bra sobre la derivación. ciones. Y creo que sería prudente con- Por fin, Tim rompió su silencio. tinuar con la medicación contra las “Realmente no tenemos opción, Sandy. convulsiones por lo menos durante Leah está creciendo, y la derivación un año o dos”. no. Es algo que tenemos que hacer.”
Esa noche, Tim y Sandy se sentaron Fue Johnson quien finalmente puso para celebrar el mundo que se había fin a la espera. “Hemos observado a abierto para Leah. Se recrearon en los Leah durante algún tiempo. Necesipensamientos de un futuro. tamos reemplazar su derivación. Pro-
Mientras hablaban hasta el amane- gramemos la operación.” cer, no sabían que pronto se embarca- Luego comenzó a recitar los riesrían en su viaje más largo y doloroso. gos. “La hemorragia cerebral es el mayor riesgo. Cuanto más pequeño Cada oportunidad sea el paciente, mayor es el peligro. “Leah necesita una nueva derivación”, Los pacientes a menudo sufren cierta dijo el doctor James Johnson, neuro- parálisis después de la cirugía de la cirujano del equipo de Leah. Sandy derivación. Por lo general es temporal, sintió que volvía al pasado. pero a veces es permanente”.
“Sabía que esto iba a llegar, pero Tim y Sandy asintieron. ahora que está aquí, no sé si puedo “Los pacientes a veces sufren
pérdida de memoria por el procedimiento”, continuó el neurocirujano. “Cuando Leah salga de la operación, puede que no recuerde quiénes son y tengan que comenzar de nuevo”.
“Todos esperamos que la derivación le dé a Leah una nueva oportunidad de vida”, dijo Johnson amablemente. “Hay probabilidades de que sea así. Pero tengo que ser honesto. Y la verdad es que la pérdida total de memoria es una posibilidad”.
“Realmente no hay nada de que hablar”, dijo Tim. Sandy asintió. Comenzaron a firmar los documentos.
Una cara iluminada
Sandy y Timestaban junto a Leah fuera del quirófano en la mañana del 8 de enero de 1987. “Cuando te despiertes, mamá y papá estarán aquí”, repitieron sin parar a Leah.
“Adiós, mamá. Adiós, papá,” dijo Leah, somnolienta por los sedantes.
“¿Qué pasará si cuando salga y digamos ‘Hola’ no sabe ni siquiera responder ‘Hola’? ¿Y si no nos reconoce?” dijo Sandy.
Tim miró hacia el largo pasillo. Incluso después de que se cerraran las puertas, no se movió. Sandy nunca lo había visto con tal cara de angustia. “Tim, por favor, ven y siéntate conmigo”, le rogó. “Tenemos tres horas, por lo menos, antes de que tengamos cualquier noticia”.
Tim se derrumbó en el sofá de la sala de espera. Sandy se perdió en los recuerdos de los últimos 16 meses.
Luego llegó el sonido de la voz del doctor Johnson, y Tim y Sandy se dirigieron a la puerta. Al fondo del pasillo venía una camilla, varios soportes de vía intravenosa, un enjambre de enfermeras y en medio, Leah. Sus ojos, apenas visibles debajo de las vendas de la cabeza, estaban cerrados.
“Está saliendo de la anestesia”, les dijo Johnson. “La operación ha salido bien”.
Pero Sandy y Tim no lo escuchaban. Solo podían pronunciar su nombre.
Leah abrió los ojos. Miró a Johnson y a las enfermeras, y luego su mirada se centró en Sandy y Tim.
La cara de Leah se iluminó de la forma en la que siempre lo hacía cuando Sandy o Tim se dirigían a ella. Levantó la mano y saludó a sus padres.
Leah Church sobrevivió a su batalla de tres años con las convulsiones. En 1993 iba a la Escuela Primaria en Montana, donde su familia, que entonces incluía a su hermano de cuatro años Cody y a la bebé Jamie, vivía en una pequeña casa. Leah, de ocho años, siguió luchando contra el deterioro de su visión, una afección similar a la parálisis cerebral y varios retrasos en el desarrollo. Pero ya no sufría crisis, y su rostro siempre estaba lleno de vida.
El año anterior, Leah le había dado a Sandy una tarjeta por el Día de la Madre. “Mami”, escribió en letras enormes, “Amo tu corazón”.
Este artículo fue publicado originalmente en Reader's Digest en 1994.